sábado, 6 de junio de 2015

M. Aguéev. Novela con cocaína, una novela de confesiones.


Novela con cocaína, una novela de confesiones.
«Para el hombre enamorado todas las mujeres son mujeres, a excepción de aquella a la que ama, a la que considera una persona. Para una mujer enamorada todos los hombres son personas, a excepción de aquel al que ama, al que considera un hombre.» Reflexiones como ésta, en una novela por lo demás repleta de infrecuentes revelaciones sobre sexualidad y roles de género, y de elementos ciertamente inéditos como la adicción a la cocaína, debieron llamar la atención, a comienzos de la década de 1930, del grupo de emigrados rusos que editaban en París la revista Cifras y a cuya redacción llegó, con el seudónimo de M. Aguéiev, el manuscrito de Novela con cocaína. La paternidad de la novela, que llegó a ser atribuida a Nabókov y que no sería definitivamente esclarecida hasta 1994, fue desde entonces un enigma. Pero el revuelo estaba justificado por la extraordinaria originalidad de la obra, una narración en forma autobiográfica, ambientada en Moscú en vísperas de la Revolución, de un joven impelido por «el deseo de conferir a mi personalidad un carácter singular», desde sus últimos años en el Instituto hasta su reclusión en el solitario universo de «desdoblamientos» de la cocaína. Osada, profunda e incómoda, con una visión del mundo que supone «un insulto a nuestra noción más luminosa, tierna y pura», esto es, «el alma humana», ésta es una novela imprescindible del siglo XX, por primera vez presentada en traducción directa del ruso.

 
M. Aguéiev
 Novela con cocaína



 Título original: Roman s cocainoi
M. Aguéiev, 1936
Traducción: Víctor Gallego Ballestero

  Introducción


por Víctor Gallego

Pocas obras literarias aparecen envueltas en un misterio tan espeso como Novela con cocaína. Durante más de medio siglo sus páginas han estado rodeadas de hipótesis, enigmas, alusiones, sugerencias y atribuciones.
La historia de la publicación de la novela está llena de lagunas y lugares oscuros, que poco a poco los estudiosos y especialistas se han esforzado por rellenar o esclarecer. Todo empezó a principios de la década de 1930, cuando a la redacción de la revista Cifras, editada por algunos emigrados rusos en París, llegó un paquete procedente de Constantinopla, en cuyo interior se encontraba el manuscrito de Novela con cocaína, firmado por un autor absolutamente desconocido, M. Aguéiev.
Vista la calidad y el interés de la obra, la redacción aprobó su publicación. Fragmentos del libro, que en un principio se tituló Relato con cocaína, aparecieron en La Vida Ilustrada y en la revista Cifras. En 1934 la revista Encuentros dio a la estampa la segunda y última obra conocida del autor, el relato «Un pueblo sarnoso». En 1936 Novela con cocaína se publicó en forma de libro en una editorial parisina. A partir de entonces el nombre de M. Aguéiev desaparece del mundo de las letras, y su persona se evapora, se desvanece como humo sin dejar rastro. ¿Quién es Aguéiev? ¿Dónde está? ¿Qué hace? Durante más de cincuenta años nadie puede dar respuesta cumplida a ninguno de esos interrogantes.
La novela gozó una buena acogida y de su análisis y juicio se ocuparon algunos de los escritores y críticos más renombrados y relevantes de la emigración rusa, como Adamóvich, Merezhkovski o el poeta Jodasiévich (unido sentimentalmente durante algún tiempo a la escritora Nina Berberova).
Adamóvich aportó un par de datos sobre el autor; «Vive en Constantinopla y emplea el nombre de Aguéiev como seudónimo». Merezhkovski le dedicó el comentario quizá más elogioso y entusiasta: «Su lenguaje es excepcional, gráfico. Por un lado, presenta concomitancias con Bunin; por otro, con Sirin [seudónimo empleado en aquella época por Vladímir Nabókov]. En su lenguaje (en sus imágenes) combina la densa materia del estilo de Bunin, entretejida de modelos antiguos, con la novedosa y brillante tela de Sirin. Eso en lo exterior. En lo demás, hay que olvidarse de Bunin, con su densidad, y de Sirin, con el brillo hueco de su seda literaria, y pensar quizá en Dostoievski, aunque en un Dostoievski de los años treinta de nuestro siglo».
En general, la crítica dedicó una atención especial a dos aspectos concretos de la novela: en primer lugar la sinceridad casi cruel con que el autor afronta una temática prácticamente inédita en la literatura rusa, que suele pasar de puntillas por los aspectos más escabrosos de la realidad; en segundo término, la singularidad y la magia de su estilo, alabado por unos como modelo de originalidad y creatividad desenfrenada y atacado por otros por su pretendida vulgaridad, su sentido laxo de la gramática y el empleo de términos poco comunes en obras literarias de cierta ambición. Unos celebraron su atrevimiento y su osadía; otros reprocharon su alejamiento de la tradición literaria rusa; pero nadie se atrevió a negar la incuestionable novedad y frescura de la obra, cualidades que tal vez propiciaron su supervivencia entre tantas obras olvidadas y preteridas de ese período.
A pesar del interés que despertó y de los comentarios elogiosos que mereció, la obra pronto quedó sepultada, a lo que contribuyó quizá la agitación, el desconcierto y el dramatismo ele la situación histórica.
A mediados de la década de 1980, cuando todo parecía indicar que Novela con cocaína había sido devorada definitivamente por el tiempo, un grupo de eslavistas occidentales logró rescatarla del olvido y la volvió a publicar. La aparición de la traducción francesa en 1983 conoció un éxito excepcional y propició otras versiones al inglés y al italiano. Pronto Novela con cocaína alcanzó reconocimiento mundial y un grado de aceptación y aquiescencia que parecía ya definitivo. Poco después la obra aparecía también en la Unión Soviética, con lo que cincuenta años más tarde de su publicación Novela con cocaína llegaba finalmente a Rusia.
Enseguida volvieron a plantearse los mismos interrogantes que habían acompañado la primera aparición de la novela: ¿Quién se ocultaba bajo el misterioso nombre de Aguéiev? ¿Acaso un hombre de carne y hueso, un desconocido genial, o un escritor reconocido y renombrado, que había utilizado ese seudónimo como una eficaz careta? Una circunstancia parecía apuntar en esa última dirección: la extraordinaria maestría literaria de la novela y la destreza del narrador, poco probables, casi desconcertantes, en el caso de un debutante; otro dato, en cambio, parecía descartarla: el testimonio de algunas personas que decían haberlo conocido.
La poetisa Lidia Chervínskaia es la primera en proponer el nombre de Marko Levi como autor de la novela. Según sus palabras, Marko Levi había viajado a Constantinopla a principios de los años treinta y posteriormente había regresado a la Unión Soviética, circunstancia que permitía explicar la ausencia de noticias e informaciones sobre su paradero, y su silencio definitivo. No obstante, en un primer momento, esa sugerencia recibió escasa consideración.
En 1985, en el número 144 de la revista El Mensajero del Movimiento Cristiano Ruso, Nikita Struve, eminente eslavista de la Sorbona y editor de las Obras completas del poeta Ósip Mandelstam, formuló una propuesta que causó un gran revuelo y provocó un torrente de comentarios. En ese artículo el profesor Struve atribuía la autoría de Novela con cocaína a Vladímir Nabókov, aduciendo que las evidentes similitudes y concomitancias —estilísticas y estructurales— entre algunas obras del gran narrador y Novela con cocaína no podían deberse a la simple casualidad. Muchos terciaron en la polémica, bien para defender la hipótesis bien para rechazarla, hasta que la viuda del escritor, Vera Nabókova, pareció zanjar la cuestión con una carta airada, concluyente y un tanto arrogante, dirigida a la redacción del Pensamiento Ruso: «Mi marido, el escritor Vladímir Nabókov, no escribió Novela con cocaína, nunca utilizó el seudónimo de Aguéiev, no publicó en la revista Cifras, que le atacó en uno de sus primeros números, nunca estuvo en Moscú, jamás en su vida probó la cocaína (ni ningún otro narcótico) y escribía, a diferencia de Aguéiev, en un estilo petersburgués extraordinario, límpido y correcto».
La cuestión de la atribución siguió abierta hasta que en noviembre de 1991 apareció en el Pensamiento Ruso un artículo de Serguéi Dediulin titulado «Una autoría definitivamente establecida», en el que se ofrecían datos concluyentes y espectaculares sobre el misterioso autor de Novela con cocaína. En ese artículo se informaba de que una investigadora moscovita, Marina Sorokina, había confirmado en los archivos de Moscú una hipótesis de Gabriel Superfin, según la cual el centro escolar descrito en la primera parte de la novela se correspondía con el instituto privado R. Kreimanovski. Al parecer, la exhumación de los archivos había confirmado que entre los alumnos que terminaron el instituto el año 1916 aparecían los nombres de Marko Levi y de casi todos los personajes de la primera parte de la novela.
De ese modo, parecía confirmarse el nombre de Marko Levi como autor de la novela, aunque una certidumbre casi definitiva no se estableció hasta 1994, gracias a un artículo de los mismos investigadores, Marina Sorokina y Gabriel Superfin, publicado en el almanaque histórico Pasado. En ese artículo se detallan los pocos datos que se conocen sobre Marko Levi. A continuación, paso a referir al lector los más relevantes[1].
Marko Lazárievich Levi nació el 27 de julio de 1898 en Moscú, en el seno de una familia de comerciantes. En agosto de 1912 ingresó en el instituto Kreimanovski, donde estudió hasta 1916. Ese mismo año fue bautizado en la parroquia evangélica de Moscú. Durante los años de la NEP, Levi trabajó como traductor para la sociedad Arcos (All Russian Cooperative Society Limited). En 1924 viajó a Alemania y al parecer adquirió un pasaporte paraguayo. En 1930 abandonó Alemania y se trasladó a Turquía, donde se dedicó a la enseñanza de lenguas y se consagró a la actividad literaria. Desde Constantinopla envió a París el manuscrito de Novela con cocaína. En 1942 Levi fue deportado a la Unión Soviética, acaso como consecuencia del intento de atentado contra el embajador alemán en Turquía, que la policía turca atribuyó a varios ciudadanos soviéticos. Tras regresar a la URSS, Levi se estableció en Yereván (Armenia), donde se casó y llevó una vida reglada y familiar, enseñando lengua alemana en la universidad de la ciudad. Murió en agosto de 1973 en Yereván, ciudad en la que fue enterrado.
Parece que la publicación de la novela en una editorial del exilio le ocasionó algunos problemas, como se desprende de un informe del cónsul general de la URSS, en Estambul, presentado ante el Comisariado General de Asuntos Exteriores el 22 de abril de 1939: «Levi ha señalado que su inofensivo libro no contiene una sola palabra en contra de la URSS. A partir de las conversaciones que hemos mantenido, se deduce que Levi ha recapacitado y reconocido la enormidad de su error».
¿A qué error se refiere el cónsul? ¿A la propia redacción de la novela o a su publicación en una revista del exilio? Sea como fuere, el simple envío del manuscrito a París constituye una prueba irrefutable de las escasas esperanzas que albergaba el autor de publicar Novela con cocaína en la URSS.
Al parecer, Marko Levi era aficionado a la música y el cine, fumaba mucho y coleccionaba naipes (hay alguna alusión a los naipes en la obra). Además, viajaba todos los años a Moscú, al menos una vez. ¿Con qué objeto? ¿Acaso para visitar a alguno de sus antiguos camaradas? ¿O tal vez por razones de índole profesional? Nada se sabe.
¿Volvió a escribir? ¿O, lo mismo que Rimbaud, se desentendió de su obra y abandonó definitivamente la literatura?
El velo del misterio ha levantado algunos de sus pliegues, pero aún sigue cubriendo de sombras y de enigmas las extrañas páginas de Novela con cocaína.

 Nota al texto


Para la traducción se ha utilizado la edición de Novela con cocaína publicada en Moscú por la editorial Terra en 1990.
La obra apareció por primera vez en castellano en 1983, en una traducción del francés de Rosa María Bassols publicada por la editorial Seix Barral.

(Fragmento. Novela. Novela con cocaína).

 Burkievits se ha negado

  El Instituto



  I


Un día de principios de octubre, yo, Vadim Másliennikov (tenía entonces diecisiete años), al dirigirme por la mañana temprano al instituto, olvidé el sobre con el dinero del primer semestre que mi madre había dejado en el comedor por la noche. Me acordé de él cuando había subido ya al tranvía y las acacias y las picas de la verja del bulevar, en continuo tropel, pasaban como una hilera ininterrumpida, y la carga que llevaba sobre los hombros me apretaba cada vez más la espalda contra una barra niquelada. En cualquier caso, ese olvido no me preocupó lo más mínimo. Podía entregar ese dinero al día siguiente y en casa nadie lo robaría; además de mi madre, en el apartamento sólo vivía mi vieja nodriza Stepanida, que llevaba con nosotros más de veinte años, y cuya única debilidad, casi una pasión, eran sus continuos cuchicheos, que sonaban como si alguien estuviera masticando pepitas de girasol; a falta de interlocutores, eso le permitía mantener largas conversaciones consigo misma, a veces incluso discusiones, que interrumpía de vez en cuando con exclamaciones en voz alta del tipo: «¡Pues claro!» o «¡sin duda!» o «¡espérate sentado!».
Una vez, en el instituto, me olvidé por completo del sobre. Ese día no me había aprendido las lecciones, algo que no sucedía con frecuencia, y tuve que prepararlas durante los descansos o ya con el profesor en el aula. Ese estado de intensa concentración en que todo se asimila con facilidad (aunque un día más tarde se olvida con pareja ligereza) contribuyó a apartar de mi memoria cualquier otra cuestión.
Cuando empezó el recreo y nos sacaron al patio, pues hacía un tiempo soleado y seco, aunque también frío, vi a mi madre en el rellano inferior de la escalera; sólo entonces me acordé del sobre y comprendí que no había podido contenerse y había venido a traérmelo. Con su gastada pelliza y su ridicula capucha de la que se escapaban algunos cabellos canosos (tenía entonces cincuenta y siete años), se mantenía apartada de todos y con una evidente inquietud, que de algún modo acentuaba su lastimoso aspecto, miraba con aire desvalido a los estudiantes que pasaban corriendo a su laclo, algunos de los cuales, riéndose, la miraban y comentaban alguna cosa con sus amigos. Cuando llegué a su altura, traté de pasar inadvertido, pero nada más verme esbozó una sonrisa tierna, aunque no alegre, y me llamó. A pesar de la terrible vergüenza que sentía ante mis compañeros me acerqué a ella.
—Vadichka, hijo mío —me dijo con su sorda voz de vieja, tendiéndome el sobre y rozando con prevención un botón de mi capote con su mano amarillenta, como si temiera quemarse—. Has olvidado el dinero, hijo mío. Pensé que te asustarías, así que he decidido traértelo.
Tras pronunciar esas palabras, me miró como si estuviera pidiendo limosna. Irritado por la vergüenza que me había hecho pasar, le dije en un envenenado murmullo que esas sensiblerías estaban de más en el patio y que, dado que no había podido contenerse y había traído el dinero, fuera a pagar ella misma. Mi madre me escuchó en silencio, bajando sus viejos y tiernos ojos con aire culpable y triste; cuando terminé de bajar la escalera ya desierta y abrí la pesada puerta, que absorbía ruidosamente el aire, me volví y la miré, aunque no lo hice porque me diera pena, sino por temor a que se echara a llorar en un lugar tan inapropiado. Mi madre continuaba en el descansillo superior; había inclinado tristemente su deforme cabeza y me seguía con la mirada. Cuando reparó en que la estaba mirando, agitó la mano con el sobre, como se hace en las estaciones; ese movimiento, joven y animoso, no hizo más que resaltar su aspecto avejentado, lamentable y harapiento.
Ya en el patio se me aceraron algunos compañeros y uno de ellos me preguntó quién era ese payaso con faldas con el que acababa de hablar. Respondí, riendo alegremente, que se trataba de una institutriz empobrecida que había ido a verme con cartas de recomendación; añadí que si querían podía presentársela. Al escuchar las carcajadas que suscitaron mis palabras, comprendí que había ido demasiado lejos y que no debía haberlas pronunciado. Cuando mi madre, una vez efectuado el pago, salió del edificio y, sin mirar a nadie, doblada como si intentara volverse aún más pequeña, se dirigió lo más deprisa que pudo a la cancela, haciendo sonar sus tacones gastados y curvos en el asfalto del sendero, sentí que se me encogía el corazón.
Ese dolor, que en un primer momento me afectó con tanta fuerza, no duró mucho; no obstante, su final absoluto, es decir, su curación definitiva, tuvo lugar como en dos fases, pues, cuando regresé a casa del instituto, entré en el recibidor y atravesé el estrecho pasillo de nuestro pobre apartamento, que olía fuertemente a cocina, ese dolor, aunque había dejado de hacer daño, seguía presente en mi ánimo, recordándome su intensidad de una hora antes; más tarde, ya en el comedor, cuando me senté a la mesa enfrente de mi madre, que servía la sopa, ese dolor no sólo no me inquietaba, sino que me resultaba difícil imaginar que en algún momento hubiera podido perturbarme.
Apenas empezaba a sentirme aliviado, cuando una gran cantidad de amargas consideraciones volvieron a soliviantarme. Una mujer tan vieja debía comprender que sus ropas me causaban vergüenza, que había ido al instituto con el sobre sin ninguna razón, que me había obligado a mentir, que me había privado de la posibilidad de invitar a mis compañeros a casa. Observé cómo comía su sopa, cómo levantaba la cuchara con mano temblorosa, cómo vertía parte de ella en el plato; miré sus mejillas amarillentas, su nariz enrojecida por el calor de la sopa y advertí que después de cada cucharada lamía la grasa con la lengua; en ese momento sentí por ella un odio intenso y brutal. Cuando reparó en que la estaba observando, mi madre, con su ternura de siempre, me miró con sus ojos castaños y descoloridos, dejó la cuchara y, como si esa mirada tuviera que ir acompañada de algún comentario, preguntó:
—¿Está buena?
Pronunció esas palabras con cierto aire de niña, sacudiendo la cabeza con gesto interrogativo.
—Está «puena» —dije, sin afirmar ni negar, con la única intención de imitarla. Solté esa palabra con un gesto de repulsión, como si tuviera ganas de vomitar, y nuestras miradas —fría y hostil la mía; cálida, sincera y afectuosa la suya— se encontraron y se fundieron. Esa situación se prolongó durante un buen rato; advertí que la mirada de sus bondadosos ojos se empañaba, adquiría un matiz de perplejidad y luego de pena, pero cuanto más evidente se hacía mi victoria, menos perceptible y comprensible me parecía ese sentimiento de odio —a cuya fuerza debía esa victoria— por esa persona vieja y afectuosa. Por eso, probablemente, acabé cediendo, fui el primero en bajar los ojos, tomé la cuchara y me puse a comer. Una vez apaciguado en mi interior y con ganas de hacer algún comentario intrascendente, volví a levantar la cabeza, pero no dije nada y sin quererlo me puse en pie de un salto. Una de las manos de mi madre, la que sostenía la cuchara, descansaba directamente sobre el mantel. En la palma ríe la otra apoyaba la cabeza. Sus finos labios se estiraban hacia las mejillas, deformando el rostro. De las órbitas oscuras de sus ojos cerrados, con arrugas que se extendían como abanicos, brotaban lágrimas. Había tanta indefensión en esa cabeza amarillenta y vieja, tanto dolor amargo y sin rencor, y tanta desesperación en esa repugnante vejez que nadie necesitaba, que la miré de soslayo y le dije con una voz en la que se transparentaba la rudeza:
—Bueno, no hace falta. Bueno, déjalo. No es necesario.
—Sentí deseos de añadir «mamá», e incluso de acercarme y besarla, pero en ese momento la nodriza, viniendo del pasillo y balanceándose sobre una bota de fieltro, golpeó la puerta con el otro pie y entró con un plato. No sé a causa de qué ni de quién, pero en ese momento descargué un puñetazo sobre el plato; el dolor de mi mano herida y los pantalones empapados de sopa me convencieron de mi razón y de mi justicia, sentimientos que se vieron confusamente reforzados por el extremo pavor de la nodriza; finalmente, lanzando un insulto amenazador me dirigí a mi habitación.
Poco después mi madre se vistió, se marchó y no regresó a casa hasta la noche. Cuando la oí pasar del recibidor al pasillo, aproximarse a mi habitación, llamar a la puerta y preguntar si podía entrar, me precipite sobre el escritorio, abrí apresuradamente un libro y, tras sentarme de espaldas a la puerta, le respondí con indiferencia: «Adelante». Atravesó la habitación y con pasos inseguros se acercó a mí de lado; yo aparentaba estar sumergido en la lectura, pero alcancé a ver que llevaba aún su pelliza y su ridicula capucha negra. Mi madre, sacando la mano de su seno, puso sobre la mesa dos billetes de cinco rublos, arrugados como si a causa de la vergüenza quisieran volverse más pequeños. Tras acariciarme la mano con su manita encogida, exclamó en voz baja:
—Perdóname, hijo mío. Tú eres bueno. Lo sé. —Me acarició los cabellos y se quedó pensativa, como si quisiera añadir alguna otra cosa; pero al cabo de unos instantes, sin decir nada más, salió de puntillas y cerró cuidadosamente la puerta tras ella.

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