lunes, 26 de octubre de 2015

Edgar Wallace. Novela: Los 4 hombres justos.


Edgar Wallace nació en 1875 en Greenwich. (Gran Bretaña) y murió en Hollywood en 1932. Era hijo ilegítimo de una actriz y fue adoptado por un vendedor ambulante de pescado, George Freeman Dejó la escuela a los doce años y desempeñó diversos oficios, entre ellos vendedor de periódicos, mozo de cuadra y aprendiz de imprenta. Ingresó en el ejército a los dieciocho años: sirvió en la guerra de Sudáfrica y actuó como reportero.
Su producción literaria fue prodigiosa en número: escribió más de doscientas novelas y miles de artículos periodísticos. Entre las primeras se cuentan «El círculo carmesí», «El arquero verde», «El campanero», «La mansión secreta», etc.



RESEÑA

Cuatro hombres, que se dan a sí mismos el calificativo de «justos», acuerdan acabar con la vida del ministro de Asuntos Exteriores británico decidido a aprobar una ley que ellos consideran inaceptable.
Toda la policía londinense está al acecho, las normas de vigilancia son máximas. Rodeado por un cinturón de seguridad, el ministro se encierra en una habitación inaccesible, pero aun así el crimen se lleva a cabo...
Al publicar la primera edición de esta novela, Edgar Wallace no publico la solución y ofreció una generosa recompensa a quien supiera encontrarla. El reto sigue en pie: ¿como se cometió el crimen, sin dejar huella alguna en una habitación totalmente aislada?


REPARTO

LEON GONZALEZ, POICCART, GEORGE MANFRED, TE-RRI (ALIAS SAIMONT): Los Cuatro Hombres Justos.
MANUEL GARCIA: Líder carlista.
SIR PHILIP RAMON: Ministro de Asuntos Exteriores británico.
FALMOUTH: Superintendente de policía.
WELBY: Corresponsal del Megaphone.
HAMILTON: Secretario privado de Sir Philip Ramón.
BILLY MARKS: Ratero londinense.
QUINN WILLIAMS: Joven pueblerino, afincado en Nueva York.
RUTH (BRICKY) COLEMAN: Empleada de un salón de baile.
STEPHEN GRAVES-. Miembro de la alta sociedad.
HELEN KIRSCH: Joven neoyorquina.
ARTHUR HOLMES: Agente de bolsa.
JOAN BRISTOL: Empleada de un club nocturno.
GRIFF: Amigo de la anterior.



