lunes, 27 de octubre de 2014

Mario Vargas Llosa:"El viaje a la ficción El mundo de Juan Carlos Onetti". Fragmento de estudio crítico.


Vargas Llosa Mario - El Viaje A La Ficcion El Mundo De Juan Carlos Onetti .
El tema de la ficción y la vida es una constante que, desde tiempos remotos, aparece en la literatura. Pero acaso en ningún otro autor moderno aparezca con tanta fuerza y originalidad como en las novelas y los cuentos de Juan Carlos Onetti, una obra que, sin exagerar demasiado, podríamos decir está casi íntegramente concebida para mostrar la sutil y frondosa manera como los seres humanos hemos venido construyendo una vida paralela, de palabras e imágenes tan mentirosas como persuasivas, donde ir a refugiarnos para escapar de los desastres y limitaciones que a nuestra libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es.

Básicamente lo que yo hago en este ensayo es investigar la manera en la que Onetti utilizó la ficción como un mundo alternativo. La respuesta a la derrota cotidiana es la imaginación: huir hacia un mundo de fantasía. Es decir, aquella operación de donde nació la literatura, por la que existe la literatura y por eso el título del libro.

Mario Vargas Llosa

***



El viaje a la ficción
El mundo de Juan Carlos Onetti
Nació en Arequipa, Perú, en 1936. Aunque había estrenado un drama en Piura y publicado un libro de relatos, Los jefes, que obtuvo el Premio Leopoldo Alas, su carrera literaria cobró notoriedad con la publicación de La ciudad y los perros, Premio Biblioteca Breve de 1962 y Premio de la Crítica en 1963. En 1965 apareció su segunda novela, La casa verde, que obtuvo el Premio de la Crítica y el Premio Internacional Rómulo Gallegos. Posteriormente ha publicado piezas teatrales (La señorita de Tacna, Kathie y el hipopótamo, La Chunga, El loco de los balcones y Ojos bonitos, cuadros feos), estudios y ensayos (García Márquez, historia de un deicidio, La verdad de las mentiras y La tentación de lo imposible), memorias (El pez en el agua), relatos (Los cachorros) y, sobre todo, novelas: Conversación en la Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, ¿Quién mató a Palomino Molero?, El hablador, Elogio de la madrastra, Lituma en las Andes, Los cuadernos de don Rigoberto, La Fiesta del Chivo, El Paraíso en la otra esquina y Travesuras de la niña mala. Ha obtenido los más importantes galardones literarios, desde los ya mencionados hasta el Premio Cervantes, el Príncipe de Asturias, el PEN/Nabokov y el Grinzane Cavour.



 ALFAGUARA

© 2008, Mario Vargas Llosa
© De esta edición:
2008, Santillana Ediciones Generales, S. L.
Torrelaguna, 60.28043 Madrid
Teléfono 91 744 9060
Telefax 91 744 92 24
www.alfaguaraItaguara.santillana.es





Índice


Prefacio: El viaje a la ficción

I. Hacia Santa María
    Un joven vago y soñador
Tiempo de abrazar: Onetti y Roberto Arlt
Periquito el Aguador (1939-1941)
Tierra de nadie (1941)
          La primera obra maestra: Un sueño realizado (1941)
  Para esta noche (1943)
    Eduardo Mallea y Onetti
    Segunda obra maestra: Bienvenido, Bob (1944)

II. La vida breve (1950]
    El maestro William Faulkner
Onetti y Borges

III. Santa María

IV. El estilo crapuloso
    La huella de un «maldito»: Céline

V. El infierno tan temido (1957)

VI. El astillero o la vida como «desgracia» (1961)
Onetti, la decadencia uruguaya y América Latina

VII. Mitología del burdel: Juntacadáveres (1964)

VIII. De la ficción a la cruda realidad
Locura y ficción
Onetti en la cárcel
Santa María bajo la bota

IX. Dejemos hablar al viento (1979)

X. Cuando entonces (1987)

XI. Cuando ya no importe (1993)

Suma y resta

Reconocimientos

Índice bibliográfico

Índice onomástico


 A John King,

crítico y amigo ejemplar.

