lunes, 25 de mayo de 2015

Guillermo Orsi.


Premio Hammett 2010.
II PREMIO INTERNACIONAL DE NOVELA NEGRA CIUDAD DE CARMONA
ALMUZARA

Guillermo Orsi por él mismo:
“Poco que decir en realidad. Nací en Lavalle y Callao, para más datos, en 1946, bajo los signos de Escorpio y de Perón en su apogeo. A fines del 77 mi mujer, sin consultarme, incautó una carpeta que tenía guardada en mi escritorio, y la llevó al Concurso de Emecé... Me dieron el premio y publiqué mi ya incorregible libro de cuentos, El vagón de los locos. En 1983 apareció mi primera novela Cuerpo de mujer.
Mis trabajos alimentarios fueron variados y por lo general, breves. Una cosa es comer y otra, atragantarse. Pero seguiré escribiendo a tientas y desafiando la resaca. Sin computadora. Con esta pluma de ganso del siglo veinte que es la ruidosa máquina de escribir.”

Nota: no tenemos la novela con la que ganó el premio Hammett 2010 “Ciudad Santa” sin embargo, les recomendamos la novela:  “Nadie ama a un policía”.

“Un ex policía rompe su propia promesa de no atender el teléfono después de medianoche. Un amigo en apuros lo convoca a trescientos kilómetros de Buenos Aires. Volando por la autopista, mientras adormece el alma oyendo jazz del bueno, Pablo Martelli confía en llegar a tiempo. La Argentina, entretanto, monta una vez más la ópera bufa de su naufragio: un gobierno débil, una sociedad agónica y desquiciada, un presidente absurdo, y argentinos a los botes. Nadie llega a tiempo, huelga decirlo. Ni Martelli a la cita con su amigo, ni ciertos conspiradores que huyen hacia un futuro que ha quedado atrás”.
Fuente: n.n.

***
Un ex policía rompe su propia promesa de no atender el teléfono después de medianoche. Un amigo en apuros lo convoca a trescientos kilómetros de Buenos Aires.
Volando por la autopista, mientras adormece el alma oyendo jazz del bueno, Pablo Martelli confía en llegar a tiempo. La Argentina, entretanto, monta una vez más la ópera bufa de su naufragio: un gobierno débil, una sociedad agónica y desquiciada, un presidente absurdo, y argentinos a los botes. Nadie llega a tiempo, huelga decirlo.
 Ni Martelli a la cita con su amigo, ni ciertos conspiradores que huyen hacia un futuro que ha quedado atrás. Al fi nal de la aventura, el presidente argentino y un asesino serial ?amantes padres de familia- tal vez hayan perdido su trabajo. Poco más perderá Martelli. Aunque en algún momento crea haber alcanzado el paraíso.

II PREMIO INTERNACIONAL CIUDAD DE CARMONA.
***
(Fragmento).
PRIMERA PARTE 


Pequeñas limosnas

I


Desde que perdí a la última persona que me importaba en el mundo no atiendo el teléfono después de medianoche.
Habían pasado cinco años desde que tomé esa decisión, que tampoco era puesta a prueba a menudo, ya que a mi edad es poco frecuente que los amigos trasnochen, y las mujeres, siempre ocasionales cuando se está definitivamente solo, aprovechan la madrugada para templarse en sus camas de viudas o separadas, embadurnan sus pieles y se envuelven a veces en los recuerdos de tiempos y amantes mejores —cuando tienen la posibilidad de comparar—, y si llaman por teléfono a esa hora es para contarle lo solas que están a una amiga o al centro de asistencia al suicida.
La noche del catorce de diciembre de 2001 me acosté inusualmente temprano, no porque estuviera cansado, pero no tenía ganas de seguirle el juego a un día particularmente monótono, sin siquiera un episodio vulgar al que pudiera asirme, una excusa de las que la vida en Buenos Aires brinda con renegada generosidad, un asalto a mano armada al banco mientras se está por cobrar unos siempre magros honorarios o depositar el alquiler del departamento sin calefacción que alquilaba desde hacía un año, por ejemplo; una intimación de la impositiva por no haber cancelado la cuarta cuota de autónomos, por otro ejemplo, o la confesión de un amigo que, pasados los cincuenta, asume su homosexualidad y pretende que le recomendemos un analista, si es posible joven y bien parecido. Nada, ni peores noticias en la tele que los habituales romances escandalosos en la farándula, renuncias en el gabinete, planes económicos que empiezan a desarmarse bajo el vendaval de los mercados con las consiguientes corridas bancadas, uno de esos días en los que la medianoche es agua en el horizonte, en los que tenemos la sospecha de que el naufragio es para siempre.
—Tengo que verte lo antes posible, Gotán.
—Estoy en bolas, metido en la cama y tapado hasta las orejas. Me revuelve las tripas la sola idea de vestirme, sacar el auto de la cochera y conducir media hora hasta tu casa.
—Tendrán que ser seis horas, por lo menos, porque no estoy en mi casa. Y ahora mismo, para llegar si es posible antes de que amanezca.
Demoré quince minutos en vestirme, guardar en un bolso la ropa para dos días de ausencia y dejar una nota en la pared para que Zulema, la mujer que viene los lunes a limpiar el departamento, se encargara de renovarle el agua y reponer en su recipiente el alimento balanceado de mi gato Félix Jesús, ausente esa noche con aviso, pero que volvería antes de mi regreso demandando comida y silencio.
Media hora después del llamado de Edmundo Cárcano estaba cruzando la ciudad a la velocidad de un patrullero transportando la grande de mozzarella desde la pizzería hasta la seccional, una Buenos Aires con muy poco tránsito que abandoné por la autopista del sudeste rumbo al sudeste, a la costa más lejana de la provincia, y en esa costa un pueblito, en rigor una villa conformada por no más de una docena de casas alineadas frente a una playa ventosa y sin vegetación, puro médano y mar, llamada Mediomundo.
El nombre se lo puso el agente inmobiliario que loteó estas soledades porque el tipo es pescador pero no de caña; usa redes para capturar pesca variada y cocinar unas cazuelas con las que tienta a los pocos turistas que por equivocación o despiste aparecen por estas playas, me ha explicado Cárcano, para quien el lugar debería llamarse Culodelmundo. El agente inmobiliario tiene un bar en la playa que precisamente ha bautizado «Pesca variada»; se llama Perdía, como el dirigente montonero, y es quien en la mañana ventosa y helada del cinco de octubre me dice que no lo puede creer, si ayer mismo estuvo aquí comiendo besugo y tomando un tempranillo, cómo es posible que ahora esté muerto. Pobre Edmundo, dice por Cárcano, mi amigo, asesinado de un tiro a quemarropa disparado desde un metro de distancia, lo que por lo menos desalienta la hipótesis de suicidio con la que insiste el oficial que acaba de llegar desde Bahía Blanca.
Ni rastros —en la sencilla pero preciosa casa que construyó Cárcano con los ahorros del buen sueldo que ganaba en la compañía petrolera— de la rubia casi adolescente y casi tan preciosa como la casa, de la que dijo estar enamorado y con quien había planeado habitar ese nido frente al mar. Ni un lápiz de labios, ni un tampón, ni una toallita higiénica, mucho menos lencería o cepillo de dientes. Podría decirse que no había nadie viviendo o visitando a Cárcano en su refugio marítimo, y es lo que dice el inspector, comisario o agente de tránsito de la Bonaerense que muy a su pesar viajó esta tarde a Mediomundo para hacerse cargo de lo que califica como «desgraciado evento».
—Si lo llamó a usted a medianoche es porque probablemente estaba mal, la gente grande se deprime a ciertas horas —aventura el cana, que con poco más de treinta años ya tiene su olfato de sabueso estropeado por la plata dulce que gana con las coimas del juego y la prostitución.
Le pregunto si no va a tomar por lo menos las huellas dactilares que pueda haber en el lugar, me dice que van a venir los de la policía científica pero recién mañana o pasado. Estamos sobrepasados de trabajo, se ufana sin bajar la mirada, y de inmediato tomo conciencia de que si Edmundo Cárcano reclamara justicia por haber muerto asesinado no podría esperar nada de este burócrata, arrancado de su jurisdicción por el llamado de un amigo de la víctima hace ocho largas horas; un amigo que antes había conducido por otras seis eternas horas para no ponerse el auto de sombrero, y que apenas llegó se arrepintió de su mesura, de no haber pasado nunca la velocidad máxima permitida, de haber viajado cantando a coro con Lucila Davidson en la radio, dándose hasta el lujo de cerrar los ojos por algunas decenas de metros de autopista para imaginarla a su lado, los dos frente a una callada multitud de fans de la Davidson, arriba del escenario y cerrando los ojos de puro placer como en la autopista, de ensoñada lujuria aunque el auto mordiera más de una vez las banquinas, feliz, olvidado de por qué viajaba solo a un remoto villorrio marítimo en el sudeste de la provincia.
Me di cuenta de que había llegado tarde cuando abrí la puerta de la coqueta casa de mi amigo y lo encontré tirado en un charco de sangre. Había amanecido media hora antes, aunque sin tocar el cuerpo supe que Cárcano no alcanzó a ver siquiera un resplandor del nuevo día.
La casa estaba ordenada y limpia, como era habitual en mi amigo, para mi gusto un tipo pulcro hasta la exageración. Ni un armario abierto, nada en el piso excepto su cadáver. El asesino parecía haber entrado allí sólo para cumplir con su trabajo, sin forzar la puerta ni alguna ventana. Cárcano debió conocerlo y tener la suficiente confianza para permitirle entrar; tal vez cuando me llamó esa noche el tipo ya estaba ahí, apuntándole a la cabeza.
No era de andar en negocios peligrosos. En los últimos tiempos se le había dado por delirar con un proyecto para producir combustibles a partir de cereales, algo en lo que estuvo trabajando duro para encontrar un modo de producción económico y posible. Si hasta había conseguido un mecenas, un banquero que decidió apoyar primero sus estudios de investigación y luego la pequeña empresa, en realidad una cooperativa de la que Cárcano era presidente y secretario, formada por ratas de laboratorio, tipos con la obsesión de cambiarles la cara a las moléculas de lo que se les pusiese a tiro, de armar nuevos mundos con los rezagos del existente, de complicarse la vida, en suma, para demostrarle a la indiferente Humanidad que, si bien hemos hecho del planeta Tierra un lugar peligroso para vivir, estamos a tiempo para salvarlo.

La hija de Cárcano, a la que llamo para darle la noticia, tiene la edad de la novia desaparecida, y aunque llora al otro lado de la línea admite que temía un desenlace como éste.
—Desde que abandonó a mamá por esa pendeja empezó a meterse en cosas raras —dice Isabel entre hipos y sollozos, con la indignación intacta por el traspié del viejo cuya verde devoción estalló según ella como una bomba de profundidad en el seno del hogar dulce hogar—. Descuidó el trabajo, treinta años en la compañía, el año próximo iba a jubilarse, le iban a dar una medalla de oro, la compañía le pagaría un adicional para compensarle la jubilación de mierda que le toca por haber aportado toda su vida. Si hasta habían planeado viajar a Italia, a la casa natal de los abuelos en Bolonia.
Llora Isabel durante tres pesos con cuarenta y dos centavos de la comunicación de larga distancia. Desde la cabina pública veo la costa, el frío y sereno anochecer en la playa desierta, y pienso que también me habría gustado tener mi refugio en un lugar como éste.
—¿En qué «cosas raras» se metió tu viejo? —pregunto cuando el llanto amaina.
Vacila Isabel al otro lado de la línea, en Buenos Aires, aspira los mocos, suspira.
—Tendríamos que vernos. No me fío de ningún teléfono en este país de alcahuetes donde la mitad de la población escucha y espía a la otra mitad.
—Está bien, pero avisále a tu mamá, van a enterrarlo en Bahía Blanca.
Se me ahoga la voz cuando menciono el entierro de Edmundo, muerto en Mediomundo, una playa del culo del mundo que no existe en ningún catálogo turístico, un tipo sin fisuras en lo que atañe a su amistad.
Nos conocimos en la milicia cuando había colimba, tiempos aquellos en los que al cumplir veinte años nos convocaban para servir durante un año a la patria cebando mate a los zumbos, limpiando los baños del casino de oficiales, saliendo a las calles en sórdidas madrugadas de golpes militares para asustar a los civiles. Edmundo y yo teníamos treinta y seis años cuando un general intoxicado ordenó invadir las Malvinas. Ya estábamos viejos para la guerra, que de todos modos se perdió, y sin embargo veinte años más tarde mi amigo plantó a Mónica por una rubia veinteañera que acababa de nacer cuando otro general rindió Puerto Argentino para evitar la muerte de miles de soldados y de paso la suya.
El tiempo adquiere dimensiones monstruosas, perfiles de sombras contra la luz rasante del atardecer. Si veinte años no es nada como dice la letra del tango, son demasiados cuando se encuentran dos vidas con tanta diferencia de edad como la de Edmundo y su rubia casi adolescente y ahora desaparecida. Todo el pasado, toda la memoria que uno carga como el camello sus jorobas, no existe para quien la única carga significativa y hasta agobiante es el futuro. ¿Cómo caminar juntos, entonces? ¿Hacia dónde ir? Cualquier dirección que se tome será un desgarramiento.
El sol acabó de abandonar esa playa que comparte con Monte Hermoso la singularidad de que el sol salga y se ponga sobre el mar. En vez de viajar cincuenta kilómetros hasta Bahía Blanca, me dispuse a pasar la noche en la casa del finado.
Hay decisiones que se toman en segundos pero de las que luego no nos alcanza la vida para arrepentirnos.

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