 INTRODUCCION

«En cierta ocasión», refiere Edgar Wallace, «entrevisté a Mark Twain, y, tras un rato de charla, me dijo: Me gustaría que redactase su artículo en tercera persona; pues, si hace cita ver-bal de mis palabras, me hará hablar como nunca he hablado en mi vida (...), y desde que he pasado a la categoría de entrevistado, entiendo lo que quería de-cir. Siento escalofríos al leer algunas de las declaraciones atribuidas a mí, salvajes en su extravagancia y baladre-ras en su inmodestia.
»No es culpa del periodista: tiene que redactar de prisa y producir una im-presión, e imagino que la impresión que yo he creado es la de que estoy más orgulloso de la cantidad que de la cali-dad de mis obras, lo que no es cierto. Trabajo con rapidez porque no sé tra-bajar de ningún otro modo. No soy capaz de sentarme día tras día a una hora programada y escribir con pulcra caligrafía un número determinado de páginas, interrumpiendo mi labor del modo que la comencé, al toque de un reloj. O trabajo veloz e ininterrumpida-mente, o no trabajo en absoluto. Soy, también, un deliberado holgazán. Me digo: Esta semana no trabajaré lo más mínimo, y, por curioso que parezca, la semana que escojo no es precisamen-te una llena de atractivas citas.»
Wallace parece hablar por boca de su personaje Peter Dewin cuando le ha-ce afirmar, no sin cierta turbación: «Al-go extraño sucede en mí, Daphne: cuan-do mi mente comienza una labor, no hay modo de detenerla» .
Edgar podía concentrarse en su tarea literaria al tiempo de atender las de-mandas afectivas de sus hijos, .para quienes siempre estuvo abierta la puer-ta de su estudio; podía redactar un artículo en una libreta apoyada sobre sus rodillas a la vez de supervisar el ensayo de una de sus producciones tea-trales. Ni la eficiencia de sus secreta-rios, entre los que se encontraba un campeón europeo de mecanografía, bas-taba a veces para pasar al papel con la debida prontitud sus grabaciones en el dictáfono. Compuso su libro El hombre diablo, de ochenta mil palabras, casi de un tirón, durante un fin de semana, haciéndose servir una taza de té cada media hora para combatir el sueño.
Este ritmo de trabajo, normal en él, dio lugar a envidias. Remendones de la cultura, del calibre de quienes provo-can un bostezo por palabra cada vez que intentan analizar en qué consiste el arte de la palabra, hicieron el razo-namiento de turno: «Si yo, que he be-bido en los clásicos, he necesitado do-mingos en negro y noches en blanco para redactar un borrador sobre las capas sociales en la obra de Jane Austen, ¿cómo es posible que ese condenado Edgar Wallace, que en lugar de ateneos frecuenta hipódromos, sea tan prolífico? Sólo cabe una explicación: lo que escribe carece de interés lite-rario.» Y como carecía de interés litera-rio, no lo leyeron. Y lo curioso es có-mo, si no lo leyeron, pudieron saber que carecía de interés literario.
Cuando preguntaron a Igor Stravins-ky si era difícil conseguir estar inspi-rado, respondió: «Difícil, no. O es muy fácil o es imposible.» Cuando germi-naba una idea en la mente de Edgar Wallace, todo su chorro de conciencia se sometía al servicio de esa idea, se-leccionando de entre su rica experien-cia vital aquellos elementos convenien-tes a la composición de su nueva obra literaria, a medida que ésta iba adqui-riendo forma. No preparaba sinopsis de lo que iba a escribir. «Un relato de-be narrarse él mismo, y con harta fre-cuencia la situación culminante o el per-sonaje central cobra forma a partir de algún giro accidental de la trama», afir-ma Wallace en un artículo. Se advierte en estas palabras cierta reacción contra la tendencia excesiva de los autores de-tectivescos a construir sus tramas em-pezando por el final y sacrificando el frescor del relato a un mero esquema. No obstante, conviene dejar claro que, en lo tocante a la explicación central del misterio criminal, Edgar Wallace la tenía preparada de sobra desde el principio. Basta con leer Los Cuatro Hombres Justos o El círculo carme-sí  para comprobarlo. Más Wallace, antes que novelista encasillable en un género determinado, es un narrador. El interés de libros como los citados está más en el escalonamiento de los trances que en el misterio a secas. Y no olvidemos que también triunfó con obras muy distintas a las policíacas, como su centenar largo de narraciones de ambiente africano o el guión origi-nal de la célebre película King Kong.
Si tuviéramos que poner una etique-ta a la producción de Wallace, corrien-do los riesgos que toda etiqueta con-lleva, podríamos utilizar la de «literatura mítica». Tam de los Scouts, Sanders, Bosambo, el capitán Tatham, King Kong, Mr. Reeder, King Kerry (El hom-bre que compró Londres), «Huesos», Evans y un largo etcétera se encuen-tran entre los mitos no criminales de Wallace; El Círculo Carmesí, Los Cua-tro Hombres Justos, El Arquero Verde y otros pertenecen a la galería de sus delincuentes míticos. Algunos de estos mitos encarnan temores colectivos (King Kong o El Círculo Carmesí); otros, añoranzas.
«Cada uno de nosotros tiene una vi-da secreta, conocida únicamente por unos pocos íntimos», afirma Walla-ce . «La vida secreta de un individuo exteriormente dichoso puede ser mu-cho más venturosa o infortunada de lo que parece al observador superficial, pero posee una identidad propia e in-dependiente de aquella con la que es-tamos familiarizados.
»Mas existe también una tercera vi-da, oculta a los ojos del marido o de la esposa, del padre y de la madre..., la vida de sueños que todos vivimos. Es a este ego al que recurre el autor de obras de ficción.
»No hay ninguno de nosotros que no sea autor de ficción y que no haya ur-dido alguna trama en la que figure co-mo héroe. Esta capacidad para soñar es nuestra salvación en un mundo de realidades feas. Normalmente somos perfectamente capaces de salir de nos-otros mismos: soñamos soluciones pa-ra nuestros apuros monetarios, felices desenlaces a situaciones desdichadas, recompensas para labores penosas, va-caciones a cambio del trabajo. Pero en ocasiones los hechos desnudos son tan amenazadores que somos incapaces de realizar el esfuerzo preciso para accio-nar el engranaje onírico. Estamos hip-notizados por el presagio del fracaso, por el pánico del desastre. Es entonces cuando el autor de ficción se convierte en el doctor por excelencia. Es él quien pone en marcha el tren de pensamien-tos que se dirige al destino deseable...»
En King Kong hace soñar a las ma-sas que la Belleza (encarnada en la jo-ven Ann) acaba por destruir el peligro de una hecatombe presentida durante las crisis sociales de la época (peligro encarnado en el monstruo).
Críticos más familiarizados con na-rrativa psicológica o realista que con la de tipo imaginativo, tienden a enjui-ciar con ligereza las narraciones detec-tivescas de Edgar Wallace, tachando a sus personajes de bidimensionales. El error de estos críticos procede de apli-car unos criterios que, siendo válidos en otros géneros, son inadecuados para apreciar la dimensión artística de un libro del tipo de Los Cuatro Hombres Justos. Tanto se puede pecar de ima-ginativo en una novela realista, como de realista en una novela imaginativa. Cada género tiene sus leyes. Sería una sandez, por ejemplo, comparar el Cri-men y castigo de Dostoiewsky con una novela policíaca de Edgar Wallace, por la sencilla razón de que se proponen metas completamente diferentes.
«Personalmente pienso», dice Edgar Wallace , «que en la construcción de una trama de misterio no ha habido ninguna mejora sobre el método de Wilkie Collins, exceptuando el hecho de que el auge de la prensa y la pre-valencia del inglés periodístico, que a mi juicio es un inglés muy bueno, ha desplazado al recargado estilo literario que el lector Victoriano demandaba.
»Las historias de misterio, tal y co-mo yo entiendo su modo de escribirlas, difieren de la novela ordinaria como un número de music-hall difiere del habi-tual drama teatral. En el drama uno dispone de todo un acto para crear una atmósfera, presentar los personajes y plantear el argumento. Un intérprete de music-hall dispone de contados se-gundos para impresionar a la audien-cia con su personalidad y producir una atmósfera.»
Wallace es conciso. Adquirió entre-namiento en este arte durante su labor periodística. Un par de frases pueden bastarle para dar una pincelada pin-toresca a un personaje:

«...¿Si conozco a los Cuatro?—sus hombros subieron hasta sus orejas—. ¿Quién no? Hubo un caso en Málaga, ¿sabe? (...) Terrí no es un gran criminal...» .

Los signos (...), unidos a la prece-dente expresión «sus hombros subie-ron hasta sus orejas», nos producen la impresión de que el hablante es muy ex-presivo y locuaz, pero no necesitamos soportar esa locuacidad.
A veces, esta concisión es intraduci-ble. Recuerdo, por ejemplo, la dificul-tad que me planteó la palabra sniffing durante la traducción de El Círculo Carmesí. Había un personaje «con un perpetuo sniffing». El término es el ge-rundio de un verbo que significa, entre otras acepciones, «olfatear, aspirar por la nariz, husmear al modo de un perro». Esta característica cuadraba con la psi-que del individuo, un abogado rastrero (como un perro) que, en la práctica de su profesión, estaba continuamente al acecho (husmeaba) de informes obte-nidos ilícitamente.
Wallace utiliza materiales de la rea-lidad pintorescos o improbables, com-binándolos imaginativamente. Su Tony Perelli está inspirado en Al Capone; su célebre Mr. Reeder es una caricaturización de un investigador real, al de-cir de Percy Hoskins ; su Sanders es sir Henry H. Johnston, etc.
«Por lo que respecta a la improbabi-lidad de mis historias criminales, la verdadera dificultad al escribir estriba en encontrar algo auténticamente im-probable», afirma Wallace en uno de los artículos citados. «Todos los días hay casos en los tribunales que, de ser escritos en forma de ficción, serían ta-chados de imposibles.»
Mucho de su material lo extrajo de Old Bailey, el tribunal de lo criminal en Londres, así como de su frecuente trato con miembros del hampa. Su Hombre Diablo existió realmente: fue el célebre criminal Charles Peace. Es-cribió numerosas historias de crímenes reales. Su concepto del criminal es pe-simista, influido por una antropología de signo lombrosiano: cree poco en la reforma.
«A la vez que crea, Wallace se re-crea», dijo alguien. Al escribir, disfru-taba por lo menos tanto como su pú-blico al leerlo. Y de esta delectación surge un humor fresco, nunca corro-sivo: el humor de quien siempre reac-cionó con una sonrisa ante los más amargos avatares de la vida. Este hu-mor ha quedado oscurecido por su fa-ceta de autor detectivesco, mas ha sido apreciado por algunos lectores. Es se-guramente una de las cualidades que en él apreciaba el también humorista P. G. Wodehouse, quien en una carta dirigida a un tal Townend escribió: «¿Puede conseguir algo para leer estos días? Estuve ayer en la biblioteca del Times y salí con las manos vacías. No había nada que me apeteciese. Para rellenar el tiempo hasta que Edgar Wal-lace escriba otro libro...» James Joyce escribía a Stanislaus: «¿Lees alguna vez el Daily Mail? Un tipo llamado Ed-gar Wallace escribe en él a veces una columna burlesca: es muy diverti-da» .
Wallace puede ser saboreado por un público muy variado en edades y en cultura. Cuando el señor Pound, direc-tor del Strand Magazine, fue abordado en la calle por una niña que quería su autógrafo, se sintió agradablemente sorprendido. Mas sufrió una desilusión cuando la niña le explicó: «Es porque usted conoce a Edgar Wallace.» Entre los fans de Edgar figuran personajes tan dispares como el compositor Delius y Crippen, el célebre médico asesino. Anwar-el-Sadat, el asesinado presidente de Egipto, aprendió alemán traducien-do un libro de Wallace publicado en este idioma, y Rudolph Hess, el lugar-teniente de Hitler, estuvo concentrado en una novela de este autor cuando de-bería haber estado estudiando los do-cumentos de su caso. Konrad Adenauer, el presidente Roosevelt y Jorge V de Inglaterra se encontraban entre sus lec-tores más entusiastas.
Una curiosa cualidad de Edgar Wal-lace es la sensación de presencia actual que produce en quien lo lee. Con mo-tivo de la publicación en Selecciones del Reader’s Digest de su artículo «In-olvidable Edgar Wallace» , Nigel Morland recibió numerosas cartas con fragmentos como éstos:
«¿Sabe? Cuando finalizo un libro de Edgar Wallace siempre siento una es-pecie de sensación de que él se halla en algún lugar próximo, y cuando suelto una carcajada por algún pasaje diverti-do escrito por él, tengo la certeza de que Edgar ríe también...»
«Sé que suena terriblemente tonto, pero cuando releo alguno de mis muy queridos libros de Edgar Wallace y lo cierro con un sentimiento de placer, estoy seguro de ver a Edgar con el ra-billo del ojo, sonriéndome.»
«No puedes negar que está alrede-dor. Siempre que hablas de Edgar Wal-lace recibes la impresión de que está contigo.»

* * *

En la presente edición se ofrece por vez primera a los lectores de habla es-pañola el primer libro que escribió Edgar Wallace: Los Cuatro Hombres Justos (The Four Just Man). Lo publicó el propio Wallace en su modesta edito-rial Tallis Press, en 1905. En la primera edición no incluyó el capítulo de la solución, habiendo ofrecido pública-mente quinientas libras en premios a las personas que ofreciesen una expli-cación correcta al problema detectives-co planteado.
Los Cuatro Justos son un mito: son hombres capaces de juzgar a sus semejantes. La dicotomía de conceptos irre-conciliables humano - justo adquiere identidad literaria en un grupo de tres hombres de diferentes nacionalidades (el cuarto había muerto anteriormente a la acción del libro), los cuales, im-buidos de la idea de la justicia social, ponen sus vidas y sus fortunas al servi-cio de la misma. Creen en una justicia de orden natural, marcada en la con-ciencia del hombre universal, la cual no se cumple debido a la corrupción de las autoridades. No explica Wallace en qué se basaban los Cuatro para arro-garse el derecho divino de quitar la vi-da. Simplemente nos dice que ellos es-taban convencidos de ser instrumentos de la Providencia. Y para corroborarlo, deja que sea la Providencia la que tenga la última palabra, sirviéndose de una rosa... Pero no adelantemos los acon-tecimientos.



Filmografía

Hay dos películas de cine y una serie televisiva basadas en los Cuatro Hom-bres Justos.
La primera película (The Four Just Men) data de 1921, siendo su director George Ridgewell, y los actores Cecil Humphreys, Teddy Arundell, C. H. Croker-King, Charles Tilson-Chowne, Owen Roughwood, George Bellamy y Robert Vallis. Fue producida por Stoll.
La segunda película, de igual título, es de 1939. La dirigió Walter Forde, siendo los guionistas Roland Pertwee, Angus McPhail y Sergei Nolbandov. En-tre los actores estaban Hugh Sinclair, Griffith Jones, Francis L. Sullivan (los Hombres Justos, cuyos nombres están cambiados), Frank Lawton (Terri), Alan Napier (el ministro de Asuntos Exterio-res), At hole Stewart (comisario adjun-to de Scotland Yard), George Merrit (Falmouth) y Garry Marsh (Billy). En los Estados Unidos se tituló The Se-cret Four (Los Cuatro Secretos).
La serie de televisión estuvo prota-gonizada por Vittorio de Sica, Dan Dai-ley, Jack Hawkins y Richard Conte. Es poco fiel a los textos.


Teatro

George Warren escribió una versión teatral de la novela. Fue estrenada en el teatro Colchester Royal en agosto de 1906, siendo el productor H. A. Saintsbury, quien además interpretó el papel de Manfred. El director fue J. Bannistair Howard.

JUAN SANTISTEBAN

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