domingo, 5 de abril de 2015

Rainer Maria Rilke Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Guillermo de Torre.



EN Praga vieron la luz algunos de los más singulares espíritus de la literatura contemporánea en lengua alemana: Franz Kafka, Gustav Meyrink, Franz Werfel, Max Brod. En la misma ciudad nació Rainer María Rilke el 3 de diciembre de 1875. Pero aunque la atmósfera poética y legendaria de la ciudad del Golem —el fantasma rabínico que ambula por las calles del ghetto— tenga lejanos reflejos en la obra rilkeana, ésta y él espíritu de su creador son supranacionales, europeístas. Rilke encarna en un momento dado —por sus desplazamientos continuos, por sus amistades internacionales, por su don idiomático y la versión de su obra a diversos idiomas— el tipo del intelectual europeo, del «buen europeo», evadido de los nacionalismos asfixiantes, sin ataduras fronterizas, que postulaba Nietzsche. Precisamente, yo he pensado si su creciente y avasalladora gloria póstuma no le vendrá en buena parte de esta condición de símbolo europeísta —fraguado cuando por lo mismo que tal ideal se sentía muy en peligro, pero no deshecho, era posible entregarse a él utópicamente— tanto o más que por su cualidad de lírico puro. Si bien la segunda hipótesis es asimismo plausible, con alguna restricción. Pues el asombro que a veces manifiesta el mundo ante un gran poeta ¿no será una forma de remordimiento más que de admiración?
En todo caso, la vida de Rilke, no vulgar, cierto es, pero tampoco constelada de peripecias extraordinarias, nos ha sido descrita tan larga y beatamente, con tal fervor y minuciosidad por sus numerosos biógrafos y exégetas —en particular por J. F, Angelloz (R. M. R. L’évolution spirituelle du poète)— que al reducirla ahora a algunos datos y fechas desnudas, tememos que se volatilice. Y esta vida, sin embargo, está tan íntimamente ligada al secreto y al encanto de su obra, que fuerza es considerar ambas conjuntamente. Pues Rilke mismo, a semejanza de su venerado Kierkegaard, había hecho de su vida una experiencia, «un ensayo definido y voluntario de existencia poética». Y para él «crear ante todo, era crearse».
Antes que Praga, ciudad a la sazón bajo el dominio austríaco, donde vivió sus primeros años, y a la que luego no ahorró ironías, su verdadera patria, como la de muchos poetas, era su infancia. «Porque tal vez —escribió Rilke ya maduro— no se es de ningún país, más que del país de su infancia». Procedía —aunque este abolengo haya sido discutido— de una antigua familia corintia y no estaba exento de ciertas ínfulas genealógicas, lo que se tradujo no en su obra —orientada parcialmente a exaltar la humildad, la pobreza— sino en su predilección por ciertos medios y amistades aristocráticas. Rilke, enteramente desasistido de fortuna, realizó él milagro de vivir casi como un príncipe. Cierto que, al cabo, su máximo lujo fue —líricamente— la soledad.
A los diez años fue destinado por su familia a la carrera militar, que en modo alguno se acomodaba con sus gustos y aptitudes. De ahí los cinco años amargos —y su impronta imborrable—, desde 1886 a 1891, que hubo de pasar en las escuelas de cadetes de Sankt-Pôlten y de Weisskirchen. Después abandona esas academias, inicia vagos estudios, nunca terminados, y comienza a escribir y a viajar, yendo en primer término a Munich y a Berlín. A los diecinueve años publica su primer libro en verso —luego repudiado— Vida y canciones. Siguen luego Ofrenda a los lares y éste de rótulo chocante: Las achicorias salvajes, cantos ofrecidos como regalo al pueblo, que en efecto distribuyó gratis, pues la influencia de Tólstoi hacía furor entonces. Y otros libros continúan regularmente: Corona de sueño, Adviento, Para festejarme. Por las mismas fechas, bajo la influencia evidente de Maeterlinck, publica algunos dramas, sin mayor relieve en él conjunto de su obra: Sin presente, La princesa blanca, La vida cotidiana. Además, dos tomos de cuentos y novelas cortas: Al hilo de la vida, Dos historias de Praga. Producción de tanteo toda la anterior, que luego Rilke superó y con la que cierra su primera etapa. Por algo escribió años más tarde que los versos deben ser el fruto de la experiencia y no del sentimiento.
