jueves, 3 de septiembre de 2015

Jorge L. Borges Adolfo Bioy Casares Seis problemas para don Isidro Parodi.


Jorge L. Borges
Adolfo Bioy Casares
Seis problemas para
don Isidro Parodi.
(Fragmentos).
Título original:
Seis problemas para don Isidro Parodi, 1942
Emecé Editores, Buenos Aires
para esta edición: Ediciones Nuevo Siglo, S.A., 1995

Impreso en Argentina
Printed in Argentina
Índice
• Prólogo
• Palabra liminar
• Las doce figuras del mundo
• Las noches de Goliadkin
• El dios de los toros
• Las previsiones de Sangiácomo
• La víctima de Tadeo Limardo
• La prolongada busca de Tai An
Ni Borges ni Bioy son Bustos Domecq
Dos grandes escritores en español de este siglo, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy
Casares, crearon en connivencia, creo que siguiendo un juego entre inglés y
pirandelliano, a un autor que fue capaz de escribir tres novelas de corte policiaco y cuyo
interés lexicográfico reside en la reconstrucción paródica de un idioma argentino que se
quiere así reconstruido. Fue en 1942, en plena Guerra Mundial, cuando la civilización
en que habían sido educados estos dos escritores parecía seriamente amenazada, en que
aparece en las librerías argentinas un libro de extraño título, Seis problemas para don
Isidro Parodi, firmado por un tal H. Bustos Domecq (al que le siguieron en 1946 Dos
fantasías memorables y, ya en el cercano 1967, Crónicas de Bustos Domecq), que tenía
la particularidad de acercar al lector en español un modo de abordar la novela de
misterio hasta entonces exclusivo de la cultura británica. Eran los años en que la novela
negra norteamericana todavía no se había revelado como un género mayor para la
intelectualidad de la posguerra europea y aún andaba impresa en el execrable papel de
los pulp fiction, idónea como lastre para los buques mercantes que cubrían el trayecto
atlántico entre los Estados Unidos e Inglaterra.
Pronto se supo (o acaso se supo siempre) que Bustos Domecq era una recreación,
¿seríamos capaces de poner pseudónimo?, de Jorge Luis Borges y de Adolfo Bioy
Casares. Que Borges no ha dejado "discipulaje" literario pocas dudas existen hoy día,
pero lo cierto es que su magisterio influyó, cuando aún era joven, en muchos miembros
de su generación. Bioy Casares, quince años menor que Borges, escritor de una pluma
tendente a lo fantástico, se unió al grupo que giraba en torno a la figura de Virginia
Ocampo, Sur, hasta el extremo de emparentar, se convirtió en su cuñado, con esa
extraña y despótica figura de la cultura argentina. Sur fue, tanto por los contenidos de la
revista del mismo título como por los títulos publicados por la editorial, un punto de
referencia obligado de la intelectualidad argentina, que recibía con los brazos abiertos lo
mejor de la cultura europea y norteamericana. Borges y Bioy fueron parte importante de
aquel proyecto cultural, que miraba con mayor preocupación cualquier avatar acaecido
en Europa que alguna catástrofe más cercana en lo geográfico, pero a años luz de sus
preocupaciones mentales. Esa extraña disociación entre identidad cultural y patria llevó,
curiosamente, a una lúcida visión de la realidad política de Argentina y, de ahí, el
rechazo, pienso que mutuo, que tuvo Borges con el dictador Perón desde el instante
mismo de la llegada al poder del general.
Borges y Bioy realizaron, asimismo, una labor editorial importante durante decenios y
no sólo en Sur. Cuatro años después de que saliera a la luz este libro que nos ocupa,
Borges firmó un manifiesto contra Perón y éste intentó humillarle nombrándole
Inspector de alimentos en los mercados de Buenos Aires, cargo que Borges rechazó.
Fue entonces cuando el autor de Ficciones se tuvo que ganar la vida con actividades
docentes y editoriales. Sur estaba ahí, pero, asimismo, la editorial Emecé en la que éste,
junto a Bioy Casares, dirigieron la colección "El Séptimo Círculo", donde se dio a
conocer en español lo mejor de la literatura policiaca del momento. En realidad, creo
que, visto con los años, fue la mejor colección de novela policiaca que ha existido en los
países de habla hispana.
Seis problemas para don Isidro Parodi surge, pues, de la necesidad que tenían ambos
escritores de dar rienda suelta a sus preferencias y, con cierta perversión, ajustar las
cuentas de su argentinidad a través del lenguaje. Pienso que, hoy día, lo que queda de
este libro es ese esfuerzo memorable por dar entidad a ciertos argentinismos y llenarlos
de significación plástica. Sabido es que hubo en Argentina escritores llamados
populares, entre ellos Roberto Arlt, a los que Borges y en general todo el grupo Sur
despreciaban por su descuido idiomático. Esta novela es una respuesta, inteligente por
lo demás, para deshacer algunos malentendidos sobre la supuesta "antiargentinidad" de
sus autores. El resultado es espléndido y digno de la inteligencia casi perversa de Jorge
Luis Borges.
H. Bustos Domecq, autor del libro, cumple una condena de cadena perpetua por un
crimen del que se supone, por mor del tono de la obra, es inocente. Desde la celda 273
resuelve asesinatos y otros problemas criminales y, sin embargo, es incapaz de
demostrar su inocencia, porque un funcionario de la comisaría 8 le debe dinero y no le
interesa que don Isidro se lo reclame. Esta endeble estructura, endeble e inverosímil,
permite que don Isidro acceda a los universos más surrealistas y a la resolución de los
problemas más abstrusos con el sólo concurso de su inteligencia. Es, por tanto, un
hombre que mantiene una línea abierta con el mundo por una única vía, la espiritual, y,
a partir de ahí, se expande una correlación de corte matemático que adquiere su justa
correspondencia, o verosimilitud, con la realidad. Esa verdad es la única prueba que
tiene don Isidro para demostrarse a sí mismo que no es el don Segismundo
calderoniano, y, por lo tanto, se puede permitir el lujo, porque además es un personaje
moderno, de ser paródico, satírico, inteligente pero nunca trágico.
Y es ese tono de parodia lo que hace único este libro y que le distingue de la más acerba
tradición británica del género. Como dice la señorita Adelma Badoglio, educadora de su
educando don Isidro: "Sus cuentos policiales descubren una veta nueva del fecundo
polígrafo: en ellos quiere combatir el frío intelectualismo en que han sumido este género
sir Conan Doyle, Ottolenghi, etc. Los cuentos de Pujato, como cariñosamente los llama
el autor, no son la filigrana de un bizantino encerrado en la torre de marfil; son la voz de
un contemporáneo, atento a los latidos humanos y que derrama a vuelapluma los
raudales de su verdad".