El viaje a la ficción



Retrocedamos a un mundo tan antiguo que la ciencia no llega a él y la que dice que llega no nos con-vence, pues sus tesis y conjeturas nos parecen tan alea-torias y evanescentes como la fantasía y la ficción.
Se diría que el tiempo no existe todavía. Todas las referencias que puntúan su trayectoria aún no han aparecido y quienes viven inmersos en él carecen de la conciencia del transcurrir, del pasado y del futuro, e in-cluso de la muerte, a tal extremo se hallan prisioneros de un continuo presente que les impide ver el antes y el después. El presente los absorbe de tal manera en su afán de sobrevivir en esa inmensidad que los circunda que sólo el ahora, el instante mismo en que se está, con-sume su existencia. El hombre ya no es un animal pero resultaría exagerado llamarlo humano todavía. Está erecto sobre sus extremidades traseras y ha comenzado a emitir sonidos, gruñidos, silbidos, aullidos, acompa-ñados de una gesticulación y unas muecas que son las bases elementales de una comunicación con la horda de la que forma parte y que ha surgido gracias a ese instin-to animal que, por el momento, le enseña lo más impor-tante que necesita saber: qué es imprescindible para po-der sobrevivir a la miríada de amenazas y peligros que lo rodean en ese mundo donde todo —la fiera, el rayo, el agua, la sequía, la serpiente, el insecto, la noche, el hambre, la enfermedad y otros bípedos como él— pa-rece conjurado para exterminarlo.
El instinto de supervivencia lo ha hecho inte-grarse a la horda con la que puede defenderse mejor que librado a su propia suerte. Pero esa horda no es una sociedad, está más cerca de la manada, la jauría, el enjambre o la piara que de lo que, al cabo de los si-glos, llamaremos una comunidad humana.
Desnudos o, si la inclemencia del tiempo lo exige, envueltos en pellejos, esos raleados protohombres están en perpetuo movimiento, entregados a la caza y la recolección, que los llevan a desplazarse con-tinuamente en busca de parajes no hollados donde sea posible encontrar el sustento que arrebatan al mundo natural sin reemplazarlo, como hacen los animales, vasta colectividad de la que aún forman parte, de la que apenas están comenzando a desgajarse.
Coexistir no es todavía convivir. Este último verbo presupone un elaborado sistema de comunica-ción, un designio colectivo, compartido y cimentado en denominadores comunes, como lenguaje, creen-cias, ritos, adornos y costumbres. Nada de eso existe todavía: sólo ese quién vive, esa pulsación prelógica, ese sobresalto de la sangre que ha llevado a esos semianimales sin cola que empuñan pedruscos o garro-tes debido a su falta de garras, colmillos, veneno, cuer-nos y demás recursos defensivos y ofensivos de que disponen los otros seres vivientes, a andar, cazar y dormir juntos para así protegerse mejor y sentir me-nos miedo.
Porque, sin duda, la experiencia cotidiana ha hecho que de todos los sentimientos, deseos, instin-tos, pasiones aún dormidos en su ser, el que primero se desarrollara en él en ese su despertar a la existencia haya sido el miedo.
El pánico a lo desconocido que es, de hecho, todo lo que está a su alrededor, el porqué de la oscuri-dad y el porqué de la luz, y si aquellos astros que flotan allá arriba, en el firmamento, son bestias aladas y mor-tíferas que de pronto caerán vertiginosamente sobre él a fin de devorarlo. ¿Qué peligros esconde la boca negra de esa caverna donde quisiera guarecerse para escapar del aguacero, o las aguas profundas de esa laguna a la que se ha inclinado a beber, o el bosque en el que se in-terna en pos de refugio y alimento? El mundo está lle-no de sorpresas y para él casi todas las sorpresas son mortíferas: la picadura del crótalo que se ha acercado sinuosamente a sus pies reptando entre la hierba, el rayo que ilumina la tempestad e incendia los árboles o la tierra que de pronto se echa a temblar y se cuartea y raja en hendiduras que roncan y quieren tragárselo. La desconfianza, la inseguridad, el recelo hacia todo y ha-cia todos es su estado natural y crónico, algo de lo que sólo lo dispensan, por brevísimos intervalos, esos ins-tintos que satisface cuando duerme, fornica, traga o defeca. ¿Ya sueña o todavía no? Si ya lo hace, sus sue-ños deben ser tan pedestres y ferales como lo es su vida, una duplicación de su constante trajín para ase-gurarse el alimento y matar antes de que lo maten.
Los antropólogos dicen que después de ali-mentarse, adornarse es la necesidad más urgente en el primitivo. Adornarse, en ese estadio de la evolución hu-mana, es otra manera de defenderse, un santo y seña, un conjuro, un hechizo, una magia para ahuyentar al enemigo visible o invisible y contrarrestar sus poderes, para sentirse parte de la tribu, darse valor y vacunarse contra el miedo cerval que lo acompaña como su sombra día y noche.
