miércoles, 22 de enero de 2020

11 DE LOS GRANDES PUESTOS (1612). Ensayos. Sir Francis Bacon.

 

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DE LOS GRANDES PUESTOS
(1612)
Los hombres situados en grandes puestos son sirvientes triples: sirvientes del soberano o del Estado, sirvientes de la fama y sirvientes de los asuntos; de ese modo, no disponen libremente ni de su persona, ni de sus acciones, ni del tiempo. Es un extraño deseo buscar el poder y perder la libertad; o buscar poder sobre los demás y perderlo sobre sí mismo. Elevarse a los puestos es trabajoso y esos hombres llegan con penalidades a penalidades mayores; a veces son viles y, mediante indignidades, alcanzan las dignidades. Mantenerse en ellas es cosa escurridiza y retirarse resulta una caída, o al menos un eclipse, lo cual resulta un tanto melancólico: Cum non sis qui fueris, non esse cur velis vivere[1]. Aún más, los que se retiran no pueden hacerlo cuando, quieren ni podrán cuando sea razonable; pero están impacientes por el retiro aun en la vejez y en la enfermedad que requieren la sombra; como los viejos de las ciudades que seguirán sentados a la puerta de la calle, aunque con eso expongan al desprecio la vejez. En verdad que las personas importantes necesitan pedir prestada la opinión de otros hombres para creerse felices; pues si juzgan por sus propios sentimientos, no logran conseguirlo; pero si pensaran de sí mismos lo que otras personas piensan de ellos, y que los otros hombres tuvieran su alegre manera de ser, entonces serían felices como lo fueron porque se lo decían, cuando, quizá, encuentran en su interior que no es así; pues ellos son los primeros en encontrar sus propias penas aunque son los últimos en hallar sus faltas. La verdad es que los hombres de fortuna son extraños para sí mismos y mientras están en el embrollo de los asuntos no tienen tiempo de velar por su salud tanto corporal como mental. Illi mors gravis incubat, qui notus nimis omnibus, ignotus moritur sibi[2].
En el puesto hay libertad para hacer el bien y el mal, de lo cual, lo último, es una maldición; pues en el mal, la mejor condición es no desearlo, la segunda no poder. Mas hacer el bien es la finalidad verdadera y legal de las aspiraciones; pues los buenos pensamientos, aunque Dios los acepte, son poco mejor en los hombres que los buenos sueños, salvo que los ponga en obra; y esto no puede ser sin tener posibilidad y ocasión como son la ventaja y dominio de la situación.
El mérito y las buenas obras son la finalidad de la actividad del hombre, y el tener conciencia de ello es alcanzar descanso; si un hombre puede compartir el teatro de Dios, del mismo modo podrá compartir el descanso de Dios. Et conversus Deus, ut aspiceret opera, quae fecerunt manus suae, vidit quod omnia essent bona nimis[3]; luego vino el sábado.
Al desempeñar tu puesto pon ante ti los mejores ejemplos; pues la imitación es como un globo lleno de preceptos, y después pon ante ti tu propio ejemplo; y examínate severamente para ver si no lo hiciste mejor al principio. Desdeña los ejemplos no sólo de los que se comportaron mal en ese mismo puesto; no para apartarlos reprochando su recuerdo sino para que ellos mismos te indiquen lo que se ha de evitar. Por tanto, haz reformas sin jactancia o escándalo de los tiempos y personas anteriores; pero impóntelas, tanto para sentar buenos precedentes como para seguirlos. Reduce las cosas a su primitiva institución y observa dónde y cómo degeneraron; pero pide consejo a las dos épocas; la época antigua que es la mejor y la última época que es la más apropiada. Trata de dar regularidad a tu actuación, que los hombres puedan saber de antemano qué pueden esperar, pero no seas demasiado positivista y perentorio, y exprésate en buena forma cuando discrepes de tus normas. Preserva el derecho de tu puesto, pero no promuevas cuestiones de jurisdicción; y acepta, más bien en silencio, tus derechos como de facto, que voceándolo con reclamaciones y retos. Preserva asimismo los derechos de los puestos inferiores; y piensa que es más honroso dirigir lo principal que ocuparse de todo. Acepta y pide ayuda y consejos referentes al desempeño de tu puesto; y no te desvíes debido a ellos, como los metomentodo, sino aceptándolos sólo en buena parte. Los vicios de la autoridad son principalmente cuatro: tardanza, corrupción, rudeza y accesibilidad. Pues la tardanza facilita los contactos, no cumple los plazos señalados, concluye lo que se trae entre manos, y entremezcla no los asuntos, sino la necesidad. La corrupción, no sólo te ata las manos y las de tus sirvientes al aceptar, sino que ata también las manos de los solicitantes al ofrecer; porque la integridad al uso hace lo uno, pero la integridad sincera y con manifiesta aversión al soborno, hace lo otro; y evita no sólo la falta, sino la sospecha. Todo el que sea variable y cambie ostensiblemente sin causa manifiesta, da sospechas de corrupción; por tanto, siempre que cambies tu opinión o tu actuación, hazlo sencillamente y decláralo junto con las razones que te han movido al cambio, y no lo hagas subrepticiamente. Un sirviente o un favorito, si es íntimo sin ninguna otra causa aparente de estima, se piensa de él generalmente que es un escondido camino para la corrupción. Por lo cual, la corrupción es una causa innecesaria de descontento: la severidad alimenta al miedo; la rudeza al odio. Incluso los reproches procedentes de la autoridad deben ser serios, no insultantes. La accesibilidad es peor que el soborno, pues el soborno sólo se produce de tiempo en tiempo; si la importunidad o la falta de respeto guían a un hombre nunca carecerá de ellos; como dijo Salomón: No es bueno respetar a las personas; pues tal hombre pecará por un pedazo de pan.
Más verdad es lo que se dijo antiguamente: El puesto nos muestra al hombre; y nos muestra algo de lo mejor y algo de lo peor. Omnium consensu capax imperti, nisi imperasset[4], dijo Tácito de Galba; pero Vespasiano dijo: Solus imperantium, Vespasianus mutatus in melius[5], aunque en uno se refería a su capacidad y en otro a sus costumbres y aficiones.
Es señal segura de un espíritu digno y generoso, el enmendar el honor; porque el honor es, o debiera ser, asiento de la virtud; y como en la naturaleza las cosas se mueven violentamente hacia su sitio, y tranquilamente en su sitio, así la virtud es violenta en la ambición y aposentada y tranquila en la autoridad. Toda elevación hacia un punto importante es por una escalera de caracol; y si hay facciones, es conveniente apoyar al hombre mientras se eleva y contrapesarlo cuando haya alcanzado el puesto. Utiliza el recuerdo de los predecesores con justicia y tacto; porque si no lo haces, es deuda que tendrás que pagar cuando te hayas ido. Si tienes colegas, respétalos; y más bien llámalos cuando no lo pretendían que excluirlos cuando tienen razón para pretender que los llamen. No seas demasiado sensible ni tengas demasiado presente tu puesto durante las conversaciones y respuestas privadas con los peticionarios; es mejor que digan: Cuando está en su puesto, es otro hombre.

martes, 21 de enero de 2020

Sir Francis Bacon. Ensayos. 10. DEL AMOR (1612).


