BUÑUEL
En 1950, yo estudiaba en la Universidad de
Ginebra y asistía a un cineclub de la ciudad suiza. A principios de esos años,
allí vi por primera vez Un perro andaluz de Luis Buñuel. El presentador de la
película dijo que se trataba de un cineasta maldito, muerto en la guerra de España.
Alcé la mano para corregirlo: Buñuel estaba vivo, vivía en México y acababa de
filmar Los olvidados, que sería presentada esa misma primavera en Cannes.
Los olvidados llegó a Cannes a pesar de las
objeciones de funcionarios pacatos y chovinistas del gobierno mexicano, que la
consideraban una película «denigrante para México». Octavio Paz, entonces
secretario de la Embajada de México en Francia, desobedeció la desaprobación
oficial y personalmente distribuyó un lúcido ensayo sobre Buñuel y su gran película
a la entrada del Palacio de los Festivales en Cannes. Buñuel nunca olvidó este
acto de valentía y generosidad.
Yo conocí a Buñuel durante la filmación de
Nazarín en Cuautla. Actuaban en la película mi primera mujer, Rita Macedo,
Marga López y un extraordinario Francisco Rabal que le daba al personaje de
Galdós un aura de ausencia mística y dulce misericordia que sostenían,
maravillosamente, la rabia y el dolor final del personaje. La esencia de la
secreta religiosidad de Buñuel está en Nazarín. Su famosa frase «Gracias a Dios
soy ateo» es no sólo una divertida boutade, sino un disfraz necesario para un
creador, como Buñuel, que encarnó como nadie la turbadora frase que Pascal pone
en boca de Cristo: «Si no me hubieras encontrado, no me buscarías.» En este
punto, Buñuel fue parte de una de las corrientes intelectuales más serias e
inclasificables del siglo XX: el temperamento religioso sin fe religiosa, del
cual dan testimonio, en diversos grados de temperatura, Camus y Mauriac, Graham
Greene y, en el cine, el protestante a su pesar, Ingmar Bergman, y el ateo, por
la gracia de Dios, Luis Buñuel.
¿Quién, como Buñuel, luchó más
valientemente con el drama de la conciencia cristiana en Nazarín y Viridiana?
Pero, ¿quién, asimismo, dio cuenta más ácida de las deformaciones de la fe
institucionalizada y de los abusos del poder usado en el nombre de Cristo que
Buñuel en La edad de oro. Simón del desierto o La vía láctea? Esta última, cuyo
tema son las herejías, nos recuerda que «hereje», etimológicamente, significa
«el que escoge». Una brevísima pero maravillosa escena de Tristana muestra a la
protagonista indecisa entre escoger dos garbanzos idénticos en una cazuela. A
veces, Buñuel escoge tajantemente. «Mi horror de la ciencia y la tecnología me
llevarán de nuevo a la detestable creencia en Dios», dice un personaje de El
fantasma de la libertad, y Buñuel me indica: «Ése soy yo.»
El patriotismo, el chovinismo, las
ideologías políticas se contaban entre las cosas que Buñuel no toleraba. En
cambio, solía matizar algunos de sus mandamientos anarquistas. Para Buñuel, el
anarquismo era una idea maravillosa pero impracticable. Su único trono era el
pensamiento. Como idea, volar el Museo del Louvre era espléndida. Como
práctica, era atroz. Buñuel, el sabio, distinguía la libertad de la imaginación
y las restricciones de la realidad.
Como surrealista, sin embargo, compartía el
credo de un mundo liberado, simultáneamente, por el arte y la revolución. A
medida que ésta sucumbió al terror político, Buñuel le dio a la creación
surrealista un peso inesperado a través de la tradición. Curiosamente, el
surrealismo francés nunca pasó de ser una idea, magníficamente articulada por
André Bretón, quien escribía una lengua tan clásica como la del Duque de
Saint-Simon. En cambio, Buñuel el español y Max Ernst el alemán encontraron en
sus propias raíces culturales los ancorajes del inconsciente, el sueño y la
liberación surrealistas. Los cuentos de hadas y las leyendas germánicas en
Ernst, y en Buñuel, la picaresca, Fernando de Rojas, Cervantes, Goya,
Valle-Inclán...
Alimentado por la cultura de España, Buñuel
liberó la mirada mediante una técnica notable. Abundan en sus películas los
planos medios o distantes, a veces grises y monótonos, que súbitamente, con un
veloz acercamiento, revelan el detalle convulsivo: la calavera inscrita en la
cabeza de insecto, la sangre brotando entre los muslos de una mujer, el
crucifijo que esconde una navaja, los botines eróticos de una camarera, un ojo
rebanado a la mitad cuando una nube cruza la faz de la luna... Esta dialéctica
entre el mundo y sus minuciosos secretos le permite a Buñuel crear escenas
culminantes, verdaderas epifanías cinematográficas en las que, a veces, la
pasión muestra su cara animal grotesca (el católico oculto en Buñuel veía en la
relación sexual el acto «more bestiarum» de San Agustín, aunque admitía que el
acto «amor sin sexo es como huevo sin sal») pero otras veces, el instinto
natural es la condición de la poesía. Brutalidad grotesca de la pasión en los
amantes revolcados de La edad de oro. Ternura onírica incomparable en el
momento en que los náufragos sociales capturados por El ángel exterminador
abandonan su angustia, sus pretensiones, su vocabulario, su insidia, para
entregarse, hermanados por la noche, a la belleza incomparable del sueño...
Como Buñuel atacó el fariseísmo oculto bajo
ropajes de falsa devoción religiosa, atacó también lo que veía como enajenación
y falsedad de la vida moderna, no sólo de la burguesía, sino de la clase
desposeída. Ciertamente son más graciosas y picaras las aventuras de los
discretos encantos de un grupo de burgueses que nunca pueden sentarse a comer,
que la terrible crueldad de los niños abandonados de las barriadas de México.
Buñuel, en efecto, le negaba virtudes intrínsecas al pobre por ser pobre, o
vicios fatales al rico por ser rico. La capacidad humana para dañar a nuestros
semejantes trascendía para él todas las barreras sociales. El ciego maldito o
el temible «Jaibo» de Los olvidados, son tan crueles como el perverso Fernando
Rey victimando a Viridiana o a Tristana pero victimado, a su vez, por la doble
Medusa femenina, las dos caras de Conchita, en la obra final de Buñuel, el
prodigioso Oscuro objeto del deseo.
El héroe-heroína de Buñuel es al cabo un
individuo: Robinson Crusoe, Nazarín, Viridiana, Belle de Jour, la Camarera de
Jeanne Moreau. Ellos y ellas libran sus batallas en la soledad y la
incomprensión, pero todos, al cabo, sólo se salvan en la solidaridad. Robinson
solitario en su isla grita para que el eco de las montañas le haga compañía.
Viernes, al cabo, se la da y lo salva no sólo de la soledad, sino de un destino
peor que la soledad: ser amo de un esclavo. Nazarín descubre que su solitaria
imitación de Cristo no consiste en otorgar caridad, sino también en recibirla
de los demás, en la forma ingobernable de una piña. Viridiana debe abandonar
sus frustrados intentos de caridad para sumarse al trío español del tahúr, la
celestina y la santa y, desde allí, renovar su humanidad cristiana. Pero es la
prodigiosa hermandad de la visión personal y la visión de la cámara donde
Buñuel hace más explícita la imagen de su arte y de su mundo. Catherine
Deneuve, en Belle de Jour, encuentra la realización de sus sueños eróticos en
un burdel. Pero las cuatro paredes de la casa de prostitución se disuelven
constantemente gracias a la mirada de la actriz, que jamás es frontal, sino
siempre lateral, fuera del marco de la pantalla: mirada liberadora que mira
constantemente un mundo más ancho, una mirada que traspasa no sólo las paredes
del prostíbulo, sino las del cine, para remitirnos al espacio exterior, social,
de los demás. Que no son los de menos, como lo ejemplifica la mirada irónica,
soberana, de Jeanne Moreau en El diario de una camarera. En el mejor papel de
una gran actriz, Moreau lo mira todo con una irónica distancia: el fetichismo
del calzado de un anciano, las convenciones de la casa rica, la brutalidad de
un criado, hasta unirlos en un haz social y político: lo que Jeanne Moreau está
viendo es nada menos que el ascenso del fascismo en Europa.
Hombre cálido, amigo incomparable, dueño de
un humor único, recuerdo con intenso cariño y como uno de los privilegios de mi
vida, las horas pasadas al lado de Buñuel, en México, en París, en Venecia,
descubriendo esa forma esencial de la amistad que es saber estar juntos sin
decir palabra, pensando y asimilando lo dicho antes de volver a decir, y todo
ello con el vaso de buñueloni en la mano. Receta: mitad de ginebra inglesa, un
cuarto de Cárpano y un cuarto de Martini dulce.
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