El paso decisivo en el proceso de desanimalización del ser humano, su verdadera partida de naci-miento, es la aparición del lenguaje. Aunque decir «aparición» sea falaz, pues reduce a una suerte de hecho súbito, de instante milagroso, un proceso que debió tomar siglos. Pero no hay duda de que cuando, en esas agrupaciones tribales primitivas, los gestos, gruñidos y ademanes fueron siendo sustituidos por sonidos in-teligibles, vocablos que expresaban imágenes que a su vez reflejaban objetos, estados de ánimo, emociones, sentimientos, se franqueó una frontera, un abismo in-salvable entre el ser humano y el animal. La inteligen-cia ha comenzado a reemplazar al instinto como el principal instrumento para entender y conocer el mun-do y a los demás y ha dotado al ser humano de un po-der que irá dándole un dominio inimaginable sobre lo existente. El lenguaje es abstracción, un proceso men-tal complejo que clasifica y define lo que existe dotándolo de nombres, que, a su vez, se descomponen en sonidos —letras, sílabas, vocablos— que, al ser perci-bidos por el oyente, inmediatamente reconstruyen en su conciencia aquella imagen suscitada por la música de las palabras. Con el lenguaje el hombre es ya un ser humano y la horda primitiva comienza a ser una socie-dad, una comunidad de gentes que, por ser hablantes, son pensantes.
Estamos a las puertas de la civilización pero aún no dentro de ella. Los seres humanos hablan, se comunican, y esa complicidad recóndita que el len-guaje establece entre ellos multiplica su fuerza, es de-cir, su capacidad de defenderse y de hacer daño. Pero a mí me cuesta todavía hablar de una civilización en marcha frente al espectáculo de esos hombres y muje-res semidesnudos, tatuados y claveteados, llenos de amuletos, que siembran el bosque de trampas y enve-nenan sus flechas para diezmar a otras tribus y sacrifi-car a los hombres y mujeres que las pueblan a sus bár-baras divinidades o comérselos a fin de apropiarse de su inteligencia, sus artes mágicas y su poderío.
Para mí, la idea del despuntar de la civilización se identifica más bien con la ceremonia que tiene lu-gar en la caverna o el claro del bosque en donde ve-mos, acuclillados o sentados en ronda, en torno a una fogata que espanta a los insectos y a los malos espíri-tus, a los hombres y mujeres de la tribu, atentos, ab-sortos, suspensos, en ese estado que no es exagerado llamar de trance religioso, soñando despiertos, al con-juro de las palabras que escuchan y que salen de la boca de un hombre o una mujer a quien sería justo, aunque insuficiente, llamar brujo, chamán, curandero, pues aunque también sea algo de eso, es nada más y nada me-nos que alguien que también sueña y comunica sus sueños a los demás para que sueñen al unísono con él o ella: un contador de historias.
Quienes están allí, mientras, embrujados por lo que escuchan, dejan volar su imaginación y salen de sus precarias existencias a vivir otra vida —una vida de a mentiras, que construyen en silenciosa com-plicidad con el hombre o la mujer que, en el centro del escenario, fabula en voz alta—, realizan, sin adver-tirlo, el quehacer más privativamente humano, el que define de manera más genuina y excluyente esa natu-raleza humana entonces todavía en formación: salir de sí mismo y de la vida tal como es mediante un mo-vimiento de la fantasía para vivir por unos minutos o unas horas un sucedáneo de la realidad real, esa que no escogemos, la que nos es impuesta fatalmente por la razón del nacimiento y las circunstancias, una vida que tarde o temprano sentimos como una servidum-bre y una prisión de la que quisiéramos escapar. Quie-nes están allí, escuchando al contador, arrullados por las imágenes que vierten sobre ellos sus palabras, ya antes, en la soledad e intimidad, habían perpetrado, por instantes o ráfagas, esos exorcismos y abjuraciones a la vida real, fantaseando y soñando. Pero convertir aquello en una actividad colectiva, socializarla, insti-tucionalizarla, es un paso trascendental en el proceso de humanización del primitivo, en la puesta en mar-cha o arranque de su vida espiritual, del nacimiento de la cultura, del largo camino de la civilización.
Inventar historias y contarlas a otros con tanta elocuencia como para que éstos las hagan suyas, las incorporen a su memoria —y por lo tanto a sus vi-das—, es ante todo una manera discreta, en aparien-cia inofensiva, de insubordinarse contra la realidad real. ¿Para qué oponerle, añadirle, esa realidad ficticia, de a mentiras, si ella nos colmara? Se trata de un en-tretenimiento, qué duda cabe, acaso del único que existe para esos ancestros de vidas animalizadas por la rutina que es la búsqueda del sustento cotidiano y la lucha por la supervivencia. Pero imaginar otra vida y compartir ese sueño con otros no es nunca, en el fon-do, una diversión inocente. Porque ella atiza la imagi-nación y dispara los deseos de una manera tal que hace crecer la brecha entre lo que somos y lo que nos gustaría ser, entre lo que nos es dado y lo deseado y anhelado, que es siempre mucho más. De ese desajus-te, de ese abismo entre la verdad de nuestras vidas vi-vidas y aquella que somos capaces de fantasear y vivir de a mentiras, brota ese otro rasgo esencial de lo hu-mano que es la inconformidad, la insatisfacción, la re-beldía, la temeridad de desacatar la vida tal como es y la voluntad de luchar por transformarla, para que se acerque a aquella que erigimos al compás de nuestras fantasías.