Tanto es así que es ese espíritu juguetón, paródico hasta el sarcasmo, inteligente hasta
decir basta lo que distingue la obra de Bustos Domecq de la de Jorge Luis Borges o la
de Bioy Casares. Porque los problemas de suspense que propone el libro no dejan de ser
pálidos reflejos de los de un Conan Doyle o los de una señora atroz como Agatha
Christie, pero el tono de retranca argentina es único y, diría, casi inigualable. No hay en
Borges ni en Bioy una obra semejante en su lucidez satírica y ésta es la ventaja de
Bustos Domecq en su argentinidad con respecto a los dos autores antes citados. Se
podrá decir que la obra de Borges es más límpida, profunda, más matizada, más
doliente... se dirá que la de Bioy planea en su fantástica visión hacia cielos que don
Isidro Parodi ni siquiera puede vislumbrar, pero la gracia, la desenvoltura, la falta de
cualquier gravedad es patrimonio de Bustos Domecq, y esa gracia se murió, o se agotó,
que para el caso es lo mismo, con las tres obras antes reseñadas, y, además, esa gracia,
que podía haber caído en un costumbrismo de corte social, se expande en una obra con
ribetes de juego de acertijos propios del cuarto de estar de un hogar burgués, casi
inocente en su pasmo. Tamaña perversidad sí puede ser digna de Borges, podría incluso
ser patrimonio de Bioy, que hubiese perdido la compostura, pero esa alianza entre
casticismo e intelecto es un espacio reservado a Bustos Domecq, es su descubrimiento,
y por eso tiene entidad real, y por eso sólo escribió tres obras, y por eso no aparece en
las Obras completas de Jorge Luis Borges ni en el catálogo de obras escritas por Bioy
Casares, y por eso no sabemos cuándo murió ni maldita la falta que nos hace saberlo...,
sólo conocemos de él algunos estudios, el de su educanda, el de don Gervasio
Montenegro y poco más. En las alturas en que se colocaba Sur, don Isidro Parodi nunca
podría entrar, pero lo cierto es que Bustos Domecq dejó cumplida venganza
proponiendo seis acertijos que, se sepa todavía hoy, no consiguieron resolver ni Borges
ni Bioy. Creo que esta recreación, por lo anteriormene señalado, es uno de los más
hermosos juegos que se ha permitido en el siglo la literatura en lengua española y por
eso es un libro que debería ser calificado de señero, aunque la palabra sea digna de que
la machaque el habla de Isidro Parodi.
Jorge Luis Borges
Nació en Buenos Aires en 1899 en el seno de una familia acomodada, en la que se había
mezclado la sangre portuguesa y la inglesa. De 1914 a 1921 recorrió Europa, primero
Italia y, luego, Suiza y España, donde se relacionó con los movimientos literarios de
vanguardia, en especial el Ultraísmo, que llevó a Argentina.
Amigo de Macedonio Fernández, fundó con él la revista ultraísta Proa mientras
colaboraba en diversos periódicos y revistas de la época. Firmó un manifiesto contra el
general Perón que le llevó a padecer cierto ostracismo social en la década de los
cuarenta y cincuenta. Sin embargo, a paritr del estudio crítico que escribió Roger
Caillois en Gallimard para la edición de Ficciones en francés, la fama de Borges
comienza a ser internacional, siendo reconocido como uno de los grandes escritores del
siglo. En 1980 recibió el Premio Cervantes. Murió en 1986 en Ginebra. Para el caso que
nos ocupa fue un genial recreador de Bustos Domecq.
Adolfo Bioy Casares
Hijo de una familia de terratenientes, nació en 1914 en Buenos Aires. En 1932 conoció
a Borges, al que le unió una afinidad literaria y una amistad poco común. Renegó de los
seis primeros libros que escribió, por lo que hay que considerar su primera obra La
invención de Morel, de 1940. Su literatura, de corte fantástico, anticipa ciertas modas
literarias que adquirieron fama mucho después, como el nouveau roman de Robbe
Grillet. Rastreó, junto a Borges, la existencia literaria de Bustos Domecq y, juntos,
publicaron en 1942 el libro de éste, Seis problemas para don Isidro Parodi. Pocos como
él han sabido cantar la vida cotidiana del Buenos Aires de los años veinte y treinta y,
asimismo, son escasos los narradores en español cuya obra adquiera los matices
fantásticos de sus narraciones. En 1990 recibió el Premio Cervantes.
Juan Ángel Juristo
H. Bustos Domecq
Transcribimos a continuación la silueta de la educadora, señorita Adelma Badoglio:
«El doctor Honorio Bustos Domecq nació en la localidad de Pujato (provincia de Santa
Fe), en el año 1893. Después de interesantes estudios primarios, se trasladó con toda su
familia a la Chicago argentina. En 1907, las columnas de la prensa de Rosario acogían
las primeras producciones de aquel modesto amigo de las musas, sin sospechar acaso su
edad. De aquella época son las composiciones: Vanitas, Los Adelantos del Progreso, La
Patria Azul y Blanca, A Ella, Nocturnos. En 1915 leyó ante una selecta concurrencia, en
el Centro Balear, su Oda a la "Elegía a la muerte de su padre", de Jorge Manrique,
proeza que le valiera una notoriedad ruidosa pero efímera. Ese mismo año publicó:
¡Ciudadano!, obra de vuelo sostenido, desgraciadamente afeada por ciertos galicismos,
imputables a la juventud del autor y a las pocas luces de la época. En 1919 lanza Fata
Morgana, fina obrilla de circunstancias, cuyos cantos finales ya anuncian al vigoroso
prosista de ¡Hablemos con más propiedad! (1932) y de Entre libros y papeles (1934).
Durante la intervención de Labruna fue nombrado, primero, Inspector de enseñanza, y,
después, Defensor de pobres. Lejos de las blanduras del hogar, el áspero contacto de la
realidad le dio esa experiencia que es tal vez la más alta enseñanza de su obra. Entre sus
libros citaremos: El Congreso Eucarístico: órgano de la propaganda argentina, Vida y
muerte de don Chicho Grande, de, ¡Ya sé leer! (aprobado por la Inspección de
Enseñanza de la ciudad de Rosario), El aporte santafecino a los Ejércitos de la
Independencia, Astros nuevos: Azorín, Gabriel Miró, Bontempelli. Sus cuentos
policiales descubren una veta nueva del fecundo polígrafo: en ellos quiere combatir el
frío intelectualismo en que han sumido este género Sir Conan Doyle, Ottolenghi, etc.
Los cuentos de Pujato, como cariñosamente las llama el autor, no son la filigrana de un
bizantino encerrado en la torre de marfil; son la voz de un contemporáneo, atento a los
latidos humanos y que derrama a vuela pluma los raudales de su verdad.»
Palabra liminar
Good! It shall be! Revealment of myself! But
listen, for we must co-operate; I don't drink
tea: permit me the cigar!
Robert Browning
¡Fatal e interesante idiosincrasia del homme de lettres! El Buenos Aires literario no
habrá olvidado, y me atrevo a sugerir que no olvidará, mi franca decisión de no
conceder un prólogo más a los reclamos, tan legítimos desde luego, de la irrecusable
amistad o de la meritoria valía. Reconozcamos, sin embargo, que este socrático "Bicho
Feo" (1) es irresistible. ¡Diablo de hombre! Con una carcajada que me desarma, admite
la rotunda validez de mis argumentos; con una carcajada contagiosa reitera, persuasivo
y tenaz, que su libro y nuestra vieja camaradería exigen mi prólogo. Toda protesta es
vana. De guerre lasse, me resigno a encarar mi certera Remington, cómplice y muda
confidente de tantas escapadas por el azul...
