lunes, 23 de noviembre de 2015

Benito Pérez Galdós La casa de Shakespeare.


En septiembre de 1889, Benito Pérez Galdós tomó un tren en Newscastle para realizar un viaje que planeaba desde hacía años: visitar la casa de Shakespeare en Stratford-on-Avon. La aventura de aquella peregrinación en busca de las huellas de uno de los grandes genios de la literatura universal la incluyó en 1906 en el libro Memoranda.
Este breviario recupera también, a manera de prólogo, el capítulo de sus memorias dedicado a Inglaterra, donde el gran narrador español refleja el especial interés que siempre sintió por la literatura y la organización política de Gran Bretaña, lo que pone que manifiesto su modernidad y curiosidad intelectual, a la vanguardia de la mayoría de los escritores europeos de su época.
Viaje físico y emocional de Pérez Galdós a Straford, crónica de viaje en la que el espacio urbano y la literatura se hermanan a través del genio universal inglés.

 
Benito Pérez Galdós
 La casa de Shakespeare



 Título original: La casa de Shakespeare
Benito Pérez Galdós, 1895
N. sobre edición original: Memoranda, Perlado, Páez y Compañía, Madrid, 1906
Imagen cubierta: Cubierta de la edición de Antonio López Librero, Barcelona [ca. 1895]

  Inglaterra[1]


[A manera de prólogo]


CAMINO de Inglaterra, me afirmé en la resolución de no demorar mi viaje a Stratford-on-Avon, donde vio la luz el inmenso Shakespeare. Mi fiel amigo Pepe Galiano no podía en aquellos días acompañarme. Nos despedimos en Newcastle, y solito, enterándome de la dirección que debía seguir, me dirigí a Birmingham, que es, como todo el mundo sabe, uno de los grandes emporios industriales de Inglaterra. Como no me guiaba ningún interés industrial ni comercial, poco tiempo me detuve en Birmingham, y tomando otro tren seguí mi ruta hacia el lugar donde la musa británica engendró a Hamlet, Macbeth y otras inmortales criaturas.
Confirmando lo que ha dicho mi ninfa, omito en estas Memorias mis impresiones de Stratford, porque ya lo hice en un libro titulado La patria de Shakespeare, y emprendiendo nueva ruta, paso por Oxford, la ciudad universitaria; por Windsor, residencia habitual de los reyes de Inglaterra, y no paro hasta Londres.
Por tercera vez me veo en la metrópoli de la Gran Bretaña; pero ni esta ocasión ni las siguientes me bastarán para contaros mis observaciones en este conglomerado de ciudades populosas. París es grande, metódicamente regular y armónico. Londres es disforme, desproporcionado, sin medida en sus bellezas, como en sus fealdades; compónenlo arrabales magníficos, rincones deliciosos y longitudes desesperantes, como ensueños de pesadilla. Dividiré en tres partes mis relatos londinenses, empezando por el Oeste, que sintentizó en este rótulo: El Parlamento y Westminster. Tarea tengo ya para hoy. Y cuando Dios quiera tendréis la segunda conferencia: San Pablo y la City. El extremo Este y la tercera: Regent’s Park y el Jardín Zoológico, British Museum.
Doy principio a mi tarea descriptiva. Partiendo de la columna de Nelson (Trafalgar Square), paso junto a la estatua ecuestre de Carlos II y entro en Whitehall, avenida espaciosa, formada por varios edificios del Estado. Entre ellos se destaca, a mano izquierda, un palacio de modesta arquitectura y aspecto vulgar; no obstante, tiene gran valor histórico, porque en él fue decapitado el rey Carlos I el 30 de enero de 1649. En medio de la calle se levantó el patíbulo, que fue comunicado con el palacio por uno de los balcones de éste. Víctima de su orgullo y de su desprecio del Parlamento, pereció el segundo de los Estuardos. En el terrible momento de entregar su cuello al verdugo mostró Carlos la dignidad propia de su estirpe y de su acendrado cristianismo. Este acontecimiento, punto culminante de la historia de Inglaterra, marca una ejemplaridad política que reaparece de tarde en tarde en la conciencia de otros pueblos europeos…
Sigo mi camino por la espaciosa vía, en dirección del Támesis, y sin parar mientes en diferentes edificios que a uno y otro lado se ofrecen a mi vista, toda mi atención se clava en una torre corpulenta, elevadísima, de traza robusta dentro del estilo gótico rectangular. En su cuerpo más alto campea el disco de un reloj monumental, que se me antoja el reloj más grande del mundo. Acercándome más, veo la enorme mole del Parlamento, uno de cuyos lienzos se extiende a la largo del Támesis, fundado sobre las corrientes aguas del río. Por la otra parte aparecen otras grandes prolongaciones del mismo edificio, que sirve de asiento y albergue a la institución política más estable y grandiosa de la vieja Inglaterra. En otra ocasión penetré por breves instantes en aquel recinto. En la ocasión que ahora refiero me procuré un pase para visitarlo y recorrerlo detenidamente. ¡Qué inmensidad, qué lujo, qué magnificencia!
Allí reside la verdadera majestad, la soberanía efectiva de la nación. En una parte, la Cámara de los Comunes; en la otra, la de los Pares, y entre ambas, dilatada serie de salones destinados a locutorios, conferencias, bibliotecas, oficinas, comedores, escritorios, habitaciones privadas del presidente y secretarios, que en el régimen inglés son funcionarios permanentes; cuanto conviene, en fin, a la relación entre ambos estamentos y a la complicada máquina del régimen parlamentario de una nación cuya base política es gobierno del pueblo por el pueblo. No quiero meterme en una disquisición prolija sobre el sistema inglés, que es admiración y debiera ser ejemplo de todo el mundo. Para seguir con brevedad mi plan, abandono el Parlamento y me dirijo a un edificio próximo, también monumental y de gótico estilo, en el cual veremos glorificado en forma religiosa lo más espiritual del alma británica…
***