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DEL AMOR
(1612)
El escenario debe más al amor que a la vida del hombre; pues para el escenario, el amor es siempre asunto de comedias y de vez en cuando de tragedias; pero en la vida hay mucha malicia, a veces como de sirena, a veces como de furia. Se puede observar que entre todas las personas grandes y valiosas (de las que queda memoria, tanto antiguas como recientes), no hay ninguna que haya sido transportada al estado de locura de amor, lo que demuestra que los grandes espíritus y los grandes negocios deben mantenerse fuera de las pasiones débiles. No obstante, se debe exceptuar a Marco Antonio, el copartícipe del imperio de Roma, y a Apio Claudio, decenviro y legislador; el primero de los cuales fue en verdad un hombre voluptuoso y desordenado, pero el último fue austero y prudente; por tanto, parece que el amor (aunque raramente) puede hallar entrada no sólo en un corazón abierto, sino también en un corazón bien fortificado, si no mantiene buena vigilancia. Vale poco el dicho de Epicuro de que Satis magnum alter alteri theatrum sumus[1]; como si el hombre, creado para la contemplación del cielo y de todos los objetos nobles, no tuviera que hacer otra cosa sino arrodillarse ante idolillos y someterse, aunque no por la boca (como están las bestias), mas por los ojos, que le fueron dados para fines más elevados. Resulta extraño observar el exceso de esa pasión y cómo ofende a la naturaleza y valor de las cosas, de ahí que el hablar en perpetua hipérbole es grato nada más que en el amor y no solamente lo es en las frases; mientras que se ha dicho acertadamente que el adulador bromista, con quien se entienden todos los aduladores despreciables, se adula a sí mismo, en verdad, el amante es algo más, pues nunca hubo un hombre que pensara tan absurdamente bien de sí mismo; como hace el amante de la persona amada; por tanto, estuvo bien dicho lo de que es imposible amar y ser juicioso. Ni esta debilidad se presenta sólo a otros, ni a la parte amada, sino a la amada sobre todo, salvo que el amor sea recíproco; pues es regla cierta que el amor siempre es recompensado, tanto recíprocamente o con un desdén íntimo y secreto; por cuanto la mayor parte de los hombres debería darse cuenta de esa pasión que pierde no sólo a otras cosas sino a sí misma. En cuanto a las otras pérdidas, las expresa bien el relato del poeta: Que el que prefirió a Helena, renunció a los dones de Juno y Palas, pues quienquiera que estime demasiado la afección amorosa, renunciará tanto a las riquezas como a la prudencia. Esa pasión tiene su afluencia en los verdaderos momentos de debilidad que son los de gran prosperidad y gran adversidad, aunque esta última ha sido menos observada; ambas encienden el amor y lo hacen más ferviente, y, por tanto, demuestran que es hijo de la insensatez. Harán mejor los que, no pudiendo rechazar el amor, le den cuartel y lo separen completamente de sus asuntos y actividades serias de la vida; porque si se interfiere una vez en los negocios, perturba la suerte de los hombres y hace que no puedan en modo alguno ser leales a sus propios fines. No sé por qué,, pero los hombres marciales están dados al amor; creo que es porque están dados al vino, pues los peligros, generalmente, reclaman ser recompensados con placeres. Hay en la naturaleza del hombre una secreta inclinación y tendencia hacia el amor a otros, las cuales si no se emplean en una o pocas personas, se extiende naturalmente hacia muchas y convierte a los hombres en humanitarios y caritativos, como se ve muchas veces en los frailes. El amor nupcial hace a la humanidad, el amor amistoso la perfecciona, pero el licencioso, la corrompe y envilece.

lunes, 20 de enero de 2020

DE LA ENVIDIA (1625). Sir Francis Bacon.


DE LA ENVIDIA
(1625)
No hay ningún sentimiento que se haya observado que fascine o hechice, a no ser el amor y la envidia. Ambos tienen poderes vehementes; se transforman fácilmente en fantasías y sugestiones y se presentan con facilidad ante los ojos, especialmente, ante la presencia de los objetos causantes de la fascinación, si es que hay alguno. Así, vemos que las Escrituras llaman a la envidia ojo maligno; y los astrólogos llaman a la mala influencia de las estrellas, malos aspectos; así es que en el acto de la envidia, parece haber conocimiento, una emanación o irradiación del ojo. Además, algunos han sido tan observadores que han notado que en momento en que la mirada de un ojo envidioso produce más daño es cuando la parte envidiada está en su momento de gloria o triunfo, porque eso agudiza la envidia; al mismo tiempo, en tales momentos, el espíritu de la persona envidiada saldrá más al exterior, y así tropezará con la desagradable mirada.
Pero dejando esos detalles (aunque merecen que se piense en ellos a su debido tiempo), nos ocuparemos de qué personas están más sujetas a ser envidiadas; y cuál es la diferencia entre envidia pública y privada.
Un hombre que no tiene virtudes jamás envidia la virtud de otros; porque la mente de los hombres se nutrirá ya de su propio bien, ya del mal ajeno; y el que desea lo uno, perseguirá lo otro; y quien carece de esperanza para alcanzar la virtud de otro, tratará de apoderarse de la fortuna del otro.
El hombre que es afanoso y curioso, por lo general, es envidioso; pues saber mucho sobre los asuntos de los demás no puede ser sino a causa de que toda esa preocupación pueda concernir a sus propios bienes; por tanto, tiene que ser que encuentre cierto placer en fijarse en las fortunas de otros; ni el que se afana en sus propios asuntos tiene mucho que envidiar; pues la envidia es una pasión ociosa que pasea por las calles y no le gusta estar en casa: Non est curiosus quim idem sit malevolus[1].
Los hombres de noble cuna se caracterizan por ser envidiosos de los hombres que se encumbran, porque se altera la distancia que los separa; y es como un engaño a los ojos porque cuando otros vienen, piensan que ellos retroceden.
Las personas deformadas y los eunucos, los viejos y los bastardos son envidiosos; porque el que no puede enmendar su propio caso, hará lo que pueda por estropear el de los otros; salvo que esos defectos se produzcan en naturalezas muy bravas y valientes que piensen hacer de sus carencias naturales parte integrante de su honra: en ese caso, debería decirse: ese eunuco, o ese cojo, hizo tales cosas grandes, dando a entender la honra de un milagro: como sucedió con Narsés el eunuco, y Agesilao y Tamerlán que eran cojos.
El mismo caso es el de los hombres que se levantan después de calamidades y desgracias; pues son como hombres reñidos con su tiempo que consideran el daño de otros como una redención de sus propios sufrimientos.
Los que desean sobresalir en muchos asuntos, aparte de la frivolidad y la vanagloria, son siempre envidiosos porque no pueden desear trabajo; ya que es imposible que en cada uno de los asuntos puedan sobrepasar a los otros; ése era el carácter del emperador Adriano, que envidiaba mortalmente a los poetas y pintores y a los diestros en el trabajo, respecto al cual sentía afán de sobresalir.
Finalmente, los parientes y los compañeros de oficio y aquellos que se han criado juntos, son más apropiados para envidiar a sus iguales cuando éstos se elevan; porque esto les vitupera su propia suerte, les señala y les acude con frecuencia a la memoria y del mismo modo hace que los otros se fijen en él; y la envidia siempre se redobla con la charla y la fama. La envidia de Caín hacia su hermano Abel fue la más vil y maligna, porque cuando su sacrificio era mejor aceptado no había nadie que lo viera. Así sucede con muchos que son propicios a la envidia.
Respecto a los que están más o menos sujetos a la envidia, primeramente, las personas de virtuosidad eminente, cuando lo son en grado avanzado, son menos envidiosas porque su fortuna parece debida a ellos; y nadie envidia el pago de una deuda sino más bien las recompensas y libertades. Además, la envidia siempre va unida a la comparación que el hombre hace consigo mismo, y donde no hay comparación, no hay envidia; por tanto, los reyes no son envidiados sino por reyes. No obstante, debe tenerse en cuenta que las personas sin mérito son más envidiadas en su primera aparición y después sobrepasan mejor la envidia; por lo que, contrariamente, las personas de valía y mérito son más envidiadas cuando su buena suerte se prolonga; pues para entonces, aunque su virtuosidad sea la misma, ya no tiene el mismo lustre; pues los recién venidos la acrecientan más que empañarla.
Las personas de sangre no le son menos envidiadas en su encumbramiento, pues parece que es un derecho correspondiente a su cuna; además, no parece agregar demasiado a su suerte; y la envidia es como los rayos del sol que calientan más en las elevaciones o cumbres que en el llano; y, por la misma razón, los que avanzan gradualmente son menos envidiados que quienes avanzan súbitamente y per saltum.
Los que juntan a sus honores grandes cuidados laboriosos, o peligros, están menos sujetos a la envidia, pues los hombres consideran que se ganan sus honores con fatiga y algunas veces se apiadan de ellos, y la piedad siempre cura a la envidia. Por lo cual, se observará que cuanto más profunda y cauta sea la clase de políticos en su grandeza, más se quejarán siempre de la vida que llevan, entonando el quanta patimur[2]; no es que lo sientan así, sino sólo para embotar el filo de la envidia; pero esto debe entenderse en negocios que pesan sobre los hombres, no los que ellos se buscan; pues nada acrecienta más la envidia que el aumento innecesario y ambicioso de los negocios; y nada extingue más la envidia hacia una persona importante que mantener a todos sus empleados inferiores en los plenos derechos y preeminencias de sus cargos; porque, por este medio, habrá muchas pantallas entre él y la envidia.
Sobre todo, están más sujetos a la envidia los que llevan la grandeza de su suerte en forma insolente y orgullosa; no encontrándose a gusto sino cuando ostentan cuán grandes son, ya con pompa externa o triunfando sobre toda oposición o competición. Por lo contrario, los hombres prudentes no se sacrificarán a la envidia sufriendo, a veces de propósito, impedimentos y sobrecargas en cosas que no les atañen mucho. No obstante, es muy cierto que el llevar la grandeza en forma declarada (aunque sin arrogancia ni vanagloria), provoca menos envidia que si se lleva de modo más hábil y artera; pues de esa forma el hombre no hace más que denegar la suerte, y parecer que se da cuenta de su propio deseo de valía, y enseñar a otros a que le envidien.
Por último, para terminar esta parte, como hemos dicho al principio que el acto de envidiar tiene en sí algo de hechicería, no tiene más curación que la que tiene la hechicería; y no es quitarse de encima la carga (como se dice) y echarla sobre otro; por esa razón las personas eminentes de mayor prudencia siempre colocan en primer término a alguien sobre quien desvían la envidia que caería sobre ellas; algunas veces sobre ministros o sirvientes, otras, sobre colegas y socios o algo semejante; y para esa desviación nunca faltan algunas personas de naturaleza valiente y emprendedora que, con tal de tener poderío y negocios, lo aceptarán a toda costa.
Pasemos ahora a hablar de la envidia pública: hay algo de bueno en la envidia pública que, contrariamente, no hay en la privada; porque la envidia pública es como un ostracismo que eclipsa a los hombres cuando se engrandecen demasiado; y, por tanto, es también un freno para los grandes que les mantiene dentro de los límites.
Esta envidia, llamada en latín invidia, circula en las lenguas modernas como el nombre del descontento, del cual hablaremos al ocupamos de la sedición. Es una enfermedad en un Estado análoga a una infección; pues una infección se extiende sobre el que está sano y lo infecta, asimismo cuando la envidia entra una vez en un Estado, difama incluso sus mejores acciones, y las convierte en pestíferas; por tanto, se gana poco mezclando acciones plausibles porque eso no indica más que temor a la envidia, lo cual daña mucho más, como sucede en las infecciones que, si se las teme, es como llamarlas sobre uno.
Esta envidia pública parece recaer principalmente sobre funcionarios importantes y ministros, más que sobre reyes y naciones. Pero es una regla fija que si la envidia hacia los ministros os grande, la causa que la produce en ellos es pequeña; o que si la envidia es general hacia todos los ministros del Estado, entonces la envidia (aunque escondida) es verdaderamente hacia el propio Estado. Y gran parte de la envidia pública o descontento, y de la diferencia de ésta con la privada, es de lo que se trató en primer lugar.
Añadiremos que, en general, tocante al sentimiento de la envidia, dé todos los sentimientos es el más inoportuno y constante; pues otros sentimientos se dan en ocasiones, por lo cual se dijo acertadamente: Invidia festos dies non agii[3], pues siempre actúa sobre uno u otros. Y también es de notar que el amor y la envidia abaten al hombre, lo cual no hacen otros sentimientos porque no son tan constantes. Es también el más vil de los sentimientos y el más depravado; por esa causa es el atributo más apropiado del demonio, del cual se dice que durmiendo los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo; y siempre ocurre que la envidia opera sutilmente, en Ja sombra y en perjuicio de las cosas buenas como lo es el trigo.
Fuente: Francis Bacon Ensayos ePub r1.0 oronet 15.11.2019