Cuando surgen los contadores de historias en la humana tribu —y ellos aparecen siempre, sin ex-cepciones, en esas comunidades primitivas que evolucionarán luego en culturas y civilizaciones—, aquélla ha empezado ya inevitablemente a progresar —a su-perar obstáculos, a enriquecer sus conocimientos y sus técnicas— espoleada, sin saberlo, por esos oficiantes hechiceros que pueblan sus tardes o noches vacías con historias inventadas.
¿Cómo eran estos primeros contadores de his-torias, anónimos, remotos, tan antiguos casi como los lenguajes que ayudaron a forjar y les permitieron la existencia? ¿Qué historias contaban estos prehistóricos colegas, embriones o piedras miliares de los futuros no-velistas? ¿Y qué significaban para las vidas de esos hom-bres y mujeres de la aurora de la historia aquellos pri-meros cuentos y relatos que desde entonces fueron creando, junto y dentro de la vida real, otra vida para-lela, invisible, de mentiras, de palabras, pero rica, di-versa e intensa, y, aunque siempre de modo difícil de cuantificar, enredada y fundida con la otra, la de ver-dad, la que ella, de manera sutil y misteriosa, contagia e inficiona, corrigiéndola, orientándola, coloreándo-la, complementándola y contradiciéndola?
Desde el mes de agosto de 1958 y gracias a una experiencia que viví sin sospechar entonces la impor-tancia que tendría en mí vida, me he hecho muchas veces esas preguntas y he imaginado las posibles res-puestas, y hasta he escrito una novela que me absorbió enteramente por dos años, El hablador, que es una imaginaria averiguación de esos albores de la civiliza-ción cuando aparecieron, con los contadores de histo-rias, los gérmenes de lo que, pasado el tiempo y con la aparición de la escritura, llamaríamos literatura.
Ocurrió en una amplia cabaña de Yarinacocha —el lago de Yarina— en los alrededores de Pucallpa, en la Amazonia peruana, en agosto de 1958. Yo for-maba parte de una pequeña expedición que habían organizado la Universidad de San Marcos y el Institu-to Lingüístico de Verano para un antropólogo mexi-cano de origen español, el doctor Juan Comas, que quería visitar las tribus del Alto Marañón. La expedi-ción partiría al día siguiente de Yarinacocha, donde tenía su central de operaciones el Instituto Lingüísti-co de Verano, cuyo fundador, Guillermo Townsend, un amigo y biógrafo de Lázaro Cárdenas, estuvo allí aquella noche con nosotros. La reunión tuvo lugar después de una temprana cena. Recuerdo que varios lingüistas —eran lingüistas y misioneros a la vez, pues el Instituto, al mismo tiempo que aprendía las lenguas aborígenes y elaboraba gramáticas y vocabularios de ellas, tenía como designio la traducción de la Biblia a esas lenguas— nos hicieron exposiciones sobre las co-munidades aguarunas, huambisas y shapras que visitaríamos en el viaje. Pero todo eso se me ha ido con-fundiendo y borrando en la memoria de aquella noche, porque, para mí, lo emocionante e inolvidable de la sesión ocurrió al final, cuando tomaron la palabra los esposos Wayne y Betty Snell. Jóvenes todavía, esta pa-reja de lingüistas había pasado ya varios años —él des-de 1951 y ella desde 1952— conviviendo con una pe-queña comunidad machiguenga, en la región limita-da por los ríos Urubamba, Paucartambo y Mishagua, que, hasta la llegada de ellos a ese paraje, había vivido sin contacto alguno con la «civilización».
Betty y Wayne Snell nos explicaron la cuida-dosa estrategia que habían desarrollado para vencer la desconfianza de los machiguengas —desnudándose para acercarse a sus cabañas y dejándoles regalos, por ejemplo, y luego retirándose para que supieran que venían en son de paz— hasta ser aceptados y alojados por ellos. También, los difíciles primeros tiempos de convivencia en el nuevo hábitat, y su entusiasmo al ir poco a poco aprendiendo las costumbres y ritos de sus huéspedes y familiarizándose con el idioma machi-guenga.
Pero lo que mi memoria conserva como más vivido y apasionante de aquella noche, un recuerdo que nunca más se eclipsaría y, más bien, con el tiem-po, recobraría cada vez su fosforescencia contagiosa, fue aquello que, en un momento dado, nos contó Wayne Snell. Estaba solo con los machiguengas porque Betty había salido de viaje, tal vez a la central de Yarinacocha. Advirtió, de pronto, que cundía una agitación inusitada en la comunidad. ¿Qué ocurría? ¿Por qué estaban todos, hombres y mujeres, chicos y viejos, tan exaltados? Le explicaron que iba a llegar «el hablador». (Wayne Snell pronunció una palabra en machiguenga y dijo que el equivalente podría ser eso, «hablador».) Los machiguengas lo invitaron a escucharlo, junto con ellos. Éste es el momento de su historia que a mí me quitaría el sueño muchas noches, que cientos de veces retrotraería para volverlo a oír e imaginármelo, que sometería a un escrutinio enfermizo, al que, con sólo cerrar los ojos, imaginaría los meses y años fu-turos de mil maneras diferentes. Wayne Snell no tenía un buen recuerdo de aquella noche entera —sí, en-tera— que pasó, sentado en la tierra, en un claro del bosque, rodeado de todos los machiguengas de la comunidad, escuchando al hablador. Lo que él recorda-ba sobre todo era la unción, el fervor, con que todos lo escuchaban, la avidez con que bebían sus