Luego pasa las fronteras y va a Italia, recalando en Viareggio y en Florencia. Son después de dos meses en Moscú —acompañado por Lou Andréas-Salomé, la que había sido prometida de Nietzsche—, adonde vuelve el año siguiente, recorriendo la Rusia meridional, aprendiendo él idioma, y rindiendo una visita a Tolstoi en Iasnaia-Poliana. Estos dos viajes fueron un acontecimiento capital en la vida errabunda de Rilke. «Rusia —escribiría luego— fue, en cierto sentido, la base de mi experiencia y de mi receptividad, del mismo modo que a partir de 1902 París fue él substrato de mi actividad creadora». Otro viaje y otra influencia marcan asimismo una honda impronta en su espíritu: El conocimiento de Suecia y Dinamarca, con la lectura de Hans Peter Jacobsen, haciendo de Niels Lyhne su libro de cabecera.
Reside, a comienzos de siglo, en una colonia de artistas, instalada en Worpswede, en las landas de Luneburgo, cerca de Bremen. Habitaban allí varios pintores jóvenes, luego famosos, como Otto Modersohn y Paula Becker. También una joven escultora, Clara Westhoff, con la cual Rilke se casa en 1901. Fue un intento de romper su innata e incorruptible soledad, al que pronto renunció, pues él resto de sus días siguió viviendo sólo, aunque mantuvo las mejores relaciones y una constante correspondencia con su mujer. En aquél mismo año abre Rilke la segunda época de su producción, ya más cernida y personal, con El libro de horas donde aparecen los ternas místicos, su nostalgia de Dios, seguido por El libro de imágenes.
En 1902, atraído por Rodin —su mujer había sido discípula del gran escultor— llega a París, para escribir sobre él una monografía crítica, sirviéndole unos meses de secretario. Rememorando luego sus primeras visitas a Rodin, confesaba Rilke en una carta: «No llegué hasta usted solamente para hacer un estudio; era para preguntarle: ¿Cómo hay que vivir? Y usted me respondió: Trabajando. Lo comprendo bien. Siento que trabajar es vivir sin morir». En París, profundizando en su soledad, hecha de ansias y expectaciones irresolutas, comienza Rilke a componer él que había de ser su libro capital y más famoso: Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, que sólo terminó y dio a la estampa en 1910. En prosa había dado antes otro libro significativo: las Historias del Buen Dios. Sucesivos viajes le llevan otra vez a Venecia —con Eleonora Duse—, a África del Norte, a España. Y en ésta, dos ciudades le imantan particularmente: Toledo y Ronda. Pasó por Madrid, por el Prado, «para saludar al Greco con entusiasmo, a Goya con asombro, a Velázquez con toda la cortesía posible». Así escribe en una carta a la princesa de Thurn y Taxis, en cuyo castillo de Duino, cara al Adriático, cerca de Trieste, pasó algunas temporadas y donde comenzó otra de sus obras capitales: las Elegías de Duino. Después de la guerra —durante su transcurso, y aunque vivió obligado a permanecer en Alemania, no mostró hacia ella la menor adhesión, ya que en él fondo se consideraba «más latino que germánico»— dirígese a Suiza, errando por sus diversas ciudades, hasta encontrar un reposadero definitivo en él castillo de Muzot, que un amigo habla comprado para él. Tratábase, en realidad, de un caserón señorial, pero destartalado, «terriblemente solo —escribe Paul Valéry, quien le visitó allí— en un vasto panorama de montañas bastante tristes», quedando asombrado de «semejante abuso de intimidad con él silencio».
Corta con algunas escapadas a París sus reclusiones en Muzot. Allí escribe las dos obras que marcan la cima de su evolución poética: los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino, comenzadas diez años antes. En francés publica una pequeña serie de poemas, Vergers y perfila traducciones de Valéry: Eupalinos y sus poesías. De este idioma había también vertido El centauro, de Maurice Guérin, y La vuelta del hijo pródigo, de André Gide.
Por cierto que él capítulo de sus traducciones merecería más amplia mención, y no sólo como un complemento bibliográfico, sino para subrayar su plurílingüismo y la línea afín de sus preferencias a través de muchas literaturas. La devoción por un autor llevábale a aprender su lengua. Así —al igual que nuestro Unamuno— aprendió el danés para traducir a Kierkegaard; asimismo el ruso para verter a Dostoievsky y Pushkin. Otras de sus restantes traducciones fueron las Cartas de Mariana Alcoforado y los Sonetos de la portuguesa, por Elisabeth Barret-Browning.
