jueves, 2 de julio de 2015

Premio Hammett de novela 2000. Jorge Franco.


Premio Hammett de novela  2000.
Jorge Franco.
Medellín (Colombia), 1962
Hizo estudios de dirección y realización de cine en The London International Film School, en el Reino Unido. Fue miembro del Taller Literario de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, que dirigió Manuel Mejía Vallejo, y del Taller de Escritores de la Universidad Central, y realizó estudios de Literatura en la Universidad Javeriana. Con su libro de cuentos Maldito amor ganó el Concurso Nacional de Narrativa `Pedro Gómez Valderrama`, y con la novela Mala noche obtuvo el primer premio en el XIV Concurso Nacional de Novela `Ciudad de Pereira` y fue finalista del Premio Nacional de Novela de Colcultura. Rosario Tijeras es su última novela, ampliamente editada en Hispanoamérica y traducida a varios idiomas. Destaca también Paraíso Travel (2002)..

***

El éxito de `Rosario Tijeras` 
CARTAGENA DE INDIAS.- En Medellín tiene una lápida con foto. La última morada de Rosario Tijeras, el personaje creado por el escritor Jorge Franco, es visitada en la ciudad donde murió Gardel, que fue base de operaciones de uno de los más sangrientos carteles del narcotráfico en los años 80.

`Rosario Tijeras`, la novela que dio fama internacional a su autor, vendió en siete años más de 150.000 ejemplares sólo en Colombia. Es, además, canción en la música del cantautor Juanes, y film, de la mano del mexicano Emilio Maillé.

Con serenidad, Franco cuenta a LA NACION que, salvo los protagonistas y la historia de amor, todos los hechos son reales. `Los sicarios hervían las balas en agua bendita antes de matar y en el Museo de San Pedro, en Medellín, hay un mausoleo con unos narcos sepultados y 24 horas de música. Estos eran ritos del narcotráfico`, dice el escritor.

La novela de Franco es reclamada por `los muchachos como lectura en las escuelas. Es maravilloso que, en medio de tantas distracciones, a los jóvenes les interese leer una novela`, dice.

`No sé cuál es la clave del éxito de esta novela. El personaje es de carne y hueso. Y el lector lo siente, como yo sufrí escribiéndola`, cuenta Franco, nacido en Medellín. Novelas como la suya, o `La Virgen de los Sicarios`, de Fernando Vallejo, reciben en Colombia un nombre curioso que ya acuña una tendencia cultural: narcorrealismo o sicaresca, por la mezcla de elementos del sicariato y la picaresca española.

`Los artistas de mi generación tenemos mucho para contar sobre el narcotráfico, porque todos nuestros problemas sociales y políticos como país están ligados a este asunto. Tenemos que contar lo que vemos, lo que oímos y lo que sabemos mientras esto nos afecte de manera tan fuerte. El otro tema en la literatura joven es la violencia urbana y la violencia política actual ligadas al mismo asunto`, dice el narrador. `Los políticos nos han decepcionado profundamente. Mi generación ha ido de la esperanza a la frustración. Por eso hay que apoyar toda iniciativa por la paz`. Franco lo dice una vez más con esperanza, en relación con la erradicación de cultivos de coca y la desmilitarización de Colombia que ocupa hoy al gobierno de Alvaro Uribe.

Para conocer a `Rosario Tijeras` hay que dejarla hablar: `¿Te has fijado que muerte rima con suerte? Es más difícil amar que matar`.

Fuente: N.N.

(Fragmento. Novela. Rosario Tijeras).

Rosario Tijeras

Jorge Franco

________________________________________
Oración al Santo Juez
Si ojos tienen que no me vean,
si manos tienen que no me agarren,
si pies tienen que no me alcancen,
no permitas que me sorprendan por la espalda,
no permitas que mi muerte sea violenta,
no permitas que mi sangre se derrame,
Tú que todo lo conoces,
sabes de mis pecados,
pero también sabes de mi fe,
no me desampares,
Amén.

