lunes, 2 de junio de 2014

Antonio Di Benedetto. Una obra única y luminosa. Por Vicente Battista.


Antonio Di Benedetto.
Una obra única y luminosa.
Por Vicente Battista

El 10 de octubre de 1986, a los 64 años de edad, moría solo y olvidado uno de nuestros mayores escritores. Estas palabras, que podrían confundirse con las de un texto romántico de finales del siglo XIX, nada tienen de ficción: aquel remoto viernes de octubre de 1986, en la cama 6 del sector 14 del Hospital Italiano, moría Antonio Di Benedetto.

Acaso antes de ingresar a ese último sueño que, dicen, antecede a la muerte, habrá visto sus días en Mendoza, donde había nacido, donde había escrito Zama y donde hasta el 24 de marzo de 1976 era subdirector del diario "Los Andes". Horas después del golpe cívico-militar, Di Benedetto fue detenido por los verdugos de la Junta que a lo largo de ocho años iba a aterrorizar al país. Jamás supo las causas de esa detención; se murió sin saberlo. Escribió: “Creo que nunca estaré seguro de que fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente. Pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas”. Fue excarcelado el 4 de septiembre de 1977, pero a condición de que abandonara la Argentina. Francia fue el primer puerto de su largo exilio; después de vagar por otros países, se instaló en Madrid.

A la tortura de aquella pregunta sin respuesta se agregó la desventura del exilio. De golpe, se encontró viviendo el mismo horror que había imaginado para don Diego de Zama, el protagonista de su inmensa novela. “De Zama —dijo— primero tuve claramente el final. Pensé: y ahora qué le pongo adelante? Me dije: este final es la consecuencia de algo... Tengo que descubrir lo que hay adelante. Adelante estaba yo o el que creía ser yo o el imaginado yo. El yo que estaba descubierto era ese hombre angustiado, en una espera desesperada”. “A las víctimas de la espera”, anuncia la dedicatoria de esta novela en la que don Diego de Zama, ese ser ”solitario, aislado, patéticamente incómodo e inferior”, aguarda el nombramiento que pueda llevarlo a Lima, Santiago de Chile o Buenos Aires; esa espera se demorará por nueve años. Exactamente el mismo tiempo que desde el exilio Antonio Di Benedetto aguardó el retorno de la democracia. El nombramiento para don Diego de Zama jamás llegó, pero sí la democracia para Antonio Di Benedetto. Era el fin del exilio, el retorno tan esperado. Le habían prometido el oro y el moro. No sabemos el moro, el oro jamás lo consiguió. Para sobrevivir tuvo que ejercer cinco diferentes trabajos: taller de literatura, colaboraciones para “La Razón", asesorías para el gobierno de Mendoza, para el Instituto Nacional de Cinematografía y para la Secretaría de Cultura de la Nación. Aunque cueste creerlo, uno de los mayores escritores vivos en lengua española, con once premios internacionales sobre sus espaldas, obtenía de la Secretaría de Cultura un sueldo inferior al que cobraba un aprendiz de barrendero.

Los partes médicos dicen que lo mató un derrame cerebral. Esos partes nada dicen del olvido y de la incomprensión. El propio Di Benedetto sabía mucho de eso. “¿Hasta qué punto me estimo a mí mismo como para pretender ser estimado por los demás?”, confesó alguna vez, y, con la impiedad y franqueza que lo caracterizaban, agregó: “Yo invito a cada ser, a cada hombre, a que grabe sus palabras y sus pensamientos, desde que su mente se despeja por la mañana hasta que se reposa. Invito a que se vigile, se analice. Verá cuántas maldades, juegos, intereses ha puesto en acción para sobrevivir ese día, es decir, no la eternidad sino una miseria de 24 horas”.

Zama apareció en 1956, un año después de que lo hiciera Pedro Páramo, otra novela esencial para la literatura en lengua española. El mexicano Juan Rulfo fue reconocido de inmediato en Europa y América, con el argentino Antonio Di Benedetto demoraron un poco más. A comienzos de los años 70, en Francia, en Alemania y en España se leían y estudiaban sus textos. No sucedía lo mismo en nuestro país. Hubo unos pocos adelantados —Juan José Saer destacó la singularidad de la lengua con la que está contada Zama, Noé Jitrik señaló que don Diego de Zama bien podría ser el arquetipo de esos americanos que por imaginarse en Europa desdeñan a su propio continente—, pero cada vez que había que hablar de las novelas que honran a nuestra lengua, Zama no estaba en la lista. El olvido parece ser una costumbre nacional.

Casi como dibujando su inmediato destino, Di Benedetto supo escribir: “Para morir quisiera un lugar donde nadie me reconozca” y no es casual que el libro que publicó antes de morir se llame Sombras nada más. Hoy, a un cuarto de siglo de esa muerte, las piezas comienzan a acomodarse: los textos de Di Benedetto se investigan y estudian en diversas cátedras universitarias; en este mismo suplemento cultural, Mario Goloboff realizó una aguda relectura de Zama. En La Argentina como narración, Jorge Monteleone, el compilador de esa definitiva antología, la presenta como el texto fundacional de nuestra literatura. Lejos de ser sólo sombras, la obra de Antonio Di Benedetto se alza en toda su grandeza, definitivamente única y luminosa.

Télam, Suplemento literario, julio 2012

Los suicidas. Novela. Fragmento.

Antonio Di Benedetto 

 Los suicidas

 LOS SUICIDAS
 Todos los hombres sanos han
   pensado en su suicidio alguna vez.

                     Albert Camus

PRIMERA PARTE




                      LOS DÍAS CARGADOS DE MUERTE


 Mi padre se quitó la vida un viernes por la tarde.
   Tenía 33 años.
   El cuarto viernes del mes próximo yo tendré la misma edad.
   Aunque tía Constanza, con reserva pero sin tacto, mencionó esa coinciden-cia, no he vuelto a ella mi pensamiento hasta hoy que el tema, de cierta mane-ra, ha salido a mi encuentro.
   En la agencia el jefe me dijo: "Puede ser su oportunidad".
   Sin requerir consentimiento, me introdujo en la tarea. Sobre el escritorio desplegó tres fotografías y me incitó a descubrir lo que posiblemente él ya había observado.

   -¿Qué ve en ellas?

   Consideré que esperaba de mí una deducción fuera de lo corriente. Inclinado, examiné las fotos, que tenían, cada una, un cuerpo humano, tumbado y vestido. Dije:

   -Veo que están muertos, los tres.


   -No es una respuesta muy sagaz.

   Acepté su mordacidad como una advertencia de que debía ver mejor, y pronto. Me molestó, pero transigí, más bien por el presentimiento de que comenzaba a descifrar. Indiqué:

   -Una es mujer, dos son hombres.

   Remarqué lentamente, como si costara enterarse. Proseguí, sin prisa:

   -Ella y este otro conservan los ojos abiertos. El tercero no.

   -¡Oh! -dijo el jefe, se arrancó del escritorio y caminó.

   Entonces pensé que no soy un bromista y ya bastaba porque asimismo él podía decir basta. Dije:

   -Los que tienen los ojos abiertos siguen mirando ...

   El jefe se detuvo, yo también.
   Sentí que entendía y que me importaba lo que había entendido:

   -Miran ... como si miraran para adentro, pero con horror.

   No necesitaba su aprobación -un sonido que me echó-, ni el silencio con que propició la impresión de que algo faltaba. Sí, en mi mente había una señal, confusa, hasta que pude afirmar:

   -Están espantados, tienen el espanto en los ojos y sin embargo, en la boca se les ha formado una mueca de placer sombrío.

   No dudé que había acertado, que le había ampliado la visión. Eso ya estaba.    Lo que a continuación, con urgencia, precisaba saber, era lo que le pregunté:

   -¿Los mataron?

   -No, se mataron.

   Era el embrión de una serie de notas. Un embrión informe.
   Discutimos la serie: Historia de los dos casos de los ojos espantados. No conocemos la historia. Alguien, un profesional respetable, proporcionó las fotos; no puede ayudarnos ni decirnos quiénes son ni quién las tomó. Dos casos no dan para una serie. Pero su historia nos hace falta. Hay que averi-guar, pesquisa propia. La policía no colaborará.
   Se puede probar. No colaborará, no informa sobre suicidios. La publicación provoca el contagio. Suicidios por imitación, epidemia de suicidios, peste de suicidios.
   ¿Por qué el horror introspectivo? ¿Por qué el placer sombrío? Por ahí puede darse la generalización, más material para más notas, la serie si confirmamos la generalización.
Sí. No puede ser la historia de dos, o dos historias que dejaron de ser noticia. Precisamos casos frescos. Habrá que esperar. ¿Esperar qué? Que se produz-can, y ver. No, no se puede esperar, dispone de dos meses. Tenemos lista la circular para ofrecer la serie a los diarios. Podemos venderla a treinta vesper-tinos y tres revistas en color. ¿La quiere sensacionalista? No, seria. Nuestra agencia no es sensacionalista. Como usted dijo vespertinos ... Dije no más. Para las revistas precisará diapositivas. ¿Por qué solo revistas color?
Por la sangre, para que se aprecie el rojo; si no, hay que marcarla con una flecha y explicar en el epígrafe, y se pierde. Tiene razón. Trabaje con Marcela. ¿Por qué Marcela?
Recuerde, el reportaje del avión caído en la cordillera. Sabe arriesgarse. En este asunto no habrá riesgos, trataremos con muertos. ¿No habrá? Así lo espero. Quién sabe.
   Recurro: Mejor sería Pedro, preferiría trabajar con un hombre. Manda: No, Marcela.
   Sin decirlo, pienso en Marcela como en un negocio particular. Es ascética, parece. Es casi nueva en la agencia y apenas la conozco. No nos gustamos. No me gusta, he soltado por ahí. Uno me preguntó por qué. Dije:

"Tiene 30 o 32". Años, quise decir.


Salgo y me alivio. Me deslumbra el verano. Me deslumbra y rápidamente me pone pegajoso el cuerpo.
Viene por la vereda una blusa con interiores. Podría decirle algo. Otra, esco-tada. Nada le digo a ésta tampoco, es inútil para el vínculo, pasan; pero la miro, quién sabe cómo, porque una señora me mira. Es la censura y pretende arrinconarme.
   Pienso en la serie. Tendré que ver gente que no me importa porque no es la que lo hizo; personas prevenidas, reacias (quizá Marcela me ayude a llegar a ellas; en su estilo es un cebo, tiene 30).
   Pongo el pie en el cajón de lustrar.
   Y tendré que hablar, hablar de eso.
   Pienso en papá. Yo era como este niño, el lustrador, así de pequeño. Supe que había muerto, ignoraba cómo.
Lloré hasta secarme, dormí, desperté, la ceremonia seguía, las visitas susurraban. Alguien, posiblemente mi madre, clamaba: "¡Muerte injusta!" Comprendí lo de injusta -nos dejaba sin él-, pero no pude entender cómo la Muerte se introdujo en la casa y se apoderó de papá.
Porque en la mañana él estaba vivo, de pie y sano como cualquiera, y murió en la tarde mientras había sol, y yo tenía el convencimiento de que la Muerte era una figura siniestra que daba sus golpes en la oscuridad de la noche.
   Pregunto, al niño que me lustra los zapatos, qué es la muerte.
   Levanta sus ojos marrones y me considera, desde abajo, entre sorprendido e intimidado, si bien no cesa de cepillar.
   Mi pregunta ha sido excesivamente abstracta. Me corrijo y sonrío, para atraerlo:

   -¿Nunca murió alguien que conocías, un vecino, un tío? ..

   El chico se encorva sobre su trabajo, se concentra y dice:

   -Sí, mi papá.

   Callo.
   Él me espía, con curiosidad: advierto que no me rechaza. Procuro establecer -¿he comenzado mi tarea?- qué conoce de los alcances de la muerte, dónde supone que está el que muere.
   Contesta que el padre está en un nicho, pero la madre, al principio contaba que se fue de viaje, y ahora dice que está en el Cielo. Él no lo cree. ¿No cree en el Cielo? En el Cielo sí, pero el Cielo es para los buenos y el padre le pegaba a la madre.
   Estoy pasando un día cargado de muerte. Es suficiente. Entro a un cine donde dan Alphaville. Trabajaré mañana.


   Sin embargo, en la noche, despegado de Julia, aunque junto a ella, repaso lo que dijo el lustrabotas y noto que, en definitiva, no llegué de vuelta al interro-gante inicial: ¿Qué es, para un niño, la muerte?
   Pido a Julia que lo averigüe entre sus alumnos, en la escuela. Se alarma, se defiende, se ofusca. Explico, apaciguo. La serie, mi trabajo ...
   Se niega, obstinadamente. Dice que no es normal.
   "¿Que no soy normal? .. ", y la desconcierto.
   Sé perfectamente que no dijo eso.


   Desayuno con mamá. Habitualmente, es el único rato que pasamos reunidos.
   Me cuenta que se ha encontrado con Mercedes, su amiga, y doña Mercedes le ha dicho: "No tengo familia, tengo televisor". Yo objeto: "Tiene hijos y nie-tos, y vive con ellos".

   -Sí, pero la dejan sola: entran y salen; cenan con el televisor encendido.

   No es un reproche para mí, aunque puedo deducir una moraleja.
   El calor, que está tomando posesión del día, me altera.
Mamá lo nota. Baja persianas, me ofrece el ventilador.
   Creo que mamá es la única persona que me quiere.

   -Me gustaría vivir en un país con nieve -dice.

   Siempre lo ha dicho. A mi vez, le he ofrecido unas vacaciones de invierno. Anualmente renuevo el plan.

   Repito: "Este año iremos".

   -¿Adónde?

   -A la nieve.

   -Ah sí. Sí, hijo, iremos.

   Algunas mañanas se opone y me dice que ahorre para el auto pequeño. "Lo necesitas, es por tu trabajo".
   Me deprime, otros lo consiguen: auto y nieve.
   Mi hermano, que tiene un Fiat 1500, ofrece:

   -¿Te llevo?

   Mamá comprende que ha terminado su ración diaria de ese hijo y se entris-tece. Me doy cuenta pero mi vida está enredada con la calle.
   Mi hermano besa a su hijo y a su hija y al segundo varón y al tercer varón. El tercero trae en las manos, bien destrozada, Minotauro 7. La reconozco por los pedazos de tapa. Le doy un bofetón y se la quito. Mi cuñada, desde la puerta de la cocina, dice: "¡Mauricio!", nada más. Da la alarma al marido, le reclama, por ese hermano que el marido tiene.
   Mi hermano se abstiene. Dice: "Calma", como un magistrado.
   En camino, no habla.
   Un imprudente se mete y se salva porque Mauricio clavó los frenos. Podía insultarlo, con todo derecho; no lo hace, yo lo hago.
   Normalmente, no insulto a nadie, excepto los sábados.


   A Marcela le corresponde el turno de la tarde. No podré verla hasta las 4. Sin duda, no está avisada de que la ponen conmigo.

   Aceituno, el cronista de la agencia que actúa en el Departamento Central de Policía, no liga las fotos con sucesos que a él lo hayan ocupado. Las hace circu-lar entre los colegas de la sala de periodistas y las imágenes vuelven a mi po-der sin suscitar ningún recuerdo entre los especializados.
   Aceituno me vincula con la policía científica. Me deja con el jefe.
   Solicito colaboración informativa para la agencia. La agencia tendrá toda la colaboración que precise, a menos que se trate de causas pendientes de deci-sión judicial, delitos en investigación reservada, abusos morales contra meno-res y suicidios.
   Yo no he mencionado, aún, las fotografías. Haré como que no entiendo que encuadran en las excepciones que se me vedan.
   ¿Dispongo de tiempo para conocer el museo interno? Sí, dispongo. Lo que contará, al final, es el costado amistoso.
   Tomamos café junto a la cabeza de un mafioso con la cara perforada por tres balas. Lleva treinta años en la vitrina. Existe una fórmula para conservar el color de la piel.
   Nombra los "cadáveres judiciales" y le planteo el problema: Si yo poseo la foto de un cadáver judicial -es decir, con circunstancias que dan lugar a la intervención de la policía y la justicia-, pero desconozco nombre y toda otra referencia, ¿cómo puede ser identificado?
   Menciona el archivo de personas desaparecidas, el protocolo de todo el que pasó la autopsia, la memoria visual de los técnicos, el criterio selectivo que cierra el campo de investigación determinando el sexo, la edad aproximada, la época en que murió (por la ropa), el escenario ambiente y mucho más.

   -Entonces, ¿es posible?

   -Absolutamente posible.

   En consecuencia, extraigo las fotos y pido la identificación y la historia.
   Las recibe, las observa, las aparta y dice:

   -Aparentemente, son suicidas.

   -Son suicidas.

   Entonces dice:

   -Absolutamente imposible.

   Al salir pasamos por los gabinetes. Hay una muchacha de guardapolvo blanco y de piel muy blanca. Me nota.
Es algo.


   Ando por elegir restaurante con dos virtudes: pescado a la parrilla y gente que yo no conozca y que no me hable de lo que ya sé, sale en los diarios, nos formamos opinión en las mismas revistas.
   Coincido ante el menú de la vidriera con un turista que me pregunta dónde se puede comer platos típicos, y cambia de idea, no sé si adivina qué buscaba yo para mi almuerzo: quiere que le informe cómo se llega al acuario. Por úl-timo me agradece y declara: "Tienen una ciudad muy bonita, ustedes", y a este cumplido respondo que él no puede decir "tienen", porque yo no tengo nada, la ciudad no es mía. Quizá no nos hemos entendido bien porque dice: ''Ah, usted tampoco es de acá".
   Es la época, y se ven muchos turistas, a las turistas "se les ve" mucho, ellas lo quieren así, lo cual resulta muy agradable.
   Justamente, anoche he soñado de nuevo que andaba desnudo.


  En la agencia paso las fotos a la jefa del archivo. Por hábito profesional de primera intención no toma mayormente en cuenta lo que representan, las da vuelta: busca el número de registro y la fecha de ingreso o publicación. El re-verso no tiene inscripción alguna.

   -No son nuestras -me aclara, innecesariamente.

   -¿Las recuerda, por algún motivo? ¿Le dicen algo?

   Ya las está disfrutando.

   -¡Son fantásticas! -proclama y quiere saber más-: ¿Quiénes son? Qué le pasó a ésta, ¿la forzaron?


   Después visito a Bibi. Está saqueando una revista polaca escrita en inglés. Es la traductora de la agencia, y por eso y por su memoria indeleble y ordenada la llamamos Fichero.
   Pongo una silla frente a ella, que está detrás de su mesa. Trato de resultar simpático, a partir del rostro.

   -¿Me ayudará?

   Otros la tutean, no yo. Corrientemente, no "está" conmigo: no soy depor-tista, como ella; no vivo de chacota, como los demás.

   -¿De qué se trata?

   -Suicidio.

   -¿De quién?

   -Si yo lo supiera ... No el mío, al menos.

   -Ah, sí. -Fichero funciona-: El melanesio que se tira de las ramas de una palmera y el N° 350 que el 12 de marzo de 1967 pega el salto desde la torre Eiffel.
Demóstenes y Marilyn Monroe, Stefan Zweig y señora, Werther y Kirilov, Ana Karenina, Safo y el mandugumor que aborda solo la isla enemiga para que la tribu se lo coma. Todo eso, ¿verdad?

   -Todo eso.

   -Y también: 1963, Vietnam, monjes budistas con túnicas amarillas, nafta y un fosforito; harakiri con espada de madera para el guerrero que se quedó sin trabajo, pobrecito no hay guerra; gas de la cocina para la señora que no le cree al médico, su dolor de estómago es por un cáncer, ¿no es cierto?

   -Eso también, sí, y esto -exhibo las fotos.

   Bibi se concentra en el examen, pero evidentemente no saca nada en limpio. Hago para ella un resumen de la situación, a fin de ubicarla, para que vea por dónde debo empezar: por resolver, al menos, esos dos casos. Lo de los mela-nesios vendrá después.
   No obstante, ella se ocupa, quiere saber más sobre lo que se puede lograr de la policía científica. Insisto en que no hay colaboración. Bibi me avisa: "Tengo una amiga", y en ese momento entra, silenciosa, y espera, Marcela. Bibi me cita: "Mañana, en la noche, en el bowling".
   Retiro las fotos, se las paso a Marcela y digo: “Vamos”.

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