domingo, 22 de marzo de 2015

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. Ensayo.


Este ensayo propone un recorrido por la evolución de la novela en Latinoamérica, desde el descubrimiento del continente hasta nuestros días. Quienes emprendan esta ruta hallarán en ella a las grandes figuras de la novela latinoamericana y sus temas constantes: la naturaleza salvaje, los conflictos sociales, el dictador y la barbarie, la épica del desencanto, el mundo mágico de mito y lenguaje y, sobre todo, su vocación de canibalizar y carnavalizar la historia, convirtiendo el dolor en fiesta, creando formas literarias y artísticas entrometidas unas en las otras, como lo son las de Borges, Neruda y Cortázar, sin respeto de reglas o géneros.
Fuente: N.N.

PD: es de lamentar que el escritor Carlos Fuentes en sus 363 páginas, no le dedique  ni tan siquiera un renglón a nuestra Literatura Centroamericana. ¿Será que no existimos para el resto de Latinoamérica?



(Frgamento).
16. El post-boom (1)


1. Una nueva narrativa suramericana: La ciudad


La gran liberación poética del lenguaje le da alas a una prosa imaginativa, renovadora y al cabo, poética en el sentido de fundar la realidad mediante la palabra. Rulfo, Borges, Carpentier, Asturias, Onetti, Lezama Lima, encarnan lo que podríamos llamar el pre-boom hispanoamericano: media docena de autores. Seguiría el boom con una docena y hasta veintena de escritores. En seguida, se ampliaría el radio al post-boom, el mini-boom, incluso el anti-boom, hasta contar con un buen centenar de excelentes novelistas en español, de México al Río de la Plata.
Un hecho notable es la floración de mujeres escritoras. Otro, el desplazamiento del campo antiguo a la ciudad moderna. Otro más, la variedad de estilos, tendencias, argumentos, referencias y opciones. No se puede hablar hoy de una sola escuela literaria, realismo socialista o realismo mágico, novela sicológica o novela política, artepurismo o compromiso. Las categorías del debate anterior han sido superadas por dos cosas que definen en verdad a la literatura: La imaginación y el lenguaje. El signo de la novela hispanoamericana es la variedad —una variedad tan numerosa como el tamaño de nuestras ciudades. Mi ciudad, México, brincó en mi propia vida de un millón a veinte millones de habitantes, y Santiago de Chile, Lima, Caracas y Sao Paulo: trepando por los cerros, invadiendo los llanos, escondiéndose en las atarjeas, la urbanidad latinoamericana es el escenario virtual o patente de la novela actual—, dejando atrás la novela agraria o rural que va de Gallegos a Rulfo.
Escojo, sin embargo, como ciudad emblemática a Buenos Aires. No es tan antigua como México (fundada por los nahuas inmigrantes en 1325) ni tan importante como lo fueron Lima o Quito en la era colonial. Es, sin embargo, la ciudad moderna (o lo fue hasta hace poco) que nació gracias a la inmigración europea, el comercio del interior y el trasatlántico, la veloz urbanización con criterio estético —plazas, avenidas, edificios públicos— y la animación cultural con teatros, cines (la calle Lavalle), librerías, ateneos, universidades.
Ciudad/ciudad, Buenos Aires nos permite observar con intensidad al tema de la urbe en Latinoamérica, que ya traté en relación con Borges y Cortázar. Es natural y paradójico que el país donde la novela urbana latinoamericana alcanza su grado narrativo más alto sea la Argentina. Obvio, natural y paradójico. Después de todo, Buenos Aires es la ciudad que casi no fue: el aborto virtual, seguido del renacimiento asombroso. La fundación original por Pedro de Mendoza en 1536 fue, como todos saben, un desastre que acabó en el hambre, la muerte y, dicen algunos, el canibalismo. El cadáver del fundador fue arrojado al Río de la Plata. La segunda fundación en 1580 por Juan de Garay le dio a la ciudad, en cambio, una función tan racional como insensata fue la primera. Ahora, la ciudad diseñada a escuadra se convirtió en centro ordenado de la burocracia y el comercio, eje del trato mercantil entre Europa y el interior de la América del Sur.
Buenos Aires es un lugar de encuentros. El inmigrante del interior llega buscando trabajo y fortuna, igual que el inmigrante de las fábricas y los campos de la Europa decimonónica. En 1869, Argentina tenía apenas dos millones de habitantes. Entre 1880 y 1905, casi tres millones de inmigrantes entraron al país. En 1900, la tercera parte de la población de Buenos Aires había nacido en el extranjero.
Pero una ciudad fundada dos veces debe tener un doble destino. Buenos Aires ha sido una ciudad de prosperidad y también de carencia, ciudad auténtica y ciudad enmascarada, que a veces sólo puede ser auténtica convirtiéndose en lo que imita: Europa. Los argentinos somos europeos exiliados. Esto —o algo comparable— dijo Borges y confirmó Cortázar.
Y sobre todo Buenos Aires, ciudad, simultáneamente, de poesía y de silencio. Dos inmensos silencios se dan cita en Buenos Aires. Uno es el de la pampa sin límite, la visión del mundo a un perpetuo ángulo de 360 grados. El otro silencio es el de los vastos espacios del Océano Atlántico. Su lugar de encuentro es la ciudad del Río de la Plata, clamando, en medio de ambos silencios: Por favor, verbalícenme.
Construida sobre el silencio, ésta se convierte en una ciudad edificada también sobre la ausencia, respondiendo al silencio pero fundada en la ausencia. La paradoja es que Buenos Aires ha sido al mismo tiempo (o ha parecido ser) la ciudad más acabada de la América Latina, la más consciente de su urbanidad, la ciudad más citadina de todas. Aparentemente, digo, cuando se le compara con el caos permanente de Caracas, la gangrena de Lima o la mancha en expansión de México.
Mancha: La Mancha, hombres y mujeres de La Mancha, reino de Cervantes, escritores en español, ciudadanos de la mancha…
Sin embargo, la evidencia de la ciudad en obras de sueño y temática clásicamente urbanos, como el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, las novelas de Eduardo Mallea o los sicodramas coloridos y altamente evocadores de Ernesto Sábato, ofrecen menos contraste para entender la relación entre ciudad, historia y ficción que otras obras argentinas marcadas por lo que yo llamaría una ausencia radical. Éstas son visiones de una civilización ausente, capaces de evocar un devastador sentimiento de vacío, una suerte de fantasma paralelo que sólo habla en nombre de la ciudad a través de su espectro, su imposibilidad, su contrariedad. Buenos Aires, escribió Ezequiel Martínez Estrada, es la cabeza de Goliat con el cuerpo de David, que es la Argentina. Mucha ciudad, poca historia, pero ¿cuánta realidad?
¿Es el grado de la ausencia la medida de la ficción argentina? Ésta es la ausencia que Borges llena con sus fabulosas construcciones —Tlön, Uqbar, Orbis Tertius—, existentes sólo en la memoria de otras ciudades.
Escritores más recientes, en cambio, son incapaces de llenar el vacío. Su proyecto, acaso, consiste en dejar que la ausencia siga ausente. La única presencia es la de las palabras. La literatura, para estos autores, sirve para poner a prueba su materia misma, la palabra y la imaginación, en una sociedad devastada por el uso total, omnidevorador, de la violencia. Desaparecieron los argentinos. ¿Desapareció la nación? El escritor sólo puede responder sondeando estas ausencias a partir de su pregunta: ¿desaparecieron las palabras?
Las palabras, es cierto, fracasan a menudo en su intento de vencer la ausencia que se encuentra en la raíz de muchas historias argentinas. El descubrimiento, por ejemplo; la colonización; el destino de la población indígena. Borges crea otra realidad en nombre de la imaginación. A veces, inclusive, la olvida desesperadamente a fin de surtir las ausencias percibidas. Si no hay Yucatán y Oaxaca, entonces habrá Tlön, Uqbar y Orbis Tertius. Pero Héctor Libertella o Juan José Saer sólo pueden darnos la mirada de Pigafetta, el navegante de la expedición de Magallanes, como una botella arrojada al mar, y radicalizar la ausencia de los indios o, más bien, la ausencia del universo tribal, hermético y aislado, que constituye la otra civilización americana, en tanto que Abel Posse descubre, en sus novelas, que el descubrimiento de América es en realidad el encubrimiento de América. El escritor se impone la obligación de descubrir verdaderamente, a través de la imaginación literaria.
¿Puede sustituirse nada con nada más, y nada menos, que la palabra? Éste es el ejemplo más radical de la narrativa argentina, y nadie aborda mejor el tema que César Aira: «Los indios, bien mirados, eran pura ausencia, pero hecha de una cualidad exclusiva de presencia. De ahí el miedo que provocaban».
Y si Posse, Aira, Saer y Libertella nos inquietan porque su retorno lo es a la ausencia explícita de la naturaleza deshabitada, sus ancestros inmediatos, Adolfo Bioy Casares y José Bianco, no nos inquietan porque sus paisajes son más inmediatamente reconocibles o, sólo en apariencia, menos solitarios. En La invención de Morel de Bioy, la ausencia se presenta mediante un artefacto mental o científico, un aparato implacable, una especie de máquina imposible, como en las caricaturas de Rube Goldberg, cuya dimensión metafísica, no obstante, es funcionar como una memoria de devastadores reconocimientos primigenios, aunque su función científica, acaso, sea la de predecir (en 1941) la holografía láser. Se trata, al cabo, del reconocimiento del otro, el compañero, el amante, el enemigo, o yo mismo, en el espejo. En Sombras suele vestir de Bianco, la ausencia es una realidad paralela, espectral y profundamente turbadora, porque carece de la finitud de la muerte. Bianco nos introduce magistralmente en una sospecha: la muerte no es el final de nada.
No la muerte, sino una ausencia mucho más insidiosa, la de la desaparición, encuentra su resonancia contemporánea en las novelas de David Viñas, Elvira Orphée, Luisa Valenzuela, Daniel Moyano, Osvaldo Soriano, Martín Caparrós, Silvia Iparraguirre, Tomás Eloy Martínez y finalmente Matilde Sánchez. En ellos, asistimos a la desaparición no del indio, no de la naturaleza, sino de la ciudad y sus habitantes. Desaparece la cabeza de Goliat pero arrastra con ella a todos los pequeños honderos entusiastas, los davidcitos que no tienen derecho a la seguridad y al confort modernos, pero tampoco a la libertad y a la vida. La metrópoli adquiere la soledad de los llanos infinitos. La ciudad y sus habitantes están ausentes porque desaparecen, y desaparecen porque son secuestrados, torturados, asesinados y reprimidos por el aparato demasiado presente de los militares y la policía. La ausencia se convierte así en hecho a la vez físico y político, trascendiendo cualquier estética de la agresión. La violencia es un hecho.
Julio Cortázar previó la tragedia de los desaparecidos en su novela El Libro de Manuel, en el que los padres de un niño por nacer le preparan una colección de recortes de prensa con todas las noticias de violencia con la que tendrá que vivir y recordar al nacer.
Cortázar es quien más generosamente llena la ausencia de la Argentina en su gran novela urbana, Rayuela. En ella construye una anti-ciudad, hecha tanto de París como de Buenos Aires, cada una completando la ausencia de la otra. De esta anti-metrópolis fluyen los anti-mitos que arrojan una sombra sobre nuestra capacidad de comunicarnos, escribir o hablar de la manera acostumbrada. El lenguaje se precipita, hecho pedazos. En él, Cortázar observa la corrupción de la soledad convirtiéndose en violencia.
Cortázar le hace un regalo a nuestra conflictiva modernidad urbana. Más que un lenguaje, inventa un contra-lenguaje como respuesta a la anti-ciudad, de la misma manera que para combatir al virus maligno se inocula una porción del mismo, un doble mortalmente atractivo… El contra-lenguaje inventado por Cortázar requiere, como el cuerpo inoculado, la complicidad entre escritor y autor, una especie de creatividad compartida. Un lenguaje capaz no sólo de escribir, sino de re-escribir y aun, radicalmente, de des-escribir la historia moderna de Latinoamérica.