Los modernos apremios de la banca, de la bolsa y del turf, no han sido óbice para que
yo pagara tributo, arrellanado en las butacas del pullman o cliente escéptico de baños de
fango en casinos más o menos termales, a los escalofríos y truculencias del roman
policier. Me arriesgo, sin embargo, a confesar que no soy un esclavo de la moda: noche
tras noche, en la soledad central de mi dormitorio, postergo al ingenioso Sherlock
Holmes y me engolfo en las aventuras inmarcesibles del vagabundo Ulises, hijo de
Laertes, de la simiente de Zeus... Pero el cultor de la severa epopeya mediterránea liba
en todo jardín: tonificado por M. Lecoq, he removido polvorientos legajos; he aguzado
el oído, en inmensos hoteles imaginarios, para captar los sigilosos pasos del gentlemancambrioleur;
en el horror del páramo de Dartmoor, bajo la neblina británica, el gran
mastín fosforescente me ha devorado. Fuera de pésimo gusto insistir. El lector conoce
mis credenciales: yo también he estado en Beocia...
Antes de abordar el fecundo análisis de las grandes directivas de este recueil, pido la
venia del lector para congratularme de que por fin, en el abigarrado Musée Grevin de las
bellas letras... criminológicas, haga su aparición un héroe argentino, en escenarios
netamente argentinos. ¡Insólito placer el de paladear, entre dos bocanadas aromáticas y
a la vera de un irrefragable coñac del Primer Imperio, un libro policial que no obedece a
las torvas consignas de un mercado anglosajón, extranjero, y que no hesito en
parangonar con las mejores firmas que recomienda a los buenos amateurs londinenses
el incorruptible Crime Club! También subrayaré por lo bajo mi satisfacción de porteño,
al constatar que nuestro folletinista, aunque provinciano, se ha mostrado insensible a los
reclamos de un localismo estrecho y ha sabido elegir para sus típicas aguafuertes el
marco natural: Buenos Aires. Tampoco dejaré de aplaudir el coraje, el buen gusto, de
que hace gala nuestro popular "Bicho Feo" al dar la espalda a la crapulosa y turbia
figura del "panzón" rosarino. Empero, en esta paleta metropolitana faltan dos notas, que
me atrevo a solicitar de libros futuros: nuestra sedosa y femenina calle Florida, en
supremo desfile ante los ávidos ojos de los escaparates; la melancólica barriada
boquense, que dormita junto a los docks, cuando el último cafetín de la noche ha
cerrado sus párpados de metal, y un acordeón, invicto en la sombra, saluda a las
constelaciones ya pálidas...
Encuadremos ahora la característica más saliente y a la vez más profunda del autor de
Seis problemas para don Isidro Parodi. He aludido, no lo dudéis, a la concisión, al arte
de brûler les étapes. H. Bustos Domecq es, a toda hora, un atento servidor de su
público. En sus cuentos no hay planos que olvidar ni horarios que confundir. Nos ahorra
todo tropezón intermedio. Nuevo retoño de la tradición de Edgar Poe, el patético, del
principesco M.P. Shiel y de la baronesa Orczy, se atiene a los momentos capitales de
sus problemas: el planteo enigmático y la solución iluminadora. Meros títeres de la
curiosidad, cuando no presionados por la policía, los personajes acuden en pintoresco
tropel a la celda 273, ya proverbial. En la primera consulta exponen el misterio que los
abruma; en la segunda oyen la solución que pasma por igual a niños y ancianos. El
autor, mediante un artificio no menos condensado que artístico, simplifica la prismática
realidad y agolpa todos los laureles del caso en la única frente de Parodi. El lector
menos avisado sonríe: adivina la omisión oportuna de algún tedioso interrogatorio y la
omisión involuntaria de más de un atisbo genial, expedido por un caballero sobre cuyas
señas particulares resultaría indelicado insistir...
Examinemos ponderadamente el volumen. Seis relatos lo integran. No ocultaré, por
cierto, mi penchant por La víctima de Tadeo Limardo, pieza de corte eslavo, que une al
escalofrío de la trama el estudio sincero de más de una psicología dostoievskiana,
morbosa, todo ello, sin desechar los atractivos de la revelación de un mundo sui generis,
al margen de nuestro barniz europeo y de nuestro refinado egoísmo. También recuerdo
sin desapego La prolongada busca de Tai An, que renueva a su modo el problema
clásico del objeto escondido. Poe inicia la marcha en The purloined letter; Lynn Brock
ensaya una variación parisina en The two of diamonds, obra de gallardos contornos,
afeada por un perro embalsamado; Carter Dickson, menos feliz, recurre al radiador de la
calefacción... Fuera a todas luces injusto dejar en el tintero Las previsiones de
Sangiácomo, enigma cuya solución impecable confundirá, parole de gentilhomme, al
más entonado de los lectores.
Una de las tareas que ponen a prueba la garra del escritor de fuste es, a no dudarlo, la
diestra y elegante diferenciación de los personajes. El ingenuo titiritero napolitano que
ilusionara los domingos de nuestra niñez resolvía el dilema con un expediente casero:
dotaba de una giba a Polichinela, de un almidonado cuello a Pierrot, de la sonrisa más
traviesa del mundo a Colombina, de un traje de arlequín... a Arlequín. H. Bustos
Domecq maniobra, mutatis mutandis, de modo análogo. Recurre, en suma, a los gruesos
trazos del caricaturista, si bien, bajo esta pluma regocijada, las inevitables
deformaciones que de suyo comporta el género rozan apenas el físico de los fantoches y
se obstinan, con feliz encarnizamiento, en los modos de hablar. A trueque de algún
abuso de la buena sal de cocina criolla, el panorama que nos brinda el incontenible
satírico es toda una galería de nuestro tiempo, donde no faltan la gran dama católica, de
poderosa sensibilidad; el periodista de lápiz afilado, que despacha, quizás con menos
ponderación que soltura, los más diversos menesteres; el tarambana decididamente
simpático, de familia pudiente, calavera con dejos de noctámbulo, reconocible por el
brillante cráneo engominado y los inevitables petizos de polo; el chino cortesano y
melifluo de la vieja convención literaria, en quien veo, más que un hombre viviente, un
pasticcio de orden retórico; el caballero de arte y de pasión atento por igual a las fiestas
del espíritu y de la carne, a los estudiosos infolios de la biblioteca del Jockey Club y a la
concurrencia pedana del mismo establecimiento... Rasgo que augura el más sombrío de
los diagnósticos sociológicos: en este fresco, de lo que no vacilo en llamar la Argentina
contemporánea, falta la silueta ecuestre del gaucho y en su lugar campea el judío, el
israelita, para denunciar el fenómeno en toda su repugnante crudeza... La gallarda figura
de nuestro "compadre orillero" acusa análoga capitis diminutio: el vigoroso mestizo que
impusiera otrora la lubricidad de sus "cortes y medias lunas" en la inolvidable pista de
Hansen, donde la daga sólo se refrenaba ante nuestro upper cut, hoy se llama Tulio
Savastano y dilapida sus dotes nada vulgares en el más insubstancial de los comadreos...
De esta enervante laxitud apenas logra redimirnos, tal vez, el Pardo Salivazo, enérgica
viñeta lateral que es una prueba más de los quilates estilísticos de H. Bustos.