sábado, 18 de enero de 2020

EL PLATO DE LA MENTE. ROBERTO CALASSO.


EL PLATO DE LA MENTE

Varias veces me tocó observar que las películas de Hitchcock tienden a volverse más bellas cuando se ven otra vez. Me ha pasado últimamente, viendo de nuevo Psicosis, Los pájaros, Mamie.
¿De qué otros directores se podría decir lo mismo? De Lubitsch, de Max Ophüls, ciertamente. Otros nombres se podrían agregar, pero no muchos. ¿Por qué? Quizá por cierto blindaje inquebrantable que protege a esas películas del mundo externo. Quien entra en un Hitchcock, en un Lubitsch, en un Ophüls pone el pie en sitios autosuhcientes, que tienden a absorber todo en sí mismos. Luego puede haber también otras razones de constante, renovado estupor. Puede ser un estupor no sólo estético, sino especulativo. 0 mejor: un estupor estético por ser especulativo. Esto es válido para algunas películas de Hitchcock que destacan (y deslumbran) porque, a la usual trama de delicias y terrores, superponen una dimensión metafísica. Primer ejemplo patente: Vértigo. Pero lo mismo se puede decir, con implicaciones más engañosas e indomables, para La ventana indiscreta. Truffaut, con su habitual perspicacia, escribió una vez a Hitchcock: «Vértigo es más sentimental, más poética, pero La ventana indiscreta es la perfección». Se dieron cuenta de eso también Ghabroly Rohmer, que apuntaban: «Si hay una película de Hitchcock para la cual el término metafísica se pueda citar sin temor, ésta es precisamente La ventana indiscreta». Lástima que después se hayan estancado en el intento de identificar qué metafísica. Después de una primera referencia al mito platónico de la caverna, se enredaron entre San Agustín y los jansenistas en la búsqueda del significado moral del asunto. No se entiende por qué (es más, se entiende perfectamente), pero en cuanto interviene la palabra «moral»
la lucidez de la mente se empaña. Y entonces ¿cuál será la metafísica implícita en La ventana indiscreta?
Como Lubitsch, como Ophüls, Hitchcock se abstenía de teorizar sobre sus películas. Pero, aveces, lanzaba por ahí una frase decisiva, disimulada, junto con observaciones técnicas inocuas. En esa frase se decía lo esencial. Así, una vez observó: «La ventana indiscreta es totalmente un proceso mental, conducido a través de medios visuales». Aislamos la frase y nos preguntamos: ¿quién está hablando aquí? ¿Sañkara a propósito de la maya? ¿O es Rámánuja o algún otro maestro vedán- tico? ¿Qué sentido tiene describir una película puntillosa y minuciosa hasta el trompe-l'oeil (el set del patio, el más grande construido hasta entonces por la Paramount, correspondía fielmente a un inmueble de Christopher Street) como si fuera «totalmente un proceso mental»? «Totalmente»... ¿Qué habrá pretendido Hitchcock con esa afirmación tan drástica? No queda más que ver la película. El primer encuadre nos ofrece una estera semitransparente de bambú que se alza delante de una ventana, luego otra, luego otra más. Es como si la cortina de opacidad que normalmente envuelve a la mente y la hace desconocedora de sí misma se desvaneciera lentamente. ¿Qué aparece, entonces? No el mundo, sino el patio: predispuesto como un edificio mnemotécnico donde la pared de ladrillos descoloridos hace de soporte a los loci, que son las diferentes ventanas. Aquí se manifiesta la invención visual fundamental de la película: las imágenes que vemos al interior del marco de cada una de las ventanas (la bailarina que practica, los recién casados que entran en su apartamento, el músico infeliz al piano, Corazón Solitario que se prepara para recibir a un macho invisible, el viajante Lars Thorwald que regresa con su esposa enferma y rencorosa) están a otro nivel respecto a lo que vemos en el patio o en la habitación del protagonista. Esas imágenes rectangulares no son reales, son hiperreales. Tienen la cualidad alucinatoria y esmaltada de las calcomanías. Es tal la evidencia de esos rectángulos (aún más imperiosa de noche, cuando los rectángulos se recortan sobre un fondo de tinieblas) que
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empezamos a preguntarnos: ¿dónde estamos realmente? Y se insinúa la sospecha: quizá la ventana donde está apostado el fotógrafo James Stewart con su pierna enyesada no da, como todas las ventanas ingenuas, hacia algún exterior. Quizá, como lo indica el título en inglés (Rear Window), es una ventana que se abre hacia lo que perennemente está detrás del mundo: el plato de la mente. De hecho, ¿desde cuándo la «realidad» (Nabokov dice en algún lugar que se trata de una palabra uti- lizable sólo entre comillas) ha tenido la nitidez alarmante, la pátina nacarada de lo que ve el fotógrafo en los rectángulos luminosos delante de él? Lo que ocurre allí dentro ¿no es quizá el cine sorprendido en su origen? Admitamos entonces que las esteras de bambú se hayan alzado sobre un teatro ocupado por una mente y sus fantasmas. Pero ¿cómo se compone esa mente (cada mente)? Hay un ojo soberano, inmóvil: el átman, el Sí. Traduzcamos en la ironía occidental de Hitchcock: el ojo de un fotógrafo (el ojo por excelencia) con una pierna enyesada. En la superposición de un binóculo o de un imponente teleobjetivo al ojo del protagonista está implícita no sólo la capacidad de auto- intensiftcación del átman, sino la capacidad del ojo soberano de desdoblarse indefinidamente: existe siempre una metamirada que se sobrepone a la mirada, pero el paso decisivo es el primero: aquél con el que el Sí se separa del Yo, el fotógrafo que mira del asesino que es observado. Pero entonces ¿adonde fue a parar el mundo? La mente puede encargarse de dejarlo fuera, pero no del todo. Siempre queda al menos una hendidura, que hiere y permite la fuga. Por ello, en uno de los lados del patio, se abre un callejón que da a la calle. La calle es el mundo como es. Pero en la película nunca se hará notar más que por instantes, como cuando Grace Kelly o Corazón Solitario o el asesino se aventuran en él. Todo el resto se desarrolla al interior de una mente, entre el ojo del fotógrafo y sus fantasmas. Ese ojo es soberano. Frente a él, todo está disponible: cada piso, cada escena de la vida, tal como se muestran sobre la fachada interna del patio, como una película proyectada sobre cada uno de los rectángulos luminosos de las diferentes ventanas.
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El hilo que ata al fotógrafo con el asesino se aprieta en un nudo metafísico, del cual depende, como un teorema de un axioma, toda la película. Según la doctrina vedántico- hitchcockiana, el átman, el Sí, no es una entidad aislada, sino que está siempre relacionada con una contraparte, el aham, el Yo —o más precisamente el ahamkára, ese proceso de «fabricación del Yo» que da a cada uno la impresión de tener una identidad—.
Pero ¿por qué el Yo tiene que ser el asesino? La relación entre átman y aham corresponde a aquélla entre el brahmán que vigila, silencioso e inmóvil, el sacrificio y el oficiante que lo realiza. Pero ¿por qué el sacrificio? Porque es la acción por excelencia, sobre la cual se modela cualquier otra, de donde descienden todas las demás. Así decían los videntes védicos.
Y el sacrificio, aun cuando sólo consistiera en exprimir el jugo lactescente de una planta, elsomo, es siempre una destrucción.
Y una destrucción que es percibida como asesinato.
La relación entre átman y aham es tortuosa, en cualquier momento puede dar un vuelco. El átman es un ojo soberano, invisible, pero obligado a la inmovilidad de la contemplación. La angustia de Arjuna en la Bhagavadgitá sobreviene cuando el átman es llamado a actuar: pero esto en una perspectiva sacrificial, donde átman y aham pueden al final encontrar un delicado, arriesgado acuerdo. En la perspectiva profana, donde el sacrificio se ha vuelto asesinato, átman y aham no pueden más que ser siempre potencias antagónicas, hasta la muerte. Así, el viajante podrá tratar de golpear al Espectador escondido llegándole por la espalda (como entrando en la sala de cine cuando el espectáculo ya ha empezado). Y podrá tratar de matarlo, porque de cualquier modo átman y aham conviven en el mismo cuerpo. El intento de asesinato del fotógráfo, realizado por el viajante, es ante todo un intento de suicidio. Y el fotógrafo logra defenderse sólo deslumbrando con el flash al viajante: como el Sí trata de paralizar con su luz interna la revuelta del Yo, que golpea desde atrás, y desde la oscuridad.
La versión profana ofrece en los términos irónicos de la comedia psicológica lo que la versión sacrificial ofrece en