El concepto crítico y exigente que Cortázar se hace de lo moderno se funda en el lenguaje porque el Nuevo Mundo es, después de todo, una fundación del lenguaje. Sólo que es éste el lenguaje de otra ausencia, la de la vinculación entre los ideales humanistas y las realidades religiosas, políticas y económicas del Renacimiento. Con el lenguaje de la utopía, Europa traslada a América su sueño de una comunidad cristiana perfecta. Terrible operación de transferencia histórica y sicológica. Europa se libera de la necesidad de cumplir su promesa de felicidad, pero se la endilga, a sabiendas de su imposibilidad, al continente americano. Como la felicidad y la historia rara vez coinciden, nuestro fracaso histórico se vuelve inevitable. ¿Cuándo dejaremos de ser un capítulo en la historia de la felicidad humana, no para convertirnos, fatalmente, en un capítulo de la infelicidad, sino en un libro abierto del conflicto de valores que no se destruyen entre sí, sino que se resuelven el uno en el otro?
Los grandes escritores de Iberoamérica nos proponen una contribución propia de la literatura. El lenguaje es raíz de la esperanza. Traicionar al lenguaje es la sombra más larga de nuestra existencia. La utopía americana se fue a vivir a la mina y la hacienda, y de allí se trasladó a la villa miseria, la población cayampa y la ciudad perdida. Con ella, de la selva a la favela, de la mina a la chabola, han fluido una multitud de lenguajes, europeos, indios, negros, mulatos, mestizos.
Cortázar nos pide expandir estos lenguajes, todos ellos, liberándolos de la costumbre, el olvido o el silencio, transformándolos en metáforas inclusivas, dinámicas, que admitan todas nuestras formas verbales: impuras, barrocas, conflictivas, sincréticas, policulturales.
Esta exigencia se ha convertido en parte de la tradición literaria hispanoamericana, de la Residencia en la tierra de Pablo Neruda cuando el poeta se detiene frente a los aparadores de las zapaterías, entra a las peluquerías y nombra a la más humilde alcachofa, a Luis Rafael Sánchez, capturado en un embotellamiento de tránsito en San Juan mientras se dirige a una cita amorosa, y en vez se ve obligado a depender de la radio FM de su automóvil y su flujo interminable, heracliteano, de radionovelas y sones tropicales: La guaracha del Macho Camacho. La relación entre la civilización y su ficción puede provenir de una presencia tan material y directa como las de Pablo Neruda o Luis Rafael Sánchez, o de una ausencia tan física como las de Tomás Eloy Martínez y Silvia Iparraguirre, tan metafísica como la de Bioy Casares, tan fantasmal como la de José Bianco, tan mortal como la de Luisa Valenzuela, tan irónica como las de Martín Caparrós, o tan esperanzadoramente crítica y creativa como las de Julio Cortázar, Tomás Eloy Martínez y Silvia Iparraguirre.
2. Iparraguirre ya había escrito un extraordinario relato, La Tierra del Fuego, en el que narra la historia de Jeremy Button, un indio de la Patagonia que es llevado a Inglaterra a fin de «civilizarlo»: lengua, ropa, maneras. Cuando regresa a su tierra natal a fin de educarla, Button se despoja rápidamente de los hábitos británicos y vuelve a ser lo que es y quiere ser: un patagón argentino.
Ahora, en El muchacho de los senos de goma, Iparraguirre cuenta tres historias a la vez separadas y entrelazadas. La de Mentasti, un profesor de filosofía en perpetua contradicción. La de la señora Vidot, capturada entre la nostalgia de la muerte y la pregunta: ¿Quién se va a ocupar de los gatos cuando yo me muera? Y la del joven protagonista, Cris, desconcertado entre la fascinación hacia «Renato» —el filósofo Descartes que le revela Mentasti—, las confusiones sexuales de la viuda Vidot y la necesidad de ganarse la vida vendiendo objetos inútiles: los senos de goma del título.
Buenos Aires es la protagonista abarcadora, madre y madrina y madrastra: «Barrios de millonarios y conventillos de anarquistas, grandeza arquitectónica cimentada en vacas… Acogedora y voraz, corrompida e inocente… Demasiado joven para ser definitivamente mala… Sólo en la contradicción se encuentra su forma». Iparraguirre describe a Buenos Aires. Describe, en su perfil más radical, a Lima, a Caracas, a la Ciudad de México.
Luisa Valenzuela es una escritora disfrazada de sí misma. Quiero decir: en sus novelas, ella siempre está presente. Si su escritura oculta a la escritura, ella se encarga de re-presentarse mediante breves ejercicios —intrusiones— filosóficos, ensayísticos, en apariencia un tanto ajenos a la ficción relatada. Es una trampa: Valenzuela gusta de hacerse presente en sus libros para que, en ese momento, la ficción misma se vuelva ausente y nos obligue a olvidarla por un rato y luego regresar a ella, no sin cierto sentido del pecado propio.
¿Por qué este complicado juego autoral? Pues porque el gran tema de Valenzuela es el secreto. En su Novela negra con argentinos de 1990, Valenzuela describe a personajes disfrazados. Todos son lo que son porque no son lo que parecen ser.
Resulta así que Valenzuela juega un juego de juegos. Ella, autora, se hace presente sólo para alejar al libro y a los personajes pero éstos, a su vez, detrás de sus disfraces, son portadores de un secreto. Es más: necesitan la intrusión autoral y su propio disfraz (que al cabo disfraza de autor mismo) para revelarnos la verdad de sus vidas, que no depende ni de la autoría de Valenzuela ni de sus personales disfraces.
La verdad es un secreto. El lenguaje es un poder entre lenguaje y verdad. Valenzuela ubica al secreto como la realidad real del poder. El yo pensante no es igual al yo existente. Entre ambos se cuela, por ejemplo, el sueño, que es «el sabueso del secreto». Se presenta, en el otro extremo, el lector, para el cual la novela es un secreto también, en la medida en que todo lector está, al mismo tiempo, presente en la lectura pero presente en la ficción.
Lo extraordinario de las novelas de Valenzuela es que el origen de sus ficciones es la realidad más inmediata y palpable de la Argentina durante una década (1979-1989). La escritora se exilió de una nación dominada y degradada (torturas, asesinatos, campos de concentración, desapariciones) por un elenco militar amparado, indiscriminadamente, por las políticas anticomunistas de la guerra fría, añadidas a las persecuciones de toda persona no adicta, aunque no lo dijese expresamente o porque no lo dijese, a la dictadura militar.
Valenzuela regresa a la Argentina en 1989 y no reconoce a su patria. La tiranía militar, el régimen bufo de Isabel Perón y el brujo López Rega, han deformado al país que Valenzuela dejó una década antes. Ella no reconoce a su patria porque su patria ha dejado de conocerse a sí misma. Valenzuela se une a una larga búsqueda no sólo de la nación perdida, sino de la nación nueva por encontrar. La realidad creada por la represión es una trampa que disfraza al país. Valenzuela responde con otra trampa para entrampar a los tramposos. Un lenguaje de significados múltiples, en contra del lenguaje de significado único de la dictadura. Un texto textilero, dice Valenzuela, texto-tela, visible, pero encubridor de los secretos que mejor escondemos: los secretos del cuerpo, sus enfermedades, sus manías, sus necesidades, lo más común.
Terrible manera de contestarle a una tiranía: has violado mi cuerpo, has torturado lo que nos es común a todos. El miserable cuerpo humano.
Añado que Valenzuela hace una clara ubicación del secreto en las clases dominantes de la Argentina y la obliga a conocer (aunque no sepa responder) a una pregunta: ¿Han sustituido ustedes a Dios por el secreto? ¿Es el secreto el Dios del poder? ¿Puede una novela ofrecerles un lenguaje sin poder, pero con nuevos significados: un lenguaje mariposa, volátil y colorido e inapresable?
3. Víctor —«no daré su apellido»— tiene ojos de ogro dopado. Es dueño de un olor primitivo. Es obsesivo, indolente. Su risa es un eco de catarros mal aireados. Habla con el falsete del engaño. Es ególatra y narcisista. Es ratero y goza de una feroz impunidad. Presume de sus experiencias. Son sólo el continuo repetir de los mismos incidentes. Quisiera ser el burlador. Es sólo el rey de las máscaras. No tiene experiencia: todo le ha ocurrido antes. Atrae la gratitud y el morbo, a costas de la vida. A él le interesan solamente todas las mujeres. Es dueño de una vulgaridad violenta. Es pedómano. No tiene el registro de la caricia. Su vanidad es infinita. Lo mueven la compulsión, la impunidad, la intolerancia. Es el apéndice de su propio sexo. La calle es el teatro de su ego. Es un genio peripatético. Está lleno de atributos que dejan al mundo indiferente. Es obsesivo e indolente. Sus manías carecen de empeño. Es tramposo. Presume de su talento de actor. Sólo obtiene papelitos de extra en el cine. Su placer exhibicionista sobrelleva todos los fracasos. Le basta con contemplar su impacto en las mujeres.
No es un simple tenorio: «es un varado en los salones de citas sexuales, sin husos horarios, un vagabundo de dos hemisferios». No es que lleve una segunda vida… Es el multiplicado de modo exponencial en una docena de nombres ficticios y direcciones de correo alternas y seriadas. Crea una dirección y una identidad, pesca a un par de pasajeras —la palabra les cuadra—, las visita durante su estadía y luego se esfuma… la dirección, el nombre, el personaje desaparecen, «es como si se mudara a la luna».
Pero todas son «la mujer de su vida». Quiere ser el caudillo, el patriarca de un «vivero de amantes». Una de ellas es la narradora de esta novela, Los daños materiales. Víctor la describe como corrupta, extorsiva, ludópata perdida, sidosa y adicta, «hablará de mi boca cariada… ladrona y avara, coprófaga, usurera, deudora morosa y, como autora de este libro, difamadora».
¿Prevé la narradora estos insultos de Víctor cuando él lea Los daños materiales? ¿Los ha sufrido ya y sólo los repite aquí? ¿O nunca dijo todo esto Víctor, son sólo injurias que la narradora le atribuye, con ganas de que Víctor las hubiera dicho?
En estas preguntas se cifra el misterio literario de esta novela. ¿Ella inventa a Víctor o es cierto cuanto aquí dice? Ella no le cree a Víctor en ningún momento. ¿Debemos nosotros creerle a ella? ¿Lo imagina ella o de verdad vive «el fragor de la cópula» con Víctor, colgada de una araña, de un ventilador, «penetrada en patadas aéreas»? ¿O es la narradora víctima de su propia pasión atávica, un «fósil cerebral», cazada como una fiera y dormida en la cama encadenada por y para la sumisión? ¿Quiere tener, acaso, el monopolio del agravio? ¿Por qué entonces pide perdón cuando sufre la mirada de odio exaltado… «dispuesto a prenderme fuego», de Víctor?
Pide un largo perdón por «la esclavitud de los pueblos africanos y la extinción de la nación Cherokee», a los Tonton Macoute pasando por Videla, Pinochet y Somoza: pide perdón, y le viene un ataque de risa, un «homenaje a la risa»: más que una risa, «un rugido de vitalidad». Acaso este rugido de la risa contenga la clave más profunda de Los daños materiales. Cierto o falso, vivido o recordado, lo que Matilde Sánchez cuenta es atroz: la vaciedad de la grandeza machista, el ridículo del Buco Cabrón. La autora no quiere adueñarse del «monopolio del agravio», quiere tocar «el fondo del fondo» antes de expulsarlo para siempre. Se pregunta si puede perdonar a quien no lo merece y si en ello no hay un elemento de auto-ironía. Manda a Víctor a los purgatorios de hospitales, morgues, salas de velorio. Entiende que a Víctor no le gusten todas; le gusta cualquiera.
¿Es ella «cualquiera»? ¿O posee el poder del cual carece Víctor: el poder de la literatura? Constancia de los hechos que Víctor, con todas sus crueldades, no puede consignar porque vive a la carrera, en el daño periódico, capturado en su figura pública, arrinconado, in extremis, a destruirse a sí mismo intentando destruir cuanto toca, como la cristalería de la madre de la narradora. Ésta, en cambio, puede abandonar a Víctor en una silla de ruedas, «castigo a la ubicuidad y la manía ambulatoria del personaje»: «Víctor no volverá a joder a nadie».
Mientras duerme, la narradora vive epifanías. Al despertar, las escribe (a sabiendas de que Víctor jamás se sentará a hacerlo). Pero como buena argentina, la narradora, que ha escrito el libro que aquí leemos, se lo cuenta todo a un siquiatra bonaerense, y la duda vuelve a asaltarnos: ¿le miente el siquiatra? ¿Nos ha mentido a los lectores?
Matilde Sánchez ha escrito varias novelas notables: La ingratitud, la primera obra (1990), El dock (1993), que va de la violencia política, a un pueblo perdido de la costa uruguaya con su pareja y un niño huérfano, y El desperdicio (2007) que es la historia de una Elena que es ella más cuatro pero al cabo es sólo una con el país de indigentes y cazadores de donde provino. ¿Bastan la amistad y el talento para sufrir la realidad?
4. En apariencia, Blanco nocturno de Ricardo Piglia es una novela policial, y esta vez las apariencias no engañan, sólo que Blanco nocturno, además de novela policial, es un drama familiar, una nueva radiografía de La Pampa, una novela que se sabe ficción y una narración radicada en sus personajes.
Radiografía de La Pampa: en el centro de un mundo que es puro horizonte, arrieros, troperos, domadores, chacareros, arrendatarios, temporarios que siguen la ruta de la cosecha, gauchos capaces de matar a un puma sin armas de fuego, sólo con poncho y cuchillo, gente sin más rango particular salvo el egoísmo y las enfermedades imaginarias, se mueven o permanecen, son visibles e invisibles, son la «materia» humana de una vasta tierra sin término.
Drama familiar. Sobre esta inmensidad natural, se levanta una naturaleza artificial: la industria, más exactamente la fábrica de la familia Belladona, el patriarca Cayetano, los hijos Luca y Lucio, las hermanas Ada y Sofía. El patriarca encerrado en sus dominios. Los hijos rivales, las muchachas liberadas, promiscuas, entregadas al placer, sobre todo si lo procura el extranjero, Tony Durán, puertorriqueño de Nueva York, llegando al pueblo de La Pampa, amante de las hermanas, elegante, dicharachero, perturbador, asesinado. Y hay la madre fugitiva, irlandesa, que huye en cuanto sus hijos cumplen tres años de edad.
Narración de personajes. A los de la familia propietaria se agregan, decisivamente, el abogado Cueto y el jefe de policía Croce. Éste lo sabe todo, escarba en todos los rincones, sabe que los demás saben que sabe, saber es su fortuna y su daño. Cuando sabe lo que nadie más sabe, se interna voluntariamente en un manicomio y observa la «Comedia Humana» que involucra al abogado Cueto y al supuesto asesino de Tony, el sirviente japonés Yoshio.
Novela policial. ¿Quién mató a Tony Durán? Las sospechas recaen sobre el japonés Yoshio, que es detenido y encarcelado. Sólo que Yoshio es ajeno al drama familiar que es el corazón de la trama, «The heart of the matter», diría Graham Greene, y no es fortuito que cite a Greene, cuyos «Entretenimientos» (A Gun for Sale, The Ministry of Fear) son intensas novelas morales disfrazadas de trama criminal. Pero ¿no es Hamlet una obra detectivesca en la que el príncipe de Dinamarca, asesorado por el fantasma de su padre, investiga y captura al criminal Claudio? ¿No es Los miserables una novela de detectives en la que el inspector Javert busca con celo rabioso al criminal Jean Valjean? No doy más ejemplos. Sólo sitúo a Piglia genéricamente y mucho más allá de cualquier reductivismo.
Novela que se sabe ficción. Parte de la armazón (y de la prosa) de Blanco nocturno son las notas numeradas a pie de página con las que Piglia refiere acontecimientos relacionados con la novela, introduce notas políticas, económicas, financieras, que enriquecen la trama sin entorpecer la narración. Este estilo propio del autor nos va guiando con sutileza por una República Argentina cuyo pasado no sólo ilustra su presente, sino, con otra vuelta de tuerca, nos revela la novedad del pasado.
Renzi. No revelo los misterios que tan hábilmente entrelaza Piglia si me refiero al personaje cuasi-narrador, el periodista Emilio Renzi, a quien ya conocimos como joven escritor en una novela anterior, Respiración artificial. Bisoño autor entonces, Renzi escribe la historia de las traiciones (y tradiciones, que a veces es lo mismo) de su familia antes de encontrarse con el protagonista de las mismas, su tío Marco Maggi. Lo cual remite al lector a la dictadura de Juan Manuel de Rosas y al cabo, al drama de la nación argentina: ¿por qué, teniéndolo todo, acaba por no tener nada? Otro «detective», Arozena, busca la respuesta a los enigmas. Al no encontrarlos él mismo, nos envía a Blanco nocturno con un Renzi periodista, envejecido, cínico, útil e inútil para la prensa, perdido para la literatura, salvado por la imaginación de Ricardo Piglia.
5. Hablando de mujeres, la actriz Eva Duarte protagonizaba en 1943 una serie radiofónica sobre mujeres célebres de la historia: María Antonieta, la emperatriz Carlota, Madame du Barry… Estos programas se anunciaban en la Biblia de la radiofonía argentina, Sintonía. Eran bastante atroces y la actriz era pésima. Tomás Eloy Martínez transcribe a la perfección sus parlamentos en la novela Santa Evita, «Masimiliano sufre, sufre, y yo me vuá volver loca!». Las películas de Eva Duarte no eran mejores; recuerdo haber visto una adaptación de La pródiga de Alarcón que, como anota Tomás Eloy, parece filmada antes de la invención del cine. Y en la portada de la revista Antena, Eva Duarte aparecía a veces con trajes de baño de mal corte, o disfrazada de marinero.
Así la conocí, de oídas, antes que al propio coronel Juan Domingo Perón, a la sazón ministro del Trabajo en el gabinete militar del general Edelmiro Farrel y rumorado, ya, como el poder detrás del trono. Cuál no sería mi sorpresa, al regresar a México en 1945, de saber que en 1944 Perón y Eva Duarte se habían conocido y que ahora, frente a las multitudes, interpretaban su propia radionovela, sin necesidad de imaginar, él, que era César, y ella, que era Cleopatra. La primera vez que los vi juntos en su balcón de la Plaza de Mayo, en el noticiero EMA, supe que de ahora en adelante, Eva Duarte y Juan Perón iban a interpretar a dos personajes llamados «Eva Duarte» y «Juan Perón», o como lo indica Tomás Eloy, dejaron de distinguir entre verdad y mentira, decidieron que la realidad sería lo que ellos quisieran: actuaron como novelistas. «La duda había desaparecido de sus vidas.»
Realidad y ficción. Se ha vuelto un tópico decir que en América Latina la ficción no puede competir con la realidad. Las novelas de Carpentier primero, de García Márquez y Roa Bastos en seguida, le dieron suprema e insuperable existencia literaria a esta verdad hiperbólica. No era —no es— posible, en este sentido, ir más allá de El otoño del patriarca y Yo el Supremo. Sin embargo, sigue siendo cierto que la novela difícilmente compite con la historia en Latinoamérica. Se ha citado una conversación que tuvimos García Márquez y yo a raíz de una increíble secuela de eventos latinoamericanos: Había que tirar los libros al mar, la realidad los había superado.
Tomás Eloy Martínez vuelve a los surtidores mismos de esta paradoja latinoamericana para recordarnos, primero, que en ella se encuentra el origen de la novela; en seguida, para someter la paradoja a la prueba de la biografía (la vida y muerte de un personaje histórico, Eva Perón); y finalmente, para devolver una historia documentada y documentable a su verdad verdadera, que es la ficción.
«El único deber que tenemos con la historia es re-escribirla», dice Oscar Wilde citado por Tomás Eloy. Y el propio autor argentino elabora: «Todo relato es, por definición, infiel. La realidad… no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo». Y si la historia es otro de los géneros literarios, «¿por qué privarla de la imaginación, el desatino, la exageración, la derrota que son la materia prima de la literatura?».
Walter Benjamin escribió que cuando un ser histórico ha sido redimido se puede citar todo su pasado, tanto las apoteosis como los secretos. Imaginemos, por un momento, lo que pudo ser la vida irredenta de Eva Duarte, nacida en el «pueblecito» de Los Toldos el 9 de mayo de 1919, hija natural, muchacha prácticamente iletrada que nunca aprendió ortografía, que decía «voy al dontólogo» cuando iba al odontólogo, obligada a aprender urbanidad básica, una Eliza Doolittle de la Argentina profunda, esperando al Profesor Higgins que le enseñara a pronunciar las «erres». En vez, la llevó a Buenos Aires, a los quince años, el director de una orquesta de tangos bufa, llamado Cariño, quien acostumbraba disfrazarse de Chaplin.
Al iniciarse el ascenso de Eva Perón, la oligarquía y las élites argentinas le opusieron el desprecio más feroz. «Esa mina barata, esa copera bastarda, esa mierdita»: a los ojos de sus enemigos sociales, Eva Duarte era «una resurrección oscura de la barbarie». En un país convencido —engañado— de ser «tan etéreo y espiritual que lo creían evaporado», la derrota —mediata e inmediata— de la oligarquía argentina y sus pretensiones por «la mina barata» es una de las mejores historias de venganza política de nuestro tiempo.
El arma histórica de la vendetta de Evita fue una sola: no perdonar, no perdonar a nadie que la humilló, la insultó, la golpeó. Pero su arma mítica fue mucho más poderosa: Eva Duarte creía en los milagros de las radionovelas. «Pensaba que si hubo una Cenicienta, podía haber dos.» Esto es lo que ella sabía. Esto es lo que ignoraban sus enemigos. Evita era una Cenicienta armada. La Argentina no era el olimpo europeo de la América Latina.
La Cenicienta en el poder. Por sórdida y naturalista que sea la historia de los orígenes y el ascenso de Eva Duarte, la acompaña desde un principio otra historia, mítica, mágica, hiperbólica. Los enemigos de Evita no vieron más que la novela naturalista, a lo Zola: Evita Naná. Ella se propuso vivir la novela novelada, a lo Dumas: Cenicienta Montecristo. Pero ni ella ni sus enemigos veían más allá de la Argentina culta, parisina, cartesiana, que las élites porteñas, con Victoria Ocampo y la revista Sur a la cabeza, le ofrecían al mundo.
¿Pues no vencía la ficción a la historia, la imaginación a la realidad, en un país donde los soldados de un campamento perdido en la Patagonia ponían seis o siete perros contra una pared, atados, formaban un pelotón y los fusilaban en medio de tiros errados, aullidos y sangre? «Lo único que nos entretiene acá son los fusilamientos.» Tomás Eloy Martínez recuerda, y describe, la afición de los militares argentinos por las sectas, los criptogramas y las ciencias ocultas, culminando con el reino del «Brujo» López Rega, eminencia gris de la siguiente señora Perón, Isabelita. Sólo a la fábula fantástica puede pertenecer el plan de un coronel argentino para asesinar a Perón: cortarle la lengua mientras duerme. Y Eva misma, cuando conoce a Perón en 1944, empezaba ya a practicar su vocación filantrópica manteniendo a una tribu de albinos mudos escapados de los cotolengos. Se los presenta a Perón. Están desnudos, nadando en un lago de mierda. Horrorizado, Perón los despacha en un jeep. Los albinos se escapan, perdidos para siempre en los maizales. ¿Realidad o ficción? Respuesta: La realidad es ficción.
Tomás Eloy lo admite: las fuentes de su novela son dudosas, pero sólo en el sentido de que también lo son la realidad y el lenguaje. Se filtran deslices de la memoria, verdades impuras. «A lo mejor no estaba sucediendo nada de lo que parecía suceder. A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado. No había vida, sólo relatos.»
Eva Perón, la Cenicienta en el poder, lo ejerció como la madrina de un cuento de hadas. Como un Robin Hood con faldas, lo daba todo, atendía a las inmensas colas de gente necesitada de un mueble, un traje de novia, un hospital. Argentina se convirtió en su Ínsula Barataria, sólo que el Quijote era ella y Sancho Panza su marido realista, jornalero, chato, sin el carisma que ella le dio, el mito que ella le inventó y que él acabó por aceptar e interpretar. Mítica, Eva Perón podía ser, sin embargo, tan dura como cualquier general o político. Pero esto era secundario al hecho central: Cenicienta no tenía que hacer malas películas y actuar en malas radionovelas. Cenicienta podía actuar en la historia y, lo que es más, verse en la historia. Tomás Eloy narra un maravilloso episodio en que Eva en la platea ve a Eva en la pantalla visitando al Papa Pío XII. La actriz frustrada va repitiendo en voz baja el diálogo silencioso entre la Primera Dama y el Santo Padre. Ya no es necesario actuar en los foros despreciados de Argentina Sono Film. Ahora el escenario es nada menos que el Vaticano, el Mundo… y el cielo. La historia perfecta, después de todo, sólo puede escribirla Dios. Pero imitar la imaginación de Dios es acceder, en la tierra, a su reino virtual. Santa Evita lo fue en vida: en 1951, una niña de 16 años, Evelina, le envía dos mil cartas a Evita, a razón de cinco o seis por día. Todas con el mismo texto, como se le reza a las Santas. Evita ya era en vida, como dice Ricardo Garibay de nuestra Santa Patrona Mexicana, la Virgen de Guadalumpen.
¿Cómo iba a soportar ese cuerpo, esa imagen, la enfermedad y la muerte? «Prefiero que me mate el dolor y no la tristeza», dice Eva Perón cuando su cáncer se vuelve terminal. A los treinta y tres años, la mujer poderosa, bella, adorada, caprichosa, filantrópica, la esposa de Perón pero también la Amante de los Descamisados, la Madre de los Grasitas, se hunde fatalmente en la intolerable muerte temprana, la joven parca se la lleva… Y la ficción que la rodea cada vez más se acentúa con la agonía. Su mayordomo, Renzi, retira los espejos de la recámara de la moribunda, inmoviliza las básculas en 46 perpetuos kilos, descompone los aparatos de radio para que ella no escuche el llanto de las multitudes: Evita se muere. Pero muerta, Eva Perón va a iniciar su verdadera vida. Ésta es la esencia de la alucinante novela de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita.
Un cadáver errante. El Dr. Ara, una suerte de Frankenstein criollo, se va a encargar de darle vida inmortal al cadáver embalsamado de Eva Perón. «Evita se había tornado tensa y joven, como a los veinte años… Todo el cuerpo exhalaba un suave aroma de almendras y lavanda… una belleza que hacía olvidar todas las otras felicidades del universo.» El toque final de la teatralidad del Dr. Ara es poner a la muerta flotando en el aire puro, sostenida por hilos invisibles: «Los visitantes caían de rodillas y se levantaban mareados».
Al caer Perón en 1955, los nuevos militares decidieron desaparecer el cadáver de Evita. Pero no lo incineraron, con lo fácil que hubiera sido quemar esos tejidos rebosantes de químicos: volaría en cuanto le acercasen un fósforo. El presidente en funciones ordena, en cambio, que sólo se le dé cristiana sepultura. Es un cuerpo «más grande que el país», en el que los argentinos han ido metiendo todos «la mierda, el odio, las ganas de matarlo de nuevo». Y el llanto de la gente. Quizás dándole cristiana sepultura caerá en el olvido.
Pero Eva Perón, al fin dueña de su destino, se niega a desaparecer. Magistralmente, Tomás Eloy Martínez nos va develando la manera como Evita sigue viviendo, asegura su inmortalidad, porque su cuerpo se convierte en objeto de placer incluso para quienes la odian, incluso para sus guardianes… El fetichismo, indica Freud, es una alteración del objeto sexual. Provoca una satisfacción sustituta —satisfacción, pero también frustración—. Los guardianes del cadáver de Evita no sólo sustituyen el imposible amor sexual con la Diosa o Hetaira nacionales. Aseguran la supervivencia del cadáver, asistidos por el Dr. Ara que, por supuesto, se aferra a que su obra maestra perdure. Triplican el cadáver: uno real y dos copias, el real señalado por marcas ocultas en la oreja, en el sexo. Mueven el cadáver —los cadáveres— para despistar, para deshonrarlo y para seguirlo honrando, para monopolizar la posesión de Evita Perón en su errancia fúnebre, de desván a sala de proyecciones, a cárceles de la Patagonia, a camiones del ejército, a buques transatlánticos pasando por áticos familiares. La llaman La Difunta. ED. EM (Esa Mujer). La llaman «Persona».
Persona: la lengua francesa carece de nuestro rotundo «Nadie», del «nessuno» italiano, del «nobody» inglés. Le da a Nadie su Persona: Persona es respuesta negativa, elipsis de la inexistencia, sustantivo abstracto… De esa Persona que no es Nadie se enamoran los sucesivos carceleros del cadáver. El coronel Moori Koenig, encargado del secreto del cadáver, está a punto de destruirlo a base de zangoloteos, una Evita nómada que va y viene por la ciudad porque no hay ningún lugar seguro para ella —salvo, a la postre, la obsesión del propio coronel—. La odia. La necesita. La extraña. Ordena a sus oficiales orinarse sobre el cadáver. Pero no soporta la ausencia de Evita cuando otro oficial, el Loco Arancibia, la esconde en el ático de su casa y desencadena la tragedia familiar: la mujer de Arancibia muere invadiendo el sacro recinto de la muerta, Arancibia pierde la razón. Evita sobrevive a todas las calamidades. Su muerte es su ficción y es su realidad. Adonde quiera que es llevado, el cadáver amanece misteriosamente rodeado de cirios y flores. La tarea de los guardianes se vuelve imposible. Deben luchar con una muerte en cuya vida creen millones. Sus reapariciones son múltiples e idénticas: sólo dice que los tiempos futuros serán sombríos, y como siempre lo son, Santa Evita es infalible.
El embalsamador lo supo siempre: «Muerta, puede ser infinita».
Es el Dr. Ara quien se encarga, muerta Evita, de contestar las cartas que le siguen dirigiendo sus fieles, pidiendo trajes de novias, muebles, empleos. «Te beso desde el cielo», contesta la muerta. «Todos los días hablo con Dios». Los carceleros del cadáver son, ellos mismos, los prisioneros del fantasma de Persona, La Difunta, Esa Mujer. «Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo».
El cuerpo de Eva Perón se muere pero no deja detrás su destino. El arte del embalsamador es semejante al del biógrafo. Consiste en paralizar una vida o un cuerpo, dice Tomás Eloy Martínez, «en la pose en que debe recordarlos la eternidad». Pero el de Evita es un destino incompleto. Necesita un destino último «pero para llegar a él habrá que atravesar quién sabe cuántos otros». Enloquecido por Eva, el coronel Moori Koenig cree asistir al destino de Persona cuando ve el alunizaje de los astronautas norteamericanos. Cuando Armstrong empieza a cavar para recoger piedras lunares, el coronel grita: «¡La están enterrando en la luna!». Yo me quedo, más bien, con este otro clímax: El capitán de artillería Milton Galarza acompaña el cadáver de Persona a Génova en el «Contessino Biancamano». El cuerpo embalsamado viaja en un féretro inmenso, zarandeado, relleno de periódicos, de ladrillos. La única diversión de Galarza durante la travesía es bajar a la bodega y conversar todas las noches con Persona. Eva Perón, su cadáver, «es un sol líquido».
El último enamorado. El formalista ruso Victor Shklovsky admiró la temeridad de los escritores capaces de revelar el entramado de sus novelas, exhibiendo impúdicamente sus métodos. Don Quijote y Tristram Shandy son dos ejemplos ilustres de este «desnudar del método»; Rayuela, un gran ejemplo contemporáneo. Tomás Eloy Martínez pertenece a ese club. Santa Evita está construida un poco a la manera del Ciudadano Kane de Orson Welles, con testimonios de un variado reparto que conoció a Evita y a su cadáver: el embalsamador, el mayordomo, la madre Juana Ibarguren, el proyeccionista del cine donde el ataúd estuvo escondido —segunda película—, detrás de la pantalla. El peinador de la señora, los militares que se ocuparon de su cadáver.
A todos ellos, sin embargo, los trascienden dos autores. Uno de ellos, abiertamente, es Tomás Eloy Martínez. Es consciente de lo que está haciendo. «Mito e historia se bifurcan y en el medio queda el reino desafiante de la ficción.» Quiere darle a su heroína una ficción porque la quiere, en cierto modo, salvar de la historia. «Si pudiéramos vernos dentro de la historia», dice Tomás Eloy, «sentiríamos terror. No habría historia, porque nadie querría moverse». Para superar ese terror, el novelista nos ofrece no vida, sólo relatos. «A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado.» El novelista sabe que «la realidad no resucita, nace de otro modo, se transforma, se re-inventa a sí misma en las novelas».
Pero a partir de este credo, el novelista está condenado a vivir con el fantasma de su creación, con el sueño que inventa el pasado, con la ficción que se inserta entre mito e historia… «Así voy avanzando, día tras día, por el frágil filo entre lo mítico y lo verdadero, deslizándome entre las luces de lo que no fue y las oscuridades de lo que pudo haber sido. Me pierdo en esos pliegues, y Ella siempre me encuentra. Ella no cesa de existir, de existirme: hace de su existencia una exageración.»
Tomás Eloy Martínez es el último guardián de La Difunta, el último enamorado de Persona, el último historiador de Esa Mujer.
Santa Evita es la historia de un país latinoamericano autoengañado, que se imagina europeo, racional, civilizado, y amanece un día sin ilusiones, tan latinoamericano como El Salvador o Venezuela, más enloquecido porque jamás se creyó tan vulnerable, dolido de su amnesia porque debió recordar que también era el país de Facundo, de Rosas y de Arlt, tan brutalmente salvaje como sus militares torturadores, asesinos, destructores de familias, generaciones, profesiones enteras de argentinos.
Como la América Latina invade a la República Argentina, como los cabecitas negras van rodeando a la urbe parisina del Plata, así invadió Eva Duarte el corazón, la cabeza, las tripas, los sueños, las pesadillas de la Argentina. Alucinante novela gótica, perversa historia de amor, impresionante cuento de terror, alucinante, perversa, impresionante historia nacional à rebours, Santa Evita es todo eso y algo más.
Es la prueba del aserto de Walter Benjamin: cuando un ser histórico ha sido redimido, se puede citar todo su pasado, tanto las apoteosis como los secretos.
Los desaparecidos de Tomás Eloy. El lenguaje en la novela, portadora constante de la duda frente a la fe ideológica, la certeza religiosa o la conveniencia política, no puede dejar de lado ni ideología, ni religión ni política. Tampoco puede, la novela, ser dominada por cualquiera de ellas. Lo que puede hacer es convertir ideología, religión o política en problema, abriéndolas a la puerta de la interrogación, levantado el techo de la imaginación, bajando al sótano de la memoria, entrando a la recámara del amor y sobre todo, dejando la ventana abierta a la palabra de Pascal:
—J’ai un doute à vous proposer.
Regreso por ello a un novelista que es mi contemporáneo, Tomás Eloy Martínez, y su obra última —su última obra—, Purgatorio, donde el autor se propone novelar un tema inescapable: los desaparecidos, la práctica brutal y tétrica de la dictadura militar de los años 1976-1981, llamada «Proceso de Reorganización Nacional». Desaparecer y torturar a los disidentes enfrente de sus esposas e hijos, asesinar a todo sospechoso de leer, pensar o acusar de manera no aprobada por la dictadura, secuestrar a los niños, cambiarles el nombre y la familia.
Toda esta odiosa violación de la persona humana puede ser denunciada en un diario, un discurso, una manifestación.
¿Cómo incorporarla a la ficción, cuando la realidad supera a cualquier ficción?
Tomás Eloy Martínez, en Purgatorio, cuenta la historia de una mujer, Emilia Dupuy, hija de un poderoso argentino que apoya la dictadura y celebra sus distracciones, al grado de invitar a Orson Welles a filmar el campeonato mundial de fútbol, comparable al film de Leni Riefenstahl sobre la Olimpiada de Berlín. Emilia se ha casado con un cartógrafo, Simón Cardoso que, obligado a recorrer y medir el territorio, como es su obligación profesional, es confundido con un terrorista por la policía de la dictadura y desaparecido.
¿Adónde van a dar los desaparecidos? Emilia Dupuy sigue, desesperada, las posibles rutas del marido desaparecido, de Brasil a Venezuela a México y al cabo a Estados Unidos, hasta que, mujer de sesenta años, residente en una pequeña ciudad universitaria de Nueva Jersey, recobra al marido perdido.
Sólo que éste sigue siendo un hombre de treinta años y rompe la costumbre de Emilia, que es sentir la ausencia de la única persona que amó en la vida y que ahora regresa con una «sonrisa de un lugar muy lejano».
No digo más, sino que Orson Welles pone como condición para aparecer en la película que los militares hagan aparecer a los desaparecidos. Y es que en la novela, como en el cine, se pueden crear todas las realidades, imaginar lo que aún no existe y detener el tiempo.
Busquemos entonces, en la novela, la realidad de lo que la historia olvidó. Y porque la historia ha sido lo que es, la literatura nos ofrece lo que la historia no siempre ha sido.
Tomás Eloy Martínez fue —es— un maestro de este arte.

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