Pero no todas han de ser flores. El ático censor que hay en mí condena sin apelación el
fatigante derroche de pinceladas coloridas pero episódicas: vegetación viciosa que
recarga y escamotea las severas líneas del Parthenón...
El bisturí que hace las veces de pluma en la mano de nuestro satírico prestamente
depone todos sus filos cuando trabaja en carne viva de don Isidro Parodi. Burla
burlando, el autor nos presenta el más impagable de los criollos viejos, retrato que ya
ocupa su sitial junto a los no menos famosos que nos legaran "Del Campo",
"Hernández" y otros supremos sacerdotes de nuestra guitarra folklórica, entre los que
sobresale el autor de Martín Fierro.
En la movida crónica de la investigación policial cabe a don Isidro el honor de ser el
primer detective encarcelado. El crítico de olfato reconocido puede subrayar, sin
embargo, más de una sugerente aproximación. Sin evadirse de su gabinete nocturno del
Faubourg St. Germain, el caballero Augusto Dupin captura el inquietante simio que
motivara las tragedias de la rue Morgue; el príncipe Zaleski, desde el retiro del remoto
palacio donde suntuosamente se confunden la gema con la caja de música, las ánforas
con el sarcófago, el ídolo con el toro alado, resuelve los enigmas de Londres; Max
Carrados, not least, lleva consigo por doquier la portátil cárcel de la ceguera... Tales
pesquisidores estáticos, tales curiosos voyageurs autour de la chambre, presagian,
siquiera parcialmente, a nuestro Parodi: figura acaso inevitable en el curso de las letras
policiales, pero cuya revelación, cuya trouvaille, es una proeza argentina, realizada,
conviene proclamarlo, bajo la presidencia del doctor Castillo. La inmovilidad de Parodi
es todo un símbolo intelectual y representa el más rotundo de los mentís a la vana y
febril agitación norteamericana, que algún espíritu implacable pero certero comparará,
tal vez, con la célebre ardilla de la fábula...
Pero creo advertir una velada impaciencia en el rostro de mi lector. Hoy por hoy, los
prestigios de la aventura priman sobre el pensativo coloquio. Suena la hora del adiós.
Hasta aquí hemos marchado de la mano; ahora estás solo, frente al libro.
Gervasio Montenegro
De la Academia Argentina de Letras
Buenos Aires, 20 de noviembre de 1942
(1) Mote cariñoso de H. Bustos Domecq, en la intimidad. (Nota de HBD.)
Las doce figuras del mundo
A la memoria de José S. Álvarez
I
El Capricornio, el Acuario, los Peces, el Carnero, el Toro, pensaba Aquiles Molinari,
dormido. Después, tuvo un momento de incertidumbre. Vio la Balanza, el Escorpión.
Comprendió que se había equivocado; se despertó temblando.
El sol le había calentado la cara. En la mesa de luz, encima del Almanaque Bristol y de
algunos números de La Fija, el reloj despertador Tic Tac marcaba las diez menos
veinte. Siempre repitiendo los signos, Molinari se levantó. Miró por la ventana. En la
esquina estaba el desconocido.
Sonrió astutamente. Se fue a los fondos; volvió con la máquina de afeitar, la brocha, los
restos del jabón amarillo y una taza de agua hirviendo. Abrió de par en par la ventana,
con enfática serenidad miró al desconocido y lentamente se afeitó, silbando el tango
Naipe Marcado.
Diez minutos después estaba en la calle, con el traje marrón cuyas últimas dos
mensualidades aún las debía a las Grandes Sastrerías Inglesas Rabuffi. Fue hasta la
esquina; el desconocido bruscamente se interesó en un extracto de la lotería. Molinari,
habituado ya a esos monótonos disimulos, se dirigió a la esquina de Humberto I. El
ómnibus llegó en seguida; Molinari subió. Para facilitar el trabajo a su perseguidor,
ocupó uno de los asientos de adelante. A las dos o tres cuadras se dio vuelta; el
desconocido, fácilmente reconocible por sus anteojos negros, leía el diario. Antes de
llegar al Centro, el ómnibus estaba completo; Molinari hubiera podido bajar sin que el
desconocido lo notara, pero su plan era mejor. Siguió hasta la Cervecería Palermo.
Después, sin darse vuelta, dobló hacia el Norte, siguió el paredón de la Penitenciaría,
entró en los jardines; creía proceder con tranquilidad, pero, antes de llegar al puesto de
guardia, arrojó un cigarrillo que había encendido poco antes. Tuvo un diálogo nada
memorable con un empleado en mangas de camisa. Un guardiacárceles lo acompañó
hasta la celda 273.
Hace catorce años, el carnicero Agustín R. Bonorino, que había asistido al corso de
Belgrano disfrazado de cocoliche, recibió un mortal botellazo en la sien. Nadie ignoraba
que la botella de Bilz que lo derribó había sido esgrimida por uno de los muchachos de
la barra de Pata Santa. Pero como Pata Santa era un precioso elemento electoral, la
policía resolvió que el culpable era Isidro Parodi, de quien algunos afirmaban que era
ácrata, queriendo decir que era espiritista. En realidad, Isidro Parodi no era ninguna de
las dos cosas: era dueño de una barbería en el barrio Sur y había cometido la
imprudencia de alquilar una pieza a un escribiente de la comisaría 8, que ya le debía de
un año. Esa conjunción de circunstancias adversas selló la suerte de Parodi: las
declaraciones de los testigos (que pertenecían a la barra de Pata Santa) fueron unánimes:
el juez lo condenó a veintiún años de reclusión. La vida sedentaria había influido en el
homicida de 1919: hoy era un hombre cuarentón, sentencioso, obeso, con la cabeza
afeitada y ojos singularmente sabios. Esos ojos, ahora, miraban al joven Molinari.
—¿Qué se le ofrece, amigo?
Su voz no era excesivamente cordial, pero Molinari sabía que las visitas no le
desagradaban. Además, la posible reacción de Parodi le importaba menos que la
necesidad de encontrar un confidente y un consejero. Lento y eficaz, el viejo Parodi
cebaba un mate en un jarrito celeste. Se lo ofreció a Molinari. Éste, aunque muy
impaciente por explicar la aventura irrevocable que había trastornado su vida, sabía que
era inútil querer apresurar a Isidro Parodi; con una tranquilidad que lo asombró, inició
un diálogo trivial sobre las carreras, que son pura trampa y nadie sabe quién va a ganar.
Don Isidro no le hizo caso; volvió a su rencor predilecto: se despachó contra los
italianos, que se habían metido en todas partes, no respetando tan siquiera la
Penitenciaría Nacional.
—Ahora está llena de extranjeros de antecedentes de lo más dudosos y nadie sabe de
dónde vienen.
Molinari, fácilmente nacionalista, colaboró en esas quejas y dijo que él ya estaba hartó
de italianos y drusos, sin contar los capitalistas ingleses que habían llenado el país de
ferrocarriles y frigoríficos. Ayer no más entró en la Gran Pizzería Los Hinchas y lo
primero que vio fue un italiano.
—¿Es un italiano o una italiana lo que lo tiene mal?
—Ni un italiano ni una italiana —dijo sencillamente Molinari—. Don Isidro, he matado
a un hombre.
—Dicen que yo también maté a uno, y sin embargo aquí me tiene. No se ponga
nervioso; el asunto ese de los drusos es complicado, pero, si no lo tiene entre ojos algún
escribiente de la 8, tal vez pueda salvar el cuero.
Molinari lo miró atónito. Luego recordó que su nombre había sido vinculado al misterio
de la quinta de Abenjaldún, por un diario inescrupuloso —muy distinto, por cierto, del
dinámico diario de Cordone, donde él hacía los deportes elegantes y el football—.
Recordó que Parodi mantenía su agilidad espiritual y, gracias a su viveza y a la generosa
distracción del subcomisario Grondona, sometía a lúcido examen los diarios de la tarde.
En efecto, don Isidro no ignoraba la reciente desaparición de Abenjaldún; sin embargo
le pidió a Molinari que le contara los hechos, pero que no hablara tan rápido, porque él
ya estaba medio duro de oído. Molinari, casi tranquilo, narró la historia:
—Créame, yo soy un muchacho moderno, un hombre de mi época; he vivido, pero
también me gusta meditar. Comprendo que ya hemos superado la etapa del
materialismo; las comuniones y la aglomeración de gente del Congreso Eucarístico me
han dejado un rastro imborrable. Como usted decía vez pasada, y, créame, la sentencia
no ha caído en saco roto, hay que despejar la incógnita. Mire, los faquires y los yoguis,
con sus ejercicios respiratorios y sus macanas, saben una porción de cosas. Yo, como
católico, renuncié al centro espiritista Honor y Patria, pero he comprendido que los
drusos forman una colectividad progresista y están más cerca del misterio que muchos
que van a misa todos los domingos. Por lo pronto, el doctor Abenjaldún tenía una quinta
papal en Villa Mazzini, con una biblioteca fenómeno. Lo conocí en Radio Fénix, el Día
del Árbol. Pronunció un discurso muy conceptuoso, y le gustó un sueltito que yo hice y
que alguien le mandó. Me llevó a su casa, me prestó libros serios y me invitó a la fiesta
que daba en la quinta; falta elemento femenino, pero son torneos de cultura, yo le
prometo. Algunos dicen que creen en ídolos, pero en la sala de actos hay un toro de
metal que vale más que un tramway. Todos los viernes se reúnen alrededor del toro los
akils, que son, como quien dice, los iniciados. Hace tiempo que el doctor Abenjaldún
quería que me iniciaran; yo no podía negarme, me convenía estar bien con el viejo y no
sólo de pan vive el hombre. Los drusos son gente muy cerrada y algunos no creían que
un occidental fuera digno de entrar en la cofradía. Sin ir más lejos, Abul Hasán, el
dueño de la flota de camiones para carne en tránsito, había recordado que el número de
electos es fijo y que es ilícito hacer conversos; también se opuso el tesorero Izedín; pero
es un infeliz que se pasa el día escribiendo, y el doctor Abenjaldún se reía de él y de sus
libritos. Sin embargo, esos reaccionarios, con sus anticuados prejuicios, siguieron el
trabajo de zapa y no trepido en afirmar que, indirectamente, ellos tienen la culpa de
todo.
»El 11 de agosto recibí una carta de Abenjaldún, anunciándome que el 14 me
someterían a una prueba un poco difícil, para la cual tenía que prepararme.
—¿Y cómo tenía que prepararse? —inquirió Parodi.
—Y, como usted sabe, tres días a té solo, aprendiendo los signos del zodíaco, en orden,
como están en el Almanaque Bristol. Di parte de enfermo a las Obras Sanitarias, donde
trabajo por la mañana. Al principio, me asombró que la ceremonia se efectuara un
domingo y no un viernes, pero la carta explicaba que para un examen tan importante
convenía más el día del Señor. Yo tenía que presentarme en la quinta, antes de
medianoche. El viernes y el sábado los pasé de lo más tranquilo, pero el domingo
amanecí nervioso. Mire, don Isidro, ahora que pienso, estoy seguro que ya presentía lo
que iba a suceder. Pero no aflojé, estuve todo el día con el libro. Era cómico, miraba
cada cinco minutos el reloj a ver si ya podía tomar otro vaso de té; no sé para qué
miraba, de todos modos tenía que tomarlo: la garganta estaba reseca y pedía líquido.
Tanto esperar la hora del examen y sin embargo llegué tarde a Retiro y tuve que tomar
el tren carreta de las veintitrés y veintiocho en vez del anterior.
»Aunque estaba preparadísimo, seguí estudiando el almanaque en el tren. Me tenían
fastidiado unos imbéciles que discutían el triunfo de los Millonarios versus Chacarita
Juniors y, créame, no sabían ni medio de football. Bajé en Belgrano R. La quinta viene
a quedar a trece cuadras de la estación. Yo pensé que la caminata iba a refrescarme,
pero me dejó medio muerto. Cumpliendo las instrucciones de Abenjaldún lo llamé por
teléfono desde el almacén de la calle Rosetti.
»Frente a la quinta había una fila de coches; la casa tenía más luces que un velorio y
desde lejos se oía el rumorear de la gente. Abenjaldún estaba esperándome en el portón.
Lo noté envejecido. Yo lo había visto muchas veces de día; recién esa noche me di
cuenta que se parecía un poco a Repetto, pero con barba. Ironías de la suerte, como
quien dice: esa noche, que me tenía loco el examen, voy y me fijo en ese disparate.
Fuimos por el camino de ladrillos que rodea la casa, y entramos por los fondos. En la
secretaría estaba Izedín, del lado del archivo.
—Hace catorce años que estoy archivado —observó dulcemente don Isidro—. Pero ese
archivo no lo conozco. Descríbame un poco el lugar.
—Mire, es muy sencillo. La secretaría está en el piso alto: una escalera baja
directamente a la sala de actos. Ahí estaban los drusos, unos ciento cincuenta, todos
velados y con túnicas blancas, alrededor del toro de metal. El archivo es una piecita
pegada a la secretaría: es un cuarto interior. Yo siempre digo que un recinto sin una
ventana como la gente, a la larga resulta insalubre. ¿Usted no comparte mi criterio?
—No me hable. Desde que me establecí en el Norte me tienen cansado los recintos.
Descríbame la secretaría.
—Es una pieza grande. Hay un escritorio de roble, donde está la Olivetti, unos sillones
comodísimos, en los que usted se hunde hasta el cogote, una pipa turca medio podrida,
que vale un dineral, una araña de caireles, una alfombra persa, futurista, un busto de
Napoleón, una biblioteca de libros serios: la Historia Universal de César Cantú, Las
Maravillas del Mundo y del Hombre, la Biblioteca Internacional de obras Famosas, el
Anuario de "La Razón", El Jardinero Ilustrado de Peluffo, El Tesoro de la Juventud, La
Donna Delinquente de Lombroso, y qué sé yo.
»Izedín estaba nervioso. Yo descubrí en seguida el porqué: había vuelto a la carga con
su literatura. En la mesa había un enorme paquete de libros. El doctor, preocupado con
mi examen, quería zafarse de Izedín, y le dijo:
»—Pierda cuidado. Esta noche leeré sus libros.
»Ignoro si el otro le creyó; fue a ponerse la túnica para entrar en la sala de actos; ni
siquiera me echó una mirada.
