lunes, 14 de mayo de 2012

BALZAC HONORÉ DE (1799-1850)




BALZAC HONORÉ DE (1799-1850), escritor francés de novelas clásicas que figura entre las grandes figuras de la literatura universal, y cuyo nombre original era Honoré Balssa.
Balzac nació en Tours, el 20 de mayo de 1799. Hijo de un campesino convertido en funcionario público, tuvo una infancia infeliz. Obligado por su padre, estudió leyes en París de 1818 a 1821. Sin embargo, decidió dedicarse a la escritura, pese a la oposición paterna. Entre 1822 y 1829 vivió en la más absoluta pobreza, escribiendo teatro trágico y novelas melodramáticas que apenas tuvieron éxito. En 1825 probó fortuna como editor e impresor, pero se vio obligado a abandonar el negocio en 1828 al borde de la bancarrota y endeudado para el resto de su vida.
En 1829 escribió la novela Los chuanes, la primera que lleva su nombre, basada en la vida de los campesinos bretones y su papel en la insurrección monárquica de 1799, durante la Revolución Francesa. Aunque en ella se aprecian algunas de las imperfecciones de sus primeros escritos, es su primera novela importante y marca el comienzo de su imparable evolución como escritor. Trabajador infatigable, Balzac produciría cerca de 95 novelas y numerosos relatos cortos, obras de teatro y artículos periodísticos en los veinte años siguientes.

En 1832 comenzó su correspondencia con una condesa polaca, Eveline Hanska, quien prometió casarse con Balzac tras la muerte de su marido. Éste murió en 1841, pero Eveline y Balzac no se casaron hasta marzo de 1850. Balzac murió el 18 de agosto de ese mismo año.
En 1834 concibió la idea de fundir todas sus novelas en una obra única, La comedia humana. Su intención era ofrecer un gran fresco de la sociedad francesa en todos sus aspectos, desde la Revolución hasta su época. En una famosa introducción, escrita en 1842, explicaba la filosofía de la obra, en la cual se reflejaban algunos de los puntos de vista de los escritores naturalistas Jean Baptiste de Lamarck y Étienne Geoffroy Saint-Hilaire.
Balzac afirmaba que, así como los diferentes entornos y la herencia producen diversas especies de animales, las presiones sociales generan diferencias entre los seres humanos. Se propuso de este modo describir cada una de lo que llamaba `especies humanas`. La obra incluiría 137 novelas, divididas en tres grupos principales: Estudios de costumbres, Estudios filosóficos y Estudios analíticos. El primer grupo, que abarca la mayor parte de su obra escrita, se subdivide a su vez en seis escenas: privadas, provinciales, parisinas, militares, políticas y campesinas.
Las novelas incluyen unos dos mil personajes, los más importantes aparecen a lo largo de toda la obra. Logró completar aproximadamente dos tercios de este enorme proyecto. Entre las novelas más conocidas de la serie figuran Papá Goriot o El tío Goriot (1834), que narra los excesivos sacrificios de un padre con sus ingratas hijas, Eugenia Grandet (1833), donde cuenta la historia de un padre miserable y obsesionado por el dinero que destruye la felicidad de su hija, La prima Bette (1847), un relato sobre la cruel venganza de una vieja celosa y pobre, La búsqueda del absoluto (1834), un apasionante estudio de la monomanía, y Las ilusiones perdidas (1837-1843), un relato sobre las ambiciones de un criminal, Vautrin, dotado de una inteligencia única.
El objetivo de Balzac era ofrecer una descripción absolutamente realista de la sociedad francesa, algo fascinante para el autor. Sin embargo, su grandeza reside en la capacidad para trascender la mera representación y dotar a sus novelas de una especie de suprarrealismo. La descripción del entorno es en sus obras casi tan importante como el desarrollo de los personajes. Él afirmó en cierta ocasión que `los acontecimientos de la vida pública y privada están íntimamente relacionados con la arquitectura`, y en consecuencia, describe las casas y las habitaciones en las que se mueven sus personajes de tal modo que revelen sus pasiones y deseos.
