viernes, 10 de marzo de 2017

(Fragmento. NOVELA. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO. J. MÉNDEZ-LIMBRICK


   (Fragmento. NOVELA. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO. De futura publicación en URUK EDITORES).

"Repito, a Borges fue al que más se le vilipendió por tal posición de derecha o quizá por una posición deliberadamente complaciente con los regímenes de los dictadores suramericanos. No entendían que una cosa es la filosofía del escritor y otra la de su obra que, en este caso, fue magnífica. Igual sería el no leer a Cervantes por ser antijudío y antimoro. Pensamientos estúpidos y reduccionistas fueron los que imperaron en esa época.
¡Ignoramos a todo aquel que no fuera del grupo y con mucho más razón si no era de izquierda!
Pero ya para los años ochenta y en adelante, de nuevo resurgiría la figura de Borges, se le emanciparía de la no vulgar posición política y populachera de izquierda que asumía el grupo de La prima donna.
Con Sabato, sería igual: no se le llamó a filas del grupo de La prima donna. Tampoco él, Sabato pretendió incluirse. Sabato siempre fue un hombre retraído, de una gran melancolía.
Siempre recordaré en una entrevista que le hacían en España y el hombre, el escritor Sabato, en medio de la conversación daba sus razones de por qué había abandonado la posición y los partidos de izquierda, incluso manifestó que había sido secretario del Partido Comunista de la Argentina para que así las personas entendieran lo comprometido que estaba con la causa marxista.
El hombre, con habilidad e inteligencia –algo poco visto en los periodistas– le subrayó de qué opinaba acerca de los escritores que apoyaban el bloque de izquierda –y que a la sazón, no le quedaban más de veinte años de vida al bloque soviético– y le dijo que hacer la revolución en un café parisino sería muy fácil y cómodo. Era evidente que se refería al grupo de La prima donna.
Las declaraciones de Sabato corrieron por los teletipos pero en una maniobra astuta el grupo de La prima donna no contestó. No se daba por aludido. Yo no me sentí aludido porque la verdad mi obra la hacía en el silencio, fuera de París, fuera de Barcelona, la construía noche a noche en mis mansiones de las Rutlands-Halls y alejado del tumultuoso mundo político.
De seguro que mis compañeros de Cofradía sí se dieron por aludidos pero –reitero–, nadie emitió juicio alguno ni dijo nada a los comentarios ácidos y con gran dosis de verdad del escritor argentino. Y al que más se le ninguneó por no decir que se le anuló magistralmente como si no hubiera existido fue a Manuel Mujica Láinez.
En la época que le conocía recién había escrito su magnífica –por no decir grandiosa– obra Bomarzo y que pasó desapercibida por el público mayoritario de Latinoamérica a pesar de que esta, en esos años sesenta, ganaba el Premio Nacional de Literatura de su país Argentina.
Y Borges en un agasajo a su amigo “Manucho” como con cariño y aprecio se le decía, dijo: el bien que se le hacía con ese libro al género de la novela, refiriéndose a Bomarzo.
Hoy por hoy no tengo dudas de que Bomarzo es una obra delirante del Renacimiento en el mundo actual".

ASIMOV ISAAC. CUENTOS PARALELOS


CUENTOS PARALELOS.
En algún lugar oculto de la Biblioteca de la Universidad de Boston, una bóveda especial guarda entre sus muros un tesoro literario: las obras completas y la correspondencia personal del maestro de la ciencia ficción Isaac Asimov. De esa bóveda surge ahora, publicado por primera vez, un deleite extraordinario que los millones de lectores de Asimov pueden compartir: las versiones originales de tres de sus obras más famosas. `Un guijarro en el cielo` y `El fin de la eternidad`, tal como las conocemos son en realidad nuevas versiones de sendas novelas cortas que habían permanecido inéditas hasta el presente. Junto a ellas, también la versión original del relato `Creencia`, cuya versión publicada tenía un final completamente distinto.

Asimov explica en este libro cuáles fueron los cambios realizados en cada una de las versiones y por qué se introdujeron, ofreciendo una visión fascinante del proceso de creación de las mismas y de aspectos inéditos de su carrera literaria.

Autor de ya mas de 300 libros, Isaac Asimov es un verdadero fenómeno internacional y uno de los narradores más ágiles que ha dado la ciencia ficción norteamericana.
Fuente:
N.N.
Enrico Pugliatti

jueves, 9 de marzo de 2017

(Continuamos con el ensayo de Mempo y el GÉNERO NEGRO). El relato deductivo clásico y el relato negro


 (Continuamos con el ensayo de Mempo y el GÉNERO NEGRO).
 El relato deductivo clásico y el relato negro

Edgar Allan Poe creó el relato policial moderno a partir de aquellos tres magníficos cuentos en los que dejó fijados los elementos que serían clásicos del género: un investigador astuto; un amigo de pocas luces que lo acompaña y ayuda a dar brillo al investigador; una deducción larga, compleja y perfecta, sin fallas, por medio de la cual se “soluciona” el "caso" (en realidad, un problema); y la inteligencia superior del detective frente a la más bien burocrática de los miembros de la corporación policial.
    Desde entonces, el género se constituyó en “uno de los símbolos de nuestra época", como señaló José María Navasal (1916-1999), periodista chileno que a mediados del siglo pasado fue uno de los sudamericanos que mayor autoridad pareció alcanzar en esta materia. En su Antología de los mejores cuentos policiales, Navasal plantea que “los hombres del siglo XX tienen en la novela o el cuento policial su entretención favorita" [42], y menciona a personalidades como Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill o Albert Einstein entre los más fanáticos lectores. Y también cita a escritores consagrados de la literatura universal, como Aldous Huxley, William Faulkner, Guillaume Apollinaire, Ernest Hemingway y Sinclair Lewis. A los cuales hoy podrían agregarse decenas de otros nombres ilustres, empezando por Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y muchísimos más.
    Pero esta “entretención favorita” sería cierta solo en parte, puesto que deviene de la vocación crucigramática y perfeccionista que se originó en el cientificismo positivista del siglo XIX. Era la lógica del progreso indefinido que se apoyaba en el poder omnímodo de la ciencia y el razonamiento, idealismo que llegó hasta el siglo XIX y que estimaba que los genios solitarios ocupaban sus ratos de ocio en este tipo de lecturas.
    Pero la otra parte de la verdad radica en que el mundo cambió, y cambiaron las exigencias. La radio y el cine primero, y la televisión después, impusieron otras urgencias, y así el relato de acción, por ejemplo, exigió una estética de realismo más acorde con la mentalidad del siglo XX. A partir especialmente de la Primera Guerra Mundial y de algunos procesos sociales revolucionarios, en los años 20 y en los Estados Unidos e inevitablemente vinculada a la literatura del Far West, surgió esta novelística que hoy llamamos género negro y que ya en sus comienzos apareció como una literatura en la que deducción y razonamiento eran sustituidos por acción pura y decisiones urgentes. Además la psicología empezó a jugar un rol cada vez más protagónico, mientras la sociedad se volvía más compleja y brutal. La literatura policial no pudo evitar ocuparse cada vez más de la vida misma tal como era, antes que de los devaneos intelectuales de literarios detectives.
    Hoy, seriamente, nadie podría negar que muchas obras maestras del género negro tienen tanto nivel formal y calidad textual como cualquier otra obra de cualquier otro género literario, pero la verdad es que todo lo que no cabe dentro de lo deductivo clásico sigue siendo un asunto bastante resistido. Es, podría decirse, una concepción tradicional centrada todavía, y casi en exclusiva, en la escuela de la narración británica, clásica por excelencia aunque haya sido un norteamericano, Poe, quien la creó.
    La mencionada antología de Navasal, como tantas otras publicadas en la segunda mitad del siglo XX, incluye algunos de los mejores cuentos del relato detectivesco clásico, con mayoría de autores ingleses y algunos norteamericanos que trabajaron el género “a la inglesa” (como Ellery Queen o Cornell Woolrich). Entre esos textos figura “La desaparición de mister Davenheim”, de Agatha Christie, que es una muestra ejemplar de esa concepción de lo policial en que el crimen es considerado algo así como un juego de entretenimiento. Lo dice la autora: “Yo abordo estos problemas como una ciencia exacta; una precisión matemática que parece ser, desgraciadamente, muy rara en la nueva generación de detectives”. Y luego pone en boca de su inefable Inspector Poirot: "Yo me considero como un asesor especializado”.
    Es interesante detenerse en esta concepción de Poirot, investigador belga nacido a la literatura en 1923, porque su sola misión, entonces, parecería consistir en demostrarle a los lectores que son un poco tontos si no consiguen desentrañar el enigma, el cual es obviamente indescifrable. Y a mayor abundamiento, cabe recordar lo que pensaba Christie del crimen: para ella había “tres clases de desapariciones (...) La primera y más corriente es la desaparición voluntaria. La segunda, y tan abusada, es llamada amnesia, raramente genuina. La tercera es el asesinato en que el criminal logra deshacerse con éxito del cadáver”.
    Más o menos la misma idea gobierna a los diferentes autores del policial clásico. El cuento “La casa de Goblin Wood”, de Cárter Dickson (seudónimo de John Dickson Carr), fue elogiado en 1947 por Ellery Queen en un artículo laudatorio publicado en su Mistery Magazine. “Resulta que el autor está jugando al gato y al ratón con el lector: en vez de establecer una cosa aparentemente sobrenatural, para luego explicarla satisfactoriamente (que es el procedimiento usual, y lo suficientemente bueno para quienes lo practican), el autor echa mano de una explicación que resulta natural, solamente para sumergir más profundamente el relato en el campo de lo sobrenatural”.
    Ellery Queen llegó a ser uno de los máximos exponentes de esta corriente de escritores. [43] Pero también él era un juego, puesto que nunca existió: Ellery Queen fue el seudónimo que crearon Manfred B. Lee y Frederic Dannay, dos escritores asociados en 1928. Aunque suscribieron “la norma intelectual que se ha impuesto el género policiaco moderno de ser absolutamente leal con el lector”, ello resultó ser solo una bonita frase, pues aunque decían darle todos los elementos al lector en realidad nunca dejaron de jugar con él al gato y al ratón.
    Por otra parte, es notable la obsesión de estos autores por encontrar siempre la “solución correcta”, de igual modo que Christie-Poirot fueron obsesivos del “orden y la limpieza”. Para ellos la realidad circundante era como que no existía, y casi se diría que la despreciaban porque contaminaba la pureza del juego de salón que era para ellos esta literatura. Podría pensarse hoy, incluso, que fueron estos artilugios los que llevaron, a fuerza de reiteraciones, al género deductivo clásico a su decadencia. Y allí reside, también, lo que más de una vez se ha considerado la esencia ultraconservadora, incluso reaccionaria de esta novelística.
    Desde luego que no tiene sentido renegar del viejo placer lúdico de esta literatura que han compartido millones de lectores en todo el mundo durante décadas, pero es evidente que el divorcio de la realidad puede servir como explicación de por qué lo deductivo fue siendo menospreciado en la medida en que se iba agotando: el repetitivo cuarto cerrado; la improbabilidad manifiesta de los hechos; y la artificiosa brillantez deductiva de inverosímiles detectives exóticos, fueron convirtiéndose en un lugar común.
    Los riesgos que corre toda literatura que se repite, los explicó muy bien Juan Martini en su presentación a la notable novela Marcada por la sospecha, de Charles Williams: “El riesgo de toda fórmula radica en su reiteración mecánica, que termina por transformar en rutinario e inofensivo el mismo mensaje que alguna vez fue revolucionario. La novela policiaca inglesa, debilitada por su empecinado apego a las fórmulas y por la aceptación del sofisma como recurso, constituye un buen ejemplo de desvirtuación de un género”. [44]
    Entre los textos clásicos seleccionados por Navasal se cuentan otras narraciones memorables: de Leslie Charteris (creador en 1928 de Simón Templar, “El Santo”); de Anthony Berkeley; del notable sacerdote Roland Knox; de Kingsley Tufts y del mencionado Cornell Wollrich (quien también escribió obras de suspenso con el seudónimo William Irish, entre ellas su apasionante cuento “Si muriera antes de despertar” [45]). Y también Thomas Burke (1886-1945), autor de “Las manos del señor Ottermole”, texto publicado en 1931 y que en un congreso de autores del género celebrado en Nueva York en 1949 fue seleccionado como “el mejor cuento policial jamás escrito”. Ese cuento sigue siendo excelente, sin dudas, pero justamente porque se sale del relato clásico. En realidad es una historia de horror y suspenso, pero sobre todo de horror, en la que el submundo londinense está presente. Campea sobre la idea de Burke (curiosamente un autor del que casi no se conocen otras obras) la filosofía de Thomas De Quincey. No hay allí ningún detective genial; lo que hay es una completa humanización del criminal. Burke ironiza alrededor del racismo y el chovinismo británicos, en un cuento inolvidable estructurado desde el punto de vista del asesino, que es una de las más interesantes tendencias del relato negro moderno.
    Por cierto, otro autor de esta corriente que llama la atención es Jacques Futrelle (1875-1912), quien no era francés sino un norteamericano de Georgia que murió en el hundimiento del Titanic cuatro años después de crear a un notable personaje, Van Dusen, llamado “La máquina pensante”. Escribió por lo menos un cuento excepcional, “La celda número 13” [46], que gira en torno de un desafío y en el cual no hay trampa alguna sino una perspectiva desde la acción, en este caso de la víctima. Como buen escritor norteamericano, Futrelle no podía sustraerse al influjo de la realidad, que es donde las cosas suceden.
    De hecho Burke y Futrelle podrían ser considerados, hoy, como verdaderos precursores del género negro.
    Me he detenido en el libro de Navasal porque contiene una impecable visión clásica, que fue típica de la entreguerra (1918-1939), cuando en Inglaterra se vivió el más vigoroso florecimiento de la literatura policial. Si Conan Doyle fue el máximo exponente del relato deductivo, lo continuaron primero Chesterton y luego Christie, y juntos consolidaron el género. Pero en aquel período surgieron varios otros autores cuya fama, todavía hoy, es notable. La gran mayoría de ellos se núcleo, a finales de los años 20, en una peculiar institución londinense: el Detection Club, que congregaba a escritores del género asociados con juramentos secretos. Los miembros de esta singular institución se propusieron un juego literario fascinante: una novela policial colectiva, que debía ser escrita por una docena de ellos, cada uno de los cuales redactaría un capítulo. Lo curioso del reto era que cada uno, al redactar su propio texto, podía imaginar un final que los autores de los capítulos siguientes necesariamente no pensarían. Así, la construcción de la obra fue totalmente empírica, y cada autor le planteó al del siguiente capítulo nuevos enigmas.
    El prólogo inicial fue encargado al mismísimo Chesterton y el primer capítulo estuvo a cargo de Víctor Whitechurch (1868-1933). En total fueron catorce los escritores participantes, incluida la entonces joven Agatha Christie, y cada uno, al entregar su capítulo, debió brindar también, en sobre cerrado, el resumen de la solución que había imaginado para escribir su parte del texto. Esa obra colectiva se tituló El almirante flotante y es seguramente la más curiosa novela policial del género clásico y típica representante de la escuela inglesa. Pero no es una buena novela. [47]
    Y es que luego del delicioso, impecable texto de Chesterton, evidentemente los demás debieron esforzarse para mantener el mismo estilo sobrio y delicado, así como el núcleo del crimen y la figura del investigador: un inspector provinciano de apellido Rudge. Al capítulo de Whitechurch le siguen los de Christie, Dorothy L. Sayers, Milward Kennedy, Ronald Knox, John Rodé, Henry Wade, G.D.H. Colé y señora, Edgar Jepson, Clemence Dañe y Anthony Berkeley Cox, a quien le tocó elaborar el complicadísimo final, amarrando las claves de todos sus colegas. Quizá eso mismo conspiró contra la calidad integral de la novela, un enigma para gente paciente y aburrida, o aficionados a crucigramas, lleno de trampas para el lector.
    Y es que cada autor le dio a su capítulo la artificiosa complicación que se le ocurrió. De donde el resultado fue antes un juego que literatura, como reconoce Sayers en la introducción.
    No obstante, en mi opinión esta novela puede ser considerada como un inmejorable ejemplo de la frontera existente entre la novela enigma clásica y la novela negra moderna, en la que la vida real y la violencia de nuevo estilo que trajo el siglo XX, entraron para quedarse y para que el género sea, además de un entretenimiento, un toque de atención a la conciencia del lector.
    Como sea, hay que reconocer que Poe, Conan Doyle, Chesterton y tantos más le aseguraron al texto policiaco una popularidad extraordinaria. Con ellos alcanzó esta literatura sus máximas y más brillantes posibilidades, quizás sobre todo con Agatha Christie, cuya obra es hoy indiscutible clásico de la literatura deductiva del siglo XX.
    Pero también se alcanzó el agotamiento y fue entonces cuando surgió esta otra novelística de la mano de Dashiell Hammett, quien a partir de 1924 cambió todas las reglas del juego. Literalmente, porque a partir de él la literatura policial dejó de ser un juego.
MEMPO GIARDINELLI.