UNO

Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte.
 Pero salió de dudas cuando despegó los labios y vio la pistola.
 —Sentí un corrientazo por todo el cuerpo. Yo pensé que era el beso... –me dijo desfallecida camino al hospital.
 —No hablés más, Rosario –Le dije, y ella apretándome la mano me pidió que no la dejara morir.
 —No me quiero morir, no quiero.
 Aunque yo la animaba con esperanzas, mi expresión no la engañaba. Aún moribunda se veía hermosa, fatalmente divina se desangraba cuando la entraron a cirugía. La velocidad de la camilla, el vaivén de la puerta y la orden estricta de una enfermera me separaron de ella.
 —Avísale a mi mamá –alcancé a oír.
 Como si yo supiera dónde vivía su madre. Nadie lo sabía, ni siquiera Emilio, que la conoció tanto y tuvo la suerte de tenerla.
 Lo llamé para contarle. Se quedó tan mudo que tuve que repetirle lo que yo mismo no creía, pero de tanto decírselo para sacarlo de su silencio, aterricé y entendí que Rosario se moría.
 —Se nos está yendo, viejo.
 Lo dije como si Rosario fuera de los dos, o acaso alguna vez lo fue, así hubiera sido en un desliz o en el permanente deseo de mis pensamientos.
 —Rosario.
 No me canso de repetir su nombre mientras amanece, mientras espero a que llegue Emilio, que seguramente no vendrá, mientras espero que alguien salga del quirófano y diga algo. Amanece más lento que nunca, veo apagarse una a una las luces del barrio alto de donde una vez bajó Rosario.
 —Mirá bien donde estoy apuntando. Allá arriba sobre la hilera de luces amarillas, un poquito más arriba quedaba mi casa. Allá debe estar doña Rubi rezando por mí.
 Yo no vi nada, sólo su dedo estirado hacia la parte más alta de la montaña, adornado con un anillo que nunca imaginó que tendría, y su brazo mestizo y su olor a Rosario. Sus hombros descubiertos como casi siempre, sus camisetas diminutas y sus senos tan erguidos como el dedo que señalaba. Ahora se está muriendo después de tanto esquivar la muerte.
 —A mí nadie me mata –dijo un día—. Soy mala hierba.
 Si nadie sale es porque todavía estará viva. Ya he preguntado varias veces pero no me dan razón, no la registramos, no hubo tiempo.
 —La muchacha, la del balazo.
 —Aquí casi todos vienen con un balazo— me dijo la informante.
 La creíamos a prueba de balas, inmortal a pesar de que siempre vivió rodeada de muertos. Me atacó la certeza de que algún día a todos nos tocaba, pero me consolé con lo que decía Emilio: ella tiene un chaleco antibalas debajo de la piel.
 —¿Y debajo de la ropa?
 —Tiene carne firme –respondió Emilio al mal chiste—. Y contentate con mirar.
 Rosario nos gustó a todos, pero Emilio fue el único que tuvo el valor, porque hay que admitir que no fue sólo cuestión de suerte. Se necesitaba coraje para meterse con Rosario, y así yo lo hubiera sacado, de nada hubiera servido porque llegué tarde.
 Emilio fue el que la tuvo de verdad, el que se la disputó con su anterior dueño, el que arriesgó la vida y el único que le ofreció meterla entre los nuestros. «Lo mato a él y después te mato a vos», recordé que la había amenazado Ferney. Lo recuerdo porque se lo pregunté a Rosario:
 —¿Qué fue lo que te dijo , Farley?
 —Ferney.
 —Eso, Ferney.
 —Que primero mataba a Emilio y después me mataba a mí – me aclaró Rosario.
 Volví a llamar a Emilio. No le pregunté por qué no venía a acompañarme, sus razones tendría. Me dijo que él también seguía despierto y que seguramente más tarde pasaría.
 —No te llamé para eso, sino para que me dieras el teléfono de la mamá de Rosario.
 —¿Supiste algo? –preguntó Emilio.
 —Nada. Siguen ahí adentro.
 —Pero qué, ¿qué dicen?
 —Nada, no dicen nada.
 —¿Y ella te dijo que le avisaran a la mamá? –preguntó Emilio.
 —Eso dijo antes que se la llevaran.
 —Qué raro –dijo Emilio—. Hasta donde yo supe, ya no se hablaba con su mamá.
 —No hay nada de raro, Emilio, ahora sí como que es en serio.
 Rosario siempre ha luchado por olvidar todo lo que ha dejado atrás, pero su pasado es como una casa rodante que la ha acompañado hasta el quirófano, y que se abre espacio a su lado entre monitores y tanques de oxígeno, donde la tienen esperando a que resucite.
 —¿Cómo dijo que se llamaba?
 —Se llama –le corregí a la enfermera.
 —Entonces, ¿cómo se llama?
 —Rosario –mi voz dijo su nombre con alivio.
 —¿Apellido?
 Rosario Tijeras, tendría que haber dicho, porque así era como la conocía. Pero Tijeras no era su nombre, sino más bien su historia. Le cambiaron el apellido, contra su voluntad y causándole un gran disgusto, pero lo que ella nunca entendió fue el gran favor que le hicieron los de su barrio, porque en un país de hijos de puta, a ella le cambiaron el peso de un único apellido, el de su madre, por un remoquete. Después se acostumbró y hasta le acabó gustando su nueva identidad.
 —Con el solo nombre asusto –me dijo el día en que la conocí—.
 Eso me gusta.
 Y se notaba que le gustaba, porque pronunciaba su nombre vocalizando cada sílaba, y remataba con una sonrisa, como si sus dientes blancos fueran su segundo apellido.
 —Tijeras –le dije a la enfermera.
 —¿Tijeras?
 —Sí, Tijeras –le repetí imitando el movimiento con dos dedos—.
 Como las que cortan.
 —Rosario Tijeras –anotó ella después de una risita tonta.
 Nos acostumbramos tanto a su nombre que nunca pudimos pensar que se llamara de otra manera. En la oscuridad de los pasillos siento la angustiosa soledad de Rosario en este mundo, sin una identidad que la respalde, tan distinta a nosotros que podemos escarbar nuestro pasado hasta en el último rincón del mundo, con apellidos que producen muecas de aceptación y hasta perdón por nuestros crímenes. A Rosario la vida no le dejó pasar ni una, por eso se defendió tanto, creando a su alrededor un cerco de bala y tijera, de sexo y castigo, de placer y dolor. Su cuerpo nos engañaba, creíamos que se podían encontrar en él las delicias de lo placentero, a eso invitaba su figura canela, daban ganas de probarla, de sentir la ternura de su piel limpia, siempre daban ganas de meterse dentro de Rosario. Emilio nunca nos contó cómo era. Él tenía la autoridad para decirlo porque la tuvo muchas veces, mucho tiempo, muchas noches en que yo los oía gemir desde el otro cuarto, gritar durante horas interminables sus prolongados orgasmos, yo desde el cuarto vecino, atizando el recuerdo de mi única noche con ella, la noche tonta en que caí en su trampa, una sola noche con Rosario muriéndose de amor.
 —¿A qué horas la trajeron? –me preguntó la enfermera, planilla en mano.
 —No sé.
 —¿Cómo qué horas serían?
 —Como las cuatro –dije—. ¿Y qué horas serán ya?
 La enfermera volteó a mirar un reloj de pared que estaba detrás.
 —«Las cuatro y media» —anotó la enfermera.
 El silencio de los pisos es violentado a cada rato por un grito.
 Pongo mucha atención por si alguno viene de Rosario. Ningún grito se repite, son los últimos alaridos de los que no verán la nueva mañana. Ninguna voz es la de ella; me lleno de esperanza pensando que Rosario ya ha salido de muchas como ésta, de las historias que a mí no me tocaron. Ella era la que me las contaba, como se cuenta una película de acción que a uno le gusta, con la diferencia de que ella era la protagonista, en carne viva, de sus historias sangrientas. Pero hay mucho trecho entre una historia contada y una vivida, y en la que a mí me tocaba, Rosario perdía. No era lo mismo oírla contar de los litros de sangre que le sacó a otros, que verla en el piso secándose por dentro.