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los términos de la ritualidad metafísica: el viajante se libera con el asesinato de un matrimonio pasado (y la única prueba que queda del delito es el anillo matrimonial de su esposa), mientras que el fotógrafo quisiera liberarse de un matrimonio futuro, pero precisamente el asesinato realizado por el viajante lo obliga al matrimonio. Así ocurre que la aspirante a prometida del fotógrafo (Grace Kelly) se apodera del anillo matrimonial de la asesinada. Así reencontramos al fotógrafo enfermo y aún más inmóvil (ahora tiene ambas piernas enyesadas), mientras duerme bajo la mirada de la futura esposa, tal como estaba enferma e inmóvil en su cama la esposa del viajante antes de ser asesinada. Claro, el fotógrafo está a merced de la encantadora perfeccionista Lisa Fremont (Grace Kelly), mientras que la esposa de Tborwald estaba frente a una mirada de torvo rencor. Pero nada es inocuo. La contienda entre átman y aham es eterna, y no se detiene nunca. El encanto peculiar, el riesgo de la película es precisamente éste: componer unasophisticated comedy abigarrada y rica de virtuosismo sobre la base de una materia brutal, sin atenuar de ningún modo su carácter siniestro.
Regresemos al patio. ¿Qué ambiente se respira en ese patio de la novena calle? Más o menos el que había en Tebas con Edipo o en Elsinor con Hamlet. «Hay algo podrido en el patio». Quien se da cuenta, como de costumbre, es el coro, que aquí delega en la admirable Thelma Ritter, enfermera de las aseguradoras, para que lo represente. La rueda vertiginosa de los fantasmas, la sombra cada vez más irresistible de Grace Kelly que se proyecta (desde atrás) sobre el fotógrafo dormido (o sea, fugándose de los fantasmas que reencuentra puntualmente en la pared de enfrente) crean una tensión que crece, junto con el calor húmedo de Nueva York. Sobre todo en dos personas: el fotógrafoy el viajante, que se prepara para matar a la esposa. ¿Qué vincula a estos dos seres que se ignoran? Un hilo extremadamente sutil, un hilo femenino. El viajante Lars Thorwald mata a su esposa: el fotógrafo lo descubre con la ayuda de la mujer que se quiere convertir en su esposa (y a su vez se arriesgará a que el asesino la mate). Como siem43
pre, sacrificio y hierogamia están envueltos el uno en el otro. Una vez expulsada la víctima sagrada, que ahora no es sólo la asesinada, sino también el inocente perrito de los vecinos, se produce un efecto de pacificación en el patio. El pequeño perro, víctima sustituía, es reemplazado por otro perrito: para indicar que su existencia representa la sustitución misma. La bailarina reencuentra a su cómico novio, huyendo de los «lobos» que la acechan. También Corazón Solitario, la mujer madura y desdichada que quería matarse, encuentra un compañero: el pianista joven e infeliz, que estaba desesperado por sus fracasos. Aquí se revela la cruel ironía de Hitchcock: después de un asesinato la vida se aligera y se reanima. Los asesinos pasan, el patio permanece.
Esta lectura vedántica de La ventana indiscreta se me impuso como una evidencia hace unos diez años. Todo concordaba —y, cuanto más concordaba, más me sentía atravesado poruña sutil hilaridad—. Veía la cara de Hitchcock, protegida por el imponente baluarte de su labio inferior, engastada en el marco proliferante de un templo hindú. Después pensaba: es un poco como ver una película de Mizoguchi a través de Plotino. ¿Por qué no, después de todo? ¿Qué otra cosa se puede hacer si la psicología y el psicoanálisis occidentales son tan rudimentarios e inadecuados con respecto a Hitchcock? Años después, vi de nuevo Lo ventana indiscreta. La lectura vedántica resurgía espontáneamente, es más, se enriquecía de nuevos detalles. Pero no era esto lo que me impactaba. Sino más bienuna constatación: el arte no se deja perturbar por sus significados. Fue Dumézil quien una vez recomendó el placer de leer la Riada de corrido, «sin hacerse preguntas», sin pensar nada más que en la historia contada, sin comentarios, sin diccionarios, por lo tanto sin significados ulteriores. Ese placer es la verdadera ordalía del arte. Lo que resiste esa prueba está salvado. Y cómo se salvaba la película de Hitchcock... Tan bien que impulsaba enseguida hacia otras direcciones. Por ejemplo.- la brisa que mueve el aire estancado del patio y de las elucubraciones del fotógrafo viene de Park Avenue, con el paso de Grace Kelly. Es
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ella, con sus estrepitosas mises, con sus puntadas mucho más agudas que las del macho obligadamente chistoso, quien le da sabor a la película. A través de ella Hitchcock, estratega de la imagen, parece hacer converger todo hacia una epifanía, que es también un talismán. Observemos: al inicio de la película el fotógrafo, pedante y arisco como son a menudo los hombres de acción, explica a Grace Kelly que él va por el mundo, rozándose con peligros y molestias, con un minúsculo maletín. Es como decir: «No son cosas para ti, hembra fatua de Park Avenue». En el primer momento Grace Kelly calla y aguanta. Pero el día después, cuando ya aumenta la tensión por el supuesto asesinato, aparecerá con una maletita negra, de gran elegancia, donde tiene guardado su neceser para una noche con su reacio prometido. Y, frente al atónito James Stewart, pronunciará las dos oraciones que sellan la película. «Un poco de intuición fe - menina a cambio de una cama improvisada» (es el trueque que resuelve aforísticamente todas las dificultades sentimentales que oprimen al pobre fotógrafo). Y al final, siempre a propósito de la maletita: «Ves, es más pequeña que la tuya» (con deliciosa insinuación sexual). La epifanía se produce cuando esa minúscula caja negra se abre con un sonido seco y su geométrica nitidez se desvanece en la nube rosada del camisón que aparece (junto con las pantuflasy el diminuto espejo, recuerdo vedántico). Esa luz se irradia sobre toda la película.
Agregaría una última nota. La ventana indiscreta es el Occidente mismo, en su forma más fascinante e irreductible. Pero quizá, para entenderse a sí mismo, el Occidente también necesita de categorías nacidas en otra parte. De lo contrario corre el riesgo de verse más árido e informe de lo que ya es. Además, ¿no ha sido siempre una vocación peculiarmente occidental la de viajar mucho, buscar otros mundos, conquistarlos pero también estudiarlos? Y ¿para qué se estudia si no es para entender algo que luego también se pueda usar?
Quizá una historia que nos concierne a todos muy de cerca es la jasídica del rabí Eisikde Cracovia, contada por Buber. Rabí Eisik, hijo de Jekel, tiene un sueño recurrente que lo conmina
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a ir lejos, hasta Praga, donde encontraría un tesoro escondido, bajo el puente que conduce al castillo de los reyes bohemios. Rabí Eisik va a Praga, observa el puente pero se da cuenta de que siempre está vigilado por centinelas. Testarudo, continúa vagando por la zona. Al final el capitán de los guardias, impresionado por ese viejo obstinado, le pregunta qué busca. Rabí Eisik cuenta la historia de su sueño. El capitán de los guardias se echa a reír. Y le narra otra historia: «Mira que si los sueños reflejaran la verdad, en este momento yo estaría haciendo un viaje en sentido inverso al tuyo. Y naturalmente no encontraría nada. Has de saber que soñé que encontraría un tesoro en Cracovia, en la casa de un rabino que se llama Eisik, hijo de Jekel, detrás del fogón. Imagínate, ir a Cracovia donde la mitad de los hombres se llaman Eisik y la otra mitad Jekel...». El rabino Eisik, hijo de Jekel, escucha sin comentary regresa enseguida a su casa en Cracovia. Detrás del fogón encuentra el tesoro. El punto de la historia —observó un gran indólogo, Heinrich Zimmer—- no es que el tesoro que buscamos se encuentre más cerca de lo que pensamos. Si así fuera la historia del rabí Eisik se parecería a otras mil. El punto decisivo es que el lugar del tesoro debe ser revelado por un Extranjero, que en ese momento ni siquiera sabe que nos está iluminando. De no haber encontrado al capitán de los guardias en la lejana Praga, rabí Eisik jamás habría mirado en la esquina detrás del fogón de su casa. La India (y no sólo la India) podría ser para nosotros lo que el capitán de los guardias fue para rabí Eisik.
Traducción de Teresa Ramírez Vadillo
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Fuente:
La locura que viene de las ninfas
Roberto Galasso
TRADUCCIÓN DE TERESA RAMÍREZ VaDILLO Y
Valerio Negri Previo
sextopiso

jueves, 16 de enero de 2020

La locura que viene de las ninfas Roberto Calasso EL SÍNDROME LOLITA


La locura que viene de las ninfas
Roberto Calasso
EL SÍNDROME LOLITA

En el mes de septiembre de 1958 la clasiñcación de los bestsellers estadounidenses colocaba en primer lugar la obra Lolita de Vladimir Nabokovy en segundo, El doctor Zhivago de Boris Pasternak. Hoy, entre nosotros, predominan los Faraones de Christian Jacq, con su despiadada ridiculez. Como quiera que sea, hace cuarenta años los desmitificadores de siempre, esos que presumen de no caer nunca en las trampas de los media, ya nos habían puesto en guardia: esos dos libros, Lolita y Zhivago, eran entusiasmos pasajeros, efímeros éxitos de escándalo destinados a ser olvidados en un lapso de pocos meses. Y el verdadero escándalo sobrevino cuando pasó «el huracán Lolita» (título que Nabokov dio a un cuaderno donde anotaba, día a día, los acontecimientos). Hoy el «síndrome Lolita» parece resurgir, a raíz de la película de Adrian Lyne, que sin lugar a duda es modesta, pero ciertamente no prevarica con respecto a la novela.
Entre 1955 y 1958 la palabra clave fue «pornografía», término que a estas alturas ruborizaría a cualquiera que lo utilizara a propósito de Lolita. Los tiempos han cambiado y la palabra en boga actualmente es otra: «pedoftlia». ¿Será un progreso, una mejoría del léxico? ¡Bah...! Por lo demás, las argumentaciones continúan siendo penosamente parecidas, lo que conñrma el hecho de que la mojigatería y la incapacidad de entender de qué está hecha la literatura son cantidades que jamás decrecen, por el contrario, tienden a un gradual, engañoso incremento. Hay también un modo de medir este aumento: por la proliferación de esa siniestra especie de personas que no saben distinguir entre representación e intimación —y en consecuencia leerían Crimen y castigo como un manual
de instrucciones para asesinar mujeres viejas y solas—. A estas alturas surge espontáneamente una pregunta: si bienLolita ya se lee en las escuelas, ¿es realmente un hecho que en estos cuarenta años se haya finalmente acertado de qué habla el libro? Muchas son las dudas.
Sin embargo, como sucede con frecuencia a los más grandes escritores, Nabokov era un maestro en sembrar sus novelas de «secretos patentes», según la fórmula de Goethe: secretos tan evidentes y ofrecidos a los ojos de todos, que nadie los ve. Así sucede en Lolita.- desde las primeras diez páginas Nabokov presenta su «secreto patente», con puntillosa precisión y claridad: «Ahora quiero exponer el siguiente concepto. Sucede a veces que algunas mozuelas, entre los límites de los nueve y los catorce años, revelan a ciertos viajeros hechizados, dos o más veces mayores que ellas, su verdadera naturaleza, no humana, sino nínfica (o sea demoníaca); propongo llamar "nínfulas” a esas selectas criaturas». ¿Cuál fue el resultado durante los meses turbulentos que siguieron a la publicación del libro? El término «nínfula» (invención genial) enseguida se abrió camino, entrando pronto en la lengua común, a menudo con una escuálida connotación de complicidad. No así el «concepto»: que lajoven Lolita tuviera naturaleza «no humana, sino nínfica (o sea demoníaca)» no fue percibido por los críticos. Y tampoco el hecho de que todo el libro era un desgarrador, suntuoso homenaje a las ninfas ofrecido por alguien que había sido subyugado por su poder.
Los griegos antiguos, que de estas cosas sabían mucho más que nosotros, llamaban a estos seres nymphóléptoi (y Nabokov retoma puntualmente en un pasaje la inusual palabra, mientras que en otro observa: «La ninfolepsia es una ciencia exacta»). Y aquí ya me parece oír la objeción: ¿no será que esa frase arriba citada fue puesta allí por el autor entre muchas otras, como de adorno? No, lo lamento, señores del jurado, pero los verdaderos escritores no actúan así. De cualquier forma, para los voluntariosos que intentaran seguir los rastros de las ninfas, diseminados con magnánima abundancia en todo Lolita, aconsejo
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abrir el libro en las páginas 26, 54, 61,165,170,176, 210, 284, 280, 3i2 de la edición italiana.* Encontrarán suñcientes.
Pero ¿quiénes eran, después de todo, las ninfas? A estos seres de vida larguísima, aunque no eterna, la humanidad les debe mucho. Atraídos por ellas, más que por los humanos, los dioses empezaron a hacer incursiones en la tierra. Y primero los dioses, luego los hombres, que imitan a los dioses, reconocieron que el cuerpo de las ninfas era el lugar mismo de un conocimiento terrible, porque era a la vez salvadory funesto: el conocimiento a través de la posesión. Un conocimiento que otorga clarividencia, pero puede también llevar a quien lo practica a una locura peculiar. La paradoja de la ninfa es ésta: poseerla significa ser poseídos. Y por una fuerza arrolladora. Escribe Porfirio que Apolo recibió de las ninfas el don de las «aguas mentales». Ninfa sería entonces el nombre cifrado de la materia mental que hace actuar y que sufre el encantamiento. Quien se sumerge en esas aguas es llamado nymphóléptos. Entre ellos el más célebre fue Sócrates, que así se define en el Fedro, y al final del diálogo dirige una plegaria purificadora a las ninfas.
Se diría que terminamos lejos de Nabokov, y de su Hum- bert Humbert, el «cazador hechizado», poseído por su presa. 0 quizá nos acercamos demasiado, porque tanto Sócrates como Nabokov hablaron de la misma «locura que viene de las ninfas». Y ¿no habrá sido precisamente esto lo que suscitó contra ambos el coraje de la «jauría de los bienpensantes»? De hecho, cuando los seres divinos desaparecieron—al menos ante los ojos de quien ya no sabía advertir su presencia—junto con ellos se desvaneció el cortejo de los seres intermedios: ángeles, demonios, ninfas. Para muchos fue un alivio. La vida se mostraba menos peligrosa y más previsible. Y la palabra nymphóléptos cayó en desuso. En cuanto a las ninfas, volvieron a habitar en algún nicho solitario en la historia del arte. Planteo entonces
* Páginas 24, 51, 58,159,164,169-170, 304-205, 23o, 376, 3o8, de la edición española, Vladimir Nabokov, Lolita, Barcelona, Anagrama, 2002.
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una hipótesis: quizá el escándalo que Lolita suscitó en algunos cuando apareció —y al parecer continúa suscitando— se debía sobre todo al hecho de que Nabokov obligaba a la mente, con los medios traicioneros y matemáticos del arte, a despertarse a la evidencia, a la existencia de esos seres —las ninfas— que pueden también presentarse bajo la forma de una chiquilla estadounidense con calcetines blancos. Más que el sexo, el escándalo era la literatura misma.
Traducción de Teresa Ramírez Vadillo
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FUENTE:
La locura que viene de las ninfas
Roberto Galasso
TRADUCCIÓN DE TERESA RAMÍREZ VaDILLO Y
Valerio Negri Previo
sextopiso
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin previo permiso del editor.
TÍTULO ORIGINAL
La follia che viene dalle Ninfe
Copyright © 2005 Adelphi Edizioni S.P.A. Milano Primera edición en Sexto Piso España: 2008 Traducción
Teresa Ramírez Vadillo Valerio Negri Previo
Revisión y corrección Valerio Negri Previo
Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2008 San Miguel# 36 Colonia Barrio San Lucas Coyoacán, 04030 México D.F., México.
Sexto Piso España, S. L. c/ Monte Esquinza i3, 4.0 Deha.
28010, Madrid, España.
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
ISBN: 978-84-96867-17-8 Deposito legaLM-8085-2008
Impreso en España

jueves, 9 de enero de 2020

FRANCIS BACON. 4 DE LA VENGANZA (1625)



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DE LA VENGANZA
(1625)
La venganza es una especie de justicia salvaje que cuanto más crece en la naturaleza humana más debiera extirparla la ley; en cuanto al primer daño, no hace sino ofender a la ley, pero la venganza de ese daño coloca a la ley fuera de su función. En verdad que, al tomar venganza, un hombre se iguala con su enemigo, pero si la sobrepasa, es superior; pues es parte del príncipe perdonar; y estoy seguro que Salomón dice: Es glorioso para un hombre excusar una ofensa. Lo pasado se ha ido y es irrevocable; y los hombres prudentes tienen demasiadó que hacer con las cosas presentes y venideras; por tanto no harían más que burlarse de sí mismos ocupándose de asuntos pasados. No hay hombre que cometa el mal a cuenta del mal mismo, sino para obtener provecho propio, o placer, u honor o algo semejante; por tanto, ¿por qué me voy a encolerizar con un hombre que se ama a sí más que a mí? Y si algún hombre cometiera el mal meramente por maldad natural, no sería más que como el espino o la zarza que pinchan y arañan porque no pueden hacer otra cosa. La clase de venganza más tolerable es la debida a los males que no hay ley que los remedie; pero entonces, dejar que un hombre se ocupe de la venganza es como si no hubiera ley para castigar; además el enemigo de un hombre siempre se anticipa y ya son dos por uno. Algunos, cuando toman venganza, están deseosos de que la parte contraria sepa de quién procede. Ésta es la más generosa: pues el goce parece estar no tanto en cometer el daño como en hacer que la parte contraria se arrepienta; pero los cobardes bajos y taimados son como las flechas lanzadas en la oscuridad. Cosme, duque de Florencia, lanzó una desesperanzadora frase contra los amigos pérfidos y despreciables como si esbs males fuesen imperdonables: Leeréis que se nos manda perdonar a nuestros enemigos; pero nunca leeréis que se nos mande perdonar a nuestros amigos. Sin embargo, el espíritu de Job era aún más adecuado:  También recibimos el bien de Dios ¿y el mal no recibiremos?[1], y en la misma proporción respecto a los amigos. Esto es cierto, que un hombre que proyecte vengarse, conserva abiertas sus propias heridas porque si no se cerrarían y curarían. Las venganzas públicas son afortunadas en su mayoría; como fue la muerte de César; la muerte de Pertinax; la muerte de Enrique III de Francia; y muchas otras. Pero no sucede así con las venganzas privadas; no, más bien las personas vengativas llevan la vida de las brujas, quienes, como son malignas, terminan desgraciadamente.

martes, 7 de enero de 2020

FRANCIS BACON.ENSAYOS. 2 DE LA MUERTE (1612)


 

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DE LA MUERTE
(1612)
Los hombres temen la muerte como los niños temen adentrarse en la oscuridad; y al igual que ese miedo natural de los niños se acrecienta con los cuentos, así ocurre a los otros. En verdad, la contemplación de la muerte, como precio del pecado y tránsito al otro mundo, es santa y religiosa; pero temerla, como tributo debido a la naturaleza, es debilidad. Sin embargo, en las meditaciones religiosas hay cierta mezcla de vanidad y superstición. Podremos leer en algunos libros de mortificación de los frailes que un hombre pensara para sí cuán doloroso es que tuviera las puntas de los dedos oprimidas o torturadas; y de ahí imagina cuáles son los dolores de la muerte cuando todo el cuerpo se corrompe y disuelve; cuando muchas veces pasa la muerte con menos dolor que la tortura de un miembro, porque las partes más vitales no son las de sensibilidad más rápida. Y por él, que habla sólo como filósofo y hombre natural, bien se dijo: Pompa mortis magis terret quam mors ipsa[2]. Los gemidos y convulsiones, la palidez del rostro, las lágrimas de los amigos, lutos, exequias y demás presentan terrible a la muerte. Es digno de observarse que no hay sentimiento de la mente humana tan débil, pero va unido y domina al miedo a la muerte; y, sin embargo, la muerte no es ese enemigo tan terrible cuando el hombre tiene en su derredor tantos que le atiendan que pueda ganar su batalla. La venganza triunfa sobre la muerte; el amor la desdeña; el honor la sobrepasa; la pena la huye; el miedo se anticipa a ella; no sólo leemos que, después que el emperador Otón se suicidó, la piedad (que es el más tierno de los sentimientos) provocó la muerte de muchos por mera compasión hacia su soberano y como el más verdadero destino de sus partidarios. No sólo Séneca acumuló aburrimiento y saciedad: Cogita quamdium eadem feceris; mori, velle, non tantum fortis, aut miser, sed etiam fastidiosus potest[2]. Un hombre moriría, aunque no fuera valiente ni desgraciado, sólo por cansancio de hacer la misma cosa una y otra vez. No menos digno de observarse es cuán poca alteración produce en las almas buenas la cercanía de la muerte, pues parecen seguir siendo las mismas personas hasta el último instante. César Augusto murió pronunciando un cumplido: Livia, conjugii nostri memor, vive et vale[3]; Tiberio, disimuladamente, como dice Tácito, Jam Tiberium vires et corpus, non dissimulatio, deserebant[4]; Vespasiano, gesticulando y sentado en un taburete: Ut puto deus fio[5]; Galba, con una frase, presentando el pop cuello: Feri, si ex re sit uli Romani[6]; Septimio Severo, en tono apremiante: Adeste, si quid mihi restat agendum[7], y así sucesivamente. En verdad, los estoicos concedían demasiado valor a la muerte y debido a sus enormes preparativos la hacían parecer más temible. Mejor es qui finem vitae extremum inter munera ponit naturae[8]. Es tan natural morir como nacer; y quizá para el niño lo uno es tan doloroso como lo otro. Aquel que muere en una empresa ardorosa es como al que hieren cuando hierve su sangre, que apenas nota la herida; por tanto, una mente fija e inclinada hacia algo que es bueno, no evita los dolores de la muerte; pero, sobre todo, créase, el cántico más dulce es Nunc dimittis[9], cuando el hombre ha obtenido fin y esperanzas dignos. La muerte también tiene esto, que abre la puerta a la buena fama y extingue la envidia: Extinctus amabitur idem[10].


lunes, 6 de enero de 2020

FRANCIS BACON. ENSAYOS. 1.DE LA VERDAD.



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DE LA VERDAD
(1625)
¿Qué es la verdad?, preguntó Pilato mofándose; y no esperaría la respuesta. En verdad que hay deleite en lo frívolo; y se considera una servidumbre mantener una creencia; afecta al libre albedrío, en el pensamiento así como en la acción. Y aunque las sectas de filósofos de esa clase ya han desaparecido, aún quedan ciertos ingenios discursivos que tienen la misma cepa aunque no hay en ellos la misma savia como la había en los antiguos. Pero no es sólo las penas y trabajo que los hombres se toman para encontrar la verdad ni tampoco que, al encontrarla, se impone al pensamiento de los hombres y aporta mentiras en su favor, sino una afición natural, aunque corrupta, hacia la propia mentira. Uno de los últimos de las escuelas griegas examina la cuestión y discurre sobre qué habrá para que los hombres amen la mentira; no es que lo hagan por placer, como los poetas; ni por beneficiarse, como el comerciante, sino por la propia mentira. Y o no sé qué decir; esta misma verdad es una luz del día pura y clara que no ilumina las máscaras y disfraces y triunfos de la mitad del mundo y tan impresionante y deliciosamente como la luz de las candelas. Quizá la verdad alcance el precio de una perla que luce más durante el día, pero no alcanzará el precio de un diamante o un carbúnculo que brilla más bajo luces variadas. El mezclarle una mentira tiene que agregarle encanto. ¿Duda alguien que si se quitaran de la mente de los hombre s las opiniones vacuas, las esperanzas vanas, los cálculos erróneos, las mimadas fantasías y cosas análogas, no quedaría la mente de algunos hombres como pobre s cosas hundidas llenas de melancolía y desanimadas, algo desagradable para ellos? Uno de los padres, con gran seriedad, llama a la poesía vinum daemonum[1], porque llena la imaginación y sin embargo no es más que la sombra de una mentira. Pero no es que la mentira pase por la mente, sino que se hunde en ella y se asienta allí, y produce el daño como dijimos antes. Mas, sea como fuere, el que estas cosas corrompan los juicios y afectos de los hombres, la verdad, que sólo debe juzgarse por sí misma, enseña que la averiguación de la verdad, que es el cortejarla, el conocimiento de la verdad, que es su presencia, y la creencia de la verdad, que es gozarla, es el soberano bien de la naturaleza humana. La primera criatura de Dios, en la creación de los días, fue la luz del sentido; la última fue la luz de la razón; y su obra del sabbath desde entonces es la iluminación de su Espíritu. Primero, expandió luz sobre el haz de la materia o caos; luego expandió luz en el rostro del hombre; y aún expandió e inspiró luz bajo el rostro de su elegido. El poeta que embelleció la secta, aunque, por lo demás fue inferior a los otros, dijo en form a excelsa: Es un placer estarse en la orilla y ver los barcos zarandeados por las olas; un placer estar en la ventana de un castillo y ver una batalla y los percances que suceden abajo; pero no hay placer comparable al del lugar estratégico de la verdad (una cima que no puede ser dominada y donde el aire es siempre puro y sereno) y ver los errores divagaciones, nieblas y tempestades del valle que yace al fondo; siempre que tal panorama se vea con piedad y no con vanidad y orgullo. La verdad es que hay cielos y tierra para que la mente del hombre sea movida por la caridad, descanse en la providencia y vuelva hacia los asideros de la verdad.
Pasando de la verdad teológica y filosófica a la verdad de los asuntos de la vida civil, se reconocerá, aun por aquellos que no lo practiquen, que el trato claro y rotundo es la honra de la naturaleza humana y que la mezcla de la falsedad es como alear en la acuñación oro y plata, que puede hacer más resistente el me tal, pero lo rebaja. Por esos procedimientos sinuosos y retorcidos caminan las serpi entes, las cuales reptan sobre el vientre y no sobre los pies. No hay vicio que cubra de vergüenza tanto al hombre como encontrarle falso y pérfido; por eso Montaigne se expresó con elegancia, cuando preguntó la causa de que la p alabra mentira tuviera un sentido tan desgraciado y odioso; dijo: Sopesándolo bien, decir que un hombre miente es tanto como decir que es valiente con Dios y cobarde con los hombres. Porque la mentira se encara con Dios y huye ante el hombre. Seguramente la maldad de la falsía y quebrantamiento de la fe es posible que no pueda ser expresada con tanta elevación, como que será la última apelación pidiendo el juicio de Dios sobre las generaciones humanas: habiéndosenos dicho que cuando venga Cristo, no encontrará fe en la tierra.
Fuente:
"Ensayos" del filósofo Francis Bacon (1561-1626) Madrid, Aguilar, 1965, 11x15 cm, 238 páginas. Portada deteriorada (de ahí su precio) Biblioteca de Iniciación Filosófica Historia de la filosofía. Pensamiento. Siglo XVII bja.

domingo, 5 de enero de 2020

Francis Bacon Ensayos.



«Essays or Counsels Civil and Moral». Colección de 28 ensayos o «consejos políticos y morales» de Francis Bacon (1561-1626), publicados los diez primeros en 1597, aumentados hasta 38 en la edición de 1612 y luego hasta 58 en la edición impresa en Londres. En 1638 se publicó una traducción latina, debida toda o en parte al propio Bacon, con el titulo «Sermones fideles sive interiora rerum». Independientemente de su valor específico les «Ensayos» imprimieron un sello indeleble en la literatura inglesa, en la cual, la tradición ensayista se perpetúa hasta hoy; influyeron por su tendencia a la sencillez que casi se convierte en sequedad, a la frase breve y densa de sentido, a las imágenes escultóricas y raras. Junto a estas dotes estilísticas, se nota en ellos la influencia (casi antitética) de su época de eufuísmo, de poesía «metafísica», imaginativa con cierta tendencia a la extravagancia.

En sus «Ensayos» Bacon sigue los textos y las tesis autorizadas con cómoda sabiduría, que tiene cuenta de la experiencia de la vida; y por ser él, hombre de mundo ávido de honores y de triunfo social, sus ensayos son «consejos civiles y morales» con un fin utilitario: enseñar a comportarse para medrar en esta vida, y a pesar de su tono elevado y su originalidad verbal, están inspirados en un maquiavelismo inferior sin impulsos generosos, sin dudas ni luchas interiores. Es característico a este respecto el «Ensayo sobre la unidad en la religión». En una época trastornada por violentas luchas religiosas, Bacon no se plantea el problema religioso: acepta servilmente la religión de Estado, condenando genéricamente toda forma de herejía, de fe individual y toda discusión que ahonde en ello. No ve la urgencia ni la utilidad de hacer lo contrario: lo que importa es la paz en la Iglesia, que según Bacon trae la paz de la conciencia. Primer deber, la calma; Dios no es un ideal, sino una blanda cotidianidad.


 Francis Bacon

 Ensayos

 

 

ePub r1.0


oronet 15.11.2019





 PRÓLOGO

La vida de Francisco Bacon (1561-1626), estadista, filósofo y literato, ofrece un conjunto de contradicciones si se la considera en esas tres facetas de su actuación; pero, sea cualquiera la conclusión a la que se llegue, no se le puede negar a Bacon notable preeminencia intelectual.
La época en que vivió Bacon fue un tiempo decisivo para la historia de Inglaterra, segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII. Aún no había llegado para Inglaterra la hora de su poderío, pero empezaban a apuntar los brotes que se convertirían en su predominio marítimo y su vasto imperio mundial. Todavía era España la nación más poderosa, e Inglaterra procuraba fortalecerse provocando encubiertamente al poderoso monarca español. Estaba reciente la separación de la Iglesia inglesa de la obediencia al Papa. Isabel I alentaba las empresas marítimas que, años más tarde, darían a Inglaterra el máximo poderío mundial. España fracasó, con su Armada Invencible, en castigar las audaces piraterías de Drake y Sir Walter Raleigh. Shakespeare escribía y representaba sus obras geniales. La ciencia y la filosofía inglesas iban siendo imprescindibles en la cultura europea. Jacobo I unió bajo su reinado Escocia e Inglaterra. En fin, Gran Bretaña imponía paso a paso su personalidad de nación importante en la historia de Europa. Como estadista, Francisco Bacon alcanzó los puestos más altos en la gobernación de Inglaterra, pero si en conseguirlos desplegó su capacidad intelectual no intervino menos su capacidad para la intriga, su deslealtad para con los amigos y su inmensa ambición. Precisamente su actuación en la vida pública inglesa ha perjudicado su reputación en sus otros aspectos de filósofo y escritor y a nadie, mejor que a él, se puede aplicar lo del moralista que no sigue sus propios consejos.
Su conducta con respecto al conde de Essex, del que era amigo íntimo, consejero privado y protegido, tiene difícil justificación. Sin duda, el conde de Essex era culpable de los delitos de traición a la Corona, y sólo cabría discutir la mayor o menor culpabilidad, pero Bacon figuró entre los acusadores y redactó personalmente, por encargo de la reina, la acusación contra Essex. No es suficiente decir que, como abogado, cumplía su deber. También el deber de la amistad y de la lealtad le debió obligar que buscara la forma de abstenerse de semejante acusación. Pero la oportunidad política para medrar, el deseo de conquistar el favor de la reina, la ambición, en una palabra, le impulsaron a obrar sin detenerse en escrúpulos sentimentales ni de lealtad hacia el amigo y protector. Más de la mitad de su vida pasó Bacon tratando de alcanzar lo que su ambición le dictaba. Su turbio proceder no le sirvió para alcanzar el tan ansiado favor de la reina. Cuando ésta murió, Bacon tenía 42 años. El sucesor, Jacobo I, le fue más propicio y con él consiguió los máximos cargos ambicionados. Pero no supo, una vez en la cima como Lord Canciller, ser leal a la confianza depositada en él. Se le acusó de haber cometido en su cargo veintitrés delitos de prevaricación. Cierto es que Bacon, según iba ascendiendo, perdía las amistades y llegó a tener muchos más enemigos que amigos. Bacon se reconoció culpable y apenas pudo, con su defensa, aminorar la gravedad de las inculpaciones. Después de la condena y de la pérdida de todos sus cargos, se retiró a una posesión familiar y se dedicó al estudio y a sus tareas filosóficas y literarias.
Como filósofo, a Bacon se le suele considerar fundador de la filosofía moderna, en su tendencia empírica, y padre de la moderna investigación científica; pero ambas cosas resultan exageradas. Bacon tuvo el mérito de considerar insuficiente el escolasticismo y tratar de exponer un nuevo método de investigación mediante el conocimiento minucioso de la naturaleza, prescindiendo de todos los prejuicios que procedieran de las ideas aceptadas sin comprobación o de opiniones de autoridades antiguas tenidas como dogmas. Pero él mismo no fue demasiado consecuente con sus propósitos, y, en su filosofía, hay todavía mucho de escolasticismo y de prejuicios aceptados sin examen. Aspiró a superar, en su Instauratio Magna, la autoridad (entonces casi absoluta) de Aristóteles, cuya influencia, sobre todo en las ciencias naturales, impedía investigar libremente. Con ese mismo fin escribió su Novum Organum, en el que exponía un nuevo método de razonamiento inductivo mediante la observación minuciosa que sustituyera al método deductivo basado en la abstracción y en las autoridades antiguas. Trató de que el conocimiento se basara en la experiencia sensible ayudada por el intelecto, pues la observación había de completarse con la reflexión metódica y con la experimentación. Negaba la existencia de las ideas innatas. Los prejuicios de los que debía huir el investigador eran clasificados por Bacon en cuatro grupos a los que llamaba idola (ídolos) y eran los prejuicios procedentes de la propia especie humana; de la personalidad individual; de las relaciones con las demás personas y de las autoridades antiguas y contemporáneas.
El inconveniente de la labor filosófica de Bacon, de indudable valor en su intención, es que su autor no profundizó suficientemente y nunca pasó de ser un simple aficionado en sus investigaciones, en las que ni siquiera aplicó los métodos que propugnaba. No sintió demasiada curiosidad por la ciencia de su tiempo y así ignoró o desdeñó los trabajos decisivos de Copérnico, Keplero, Galileo y Vesalio.
Su labor como literato (entroncada, como es lógico, con su labor filosófica) abarca temas diversos y es importante en la historia de la lengua inglesa. Su prosa concisa, directa, anfibológica a veces por excesiva economía en las palabras, es una valiosa contribución al aún titubeante idioma inglés de su tiempo.
Su biografía de Enrique VII, independientemente de su veracidad como retrato, es uno de los primeros intentos de dar a las biografías un fondo psicológico para explicar los actos y la personalidad del biografiado.
Gran parte de su fama descansa, sobre todo, en sus Ensayos. La denominación de Essays (ensayos) no tiene del todo la acepción que modernamente se da a ese género, sino la de reflexiones e intentos de sopesar y valorar un tema cualquiera. Los 58 ensayos abarcan temas muy diversos, desde los proyectos ideales para la construcción de un palacio o la de unos jardines, hasta los aspectos característicos del matrimonio y la soltería, con otros tradicionales sobre la ira, la envidia, etc., y otros muchos dedicados a temas políticos y de gobierno.
Por una parte, debido a la variedad de temas, son interesantes los detalles particulares que presentan respecto a una etapa decisiva en la historia de Inglaterra. Por otra, las ideas de su autor sobre tantos y tan variados puntos están llenas de reflexiones y experiencias. Por eso su lectura no debe apartarse nunca de la consideración histórica de la época y circunstancias en que fueron escritas. Hay algunas contradicciones en las opiniones sustentadas en diversos ensayos y hay en ellos indudables influencias de autores clásicos y de otros más cercanos a Bacon, como Luis Vives y Miguel Montaigne, cuyos dos primeros libros de Essais se publicaron en 1580, y pronto se hizo una traducción inglesa.
Los Ensayos de Bacon están escritos en la prosa inglesa más condensada y sencilla que jamás se haya escrito; por eso su lectura requiere mucha atención. Aunque Bacon rechazaba el escolasticismo y la dogmática aceptación de autoridades antiguas, sus ensayos están cuajados de citas latinas; pero en sus tiempos eso no era una dificultad para el lector culto, ya que el latín seguía siendo el idioma científico y filosófico y de cuantas obras pretendieran un mínimo nivel de seriedad en el mundo del saber.
En vida de Bacon se hicieron tres ediciones de los Ensayos. La primera, en 1597, contenía diez ensayos. La segunda, de 1612, suprimía el que lleva el número 55 y agregaba otros 29, en total 38 ensayos; la tercera edición, de 1625, volvió a incluir el 55 y agregaba otros 19 ensayos, en total 58.
La presente traducción sigue una edición inglesa que reproduce la tercera, de 1625. Bajo el título de cada ensayo hemos puesto, entre paréntesis, la fecha en que apareció por primera vez. Todas las citas han sido traducidas al pie de página.
Hemos aludido a la condensación y sencillez de la prosa de Bacon y a cómo su concisión resulta, a veces, anfibológica. Esta dificultad para el lector inglés moderno se refleja también en esta traducción, porque hemos tratado de ser lo más fieles posible al original respetando el estilo cortado de la frase y la forma condensada de las ideas.
LUIS ESCOLAR BARREÑO

 RESUMEN BIOGRÁFICO DE BACON

1561— (22 de enero): Nace Francis Bacon (más adelante barón Verulam de Verulam y vizconde de San Albano) en York House, en el Strand de Londres. Su padre fue durante dos años Lord del Sello Privado y Gran. Canciller durante el reinado de Isabel I. Su madre era una mujer culta, profundamente calvinista. Su tío, Sir William Cecil (más tarde Lord Burghley) fue Secretario de Estado.
1573—75 (12-14 años): Estudia en el Trinity College, Cambridge.
1576— y ss. (15… años): Estudia leyes en Gray’s Inn. Va a Francia como agregado del embajador.
1579— (18 a.): Regresa a Inglaterra por muerte de su padre. Como hijo octavo no le corresponde nada de la herencia paterna y tiene que dedicarse a la abogacía.
1582— (21 a.): Comienza a actuar como abogado ante los tribunales.
1584— (23 a.): Miembro del Parlamento al que seguirá perteneciendo durante muchos años.
1586— (25 a.): Consejero del Gray's Inn.
1589— (28 a.): Entra al servicio del Consejo de la Cámara Estrellada (cierto tribunal especial).
1591— (30 a.): Al no obtener apoyo de su tío Sir William Cecil, ni servirle de mucho la restante influencia familiar, se hace amigo íntimo y consejero privado del conde de Essex, favorito de la reina Isabel I.
1593— (32 a.): Soltcita, sin éxito, ser Procurador General. Pierde el favor de la reina al oponerse en el Parlamento a una petición de subsidios presentada por ella. Apuros económicos de B. El conde de Essex le regala una finca y B. la vende.
1596— (35 a.): El conde de Essex dirige la expedición naval que atacó y saqueó Cádiz. A su regreso a Inglaterra es aclamado como héroe popular. Desatiende los consejos de Bacon para que no se deje envanecer con el triunfo y trate de reforzar su influencia con la reina.
1597— (36 a.): Primera edición de los Essays (10 ensayos).
1599— (38 a.): La reina Isabel nombra al conde de Essex gobernador de Irlanda, pero poco después le depone de su cargo y le hace volver a Inglaterra, donde es acusado de traición a la Corona por quererse apoderar por la fuerza del gobierno y destronar a la reina. Bacon, como abogado, figura entre los acusadores.
1601— (40 a.): Escribe la acusación contra el conde de Essex por encargo de la reina. El conde de Essex es ejecutado. Bacon sigue sin recuperar el favor de la reina.
1603— (42 a.): Muere la reina Isabel. La sucede Jacobo VI de Escocia, que se denomina Jacobo I de Gran Bretaña. El rey nombra caballero a Bacon, el cual mejora de fortuna.
1604— (43 a.): Consejero privado real.
1605— (44 a.): Publica Proficience and Advancement of Learning (Progreso y avance del saber).
1606— (45 a.): Se casa con Alice Barnham, hija de un juez de distrito.
1607— (46 a.): Registrador de la Cámara Estrellada. Procurador General.
1608— (47 a.): Secretario del Consejo de la Cámara Estrellada.
1609— (48 a.): Publica De sapientia veterum (Sabiduría de los antiguos).
1612— (51 a.): Juez de distrito. Segunda edición de los Essays (38 ensayos).
1613— (52 a.): Fiscal General.
1614—17 (53-56 a.): Escribe la New Atlantis (Nueva Atlántida), aunque se suele datar en 1624.
1617— (56 a.): Guardasellos real.
1618— (57 a.): Lord Canciller. Recibe el título de barón Verulam de Verulam. Halla un nuevo protector en el duque de Buckingham.
1620— (59 a.): Publica el Novum Organum (Nuevo instrumento).
1621— (60 a.): Recibe el título de vizconde de San Albano. Se le acusa de veintitrés delitos de prevaricación; le juzgan; confiesa haber recibido regalos pero que éstos no han influido en sus sentencias; se le condena a una multa de 40.000 libras, a ser encarcelado en la Torre durante el tiempo que el rey quiera, y a perder todos sus cargos. El rigor de la sentencia queda muy aminorado en la realidad: se le perdona la multa y su encarcelamiento sólo dura cuatro días. Pero su vida pública está terminada. Se retira a la posesión familiar de Gorhambury (condado de Hertford), donde se dedica al estudio y a redactar nuevas obras.
1622— (61 a.): Publica Historia regni Henrici septimi (Historia del reinado de Enrique VII); Historia vitae et mortis; (Historia de la vida y de la muerte); Phenomena Universi (Fenómenos universales).
1623— (62 a.): Publica De dignitate et augmentis scientiarum (De la dignidad y ampliación de las ciencias), que es una ampliación y traducción al latín de su anterior obra Prof. and. Adv. of Learning (publicada en 1605).
1624— (63 a.): El rey le concede su perdón completo y le señala una pensión, con la que continúa su vida de magnificencia y extravagancia, pero no recupera sus cargos.
1625— (64 a.): Muere Jacobo I. —Tercera edición de los Essays (58 ensayos).

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