»En cuanto nos quedamos solos, el doctor Abenjaldún me dijo:
»—¿Has ayunado con fidelidad, has aprendido las doce figuras del mundo?
»Le aseguré que desde el jueves a las diez (esa noche, en compañía de algunos tigres de
la nueva sensibilidad, había cenado una buseca liviana y un pesceto al horno, en el
Mercado de Abasto) estaba a té solo.
»Después Abenjaldún me pidió que le recitara los nombres de las doce figuras. Los
recité sin un solo error; me hizo repetir esa lista cinco o seis veces. Al fin me dijo:
»—Veo que has acatado las instrucciones. De nada te valdrían, sin embargo, si no
fueras aplicado y valiente. Me consta que lo eres; he resuelto desoír a los que niegan tu
capacidad: te someteré a una sola prueba, la más desamparada y la más difícil. Hace
treinta años, en las cumbres del Líbano, yo la ejecuté con felicidad; pero antes los
maestros me concedieron otras pruebas más fáciles: yo descubrí una moneda en el
fondo del mar, una selva hecha de aire, un cáliz en el centro de la tierra, un alfanje
condenado al Infierno. Tú no buscarás cuatro objetos mágicos; buscarás a los cuatro
maestros que forman el velado tetrágono de la Divinidad. Ahora, entregados a piadosas
tareas, rodean el toro de metal; rezan con sus hermanos, los akils, velados como ellos;
ningún indicio los distingue, pero tu corazón los reconocerá. Yo te ordenaré que traigas
a Yusuf; tú bajarás a la sala de actos imaginando en su orden preciso las figuras del
cielo; cuando llegues a la última figura, la de los Peces, volverás a la primera, que es
Aries, y así, continuamente; darás tres vueltas alrededor de los akils y tus pasos te
llevarán a Yusuf, si no has alterado el orden de las figuras. Le dirás: "Abenjaldún te
llama", y lo traerás aquí. Después te ordenaré que traigas al segundo maestro; luego al
tercero, luego al cuarto.
»Felizmente, de tanto leer y releer el Almanaque Bristol, las doce figuras se me habían
quedado grabadas; pero basta que a uno le digan que no se equivoque, para que tema
equivocarse. No me acobardé, le aseguro, pero tuve un presentimiento. Abenjaldún me
estrechó la mano, me dijo que sus plegarias me acompañarían, y bajé la escalera que da
a la sala de actos. Yo estaba muy atareado con las figuras; además esas espaldas
blancas, esas cabezas agachadas, esas máscaras lisas y ese toro sagrado que yo no había
visto nunca de cerca me tenían inquieto. Sin embargo, di mis tres vueltas como la gente,
y me encontré detrás de un ensabanado, que me pareció igual a todos los otros; pero,
como estaba imaginando las figuras del zodíaco, no tuve tiempo de pensar, y le dije:
"Abenjaldún lo llama". El hombre me siguió; siempre imaginándome las figuras,
subimos la escalera, y entramos en la secretaría. Abenjaldún estaba rezando; lo hizo
entrar a Yusuf al archivo, y casi en seguida volvió y me dijo: "Trae ahora a Ibrahim".
Volví a la sala de actos, di mis tres vueltas, me paré detrás de otro ensabanado y le dije:
"Abenjaldún lo llama". Con él volví a la secretaría.
—Pare el carro, amigo —dijo Parodi—. ¿Está seguro de que mientras usted daba sus
vueltas nadie salió de la secretaría?
—Mire, le aseguro que no. Yo estaba muy atento a las figuras y todo lo que quiera, pero
no soy tan sonso. No le quitaba el ojo a esa puerta. Pierda cuidado: nadie entró ni salió.
»Abenjaldún tomó del brazo a Ibrahim y lo llevó al archivo; después me dijo: "Trae
ahora a Izedín". Cosa rara, don Isidro, las dos primeras veces había tenido confianza en
mí; esta vuelta estaba acobardado. Bajé, caminé tres veces alrededor de los drusos y
volví con Izedín. Yo estaba cansadísimo: en la escalera se me nubló la vista, cosas del
riñón; todo me pareció distinto, hasta mi compañero. El mismo Abenjaldún, que ya me
tenía tanta fe que en lugar de rezar se había puesto a jugar al solitario, se lo llevó a
Izedín al archivo, y me dijo, hablándome como un padre:
»—Este ejercicio te ha rendido. Yo buscaré al cuarto iniciado, que es Jalil.
»La fatiga es el enemigo de la atención, pero en cuanto salió Abenjaldún me prendí a
los barrotes de la galería y me puse a espiarlo. El hombre dio sus tres vueltas lo más
chato, agarró de un brazo a Jalil y se lo trajo para arriba. Ya le dije que el archivo no
tiene más puerta que la que da a la secretaría. Por esa puerta entró Abenjaldún con Jalil;
en seguida salió con los cuatro drusos velados; me hizo la señal de la cruz, porque son
gente muy devota; después les dijo en criollo que se quitaran los velos; usted dirá que es
pura fábula, pero ahí estaban Izedín, con su cara de extranjero, y Jalil, el subgerente de
La Formal, y Yusuf, el cuñado del que es gangoso, e Ibrahim, pálido como un muerto y
barbudo, el socio de Abenjaldún, usted sabe. ¡Ciento cincuenta drusos iguales y ahí
estaban los cuatro maestros!
»El doctor Abenjaldún casi me abrazó; pero los otros, que son personas refractarias a la
evidencia, y llenas de supersticiones y agüerías, no dieron su brazo a torcer y se le
enojaron en druso. El pobre Abenjaldún quiso convencerlos, pero al fin tuvo que ceder.
Dijo que me sometería a otra prueba, dificilísima, pero que en esa prueba se jugaría la
vida de todos ellos y tal vez la suerte del mundo. Continuó:
»—Te vendaremos los ojos con este velo, pondremos en tu mano derecha esta larga
caña, y cada uno de nosotros se ocultará en algún rincón de la casa o de los jardines.
Esperarás aquí hasta que el reloj dé las doce; después nos encontrarás sucesivamente,
guiado por las figuras. Esas figuras rigen el mundo; mientras dure el examen, te
confiamos el curso de las figuras: el cosmos estará en tu poder. Si no alteras el orden del
zodíaco, nuestros destinos y el destino del mundo seguirán el curso prefijado; si tu
imaginación se equivoca, si después de la Balanza imaginas el León y no el Escorpión,
el maestro a quien buscas perecerá y el mundo conocerá la amenaza del aire, del agua y
del fuego.
»Todos dijeron que sí, menos Izedín, que había ingerido tanto salame que ya se le
cerraban los ojos y que estaba tan distraído que al irse nos dio la mano a todos, uno por
uno, cosa que no hace nunca.
