miércoles, 10 de junio de 2015

Félix de Azúa.Historia de un idiota contada por él mismo” Prólogo: Fernando Savater.


Félix de Azúa. (Premio Herralde de novela 1987). 
(España, 1944)
Poeta, novelista y ensayista nacido en Barcelona. Licenciado en Filosofía, profesor de Estética y colaborador habitual del diario El País, fue conocido gracias a su inclusión en la antología Nueve novísimos poetas españoles, editada en 1970 por Josep María Castellet, junto a Manuel Vázquez Montalbán, Leopoldo María Panero y Antonio Colinas, entre otros. Anteriormente había publicado los libros de poemas Cepo de nutria (1968) y El velo en el rostro de Agamenón (1971).
Fuente: N.N.

Nota: No he podido encontrar la novela con que Azúa ganó el Premio Herralde de novela 1987 sin embargo, transcribo un fragmento de su novela: “Historia de un idiota contada por él mismo” quien en su momento fue acogida por la crítica favorablemente.
J. Méndez-Limbrick.

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El protagonista de esta novela, bestseller en Europa, es un `idiota` peculiar: un idiota intelectual que, obsesionado por la felicidad, nos cuenta cómo él y su generación lucharon en balde, en los años sesenta y setenta en España, por conseguirla. Poniendo la inteligencia al servicio del humor, Félix de Azúa juega con los elementos que identifican una memoria colectiva: la educación familiar y religiosa, los sueños de amor y las intrigas olíticas, las creencias filosóficas y los gustos estéticos... Todo se convierte en argumento que denuncia la `idiotez` de creer que la felicidad es un fruto al alcance de la mano de nuestro tiempo.
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Algunos historiadores califican de «siglo idiota» al siglo XIX. Esto es un error. «Siglo estúpido», sin duda; «siglo bobo», quizá. Pero el rango de «idiota» debe reservarse para el siglo XX. El protagonista de esta novela es un idiota del siglo XX. De la segunda mitad del siglo XX, para ser más exactos; lo que conlleva un grado superior y más concentrado de idiotez. Víctima de la insensatez zoológica de la segunda posguerra europea, nuestro personaje se empeña en una afanosa y monotemática investigación de la felicidad, que le conduce inexorablemente a la ruina. Dado el estremecedor futuro que se les anuncia a los idiotas fin de siècle, este libro debiera ser adoptado por todos los institutos de segunda enseñanza como manual de supervivencia. No evita la idiotez, pero ayuda a prevenirla. De otra parte, por haber sido escrito de un modo tan raro, prestigia a quien lo lee, y ya se sabe que el prestigio es uno de los más eficaces encubrimientos de la idiotez.
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HISTORIA DE UN IDIOTA

CONTADA POR ÉL MISMO

 EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD

 Prólogo

Fernando Savater


Historia de un idiota contada por otro, amigo suyo
Se lo voy a decir porque ustedes no tienen por qué saberlo: yo estoy en el origen de este libro. No me refiero, desde luego, a que mi nombre aparece en la dedicatoria, acompañado, por cierto, de un elogio claramente envenenado (pero ¿los habrá de otra clase?). Tampoco pretendo haber servido de modelo involuntario para el personaje idiota que protagoniza la historia, aunque muchas de sus idioteces me corresponden tan ajustadamente que se diría que el narrador las cortó a mi medida y según mi patrón. Es probable que a ustedes les ocurra una asimilación igual, sobre todo si son españoles y padecen entre cuarenta y cincuenta tacos. Ni mucho menos puedo envanecerme de haber inspirado las ideas y episodios aquí expuestos, pues soy notablemente incapaz de inspirar nada, salvo pena o desdén: sólo puedo inspirarme, no inspirar, y cuando yo expire, mi pobre inspiración expirará conmigo. Lo que les digo es que yo estoy en el origen de esta obra, es decir, que fui su ocasión, su simple pretexto, quien sin saberlo encendió la mecha de la formidable carga explosiva cuya voladura literaria zarandeará a los lectores de esta generación y de las venideras. Un momento más de atención y se lo cuento en tres patadas.
A comienzo de los años ochenta cierto conocido mío, muchacho amable y emprendedor como lo pedía la época (tan distinta, ay, de la nuestra), fundó una nueva editorial, modesta pero aseada. Tras publicarme con notable primor un librito dedicado a la única ciencia que poseo con discreta competencia, las carreras de caballos, me pidió que le orientara para futuras empresas. Quería hacer una colección de textos breves y bien presentados, lo que los franceses llaman plaquettes, en torno a las cien páginas, sobre un tema común y sugestivo, un tema que se pudiera tratar en forma de ensayo, narración, drama, poesía o aforismos. Por aquel entonces (como por este ahora) yo estudiaba a Spinoza, el más amable y por tanto el más odiado de los pensadores; en especial leía a Robert Misrahi, que sigue pareciéndome su mejor comentarista, y me encontraba a medio camino de su Traité du bonheur. De modo que le propuse a mi amigo editor como título de la serie El contenido de la felicidad y le sugerí una larga lista de nombres a los que podríamos solicitar su contribución en este empeño. Fui nombrado director de la presunta colección, lo que me obligó a efectuar algunas llamadas telefónicas y a escribir varias cartas, dos de las tareas —créanme— que más hondamente saben repugnarme. Recurrí en primer término a los maestros y a los amigos, consiguiendo varias respuestas alentadoras: Agustín García Calvo, José Luis Aranguren, Félix de Azúa, Luis Antonio de Villena y, last but least, yo mismo.
En el ínterin, con esa desconcertante celeridad con que los naipes suelen desertar de los castillos que forman y los políticos abandonan sus promesas electorales, la editorial del amable y emprendedor muchacho vino a quebrar. Que se hunda un proyecto editorial es cosa trivial a fuerza de común, pero que arrastre en su caída un proyecto de colección sobre el contenido de la felicidad es algo aún más trivialmente suscitador de símbolos y presagios, por lo que no deben esperarlos de mí, que padezco discreta aunque tan hondamente como cualquiera el virus moderno de la originalidad. Por lo demás tampoco caben excesivas lamentaciones, porque todas las obras encargadas se escribieron y se publicaron con razonable éxito, aunque cada cual por su lado. Esta dispersión favoreció la creación de un cierto clima eudemonológico y la cuestión de la felicidad se puso de moda: aparecieron obras de sesudos varones y apasionadas vírgenes sobre la cuestión, a quienes jamás se me habría ocurrido encargarles nada en mi nonata colección. Mediaban los años ochenta, ya les digo, y todo parecía posible. Si ustedes vivieron mínimamente la actualidad cultural española de aquella época, seguro que en alguna ocasión no pudieron remediar preguntarse qué coño podemos hacer por la felicidad o qué puede hacer la felicidad por nosotros. Bueno, ahora ya saben cómo y por qué nació tan sublime indagación colectiva.
Tal como les digo, la pesquisa eudemonista produjo varios trabajos estimables que justificaron con creces el frustrado empeño que los originó. Pero sólo consintió la aparición de una obra maestra: HISTORIA DE UN IDIOTA CONTADA POR ÉL MISMO O EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD, la contribución de Félix de Azúa. Cualquier libro realmente bueno supone siempre una cierta sorpresa, por mucho reconocimiento previo que nos mereciera el talento de su autor: todo acierto mayor tiene algo de arbitrario, aun de milagroso, que la competencia del escritor no elucida plenamente. En el caso que nos ocupa, además, la obra supuso todo un vuelco en la carrera literaria de Azúa, una auténtica metanaoia no sólo artística sino también comercial. Hasta publicar HISTORIA DE UN IDIOTA, Félix de Azúa estaba considerado como una figura de indudable primera magnitud en la literatura reciente española, pero altivamente inexpugnable para esa inmensa minoría formada por el común público lector. Fue uno de los «novísimos» más emblemáticos de la famosa antología de Castellet y su prestigio seguía sustentado antes que nada por su obra poética, recogida en Poesía, 1968-78 y Farra. Quienes conocíamos sus dos ensayos publicados por aquellas fechas, un estudio sobre Baudelaire (que ahora ha sido vuelto a editar) y La paradoja del primitivo, espléndido trabajo doctoral sobre la estética de Diderot, esperábamos con auténtica ansiedad otros escritos teóricos que confirmasen la rara alianza que en ellos se daba entre vibrante agudeza, seguridad de gusto y fenomenal preparación cultural. Su desempeño como novelista era valorado de un modo menos unánime: la trilogía de sus Lecciones (Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Última lección) mostraban, junto a indicios de la mejor calidad, un excesivo mimetismo con la fórmula narrativa de Juan Benet y cierto regodeo críptico aunque cada vez más aliviado. Ninguno de estos reproches podía hacerse en cambio a su cuarta novela, Mansura, parábola histórica narrada con elegante sencillez y plena maestría que encontró a la crítica (como suele ser habitual) y a los lectores (lo que es más raro) injustificadamente distraídos. En fin, que allá por mil novecientos ochenta y seis, a sus cuarenta y dos años, Félix de Azúa era un magnífico espécimen de ese tipo de escritor que cualquier director de colección se enorgullece de tener en su catálogo y cualquier director de ventas tiembla al verlo en él.
Y entonces llegaron el idiota y su HISTORIA. El libro rompió la reserva de los lectores y se convirtió en un best-seller de calidad, no sólo en España sino también en los países europeos a cuyas lenguas fue traducido. En Francia, nunca demasiado generosa con la cultura de sus vecinos ultrapirenaicos, incluso fue adaptada como monólogo teatral. ¿Cuál es el secreto de este éxito? Podemos aducir algunas conjeturas, nunca del todo resolutorias. Desde luego, no se debe a que el autor cambiase aquí su forma de pensar ni modificase en lo más mínimo sus categorías literarias: por el contrario, quienes le habíamos seguido desde tiempo atrás reconocimos en la HISTORIA DE UN IDIOTA al mismísimo Azúa de siempre en estado casi químicamente puro. Precisamente el acierto pudo venir no de que se velase o travistiese en modo alguno, sino de que se descaró del todo. Veamos: tanto como poeta, como ensayista o como novelista, Félix de Azúa hace siempre gala de una inteligencia sin complejos ni disimulos. Es un atributo bastante intimidador. La forma de que resulte más aceptable por la mayoría es poner esa inteligencia al servicio de un humor realmente prúsico (no por germánico sino por lo ácido). En la HISTORIA, la inteligencia del autor se vuelve burla despiadada contra sí misma, por lo que el lector puede sentirse menos hostigado por ella. El segundo expediente es jugar con los elementos identificatorios de una cierta memoria común. Últimamente se han puesto de moda entre escritores de edad mediana (hablo de España, claro está) las novelas que cuentan cómo fueron las cosas allá por los sesenta y cómo derivaron: lo que anhelábamos cuando teníamos veinte años, nuestros amores furtivos o iniciáticos, nuestras lealtades políticas luego degeneradas en reprensible conformismo, nuestras lecturas, lo que supusimos que era el mundo y el puesto que nos reservábamos en él, las verdades atroces de la dictadura sustituidas por las halagadoras falsedades de la democracia subsiguiente. Es truco habitual de este subgénero, que me apresuro a declarar intensamente detestable, contraponer algún personaje fiel a los ideales de antaño a los aburguesados mutantes que socialmente predominan en su entorno. Como El Quijote para las novelas de caballerías es la HISTORIA DE UN IDIOTA para esta caterva de tediosas y edificantes naderías: sublima el género hasta lo metafísicamente relevante, lo parodia íntimamente y lo aniquila. La única diferencia es que Don Quijote vino después de Amadís y en este caso le ha precedido...
Otra clave de la excelencia de este libro: su protagonista es idiota, pero un idiota del tipo autorreferente, es decir, un idiota intelectual. Es el único personaje que permite desarrollar todos los virtuosismos del pastiche (introspectivo, ideológico, filosófico, hermenéutico...) a un satírico de dieta exclusivamente culturalista como Azúa. En las novelas que han seguido a esta (Memorias de un hombre humillado, Cambio de bandera) los críticos adversos le han reprochado cierta tendencia al esquematismo y a la disección caricaturesca de los personajes, irreales y maltratados por el autor como muñecos de comic. No me parece un defecto serio, siempre que uno no pretenda aplicar el modelo romántico-naturalista allá donde el escritor es el primero en ridiculizarlo. Cambio de bandera, en particular, me parece una divertidísima reprimenda al género «crónica-épico-edificante-de-la-contienda-civil» que a tantos recientes laureados de nuestras letras aún parece encandilar. Y en diagnóstico ético-político va más lejos que ninguno de ellos, aunque a veces el tono acerbamente doctoral resulte demasiado crudo. Lo cual no se le puede reprochar en el Idiota, obvio es decirlo, porque aquí el tema lo impone así más allá de ninguna duda o reserva. ¿Me atreveré a decirlo? Félix de Azúa es algo así como el Aldous Huxley de mi generación, aunque con más quilates artístico-poéticos que ese parangón, para mí, desde luego, nada derogatorio. Siguiendo con el símil, esta exploración del contenido de la felicidad ocupa el mismo lugar que Un mundo feliz en la obra del otro...
Ridiculizada la pretensión de la felicidad, un paso más allá por tanto de este libro, perdura el interrogante injustificable de la felicidad misma. Queda visto para sentencia que ninguno de los programas del menú establecido la cumplen. Sin embargo, aún podría recordarse lo que un filósofo que ha hablado de estas cosas, Ernst Tugenhadt, recuerda: «De la felicidad sólo la felicidad misma puede decidir.» La felicidad debe desenterrarse a sí misma. Lo cual no se logra, sin duda, por medio de teorías ni declamaciones. Ya sabíamos que el hombre feliz no tiene camisa; debemos resignamos a que tampoco gaste una teoría eudemonológica. Lo cual, probablemente, descarta por inviable la colección de libros que yo imaginé, cancelándola con una especie de «el resto es silencio». Así que adiós, amado príncipe...

FERNANDO SAVATER


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