Aunque los personajes de Balzac son perfectamente creíbles y reales, casi todos ellos están poseídos por su propia monomanía. Todos parecen más activos, vivos y desarrollados que sus modelos vivos, por lo que esta superación de la vida es un rasgo característico de sus personajes. Además convierte en sublime la mediocridad de la vida, sacando a la luz las partes más sombrías de la sociedad. Confiere al usurero, la cortesana y el dandi la grandeza de héroes épicos.
Otro aspecto del extremado realismo de Balzac es su atención a las prosaicas exigencias de la vida cotidiana. Lejos de llevar vidas idealizadas, sus personajes permanecen obsesivamente atrapados en un mundo materialista de transacciones comerciales y crisis financieras. En la mayoría de los casos este tipo de asuntos constituyen el núcleo de su existencia. Así, por ejemplo, la avaricia es uno de sus temas predilectos. En sus diálogos demuestra un extraordinario dominio del lenguaje, adaptándolo con sorprendente habilidad para retratar una amplia variedad de personajes. Su prosa, aunque excesivamente prolija en ocasiones, posee una riqueza y un dinamismo que la hace irresistible y absorbente.
Entre sus numerosas obras destacan, además de las ya citadas, las novelas La piel de zapa (1831), El lirio del valle (1835-1836), César Birotteau (1837), Esplendor y miseria de las cortesanas (1837-1843) y El cura de Tours (1839), los Cuentos extravagantes (1832-1837), la obra de teatro Vautrin (1839), y sus célebres Cartas a la extranjera, que recogen la larga correspondencia que mantuvo desde 1832 con Eveline Hanska.
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LAS ILUSIONES PERDIDAS.
Hoy en día, este libro encabezaría las listas de los más vendidos. Pero a diferencia de los best sellers de nuestro tiempo, que tanto deben al márketing y la publicidad, la obra de Balzac (1799-1850) no ha perdido filo a lo largo de casi dos siglos. Parte fundamental de La comedia humana, título que agrupa cerca de cien narraciones, Las ilusiones perdidas se ha comparado con Las mil y una noches, aunque en clave occidental. Pero más allá de la forma, esta novela recrea, como un espejo roto, el período de la Restauración borbónica en Francia, reducida a la historia de un poeta de provincias con fantasías de heredero. Aunque el verdadero hilo conductor es la determinación política y social que preside los destinos individuales y colectivos, y sobre todo la curiosa influencia que el dinero ejerce sobre los seres humanos. Una obra si se quiere trágica, aunque fiel al imperativo ‘naturalista’ del autor, genio del realismo y la sátira que decía estudiar a hombres y mujeres de distintas clases como quien estudia especies zoológicas.
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SEGUNDO COMENTARIO DE LAS ILUSIONES PERDIDAS.
 PRÓLOGO

 Ilusiones perdidas (lllusions perdues) fue primitivamente una idea destinada a un relato de pecas páginas, pero el proyecto va a crecer hasta convertirse en una de las obras más extensas de Balzac. La primera parte, Los dos poetas, se publicó en 1837, la segunda, Un gran hombre de provincias en París, dos años después, y la tercera, Los sufrimientos del inventor, apareció en forma de folletín en 1843. Pero no acaban ahí las aventuras del protagonista, y el desenlace del libro es de los de «continuará en el próximo número», dejándonos en el umbral de una nueva novela, Esplendores y miserias de las cortesanas, donde concluye esta historia de ambiciones y desengaños.
 El desarrollo novelesco de la aspiración a ser alguien y hacer algo parece tocar puntos muy sensibles de la personalidad balzaquiana, y en lo que podía ser un cuadro de costumbres con amarga moraleja, advertimos impulsos contradictorios que casi hacen de los matices reservas mentales. Lo que se dice se anula a veces por la manera como se callan otras cosas, y la voz del escritor más sus silencios significativos produce una sensación de involuntaria ambigüedad. Orden y Aventura, Virtud y Vicio se encarnan en lugares y personas con una rigidez desmentida sin cesar por muchas situaciones que se expresan equívocamente.
 Los lugares son Angulema y París, la provincia y la capital, que al principio se excluyen entre sí como la oscuridad y la luz para acabar hermanándose en el crepúsculo de las ilusiones. En Angulema transcurren la primera y la tercera parte, en París la segunda, y tras ese itinerario de ida y vuelta —de la ilusión al fracaso—, la historia parece recomenzar cuando llega a su fin, y hay un nuevo retorno que significa el desquite, la venganza, y quizá no sólo del personaje, sino también del autor respecto a su propio libro: Angulema es una ciudad prisionera de su pasado en la que durante la Restauración la vida parece aletargada. Un cuarto de siglo antes el Terror revolucionario transtornó las existencias más vegetativas de ese rincón de mundo, e hizo posible que el señor Séchard empezara a enriquecerse, que se diera el desigual matrimonio de los padres de Lucien y que Anais adquiriese unos conocimientos insólitos en una señorita provinciana. Ahora el intento de restablecer el Antiguo Régimen acentúa la tensión entre los dos núcleos de la ciudad —la zona señorial y antigua, y el barrio del Houmais, rico e industrioso—, marcando una línea divisoria que también separará a los dos jóvenes.
 Los llamados dos poetas personifican estos dilemas convertidos en alegorías. David es el hombre del arraigo, una fuerza centrípeta que tiende a reunir en torno a él el máximo de humanidad (levanta un piso en su vivienda para que se instalen allí su esposa, su suegra y su cuñado), y Lucien es el hombre de la dispersión, la vocación de la huida. El primero está en una situación peor que la del desamparo, porque es víctima de un padre abusivo, y se acoraza con una familia artificial; el segundo, aunque huérfano de padre, sólo tiene a su alrededor a personas que le miman (madre, hermana, amigo, protectora) y necesita ir en busca de una arriesgada libertad. Los dos quieren lo que no tienen, y reaccionan según sus carencias.
 David Séchard es provinciano por su aspecto, por su talante, por sus orígenes y aficiones; Balzac le llama emblemáticamente «el Buey», sin que ello deba interpretarse como un mote desdeñoso, como se advierte por el hecho de que le atribuya sus propios rasgos físicos. Es fuerte, tenaz, modesto, laborioso, fiel, desinteresado, un cúmulo de virtudes que se asocian con la constancia y la solidez. Todo un hombre, diríase, sobre todo comparándole con su amigo Lucien, en cuyas características feminoides se insiste tanto.
 Lucien será un aguilucho empeñado en volar a gran altura, que sólo piensa en los grandes horizontes de París; tiene sueños desmesurados de gloria, y es nervioso, inestable, inconstante, vanidoso, egoísta. Si su amigo es robusto, chato, de aspecto plebeyo, Lucien es guapo, esbelto, elegante. Uno es impresor, es decir, reproduce mecánicamente lo que escriben los demás, el otro es el creador por antonomasia, el poeta, constituyendo así las dos vertientes de oficio y arte de la misma actividad. David es práctico y realista, lo suyo son las ciencias y las técnicas, Lucien un soñador candidato a la poesía sublime.
 Pero aun siendo tan diferentes, los dos tienen en común, desde el punto de vista social y de los estímulos ambientales, el ser como hijos de la nada, hijos de una tierra poco agradecida, como denuncian sus nombres. Esos nombres que en Balzac son muchas veces significativos (como nos comenta el propio autor, Séchard es un nombre apropiado para un borrachín, que parece tener una red inextinguible), aquí dicen sequedad: Séchard tiene la raíz de seco, y Chardon significa cardo, la planta espinosa de las tierras áridas.
 David se conforma con su apellido, lo hace suyo y, más aún, lo multiplica, lo extiende por su matrimonio a su mujer y luego a sus hijos. Lucien se despoja de su apellido y adopta el materno, Rubempré, que dice prado, verdor, más «ruban», cinta, adorno. Apellido fresco, sonoro y ornamental (que no es invención, ya que Balzac sabía de la bella y voluble Alberthe de Rubempré, prima y amante de Delacroix, la stendhaliana «Madame Azur»), al que precede la mágica partícula, la preposición que denota alto linaje.
 La metamorfosis en cierto sentido es legítima, ya que siendo el de su madre este nombre también es suyo, pero estaba como postergado por la primacía del otro. Lucien reniega de lo inmediato y manifiesto que se juzga consustancial; no será hijo de un boticario, no se llamará Chardon, no habitará la triste Angulema, componiéndose así una nueva personalidad a su gusto. Pero ¿se va de Angulema como un conquistador o como un fugitivo? ¿Deja de ser quien era para aspirar a empresas más altas o para huir de sí mismo? En esta postura ambivalente está el secreto de Los dos poe—. tas. Balzac no le condena, al contrario, le justifica, él también ha sido y es Lucien, pero mientras, le prepara derrota tras derrota.
 Entretanto, presta su físico a David, a quien encadena al apellido plebeyo, al trabajo ingrato y a las penalidades de una vida oscura. También a la dicha junto a la Mujer, su amada Eve, otro nombre que Balzac subraya intencionadamente. Es la opción fecunda y necesaria, honrosísima, la heroicidad de lo gris y de lo cotidiano, pero su corazón está con el rebelde. Entre los dos ejemplos, vemos a Balzac como desgarrado, evadiéndose a otra dimensión, la del narrador que lo abarca todo y que lo comprende todo para podérnoslo contar (y para no tener que elegir).
 A imagen de ambos amigos, Angulema queda también dividida en dos zonas que se distinguen entre sí por su arraigo y la fijeza onomástica. La mayoría está apegada a los nombres heredados y a su identidad local (en el padre de David hay incluso una regresión campesina, una vuelta a los orígenes, ya que abandona la pequeña ciudad por el campo); los inquietos, descontentos y ambiciosos, que son el puente entre Angulema y París, presentan alteraciones en sus nombres: Sixte du Châtelet se apropia indebidamente la partícula, y Madame de Bargeton, la más desarraigada, se llama también Anais y Nais para los íntimos, pide a Lucien que la llame Louise, concediéndole la exclusividad del nombre, y firma sus cartas con su apellido de soltera, De Negrepelisse (más adelante recibirá un apodo burlesco, y al final cambia otra vez de nombre al convertirse en condesa).
 Los dos protagonistas representan su papel con un punto de almidonamiento, muy pendientes de su arquetipo, y el mismo reproche podría hacerse a la hermana de Lucien: tiene el candor, la abnegación, la dulzura y la modesta belleza que caracterizan a todo el repertorio de ángeles de Balzac. A veces los comparsas nos parecen más personajes por no deber su existencia-a ninguna idea preconcebida, y muchos de ellos están observados de un modo estupendo; el novelista se divierte horrores pintando a los esperpentos del salón provinciano de Madame de Bargeton, y su propio marido, todo él bondadosa oquedad, inimaginablemente obtuso, es una rara silueta que hace nuestras delicias.
 Un gran hombre de provincias en París (entiéndase que el título es irónico) es la más larga de las tres partes de la novela, pero es la que da más impresión de rapidez, porque sus cambios son incesantes. El tema del trabajo útil y oscuro tiene un ritmo lento y sosegado, el tiempo de la ambición y los placeres transcurre veloz. En pocas horas hay inmensas transformaciones: por la tarde Lucien es un desconocido objeto del desdén general, y aquella misma noche ya es un ídolo de la prensa, tiene una amante y es agasajado por las celebridades parisienses. En la primera redacción las cosas líen iban más aprisa, pero luego Balzac hizo retoques («una semana» se convirtió en «dos meses», «quince días» en «varios meses»,.etc.), como asustado por la celeridad que había llegado a imprimir a la historia.
 En medio de ese tumulto el protagonista es frágil e indeciso, y se le define una y otra vez como un ser débil, sugestionable, que está entre el niño y la mujer. Es un adonis de «belleza sobrehumana», muy seductor, aunque la expresión más justa sería la de muy seducido: cuando se va de Angulema con su amada, más que raptarla es raptado por ella, y en el teatro es la actriz la que se transtorna ante su guapura, y hay que suplicar al joven que acceda a corresponder a una pasión tan fulminante. En toda la obra el papel de Lucien será no afeminado, pero sí femenino, casi andrógino.
 Y muy infantil, como también se nos repite sin cesar, inspirando sentimientos du protección en sus amigos, a quienes trata como a hermanos mayores, y enamorándose de mujeres de más edad, que podrían ser su madre; mujeres que le guian, le aconsejan, le miman, casi le acunan, y que por fin le traicionan, porque el despecho, los celos y la perfidia parecen formar parte ineludible de la actitud de esas damas —madres, hadas madrinas, amantes o musas—, que no siempre saben a qué carta quedarse. Pero es que hasta en la joven Coralie despierta un «amor maternal», y cuando está borracho en sus brazos sólo dice en sus balbuceos: «Gracias, mamá.»
 En un rapidísimo proceso de pocos días hay un derrumbe de ilusiones. A la luz de París su amada no es lo que parecía antes, y tampoco Lucien es el mismo a los ojos de ella, ambos se decepcionan recíprocamente. Nuevo desengaño, pues, ni en Angulema ni en la capital las cosas son como él imaginaba; cree todavía en el valor de lo que lleva dentro, talento, amor, inspiración, pero los valores más externos y superficiales son los que imponen la ley, y es vencido por la moda, el lujo y la opinión publica.
 Abandonado a sus propios recursos, se retira a una pensión barata del Barrio Latino, preparándose para triunfar sólo por su esfuerzo. Esta experiencia que Balzac hizo en su primera juventud, y en la que fracasó, la va reiterando con sus personajes, hasta conducirles también a la derrota y al desaliento. En literatura, porque Lucien se consagra a un libro de sonetos y a una novela histórica, el éxito tiene nombres absurdos, como Delavigne y el vizconde de Arlincourt, que ya eran best-sellers tan absurdos como trasnochados cuando Balzac escribía, y comprueba que la edición es un comercio para el cual un libro es una mercancía nada más.
 Para confortarle en tan difícil momento intervienen los ángeles buenos de la intelectualidad, «espíritus angélicos» e «inteligencias casi divinas», los miembros del sublime Cenáculo, entregados a «dulces coloquios» sobre elevadísimas cuestiones. Su consigna es «sufrir valerosamente y confiar en el trabajo», lo cual por el momento les relega a míseras buhardillas, mientras se preparan un porvenir de gloria. Estas futuras eminencias de corazón recto y generoso —el escritor Arthez, el médico Bianchon, el político Chrestien, etcétera— son un gran esfuerzo balzaquiano por dar una pauta de ejemplaridad en medio de las negruras de su narración.
 Pero este equipo intelectual, mitad arcangélico mitad sansimoniano (que debe muchos de sus elementos a la confusa admiración del escritor por el sansimonismo y sus utopías), nos parece irreal, y, para hablar con franqueza, un poco cargante. Una vez los ha puesto en el pedestal, Balzac no sabe qué hacer con ellos, le empalagan y le estorban, trata de convencerse a sí mismo de que son el summum del mérito y de la virtud, y por fin los va desperdigando por distintas novelas y matándoles con todos los honores a la primera ocasión que se presenta.
 Lo que no logra con los buenos, sí lo consigue cuando se ocupa de los malos, describiendo con gran fuerza de convicción, no los modelos que hay que seguir y que casi nadie sigue, sino los peligros que hay que evitar y en los que casi todo el mundo cae. Balzac nos pinta la corrupción del talento en las diferentes zonas en que éste es explotado por el interés y la vanidad: el periodismo —un periódico es «un almacén de veneno», y los periodistas «mercaderes de frases», «aves de presa», «leones», «panteras», «tigres con dos manos»—, el mundillo teatral, el negocio de la edición y la política.
 Aquí mandan «las realidades del oficio», «las fangosas necesidades», dice Balzac, que hacen de la vida literaria una serie ininterrumpida de bajezas, claudicaciones y chanchullos. «Lupanares del pensamiento», «un infierno de iniquidades, de mentiras, de traiciones», pero también un camino rápido y brillante para triunfar, la tentación suprema; y «el viento del desorden y el aire de la voluptuosidad» lo arrastran todo, y como no podía ser menos también al débil Lucien.
 La pintura, aunque atroz, es mucho más interesante que la que nos ha hecho de Arthez y sus amigos. Conocemos las Galerías de Madera del Palais-Royal, pintoresco bazar que se describe en páginas herederas de la tradición costumbrista; la tienda del librero-editor Dauriat, donde se hace y se deshace la literatura, y se fabrica la gloria; la vida entre bastidores, los tejemanejes de empresarios, autores, críticos, actrices dobladas de cortesanas, más un hormigueo de revendedores, prestamistas, jefes de claque, etc., con multitud de anécdotas, a menudo terribles.
 Sin embargo, las figuras más impresionantes corresponden a periodistas y escritores, que viven una alocada bohemia, a un tiempo opulenta y miserable. Su signo es la inestabilidad, la existencia provisional en la que todo es muy efímero y tiene que rehacerse día a día; el periódico, que sólo existe durante unas horas, y el trabajo de la actriz, rehecho una y otra vez a cada función, son las máximas expresiones de un vivir cambiante y engañoso. El teatro se hermana así con la prensa, la política y la literatura, como aspectos diferentes de la misma ficción interesada.
 Balzac juzga muy severamente esta sociedad de la Restauración, pensando en la de la Monarquía de Julio, en la que él está escribiendo, desde la óptica de un legitimista converso. Pero qué duda cabe de que todo ese muestrario de venalidades y sordideces, sin dejar de horrorizarle también le fascina, y de ahí la intensidad de esas páginas y su fuerza de sugestión. Ese gran espectáculo de compraventa, teatro de todas las vanidades y todos los intereses, es tan odioso como consustancial a su modo de ser.
 Tras numerosas peripecias, Lucien y Lousteau, el que había sido su introductor en las esferas de la corrupción, vuelven a encontrarse en el fonducho de la plaza de la Sorbona, en la más absoluta miseria. El círculo acaba de cerrarse, es la tercera caída de Lucien, y no será la última. Como en el teatro, al término de la representación que ofrece un simulacro de felicidad y de alegría, al apagar las luces sólo quedan «el frío, el horror, la oscuridad, el vacío». El melodramático final parece estar pidiendo música de ópera, y al enterrar a Coralie, Lucien, como el Rastignac de Papá Goriot, también reflexiona desde las alturas del cementerio del Père Lachaise. Pero él no es un «gran hombre» que sabe imponerse a la adversidad, sino un vencido.
 Los sufrimientos del inventor nos devuelven a Angulema y a «la familia trabajadora y resignada» de los Séchard, que será víctima de una conjura en la que una vez más los débiles van a ser atropellados. Los sucesos de París habían sido una guerra por la vanidad, estos combates provincianos serán pura codicia; el drama de antes tenía algo desazonantemente inmaterial, todo estribaba en tener o no ingenio, en escribir de un modo u otro, en la fama, la distinción, las ideas, los títulos nobiliarios. París, capital de la vanagloria y del humo, reino de las apariencias. En provincias impera lo sólido y palpable, viñedos, imprentas y pasta de papel, y la historia desemboca en una tragedia comercial.
 Balzac tenía una asombrosa capacidad para fundir en las mismas páginas arrebatos espirituales y detalles prosaicos; aquí tenemos al inventor mártir de su visión genial, con un afán casi prometeico; pero de la que se nos habla es de la industria papelera, de un secreto de fabricación, de la competencia, de las patentes, y el texto se recrea en largos tecnicismos que no desdeñan ningún pormenor práctico. La poesía puede consistir en armoniosos sonetos o en la manera de fabricar papel a bajo coste, en cualquier caso no salimos de la explotación del talento por los que se aprovechan astutamente de los poetas.
 Como es bien sabido, Balzac cree mucho más en la fuerza del mal que en la del bien, y sus buenos vuelven a ser sosos, mientras que los malos rebosan personalidad. La reaparición de papá Séchard, el impresor analfabeto, avaro y borrachín, nos lo confirma como una excelente variante del personaje de Grandet, y desde luego nos interesa mucho más que su hijo; en cuanto a los hermanos Cointet, el traidor Cérizet y Petit-Claud, el falso amigo, que son una colección de canallas, tienen tanto relieve, sus ruines estratagemas están tan bien ideadas —diríase que se cuentan casi con morosa satisfacción—, que sospechamos que el escritor es sin proponérselo cómplice de la conjura. La moral tiene que quedar a salvo, pero las inconfesables simpatías de Balzac son para los fuertes.
 En la obra los siniestros personajillos de Angulema se rebajan humanamente hasta hacer imposible la admiración de los lectores, pero frente a su energía y a su habilidad los Séchard resultan tan incoloros que esta guerra de buenos contra malos contiene no pocas dudas y perplejidades. Hay un momento en la narración, cuando su significado ya es irreversible, en el que Balzac parece caer en la cuenta de que la novela se le ha pervertido; la suerte está echada, David ya no tiene remedio, y Lucien, por culpa de su orgullo y de fatuidad, ha fracasado nuevamente. Que era lo que se trataba de mostrar. Y no obstante hay en el fondo de esta historia algo que le duele, que no da por resuelto y que le tiene en vilo.
 Entonces, en las escenas finales hace aparecer a Carlos Herrera, corroborando en la impresión anterior, porque es un malo fuerte y atractivo, de mucha mayor talla que los conjurados de Angulema, pero que prepara un desquite. En apariencia el de Lucien, a quien se ofrece la oportunidad de reconquistar París, en el fondo el del propio escritor, que no se conforma con que su creación se haya rebelado pirandellianamente contra él. Este breve episodio, cuando ya el libro se aproxima a su desenlace, es una de las intuiciones más hondas de la Comedia Humana, y tiene el aire de gesto brusco e improvisado con el que Balzac se sorprende a sí mismo.
 El encuentro de Lucien con el canónigo español es una ocurrencia genial que Proust imitará, magnificando la situación de un modo prodigioso, en el encuentro de Charlus con el Narrador. Se cumple la profecía de Arthez, según la cual su amigo era capaz de «firmar un pacto con el demonio si este pacto le ofreciese durante unos años una vida brillante y lujosa». Don Carlos Herrera, supuesto jesuíta, le alecciona del modo más cínico, y le brinda el poder y los placeres a cambio de que le obedezca «como una mujer a su marido, como un niño a su madre». Lucien, tantas veces comparado ya a una mujer y a un niño, abraza gozosamente al hombre fuerte de su vida, al que por su condición eclesiástica tiene que llamar «padre». El padre Herrera, el padre de Hierro.
 El temible jesuita, cuya verdadera identidad no se da a conocer hasta el libro siguiente, se apresura a contarle una anécdota histórica en la que un personaje de modesta extracción llega a las cumbres del poder gracias a su extraña manía de comer papel. Lo del papirófago colma la medida, porque lo cierto es que en esta novela el papel abunda obsesivamente: la imprenta, el periodismo, la literatura, los efectos firmados por Lucien, la fabricación de pasta de papel, la falsa carta que pierde a David, el papel sellado que protagoniza casi a lo Kafka toda la tercera parte.
 El papel y sus usos de comunicación sólo han traído males, y ahora el modelo que se propone a Lucien es un inesperado empleo del papel escrito: engullirlo, hacerlo desaparecer. David y Lucien han sido hasta ahora hombres de papel, es decir, frágiles, y David y los suyos, siempre más cerca de aceptar la realidad, abandonan la ambición y renuncian al mundo, pero de un modo que Balzac ilumina cruelmente, haciendo rechinar lo que hubiese podido ser una prueba de sensatez y de sentido común: quedan estafados y contentos, y además llenos de gratitud para con sus expoliadores. Hay un tipo de realismo que tal vez ayude a la felicidad, pero que está cerca de la tontería, eso es lo que creemos entender. Lucien, el eterno vencido, pero también el eterno ambicioso, se lanza de nuevo a la conquista de París, pero ya no para triunfar allí en la literatura, sino, renunciando al papel, tragándose su sueños de gloria, para servir al diabólico afán de dominio de su mentor; como éste tendrá que ser férreo, no de papel. Pacto doblemente fáustico; Lucien vende su alma por un tiempo de goces, y Mefistófeles revive en el poeta su juventud, con un impulso de paternidad vagamente enturbiado por la atracción que siente por el apuesto joven. La más larga e intrincada de las novelas de Balzac termina revolviéndose contra sí misma, negándose a aceptar el curso natural de la ficción. David queda abandonado a su dorada y ciega mediocridad, y la historia de Lucien renace de sus cenizas cuando lógicamente había llegado también a su fin. La cuidada simetría de ambos personajes se rompe cuando Balzac se niega a seguir su propio juego, infringiendo las normas que él mismo se había dado. De David se desinteresa, pero a Lucien ha de darle otra oportunidad, que es también la del escritor.
 Después de tantas páginas —en realidad no hemos leído una novela, sino una larga trilogía—, después de tanto papel, se declara insatisfecho, y no da por concluido el asunto. Necesita prolongar la experiencia imaginaria del ambicioso, que ahora se dará en un registro nuevo, en condiciones muy diferentes. Pese a lo cual, como verá el lector de Esplendores y miserias de las cortesanas, Balzac será fiel a su visión de las cosas, es decir, a irresolubles contradicciones que llevan su literatura mucho más lejos que los propósitos que tenía.

Carlos Pujol. 

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