Ya estamos en la Abadía de Westminster. Siempre que penetro en este templo siéntome como el que asiste a llevar una ofrenda a los dioses o a los mortales que con los dioses se codean. Ni Francia en su Panteón ni nosotros en nuestro Escorial hemos igualado a lo que los ingleses han hecho aquí. Sepulturas de reyes tenemos nosotros. Sepulturas de grandes hombres tiene Francia; pero ni en una ni en otra parte del Continente se ha conseguido, como en Londres, la incineración y glorificación de todas las grandezas de una raza. En las capillas de Westminster encontramos todos los reyes, reinas, príncipes y caballeros que han florecido en este noble suelo. La capilla de Enrique VII es en este concepto interesantísima. También hay reyes santos en esta y otras capillas; pero algunos visitantes rinden culto a los santos de su mayor devoción, no en las capillas, sino en las naves y cruceros de la iglesia. En ésta encontré a Newton, que en la piedra de su sepulcro tiene grabado el famoso binomio, fórmula matemática que dio fama a este varón extraordinario, descubridor de la gravitación universal y del sistema del mundo. La ciencia debe, además, a Newton otras grandiosas conquistas. No lejos de la tumba de Newton vi la de Darwin, creador de la teoría del origen de las especies por la selección natural… En una de las salas del crucero, y en la que lleva el nombre de Rincón de los poetas (Poets’ Corner), nos hallamos ante la brillantísima pléyade de poetas, novelistas, historiadores, críticos, músicos, actores, etc., que en siglos diferentes han brillado en el espacio infinito del arte británico. Los que no tienen sepultura en la Abadía con inscripciones y signos fehacientes están representados por estatuas, bustos, medallones y expresivas leyendas. Resulta un completo cielo, como nos lo pintan y describen las escrituras dogmáticas. Allí están los profetas, apóstoles, mártires, los elegidos, en fin, merecedores de la inmortalidad. Allí podemos rendir culto a los santos que nos merecen más respeto o veneración. Resplandecen en la celestial muchedumbre Macaulay, Thackeray, el compositor Haendel, que los ingleses consideran como suyo, aunque nació en Alemania; Oliverio Goldsmith, Pope, Addison, Chaucer, Thomson, Prior, Campbell, duque de Argyll, Spencer, el afamado comediante Garrick, Milton cuyo solo nombre basta para caracterizarle; Dryden, Ben Jonson y, descollando entre todos, el soberano hacedor de humanidades vivas, Guillermo Shakespeare…
La última vez que visité la Abadía vi en el suelo del Rincón de los poetas una sepultura reciente; en ella, trazado al parecer con carácter provisional, leí esta inscripción: Dickens. En efecto, el gran novelador inglés había muerto poco antes. Como éste fue siempre un santo de mi devoción más viva, contemplé aquel nombre con cierto arrobamiento místico. Consideraba yo a Carlos Dickens como mi maestro más amado. En mi aprendizaje literario, cuando aún no había salido yo de mi mocedad petulante, apenas devorada La comedia humana, de Balzac, me aplique con loco afán a la copiosa obra de Dickens. Para un periódico de Madrid traduje el Pickwick, donosa sátira, inspirada, sin duda, en la lectura del Quijote. Dickens la escribió cuando aún era un jovenzuelo, y con ella adquirió gran crédito y fama. Depositando la flor de mi adoración sobre esta gloriosa tumba, me retiro del panteón de Westminster… Quisiera dar un vistazo al Museo de Pintura: pero es muy tarde y este capítulo es demasiado largo. Quédese para un día próximo el tratar de lo que me sugiere mi caprichosa memoria.

  I


¿Por dónde voy a Stratford?—La estación de Birmingham


EN cuantas visitas hice a Inglaterra me atormentaron las ansias de ver la gloriosa villa de Stratford-on-Avon, patria de Shakespeare. Una vez por falta de tiempo, otra por rigores del clima, ello es que no pude realizar mi deseo hasta el pasado año (1889). Por fin, en septiembre último, pisé el suelo, que no vacilo en llamar sagrado, donde está la cuna y sepulcro del gran poeta. Desde luego afirmo que no hay en Europa sitio alguno de peregrinación que ofrezca mayor interés ni que despierte emociones tan hondas, contribuyendo a ello no sólo la majestad literaria del personaje a cuya memoria se rinde culto, sino también la belleza y poesía incomparable de la localidad. Si en Inglaterra es Stratford un lugar de romería fervorosa, pocos son los viajeros del continente que se corren hacia allá. En los voluminosos libros donde firman los visitantes he visto que la mayor parte de los nombres son ingleses y norteamericanos; contadísimos los de franceses e italianos, y españoles no vi ninguno. Creo que soy de los pocos, si no el único español, que ha visitado aquella Jerusalén literaria, y no ocultaré que me siento orgulloso de haber rendido este homenaje al altísimo poeta cuyas creaciones pertenecen al mundo entero y al patrimonio artístico de la humanidad.
Y no crean mis lectores que ir a Stratford es obra tan fácil, aun hallándose en Inglaterra. La superabundancia de comunicaciones viene a producir el mismo efecto que la falta de ellas. No conozco confusión semejante a la del viajero instalado en cualquier ciudad inglesa cuando coge el Bradshaw, o Guía de ferrocarriles, y trata de investigar en sus laberínticas páginas el camino más directo y rápido para trasladarse de un confín a otro de la Gran Bretaña. El libro de los Vedas es un modelo de claridad en comparación del voluminoso Bradshaw. Si quisiéramos dirigirnos por cualquiera de las tres grandes líneas o redes que, partiendo de Londres, cruzan toda la isla, a saber: el North Western, el Midland y el Great Northern, la tarea no es en extremo difícil; pero si intentamos buscar direcciones transversales por las infinitas ramas que enlazan estas líneas unas con otras y con las secundarias, vale más renunciar al estudio previo del camino y entregarse a las peripecias de un viaje de aventuras, y a la buena fe de los empleados del ferrocarril.
Verdadera maravilla de la ciencia y de la industria es la muchedumbre de trenes que ponen en movimiento todos los días de la semana, menos los domingos, las compañías antes citadas, y además las del Great Western y Great Eastern, y la fácil exactitud con que las estaciones de empalme dan paso a tan enorme material rodante sin confusión ni retraso. La velocidad, desmintiendo distancias, desarrolla en aquel país hasta tal punto el gusto de los viales, que toda la población inglesa parece estar en constante movimiento. Se viaja por negocios, por hacer visitas, por hablar con un amigo, por ir de compras a una ciudad próxima o lejana, por pasear y hacer ganas de comer.
Hallábame en Newcastle, y nadie me daba razón de la vía más corta para visitar the home of Shakespeare. Una rápida inspección del mapa simplificó la dificultad, pues viendo que Stratford está cerca de Birmingham, a esta ciudad había que ir por lo pronto. Después Dios diría. Entre Newcastle y Birmingham, el viaje es entretenidísimo, pues se pueden admirar las catedrales de York y Durham, y después se atraviesa una de las comarcas fabriles más interesantes, la del Hallamshire, donde campea Sheffield, la metrópoli de los cuchillos. Sin detenerme recorro esta región contemplando la inmensa crestería de chimeneas humeantes que por todas partes se ve, y llego a Birmingham, ciudad populosa, una de las más trabajadoras y opulentas de Inglaterra. Un poco más alegre que Manchester, se le parece en la febril animación de sus calles, en la negrura de sus soberbios edificios y en la muchedumbre y variedad de establecimientos industriales.
¿En qué parte del mundo, por remota y escondida que sea, no se habrá visto la marca de esta ciudad aplicada a infinidad de objetos de uso común y ordinario? La universalidad, la variedad y el cosmopolitismo de la industria de Birmingham se expresan muy bien en un elocuente párrafo de la obra de Burrit Paseos por el país negro. Dice así:
«El árabe come su alcuzcuz con una cuchara de Birmingham; el pachá egipcio ilumina su harén con candelabros de cristalería de Birmingham; el indio americano se bate con el rifle de Birmingham, y el opulento rajah del Indostán decora su mesa con los cobres de Birmingham; el audaz jinete que recorre las estepas de Sudamérica espolea su caballo con un acicate de Birmingham, y el negro antillano corta la caña de azúcar con su hacha de Birmingham…, etc.». No copio más porque es el cuento de nunca acabar, semejante al de las cabras de Sancho.
La estación de este formidable emporio industrial es de tal magnitud, y hay en ella un vaivén tan vertiginoso de trenes y gentío tan inquieto que no extrañaría yo que perdiera el sentido quien, desconociendo la lengua y las costumbres, quisiera indagar una dirección en aquella Babel de los caminos humanos.
—¿En qué plataforma se toma billete para Stratford?
Esta es la pregunta ansiosa del peregrino shakespeariano en la ingente estación de Birmingham.
No se crea que tal pregunta es contestada claramente. Muchos empleados suelen informar con incierto laconismo:
—Es de la otra parte.
Y recorre usted otra vez los puentes que comunican las inmensas naves por encima de las vías. Después pase usted por un túnel abierto debajo de otras, hasta llegar a las plataformas del costado Sur, y allí échese a correr a lo largo del interminable andén.
Por fin. Hay quien dé informes exactos de la vía que se debe tomar, del sitio donde está el booking-office o despacho de billetes, y de la hora del tren. Gracias a Dios, ya tengo en la mano el billete para Stratford; tomo asiento en un coche; el tren marcha. Alabado sea mil y mil veces el Señor.

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