miércoles, 3 de diciembre de 2014

Ricardo Güiraldes.


Ricardo Güiraldes nació en Buenos Aires, en 1886, y murió en París, en 1927. Su juventud transcurrió entre la estancia paterna en San Antonio de Areco y Buenos Aires. A partir de 1910 a esos dos ámbitos se sumaron París y los que le depararon sus viajes.


En París despertó su vocación literaria y en contacto con el medio literario, se sintió atraído por las experiencias de vanguardia, que más tarde lo identificaron con el grupo reunido en tomo de la revista `Martín Fierro`, y que el escritor incorporó a sus primeras obras: El cencerro de cristal y Cuentos de muerte y sangre (ambas de 1915), seguidas por Raucho y Rosaura (ambas de 1917) y Xaimaca (1923). En 1926 publicó su obra maestra, Don Segundo Sombra, en la cual la nostalgia del campo bonaerense de la niñez y la asimilación de las novedades expresivas de la literatura más avanzada, coinciden en una creaci6n de auténtica originalidad. De modo póstumo se edita: Pampa (1954).

DON SEGUNDO SOMBRA.
Clásico argentino, Don Segundo Sombra pervive como el mejor ejemplo de literatura gauchesca en prosa. He aquí un vigoroso personaje literario, retrato ideal y casi mítico del gaucho, con su concepto rabioso de libertad, con su individualismo anárquico a lo largo de andaduras y episodios continuos a través de un paisaje abierto. Sara Parkinson, especialista en la obra de Ricardo Güiraldes, ofrece en este volumen la edición crítica de esta novela de la pampa por antonomasia.
Fuente: N.N.
***
Acá les dejo a los lectores tres cuentos de Ricardo Güiraldes.

Cuentos de muerte y de sangre.
Facundo
[13]
Traspuestas las penurias del viaje cayó al campamento una noche de invierno agudo.
Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin
temores e insolente ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella
época encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del
más fuerte.
Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de
[14]
amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de
verdadero gaucho.
Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito
recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas,
que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre. Contó también
cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el
monte.
El Tigre pareció de pronto hostil:
-¡Jugará con sonsos!
Insolente, el mocito respondía:
-No siempre, general... y pa probarle, le jugaría una partidita a trampa
limpia.
Quiroga accedió.
Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven
[15]
besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste,
entre los lucidos fraseos de barajar.
Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.
-Bueno, amigo, me ha ganao todo.
Recién el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que plateaba
delante suyo.
El general se retiraba.
Entonces, un horrible terror desvencijó la audacia del ganador. Las leyendas brutales
ensoberbecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.
Cuando el último peso fue suyo, llamó al asistente, ordenándole con una seña
explicativa:
-Llévelo a dormir al mocito... y que descanse mucho, ¿no?
[18]
El muchacho quiso arrojarse de rodillas e intentar súplicas, pero Quiroga, indiferente,
juntaba las barajas, y el asistente era más fuerte.
[20]
Don Juan Manuel
[21]
Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más
viejos de nuestra provincia.
Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por
los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de
fiesta.
Regocijabas con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la facultad absorbía sus
ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs,
[22]
las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.
Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.
Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueaba al viento sin que su fisonomía exteriorizara
placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del
recado, para sentir más precisos los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra
huía marcadora.
[23]
Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los caballos
tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y desconocida.
-Buenos días.
-Buenos días.
Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente aperado de plata
tintineante
(1)
, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.
El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.
Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse el recién
llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.
-Yo he sido amigo e su padre. Compañero e política también.
Y prosiguió, afable:
-¿Va a lo de Z...? Es mi camino y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el
galope.
[24]
-Es un honor que usted me hace.
El peón venía a distancia respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar
su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasiado
(2)
interesados en sus diálogos para
pensar en el camino.
El hombre averiguaba mucho, y Nicanor respondía, halagado por las atenciones del
que adivinaba personaje.
-¿Entonces viene a pasar una temporadita? Ya se divertirá. Aquí hay campos para
correr todo el día y también avestruces para
[25]
ejercitar el pulso, y vizcacheras pa
probar los paradores, ¿no?
Nicanor no se atrevía a interrumpirle. El tenor de parecer un pobrecito pueblero
incapaz de hazaña ecuestre alguna, le impedía protestar con decisión.
-Yo no soy de a caballo...
-¡Qué no ha e ser! Lo mismo es si me dijera que es lerdo el zaino.
-Presumo que es sólo un mancarrón manso, elegido para un maturrango como yo.
-¡Bah!... Ya se desengañaría si hiciéramos una partidita.
En sus ojos claros brillaban todas las malicias gauchas.
-Una partidita corta, aunque sea -insistía- como hasta aquel albardón, a la derecha de
la vizcachera que blanquea... dos cerradas, cuanto más... ¿Eh?
Nicanor, no sabiendo ya cómo negarse, objetó, mientras el deseo de ganar le golpeaba
en las arterias.
[26]
-Como quiera, entonces. Pero estoy, desde ahora, seguro que el colorao me va a cortar
a luz.
El semblante de su interlocutor había adquirido un singular poder de brillo. Las
facciones parecían más nítidas y los ojos reían, en la promesa de un intenso placer de
chico travieso.
-Bueno, cuando diga ¡vamos! Ahora... Atráquese pie con pie... así... galopemos a la
par hasta la voz de mando.
Achicábanse los caballos sobre sus garrones, temblorosos de empuje. Veinte metros
irían golpeando rodilla con rodilla, sujetando las monturas, que roncaban de impaciencia.
-Bueno... ahora... ¡Vamos!
-¡¡Vamos!!
Y el tropel de la carrera repiqueteó como agudo redoble de tambor.
Tras los desacomodadores sacudones de la partida, corrían serenos par a par. Los
vasos
[27]
crepitaban o se ensordecían en las variaciones de la cancha; redondeles de
barro seco saltaban como pedradas del molde de los vasos.
Nicanor animaba al zaino y parecía ganar terreno, cuando el peso del colorado le
chocó con vigor inexplicable. Pensó en una desbocada; pero al mismo tiempo, sin lógica
alguna, su caballo, con un quejido y la cabeza abrazada entre las manos, corcoveó
furiosamente.
Se defendió como pudo. Sus dedos, al azar, arrancaban mechones del cojinillo.
-¡Cuidao! ¡Cuidao... la vizcachera! -le gritaron en una risotada.
Toda noción precisa desapareció para Nicanor. La tierra se le vino encima. Vio un
pedazo de cielo, la mole del caballo que amenazó aplastarle, e, inseguro aún, se levantó
con un pesado dolor en las espaldas.
Volvió a subir. A lo lejos por un bañado,
[28]
corría el compañero de hoy, y un
hornero cantaba, o alguien reía.
Cuando llegó a destino, el atolondramiento había cesado.
Casi sin contestar a la efervescente recepción, contó su aventura.
Carlos, su amigo, le interrogó al fin:
-¿Cómo era el hombre? ¿Alto, rubio? ¿Muy buen mozo? ¿De ojos claros y sonriente
como una dama?
-Sí, sí -contestaba Nicanor viendo a su hombre.
-Ya sé quién es.
-¿Quién? -preguntó el mozo con secreta idea de venganza.
-Don Juan Manuel.
[29]
Justo José
[31]
La estancia quedó, obsequiosamente, entregada a la tropa. Eran patrones los jefes. El
gauchaje, amontonado en el galpón de los peones, pululaba felinamente entre el soguerío
de arreos y recados. Los caballos se revolcaban en el corral, para borrar la mancha
obscura que en sus lomos dejaran las sudaderas; los que no pudieron entrar atorraban en
rosario por el monte, y los perros, intimados por aquella toma de posesión, se acercaban
temblorosos y gachos, golpeándose los garrones en precipitados colazos.
[32]
La misma noche hubo comilona, vicio y hembras, que cayeron quién sabe de dónde.
Temprano comenzó a voltearlos el sueño, la borrachera, y toda esa carne maciza se
desvencijó sobre las matras, coloreadas de ponchaje.
Una conversación rala perduraba en torno al fogón.
Dos mamaos seguían chupando, en fraternal comentario de puñaladas. Sobre las
rodillas del hosco sargento, una china cebaba mate, con sumiso ofrecimiento de esclava
en celo, mientras unos diez entrerrianos comentaban,
[33]
en guaraní, las clavadas de dos
taberos de lay.
Pero todo hubo de interrumpirse por la entrada brusca del jefe; el general Urquiza. La
taba quedó en manos de uno de los jugadores; los borrachos lograron enderezarse, y el
sargento, sorprendido, o tal vez por no voltear la prenda, se levantó como a disgusto.
A la justa increpación del superior, agachó la cabeza refunfuñando. Entonces Urquiza,
[34]
pálido, el arriador alzado, avanza. El sargento manotea la cintura y su puño
arremanga la hoja recta.
Ambos están cerca, Urquiza sabe cómo castigar, pero el bruto tiene el hierro, y el
arriador, pausado, dibuja su curva de descenso.
-¡Stá bien!; a apagar las brasas y a dormir.
El gauchaje se ejecuta, en silencio, con una interrogación increíble en sus cabezas de
valientes. ¿Habría tenido miedo el general?
Al toque de diana, Urquiza mandó llamar al sargento, que se presentó, sumiso, en
espera de la pena merecida. El general caminó hacia un aposento vacío, donde le hizo
entrar, siguiéndole luego. Echó llave a la puerta y, adelantándose, cruzole la cara de un
latigazo.
El soldado, firme, no hizo un gesto.
-No eras macho, ¡sarnoso!; ¡sacá el machete
[35]
ahora!... -y dos latigazos más
envuelven la cara del culpado.
Entonces el general, rota su ira por aquella pasividad, se detiene.
-Aflojás, maula, ¿para eso hiciste alarde anoche?
El guerrero, indiferente a los abultados moretones, que le degradan el rostro, arguye,
como irrefutable, su disculpa:
-Estaba la china.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas