lunes, 23 de diciembre de 2013

XAVIER VILLAURRUTIA. POEMAS.

 

Sobre Xavier Villaurrutia

Xavier Villaurrutia nació en la ciudad de México el 27 de marzo de 1903 y murió el 25 de diciembre de 1950. En la Escuela Nacional Preparatoria comenzó su amistad con Salvador Novo y Jaime Torres Bodet. En esta temporada publicó sus primeros versos en revistas como Policromías y México Moderno.
Hacia 1927, animado por el entusiasmo, la inteligencia y el auspicio de Antonieta Rivas Mercado, junto con Salvador Novo, Gilberto Owen, Jorge Cuesta, Manuel Rodríguez Lozano, Celestino Gorostiza y otros personajes, formó el grupo Ulises, del que nacieron los proyectos de la revista Ulises (1927-1928), que codirigieron Villaurrutia y Novo, y el Teatro de Ulises (1928), antecedente principal del teatro moderno en México.
En 1928, participó en la creación de la Antología de la poesía mexicana moderna que salió a la luz bajo el sello de Contemporáneos, que dio nombre tanto al grupo literario como a la revista, que a decir de Alí Chumacero, fue un órgano “en cuyas páginas congregaron sus aspiraciones, dio el salto y, a veces de manera funambulesca y en ocasiones con el acierto que presta el acaso de la aventura, arrancaron la poesía de un molde que, por común, empezaba a proliferar en escritores de parco relieve”.* Dentro de los Contemporáneos, Villaurrutia fungió como una de las conciencias más críticas y agudas del grupo.
En 1932, fundó con Clementina Otero, Agustín Lazo, Celestino Gorostiza y Julio Bracho el Teatro de Orientación. En 1935-1936 fue becado por la Fundación Rockefeller para estudiar arte dramático en la Universidad de Yale. De regreso a México, participó en la organización de varios grupos teatrales, como el del Sindicato Mexicano de Electricistas, el Teatro de Medianoche, el Teatro de México, Proa Compañía Mexicana de Comedia y el Teatro de Bellas Artes, entre otros.
Fue nombrado jefe de la Sección Teatral del Departamento de Bellas Artes y, en 1946, inauguró junto con Celestino Gorostiza, Clementina Otero, Salvador Novo y Enrique Ruelas la Escuela de Arte Teatral del INBA.
Colaboró como guionista y adaptador en varias realizaciones del cine mexicano, entre las cuales se encuentran las producciones de la Cinematográfica Latino Americana, S.A. (Clasa). Participó en el Sindicato de Autores y Adaptadores Cinematográficos, en el Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica y en el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica. Fue miembro de la Sociedad de Autores y Adaptadores Cinematográficos, de la Asociación Nacional de Actores y de la Unión Nacional de Autores.
“Villaurrutia —considera Octavio Paz— vivió inmerso en la vida literaria pero su obra es escasa, como si la mayor parte de sus horas las hubiera dedicado no a las letras sino a otras actividades. Aunque fue sobre todo un poeta lírico, sus poesías completas forman apenas un delgado volumen de unas cien páginas, una décima parte de su obra. El resto está compuesto por el teatro, la crítica y unos cuantos textos que se acercan, sin llegar a serlo realmente, a la novela y el relato. El teatro abarca la mitad de su producción en prosa. Fue su gran afición y, al final, de su vida, su ocupación central.”**
La obra de Villaurrutia comprende, en efecto, una breve y muy relevante producción poética —Reflejos (1926), Dos nocturnos y Nocturnos (1931), Nocturno de los ángeles (1936), Nocturno mar (1937), Nostalgia de la muerte (1938), Décima muerte y otros poemas no coleccionados (1941), Canto a la primavera y otros poemas (1948)—, que parece desfallecer frente a su producción dramática: Parece mentira (estrenada en 1933, publicada en 1934); ¿En qué piensas? (1938); Ha llegado el momento (estrenada en 1938, publicada en 1939); Sea usted breve (1938); La hiedra (1941); El ausente (publicada en 1942, estrenada en 1951); La mujer legítima (1943); Invitación a la muerte (1944); El yerro candente y El solterón (1945); El pobre Barba Azul (estrenada en 1947, publicada en 1948); La mulata de Córdoba (estrenada en 1939, publicada en 1948); La tragedia de las equivocaciones (1950); Juego peligroso (estrenada en 1950, publicada en 1953).
En 1953, Alí Chumacero realizó para el Fondo de Cultura Económica la primera reunión de la obra poética y dramática de Villaurrutia, la cual sería ampliada posteriormente por el mismo Alí Chumacero, Luis Mario Schneider y Miguel Capistrán, edición a la cual sumarían textos críticos, ensayos y “prosas varias”.
Poeta, dramaturgo, ensayista, crítico e impulsor destacado de las artes plásticas, del cine, del teatro, guionista y adaptador cinematográfico, maestro de artes escénicas y de literatura, actor y excelente dibujante, son algunas de las diferentes vertientes que conformaron una de las personalidades más singulares, notables e influyentes dentro del panorama cultural mexicano en el siglo XX. Su carisma, su don de gentes, su talento, concitaron en torno suyo a muchas figuras que junto con él no sólo introdujeron en México los aspectos distintivos de una modernidad que puso a tono al país con el resto del mundo, sobre todo intelectualmente y con su aportación contribuyeron a que la tarea civilizadora de la Revolución Mexicana, impulsada por José Vasconcelos, alcanzara prácticamente a plenitud muchos de sus objetivos.
Cinco años después  de su muerte, en 1955, bajo la iniciativa de Francisco Zendejas y a sugerencia de Alfonso Reyes, se constituyó el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores, con el propósito de celebrar el mejor libro publicado durante el año, premio que actualmente otorgan el Conaculta y el INBA, en colaboración con la Sociedad Alfonsina Internacional.
* Xavier Villaurrutia, Obras, México, FCE, 2006.
** Octavio Paz, Obras completas: Generación y semblanzas: Dominio mexicano, México, FCE, 2006.
 

AMOR CONDUSSE NOI AD UNA MORTE

Amar es una angustia, una pregunta,
una suspensa y luminosa duda;
es un querer saber todo lo tuyo
y a la vez un temor de al fin saberlo.

Amar es reconstruir, cuando te alejas,
tus pasos, tus silencios, tus palabras,
y pretender seguir tu pensamiento
cuando a mi lado, al fin inmóvil, callas.

Amar es una cólera secreta,
una helada y diabólica soberbia.

Amar es no dormir cuando en mi lecho
sueñas entre mis brazos que te ciñen,
y odiar el sueño en que, bajo tu frente,
acaso en otros brazos te abandonas.

Amar es escuchar sobre tu pecho,
hasta colmar la oreja codiciosa,
el rumor de tu sangre y la marea
de tu respiración acompasada.

Amar es absorber tu joven savia
y juntar nuestras bocas en un cauce
hasta que de la brisa de tu aliento
se impregnen para siempre mis entrañas.

Amar es una envidia verde y muda,
una sutil y lúcida avaricia.

Amar es provocar el dulce instante
en que tu piel busca mi piel despierta;
saciar a un tiempo la avidez nocturna
y morir otra vez la misma muerte
provisional, desgarradora, oscura.

Amar es una sed, la de la llaga
que arde sin consumirse ni cerrarse,
y el hambre de una boca atormentada
que pide más y más y no se sacia.

Amar es una insólita lujuria
y una gula voraz, siempre desierta.

Pero amar es también cerrar los ojos,
dejar que el sueño invada nuestro cuerpo
como un río de olvido y de tinieblas,
y navegar sin rumbo, a la deriva:
porque amar es, al fin, una indolencia.



DÉCIMA MUERTE,
A Ricardo de Alcázar

I

¡Qué prueba de la existencia
habrá mayor que la suerte
de estar viviendo sin verte
y muriendo en tu presencia!
Esta lúcida conciencia
de amar a lo nunca visto
y de esperar lo imprevisto;
este caer sin llegar
es la angustia de pensar
que puesto que muero existo.

II

Si en todas partes estás,
en el agua y en la tierra,
en el aire que me encierra
y en el incendio voraz;
y si a todas partes vas
conmigo en el pensamiento,
en el soplo de mi aliento
y en mi sangre confundida,
¿no serás, Muerte, en mi vida,
agua, fuego, polvo y viento?

III

si tienes manos, que sean
de un tacto sutil y blando,
apenas sensible cuando
anestesiado me crean;
y que tus ojos me vean
sin mirarme, de tal suerte
que nada me desconcierte
ni tu vista ni tu roce,
para no sentir un goce
ni un dolor contigo, Muerte.

IV

Por caminos ignorados,
por hendiduras secretas,
por las misteriosas vetas
de troncos recién cortados,
te ven mis ojos cerrados
entrar en mi alcoba oscura
a convertir mi envoltura
opaca, febril, cambiante,
en materia de diamante
luminosa, eterna y pura.

V

No duermo para que al verte
llegar lenta y apagada,
para que al oír pausada
tu voz que silencios vierte,
para que al tocar la nada
que envuelve tu cuerpo yerto,
para que a tu olor desierto
pueda, sin sombra de sueño,
saber que de ti me adueño,
sentir que muero despierto.

VI

La aguja del instantero
recorrerá su cuadrante,
todo cabrá en un instante
del espacio verdadero
que, ancho, profundo y señero,
será elástico a tu paso
de modo que el tiempo cierto
prolongará nuestro abrazo
y será posible, acaso,
vivir después de haber muerto.

VII

En el roce, en el contacto,
en la inefable delicia
de la suprema caricia
que desemboca en el acto,
hay un misterioso pacto
del espasmo delirante
en que un cielo alucinante
y un infierno de agonía
se funden cuando eres mía
y soy tuyo en un instante.

VIII

¡Hasta en la ausencia estás viva!
Porque te encuentro en el hueco
de una forma y en el eco
de una nota fugitiva;
porque en mi propia saliva
fundes tu sabor sombrío,
y a cambio de lo que es mío
me dejas sólo el temor
de hallar hasta en el sabor
la presencia del vacío.

IX

Si te llevo en mí prendida
y te acaricio y escondo,
si te alimento en el fondo
de mi más secreta herida;
si mi muerte te da vida
y goce mi frenesí,
¡qué será, Muerte, de ti
cuando al salir yo del mundo,
deshecho el nudo profundo,
tengas que salir de mí?

X

En vano amenazas, Muerte,
cerrar la boca a mi herida
y poner fin a mi vida
con una palabra inerte.
¡Qué puedo pensar al verte,
si en mi angustia verdadera
tuve que violar la espera;
si en vista de tu tardanza
para llenar mi esperanza
no hay hora en que yo no muera!

NOCTURNO DE LA ESTATUA.

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,
querer tocar el grito y sólo hallar el eco,
querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo.
Hallar en el espejo la estatua asesinada,
sacarla de la sangre de su sombra,
vestirla en un cerrar de ojos,
acariciarla como a una hermana imprevista
y jugar con las flechas de sus dedos
y contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta oírla decir: «estoy muerta de sueño».


NOCTURNO DE LOS ÁNGELES.

Se diría que las calles fluyen dulcemente en la noche.
Las luces no son tan vivas que logren desvelar el secreto,
el secreto que los hombres que van y vienen conocen,
porque todos están en el secreto
y nada se ganaría con partirlo en mil pedazos
si, por el contrario, es tan dulce guardarlo
y compartirlo sólo con la persona elegida.

Si cada uno dijera en un momento dado,
en sólo una palabra, lo que piensa,
las cinco letras del DESEO formarían una enorme cicatriz luminosa,
una constelación más antigua, más viva aún que las otras.
Y esa constelación sería como un ardiente sexo
en el profundo cuerpo de la noche,
o, mejor, como los Gemelos que por vez primera en la vida
se miraran de frente, a los ojos, y se abrazaran ya para siempre.

De pronto el río de la calle se puebla de sedientos seres,
caminan, se detienen, prosiguen.
Cambian miradas, atreven sonrisas,
forman imprevistas parejas...

Hay recodos y bancos de sombra,
orillas de indefinibles formas profundas
y súbitos huecos de luz que ciega
y puertas que ceden a la presión más leve.

El río de la calle queda desierto un instante.
Luego parece remontar de sí mismo
deseoso de volver a empezar.
Queda un momento paralizado, mudo, anhelante
como el corazón entre dos espasmos.

Pero una nueva pulsación, un nuevo latido
arroja al río de la calle nuevos sedientos seres.
Se cruzan, se entrecruzan y suben.
Vuelan a ras de tierra.
Nadan de pie, tan milagrosamente
que nadie se atrevería a decir que no caminan.

¡Son los ángeles!
Han bajado a la tierra
por invisibles escalas.
Vienen del mar, que es el espejo del cielo,
en barcos de humo y sombra,
a fundirse y confundirse con los mortales,
a rendir sus frentes en los muslos de las mujeres,
a dejar que otras manos palpen sus cuerpos febrilmente,
y que otros cuerpos busquen los suyos hasta encontrarlos
como se encuentran al cerrarse los labios de una misma boca,
a fatigar su boca tanto tiempo inactiva,
a poner en libertad sus lenguas de fuego,
a decir las canciones, los juramentos, las malas palabras
en que los hombres concentran el antiguo misterio
de la carne, la sangre y el deseo.
Tienen nombres supuestos, divinamente sencillos.
Se llaman Dick o John, o Marvin o Louis.
En nada sino en la belleza se distinguen de los mortales.
Caminan, se detienen, prosiguen.
Cambian miradas, atreven sonrisas.
Forman imprevistas parejas.

Sonríen maliciosamente al subir en los ascensores de los hoteles
donde aún se practica el vuelo lento y vertical.
En sus cuerpos desnudos hay huellas celestiales;
signos, estrellas y letras azules.
Se dejan caer en las camas, se hunden en las almohadas
que los hacen pensar todavía un momento en las nubes.
Pero cierran los ojos para entregarse mejor a los goces de su encarnación misteriosa,
y, cuando duermen, sueñan no con los ángeles sino con los mortales.



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