»Me dieron una caña de bambú, me pusieron la venda y se fueron. Me quedé solo. Qué
ansiedad la mía: imaginarme las figuras, sin alterar el orden; esperar las campanadas
que no sonaban nunca; el miedo que sonaran y echar a andar por esa casa, que de golpe
me pareció interminable y desconocida. Sin querer pensé en la escalera, en los
descansos, en los muebles que habría en mi camino, en los sótanos, en el patio, en las
claraboyas, qué sé yo. Empecé a oír de todo: las ramas de los árboles del jardín, unos
pasos arriba, los drusos que se iban de la quinta, el arranque del viejo Issota de Abd-el-
Melek: usted sabe, el que se ganó la rifa del aceite Raggio. En fin, todos se iban y yo me
quedaba solo en el caserón, con esos drusos escondidos quién sabe dónde. Ahí tiene,
cuando sonó el reloj me llevé un susto. Salí con mi cañita, yo, un muchacho joven,
pletórico de vida, caminando como inválido, como un ciego, si usted me interpreta;
agarré en seguida para la izquierda, porque el cuñado del gangoso tiene mucho savoir
faire y yo pensé que iba a encontrarlo bajo de la mesa; todo el tiempo veía patente la
Balanza, el Escorpión, el Sagitario y todas esas ilustraciones; me olvidé del primer
descanso de la escalera y seguí bajando en falso; después me entré en el jardín de
invierno. De golpe me perdí. No encontraba ni la puerta ni las paredes. También hay
que ver: tres días a puro té solo y el gran desgaste mental que yo me exigía. Dominé,
con todo, la situación, y agarré por el lado del montaplatos; yo malicié que alguno se
habría introducido en la carbonera; pero esos drusos, por instruidos que sean, no tienen
nuestra viveza criolla. Entonces me volví para la sala. Tropecé con una mesita de tres
patas, que usan algunos drusos que todavía creen en el espiritismo, como si estuvieran
en la Edad Media. Me pareció que me miraban todos los ojos de los cuadros al óleo —
usted se reirá, tal vez; mi hermanita siempre dice que tengo algo de loco y de poeta—.
Pero no me dormí y en seguida lo descubrí a Abenjaldún: estiré el brazo y ahí estaba.
Sin mayor dificultad, encontramos la escalera, que estaba mucho más cerca de lo que yo
imaginaba, y ganamos la secretaría. En el trayecto no dijimos ni una sola palabra. Yo
estaba ocupado con las figuras. Lo dejé y salí a buscar otro druso. En eso oí como una
risa ahogada. Por primera vez tuve una duda: llegué a pensar que se reían de mí. En
seguida oí un grito. Yo juraría que no me equivoqué en las imágenes; pero, primero con
la rabia y después con la sorpresa, tal vez me haya confundido. Yo nunca niego la
evidencia. Me di vuelta y tanteando con la caña entré en la secretaría. Tropecé con algo
en el suelo. Me agaché. Toqué el pelo con la mano. Toqué una nariz, unos ojos. Sin
darme cuenta de lo que hacía, me arranqué la venda.
»Abenjaldún estaba tirado en la alfombra, tenía la boca toda babosa y con sangre; lo
palpé; estaba calentito todavía, pero ya era cadáver. En el cuarto no había nadie. Vi la
caña, que se me había caído de la mano; tenía sangre en la punta. Recién entonces
comprendí que yo lo había matado. Sin duda, cuando oí la risa y el grito, me confundí
un momento y cambié el orden de las figuras: esa confusión había costado la vida de un
hombre. Tal vez la de los cuatro maestros... Me asomé a la galería y los llamé. Nadie me
contestó. Aterrado, huí por los fondos, repitiendo en voz baja el Carnero, el Toro, los
Gemelos, para que el mundo no se viniera abajo. En seguida llegué a la tapia y eso que
la quinta tiene tres cuartos de manzana; siempre el Tullido Ferrarotti me sabía decir que
mi porvenir estaba en las carreras de medio fondo. Pero esa noche fui una revelación en
salto en alto. De un saque salvé la tapia, que tiene casi dos metros; cuando estaba
levantándome de la zanja y sacándome una porción de cascos de botella que se me
habían incrustado por todos lados, empecé a toser con el humo. De la quinta salía un
humo negro y espeso como lana de colchón. Aunque no estaba entrenado, corrí como en
mis buenos tiempos; al llegar a Rosetti me di vuelta: había una luz como de 25 de Mayo
en el cielo, la casa estaba ardiendo. ¡Ahí tiene lo que puede significar un cambio en las
figuras! De pensarlo, la boca se me puso más seca que lengua de loro. Divisé un agente
en la esquina, y di marcha atrás; después me metí en unos andurriales que es una
vergüenza que haya todavía en la Capital; yo sufría como argentino, le aseguro, y me
tenían mareado unos perros, que bastó que uno solo ladrara para que todos se pusieran a
ensordecerme desde muy cerca, y en esos barriales del oeste no hay seguridad para el
peatón ni vigilancia de ninguna especie. De pronto me tranquilicé, porque vi que estaba
en la calle Charlone; unos infelices que estaban de patota en un almacén se pusieron a
decir "el Carnero, el Toro" y a hacer ruidos que están mal en una boca; pero yo no les
llevé el apunte y pasé de largo. ¿Quiere creer que sólo al rato me di cuenta que yo había
estado repitiendo las figuras, en voz alta? Volví a perderme. Usted sabe que en esos
barrios ignoran los rudimentos del urbanismo y las calles están perdidas en un laberinto.
Ni se me pasó por la cabeza tomar algún vehículo: llegué a casa con el calzado hecho
una miseria, a la hora en que salen los basureros. Yo estaba enfermo de cansancio esa
madrugada. Creo que hasta tenía temperatura. Me tiré en la cama, pero resolví no
dormir, para no distraerme de las figuras.
»A las doce del día mandé parte de enfermo a la redacción y a las Obras Sanitarias. En
eso entró mi vecino, el viajante de la Brancato, y se hizo firme y me llevó a su pieza a
tomar una tallarinada. Le hablo con el corazón en la mano: al principio me sentí un poco
mejor. Mi amigo tiene mucho mundo y destapó un moscato del país. Pero yo no estaba
para diálogos finos y, aprovechando que el tuco me había caído como un plomo, me fui
a mi pieza. No salí en todo el día. Sin embargo, como no soy un ermitaño y me tenía
preocupado lo de la víspera, le pedí a la patrona que me trajera las Noticias. Sin tan
siquiera examinar la página de los deportes, me engolfé en la crónica policial y vi la
fotografía del siniestro: a las 0,23 de la madrugada había estallado un incendio de vastas
proporciones en la casaquinta del doctor Abenjaldún, sita en Villa Mazzini. A pesar de
la encomiable intervención de la Seccional de Bomberos, el inmueble fue pasto de las
llamas, habiendo perecido en la combustión su propietario, el distinguido miembro de la
colectividad siriolibanesa, doctor Abenjaldún, uno de los grandes pioneers de la
importación de substitutos del linóleum. Quedé horrorizado. Baudizzone, que siempre
descuida su página, había cometido algunos errores: por ejemplo; no había mencionado
para nada la ceremonia religiosa, y decía que esa noche se habían reunido para leer la
Memoria y renovar autoridades. Poco antes del siniestro habían abandonado la quinta
los señores Jalil, Yusuf e Ibrahim. Estos declararon que hasta las 24 estuvieron
departiendo amigablemente con el extinto, que, lejos de presentir la tragedia que
pondría un punto final a sus días y convertiría en cenizas una residencia tradicional de la
zona del oeste, hizo gala de su habitual sprit. El origen de la magna conflagración
quedaba por aclarar.
»A mí no me asusta el trabajo, pero desde entonces no he vuelto al diario ni a las Obras,
y ando con el ánimo por el suelo. A los dos días me vino a visitar un señor muy afable,
que me interrogó sobre mi participación en la compra de escobillones y trapos de rejilla
para la cantina del personal del corralón de la calle Bucarelli; después cambió de tema y
habló de las colectividades extranjeras y se interesó especialmente en la siriolibanesa.
Prometió, sin mayor seguridad, repetir la visita. Pero no volvió. En cambio, un
desconocido se instaló en la esquina y me sigue con sumo disimulo por todos lados. Yo
sé que usted no es hombre de dejarse enredar por la policía ni por nadie. Sálveme, don
Isidro, ¡estoy desesperado!
—Yo no soy brujo ni ayunador para andar resolviendo adivinanzas. Pero no te voy a
negar una manita. Eso sí, con una condición. Prométeme que me vas a hacer caso en
todo.
—Como usted diga, don Isidro.
—Muy bien. Vamos a empezar en seguida. Decí en orden las figuras del almanaque.
—El Carnero, el Toro, los Gemelos, el Cangrejo, el León, la Virgen, la Balanza, el
Escorpión, el Sagitario, el Capricornio, el Acuario, los Peces.
—Muy bien. Ahora decilos al revés.
Molinari, pálido, balbuceó:
—El Ronecar, el Roto...
—Salí de ahí con esas compadradas. Te digo que cambies el orden, que digas de
cualquier modo las figuras.
—¿Que cambie el orden? Usted no me ha entendido, don Isidro, eso no se puede...
—¿No? Decí la primera, la última y la penúltima.
Molinari, aterrado, obedeció. Después miró a su alrededor.
—Bueno, ahora que te has sacado de la cabeza esas fantasías, te vas para el diario. No te
hagás mala sangre.
Mudo, redimido, aturdido, Molinari salió de la cárcel. Afuera, estaba esperándolo el
otro.
II
A la semana, Molinari admitió que no podía postergar una segunda visita a la
Penitenciaría. Sin embargo, le molestaba encararse con Parodi, que había penetrado su
presunción y su miserable credulidad. ¡Un hombre moderno, como él, haberse dejado
embaucar por unos extranjeros fanáticos! Las apariciones del señor afable se hicieron
más frecuentes y más siniestras: no sólo hablaba de los siriolibaneses, sino de los drusos
del Líbano; su diálogo se había enriquecido de temas nuevos; por ejemplo, la abolición
de la tortura en 1813, las ventajas de una picana eléctrica recién importada de Bremen
por la Sección Investigaciones, etc.
Una mañana de lluvia, Molinari tomó el ómnibus en la esquina de Humberto I. Cuando
bajó en Palermo, bajó también el desconocido, que había pasado de los anteojos a la
barba rubia...
Parodi, como siempre, lo recibió con cierta sequedad; tuvo el tino de no aludir al
misterio de Villa Mazzini: habló, tema habitual en él, de lo que puede hacer el hombre
que tiene un sólido conocimiento de la baraja. Evocó la memoria tutelar del Lince
Rivarola, que recibió un sillazo en el momento mismo de extraer un segundo as de
espadas de un dispositivo especial que tenía en la manga. Para complementar esa
anécdota, extrajo de un cajón un mazo grasiento, lo hizo barajar por Molinari y le pidió
que extendiera los naipes sobre la mesa, con las figuras para abajo. Le dijo:
—Amiguito, usted que es brujo, le va a dar a este pobre anciano el cuatro de copas.
Molinari balbuceó:
—Yo nunca he pretendido ser brujo, señor... Usted sabe que yo he cortado toda relación
con esos fanáticos.
—Has cortado y has barajado; dame en seguidita el cuatro de copas. No tengas miedo;
es la primer carta que vas a agarrar.
Trémulo, Molinari extendió la mano, tomó una carta cualquiera y se la dio a Parodi.
Éste la miró y dijo:
—Sos un tigre. Ahora me vas a dar la sota de espadas.
Molinari sacó otra carta y se la entregó.
—Ahora el siete de bastos.
Molinari le dio una carta.
—El ejercicio te ha cansado. Yo sacaré por vos la última carta, que es el rey de copas.
Tomó, casi con negligencia, una carta y la agregó a las tres anteriores. Después le dijo a
Molinari que las diera vuelta. Eran el rey de copas, el siete de bastos, la sota de espadas
y el cuatro de copas.
—No abrás tanto los ojos —dijo Parodi—. Entre todos esos naipes iguales hay uno
marcado; el primero que te pedí pero no el primero que me diste. Te pedí el cuatro de
copas, me diste la sota de espadas; te pedí la sota de espadas, me diste el siete de bastos;
te pedí el siete de bastos y me diste el rey de copas; dije que estabas cansado y que yo
mismo iba a sacar el cuarto naipe, el rey de copas. Saqué el cuatro de copas, que tiene
estas pintitas negras.
»Abenjaldún hizo lo mismo. Te dijo que buscaras el druso número 1, vos le trajiste el
número 2; te dijo que trajeras el 2, vos le trajiste el 3; te dijo que trajeras el 3, vos le
trajiste el 4; te dijo que iba a buscar el 4 y trajo el 1. El 1 era Ibrahim, su amigo íntimo.
Abenjaldún podía reconocerlo entre muchos... Esto les pasa a los que se meten con
extranjeros. Vos mismo me dijiste que los drusos son una gente muy cerrada. Decías
bien, y el más cerrado de todos era Abenjaldún, el decano de la colectividad. A los otros
les bastaba desairar a un criollo; él quiso tomarlo para risa. Te dijo que fueras un
domingo y vos mismo me dijiste que el viernes era el día de sus misas; para que
estuvieras nervioso, te hizo tres días a puro té y Almanaque Bristol; encima te hizo
caminar no sé cuántas cuadras; te largó a una función de drusos ensabanados y, como si
el miedo fuera poco para confundirte, inventó el asunto de las figuras del almanaque. El
hombre estaba de bromas; todavía no había revisado (ni revisaría nunca) los libros de
contabilidad de Izedín; de esos libros hablaban cuando vos entraste; vos creíste que
hablaban de novelitas y de versos. Quién sabe qué manejos había hecho el tesorero; lo
cierto es que mató a Abenjaldún y quemó la casa, para que nadie viera los libros. Se
despidió de ustedes, les dio la mano —cosa que no hacía nunca—, para que dieran por
sentado que se había ido. Se escondió por ahí cerca, esperó que se fueran los otros, que
ya estaban hartos de la broma, y cuando vos, con la caña y la venda, estabas buscándolo
a Abenjaldún, volvió a la secretaría. Cuando volviste con el viejo, los dos se rieron de
verte caminando como un cieguito. Saliste a buscar un segundo druso; Abenjaldún te
siguió para que volvieras a encontrarlo y te hicieras cuatro viajes a puro golpe, trayendo
siempre la misma persona. El tesorero, entonces, le dio una puñalada en la espalda: vos
oíste su grito. Mientras volvías a la pieza, tanteando, Izedín huyó, prendió fuego a los
libros. Luego, para justificar que hubieran desaparecido los libros, prendió fuego a la
casa.
Pujato, 27 de diciembre de 1941

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