Su muerte acaece al comenzar la plena irradiación de su obra, el 29 de diciembre de 1926. Un día, recogiendo rosas para ofrecer un ramo a una amiga que le había anunciado su visita, se hirió con una espina. El pinchazo le ocasionó una infección, complicada con una leucemia. «Quien había cantado —glosa Angelloz— la grandeza de la mujer y la belleza de la rosa, perecía por el pinchazo de una rosa, cogida para una mujer. Por doloroso que sea, este fin era el que Rilke hubiera podido escoger para morir de su propia muerte». Y otros recuerdan cómo Rilke, en sus últimos días, al negarse a las inyecciones que pretendían administrarle, exclamaba: «No; déjenme morir de mi propia muerte. No quiero la muerte de los médicos».
La idea de la «muerte propia» es por lo demás no sólo una obsesión rilkeana; ha sido reconocida como uno de los leit-motivs que señorean su obra. Su precedente está en Jacobsen, quien había escrito: «Yo creo que todo hombre vive su vida propia y muere su muerte propia». En su Libro de horas Rilke acertó así a poetizar esta idea: «¡Oh, Señor!, da a cada uno su muerte propia. — Una muerte que derive de su vida, — en la cual hubo amor, comprensión, y desinterés. — Pues sólo somos la corteza y la hoja. — Y la gran muerte que cada uno lleva en sí — es el fruto en torno al cual todo gravita».
Los restos del poeta fueron depositados en él cementerio de Rarogne, en lo alto de una cumbre, casi en las nubes, y en su tumba fue grabado este epitafio que él mismo habla compuesto: «Rosa, ¡oh, pura contradicción!, voluptuosidad de no ser el dueño de nadie bajo tantos párpados». Pero ya antes, en la primera página de los Cantos del alba había estampado un poema que resume auténticamente el sentido de su vida: «Ésta es la nostalgia: habitar en las nubes — y no tener nunca patria en él tiempo. — Y éstos son los deseos: diálogo en voz baja — de la hora cotidiana con la Eternidad. — Y ésta es nuestra vida: una hora solitaria — entre todas las horas se eleva desde la víspera; — una hora que sonríe de modo diferente a sus hermanas — y se calla ante lo eterno».
En cuanto al hombre, quienes mejor le conocieron, desde Rudolf Kassner a Paul Valéry, desde su traductor francés Maurice Betz (Rilke vivant) hasta Edmond Jaloux (Rainer Maria Rilke), más el testimonio muy valioso de las mujeres que frecuentó (pues parecido en esto, y en su nomadismo, a Lawrence, Rilke no podía vivir sin sentir la atmósfera de la mujer y en ellas dejó una estela admirativa), como la princesa de Thurn y Taxis, Lou Andréas-Salomé, Monique Saint-Hélier, Katherina Kippenberg, la mujer de su editor, nos han dejado de él imágenes parejas, saturadas de fervor. De todo ese material devoto colegimos la imagen de un Rilke humanamente sencillo, modesto (Superviene me ha referido que estuvo hablando con él en una reunión, durante una hora, sin identificarle hasta más tarde) pero deslumbrante, cuya seducción personal —hecha de distinción, extremada cortesía y lirismo envolvente— igualaba o superaba la de su obra. Léanse, en comprobación, estos perfiles trazados por Edmond Jaloux: «Comprendí mejor a Malte Laurids Brigge cuando vi a Rainer María Rilke, con su rostro alargado bajo una hermosa frente, con su esbelta talla menuda, sus ojos claros y pensativos, su cortesía, de gran estilo que hacía de él un hombre de otra época. Llevaba con él su atmósfera propia, lo que significa que una hora pasada con Rainer María Rilke, como una hora pasada con Prourf, no se parece en nada a una hora transcurrida con otro hombre, aunque fuese de tan gran inteligencia o igual talento. Cuando comencé a hablar con Rilke me pareció que era la primera vez que hablaba con un poeta. Quiero decir que los demás poetas a quienes me había acercado, por grandes que fuesen, no eran sin embargo poetas más que por él espíritu; fuera de su labor, vivían en el mismo mundo que yo, con los mismos seres; mi sorpresa al escucharlos sólo era de orden intelectual. Pero Rilke, a medida que discurría, me introducía en un universo que era el suyo, y en él cual sólo se me admitía a penetrar por una especie de milagro. Bajo sus palabras nació lo feérico, lo fantástico; con él me evadía, en fin, del infierno de la lógica, del laberinto de lo posible».
Emociona la devoción y aun la ternura —sin agregar nunca, siquiera como contraste, la menor sombra— con que hablan del hombre Rilke todos aquéllos que le trataron. Y análogo tono apologético prevalece en las numerosísimas críticas sobre su obra. Hablar, pues, de Rilke en otro tono más comedido y cauteloso, como estaríamos tentados de hacer —ya que cierto virtuosismo verbal, en que finca parte de su genio, se nos escapa—, parecería a estas horas poco menos que una irreverencia, un atentado a su gloria. Por lo demás, plenamente legítima o algo desmesurada, esta gloria confirma cierta finísima adivinación de Rilke, expuesta en unas frases suyas sobre Rodin: «Rodin era solitario antes de su gloria, y la gloria que vino le ha hecho más solitario todavía, pues la gloria no es finalmente más que la suma de todos los equívocos que se forman en torno a un nombre nuevo».
En todo caso lo que aquí nos corresponde señalar es cómo este casi endiosamiento, discreto y rigurosamente minoritario en vida del poeta, ha ido creciendo póstumamente hasta alcanzar dimensiones cada vez más vastas y apologéticas. La señal de partida fue dada por aquél cuaderno Reconnaissance à Rilke, publicado en París en 1926 por los Cahiers du Mois, y que constituía un florilegio internacional, pues tras los elogios de numerosos ingenios franceses, encabezados por Paul Valéry, seguían diversos testimonios de numerosos escritores de otros países. Continuaron luego apareciendo, tras la muerte de Rilke, libros de recuerdos personales, de minuciosa exégesis crítica; él ejemplo más acabado de este último género es la obra ya citada de Angelloz. En tal volumen exhaustivo la bibliografía registra no menos de una veintena de obras consagradas enteramente a Rilke —sólo en alemán y en francés—, amén de docenas de artículos. Por cierto que la tarea de consignar las aportaciones rilkeanas en nuestra lengua —particularmente las de América, muy numerosas—, incorporándolas a tan copioso repertorio, aún está esperando su bibliógrafo entre nosotros. En la mayor parte de los casos se trata de traducciones —más bienintencionadas que felices—, salvo algunas excepciones, tales como las realizadas por Marcos Fingerit (Poemas de la pobreza y de la muerte, Antología), Carlos Mastronardi, L. di Lorio, A. J. Battistessa, en la Argentina; I. Pino Saavedra (Poesías) en Chile; Emilio Oribe, Carlos Benvenuto, Juan Carlos Weigle, en el Uruguay; esto por lo que concierne a la obra poética. Eduardo García Maynez, en México, nos ha dado una versión de la Melodía del amor y la Muerte del Corneta Cristóbal Rilke, librito que ya había vertido asimismo al castellano, años atrás, entre nosotros, Luis Saslavsky; las ediciones Hipocampo de La Plata han publicado recientemente una selección narrativa bajo el título Los sueños y otros relatos; él Instituto de Estudios Germánicos de Buenos Aires editó las admirables Cartas a un joven poeta, traducidas por Guillermo Thiéle y L. di Lorio. Y en cuanto a los comentarios críticos, cabe recordar, en primer término, diversos artículos de Azorin, un ensayo de Antonio Marichalar, en España; un prólogo de Xavier Vulaurrutia, en México; y en la Argentina sendos comentarios de Carlos Astrada, José Blanco y Marcos Victoria.
¿Acaso la poesía en sus últimos, en sus más puros reductos, no tiene algo de esencialmente inefable, de fatalmente incomunicable? Pero Rilke, como todo creador afortunado, posee entre sus numerosos libros una obra clave, cuyo encanto es pluralmente asequible, a cambio de la penumbra en que hayan de permanecer —confinadas por la incomunicabilidad de toda poesía, y particularmente de la tuya, al cambiar de lengua— ciertas magias, ciertos misterios no revelados de otras obras. Y esta obra es Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. El protagonista habíase presentado a su imaginación, cuando hizo el viaje a Escandinavia, evocando la figura del joven escritor noruego Sigbjörn Obstfelder, muerto prematuramente. ¿Se trata, empero, de una autobiografía simbólica, como algunos han pretendido, con trasposición de personaje? Angelloz lo niega. El caso, con todo, es que en Malte hay mucho de Rilke, y que precisamente las partes del libro que más nos afectan son aquellas en que el autor se escapa de las pequeñas fabulaciones novelescas y da rienda suelta a su agudeza introspectiva. Sobre todo, cuando combina sus exploraciones del mundo interior con las visiones del mundo circundante. En este sentido, la visión rilkeana de París, por desolada e infrecuente, impresiona. Revela una sensibilidad desollada, «familiar de lo inefable», como él mismo escribió en un poema, abierta al misterio de los seres y las cosas más oscuras. Y, como siempre en toda efusión rilkeana, la presencia del misterio indiscernible, la presencia de la muerte, planea sobre él libro. Esta idea de la muerte, unida al estado de angustia que hay en su génesis, determina que muchos hayan buscado un enlace de Rilke con la filosofía existencial. Advirtamos, sin embargo, que no es en los Cuadernos sino en las Elegías de Duino donde cabe notar plenamente esa relación. Se cuenta que al leer esa última obra Heidegger reconoció cómo en sus páginas él existencialismo había alcanzado su más feliz expresión poética.