 —No soy la que pensás que soy –me dijo un día, al comienzo.
 —¿Quién sos, entonces?
 —La historia es larga, parcero –me dijo con los ojos vidriosos—, pero la vas a saber.
 A pesar de haber hablado de todo y tanto, creo que la supe a medias; ya hubiera querido conocerla toda. Pero lo que me contó, lo que vi y lo que pude averiguar fue suficiente para entender que la vida no es lo que nos hacen creer, pero que valdría la pena vivirla si nos garantizaran que en algún momento nos vamos a cruzar con mujeres como Rosario Tijeras.
 —¿De dónde salió lo de «Tijeras»? –le pregunté una noche, aguardiente en mano.
 —De un tipo que capé – me contestó mirando la copa que después vació en la boca.
 Quedé sin ganas de preguntarle más, al menos esa vez, porque después, a cada instante, me atacaba la curiosidad y la bombardeaba con preguntas; unas me las contestaba y otras me decía que las dejáramos para después. Pero todas me las contestó, todas a su tiempo, incluso a veces me llamaba a mi casa a medianoche y me respondía alguna que había quedado en el tintero. Todas me las contestó excepto una, a pesar de repetírsela muchas veces.
 —¿Alguna vez te has enamorado, Rosario?
 Se quedaba pensando, mirando lejos, y por respuesta sólo me daba una sonrisa, la más bella de todas, que me dejaba mudo, incapacitado para cualquier otra pregunta.
 —Vos sí que preguntás güevonadas –también contestaba a veces.
 Adonde la metieron entran y salen médicos y enfermeras presurosos, empujando camillas con otros moribundos o conversando entre sí en voz baja y con cara de circunstancia.
 Entraban limpios y salían con los uniformes salpicados.
 Imagino cuál de todas será la sangre de Rosario, tendría que ser distinta a la de los demás una sangre que corría a mil por hora, una sangre tan caliente y tan llena de veneno. Rosario estaba hecha de otra cosa, Dios no tuvo nada que ver en su creación.
 —Dios y yo tenemos malas relaciones –dijo un día hablando de Dios.
 —¿No creés en Él?
 —No –dijo—. No creo mucho en los hombres.
 Una particularidad de Rosario era que reía poco. No pasaba de sonreír, rara vez le escuchamos una carcajada o cualquier tipo de ruido con el que expresara una emoción. Se quedaba impávida ante un chiste o la situación más grotesca, no la movían ni las cosquillas tiernas con las que Emilio le buscaba la risa, ni los besos en el ombligo, ni las uñas correteando bajo los sobacos, ni la lengua recorriendo su piel hasta la planta del pie.
 Como mucho ofrecía una sonrisa, de esas que alumbran en la oscuridad.
 —Por Dios, Rosario, ¿cuántos dientes tenés?
 Otra cosa que nunca supimos fue su edad. Cuando la conocimos, cuando la conoció Emilio tenía dieciocho, yo la vi por primera vez a los pocos meses, dos o tres, y me dijo que tenía veinte; después le oímos decir que veintidós, que veinticinco, después otra vez que dieciocho, y así se la pasaba, cambiando de edad como de ropa, como de amantes.
 —¿Cuántos años tenés, Rosario?
 —¿Cuántos me ponés?
 —Como unos veinte.
 —Eso tengo.
 La verdad era que sí aparentaba todos los años que mentía.
 A veces parecía una niña, mucho menor de los que solía decir, apenas una adolescente. Otras veces se veía muy mujer, mucho mayor que sus veintitantos, con más experiencia que todos nosotros. Más fatal y más mujer se veía Rosario haciendo el amor.
 Una vez la vi vieja, decrépita, por los días del trago y el bazuco, pegada de los huesos, seca, cansada como si cargara con todos los años del mundo, encogida. A Emilio también lo metió en ese paseo. El pobre casi se pierde. Se metió tanto como ella y hasta que no tocaron fondo no pudieron salir. Por esos días ella había matado a otro, esta vez no a tijeretazos sino a bala, andaba armada y medio loca, paranoica, perseguida por la culpa, y Emilio se refugió con ella en la casita de la montaña, sin más provisiones que alcohol y droga.
 —¿Qué les pasó, Emilio? –fue lo primero que pude preguntar.
 —Matamos a un tipo –dijo él.
 —Matamos es mucha gente –dijo ella con la boca seca y la lengua pesada—. Yo lo maté.
 —Da lo mismo –volvió a decir Emilio—. Lo que haga uno es cosa de los dos. Rosario y yo matamos a un tipo.
 —¿A quién, por Dios? –pregunté indignado.
 —No sé –dijo Emilio.
 —Yo tampoco –dijo Rosario.
 También nos quedamos sin saber a cuántos mató. Supimos que antes de conocerla tenía a varios en su lista, que mientras estuvo con nosotros había «acostado», como ella decía, a uno que otro, pero desde que la dejamos hace tres años hasta esta noche cuando la recogí agonizante, no sé si en uno de sus besos apasionados habrá «acostado» a alguien más.
 —¿Usted vio al tipo que le disparó?
 —Estaba muy oscuro.
 —¿Lo cogieron? –volvió a preguntarme la enfermera.
 —No –le contesté—. Apenas terminó de besarla salió corriendo.
 Cada vez que Rosario mataba a alguno se engordaba. Se encerraba a comer llena de miedo, no salía en semanas, pedía dulces, postres, se comía todo lo que se le atravesara. A veces la veían salir, pero al rato llegaba llena de paquetes con comida, no hablaba con nadie, pero todos, al ver que aumentaba de peso, deducían que Rosario se había metido en líos.
 —Estas rayas son estrías –nos las mostró en el abdomen y en las piernas—. Es que yo he sido gorda muchas veces.
 A eso de los tres o cuatro meses del crimen, dejaba de comer y comenzaba a adelgazar. Guardaba las sudaderas donde escondía sus kilos y volvía a sus bluyines apretados, a sus ombligueras, a sus hombros destapados. Volvía a ser tan hermosa como uno siempre la recuerda.
 Esta noche cuando me la encontré estaba delgada; eso me hizo pensar en una Rosario tranquila, recuperada, alejada de sus antiguas turbulencias, pero al verla desmadejada salí de mi engaño de segundos.
 —Desde niña he sido muy envalentonada –decía orgullosa—.
 Las profesoras me tenían pavor. Una vez le rayé la cara a una.
 —¿Y qué te pasó?
 —Me echaron del colegio. También me dijeron que me iban a meter a la cárcel, a una cárcel para niñas.
 —¿Y todo ese alboroto por un rayón?
 —Por un rayón con tijeras –me aclaró.
 Las tijeras eran el instrumento con el que convivía a diario:
 su mamá era modista. Por eso acostumbró a ver dos o tres pares permanentemente en su casa, además, veía que su madre no sólo las utilizaba para la tela, sino también para cortar el pollo, la carne, el pelo, las uñas y, con mucha frecuencia, para amenazar a su marido. Sus padres, como casi todos los de la comuna, bajaron del campo buscando lo que todos buscan, y al no encontrar nada se instalaron en la parte alta de la ciudad para dedicarse al rebusque. Su mamá se colocó de empleada de servicio, interna, con salidas los domingos para estar con sus hijos y hacer visita conyugal. Era adicta a las telenovelas, y de tanto verlas en la casa donde trabajaba se hizo echar. Pero tuvo más suerte, se consiguió un trabajo de por días que le permitía ir a dormir a su casa y ver las telenovelas acostada en la cama.
 De Esmeralda, Topacio y Simplemente María aprendió que se podía salir de pobre metiéndose a clases de costura; lo difícil entonces era encontrar cupo los fines de semana, porque todas las empleadas de la ciudad andaban con el mismo sueño. Pero la costura no la sacó de la pobreza, ni a ella ni a ninguna, y las únicas que se enriquecieron fueron las dueñas de las academias de corte y confección.
 —El hombre que vive con mi mamá no es mi papá –nos aclaró Rosario.
 —¿Y dónde anda el tuyo? –le preguntamos Emilio y yo.
 —Ni puta idea –enfatizó Rosario.
 Emilio me había advertido que no le hablara de su padre; sin embargo, ella misma fue la que puso el tema ese día. Los traguitos la ponían nostálgica, y creo que se conmovió al oírnos hablar de nuestros viejos.
 —Debe ser rarísimo tener papá –así comenzó.
 Después fue soltando pedazos de su historia. Contó que el suyo las había abandonado cuando ella nació.
 —Al menos eso dice doña Rubi –dijo—. Claro que yo no le creo nada.
 Doña Rubi era su madre. Pero a la que no se le podía creer nada era a la misma Rosario. Tenía la capacidad de convencer sin tener que recurrir a muchas patrañas, pero si surgía alguna duda sobre su «verdad», apelaba al llanto para sellar su mentira con la compasión de las lágrimas.
 —Estoy metido con una mujer de la cual no sé nada –me dijo Emilio—, absolutamente nada. No sé dónde vive ni quién es su mamá, si tiene hermanos o no, nada de su papá, nada de lo que hace, no sé ni cuántos años tiene, porque a vos te dijo otra cosa.
 —Entonces, ¿qué estás haciendo con ella?
 —Más bien preguntale a ella qué está haciendo conmigo.
 Cualquiera podía enloquecerse con Rosario, y si yo no caí fue porque ella no me lo permitió, pero Emilio... Al principio lo envidié, me dio rabia su buena suerte, se conseguía a las mejores, las más bonitas; a mí, en cambio, me tocaban las amigas de las novias de Emilio, menos buenas, menos bonitas, porque casi siempre una mujer hermosa anda al lado de una fea. Pero como yo sabía que a él no le duraban mucho las aventuras, esperaba tranquilo con mi fea hasta que él cambiara para cambiar yo también, y esperar a ver si esa vez me tocaba algo mejor. Pero con Rosario fue distinto. A ella no la quiso cambiar, y yo tampoco quise quedarme con ninguna amiga de ella: a mí también me gustó Rosario. Pero tengo que admitirlo:
 yo tuve más miedo que Emilio, porque con ella no se trataba de gusto, de amor o de suerte, con ella la cosa era de coraje. Había que tener muchas güevas para meterse con Rosario Tijeras.
 —Esa mujer no le come cuento a nada –le decíamos a Emilio.
 —Eso es lo que me gusta de ella.
 —Ha estado con gente muy dura, vos sabés –insistíamos.
 —Ahora está conmigo. Eso es lo que importa.
 Estuvo metida con los que ahora están en la cárcel, con los duros de los duros, los que persiguieron mucho tiempo, por los que ofrecieron recompensas, los que se entregaron y después se volaron, y con muchos que ahora andan «cargando tierra con el pecho». Ellos la bajaron de su comuna, le mostraron las bellezas que hace la plata, cómo viven los ricos, cómo se consigue lo que uno quiere, sin excepción, porque todo se puede conseguir, si uno quiere. La trajeron hasta donde nosotros, nos la acercaron, nos la mostraron como diciendo miren culicagados que nosotros también tenemos mujeres buenas y más arrechas que las de ustedes, y ella ni corta ni perezosa se dejó mostrar, sabía quiénes éramos, la gente bien, los buenos del paseo, y le gustó el cuento y se lo echó a Emilio, que se lo comió todo, sin masticar.
 —Esa mujer me tiene loco –repetía Emilio, entre preocupado y feliz.
 —Esa mujer es un balazo –le decía yo, entre preocupado y envidioso.
 Los dos estábamos en los cierto. Rosario es de esas mujeres que son veneno y antídoto a la vez. Al que quiere curar cura, y al que quiere matar mata.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas