domingo, 28 de junio de 2015

Premio Herralde de novela 1994. PEDRO ZARRALUKI


Premio Herralde de novela 1994.
PEDRO ZARRALUKI nació en Barcelona en 1954. Ha escrito dos libros de relatos, Galería de enormidades y Retrato de familia con catástrofe y las novelas La noche del tramoyista, El responsable de las ranas, galardonada con el premio Ciudad de Barcelona y el premio El Ojo Crítico y La historia del silencio que se hizo merecedora del premio Herralde de Novela. Su obra ha sido traducida a siete idiomas.

***
Novela: La historia del silencio.

Esta novela trata de otro libro que no llegó a ser escrito, y también de todo aquello que ocultamos a las personas que más seguras están de conocernos. Tras una bella ensoñación compartida, una pareja decide embarcarse en la preparación de un libro sobre el silencio. Emprenden el trabajo con desordenada pasión y no tardan en descubrir que el silencio aparece por todas partes: en el insomnio de Scott Fitzgerald, en la tribu de los mabaanes, en los escritos de Auden y en los experimentos de sir Robert Boyle, aunque revestido siempre por su impenetrable calidad de ausencia. Con el tiempo, sospecharán que cada persona se relaciona con sus propios silencios de una forma parecida a como lo hace con sus propias manos.
Fuente: Enrico Pugliatti.

(Fragmento de novela). La historia del silencio.
 Pedro Zarraluki

La historia del silencio
XII Premio Herralde de Novela, 1994

 Título original: La historia del silencio
Pedro Zarraluki, 1994

  A Concha
  Uno tomaba dos sonidos fuertes y hacía un silencio de ellos. Otro creó una profunda oscuridad con dos luces brillantes.

EDGAR ALLAN POE
Todos somos locos los unos de los otros.

