Juan Gelman
Luis Hernández Navarro
EL PREMIO CHIAPAS
Fue un escándalo, un desafío. O, si se quiere, una jugarreta del destino.
Es la historia del poeta que, fiel a su pasado y a su futuro, desafió al general que era gobernador. En 1984, Juan Bañuelos recibió el Premio Chiapas. Gobernaba entonces el general Absalón Castellanos Domínguez, quien, diez años más tarde, sería secuestrado por el EZLN y castigado con la pena de obtener su libertad a manos de aquéllos a los que había humillado y oprimido. Hombre de horca y cuchillo, ordenó, apenas diez días antes de la ceremonia de entrega del premio, un operativo policiaco en contra de la comunidad irónicamente llamada El Paraíso, en el municipio de Venustiano Carranza, que había tenido como saldo el asesinato de 30 indígenas. El poeta dudó. No sabía si admitir o renunciar al reconocimiento a su obra. Pensó rechazarlo. Sus hijos lo convencieron y decidió aceptarlo. Como su padre había sido amigo del gobernador preparó dos discursos distintos para la ceremonia. Si el mandatario hablaba bien de su familia se limitaría a darle las gracias al jefe de Gobierno; si se ponía grosero, denunciaría la matanza. El día de la ceremonia se fue a echar unos tragos. Presuroso, llegó a su hotel y recogió los dos escritos preparados para la ocasión. Ante un teatro lleno de empleados públicos, Absalón habló bien del papá del vate, pero criticó a los maestros del estado por hacer una huelga. "Este es el ejemplo para tantos maestros que andan por ahí de revoltosos --dijo. Deberían seguir lo que hace este gran poeta alumno de Rosario Castellanos...". La puerta del teatro se abrió. Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal, entró. Bañuelos no lo conocía personalmente, pero al verlo supo que le iba a dar el premio para que esos 30 millones de pesos fueran entregados a las viudas y a los huérfanos de la matanza. Cuando llegó el momento de hablar, el homenajeado sacó el discurso para agradecer las palabras del gobernador. Resultó ser la denuncia. Guardó el documento. Sacó un nuevo escrito. Era también la denuncia. Había llevado dos copias del mismo documento. Se dijo entonces a sí mismo: "La suerte está echada". Cuando comenzó a leer el texto, el gobernador se indignó. "Oiga usted --afirmó el general al subsecretario de Educación--, éste es un malagradecido, le estamos dando un premio importantísimo". El funcionario lo interrumpió: "No, señor, lo que está haciendo el poeta es una cuestión de tipo cultural: está cediendo el premio a los huérfanos y a las viudas". De pie, el auditorio ovacionó a Bañuelos durante largos minutos. Una década después, Samuel Ruiz lo invitaría a formar parte de la Conai por ese gesto.
SER HIERBA
Ni el premio ni la actitud fueron una casualidad. Aunque Juan Bañuelos nació en una tierra (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 6 de octubre de 1932) en la que --según él mismo ha dicho-- "hay más poetas que árboles", ha ejercido su oficio con tenacidad, disciplina y talento. Y, a pesar de que nunca ha sido político ni ha militado en partido alguno, siempre ha defendido las causas en las que cree. Andrés Fábregas, exiliado español, desempeñó un papel clave en su formación preparatoria. Lo mismo lo introdujo en la lectura de los clásicos que le prestó libros y, ya borrachos, lo llevó a un célebre lugar non sancto de Tuxtla Gutiérrez: La Chusita. Irónicamente, aunque se formó en la poesía declamatoria, que tanto daño hizo a los políticos que la confundían con la oratoria, Bañuelos llegó a la poesía en forma cuando ésta no debía decirse en voz alta. En contra de la opinión de su padre, con una modesta beca y un pasaje llegó a México a estudiar Derecho. Durante meses se alimentó en un comedor público de las calles de El Carmen, en el centro, al lado de indigentes. En los primeros días de su estancia en la capital unos invidentes tropezaron con él derramándole su sopa de pescado en la ropa. A partir de ese día y durante meses su saco olió indistintamente a pescado y a gasolina. La generosidad de la administradora del comedor, vieja conocida de los días de Chiapas y cuya belleza le provocaba abrir la boca de chamaco, le permitió sortear la precariedad económica. Ya como estudiante de Derecho en la ciudad de México, Rosario Castellanos se hizo cargo de su formación literaria. Saliendo de la facultad, Bañuelos la visitaba en San Angel. Ella era una experta en la historia de la literatura mexicana, gran conocedora de Sor Juana y de la poesía contemporánea. Juntos analizaron la obra de Valery. La autora de Oficio de tinieblas lo recomendó con Jaime Sabines. El lo tomó como alumno. "Déjemelo a mí --le dijo a su paisana--, no vaya a resultar mampo". Jaime lo esperaba a las tres de la tarde para comer y echar unos tragos de ron Cortés. Juan Bañuelos fue, al igual que muchos otros personajes relevantes de su generación, integrante del grupo Medio Siglo de la Facultad de Derecho. Allí publicó su primer poema: La calle. Conoció también a Raúl Ortiz y a Sergio Pitol, amistades que le dieron una visión cosmopolita. Encontró que la literatura no terminaba en Cuautitlán. A los 14 años descubrió a Saint-John Perse. Lector curioso y voraz, un autor lo condujo a otro. Cuando vio que detrás de Eliot está Shakespeare, leyó a Shakespeare; al descubrir que detrás de Claudel se encontraba Dante, se volcó en la obra de Dante y después sobre la de Lucrecio. Bardo solitario, a pesar de tener muchos amigos, siente que apenas ha nacido. Fueron muchos años los que tomó su formación. Su obra ha sido un parto doloroso. Estudiante aventajado de geografía, su trabajo parece ser, en ocasiones, una cartografía trazada con la convicción de que un poema no es menos real que la realidad. Estudioso de la métrica, sigue escuelas diversas. Lejos de buscar temas --dice-- éstos lo encuentran. Con el poeta Martínez Rivas, uno de los más importante escritores de Nicaragua, y de quien Juan reconoce una importante influencia. Un largo día de farra se presentó en la oficina del director de la revista Poesía de América para darle a conocer su trabajo. Publicó allí su segundo poema. Conoció entonces al poeta catalán Agustí Bartra, quien lo animó a seguir escribiendo. Bañuelos lo presentó con el grupo, que después sería conocido como La Espiga Amotinada, en honor a su primer libro, publicado, en mucho, gracias a la generosidad de Bartra. Sus cinco autores fueron acusados de "manchar la poesía" de pasión social e intereses políticos. Las lecturas lo absorbieron. Su vocabulario creció. Conoció a Luis Cernuda en México. A Huidobro y a Neruda los encontró después. Cuando descubrió a César Vallejo se dijo: éste habla igual que los indios de Chiapas. En 1968, al poco tiempo de que Octavio Paz advirtiera que su poesía "es poderosa pero su peligro no es la dispersión sino el ruido: la retórica de la fuerza", recibió el Premio Nacional de Poesía. Fue --dice el chiapaneco-- de las pocas veces que contradije a Paz y tuve razón... Su primer empleo fue como corrector de estilo en editorial Novaro. Allí se hizo experto en La pequeña Lulú y Batman, y dio trabajo a compañeros suyos de otros países. Es curioso, pero muchos de sus mejores amigos han sido regularmente extranjeros. Con ellos se iba a una cantina llamada El Golfo de México a beber y a platicar sobre las tragedias de sus países. En Novaro, Aurelio Garzón del Camino, traductor de Balzac, le enseñó el castellano, señalándole los defectos en los que incurría por usar el español del vencido. Además se preocupó por su formación gastronómica: con frecuencia lo invitaba a comer y a tomar buenos vinos. Fue ascendido a jefe, pero no por mucho tiempo: lo bajaron rápidamente de categoría porque lo primero que hizo fue subirle el sueldo a sus empleados. Es que, dice él, había grandes conocedores de latín que trabajaban mucho, pero ganaban el salario mínimo. Cuando la editorial lo liquidó se esforzó en conocer el mundo. En 1978 recibió una invitación para viajar a Baja California y de allí saltó a San Francisco. En esa ciudad se reunió con el mundo beat de la librería City Lights Books, donde hizo buenos amigos. Un poeta de ese grupo de apellido Lamantia lo tradujo al inglés. Nueve años más tarde, en 1987, después de ser nombrado huésped distinguido por las autoridades de Sicilia, viajó por Italia, Grecia y Turquía leyendo poemas y dictando conferencias. Allí recobró la pasión por las raíces y los mitos.
MARCIANO CULEBRO ESCANDON
A los diez años de edad Juan Bañuelos estuvo a punto de conocer la selva. No llegó hasta allá. En cambio descubrió la discriminación a los indios. Su padre, mecánico de oficio, fue contratado para reparar la maquinaria procesadora de café que don Marciano Culebro Escandón tenía en su finca por los rumbos de San Quintín. Don Marciano Culebro Escandón tenía, según el poeta, unas cejas y una mirada como de diablo. Su tez era blanca con chapas coloradas y caminaba con grandes dificultades. El finquero tenía los dedos de los pies juntos. Sus padres, que eran primos hermanos, se casaron y procrearon un hijo y una hija con malformaciones genéticas. Padre e hijo llegaron a San Cristóbal de las Casas provenientes de Tuxtla Gutiérrez, como a las seis de la tarde. Hacía un frío endemoniado. Tenían que salir al día siguiente, a lomo de mula, a las cuatro de la mañana. Estaban allí los arrieros y los peones de don Marciano que fueron a comer tamales y atole. Cuando regresaron, el finquero vio que algunos de ellos se iban de lado y comenzó a insultarlos. Les dijo: ya fueron a tomar, tales por cuales. Le respondieron: fuimos a tomar, patroncito, un poquito de posh, porque hace mucho frío. Es que no basta el atole. Entonces, con su fuete en la mano, los llamó por su nombre. --¿No les dije que no fueran a tomar nada? --los recriminó enérgicamente--. Tenemos que salir a las cuatro de la mañana. De seguro traen otra botella para seguir tomando. ¿No les dije que no tomaran...? Comenzó entonces a golpearles el rostro con el fuete. El padre del escritor, antes de que pegara al tercero intentó detenerlo: don Marciano, eso no se hace. Son seres humanos. El hacendado le respondió: maestro, usted a lo suyo. Porque usted dice que son seres humanos... Pero eso es lo que usted cree. Allí terminó el viaje.
AMOR A PRIMERA VISTA
Recién llegado de Chiapas, Juan Bañuelos fue a una librería de viejo cercana a la Alameda. Los granaderos llegaron y arremetieron contra todo el mundo, el poeta incluido. Eran días de lucha sindical de ferrocarrileros, maestros y telegrafistas; también de represión. Demetrio Vallejo y Othón Salazar representaban la dignidad y la esperanza. El estudiante chiapaneco aprendió la lección sobre el país en que vivía. Figura clave de la vida intelectual y la izquierda mexicana, José Revueltas tuvo, en muchos sentidos, una gran influencia en la formación de Bañuelos como disidente. La expulsión del autor de Los días terrenales del Partido Comunista le dio idea de lo que podía ser un dogma y lo hizo desistir de militar en las filas del partido. En 1960 intentó participar en una huelga de hambre para exigir la libertad de los presos políticos organizada por Juan de la Cabada y el mismo Revueltas. El duranguense envió a Bañuelos al lado de su padre moribundo. Sus amigos de la Liga Espartaco pensaban, sin embargo, que el bardo no tenía remedio. De alguna forma siempre se las ideaba para salir en las páginas de sociales de la prensa nacional. En una ocasión en que lo juzgaron por tener desviaciones pequeño burgesas, Revueltas, entrado en copas, lo defendió: --Ya déjenlo en paz --dijo--, ¿es o no compañero? ¿Es o no buen poeta? Terminó proponiendo que fuera espía del proletariado dentro de la burguesía. Siguieron en el país las luchas sociales. Campesinos, médicos y estudiantes tomaron tierras y calles. De ellas abrevó Bañuelos y con ellas fijó señas de identidad y mapas. Los estudiantes del 68 declamaban sus poesías y las utilizaban como consignas. Ese año, a bordo de un camión se encontró con un verso suyo pintado en una barda de las calles de Reforma. Pensó que la policía iba a ir por él. Vendrían después la guerra sucia y los desaparecidos; las revoluciones centroamericanas y el trueno zapatista. A todas ellas las acompañó y recreó Juan. De todas ellas tomó inspiración y aliento. Cuando se divorció, después del 68, se encontró con lo inverosímil. En la demanda legal fue acusado de no tener principios cristianos y de que en su casa se juntaban puros comunistas para echar abajo el gobierno. Crítico del totalitarismo de la usura y promotor de la política como humanismo, encontró en el levantamiento indígena de 1994 la esperanza. Integrante de la Conai y figura relevante de las iniciativas ciudadanas por encontrar una salida justa al conflicto, Bañuelos asegura que lo mejor que le ha pasado en su vida es volver a Chiapas, ser uno de los promotores por una paz digna y que se reconozcan los derechos de los indígenas; conocer a los indios más profundamente, ser partícipe de sus demandas. La emergencia de los pueblos originarios no es en él un descubrimiento. Varios años antes del 94, después de una crisis personal, comenzó a estudiar etnología y arqueología en un retorno a los orígenes que le dió fuerza. Su contacto directo con la riqueza cultural grecolatina lo llevó a concluir que necesitaba hacer un viaje a las profundidades del país. Recobró entonces el contacto con el mundo indio que había conocido desde su niñez y alimentó su obra con él. Ese renacimiento fue, sin embargo, doloroso. En una de las primeras reuniones hechas en Chiapas días después de la insurrección por un grupo reunido alrededor del obispo Samuel Ruiz y de don Pablo González Casanova con el objetivo de que distintos representantes indígenas expusieran sus problemas, Bañuelos se impresionó mucho con las quejas que escuchó. De repente, cuenta él, "se paró un joven y le preguntamos: ¿cuál es su problema?, ¿de qué comunidad viene? No, mi problema --dice-- es que no sé quién soy. No sé quién soy ni quienes fueron mis antepasados. ¿De qué etnia es usted? Yo soy zoque, pero ya desaparecieron mis abuelos. Ya todo mundo está trabajando. Yo sufro. Yo trabajo en la hacienda y sufro mucha discriminación. Se burlan mucho de mí. Estudié para cuestiones administrativas, pero yo quiero saber de dónde vengo". El poeta se conmovió profundamente ante el relato de un hombre que se había perdido, que no sabía de dónde venía. Como poeta, dice de sí mismo, ha crecido como la hierba sin nombre. Testigo de los pasos de los habitantes, se ha secado muchas veces. Y, terco, ha vuelto a crecer. Como hombre ha vivido indignándose con los Marciano Culebro Escandón del mundo, doliéndose de los presos políticos y los desaparecidos de la guerra sucia, lamentando a los hombres que se pierden a sí mismos, pero, también, ha saludado con júbilo los ¡Ya basta! que de cuando en cuando se dejan oír en territorio nacional y donando su Premio Chiapas a las víctimas de los atropellos gubernamentales. Al igual que Faulkner, Juan Bañuelos cree que es privilegio del escritor ayudar a que el hombre resista. Su libro El traje que vestí mañana es testimonio de esa resistencia construida con oficio, sensibilidad y sabiduría; es material vivo del esfuerzo para que, desde la poesía, lo profundamente humano prevalezca
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