Mas puntualizar los temas que se despliegan o se entreveran caprichosamente en estos Cuadernos exigiría un análisis más dilatado. Señalemos únicamente una de sus más profundas ideas poéticas: él amor sin respuesta de las que él llamó «las grandes infortunadas». El amor de ciertas mujeres excepcionales, que se nutre de sí mismo; mujeres que crean y fomentan su pasión por encima del sujeto amado. De ahí la devoción de Rilke por mujeres como una Gaspara Stampa, una Mariana Alcoforado, cuyo nombre vuelve con frecuencia en muchos de sus escritos. «Ser amada quiere decir consumirse en la llama. Amar es irradiar una luz inextinguible. Ser amada es pasar, amar es durar» —escribe Rilke—. «He podido experimentar que me erais menos querido que mi amor», llegó a escribir heroicamente la monja portuguesa en una dé sus cartas a Chamilly. Unamuno la apellidó «mustia flor del tiesto conventual», viendo en ella un singular caso de donjuanismo femenino. La prolongación de esta idea rilkeana, la transferencia a ciertas grandes enamoradas de la virtud donjuanesca —en su pura dimensión espiritual, aclaremos—, abre perspectivas intactas a un tema que parecía harto exprimido.
Hay un rasgo singular en la personalidad de Rilke que ya habrá advertido quizás el lector, pero que merece ser subrayado objetivamente: su puro esteticismo, su alejamiento deliberado de los rumores del mundo en pugna. Y en este aspecto se le ha comparado oportunamente con Proust, quien habiendo alcanzado las congojas del tiempo bélico, por sus raíces y por la atmósfera de su obra se mantuvo ajeno a él. Por ello no debe extrañarnos que un historiador, Arthur Eloesser (Contemporary Germán Literature), califique a Rilke como un tardío sobreviviente del romántico individualismo. En el caso de Rilke las delimitaciones cronológicas, las clasificaciones de tendencias no son lo que mejor puede definirle. Con todo, recordemos que según Ricarda Huch, historiadora del romanticismo alemán, los tres caracteres de una vida típica de poeta romántico son: ausencia de familia, ausencia de patria, ausencia de profesión. Rilke encarna cabalmente esos tres caracteres.
En relación con otras grandes figuras poéticas de su época y de su lengua, Rilke sólo podría relacionarse con Stefan George. Pero éste quedó siempre algo prisionero en su esteticismo simbolista y en su patria. De suerte que la relación de ambos poetas es casi puramente cronológica. Más cerca, por encima del espacio y del tiempo, está Rilke de ciertos grandes poetas iluminados: un Novalis, un Blake, un Rimbaud.
El autor de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge reencarna en nuestro tiempo casi un mito: el poeta inspirado —para él hay que superar el miedo a esta palabra— que habiendo escrito un día sus dos primeras Elegías, tardó diez años en encontrar la inspiración para terminarlas en doce días; él solitario, al acecho de las voces misteriosas; el escritor menos «voluntario» —en él sentido que da a esta palabra otro gran poeta, Juan Ramón Jiménez— que sólo consideraba posible escribir cuando este deseo —según aconsejó a Kappus en las Cartas a un joven poeta— hundía sus raíces en lo más profundo de su ser. Tales cartas desprenden, por lo demás, en varios pasajes, una sutilísima lección estética, y en ellas se lee esta frase que debiera grabarse en el pórtico de toda crítica: «Una obra de arte es buena cuando ha nacido de una necesidad. Se juzga por la naturaleza de su origen. No hay otro juez».
GUILLERMO DE TORRE

Buenos Aires, abril de 1941.

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