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DE
LA MUERTE
(1612)
Los
hombres temen la muerte como los niños temen adentrarse en la oscuridad; y al
igual que ese miedo natural de los niños se acrecienta con los cuentos, así
ocurre a los otros. En verdad, la contemplación de la muerte, como precio del
pecado y tránsito al otro mundo, es santa y religiosa; pero temerla, como
tributo debido a la naturaleza, es debilidad. Sin embargo, en las meditaciones
religiosas hay cierta mezcla de vanidad y superstición. Podremos leer en
algunos libros de mortificación de los frailes que un hombre pensara para sí
cuán doloroso es que tuviera las puntas de los dedos oprimidas o torturadas; y
de ahí imagina cuáles son los dolores de la muerte cuando todo el cuerpo se
corrompe y disuelve; cuando muchas veces pasa la muerte con menos dolor que la
tortura de un miembro, porque las partes más vitales no son las de sensibilidad
más rápida. Y por él, que habla sólo como filósofo y hombre natural, bien se
dijo: Pompa mortis magis terret quam mors ipsa[2]. Los gemidos y convulsiones, la palidez del rostro,
las lágrimas de los amigos, lutos, exequias y demás presentan terrible a la
muerte. Es digno de observarse que no hay sentimiento de la mente humana tan
débil, pero va unido y domina al miedo a la muerte; y, sin embargo, la muerte
no es ese enemigo tan terrible cuando el hombre tiene en su derredor tantos que
le atiendan que pueda ganar su batalla. La venganza triunfa sobre la muerte; el
amor la desdeña; el honor la sobrepasa; la pena la huye; el miedo se anticipa a
ella; no sólo leemos que, después que el emperador Otón se suicidó, la piedad
(que es el más tierno de los sentimientos) provocó la muerte de muchos por mera
compasión hacia su soberano y como el más verdadero destino de sus partidarios.
No sólo Séneca acumuló aburrimiento y saciedad: Cogita quamdium eadem feceris;
mori, velle, non tantum fortis, aut miser, sed etiam fastidiosus potest[2]. Un hombre moriría,
aunque no fuera valiente ni desgraciado, sólo por cansancio de hacer la misma
cosa una y otra vez. No menos digno de observarse es cuán poca alteración
produce en las almas buenas la cercanía de la muerte, pues parecen seguir
siendo las mismas personas hasta el último instante. César Augusto murió
pronunciando un cumplido: Livia, conjugii
nostri memor, vive et vale[3];
Tiberio, disimuladamente, como dice Tácito, Jam
Tiberium vires et corpus, non dissimulatio, deserebant[4]; Vespasiano, gesticulando y sentado en un taburete: Ut puto deus fio[5]; Galba, con una frase, presentando el pop cuello: Feri, si ex re sit uli Romani[6]; Septimio Severo, en
tono apremiante: Adeste, si quid mihi
restat agendum[7], y
así sucesivamente. En verdad, los estoicos concedían demasiado valor a la
muerte y debido a sus enormes preparativos la hacían parecer más temible. Mejor
es qui finem vitae extremum inter munera
ponit naturae[8]. Es
tan natural morir como nacer; y quizá para el niño lo uno es tan doloroso como
lo otro. Aquel que muere en una empresa ardorosa es como al que hieren cuando
hierve su sangre, que apenas nota la herida; por tanto, una mente fija e
inclinada hacia algo que es bueno, no evita los dolores de la muerte; pero,
sobre todo, créase, el cántico más dulce es Nunc
dimittis[9], cuando
el hombre ha obtenido fin y esperanzas dignos. La muerte también tiene esto,
que abre la puerta a la buena fama y extingue la envidia: Extinctus amabitur idem[10].
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