palabras y cuánto se alegraban, reían, emocionaban o entriste-cían con lo que contaba. Pero ¿qué era lo que el ha-blador les contaba? Wayne Snell ya sabía la lengua, pero no comprendía todo lo que aquél decía. Sí lo bastante para entender que aquel monólogo era un verdadero popurrí u olla podrida de cosas disímiles: anécdotas de sus viajes por la selva, y de las familias y aldeas que visitaba, chismografías y noticias de aque-llos otros machiguengas dispersos por la inmensidad de las selvas amazónicas, mitos, leyendas, habladurías, seguramente invenciones suyas o ajenas, todo mezcla-do, enredado, confundido, lo que no parecía molestar en absoluto a sus oyentes, que vivieron aquella larga noche —a diferencia de Wayne Snell, a quien le do-lían todos los huesos y los músculos por la incómoda postura, pero no se atrevía a partir para no herir la sus-ceptibilidad de los demás oyentes— en estado de in-candescencia espiritual. Luego, cuando el hablador partió, en toda la comunidad siguieron rememorando su venida muchos días, recordando y repitiendo lo que aquél les contaba.
Como me ha ocurrido con casi todas las expe-riencias vividas que luego se han convertido en mate-ria prima de mis novelas u obras de teatro, aquello que oí, esa noche de agosto de 1958, en un bungalow a orillas de Yarinacocha, a los esposos Snell, quedó primero firmemente almacenado en mi memoria, y en los meses y años siguientes, en Madrid, mientras escribía mi primera novela, y en París, cuando escribía la segunda, y en Lima o Londres o Estados Unidos mientras fabulaba la tercera y la cuarta, o en Barcelo-na, Brasil, Lima de nuevo, mientras seguía escribien-do otras historias y pasaban los años, aquel recuerdo volvía una y otra vez, siempre con más fuerza y ur-gencia, y, desde algún momento que no sabría preci-sar, acompañado ya de la intención de escribir alguna vez una novela a partir de aquellas imágenes que me dejaron en la memoria los esposos Snell en mi primer viaje a la Amazonia.
Muchas veces no sé por qué ciertas cosas vivi-das se me convierten en estímulos tan poderosos —casi en exigencias fatídicas— para inventar a partir de ellas historias ficticias. Pero en el caso del «hablador» machi-guenga sí creo saber por qué la imagen de esa pequeña comunidad de hombres y mujeres recién salidos, o sólo en trance de empezar a salir, de la prehistoria, excita-da y hechizada a lo largo de toda una noche por los cuentos de ese contador ambulante, me conmovía tanto. Porque aquel hombre que recorría las selvas yendo y viniendo entre las familias y aldeas machi-guengas era el sobreviviente de un mundo antiquísi-mo, un embajador de los más remotos ancestros, y una prueba palpable de que allí, ya entonces, en ese fondo vertiginosamente alejado de la historia huma-na, antes todavía de que empezara la historia, ya había seres humanos que practicaban lo que yo pretendía hacer con mi vida —dedicarla a inventar y contar his-torias— y, además, sobre todo, porque allí, en esos al-bores del destino humano, aquel hablador y su rela-ción tan entrañable con su comunidad eran la prueba tangible de la importantísima función que cumplía la ficción —esa vida de mentiras soñada e inventada de los contadores de cuentos— en una comunidad tan primitiva y separada de la llamada «civilización». No había duda: aquello iba mucho más lejos de la mera diversión, aunque, por supuesto, escuchar al hablador fuera para los machiguengas la diversión suprema, un espectáculo que los embelesaba y les hacía vivir, mien-tras lo escuchaban, una vida más rica y diversa que sus pedestres vidas cotidianas. Gracias a sus habladores, un sistema sanguíneo que llevaba y traía historias que les concernían a todos, los machiguengas, pulverizados en una vasta región en comunidades minúsculas casi sin contacto entre sí, tenían conciencia de pertenecer a una misma cultura, a un mismo pueblo, y conservaban vivos, gracias a aquellas narraciones, un pasado, una his-toria, una mitología, una tradición, pues, por el testi-monio de Wayne Snell, era clarísimo que de todo esto estaba compuesto —como en una manta de retazos— el discurso del hablador machiguenga.
Sólo en 1985 me puse a trabajar sistemática-mente en El hablador. Para entonces había leído y anotado todos los artículos y trabajos etnológicos, folclóricos y sociológicos a los que había podido echar mano sobre los machiguengas. Pero sólo entonces lo hice a tiempo completo, pasando muchas horas en bi-bliotecas y consultando a antropólogos o misioneros dominicos (que han tenido y tienen aún misiones en territorio machiguenga). Además, cuando terminé una primera versión de la novela, hice un viaje a la Amazo-nía, con Vicente y Lorenzo de Szyszlo y el antropólo-go Luis Román, que llevaban algún tiempo haciendo trabajo social y de investigación en comunidades ma-chiguengas del alto y medio Urubamba y afluentes. Visité algunas de ellas y pude conversar con los nati-vos, así como con criollos y misioneros de la zona. Antes, en 1981, con ayuda del Instituto Lingüístico de Verano, había visitado las primeras aldeas machi-guengas de la historia: Nueva Luz y Nuevo Mundo, donde, con alegría, me encontré con los esposos Snell, a quienes no había vuelto a ver desde aquella noche de 1958. Recuerdo todavía la cara de estupefacción de ambos cuando, en Nueva Luz, tomando una infusión de yerbaluisa y mientras los izangos me devoraban los tobillos, les dije que lo que les había oído contar vein-titrés años atrás sobre los machiguengas, y más precisamente sobre el hablador, me había acompañado todo este tiempo y que estaba decidido a escribir una novela inspirada en ese personaje de su historia. Los Snell no podían creer lo que yo les decía. Ya tenían una edición de la Biblia en machiguenga, que me mostraron, y ambos habían publicado trabajos lin-güísticos, gramaticales y vocabularios sobre esa comu-nidad que ahora —en 1981— veían, felices, agruparse en localidades, desarrollar actividades agrícolas y elegir «caciques», autoridades, algo que antes no habían teni-do nunca.
Toda esa investigación fue apasionante y re-cuerdo los dos años que dediqué a El hablador con nostalgia. Pero una de mis grandes sorpresas en el cur-so de esa investigación fue lo poco que encontré, en lo mucho que leí, sobre los «habladores» o contadores de cuentos machiguengas. No podía explicármelo.
Había algunas referencias al paso sobre ellos en algu-nos cronistas viajeros del siglo XIX, como el francés Charles Wiener, y en los informes o memorias de las misiones dominicas —el «hablador» jamás aparecía con esa denominación—, pero casi nada en los antro-pólogos y etnólogos que habían trabajado sobre los machiguengas contemporáneos. Algunos de los críti-cos que han estudiado mi novela, como Benedict Anderson, que le dedicó un penetrante estudio , deducen por eso que, como no está documentado por los cien-tíficos sociales, aquello de los «habladores» machi-guengas es una invención mía. ¡Qué más quisiera yo que haberme inventado a ese personaje formidable! Aunque, a veces, la memoria me ha jugado algunas malas pasadas y me ha hecho confundir recuerdos vi-vidos con recuerdos inventados en el proceso de gestar una novela, en este caso metería mis manos al fuego y juraría que aquella historia del «hablador» se la oí a Wayne Snell tal como mi memoria la ha conservado hasta ahora, medio siglo después.
Cuando volví a ver a los Snell, en 1981, en el poblado de Nueva Luz, él recordaba apenas aquella sesión nocturna en Yarinacocha de 1958 (y, a mí, me-nos aún). Cuando yo le mencioné al «hablador», él y su esposa, Betty, y el joven cacique o jefe de la comuni-dad, cambiaron frases en machiguenga, se consultaron y, finalmente, poniéndose de acuerdo, pronunciaron ese nombre que yo he estampado en la dedicatoria de El  hablador: «kenkitsatatsirira». Sí, dijeron, se podía tra-ducir por «hablador» o «contador». Pero la verdad es que ninguno de los tres me pudo dar datos más pre-cisos sobre los habladores. Y, de los machiguengas con los que hablé, directamente o a través de intér-pretes, en el alto y el medio Urubamba, siempre ob-tuve respuestas evasivas cada vez que los interrogué sobre los habladores. ¿Me soñé con todo aquello, pues? Estoy seguro que no. Y estoy seguro, también, de que los «habladores» no son criaturas de mi imaginación. Existen y, ahora mismo, alguno de ellos está reco-rriendo los bosques o hablando, hablando, en los cla-ros o aldeas de la tribu, ante una ronda de caras cré-dulas y maravilladas.
¿Por qué los ocultan? ¿Por qué no han hablado más de ellos a los forasteros? ¿Por qué los informantes machiguengas que han proporcionado tanto material a etnólogos y antropólogos sobre sus mitos y leyendas, sobre sus creencias y costumbres, sobre su pasado, han sido tan reservados en torno a una institución que, sin la menor duda, ha representado y debe representar to-davía algo central en la vida de la comunidad? Tal vez por la razón que inventé en mi novela El hablador para explicar ese silencio pertinaz: a fin de mantener dentro del secreto de las cosas sagradas de la tribu, amparado por un pacto tácito o tabú, algo que pertenece a lo más íntimo y privado de la cultura machi-guenga, algo que, de manera intuitiva y certera, los machiguengas, que en el curso de su historia han sido despojados ya de tantas cosas —tierras, sembríos, dio-ses, vidas—, sienten que deben mantener a salvo de una contaminación y manoseo que lo desnaturalizaría y despojaría de su razón de ser: mantener viva el alma machiguenga, lo propio, lo intransferible, su naturale-za espiritual, su realidad emblemática y mítica. Pues todo eso es lo que representa el hablador para ellos. O, acaso, la curiosidad de los científicos sociales jamás concedió la importancia debida a esos contadores de cuentos pri-mitivos, aunque algunos de ellos, como el padre Joaquín Barriales (O. P.), recopilador y traductor de algunos hermosos poemas y leyendas machiguengas, se hayan interesado por su folclore y mitología.
En todo caso, una cosa es universalmente sabi-da: la ficción, esa otra realidad inventada por el ser humano a partir de su experiencia de lo vivido y ama-sada con la levadura de sus deseos insatisfechos y su imaginación, nos acompaña como nuestro ángel de la guarda desde que allá, en las profundidades de la prehis-toria, iniciamos el zigzagueante camino que, al cabo de los milenios, nos llevaría a viajar a las estrellas, a domi-nar el átomo y a prodigiosas conquistas en el dominio del conocimiento y la brutalidad destructiva, a descu-brir los derechos humanos, la libertad, a crear al indi-viduo soberano. Probablemente ninguno de esos descubrimientos y avances en todos los dominios de la experiencia habría sido posible si, mirando a nuestras espaldas millones de años atrás, no descubriéramos a nuestros antepasados de los tiempos de la caverna y el garrote, entregados a esa iniciativa ingenua e infantil, seguramente cuando, en la hora cumbre del pánico, la noche oscura, apretados contra otros cuerpos huma-nos en busca de calor, se ponían a divagar, a viajar mentalmente, antes de que el sueño los venciera, a un mundo distinto, a una vida menos ardua, con menos riesgos, o más premios y logros de los que les permitía la realidad vivida. Ese viaje mental fue, es, el principio de lo mejor que le ha pasado a la sociedad huma-na, pero también, sin duda, de muchas de sus trage-dias, porque abandonarse a los sortilegios de la imagi-nación empujados por nuestros deseos no sólo nos descubre lo que hay de altruista, generoso y solidario en el corazón humano, también esos demonios, apetitos destructores, de feroz irracionalidad, que suelen anidar también entreverados con nuestros sueños más benignos.
La literatura es una hija tardía de ese quehacer primitivo, inventar y contar historias, que humanizó a la especie, la refinó, convirtió el acto instintivo de la reproducción en fuente de placer y en ceremonia artísti-ca —el erotismo— y disparó a los humanos por la ruta de la civilización, una forma sutil y elevada que sólo fue posible con la escritura, que aparece en la historia muchos miles de años después de los lenguajes. ¿Alte-ró sustancialmente la escritura —la literatura— el via-je a la ficción que emprendían juntos los primitivos cada vez que se reunían a oír contar historias a sus con-tadores de cuentos? Esencialmente, no. La escritura dio a las historias una forma más ceñida y cuidada, y las hizo más personales, complejas y elaboradas, diversifi-cándolas, sutilizándolas hasta dotar a algunas de ellas de dificultades que las volvían inaccesibles al lector co-mún y corriente, algo que de por sí era inconcebible en el género de ficciones orales dirigidas al conjunto de la comunidad.
Y por otra parte, la escritura dio a las ficciones una estabilidad y permanencia que no podían tener las ficciones orales, transmitidas de padres a hijos y de generación en generación, de pueblo a pueblo y de cultu-ra en cultura, que, como muestran todas las recopila-ciones que se han hecho de esos relatos, leyendas y gestas conservadas por tradición oral a lo largo de los años, se diversifican y transforman hasta no parecer provenir de un tronco común ni guardar parentesco entre sí.
Pero, descontando las variantes formales y la metamorfosis a que está sometida inevitablemente la literatura oral, hay una inequívoca línea de continui-dad entre aquélla y la escrita, entre la ficción contada y escuchada y la leída, por lo menos en lo que ambas representan en su origen y designio: un movimiento mental del desvalido ser humano para salir de la jaula en que transcurre su vida y alcanzar una libertad e ini-ciativa que lo hace escapar del espacio y del tiempo en que transcurre su existencia, y extiende y profundiza sus experiencias haciéndolo vivir, como en una meta-morfosis mágica, otras acciones, aventuras, pasiones, y le permite adueñarse de toda clase de destinos, aun los más estrafalarios y riesgosos, que las ficciones bien concebidas y contadas —las ficciones persuasivas—, oídas o leídas, incorporan a sus vidas.
Esta vida de mentiras que es la ficción, que vivimos cuando viajamos, solos o acompañados (es-cuchando a los habladores o leyendo a cuentistas y novelistas), hacia esos universos creados por la imagi-nación y los apetitos humanos, no debe ser considera-da una mera réplica de la vida de verdad, la vida obje-tivamente vivida, aunque ésta sea la tendencia con que suelen estudiarla los científicos sociales que, va-liéndose de la literatura oral y escrita, ven en ésta un documento sociológico e histórico para conocer las intimidades de una sociedad. En verdad, la ficción no es la vida sino una réplica a la vida que la fantasía de los seres humanos ha construido añadiéndole algo que la vida no tiene, un complemento o dimensión que es precisamente lo ficticio de la ficción, lo propiamente novelesco de la novela, aquello de lo que la vida real carece, pero que deseábamos que tuviera—por ejemplo un orden, un principio y un fin, una coherencia y mil cosas más— y para poder tenerlo debimos inven-tarlo a fin de vivirlo en el sueño lúcido en el que se viven las ficciones.