LUIS VÉLEZ DE GUEVARA

 Este libro trata de cómo no llegó a escribirse otro libro que debería haberse titulado La historia del silencio. Aunque habitual, el fracaso es difícil de explicar. Hay personas admirables, capaces de realizar grandes esfuerzos, que consiguen llevar a término empresas que parecían disparatadas. No es nuestro caso, por desgracia. Hace algo más de dos años comenzamos una investigación tan exhaustiva como desordenada. El resultado no pudo ser más decepcionante. Lo que el lector sostiene entre sus manos no es el tratado con el que habíamos soñado, sino más bien la historia de una renuncia. El propósito inicial era a todas luces desmedido. Querer explicarse lo que sucede en aquellos instantes en los que no sucede nada, penetrar en el silencio —y en la quietud, la oscuridad y la ausencia, el pensamiento mismo—, aunque se intente sólo de una forma parcial y subjetiva, es una aspiración tan fuera de lugar que condena al naufragio a los más entusiastas —tampoco es nuestro caso, por desgracia— esfuerzos por conseguirlo. El nuestro fue un esfuerzo exhausto, valga la paradoja, aunque a pesar de todo es probable que tuviera cierto mérito. Debía de tenerlo, pues algunas personas creyeron en la idea y nos enviaron toneladas de información. Bastará como ejemplo de todo esto el de una amiga mundana y extremadamente locuaz —nuestra querida Olga—, que nos llamó un día para decirnos que había estado dos horas inmóvil sin abrir la boca en lo más desbocado de una fiesta, como callado y sincero homenaje a nuestra labor. Se lo agradecimos con toda la intensidad de que somos capaces, que es bastante. Pero su testimonio, con todo y ser heroico, no descubría ningún camino que no hubiéramos considerado. A aquellas alturas, llevábamos ya mucho tiempo estudiando las infinitas posibilidades que nos brindaba el silencio. A falta de mejores ideas, habíamos incluso estado una semana entera sin hablarnos, con la sola intención de comprobar si podíamos soportarnos sin pronunciar palabra. Fui yo el que rompió la estupidez de nuestro pacto, por distracción, aunque Irene sigue sospechando que lo hice en un rapto de impaciencia. Acababa de llegar de la calle y desparramé sobre la mesa de la cocina la compra del supermercado. Irene había puesto ya en el fuego una cacerola con agua para hervir la pasta. Entonces la miré con gran desolación —y con excesiva naturalidad para no ser algo premeditado, según ella— y le dije que no había comprado spaghetti. De aquella forma, en el mundo de nuestras muletillas privadas, no he comprado spaghetti pasó a significar que se renunciaba a algo por una especie de cansancio insuperable. Así, una vez que Irene llevaba ya cuatro días sin fumar, dijo no he comprado spaghetti y encendió un cigarrillo. Y yo lo dije en la cama, nada más despertarme, cuando decidí abandonar mi voluntarioso intento de acudir cada mañana al gimnasio. Y ambos, cuando apagamos el ordenador después de un fin de semana entero intentando ganarle al ajedrez, cuando dejamos de alimentarnos sólo de fruta los jueves, y todas las noches en las que llegaba François para darnos las clases de francés y a pesar de ello decidíamos ver una película en la televisión. A partir de aquel día aciago en que volvimos a hablar nos lamentamos cientos de veces de no haber comprado los famosos spaghetti, lo cual me lleva a pensar que nos pasamos la vida renunciando a cosas, especialmente a aquellas cuya realización depende sólo de nosotros.
Irene y yo hemos llegado a indigestarnos de silencio, pero hasta hace poco nos parecía normal que las cosas sonaran. No nos habíamos planteado la importancia que puede llegar a tener el sonido o su ausencia. Nuestro trabajo se originó a consecuencia de una rebelión del entorno. Irene colaboraba de forma esporádica —pero hasta aquel momento constante— con una editorial especializada en enciclopedias. Acababa de terminar unos fascículos que, con el título algo hitleriano de Mi único amigo, presentaban al lector las diferentes razas de perros. En aquel momento Irene era una gran especialista en canes, de la misma forma que, un año atrás, había sido la mayor entendida en experimentos para jóvenes estudiantes. Del índice de refracción a los terriers de Yorkshire, para empezar un nuevo proyecto que la haría olvidar todo lo que sabía de los anteriores. Irene alardeaba de que su saber era similar a la vida sexual de esas personas que se proclaman monógamas por temporadas. Lo que no podía prever Irene era que el último perro iba a significar también su última colaboración con la editorial. La llamaron para decirle que no tenían nada nuevo entre manos —lo que era falso, pues ella sabía que se estaba preparando una enciclopedia de los transportes y una colección de fascículos sobre civilizaciones desaparecidas—, y que buscara otro lugar donde colaborar porque ellos se disponían a encarar una inevitable reestructuración. En el mundo de los colaboradores independientes, cuando se te habla de una inevitable reestructuración quiere decirse que se ha decidido prescindir de ti. De forma que Irene se quedó sin trabajo, y aquel fue sólo el inicio de nuestras desdichas. Yo llevaba tres años escribiendo una novela y el resultado era, por decirlo de una forma despiadada, inferior a lo que tenía antes de empezar a escribir. Mi editor, que había comenzado llenándose de impaciencia, se había luego preocupado, y en aquel momento me miraba con decidida compasión cuando le anunciaba —cada vez más eufórico en el tono y más melancólico en la mirada— el inminente final de mis esfuerzos. Una cosa y otra nos habían llevado a un estado de quiebra financiera, si es que se puede quebrar lo que nunca ha tenido cuerpo y se ha limitado a fluir como un río, o como la vida y ese género de cosas inaprensibles. Así que Irene y yo nos encontramos una mañana desayunando en nuestra pequeña terraza a la sombra de los bambúes, y nos dimos cuenta de que podíamos seguir desayunando indefinidamente porque no teníamos nada mejor que hacer. Cuando ya llevábamos dos horas en aquella ocupación necesariamente limitada —resulta absurdo seguir desayunando cuando cae la noche—, decidimos quemar las naves y aprovechar la ocasión para hacer un viaje. Descartamos las primeras y espléndidas ideas por su elevado coste económico. Buscamos entonces lugares con nombres menos exóticos pero que resultaran más asequibles. Yo argumenté incluso, olvidando con quién hablaba, que la gran literatura nunca ha necesitado de costosos escenarios, y tampoco los buenos viajeros. Irene guardó un paciente silencio. Ella siempre había preferido El cuarteto de Alejandría al Diario de un cura rural, en una opción tan beligerante que no admitía la hipotética bondad de ambas propuestas. La literatura era, para Irene, una resonancia al otro lado de las montañas, y el personaje de las grandes novelas debía ser alguien que se hubiera perdido allí donde es tan difícil llegar. Fue entonces, mientras embadurnaba con mantequilla mi decimosexta tostada, cuando se me ocurrió pensar que La Rioja era una tierra que habíamos degustado infinitas veces a través de sus vinos. Nuestro estómago había acogido grandes dosis de fósforo, calcio y potasio del suelo riojano. Se podía decir que lo habíamos bebido en mil ocasiones, pero que nunca lo habíamos pisado. Propuse ir allí, a lo que Irene reaccionó con gran entusiasmo.

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