miércoles, 8 de marzo de 2017

PRINCIPIOS NOCTURNOS. Fragmento. Novela.



"¿Cómo eran las jornadas de trabajo?

No teníamos un orden especial del trabajo, por lo general las horas de escritura se dividían día a día de la siguiente manera: las primeras tres o cuatro horas las dedicaba a la redacción de los textos literarios. La primera etapa del trabajo era el más sublime, el fuego primigenio de la creación desataba su furia y su narcosis… Dije furia, arrebato, vehemencia porque en esas horas, me doblegué como un lacayo y sirviente de mi propia creación. Y me sentía un esclavo por completo de la Escritura. Acompañado de mi ojo Elatreo, apoyando mi pluma medieval en los papeles vírgenes que me obsequiaba Belfegor para la escritura, siempre no tenía ni la menor idea de cuántas horas duraba en la narración de los textos. Dos cuartillas o un folio era la meta que me imponía día a día, mas los excesos de creación podían extenderse un número indistinto de horas sumando varios pliegos de más.
Procuraba un pliego por día. ¿La razón de tan estricta disciplina u obsesión? Me parecía que esa contención, detener la avidez de la escritura, dejar esa hambre de continuar narrando en los cuadernillos para el día siguiente, me mantenía con una sed cotidiana del nunca acabar. Siempre bordeé el clímax pero antes de llegar al delirio de la escritura, lo abandonaba; siempre lo dejaba para el día siguiente.
Acepto que un comportamiento como el anterior para muchos no tendría sentido: dejar en la culminación del éxtasis la narración. Pero es así.
Luego vendrían las revisiones con Belfegor, se reescribía, se revisaba la gramática, los tiempos verbales, los gerundios, los temas, caracterizaciones de personajes, etc. Entiéndase un folio al completar la jornada diaria. La revusión tenía que estar acabada y pulida al término de clarear el alba. Y siendo de esa manera, Belfegor me veía acompañado de mi ojo ciclópeo, de mi ojo Elatreo".

lunes, 6 de marzo de 2017

MEMPO GIARDINELLI. EL GÉNERO NEGRO. ¿Qué es, entonces, la novela negra?


¿Qué es, entonces, la novela negra?

 Pueden distinguirse tres formas constantes, se diría que clásicas, de narrativa negra:
1) la novela de acción con detective-protagonista;2) la novela desde el punto de vista del criminal;3) la novela desde el punto de vista de la víctima.   
    Claro que en los últimos años se han venido dando algunas otras variantes que cuentan con un vasto público, probablemente porque se trata de novelas de intensa acción. Si bien la producción es irregular y abundan textos carentes de rigor literario, puede hacerse, todavía, una subclasificación más amplia:
1) La novela del detective-investigador, personaje recordable por su astucia y/o algunas otras características peculiares (los hay violentos, pacifistas, humoristas, cocineros, coleccionistas de los más raros objetos y con infinidad de otros rasgos y manías);2) La novela desde el punto de vista de “La Justicia", entendida genérica e indefinidamente como "el brazo —literario— de la ley”;3) La novela psicológica, que sigue la acción desde la óptica, la angustia y/o la desesperación del criminal o de la víctima;4) La novela de espionaje, hasta fines de los 80 del siglo pasado dedicada a diversas formas de macartismo, y posteriormente cibernética, vecina de la ciencia-ficción y muchas veces rayana en lo inverosímil;5) La novela de crítica social, generalmente urbana, que mediante la inclusión de un crimen desarrolla un mecanismo de intriga, pero cuya intención fundamental es la crítica de costumbres y/o de los sistemas sociales;6) La novela del inocente que se ve envuelto en un crimen que no cometió, y debe luchar para esclarecerlo y así probar su inocencia;7) Las novelas de persecución, tanto desde el punto de vista de las víctimas como de los criminales, que son de acción pura y basan su eficacia en la intensidad del relato. Son fuente argumental de las road-movies popularizadas desde aquellos mismos años 80.8) Los thrillers, es decir aquellas novelas cuyo propósito fundamental es provocar emociones fuertes. Su clave narrativa es el suspenso y la expectación de algo terrible que inexorablemente va a suceder; suelen ser efectistas, recurren a golpes bajos, se desinteresan de la verosimilitud, y en muchos casos, por ser textos de horror, son literatura negra en sentido gótico antes que policial.   
    Podrían citarse algunas variantes más, en plan rebuscado, porque la novela policial ha abierto un camino riquísimo de posibilidades expresivas, en tanto toma elementos de la vida real y los refleja. El cine y la televisión no han dejado ni por un minuto de abrevar en tan formidable fuente, lo que a su vez garantiza su realimentación.
    En la ya citada biografía de Raymond Chandler, Frank MacShane explica cómo fue que, hacia 1925, empezó a estructurarse la moderna novela negra y menciona como hito el cambio de editor que se produjo en la revista Black Mask, cuando llegó a ese puesto Joseph "Cap" Shaw, un escritor fracasado de Nueva Inglaterra que en la Primera Guerra Mundial había sido capitán del ejército norteamericano.
    “Cap sabía lo suficiente de las historias de detectives —escribe MacShane— como para comprender que estaba cansado del tipo ‘crucigrama’, que carecía de ‘valores emocionales humanos’. Después de hojear números atrasados de la revista, se fijó en Dashiell Hammett por la originalidad y autenticidad de sus relatos. Su correspondencia posterior con Hammett le dio una idea de lo que deseaba para su revista. ‘Queríamos sencillez para mayor claridad, plausibilidad y convicción. Queríamos acción, pero considerábamos que la acción no tiene significado a menos que implique un carácter humano reconocible en forma tridimensional (...) El relato detectivesco tenía ciertas fórmulas, pero Shaw y Hammett querían una pauta que pusiera de relieve el carácter y los problemas inherentes a la conducta humana en la solución de un crimen”. [40]
    Shaw escribiría más adelante —durante la crisis de los años 30 y el auge de las bandas de Al Capone, Dillinger y Schultz— que “el crimen organizado tiene aliados políticos como parte necesaria de su negocio”. Y acaso por ello, en 1931 afirmaba: “Creemos estar prestando un servicio público al publicar las historias realistas, fieles a la verdad y altamente aleccionadoras sobre el crimen moderno”.
    Esa concepción moralista, que es bastante característica de la sociedad norteamericana, en las últimas décadas se proyectó a todo el mundo, y de modo notable a nuestros países mediante el cine y la televisión. Es innegable que esta última, en sus series policiales, se inspira y justifica en la idea de que estas tiras prestan un servicio público “altamente aleccionador”. Y también parece innegable que el fundamento moral del cine y la televisión norteamericanos ha sido casi siempre de un fuerte tono puritano.
    Pero lo que hicieron Shaw y Hammett también implicó una ruptura con los antecedentes del género: la novela policiaca tradicional, de enigma o misterio, tenía hasta entonces múltiples precursores en la literatura universal, en cuyo infinito acervo de alguna manera siempre hubo crímenes. Los hay en Homero como los hay en Dante, Shakespeare, Dickens, Dostoievsky y casi podría decirse que en cuanto autor se evoque, clásico o moderno. Quiere decir, entonces, que no es el crimen en sí lo que define al género. Lo que lo define y constituye es el hecho de que el crimen, en la novela policiaca, es el tema central, el corazón del asunto; o sea su punto de partida, razón de ser y conclusión.
    Como dice Rainov.— “Podemos definir como novela de crimen solo aquella producción en la cual el delito no es tratado como un episodio o una motivación, sino como tema básico, del cual se derivan o con el cual están relacionados, en uno u otro grado, todas las acciones, dramas y conflictos humanos”. [41]

domingo, 5 de marzo de 2017

(Fragmento. Novela. Inédito. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO. De futura publicación en URUK EDITORES).


(Fragmento. Novela. Inédito. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO. De futura publicación en URUK EDITORES).
"Algunas personas sin proponérselo y que acudían a mis charlas tanto en Latinoamérica como en Inglaterra, aseguraban haber visto en mis 7 secretarios los diablos en persona. Aseguraban que mi séquito no era más que un séquito diabólico. La primera vez que ocurría una situación como la que estoy narrando fue en el auditorium de la Unam, donde, una vez terminada la charla, una mujer se me acercó y me dijo:
–¡Ya sé su secreto, señor Deford!
–¿Mi secreto? –pregunté curioso.
–Sí, su secreto –volvió a responder la mujer quien había esperado que yo dejara de firmar autógrafos y estuviera solo.
–Es sencillo, señor Deford, usted se hace acompañar no de personas sino de demonios –aseguró la mujer.
–¿Demonios?
–Yo tengo esa facultad, ese don. Yo puedo ver lo que otras personas no pueden ver. Desde niña los he visto. Primero lo comenté con mis padres y mis hermanos siendo niña pero me creyeron loca. Entonces no lo volví a comentar con nadie por mucho tiempo hasta que estudiando sobre temas espirituales, me enteré que existen personas como yo. Que yo no soy la única que posee ese don, privilegio o castigo. Mire, yo los veo. Veo a ese que le hacen llamar el señor Sawney Beane, el que posee un monóculo, no es más que un diablo. Miro unas moscas que le andan y le zumban por su cara... y aquel aquel aquel... el de enorme cabeza (se refería a Goodfellow, mi tercer secretario), el que su señor le llama Gorgus Black, sé también que es un demonio. A usted lo rodean los demonios –dijo la mujer y antes de que yo pudiera rebatirle o hacer algún comentario, la mujer se perdió por las escaleras del auditorium que bajó deprisa".
J. MÉNDEZ-LIMBRICK.

ASIMOV ISAAC. EL FIN DE LA ETERNIDAD.


Se puede escribir novela de ciencia ficción que respete las tres unidades de la preceptiva clásica: tiempo, lugar, acción? Isaac Asimov demuestra aquí se puede, y lo hace de manera muy ingeniosa que sorprenderá al lector. Al mismo tiempo proporciona: 1) un análisis lógico de las paradojas que implica la posibilidad de los viajes a través del tiempo, 2) la critica de una dictadura totalitaria y tecnocrática, 3) un ensayo sobre la relatividad de los mortales y las ideologías, 4) una historia de amor `inmortal`: 5) un relato intrigante como las mejores novelas policiacas, que una vez comenzado no se puede dejar hasta la última pagina ¿Hay quien de mas? Isaac Asimov está reconocido como el mejor escritor actual dentro de la ciencia ficción, con la que se identifica su nombre incluso para los no iniciados. Es además bioquímico y autor de notables libros de divulgación científica, dirige su propia revista de ciencia ficción, ha cultivado el relato de intriga y misterio, y es un brillante autobiografía y propagandista de si mismo.
Fuente:
N.N.
Enrico Pugliatti.
***
(Fragmento. Novela).
El fin de la eternidad

Isaac Asimov


 1
El Ejecutor
Andrew Harlan entró en la cabina. Sus lados perfectamente esféricos se ajustaban dentro de un tubo vertical formado por barras metálicas muy espaciadas, cuyos extremos parecían fundirse en el vacío, a unos dos metros sobre la cabeza de Harlan. Éste situó los mandos y tiró poco a poco de la palanca de arranque.
La cabina no se movió.
Harlan tampoco se lo había propuesto. Sabía que no iba a haber movimiento, ni arriba ni abajo, a derecha o izquierda, ni adelante o atrás. En cambio, los huecos entre las barras se llenaban de una opacidad grisácea, sólida al tacto pero inmaterial, sin embargo. Al mismo tiempo sintió aquella ligera opresión en el estómago, la leve sensación de náusea (tal vez psicosomática), que le decía que todo cuanto contenía la cabina, incluyéndole a él, estaba siendo lanzado al hipertiempo a través de la Eternidad.
Había entrado en la cabina en el Siglo 575, la Base Temporal donde fue destinado dos años antes. En aquel entonces, el 575 era el hipertiempo más distante que había visitado nunca. Ahora se desplazaba hacia el hipertiempo del Siglo 2456.
En circunstancias normales le habría intimidado un poco la perspectiva de aquel viaje. Su Siglo natal estaba en el lejano hipotiempo, en el Siglo 95, para ser exactos. El 95 era un Siglo muy restrictivo en el empleo de la energía atómica, aficionado a lo rústico, gran consumidor de madera natural para sus construcciones, gran exportador de licores a los cercanos isotiempos e importador de semillas forrajeras. Aunque Harlan no había regresado al 95.° desde que empezó su formación especial como Aprendiz a los quince años, experimentaba siempre aquella sensación de nostalgia cuando se alejaba de «su» Siglo. En el 2456.° estaría a casi doscientos cuarenta milenios del día de su nacimiento, y eso era mucho, incluso para un empedernido Eterno.
Tal habría sido su estado de ánimo en circunstancias normales.
Pero en aquel momento. Harlan no podía pensar otra cosa sino que los documentos le pesaban en el bolsillo, y que su plan le pesaba en la conciencia. Estaba algo asustado, algo tenso, algo confuso.
Fueron sus manos, como si estuviesen dotadas de voluntad propia, las que detuvieron la cabina en el Siglo previsto y en la forma prevista.
Era extraño que un Ejecutor estuviera tenso o nervioso. Como dijo en cierta ocasión el Instructor Yarrow:
«Ante todo, el Ejecutor debe ser impasible. El Cambio de Realidad a programar puede afectar la vida de cincuenta mil millones de seres, o más. Un millón o más pueden quedar afectados de tal modo que deberá considerárseles como individuos nuevos. Dadas estas condiciones, un temperamento emotivo sería un serio inconveniente para el Ejecutor».
Harlan meneó la cabeza casi salvajemente, para aventar el recuerdo de las secas palabras de su maestro. En aquellos días no podía suponer que él mismo reunía las peculiares condiciones exigidas. Sin embargo, ahora le embargaba la emoción. No por cincuenta mil millones de seres, ¡qué le importaban a él cincuenta mil millones!
Era sólo por una persona. Sólo una.
Al notar que la cabina se había detenido interrumpió sus divagaciones para recobrar la mentalidad fría e impersonal que cuadraba a un Ejecutor, y salió del aparato.
La cabina que dejaba, desde luego, no era la misma donde había entrado, en el sentido de que no estaba compuesta de los mismos átomos. Aquello no le preocupaba más que a cualquier otro Eterno. El centrarse en la «mística» de la Traslación Temporal, dejando de lado el mero hecho de su existencia, constituía la meta de todo Aprendiz tan pronto como era admitido a la Eternidad.
Se detuvo un instante frente a la cortina infinitamente delgada de No—Espacio y No—Tiempo que le separaba en un sentido de la Eternidad y en otro del Tiempo normal.
Aquella Sección de Eternidad sería del todo nueva para él. Conocía sus peculiaridades a grandes rasgos por haberlas estudiado en el «Manual de todas las Épocas». Sin embargo, la experiencia directa nunca dejaba de ser un choque para el que convenía estar preparado.
Ajustó los mandos, operación sencilla cuando se trataba de pasar a la Eternidad, pero muy complicada para ingresar en el Tiempo normal, una traslación mucho menos frecuente. Atravesó la cortina y al instante quedó cegado por un aluvión de reflejos. Levantó instintivamente una mano para cubrirse los ojos.
Un individuo le esperaba. Harlan, deslumbrado, apenas conseguía distinguirlo.
—Soy el Sociólogo Kantor Voy —dijo el hombre a Harlan—. Supongo que usted es el Ejecutor Harlan. Harlan asintió.
—¡ Santo Cronos! ¿No podría moderar esa decoración?
Voy miró a su alrededor y dijo con indulgencia:
—¿Se refiere a las películas moleculares?
—En efecto —dijo Harlan—. El «Manual» ya las menciona, pero no dice nada de esta orgía de reflejos.
Tenía bastante motivo para enojarse, pensó Harlan. En el Siglo 2456 predominaba la materia, lo mismo que en casi todos los Siglos; cabía esperar una compatibilidad fundamental entre ellos. No presentaba la absoluta confusión (para alguien nacido en una época de predominio material) de los remolinos energéticos del 300.° o de los campos dinámicos del 600.° En el Siglo 2456, para descanso de los Eternos que lo visitaran, la materia era empleada para todo, desde un clavo hasta un edificio.
Desde luego, existían distintas clases de material. A un miembro de un Siglo con predominio de la energía tal vez le pasaran desapercibidas. Para él, todas las materias serían variaciones sobre un mismo tema basto, pesado y bárbaro. Pero Harlan, educado en un medio de formas materiales, reconocía diferencias entre la madera, los metales (con distinción entre ligeros y pesados), los plásticos, la sílice, el hormigón, el cuero, y así sucesivamente.
Pero ¡una materia compuesta enteramente de espejos!
Tal fue su primera impresión del 2456.° Todas las superficies reflejaban y emitían luz. En todo aparecía la ilusión del pulimento perfecto, debido a la presencia de una película reflectante. Y en la infinita repetición de su propia imagen, de la del Sociólogo Voy y de cuanto les rodeaba, Harlan no veía más que confusión. ¡Una confusión absurda y vertiginosa!
—Lo siento —dijo Voy—. Es una costumbre de este Siglo y la Sección competente estima que conviene adoptar en lo posible las costumbres locales. Pronto se acostumbrará a ello.
Voy anduvo rápidamente sobre las huellas de otro Voy, su reflejo invertido en el suelo. Alargó una mano y puso a cero un indicador capilar que se desplazaba sobre una escala en espiral.
Los reflejos desaparecieron y la iluminación adoptó una intensidad soportable. A Harlan le pareció que su mundo regresaba a la normalidad.
—Acompáñeme, por favor —dijo Voy. Harlan le siguió por varios corredores que momentos antes, supuso, estallaban de luces y resplandores enloquecidos. Subieron por una rampa, y después de cruzar una antecámara, penetraron en un amplio despacho.
Durante el breve recorrido no vieron alma viviente. Harlan estaba tan acostumbrado a eso, le parecía tan normal, que le habría sorprendido y casi escandalizado distinguir alguna figura humana tratando de apartarse de su camino. Sin duda, la noticia de la llegada de un Ejecutor había corrido pronto. Hasta Voy se mantenía apartado de él, y cuando la mano de Harlan rozó casualmente el brazo del Sociólogo, éste se hizo a un lado con evidente sobresalto.
Harlan se sorprendió un poco al notar cierta amargura ante tal reacción. Se creía revestido de una coraza mucho más fuerte, más eficazmente insensible. Si estaba equivocado, si su armadura tenía puntos débiles, sólo podía haber una causa:
¡Noys!

El sociólogo Kantor Voy se inclinó hacia el Ejecutor en un gesto que parecía bastante cordial, pero Harlan no podía dejar de notar que estaban sentados en los extremos opuestos de una mesa bastante larga.
Voy dijo:
—Me complace que nuestro pequeño problema haya interesado a un Ejecutor de su fama.
—Sí —dijo Harlan en el tono frío e impersonal que todos esperaban de él—. Presenta algunos aspectos interesantes.
Pensó si parecería lo bastante imparcial. A lo peor estaba dejando entrever sus verdaderos motivos, y su delito era delatado por las gotitas de sudor que acompañaban su frente.
Sacó de un bolsillo interior la transparencia con el resumen del Cambio de Realidad proyectado. Era el mismo texto enviado al Gran Consejo Pantemporal un mes antes. Gracias a sus relaciones con el Jefe Programador Twissell (el ilustre Twissell), no le fue difícil a Harlan hacerse con el proyecto.
Antes de desenrollar la lámina dejando que se extendiera sobre la superficie de la mesa donde quedaría retenida por un débil campo paramagnético, Harlan hizo una breve pausa.
La película molecular que cubría la mesa había sido opacada, pero no del todo. El movimiento de su brazo atrajo su mirada, y por un momento el reflejo de su propio rostro pareció contemplarle hoscamente desde la mesa. Tenía treinta y dos años, pero parecía más viejo. No necesitaba que nadie se lo dijera. Quizá su rostro alargado y las cejas negras sobre unos ojos aún más oscuros contribuyesen a darle la expresión severa y la fría mirada que todos los Eternos asimilaban a la caricatura de un Ejecutor. O quizás era sólo su propia convicción de ser un Ejecutor.
En seguida extendió la transparencia sobre la mesa y volvió al asunto que le traía allí.
—Yo no soy Sociólogo, señor mío... Voy sonrió.
—Eso suena formidable. Cuando alguien empieza por manifestar su incompetencia en cualquier especialidad, generalmente anuncia que se dispone a formular una opinión categórica.
—No se trata de una opinión —dijo Harlan—. Sólo de una petición. Deseo que examine este resumen y me diga si no ha cometido usted un pequeño error en alguna parte.
Voy se puso serio inmediatamente.
—Espero que no.
Harlan dejó colgar un brazo sobre el respaldo, y la otra mano sobre las piernas. No era cuestión de tamborilear con los dedos sobre la mesa, ni de —morderse los labios. No debía permitir que le traicionasen sus emociones.
Desde aquel instante que cambió toda la orientación de su vida, había estudiado con atención todos los proyectos de Cambios de Realidad que pasaban por la maquinaria administrativa del Gran Consejo Pantemporal.
Como Ejecutor adjunto al Jefe Programador Twissell podía hacerlo, saltándose un poco la ética profesional. Menos mal que Twissell estaba cada vez más entretenido con su propio y más importante proyecto. (Las aletas de la nariz de Harlan se dilataron. Ahora sabía algo acerca de la naturaleza de tal proyecto.)
Harlan no podía estar seguro de encontrar lo que buscaba dentro de un plazo razonable. Cuando estudió por primera vez el proyecto de Cambio de Realidad 2456—2781, número de orden V—5, creyó que sus deseos hacían una jugarreta a su capacidad de raciocinio. Pasó un día entero verificando una y otra vez las ecuaciones y desarrollos, atenazado por una dolorosa incertidumbre mezclada con una creciente excitación y amarga gratitud, puesto que al menos le habían enseñado psicomatemáticas elementales.
Ahora Voy estudiaba la misma lámina y sus símbolos con expresión entre confusa y preocupada.
—Me parece... digo que me parece que todo está en orden —aseguró al fin.
—Compruebe en particular los ritos sociales del noviazgo en la Realidad actual de este Siglo —dijo Harlan—. Eso es sociología y supongo que cae dentro de su responsabilidad. Por eso dispuse verle a usted a mi llegada, antes que a ningún otro.
Voy frunció el ceño. Aún se mostraba cortés, pero su tono al responder fue glacial:
—Los Observadores destinados a nuestra Sección son muy competentes. Estoy seguro que los asignados a este proyecto han proporcionado datos exactos. ¿Tiene pruebas de lo contrario?
—Nada de eso, sociólogo Voy —dijo Harlan—. Acepto los datos, pero no estoy de acuerdo con el planteamiento del problema. ¿No observa un tensor complejo indeterminado en este punto, si ponderamos correctamente el comportamiento prenupcial?
Voy miró con atención, y una expresión de alivio se extendió por su rostro.
—En efecto, Ejecutor, en efecto. Pero se resuelve por sí mismo en una identidad. Se tiene un bucle de pequeñas dimensiones, que no presenta caminos secundarios. Espero que me perdone si uso imágenes gráficas en vez de expresiones matemáticas exactas.
—Se lo agradezco. Así como no soy Sociólogo, tampoco soy Programador —replicó Harlan.
—Muy bien, pues —dijo Voy—. Ese tensor complejo indeterminado a que alude, o bifurcación del camino, como si dijéramos, no es significativo. La dicotomía se resuelve más adelante y tenemos un. camino único. Nos pareció innecesario mencionarlo en nuestro informe.
—Si es su criterio, me someto al mismo. Sin embargo, queda la cuestión del C.M.N.
El Sociólogo torció el gesto al oír aquellas siglas, como había previsto Harlan. C.M.N. El Cambio Mínimo Necesario. Aquí el Ejecutor era el amo. Un Sociólogo podía creerse inmune a la crítica en lo relativo al análisis matemático de las infinitas Realidades posibles en el Tiempo, pero al definir el C.M.N., el Ejecutor tenía la última palabra.
El cálculo mecánico no era suficiente. La mayor Computaplex existente, manejada por los más expertos y hábiles Jefes Programadores, no servía sino para señalar los límites dentro de los cuales se situaba el C.M.N. Era entonces cuando el Ejecutor, examinando los datos del problema, decidía el punto exacto del Cambio dentro de aquellas condiciones límite. Un buen Ejecutor rara vez se equivocaba. Los mejores Ejecutores no se equivocaban nunca.
Harlan no se equivocaba nunca.
—El C.M.N. recomendado por su Sección —dijo Harlan, hablando en tono pausado, frío, silabeando el Idioma Pantemporal Normalizado con meticulosidad— implica la inducción de un accidente espacial, y una muerte inmediata y bastante horrible para una docena o más de personas.
—Es   inevitable  —dijo   Voy,  encogiéndose   de  hombros, indiferente.
—Sugiero que el C.M.N. puede reducirse al mero traslado de un envase de un estante a otro. ¡Aquí! —señaló Harlan. La blanca y bien cuidada uña de su índice dejó una leve huella debajo de un grupo de perforaciones.
Voy examinó aquel punto con dolorosa pero muda atención.
—¿No altera eso la situación con respecto a la dicotomía que ha dejado de tener en cuenta? —continuó Harlan—. ¿No cree que entonces se utiliza el camino de mínima probabilidad, convirtiéndolo prácticamente en una certeza, y que eso nos conduce a...?
—Virtualmente, al R.M.D. —dijo Voy en un susurro.
—Exactamente al Resultado Máximo Deseado —afirmó Harlan.
Voy alzó los ojos, con una expresión entre compungida e irritada en su moreno rostro. Harlan, indiferente, observó que aquel hombre tenía entre los incisivos superiores un hueco que le daba un aspecto conejil, lo cual chocaba con la contenida energía de sus palabras.
Voy preguntó:
—Supongo que esto llegará a conocimiento del Gran Consejo Pantemporal.
—No lo creo —dijo Harlan—. Que yo sepa el Gran Consejo no se ha ocupado de ello. Por lo menos, el Cambio de Realidad programado se me pasó sin ningún comentario.
Harlan no creyó oportuno explicar con más detalle cómo le fue «pasado», y Voy se abstuvo de preguntar.
—Entonces, ese error, ¿lo ha descubierto usted?
—Sí.
—¿Y no dio parte al Gran Consejo Pantemporal?
—No.
Hubo una reacción de alivio, y luego Voy se puso en guardia.
—¿Por qué?
—Pocas personas habrían dejado de caer en ese error. Pensé que podía corregirlo antes de que se cometiera un daño irreparable. Así lo hice. ¿Por qué ir más allá?
—Bien... gracias, ejecutor Harlan. Se ha portado como un amigo. El error de esa Sección que, como usted dice, era prácticamente inevitable, habría manchado nuestra hoja de servicios.
Voy continuó después de una breve pausa:
—Aunque, en realidad, y teniendo en cuenta las alteraciones de personalidad que va a inducir este Cambio de Realidad, la muerte de algunos hombres resultaba de escasa importancia.
Harlan pensó fríamente: «No parece muy agradecido. Igual me guarda rencor. Cuando tenga tiempo para pensarlo, es posible que su rencor aumente aún más, por haber sido salvado de una descalificación gracias a un Ejecutor. Si yo fuese Sociólogo como él, me estrecharía la mano con gratitud, pero no quiere dar la mano a un Ejecutor. No le repugna condenar una docena de hombres a la asfixia, pero sí el contacto de un Ejecutor».
Comprendiendo que no le convenía dar tiempo al resentimiento de su interlocutor, Harlan atacó casi en seguida:
—Espero que su agradecimiento me autorice a pedirle que su Sección haga un pequeño trabajo para mí.
—¿Un trabajo? —preguntó Voy.
—Un problema de Análisis Individualizado. He traído todos los datos, así como los de un Cambio de Realidad propuesto para el Siglo 482. Deseo saber el efecto de este Cambio sobre la probabilidad de supervivencia de cierta persona.
—No estoy seguro de haberle entendido bien —dijo el Sociólogo con vacilación—. ¿No dispone de medios para hacer este análisis en su propia Sección?
—En efecto. Sin embargo, estoy realizando una investigación personal y por ahora no quiero que figure en los archivos. Sería muy difícil encargar este trabajo a mi Sección sin que...
Harlan hizo un gesto vago, sin concluir la frase.
—¿Entonces, no quiere que esto vaya por vía oficial?
—preguntó Voy.
—Debe hacerse confidencialmente, y quiero una contestación confidencial.
—Es muy irregular. No puedo aceptarlo. Harlan frunció el ceño.
—No es más irregular que mi olvido en denunciar su error al Gran Consejo Pantemporal. En ese caso no tuvo usted ninguna objeción. Si hemos de atenernos a las normas en un caso, tendremos que ser igualmente formales en otro. Creo que me comprende, ¿verdad?
La expresión de Voy revelaba que le había comprendido perfectamente, sin lugar a dudas. Alargó la mano hacia Harlan.
—¿Puedo ver los documentos?
Harlan se tranquilizó. Había superado el obstáculo principal. Miró con atención mientras el Sociólogo se inclinaba sobre las láminas que había traído.
—¡En nombre del Tiempo! Es un Cambio de Realidad sin importancia —fue el único comentario de Voy.
Harlan aprovechó la ocasión, mintiendo a medida que hablaba:
—Así es. Demasiado pequeño, creo. De ahí surge la discusión. Está por debajo de la diferencia crítica y he escogido un solo individuo como caso piloto. Naturalmente, no sería hábil que yo usara el equipo de nuestra Sección sin estar del todo seguro de mi acierto.
Voy no dijo nada a esto, y Harlan no continuó. No convenía exagerar la comedia.
Voy se puso en pie.
—Pasaré estos datos a uno de mis Analistas. Esto quedará entre nosotros, aunque comprenderá que no podemos sentar un precedente.
—En modo alguno.
—Y si no le importa, me gustaría observar el Cambio de Realidad que vamos a efectuar aquí. Espero que nos haga ,el honor de dirigir el C.M.N. personalmente.
Harlan asintió.
—Asumo toda la responsabilidad.
Cuando entraron en la sala de control dos de las pantallas estaban conectadas. Los técnicos las habían ajustado según las coordenadas exactas de Espacio y Tiempo, y luego salieron. Harlan y Voy se vieron a solas en la centelleante sala. (La decoración a base de películas moleculares reflectantes se hacía notar, y no poco por cierto, pero esta vez Harlan, atento a las pantallas, no hizo caso.)
Ambas imágenes aparecían inmóviles. Semejaban naturalezas muertas, pues representaban instantes matemáticos del Tiempo.
Una de las vistas era en colores naturales muy contrastados: la sala de máquinas de un vehículo espacial experimenta], como bien sabía Harlan. Una puerta se estaba cerrando y aún asomaba por el resquicio un brillante zapato de material rojo semitransparente. No se movía. Nada se movía. Si se hubiese aumentado el contraste de la imagen hasta el punto de hacer visibles las motas de polvo en el aire, ni siquiera éstas se habrían movido.
Voy dijo:
—Esta sala de máquinas permanecerá vacía durante dos horas y treinta y seis minutos a partir del instante que contemplamos. En la Realidad actual, desde luego.
—Lo sé —murmuró Harlan.
Empezó a ponerse los guantes y mientras tanto sus ojos recorrían con rapidez los estantes, memorizando la situación del envase crítico, midió los pasos necesarios para llegar a él y el mejor emplazamiento adonde trasladarlo. Lanzó una breve ojeada a la otra pantalla.
Mientras la sala de máquinas, situada en el «presente» definido con respecto a la Sección Eternidad en la que ahora se encontraba, aparecía iluminada en colores naturales, la otra escena, situada a unos veinticinco Siglos de distancia en el «futuro», presentaba el filtro azulado que servía para diferenciar las imágenes «futuras».
Era la vista de un espaciopuerto. Un cielo color azul oscuro, con edificios azulados de desnudo metal sobre un terreno verdeazulado. Un cilindro azul de raro diseño, con una protuberancia en la base, destacaba en primer plano. Al fondo se veían dos cilindros más, parecidos al primero. Los tres apuntaban al cielo, sus extrañas ojivas partidas, en cuyo interior se alojaba seguramente la maquinaria principal.
Harlan frunció el ceño.
—Raros aparatos —dijo.
—Electro—gravitacionales —dijo Voy—. El Siglo Dos mil cuatrocientos ochenta y uno es el primero en desarrollar la navegación espacial por electro—gravitación. No necesita combustible ni energía nuclear. Una solución elegante; lástima que nuestro Cambio la haga desaparecer. ¡Una verdadera lástima!
Clavó la mirada en Harlan con visible disgusto.
Harlan apretó los labios. Conque disgustado, ¿eh? ¿Por qué no? El Ejecutor era él.
Sin duda, algún Observador habría presentado un informe sobre la cuestión del abuso de drogas. Algún Estadístico demostró que los últimos Cambios habían aumentado el número de adictos hasta que llegó a ser el mayor en todas las presentes Realidades de la humanidad. Un Sociólogo, probablemente el propio Voy, estableció el perfil psiquiátrico de aquella sociedad, y un Programador calculó el Cambio de Realidad necesario para disminuir la tendencia al uso de drogas, hallando que, como efecto secundario, la navegación espacial por electro—gravitación iba a desaparecer. En la decisión final habían intervenido una docena, cien hombres quizá, de todas las categorías en la Eternidad.
Pero, a fin de cuentas, tendría que ser un Ejecutor quien la llevase a la práctica. Siguiendo las instrucciones convenidas por los demás, a él le tocaba iniciar el Cambio de Realidad. Y entonces los demás le mirarían con ojos acusadores, y sus miradas parecerían decir: «A ti, y no a nosotros, se debe la destrucción de toda esa belleza».
Y por esa razón, los demás le condenarían y evitarían su presencia. Descargaban su propia culpa sobre los hombros del Ejecutor, y por ello le odiaban. Harlan dijo con sequedad:
—Las naves no importan. Debemos preocuparnos por ellos.
«Ellos» eran un grupo de personas, en apariencia insignificantes al lado de la nave espacial, del mismo modo que las dimensiones físicas de las trayectorias interplanetarias hacen parecer insignificante la Tierra así como la sociedad humana que la puebla.
Parecían pequeños muñecos. Sus diminutos brazos y piernas permanecían en posturas extrañas y ridículas, inmovilizados en aquel instante del Tiempo.
Voy se encogió de hombros.
Harlan ajustó el pequeño generador de campo que llevaba en su muñeca izquierda.
—Acabemos cuanto antes —dijo.
—Un momento —dijo Voy—. Quiero preguntarle al Analizador de Destinos cuánto tardará en completar este trabajo suyo. Yo también quiero terminar cuanto antes.
Sus manos desplazaron hábilmente un pequeño cursor; luego escuchó con atención el repiqueteo que recibió en respuesta.
«Otra característica de esta Sección de Eternidad —pensó Harlan—. Un código de ruidos intermitentes. Espectacular, pero innecesario, al igual que las películas moleculares reflectantes».
—Dice que tardará unas tres horas —dijo Voy por fin—. Además, dice que le gusta el nombre de esa persona, Noys Lambent. Es una mujer, ¿no?
Harlan sintió la garganta seca.
—Sí.
Los labios de Voy se curvaron en una lenta sonrisa.
—Parece interesante. Me gustaría verla sin que ella se diese cuenta. No hemos tenido ninguna mujer en esta Sección desde hace meses.
Harlan contuvo un arrebato de ira y no contestó. Miró fríamente al Sociólogo y bruscamente le dio la espalda.
Si había un defecto en la Eternidad, era esta cuestión de las mujeres. Desde que ingresó en la Eternidad había comprendido claramente el problema, pero no se sintió personalmente afectado hasta que conoció a Noys. De aquel momento había llegado a este otro, en que se hallaba traidor a su juramento de fidelidad y a todo lo que había creído hasta entonces.
¿Por qué?
Por Noys.
No sentía remordimiento. Esto era lo que más le sorprendía. No sentía ningún remordimiento. No tenía sensación de culpabilidad por las faltas que ya había cometido, entre las cuales el uso prohibido de un Análisis de Destino para fines particulares casi carecía de importancia.
Iría hasta donde fuese necesario.
Aquella idea, que por primera vez se planteaba con claridad, le pareció blasfema y escarnecedora. Y aunque la apartó de sí con horror, sabía que estaba dispuesto a hacerlo. La idea era sencillamente esta: que destruiría la Eternidad, si se veía obligado a hacerlo.
Y lo peor era saber que tenía poder para hacerlo, si se lo proponía. Harlan estaba frente a la entrada del Tiempo y pensó en sí mismo de una manera diferente: antes todo era muy sencillo; existían ideales, aunque sólo fueran palabras, por y para las cuales vivía uno. Cada fase de la vida de un Eterno tenía su propósito. ¿No rezaban así los «Principios Básicos»?
«La vida de un Eterno puede dividirse en cuatro etapas...»
Todo era claro y sencillo; sin embargo, para él todo había cambiado, y lo que se había roto nunca podría recomponerse.
Él había pasado confiadamente por las cuatro etapas de su vida como Eterno. Primero, el período de quince años durante los cuales no fue un Eterno, sino un simple habitante del Tiempo. Sólo un ser humano extraído del Tiempo, un Temporal, podía llegar a ser un Eterno; nadie nacía en tal posición.
A la edad de quince años fue seleccionado, tras un proceso riguroso de eliminación cuya naturaleza no pudo comprender entonces. Le habían llevado detrás del velo de la Eternidad después de una desgarradora despedida de sus familiares. (Antes le habían dicho que, pasara lo que pasara, nunca regresaría. Hasta mucho más tarde no supo la verdadera razón de ello.)


Fuente:
Título original: The End of Eternity
Traducción de Fritz Sengespeck
 Isaac Asimov 1977, Ediciones Martínez Roca, S. A. Superficción nº 26

sábado, 4 de marzo de 2017

MEMPO GIARDINELLLI. EL GÉNERO NEGRO. (El género desde los otros géneros).


El género desde los otros géneros

Aunque educado en Inglaterra y de formación posvictoriana, Raymond Chandler estudió profundamente toda la literatura norteamericana del siglo XIX y principios del XX. Agudísimo lector del género policial (así lo prueban sus ensayos, y sobre todo su epistolario) fue uno de los primeros en precisar las distintas corrientes del género y se preocupó, siempre, por definir el lugar que él mismo ocupaba. Si bien nunca se incluyó en el realismo social, sostuvo que era el realismo crítico lo que le daba trascendencia a lo policial. Su admiración por Hammett se basaba en que “sacó al asesinato del búcaro de cristal veneciano y lo tiró al callejón, que es donde sucede”. Decía que Hammett devolvió el crimen “a la gente que lo comete por alguna razón, no solo para suministrar un cadáver. Trasladó esas gentes al papel tal como eran, y las hizo hablar y pensar en la lengua que usan corrientemente para tales fines”.
    Sobre Chandler habrá que volver más adelante, pero aquí es pertinente evocarlo porque esas ideas, sin duda, contribuyeron a la identificación de millones de lectores con esta literatura. El escritor argentino Rodolfo J. Walsh, uno de los más autorizados conocedores del género en Sudamérica, escribió al respecto que “hay dos clases de lectores de novelas policiales: lectores activos y lectores pasivos. Los primeros tratan de hallar la solución antes que la dé el autor; los segundos se conforman con seguir desinteresadamente el relato”. [34] Si bien podría cuestionarse lo de “desinteresado” (ya que el interés depende del rigor del texto y de la intensidad de la trama) es cierto que hubo y hay todavía un tipo de lector universal bastante más inclinado a “seguir el relato” que a jugar al detective que procura anticiparse a la develación. Y es que el tradicional relato de enigma cae en la repetición mientras que el relato realista, el del "crimen en el callejón”, tiene posibilidades infinitas. Este es el tipo de lector de novelas negras más codiciado en nuestros días: el que no toma a la literatura como un crucigrama sino como una fuente de conocimientos, incluso de la realidad, y que a la vez que recoge enseñanzas y comparte o discute reflexiones, se entretiene. Porque la literatura ha de ser también —como quería Cervantes— un entretenimiento.
    Cervantes propuso que la literatura debe deleitar y enseñar al mismo tiempo, “y por supuesto promover el ejercicio de la razón”, como explica Marcos Morínigo en su estudio preliminar a la preciosa edición de Don Quijote de la Mancha que hizo la Universidad de Buenos Aires en 1969. Dice Morínigo: “Antes de Cervantes todas las literaturas poseían relatos en que en forma narrativa los autores personalmente ponen en conocimiento del lector lo que sus personajes hacen o dicen. La realidad presentada ocurría en el mundo sin conexión con nuestra vida diaria. Al poner en contacto los dos mundos, el de los personajes y el nuestro, Cervantes crea la novela moderna”. [35] Y Luis Cernuda, en su prólogo de 1961 a la edición española de Cosecha roja lo ratifica: “La obra de Dashiell Hammett posee siempre la facultad de entretener poderosamente al lector... Los tiempos cambian y las diversidades humanas también; lo único que no cambia es la sempiterna necesidad humana de entretenimiento. Cervantes lo sabía”. [36]
    Desde esta idea es posible entender a la novela negra como la novela policial que “pone los pies sobre la tierra”, a partir de los años 20 y en los Estados Unidos. Por eso mismo, por la conjunción entre calidad literaria y capacidad de entretenimiento, entre jerarquía de los textos y popularización, es que el género negro está indisolublemente vinculado a, y en gran medida deriva de, la literatura del Oeste, género que también fue menospreciado y recibió un injusto tratamiento solo porque entretuvo a millones de personas a la vez que paría legiones de escritores y guionistas de cine que lo abarataron. Pero también es verdad que por mucho que se alegue en favor de este género lo más probable es que todavía pase un largo tiempo hasta que se lo acepte sin prejuicios en la literatura universal.
    Chandler padecía esa desconsideración, esa casi unánime desaprobación académica del género. Muchas veces se lamentó de ello en su profusa correspondencia porque él quería ser considerado un escritor, y no un autor de un género menor. En marzo de 1954 escribió: "Yo puedo ser el mejor escritor de esta nación, y salvo dos excepciones es muy probable que lo sea, pero seguiría siendo un autor de obras de misterio”. Tuvo razón; y desdichadamente todavía la tiene. Quizás por eso fue tan duro con los que malquerían a este género: “Muéstrame un hombre o una mujer que no puedan soportar las obras policiales y me mostrarás a un tonto; un tonto inteligente —quizás— pero tonto al fin”, lapidó en sus “Apuntes sobre la novela policial” (1949). [37]
    Por cierto, y a propósito de este ensayo de Chandler, cabe destacar que en el ya bien nutrido cuerpo teórico del género es notable la pluralidad de ideas que enriquecen la discusión del género policiaco. Y entre ellas, hay algunas curiosidades como un trabajo de Antonio Gramsci: “Sobre la novela policiaca" [38] y el de quien quizás fue el más importante cineasta de todos los tiempos: Serguei Eisenstein ("¿Por qué gusta el género policiaco?”, artículo publicado en 1968 en la revista moscovita Voprosy Literatury). Ambos textos fueron publicados en La novela criminal, antología organizada por Román Gubern, en la que incluyó otros textos de reconocidos autores: de Poe tomó como ensayo su introducción a Los crímenes de la calle Morgue—, de Chesterton su bastante conocida conferencia: “Sobre las novelas policiales”; y finalmente "La novela policial”, un sensacional trabajo de Thomas Narcejac (1908-1998), novelista contemporáneo de la escuela negra francesa. [39]
    El agrupamiento no es caprichoso, si se toma en cuenta que la voluntad del compilador fue precisamente la de mostrar diversas tendencias. Así, apuntó sobre todo a la concepción que ubica los orígenes del género en el desarrollo de la “filosofía de la inseguridad”, coetánea con el surgimiento de las grandes concentraciones urbanas, las primeras policías secretas y el nacimiento de la prensa sensacionalista.
    Pero si la inseguridad va de la mano, en su origen, de la codicia económica y la sacralización de la propiedad privada, eso mismo torna más interesantes los trabajos de Gramsci y de Eisenstein. El primero porque hace un abordaje desde una perspectiva clasista, en la que campea el descreimiento de que lo policiaco sea realmente un género literario, si bien analiza solo la literatura clásica británica de los años 20 y 30. Y en cuanto a Eisenstein, aunque adopta la misma perspectiva admite sin embargo que es un género y que “es el medio más eficazmente comunicativo, el más puro y elaborado entre todos los géneros literarios. Es el género en el que los medios de comunicación sobresalen al máximo". El autor de Octubre y El Acorazado Potemkin se detiene excesivamente en la idea de que lo policiaco es la “literatura de la propiedad”, sin tener en cuenta que eso fue cierto en el siglo XIX pero que en el XX, y desde Hammett, es más bien la literatura de la destrucción de la propiedad, o por lo menos de su cuestionamiento social. Como fuere, es un artículo imprescindible por las ideas sobre la creación artística. Esa parte es sencillamente genial.
    Chesterton, como es sabido, hace una defensa del género más apasionada que eficaz. Critica lúcidamente a los que acusan al género de “popularismo” pero cae en la remanida concepción que tanto daño le ha hecho a esta narrativa: “Son una clase de relato donde la técnica es casi toda la tramoya”, reduce.
    El plato fuerte de este libro es el trabajo de Thomas Narcejac, una joya dentro de la teoría de esta novelística. Bien conocido entre los aficionados al género por varias obras que escribió en asociación con Pierre Boileau (1906-1989), en este trabajo teórico Narcejac defiende esta literatura de esa "especie de segregación racial” a que se la condena. El género “es un negro —sentencia— y la literatura es un barrio elegante donde no tiene derecho a instalarse”.
    El texto de Narcejac apareció en 1958 en el volumen III de la Historia de las literaturas publicada por Gallimard bajo la dirección de Raymond Queneau, el célebre creador de Pierrot le Fou. Importa la mención de la fecha porque permite reconocer la fina percepción de este autor y apreciar mejor la visión prospectiva que tuvo. Para él, el origen del género debe hallarse en la fusión de dos elementos esenciales: el misterio y el razonamiento que lo explica. "Descendiente directo de la novela popular de terror del siglo XVIII, en su naturaleza lleva los gérmenes que le harán volver al thriller”, anticipa. Y desde ahí se lanza a explicar por qué nació en el XIX y no antes, así como su vinculación con la magia, el cientificismo positivista decimonónico y la necesidad moderna de “explicarlo todo”. Así surgió, dice, la primera novela policial: “Visceral y cerebral al mismo tiempo, no tenía tiempo de hablarle al corazón”. O sea, misterio y emoción por un lado; razonamiento por el otro. En cuanto a Poe y el clásico misterio de cuarto cerrado, dice que “es el problema por excelencia” pero “es también el artificio evidente, el decorado trucado”.
    Pero acaso el aporte más interesante de Narcejac esté en el modo cómo logra vincular a la novela gótica con Balzac, y a Poe con Dickens, y a éstos con la novela de caballería. Esto incluiría la relación decisiva de la novela del Far West con el policial contemporáneo, vinculación que Narcejac intuyó claramente aunque no la desarrolló.
    También establece una separación impecable entre las novelísticas inglesa y francesa, y explica cómo en la modernidad de esta última adquiere relevancia Georges Simenon con la incorporación de la psicología. A la vez diferencia a ambas de la escuela norteamericana, que incluye el respeto a la verdad, es decir: aporta la credibilidad. A partir de allí el género no es solo “qué” (misterio) ni “cómo” (razonamiento), sino que “lo que importa ahora es el por qué”.
    Narcejac analiza el progreso de esta novelística a través del tiempo: de lo “maravilloso cándido” (novela gótica) se pasa a lo “maravilloso lógico” (policial clásico, racional y positivo), que es lo que transforma a la novela de aventuras en novela policial. De hecho el autor francés en cierto modo anticipaba (en 1958) la posteriormente famosa teorización de lo “real maravilloso”: “El mundo que nos rodea no es si no una mera apariencia y la solución del misterio no depende exclusivamente de la lógica humana”. Por eso la novela negra moderna supone "a la vez una explicación lógica y una explicación metalógica; o, en otros términos, ofrece una dimensión racional y otra dimensión fantástica”. El trabajo de Narcejac es francamente revolucionario y anticipatorio. Porque antes de que autores como Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez o Julio Cortázar admitieran las influencias recibidas de la literatura norteamericana en general, y la policiaca en particular, él ya advertía que lo policiaco, desde Hammett, “se mantiene entre lo real (novela naturalista) y lo imaginario puro (ciencia ficción)”.
    Todo esto sirve, de paso, para reafirmar una vez más que la influencia de la novela policial en la narrativa latinoamericana contemporánea es insoslayable, idea que se abordará más adelante, en el capítulo respectivo.

viernes, 3 de marzo de 2017

MIGUEL DE UNAMUNO. LAS MÁSCARAS DE LO TRÁGICO.



Pedro Cerezo Galán, nacido en Hinojosa del Duque el 14 de febrero de 1935 es catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad de Granada, y con anterioridad lo fue de la Universidad central de Barcelona.
Ha sido becario del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, del Goethe-Institut y de la Fundación alemana Alexander von Humboldt, habiendo ampliado estudios en las Universidades de Freiburg y Heidelberg, bajo la dirección, en esta última, del profesor Hans Georg Gadamer.
Entre sus responsabilidades académicas, cabe destacar que ha sido Decano de la Facultad de Filosofía de Granada, vicepresidente de la Sociedad Nacional de Filosofía y miembro de la comisión asesora de la Fundación `Juan March`. Es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, del Club de Roma y del Patronato María Zambrano.
Es especialista en Historia de la filosofía moderna y contemporánea, en la que ha trabajado especialmente el pensamiento de Hegel y la izquierda hegeliana, así como la Fenomenología y la Hermenéutica. Es igualmente especialista de reconocido prestigio internacional en la historia del pensamiento español (Ortega y Gasset, Unamuno, Zubiri, María Zambrano, Antonio Machado) al que ha dedicado estudios fundamentales. Su producción científica está compuesta por más de 60 libros, diversos artículos en publicaciones relacionadas con la filosofía y las letras. Además, ha participado en multitud de congresos y conferencias.
En 2004 obtuvo el Premio Ortega y Gasset de Ensayo y Humanidades de la Villa de Madrid.
En 2008 recibió el Premio de Investigación -Ibn al Jatib- de la Junta de Andalucía.
En 2014 ha sido galardonado con el XXVIII Premio Internacional Menéndez Pelayo por su difusión del pensamiento y la filosofía españolas y su trabajo en dar a conocer la obra de Marcelino Menéndez Pelayo, a quien ha dedicado distintos ensayos.
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El juvenil proyecto de construir un sistema filosófico en el que armoniosamente se juntasen Hegel, Spencer, la historia y el saber científico, la total estructura de la crisis espiritual de 1897, el cambiante sentido del quijotismo unamuniano, la consistencia de cuanto en la vida son el sentimiento trágico, y como complemento suyo -menos importante, pero real- el sentimiento cómico, la intención y los avatares de su pugna por la reforma espiritual de España, la entraña intencional de su poesía y de su prosa literaria -a título de ejemplo, léase la honda y luminosa comprensión de El Cristo de Velázquez, Niebla, El otro y San Manuel Bueno, mártir-, la sutil penetración psicológica en la intimidad de don Miguel, antes y después del patético 12 de octubre de 1936... Con alma generosa, amplísimo saber filosófico, literario y religioso, mente clara y acerado rigor intelectual, tales son, si no todos, sí los más importantes temas de la hazaña resucitadora de Pedro Cerezo. Con deslumbradora nitidez aparece así ante nosotros lo que real e históricamente fue don Miguel de Unamuno: un gigante que apasionada y desmesuradamente vivió, sin lograr resolverlos, problemas que por el hecho de ser hombre todo hombre lleva consigo, y que de un modo o de otro, cuando no ha caído en ser irremediablemente frívolo, alguna vez se plantea en su intimidad: ser siempre o dejar de ser, ser todo o ser nada, la oposición o la complementariedad entre el corazón y la cabeza, el sentido o el sinsentido de la vida y la muerte, la universalidad y la individualidad de cada cual, tantos más. (Extraído del Prólogo de Pedro Laín Entralgo).
Fuente:
N.N.

jueves, 2 de marzo de 2017

PRINCIPIOS NOCTURNOS. Fragmento.


PRINCIPIOS NOCTURNOS. Fragmento. Novela.
"–¿Señor, sus lentes wayfarer, los trajo? ¡No importa que sea de noche, no importa... todo es válido para un escritor como su mercé! Le da un aire de expectación y de misterio a su rostro, señor Deford –dijo con soberbia Aamón mientras él se acomodó los wayfarer luego que pisó su pie el asfalto. Yo hice lo mismo: cubrí mis ojos con los lentes apenas mi cabeza salía de la limosina.
Y los flashes iniciaron una danza orgiástica de luces al bajar mi séquito y yo de las limosinas negras... A este punto, sospeché que la Félix confabulaba para crear todo un espectáculo circense, entusiasta, delirante, frenético, en donde la fiesta giraría alrededor, no de la película, ni a favor de mi persona como escritor sino de ella, de la Félix, relegando mi figura a un tercer plano.
En verdad en esa noche se erigían como dos gigantescos monstruos el ego de la Félix y mi propio ego. Advertí la fuerza de convocatoria que tenía la diva y la capacidad de manipulación a los medios de comunicación que poseía.
Con inteligencia, la actriz Félix sacaba provecho a beneficio propio de su leyenda y mito que ya se iniciaba en aquella época".

J.Méndez-Limbrick.

MEMPO GIARDINELLI. EL GÉNERO NEGRO.

 
Del oeste a los “locos 20”
 La definición del género


   
    La ligazón entre literatura y sociedad se visualiza perfectamente en la vida norteamericana de la década 1920-1930. Acaso por eso el ensayo de Coma se autopropone como “la primera historia específica de la novela negra norteamericana, o sea de la transformación de la tradicional narrativa policiaca en una novelística de trascendente envergadura literaria, sociológica y crítica”. Y a la vez que diferencia al género negro de lo que él llama “paraliteratura policiaca" (es decir, la que solo procura entretener mediante enigmas), afirma que la novela negra está inserta “en la evolución social y política de los Estados Unidos desde los años 20. No puede analizarse con el rigor debido esta tendencia literaria sin asimilar sus derroteros a la historia norteamericana del siglo; las etapas de una y de otra revelan una íntima correspondencia entre décadas y décadas". [29]
    Claro está, esa correspondencia es la que también enlaza, hacia atrás, a las novelas western con las negras. No hay ruptura, entonces; hay continuidad.
    Por cierto, Coma establece la que probablemente sea la más adecuada y amplia definición del género negro —y que completa la ya citada definición de Rainov—: “Se trata de una literatura narrativa, con origen en los Estados Unidos durante los años 20 y con desarrollo típica y primordialmente norteamericano, ceñida al enfoque realista y sociopolítico de la contemporánea temática del crimen, encausada paulatinamente como un género determinado, y practicada mayoritariamente por especialistas". [30]
    Obviamente, esa concepción fue muchas veces resistida. Distó siempre de ser unánime la aceptación del género policial dentro de la literatura universal. Más bien considerada una subliteratura para consumo masivo, sin dudas su popularidad y sobre todo la enorme producción industrial y comercial de este género (primero vehiculizado en los pulps y luego por el cine y la televisión) contribuyeron a devaluar su prestigio literario. No obstante, la definición de Coma permite establecer la que quizá sea la definitiva separación del hard-boiled respecto del policial clásico que trajina los viejos enigmas de cuarto cerrado y que, en los años de la Guerra Fría, abarcó también a la literatura de espionaje.
    Lo cierto es que el menosprecio padecido por este género se manifestó a pesar de que la forma del relato policial fue utilizada también, según Coma, para la producción de textos “de trascendente envergadura literaria, sociológica y crítica”. Y es que si bien hay mucho material de cuestionable calidad, también hay una buena cantidad de autores y textos que podrían figurar junto a las mejores obras de la literatura del siglo XX.
    Frank MacShane, quien fue profesor de literatura norteamericana en Columbia University y autor de la más completa biografía de Raymond Chandler, afirma que el autor de El largo adiós siempre se propuso “escribir verdadera ficción empleando la forma del relato policial", y recuerda una aguda cita de Chandler: “Llamo Literatura a los relatos de misterio, les exijo la misma categoría de cualquier novela, y me enfrento a la misma extrema dificultad de la forma”. [31]
    Desde esa concepción literaria, Chandler sabía perfectamente que el tema nunca debe controlar al escritor, como sucede en el realismo social, sino que es el autor quien debe dominar el tema. Por eso cuando mencionaba a Hammett, a quien consideraba su maestro —dice MacShane— “lo colocaba implícitamente en la tradición central de las letras americanas contemporáneas” junto a Hemingway, Theodore Dreiser, Ring Lardner, Sherwood Anderson e incluso Walt Whitman. Chandler compartía, además, la observación de Gilbert K. Chesterton (1874-1936), creador del inefable cura-detective Brown, en el sentido de que “el valor esencial de la novela policial reside en que es la primera y única forma de literatura popular en la que se expresa algún sentido de la poesía moderna”. [32]
    El ensayo de Coma es interesante, además, porque si bien superficialmente pareciera que solo se detiene en el estudio de una docena de autores fundamentales, en realidad lo que hace es vincular la evolución social norteamericana con su literatura. De modo tal que, al andar de su investigación, queda claro por qué razones el género adquiere adultez y se independiza con características propias —y superiores— de “lo policiaco" en general.
    Si en su primera parte se ocupa de definir a este “género indefinido”, a partir de allí Coma revisa la era de los gángsters y encuentra una serie de elementos que justificaron el nacimiento de esta literatura. Es la historia, podría decirse, del consumismo, de la irrupción de la llamada “cultura de masas” durante los años 20, en donde “la actualidad criminológica dio amplias alas y extraordinaria difusión a la narrativa policiaca, impresa a través de publicaciones periódicas especializadas”. En ese marco, Coma se detiene en el análisis de la personalidad y de la obra de Dashiell Hammett y William Riley Burnett, así como a historiar la revista Black Mask, descubridora de éstos y otros autores similares.
    Más adelante analiza la década de los 30 y su influencia en la literatura dura, de determinismo social y de crítica al sistema. Lo hace estudiando a James Cain y Horace McCoy, en el marco de la época dorada del cine de Hollywood. El new-deal, la preguerra y el ascenso de la conciencia proletaria norteamericana son vistos a través de otra pareja de autores: Don Tracy y Jim Thompson, a quienes Coma llama “los parias del sistema”. Esos años 40 son los que sirven para la instauración masiva de la novela negra, a partir de la inclusión de la “psicología criminal". La acción se combina con el suspenso, y aumenta el terror individual de los norteamericanos hacia las amenazas a sus propiedades, a la vez que disminuye el poder obrero.
    El período rooseveltiano es visto con la incorporación de elementos como la Segunda Guerra Mundial y el armamentismo en otros dos autores clásicos: Raymond Chandler y Ross MacDonald. Desde que en 1947 Harry Truman declara la Guerra Fría y se prepara el terreno para el maccartismo (1950-1954), “la novela negra resulta directamente afectada”, sostiene Coma, porque irrumpen “falsos autores negros” como Mickey Spillane y otros que solo realizan una novela formalmente negra, pero cuya esencia es la ideología fascista y su sentido claramente propagandístico. De este período, rescata y estudia a otra pareja: David Goodis y William McGivern. Y finalmente la sociedad de consumo de los años 50 y 60 es analizada a través de la obra de otros dos autores de relieve: Chester Himes y Donald Westlake.
    Pero Coma no fue el único en ocuparse de “ordenar” los conocimientos sobre el género. También lo hizo Salvador Vázquez de Parga, quien en su ya citada investigación, Los mitos de la novela criminal, analiza al detective, el criminal y la víctima, incita a una serie de reflexiones teóricas y discurre alrededor de la necesidad de modernizar la nomenclatura para que se actualice y recomponga la definición del género [33]. Es obvio que éste ha derivado en denominaciones que no siempre se ajustan a la terminología de “novela policiaca”. Se habla ahora de “novela de misterio”, “detectivesca”, “de persecución”, "de suspenso”, “de investigación” y muchas otras posibilidades. Y así los vocablos thriller, “crimen”, tough, “negra”, “dura” o hard-boiled funcionan a veces como adjetivos inapropiados.
    Vázquez de Parga propone establecer una terminología que, metodológicamente, le permite avanzar en su ensayo sobre los mitos. Adopta entonces la denominación "novela criminal” a partir de la idea de que es un concepto “más amplio que la novela policiaca clásica y comprensible de los diversos subgéneros posibles”. Esta apreciación parece efectivamente más ajustada y recuerda al trabajo de Bogomil Rainov, el investigador búlgaro que propone hablar de “novela de delito”. Como sea, ambas posibilidades se acercan indudablemente mucho más a lo que realmente viene siendo el género: si el crimen, el delito y la transgresión son el objeto central que justifica la existencia de esta literatura, entonces justo es designarla con esos nombres.
    Además, lo solamente policiaco ha caducado como posibilidad fundamental de definición. El género, modernamente, supera con holgura tal perspectiva. Autores como Cain, Williams, Goodis, Brewer, Thompson, Himes y Westlake, por citar algunos, trascienden totalmente la característica “policiaca”. Es evidente que el género se alejó de la presencia del policía institucional o privado: en muchos casos, éste quedó en segundo plano o simplemente desapareció. Hoy en este género no es indispensable que exista el policía. Más allá de la opinión que se tenga acerca de los “guardianes del orden” —seres repudiados en muchas sociedades— lo que subsiste en esta literatura es el hecho delictivo, sin el cual no hay posibilidad de género. Subsisten la transgresión, el apropiamiento indebido, la violación de la ley, la supresión de la vida ajena, etcétera, y existen encarnados en personajes cada vez más exóticos, impuros, maniqueos, es decir, hijos de la realidad social en que se desenvuelven.
    Vázquez de Parga atina cuando analiza la historia de este género y descarta que se incluyan obras anteriores a la revolución industrial, desde la Biblia hasta Don Quijote o La Odisea, justamente porque “les falta el sentido de género” que solo surge a partir de los pocos pero fundamentales textos de Poe. Allí aparecen los componentes capitales: el crimen como punto neurálgico de la narración; y consecuentemente la persecución e investigación para esclarecer el delito. La novela de crimen, o de delito como quizá sea mejor llamarla, es formalmente una narración, por contenido una ficción y por su temática específica un reflejo de las transgresiones a las leyes penales de una sociedad. Por esta especificidad, no hay novela negra si no hay delito (asesinato, secuestro, robo, extorsión, corrupción, violación, etc.) Las formas que adquiere la narración son variadas: hay novelas de persecución, de detección pura, de investigación. Según Vázquez de Parga todas ellas no pretenden más que divertir y entretener a los lectores, pero esa es una idea discutible porque aunque es cierto que ninguna literaura tiene por qué ser instrumento para la crítica social es un hecho que muchos lectores encuentran en este género algo más que un mero entretenimiento.
    La revisión de sociedades clasistas donde la violación del orden establecido conlleva la necesidad de una sanción, o de un castigo, sugiere que también este género es una “literatura de la seguridad”, porque discurre “entre los poderosos, que son quienes han corrompido el sistema, quienes pueden vengar sus afrentas y quienes pueden mantener sus rivalidades”. Es decir, el tema del poder que originalmente planteó Hammett.
    Otra cuestión interesante se refiere a la simpleza ética de la novela policial: la lucha del “bien” contra el “mal”, definidos estos términos según la ideología dominante en cada sociedad. En este sentido la simpleza ha hecho, según Vázquez de Parga, que se tache al género de “reaccionario, en cuanto que no aboga por un proceso social sino por la estabilidad y conservación de las instituciones existentes”. Por eso mismo, dice, “es un alegato en favor del individualismo. La justicia y el orden solo se restablecen a nivel individual”. Al margen de gustos, esto es el resultado de un hecho fundamental: “el crimen, a su vez, es fruto de la libertad individual, en el sentido de que el individuo es potencialmente libre de delinquir o no”. Claro que si esta característica es determinante, no es la única. La novela policial es también un escenario en el que las sociedades se expresan a través del antagonismo entre héroe y canalla, entre “bueno” y “malo", a veces con la intervención destacada del tercer elemento del género: la víctima.
    El detective, el criminal y la víctima, pues, como trilogía básica del género, han sido elementos mucho más dúctiles que el crimen mismo. La literatura policial moderna responde más a las características de sus protagonistas que a las variaciones delictivas o los modos de consumación. Dentro de los mitos que analiza Vázquez de Parga, figuran como más destacados los primeros —sean policías o investigadores privados— porque a partir de ellos se desarrollaron al máximo las posibilidades expresivas del género. Por razones de amenidad, dice, los escritores de este género han dotado a sus detectives de características propias diferenciales. Las singularidades son infinitas, y algunas tan exóticas e inverosímiles que nació de ellas “una especie de fetichismo que ha contribuido en gran medida a su mitificación”.
    Desde la afición a las drogas y al violín que caracterizan a Sherlock Holmes, las peculiaridades pasaron a ser en muchos casos insólitas: la ceguera de Max Carrados, el ascetismo inclaudicable de Phillip Marlowe, la violencia y el machismo de Mike Hammer, la negritud de Toussaint Moore y de los personajes de Chester Himes, por citar solo unos casos. Pero las singularidades literarias, como en la vida misma, no tienen límites: en este género hay detectives enanos, homosexuales, cojos, cocineros, casados, solterones, divorciados; los hay que cultivan rosas, ajedrecistas, alcohólicos, veteranos de guerra, coleccionistas de cuadros y —no podía ser de otra manera— aficionados a la novela policial. Los hay de 140 kilos como Nero Wolfe, los hay pequeños como los jockeys del inglés Dick Francis, los hay judíos y musulmanes y también hay los que son mujeres y de todo calibre. Abundan los solitarios y los neuróticos. Y hay los que tienen asistentes y amigos que los acompañan en sus aventuras, como los hay enamoradizos, románticos y brutales. Los hay chinos, mexicanos, brasileños, argentinos, catalanes, indonesios; los hay corruptos y honestos. Hay tantos tipos como autores, y más: hay tantos como ofrece la naturaleza humana.
    En cuanto al segundo protagonista, el criminal, Vázquez de Parga dice que en la medida en que el realismo se hizo presente en el género se agotaron las posibilidades del viejo ladrón romántico de guante blanco. Apareció entonces el gángster “como símbolo de la nueva delincuencia organizada”, pero también, en ocasiones, convertido en héroe. Porque si la atmósfera social opresora y brutal aplasta a las víctimas y desespera a los detectives, es lógico que también haga a los delincuentes “víctimas de las circunstancias sociales en una larga autopersecución hacia el crimen".
    En este sentido, hay personajes como el inefable Moriarty —el acérrimo enemigo de Holmes— o el policía devenido criminal de 1280 almas, de Jim Thompson. Y así también los personajes de Brewer, Williams o Runyon, por citar algunos, son seres comunes llevados por las circunstancias a convertirse en sujetos abominables pero literariamente fascinantes. Por ejemplo, el personaje de Un asesino anda suelto, de Brewer, o el incalificable loco de Síndrome fatal, de Richard Neely.
    Por último está la víctima, protagonista en cierto modo inmitificable, según este autor, pero que adquiere entidad en algunas pocas obras en la que no es el criminal quien sufre la persecución. En estas “novelas de la víctima” la amenaza del crimen se prolonga hasta las últimas páginas.
    Semejante variedad da lugar a un buen lote de subgéneros que Vázquez de Parga también analiza y que corresponden a los diversos momentos por los que atravesó el desarrollo de esta literatura. Según este autor hay tres etapas fundamentales: 1) la novela de aventuras criminales, con cierta protesta social y enigmas difusos; 2) la novela de detección pura, con un enigma como centro de la narración y solución casi matemática, en el sentido de desafío al ingenio del lector; y 3) la novela de acción, en la que “la intriga sale a la calle y se enfrenta a la realidad”. Aspecto este último que ha llevado a muchos a querer ver en esta literatura propósitos ideológicos que ya fueron desmentidos por autores calificados como Chandler o Ross MacDonald, y sobre todo por los textos. Lo cual no implica descartar un cierto sentido subyacente de crítica social, especialmente en algunas novelas de Hammett, Himes o Thompson, acaso los únicos que pudieron tener conscientemente tal propósito.
    Luego, Vázquez de Parga se ocupa específicamente de los "mitos del enigma”, donde contiene a los herederos de Holmes: innovadores como el abogado criminalista John Thorndyke (de Richard Freeman) o el Padre Brown (de Chesterton), para desembocar en la plenitud de la novela de enigma con Agatha Christie, Dorothy L. Sayers y Margery Allingham. Solo al final se ocupa de la moderna novela negra, verdadero plato fuerte del libro.
    Y aunque después repasa velozmente la escuela francesa que se inicia en los años 30 y da un breve informe del género en Suiza, Holanda, Suecia y España, ignora completamente la larguísima producción latinoamericana. América Latina, para Vázquez de Parga, no existía, ya entonces, ni siquiera como curiosidad y a despecho de que el género se tradujo y frecuentó bastante antes o a la par que en España.

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