Este es un tema largo y complejo sobre el que no debo ni puedo extenderme aquí, sólo apuntarlo en este somero croquis de la antigüedad y razón de ser de la ficción en la vida de los seres humanos. Es un error creer que soñamos y fantaseamos de la misma manera que vivimos. Por el contrario, fantaseamos y soñamos lo que no vivimos, porque no lo vivimos y quisiéra-mos vivirlo. Por eso lo inventamos: para vivirlo de a mentiras, gracias a los espejismos seductores de quien nos cuenta las ficciones. Esa otra vida, de mentiras, que nos acompaña desde que iniciamos el largo pere-grinaje que es la historia humana, no nos refleja como un espejo fiel, sino como un espejo mágico, que, pe-netrando nuestras apariencias, mostraría nuestra vida recóndita, la de nuestros instintos, apetitos y deseos, la de nuestros temores y fobias, la de los fantasmas que nos habitan. Todo eso somos también nosotros, pero lo disimulamos y negamos en nuestra vida pú-blica, gracias a lo cual es posible la convivencia y la vida social, a la que tantas cosas debemos sacrificar para que la comunidad civilizada no estalle en caos, li-bertinaje y violencia. Pero esa otra vida negada y re-primida que es también nuestra sale siempre a flote y de alguna manera la vivimos en las historias que nos subyugan, no sólo porque están bien contadas, sino acaso sobre todo porque gracias a ellas nos reencontramos con la parte perdida —Georges Bataille la lla-maba la «parte maldita»— de nuestra personalidad.
Diversión, magia, juego, exorcismo, desagra-vio, síntoma de inconformidad y rebeldía, apetito de libertad, y placer, inmenso placer, la ficción es mu-chas cosas a la vez, y, sin duda, rasgo esencial y exclu-sivo de lo humano, lo que mejor expresa y distingue nuestra condición de seres privilegiados, los únicos en este planeta y, hasta ahora al menos, en el universo co-nocido, capaces de burlar las naturales limitaciones de nuestra condición, que nos condena a tener una sola vida, un solo destino, una sola circunstancia, gracias a esa arma sutil: la ficción.
Por eso no es impropio decir que sin la ficción la libertad no existiría y que, sin ella, la aventura hu-mana hubiera sido tan rutinaria e idéntica como la vida del animal. Soñar vidas distintas a la que tene-mos es una manera díscola de comportarse, una ma-nera simbólica de mostrar insatisfacción con lo que somos y hacemos y, por lo mismo, significa introdu-cir en nuestra existencia dos elementos sediciosos: el desasosiego y la ilusión. Querer ser otro, otros, aun-que sea de la manera vicaria en que lo somos entre-gándonos a los ilusionismos y juegos de disfraces de la ficción, es emprender un viaje sin retorno hacia para-jes desconocidos, una proeza intelectual en que está contenida en potencia toda la prodigiosa aventura hu-mana que registra la historia. Difícilmente hubieran sido posibles todas esas hazañas y descubrimientos en la materia y el espacio, en la mente y en el cuerpo, en la geografía y en la conciencia y subconciencia, ni hubiéramos alcanzado, al igual que en la ciencia y la téc-nica, en las artes las deslumbrantes realizaciones de un Dante, un Shakespeare, un Botticelli, un Rembrandt, un Mozart o un Beethoven, si, antes de todo ello, no nos hubiéramos puesto a soñar historias a veces tan persuasivas que indujeron a ciertos lectores apasiona-dos, como el Quijote y Madame Bovary, a querer convertirlas en realidades, y a tantos otros a actuar con ímpetu y genio para que la vida real se fuera acercan-do más y más a la que creamos con nuestra fantasía.
A la vez que sirvió para que con ella aplacáramos nuestros miedos y deseos, la ficción nos hizo más inconformes y ambiciosos y dio un sentido trascendente a nuestra libertad, al hacer nacer en nosotros la voluntad de vivir de manera distinta a la que nuestra circunstan-cia nos obliga. Por eso, aunque en el milenario transcurrir del acontecer humano nos hemos ido despojando de tantas cosas —prejuicios, tabúes, miedos, costum-bres, creencias, dioses y demonios que eran otros tantos obstáculos para poder alcanzar nuevas cimas de progre-so y civilización—, hemos seguido siendo fieles a ese an-tiguo rito que, para fortuna nuestra, comenzaron a prac-ticar los ancestros en el principio de la historia: soñar juntos, convocados por las palabras de otro soñador —hablador, cuentista, juglar, trovero, dramaturgo o no-velista—, para de este modo conjurar nuestros miedos y escapar a nuestras frustraciones, realizar nuestros anhe-los recónditos, burlar a la vejez y vencer a la muerte, y vivir el amor, la piedad, la crueldad y los excesos que nos reclaman los ángeles y demonios que arrastramos con nosotros, multiplicando de esta manera nuestras vidas al calor del fuego que chisporrotea de esa otra vida, impal-pable, hechiza e imprescindible que es la ficción.
El tema de la ficción y la vida es una constante que, desde tiempos remotos, aparece en la literatura, y, además de las obras que ya he citado —el Quijote y Madame Bovary—, muchas otras lo han recreado y ex-plorado de mil maneras diferentes. Pero acaso en nin-gún otro autor moderno aparezca con tanta fuerza y originalidad como en las novelas y los cuentos de Juan Carlos Onetti, una obra que, sin exagerar demasiado, podríamos decir está casi íntegramente concebida para mostrar la sutil y frondosa manera como, junto a la vida verdadera, los seres humanos hemos venido construyendo una vida paralela, de palabras e imáge-nes tan mentirosas como persuasivas, donde ir a refu-giarnos para escapar de los desastres y limitaciones que a nuestra libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas