lunes, 29 de diciembre de 2014

“EL ALMOHADÓN DE PLUMAS” Y EL PERJURIO DE LA NIEVE, O LA EROTIZACIÓN DE LA AGONÍA.Marisa Martínez Pérsico (Universidad de Salamanca)



“EL ALMOHADÓN DE PLUMAS” Y EL PERJURIO DE LA NIEVE, O LA EROTIZACIÓN DE LA AGONÍA


Marisa Martínez Pérsico
(Universidad de Salamanca)



Resumen

A partir de los estudios psicoanalíticos de Sigmund Freud, este artículo analiza el componente sádico y perverso del amor objetal que subyace en las relaciones amorosas entabladas en la nouvelle El perjurio de la nieve, de Adolfo Bioy Casares –donde el encuentro sexual resulta mortífero de acuerdo con una solución fantástica– así como en el cuento “El almohadón de plumas”, de Horacio Quiroga, clasificable dentro de la categoría de relato de vampirismo.


Abstract

Accordling to the psychoanalytic studies of Sigmund Freud, this article analyzes the perverse and sadic component of love that appears on Adolfo Bioy Casares’ nouvelle El perjurio de la nieve –where the sexual intercourse causes the death– and on Horacio Quiroga’s short-story of vampirism “El almohadón de plumas”.


Palabras clave

Vampirismo - relato fantástico - pulsión de Eros - pulsión de Tánatos


Keywords

Vampirism – Fantasy – Eros drive – Thanatos drive






Oh, love! Oh life! – not life, but love in death
Romeo y Julieta, Shakespeare




En “El almohadón de plumas” (Cuentos de amor, de locura y de muerte, 1917). de Horacio Quiroga y El perjurio de la nieve (1945) de Adolfo Bioy Casares, la inminencia de la muerte constituye un atributo femenino que ejerce poderosamente su atracción sobre los protagonistas. La agonía resulta erótica en tanto prefigura el estado de serenidad y satisfacción definitiva —la muerte— vinculada con la consumación del acto sexual. Sigmund Freud analizó esta dialéctica entre amor y muerte, placer y destrucción, en su texto Más allá del principio de placer (1920), definiéndola como la lucha entre Eros (pulsión de vida) y Tánatos (pulsión de muerte). La muerte física es entendida como el equivalente de la descarga erótica.
En el artículo citado, Freud desarrolla una teoría acerca de ambas pulsiones: mientras Eros actúa en pro de la supervivencia del individuo y la reproducción de la especie, Tánatos estaría familiarizado con el principio de placer, en donde todo acto psíquico placentero tiende a disminuir una tensión molesta. La muerte, entonces, involucraría el cese máximo de tensiones. Existiría cierta tendencia del individuo a autodestruirse, lo que él denomina masoquismo. “El curso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio del placer (...) dicho curso tiene su origen en una tensión no placentera y emprende luego una dirección tal, que su último resultado coincide con una minoración de dicha tensión y, por tanto, con un ahorro de displacer a una producción de placer (...) una de las tendencias del aparato psíquico es la de conservar lo más baja posible la cantidad de excitación en él existente” (Freud, 1995: 59). Freud deduce que esta aspiración a aminorar, mantener constante o hacer cesar la tensión de las excitaciones internas es uno de los más importantes motivos para creer en la existencia de instintos de muerte. La saturación de las tensiones eróticas que desencadenan en el acto sexual permite establecer una analogía entre la posesión erótica y la completa satisfacción sexual con la muerte. Tánatos aspira a la resolución total de las tensiones, es decir, a retrotraer el ser vivo al estado inorgánico; esta energía destructiva dirigida hacia fuera se exterioriza como agresión y destrucción. Por otro lado, el psicólogo vienés también sostiene que el amor objetal nos muestra una segunda polarización: la del amor (ternura) y la del odio (agresión). En el instinto sexual, por lo tanto, existe un componente sádico. El apoderamiento erótico, según su teoría, coincidiría con la destrucción del objeto de amor.
La hipótesis de que la muerte física puede ser entendida como el equivalente de la descarga erótica, en el texto de Quiroga, aspira a rescatar y recortar, de entre todas las formas en que la imaginación literaria ha representado las estrechas relaciones entre amor y muerte, la dimensión del cuerpo. El cuerpo aparece como un signo que metaforiza el deseo de muerte de los amantes, deseo que se materializará en la supuración y la sangre (bajo la forma de la pérdida de la virginidad o el “vaciamiento” provocado por el vampiro), el desperfecto físico, el deterioro de los signos vitales.
La descripción de Alicia coincide con el arquetipo de las siluetas eróticas y lúgubres de las jovencitas decadentistas esparcidas en los versos de Los crepúsculos del jardín (1905), de Leopoldo Lugones. Estas jóvenes son retratadas como vírgenes enfermizas, ojerosas, pálidas, esbeltas, mórbidas (“Cisnes negros”, “Tentación”, “El buque”) cuyo aspecto enfermizo es altamente festejado y erotizado por el yo lírico. La agonía experimentada por la joven virgen durante el acto sexual (homologada con la muerte) provocan la satisfacción del yo poético, por ejemplo, en el siguiente poema (“Venus victa”):

Pidiéndome la muerte, tus collares
Desprendiste con trágica alegría
Y en su pompa fluvial la pedrería
Se ensangrentó de púrpuras solares

Sobre tus bizantinos alamares
Gusté infinitamente tu agonía
A la hora en que el  crepúsculo surgía
Como un vago jardín tras de los mares.

Cincelada por mi estro, fuiste bloque
Sepulcral, en tu lecho de difunta;
Y cuando por tu seno entró el estoque

Con argucia feroz su hilo de hielo
Brotó un clavel bajo su fina punta
En tu negro jubón de terciopelo. (Lugones, 1980, 25)


En el clásico quiroguiano, Alicia es una joven recién casada, “rubia, angelical y tímida”, que ha regresado de su luna de miel decepcionada por el severo carácter de su marido. El semblante impasible de su esposo y su frialdad característica han helado “sus niñerías de novia” y transformado su hogar en un “rígido cielo de amor”, en una “casa hostil”. El narrador expresa que Jordán “la amaba profundamente, sin darlo a conocer”. En la medida en que avanza el relato, la apariencia de Alicia se va distorsionando, mostrando las evidencias de una enfermedad inexplicable: adelgaza, empalidece, tiene desmayos, el médico le diagnostica anemia, ya no se puede levantar de la cama, tiene alucinaciones. Esta evolución vertiginosa coincide con la transformación de Jordán en un marido amante, comprensivo, preocupado: “Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la cabeza”. A partir de la recaída de su mujer, Jordán vive en la sala, con la luz encendida, velando por ella. “En el silencio agónico de la casa, sólo se escuchaba el retumbo de los eternos pasos de Jordán” (Quiroga, 1995: 63). La inminencia de la muerte impacta poderosamente en el carácter del hombre.
En el desenlace del relato nos enteramos de que un monstruo escondido en un almohadón de plumas estaba succionando las sienes de Alicia a la manera de un vampiro. El vampiro, mamífero fantástico cuya leyenda forma parte del dominio del imaginario popular, se había alimentado con su sangre cada noche, hasta causarle la muerte. En el cuento, el acto de succionar la sangre de la mujer adquiere un tinte erótico (similar a la pérdida de la virginidad) puesto que implica el traspaso de fluidos corporales de un cuerpo al otro, en este caso, del cuerpo de la jovencita angelical al del “animal monstruoso, bola viviente y viscosa”, acto no exento de cierta connotación perversa, de cierto aire zoofílico. El animal, “noche tras noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a  las sienes de aquella, chupándole la sangre”, hasta vaciarla en el transcurso de cinco días. Este es el componente sádico (y en este caso, también perverso) del amor objetal (entendiéndolo como la relación entablada con un “otro” a partir de una pulsión que aspira a la satisfacción del placer, según la definición freudiana) que hace coincidir la posesión erótica con la muerte.  El animal velludo, satisfecho después de haber vaciado a la mujer, “estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca” (dos veces en el cuento se habla de la “boca” del parásito, como en una personificación del monstruo).
Este vínculo entre vampirismo, atracción sexual, muerte y placer sádico resulta parodiado en el cuento “El vampiro”, de Manuel Mujica Láinez (Crónicas reales, 1967). Este cuento narra los acontecimientos que se desencadenan a partir de que un Barón llamado Zappo es invitado a participar, gracias a su parecido físico con los vampiros, de un film inglés basado en un relato gótico escrito por Miss Godiva. El barón es efectivamente un vampiro, cuyas succiones provocan la anemia de los que intervienen en la filmación, particularmente de la protagonista de la película, Violet Daisy. Ella, al igual que Alicia, es descripta como una jovencita inocente y angelical: “Decir Violet Daisy equivale a decir: belleza, gracia, ternura, melena ondulada, mohines adolescentes, lazos en el pelo rubio, y sobre todo unos ojos que no pertenecían al género humano y que rivalizaban, por su tamaño, luminosidad e inocencia, con los de las dignas especies zoológicas que pastan en la praderas feraces” (Mujica Láinez, 1981: 112). Mientras va avanzando el film, Violet Daisy palidecía y se debilitaba, mientras Zappo engordaba. Cuando las marcas de la succión empiezan a hacerse muy notorias, el vampiro elige otros integrantes del staff actoral. Zappo, sin embargo, menosprecia la sangre de Miss Godiva, profundamente enamorada del vampiro (ella sabe que se trata efectivamente de un vampiro), lo cual la incita a tomar venganza (finalmente lo asesina): “Miss Godiva no tardó en reparar en esa preferencia [por Daisy] y los celos la trastornaron (...) Todas las mañanas, al despertarse, corría al espejo, en pos del doble testimonio punteado de la excursión nocturna, e invariablemente encontraba en su garganta las consabidas arrugas que asimilaban su pescuezo al de los flojos pavos. ¿Por qué? ¿Por qué ella no y sí –no digamos ya Violet- Lupo Belosi?. La autora de “The biting ghost” se sintió humillada en su amor y en su orgullo” (Mujica Láinez, 1981: 115).
En el texto de Bioy Casares, Juan Luis Villafañe y Carlos Oribe, los dos protagonistas masculinos, “figuras simétricas que se complementan” según el albacea literario del primero, Alfonso Berger Cárdenas, se corresponden con los dos tipos de amantes que caracteriza Stendhal en “Del amor”. Villafañe sería el representante del “amor a lo Don Juan” y Oribe del “amor a lo Werther”. Cárdenas expresa, en su prólogo, que Villafañe tenía hacia el amor y las mujeres “un tranquilo desdén, no exento de cortesía; creía, sin embargo, que poseer a todas las mujeres era algo así como un deber nacional, su deber nacional” (Bioy Casares, 1995: 8). En el epílogo, cuando Cárdenas interpreta el relato de Villafañe, se desarrolla la explicación de cómo fue Villafañe quien había poseído a Lucía, cómo Villafañe aprovechó la “docilidad virginal con que la muchacha se entregó” durante su ingreso clandestino a La Adela[1]. Este acto se constituye en el desencadenante de la muerte de la muchacha, quien había sido advertida sobre una enfermedad incurable cuyo diagnóstico había generado la voluntad de su padre, Luis Vermehren, de detener el paso tiempo instaurando las reglas para repetir una rutina absoluta y por lo tanto, detener el avance de la enfermedad. Cuando Villafañe quiebra este orden perfecto, Lucía muere. En este caso, posesión erótica significa, literalmente, destrucción del objeto de amor —una de las características del relato fantástico, según Todorov, es la literalidad con que se narrativiza la metáfora—, se acelera el tiempo y se desencadena la muerte. Cárdenas arriesga: “tal vez Lucía Vermehren haya recibido a Villafañe como al ángel de la muerte que la salvaría, por fin, de esa laboriosa inmortalidad impuesta por su padre”, entendemos esta conjetura de Cárdenas a partir de la docilidad con que Lucía aceptó la ruptura del orden impuesto por el padre, la infracción de la ley, la certeza de la propia muerte. La muerte física, deseada, significa el punto de satisfacción máxima del deseo, tanto de Villafañe (el Don Juan), como de Lucía.
“El carácter de Don Juan requiere mayor número de aquellas virtudes útiles y estimadas en el mundo: la admirable intrepidez, el ingenio fértil en recursos (...) la sangre fría (...) El amor a lo Werther abre el alma a todas las impresiones dulces y románticas, a la hermosura de los bosques (...) Lo que me hace creer más dichosos a los Werther es ver que Don Juan reduce el amor a no ser más que un negocio ordinario. En vez de tener, como Werther, realidades que se modelan según sus deseos, Don Juan tiene deseos imperfectamente satisfechos por la fría realidad (...) está tan poseído del amor de sí mismo que llega hasta el punto de perder la idea del mal que ocasiona”. El amor a lo Werther, el amor-pasión, hace que un amante vea a la mujer amada “en la línea del horizonte de todos los paisajes que encuentra (...) Don Juan necesita que los objetos exteriores, sin más valor para él que el de su utilidad, se le hagan interesantes merced a alguna nueva intriga” (Stendhal, 1994: 275). Carlos Oribe es retratado como un sujeto dotado de un “temperamento romántico”, un individuo “intensamente literario [que] quiso que su vida fuera una obra literaria”. Villafañe lo culpa de improvisar una personalidad y de enfrentar los episodios de su vida “como si fueran los episodios de un libro”. Tanto Cárdenas como Villafañe acentúan esa inclinación de Oribe a plagiar sus lecturas, a dejarse influenciar en su escritura por sus autores predilectos. Villafañe lo acusa de plagio de autores románticos y nos informa sobre las lecturas predilectas de Oribe: Keats, Shelley, Coleridge, que nos dan una pista sobre el carácter del personaje. Villafañe, en su relato, cuenta que una vez escuchó al poeta recitar la trágica historia de Tristán, quien, como sabemos, en la historia medieval murió junto con su amada Isolda, acusado de un amor adúltero luego de tomar un filtro de amor. Así como en algunas tragedias de Shakespeare (otra lectura e influencia de Oribe, según Villafañe) como Romeo y Julieta, Tristán e Isolda despliega la idea de la imposibilidad del encuentro amoroso entre los cuerpos; sólo el amor liberado de la materia, la muerte, podrá constituir una esperanza de unión de los amantes, por esta razón es que la muerte resulta una solución atractiva.
La propensión de Oribe al plagio y a la experimentación de la vida como una obra literaria, explica por qué Oribe plagia el protagonismo de los hechos a Villafañe, por qué le cuenta a su amigo Cárdenas que el culpable de la muerte de Lucía es él, apropiándose de las acciones del otro, (esta apropiación es evidente en el poema que escribe a Lucía: “descubrí una leyenda y un bosque en un desierto / y en el bosque a Lucía. Hoy Lucía se ha muerto / Memoria, y escribe su alabanza, aunque Oribe caduque en la desesperanza”, lo cual carece de sentido estricto si Oribe no conocía a Lucía viva, tal como sostiene Cárdenas). Oribe desea vivir la vida como el héroe trágico de una novela romántica, “a lo Werther”. Por efectos de desplazamiento, Oribe vive literariamente aquello vivido por otro al cobrar el estatuto de discurso que intenta hacerse pasar por “la verdad” (de acuerdo con la versión de Luis Vermehren, de Villafañe y del propio Oribe).
La posesión erótica permite a Lucía huir de la rutina impuesta por su padre a través de la muerte; Villafañe utiliza a Lucía como objeto de amor —y odio, porque la destruye— que sirve para ratificar su condición de “amante nacional”; a Oribe le permite vivir/escribir una vida poética sellada por una muerte romántica. En estas narraciones la agonía resulta erótica (y atractiva) en tanto prefigura una liberación.




Bibliografía


BIOY CASARES, Adolfo: El perjurio de la nieve, Buenos Aires, Colihue, 1995.

DÁMASO MARTÍNEZ, Carlos: “Bioy Casares: una poética de la invención”, en Espacios Nº8/9, diciembre de 1990.

FREUD, Sigmund: Obras completas, Barcelona, Amorrortu, 1995.

LUGONES, Leopoldo: Los crepúsculos del Jardín, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1980.

MUJICA LÁINEZ, Manuel: El poeta perdido y otros relatos, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981.

QUIROGA, Horacio: Cuentos de locura, de amor y de muerte, Buenos Aires, Losada, 1995.

REST, Jaime: “Las invenciones de Bioy Casares”, en Los libros Nº2, Buenos Aires, agosto de 1969.

STENDHAL: Del amor, Madrid, Edaf, 1994.


[1] Sin embargo, la proliferación de narradores incita a sospecha sobre la veracidad de esta interpretación (entendido como un efecto voluntario de desconcertar al lector). Como sostiene Jaime Rest en su artículo “Las invenciones de Bioy Casares”: “mediante la introducción de diversos narradores que se superponen en la redacción o comentario de un mismo texto, el autor logra un efecto de sugestiva ambigüedad que nos hace sospechar inexactitudes deliberadas o quizá accidentales de los testigos imaginarios e inclusive la existencia de diferentes lecturas que podrían intercambiarse hasta lograr una pluralidad de dimensiones en la trama ficticia” (Rest, 1969: 43).

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