Del libro: "En esto creo".
BELLEZA
Sócrates se sabía feo y rogaba por «la
belleza interna». Creo que no hay disposición más certera para juzgar «lo
bello» que ésta: pedirle al cuerpo que sea guía hacia el alma y, al alma, que
nos permita entender la posible armonía entre cuerpo y espíritu. Implícita en
nuestra vida está la cuestión de cómo se relacionan el alma y el cuerpo. ¿Son
inseparables, sólo los divide la neurosis o la muerte, sobrevive el alma al
cuerpo o mueren, abrazados, la una con el otro?
Lo feo es el cuerpo sin forma. El artista
trata de reunir todo lo disperso. No importa el tema, dolor, muerte,
nacimiento, revolución, poder, orgullo, vanidad, sueño, memoria, voluntad, no
importa qué cosa anime al cuerpo con tal de darle forma y entonces deja de ser
feo y Sócrates tiene razón. La belleza sólo le pertenece al que la entiende, no
al que la tiene. La belleza no es más que la verdad de cada uno de nosotros. La
verdad y la belleza de los cuerpos pero también de los juegos, de los sueños,
de la solidaridad, de la atención que le ponemos a las cosas y a los seres, de
la comida y la bebida, del poema y del canto, de la memoria y de la
imaginación, la belleza de la naturaleza, de la muerte y del misterio del día y
de la noche.
En Los años con Laura Díaz, pongo estas
palabras en boca de una Frida Kahlo imaginaria, herida y sangrante en una cama
de hospital:
Puedes mirarme sin pudor... decir que me veo horrible, que no te atreves
a mostrarme el espejo, que a tus ojos hoy no soy bella, en este día y este
lugar no soy bonita, y yo no te contesto con palabras, te pido en cambio unos
colores y un papel y convierto el horror de mi cuerpo herido y mi sangre
derramada en mi verdad y mi belleza, porque sabes, amiga mía de verdad, de
verdad mi cuata mía a toda madre, ¿sabes?, conocernos a nosotros mismos nos
vuelve hermosos porque identifica nuestros deseos. Cuando desea, una mujer
siempre es bella...
¿Y cuando es deseada? El erotismo de la
representación plástica consiste en la ilusión de la permanencia de la carne.
Como todo en nuestro tiempo, el erotismo plástico se ha acelerado. Un medallón,
un cuadro, debieron suplir durante muchos siglos la ausencia del ser amado. La
fotografía aceleró la ilusión de la presencia. Pero sólo la imagen
cinematográfica nos da, a la vez, la evocación y su inmediatez. Ésta es ella
como era entonces, pero también como es ahora, para siempre.
Es su imagen, pero también su voz, su
movimiento, su belleza y su juventud imperecederas. La muerte, gran madrina de
Eros, es vencida y justificada, a un tiempo, por la reunión con el ser amado
que ya no está a nuestro lado, rompiendo el gran pacto de la pasión: siempre
unidos, hasta la muerte, tú y yo, inseparables.
Pero existe también —siempre ha existido—
una belleza de lo horrible.
La terrible y hermosa advertencia de la
poesía barroca española es que el alma «su cuerpo dejará», escribe Quevedo, mas
«no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo
enamorado». Prever la muerte del cuerpo no lo priva de su presencia, la acentúa
pero no nos exime de presentarle, en vida, el cuerpo al alma y el alma al
cuerpo, preguntándose: «¿Somos uno? ¿Somos armónicos?»
¿Depende la armonía del cuerpo y alma del
ideal de belleza que distintas culturas y distintos tiempos nos han presentado?
A Rubens le gustaban gordas y a Modigliani flacas y el ideal límpido de
Botticelli no es el antiideal malsano de Schiele. Sin embargo, de nuestro
concepto de la belleza depende nuestra elección de la belleza. ¿Por qué un
cuerpo es bello y otro no? Nos gusta lo que se parece a nuestro ideal. Una
maravillosa modelo de la moda actual pasaría por una tísica a los ojos del
siglo XIX. Cindy Crawford sería una moribunda en el harén de Delacroix.
Hace poco, la novelista chilena Marcela
Serrano atribuía a la mujer moderna la capacidad de cambiar de piel como las
serpientes, liberándose de fatalidades y servidumbres añejas. El símbolo de la
piel renovada me remite, mediante la concepción de Marcela Serrano, nuevamente
a la disociación o armonía entre cuerpo y alma. ¿Por qué un cuerpo es bello y
otro no? ¿Por qué hablamos de almas bellas y cuerpos feos, o de cuerpos
hermosos y almas horrendas? La desarmonía existe, sin duda. Lo que nunca falta
es la forma que tanto la armonía como la desarmonía pueden y deben asumir. ¿Qué
representaba la decapitada y deshumanizada diosa Coatlicue para los aztecas?
Quizás que una divinidad demanda inhumanidad. Pero, ¿no son tan lejanas como la
Coatlicue las bellísimas actrices de la pantalla o «las mujeres que pasan por
la Quinta Avenida, tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida», del poeta
mexicano Tablada?
Un artista sabe que no hay belleza sin
forma pero también que la forma de la belleza depende del ideal de una cultura.
El artista trasciende —parcial y momentáneamente— el dilema, añadiendo un
factor: no hay belleza sin mirada. Es natural que un artista privilegie a la
mirada. Pero un gran artista nos invita no sólo a mirar sino a imaginar. La
forma femenina como forma de belleza es también objeto de sensualidad olfativa
(el «odor di femmina» de Don Giovanni), de sensualidad aural (Coya y Buñuel y
Beethoven sordos tienen que imaginar las voces del cuerpo) y, en suma, de
sensualidad imaginativa. (Proust y Catulo celosos, Romeo y Quijote separados de
Julieta y Dulcinea, Samsa transformado en insecto, imaginan otro cuerpo perdido
o deseado.)
Pobre sería el arte de la belleza visual si
excluyese la prolongación de la mirada en lo táctil, lo auditivo, lo olfativo,
lo «gostoso», como dicen los lusoparlantes. Y es que los seres humanos deseamos
un placer infinito que abarque todos nuestros sentidos. Pero no nos contentamos
con ello. Deseamos siempre algo más, algo que quizás ni siquiera sepamos
concebir, pero que nuestra imaginación y nuestros sentidos buscan, exigen,
imaginan aunque ni siquiera lo conciban. «Oh inteligencia, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlo.» Esta profunda intuición de José Gorostiza en
el más grande poema mexicano del siglo XX, le da palabras al gran dilema de la
residencia en la tierra: Desear una satisfacción infinita, pero que al mismo
tiempo sea temporal, un aquí y un ahora.
La belleza entrega su cuerpo no para
decirnos que nos contentemos con lo que el mundo nos da, no para limitar nuestro
deseo y pedirnos una conformidad cualquiera, sino para hacernos el regalo de un
cuerpo presente, un cuerpo aquí y ahora que no sacrifica, sin embargo, ninguna
de sus posibilidades, ninguno de sus puede y ninguno de sus nunca. En el arte
se encuentran, para quien sepa mirar, el ideal del cuerpo y su negación; la
armonía del cuerpo con el alma pero también su posible desarmonía; la presencia
del cuerpo pero también su inevitable ausencia; su placer pero también su
dolor.
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