jueves, 2 de marzo de 2017

MEMPO GIARDINELLI. EL GÉNERO NEGRO.

 
Del oeste a los “locos 20”
 La definición del género


   
    La ligazón entre literatura y sociedad se visualiza perfectamente en la vida norteamericana de la década 1920-1930. Acaso por eso el ensayo de Coma se autopropone como “la primera historia específica de la novela negra norteamericana, o sea de la transformación de la tradicional narrativa policiaca en una novelística de trascendente envergadura literaria, sociológica y crítica”. Y a la vez que diferencia al género negro de lo que él llama “paraliteratura policiaca" (es decir, la que solo procura entretener mediante enigmas), afirma que la novela negra está inserta “en la evolución social y política de los Estados Unidos desde los años 20. No puede analizarse con el rigor debido esta tendencia literaria sin asimilar sus derroteros a la historia norteamericana del siglo; las etapas de una y de otra revelan una íntima correspondencia entre décadas y décadas". [29]
    Claro está, esa correspondencia es la que también enlaza, hacia atrás, a las novelas western con las negras. No hay ruptura, entonces; hay continuidad.
    Por cierto, Coma establece la que probablemente sea la más adecuada y amplia definición del género negro —y que completa la ya citada definición de Rainov—: “Se trata de una literatura narrativa, con origen en los Estados Unidos durante los años 20 y con desarrollo típica y primordialmente norteamericano, ceñida al enfoque realista y sociopolítico de la contemporánea temática del crimen, encausada paulatinamente como un género determinado, y practicada mayoritariamente por especialistas". [30]
    Obviamente, esa concepción fue muchas veces resistida. Distó siempre de ser unánime la aceptación del género policial dentro de la literatura universal. Más bien considerada una subliteratura para consumo masivo, sin dudas su popularidad y sobre todo la enorme producción industrial y comercial de este género (primero vehiculizado en los pulps y luego por el cine y la televisión) contribuyeron a devaluar su prestigio literario. No obstante, la definición de Coma permite establecer la que quizá sea la definitiva separación del hard-boiled respecto del policial clásico que trajina los viejos enigmas de cuarto cerrado y que, en los años de la Guerra Fría, abarcó también a la literatura de espionaje.
    Lo cierto es que el menosprecio padecido por este género se manifestó a pesar de que la forma del relato policial fue utilizada también, según Coma, para la producción de textos “de trascendente envergadura literaria, sociológica y crítica”. Y es que si bien hay mucho material de cuestionable calidad, también hay una buena cantidad de autores y textos que podrían figurar junto a las mejores obras de la literatura del siglo XX.
    Frank MacShane, quien fue profesor de literatura norteamericana en Columbia University y autor de la más completa biografía de Raymond Chandler, afirma que el autor de El largo adiós siempre se propuso “escribir verdadera ficción empleando la forma del relato policial", y recuerda una aguda cita de Chandler: “Llamo Literatura a los relatos de misterio, les exijo la misma categoría de cualquier novela, y me enfrento a la misma extrema dificultad de la forma”. [31]
    Desde esa concepción literaria, Chandler sabía perfectamente que el tema nunca debe controlar al escritor, como sucede en el realismo social, sino que es el autor quien debe dominar el tema. Por eso cuando mencionaba a Hammett, a quien consideraba su maestro —dice MacShane— “lo colocaba implícitamente en la tradición central de las letras americanas contemporáneas” junto a Hemingway, Theodore Dreiser, Ring Lardner, Sherwood Anderson e incluso Walt Whitman. Chandler compartía, además, la observación de Gilbert K. Chesterton (1874-1936), creador del inefable cura-detective Brown, en el sentido de que “el valor esencial de la novela policial reside en que es la primera y única forma de literatura popular en la que se expresa algún sentido de la poesía moderna”. [32]
    El ensayo de Coma es interesante, además, porque si bien superficialmente pareciera que solo se detiene en el estudio de una docena de autores fundamentales, en realidad lo que hace es vincular la evolución social norteamericana con su literatura. De modo tal que, al andar de su investigación, queda claro por qué razones el género adquiere adultez y se independiza con características propias —y superiores— de “lo policiaco" en general.
    Si en su primera parte se ocupa de definir a este “género indefinido”, a partir de allí Coma revisa la era de los gángsters y encuentra una serie de elementos que justificaron el nacimiento de esta literatura. Es la historia, podría decirse, del consumismo, de la irrupción de la llamada “cultura de masas” durante los años 20, en donde “la actualidad criminológica dio amplias alas y extraordinaria difusión a la narrativa policiaca, impresa a través de publicaciones periódicas especializadas”. En ese marco, Coma se detiene en el análisis de la personalidad y de la obra de Dashiell Hammett y William Riley Burnett, así como a historiar la revista Black Mask, descubridora de éstos y otros autores similares.
    Más adelante analiza la década de los 30 y su influencia en la literatura dura, de determinismo social y de crítica al sistema. Lo hace estudiando a James Cain y Horace McCoy, en el marco de la época dorada del cine de Hollywood. El new-deal, la preguerra y el ascenso de la conciencia proletaria norteamericana son vistos a través de otra pareja de autores: Don Tracy y Jim Thompson, a quienes Coma llama “los parias del sistema”. Esos años 40 son los que sirven para la instauración masiva de la novela negra, a partir de la inclusión de la “psicología criminal". La acción se combina con el suspenso, y aumenta el terror individual de los norteamericanos hacia las amenazas a sus propiedades, a la vez que disminuye el poder obrero.
    El período rooseveltiano es visto con la incorporación de elementos como la Segunda Guerra Mundial y el armamentismo en otros dos autores clásicos: Raymond Chandler y Ross MacDonald. Desde que en 1947 Harry Truman declara la Guerra Fría y se prepara el terreno para el maccartismo (1950-1954), “la novela negra resulta directamente afectada”, sostiene Coma, porque irrumpen “falsos autores negros” como Mickey Spillane y otros que solo realizan una novela formalmente negra, pero cuya esencia es la ideología fascista y su sentido claramente propagandístico. De este período, rescata y estudia a otra pareja: David Goodis y William McGivern. Y finalmente la sociedad de consumo de los años 50 y 60 es analizada a través de la obra de otros dos autores de relieve: Chester Himes y Donald Westlake.
    Pero Coma no fue el único en ocuparse de “ordenar” los conocimientos sobre el género. También lo hizo Salvador Vázquez de Parga, quien en su ya citada investigación, Los mitos de la novela criminal, analiza al detective, el criminal y la víctima, incita a una serie de reflexiones teóricas y discurre alrededor de la necesidad de modernizar la nomenclatura para que se actualice y recomponga la definición del género [33]. Es obvio que éste ha derivado en denominaciones que no siempre se ajustan a la terminología de “novela policiaca”. Se habla ahora de “novela de misterio”, “detectivesca”, “de persecución”, "de suspenso”, “de investigación” y muchas otras posibilidades. Y así los vocablos thriller, “crimen”, tough, “negra”, “dura” o hard-boiled funcionan a veces como adjetivos inapropiados.
    Vázquez de Parga propone establecer una terminología que, metodológicamente, le permite avanzar en su ensayo sobre los mitos. Adopta entonces la denominación "novela criminal” a partir de la idea de que es un concepto “más amplio que la novela policiaca clásica y comprensible de los diversos subgéneros posibles”. Esta apreciación parece efectivamente más ajustada y recuerda al trabajo de Bogomil Rainov, el investigador búlgaro que propone hablar de “novela de delito”. Como sea, ambas posibilidades se acercan indudablemente mucho más a lo que realmente viene siendo el género: si el crimen, el delito y la transgresión son el objeto central que justifica la existencia de esta literatura, entonces justo es designarla con esos nombres.
    Además, lo solamente policiaco ha caducado como posibilidad fundamental de definición. El género, modernamente, supera con holgura tal perspectiva. Autores como Cain, Williams, Goodis, Brewer, Thompson, Himes y Westlake, por citar algunos, trascienden totalmente la característica “policiaca”. Es evidente que el género se alejó de la presencia del policía institucional o privado: en muchos casos, éste quedó en segundo plano o simplemente desapareció. Hoy en este género no es indispensable que exista el policía. Más allá de la opinión que se tenga acerca de los “guardianes del orden” —seres repudiados en muchas sociedades— lo que subsiste en esta literatura es el hecho delictivo, sin el cual no hay posibilidad de género. Subsisten la transgresión, el apropiamiento indebido, la violación de la ley, la supresión de la vida ajena, etcétera, y existen encarnados en personajes cada vez más exóticos, impuros, maniqueos, es decir, hijos de la realidad social en que se desenvuelven.
    Vázquez de Parga atina cuando analiza la historia de este género y descarta que se incluyan obras anteriores a la revolución industrial, desde la Biblia hasta Don Quijote o La Odisea, justamente porque “les falta el sentido de género” que solo surge a partir de los pocos pero fundamentales textos de Poe. Allí aparecen los componentes capitales: el crimen como punto neurálgico de la narración; y consecuentemente la persecución e investigación para esclarecer el delito. La novela de crimen, o de delito como quizá sea mejor llamarla, es formalmente una narración, por contenido una ficción y por su temática específica un reflejo de las transgresiones a las leyes penales de una sociedad. Por esta especificidad, no hay novela negra si no hay delito (asesinato, secuestro, robo, extorsión, corrupción, violación, etc.) Las formas que adquiere la narración son variadas: hay novelas de persecución, de detección pura, de investigación. Según Vázquez de Parga todas ellas no pretenden más que divertir y entretener a los lectores, pero esa es una idea discutible porque aunque es cierto que ninguna literaura tiene por qué ser instrumento para la crítica social es un hecho que muchos lectores encuentran en este género algo más que un mero entretenimiento.
    La revisión de sociedades clasistas donde la violación del orden establecido conlleva la necesidad de una sanción, o de un castigo, sugiere que también este género es una “literatura de la seguridad”, porque discurre “entre los poderosos, que son quienes han corrompido el sistema, quienes pueden vengar sus afrentas y quienes pueden mantener sus rivalidades”. Es decir, el tema del poder que originalmente planteó Hammett.
    Otra cuestión interesante se refiere a la simpleza ética de la novela policial: la lucha del “bien” contra el “mal”, definidos estos términos según la ideología dominante en cada sociedad. En este sentido la simpleza ha hecho, según Vázquez de Parga, que se tache al género de “reaccionario, en cuanto que no aboga por un proceso social sino por la estabilidad y conservación de las instituciones existentes”. Por eso mismo, dice, “es un alegato en favor del individualismo. La justicia y el orden solo se restablecen a nivel individual”. Al margen de gustos, esto es el resultado de un hecho fundamental: “el crimen, a su vez, es fruto de la libertad individual, en el sentido de que el individuo es potencialmente libre de delinquir o no”. Claro que si esta característica es determinante, no es la única. La novela policial es también un escenario en el que las sociedades se expresan a través del antagonismo entre héroe y canalla, entre “bueno” y “malo", a veces con la intervención destacada del tercer elemento del género: la víctima.
    El detective, el criminal y la víctima, pues, como trilogía básica del género, han sido elementos mucho más dúctiles que el crimen mismo. La literatura policial moderna responde más a las características de sus protagonistas que a las variaciones delictivas o los modos de consumación. Dentro de los mitos que analiza Vázquez de Parga, figuran como más destacados los primeros —sean policías o investigadores privados— porque a partir de ellos se desarrollaron al máximo las posibilidades expresivas del género. Por razones de amenidad, dice, los escritores de este género han dotado a sus detectives de características propias diferenciales. Las singularidades son infinitas, y algunas tan exóticas e inverosímiles que nació de ellas “una especie de fetichismo que ha contribuido en gran medida a su mitificación”.
    Desde la afición a las drogas y al violín que caracterizan a Sherlock Holmes, las peculiaridades pasaron a ser en muchos casos insólitas: la ceguera de Max Carrados, el ascetismo inclaudicable de Phillip Marlowe, la violencia y el machismo de Mike Hammer, la negritud de Toussaint Moore y de los personajes de Chester Himes, por citar solo unos casos. Pero las singularidades literarias, como en la vida misma, no tienen límites: en este género hay detectives enanos, homosexuales, cojos, cocineros, casados, solterones, divorciados; los hay que cultivan rosas, ajedrecistas, alcohólicos, veteranos de guerra, coleccionistas de cuadros y —no podía ser de otra manera— aficionados a la novela policial. Los hay de 140 kilos como Nero Wolfe, los hay pequeños como los jockeys del inglés Dick Francis, los hay judíos y musulmanes y también hay los que son mujeres y de todo calibre. Abundan los solitarios y los neuróticos. Y hay los que tienen asistentes y amigos que los acompañan en sus aventuras, como los hay enamoradizos, románticos y brutales. Los hay chinos, mexicanos, brasileños, argentinos, catalanes, indonesios; los hay corruptos y honestos. Hay tantos tipos como autores, y más: hay tantos como ofrece la naturaleza humana.
    En cuanto al segundo protagonista, el criminal, Vázquez de Parga dice que en la medida en que el realismo se hizo presente en el género se agotaron las posibilidades del viejo ladrón romántico de guante blanco. Apareció entonces el gángster “como símbolo de la nueva delincuencia organizada”, pero también, en ocasiones, convertido en héroe. Porque si la atmósfera social opresora y brutal aplasta a las víctimas y desespera a los detectives, es lógico que también haga a los delincuentes “víctimas de las circunstancias sociales en una larga autopersecución hacia el crimen".
    En este sentido, hay personajes como el inefable Moriarty —el acérrimo enemigo de Holmes— o el policía devenido criminal de 1280 almas, de Jim Thompson. Y así también los personajes de Brewer, Williams o Runyon, por citar algunos, son seres comunes llevados por las circunstancias a convertirse en sujetos abominables pero literariamente fascinantes. Por ejemplo, el personaje de Un asesino anda suelto, de Brewer, o el incalificable loco de Síndrome fatal, de Richard Neely.
    Por último está la víctima, protagonista en cierto modo inmitificable, según este autor, pero que adquiere entidad en algunas pocas obras en la que no es el criminal quien sufre la persecución. En estas “novelas de la víctima” la amenaza del crimen se prolonga hasta las últimas páginas.
    Semejante variedad da lugar a un buen lote de subgéneros que Vázquez de Parga también analiza y que corresponden a los diversos momentos por los que atravesó el desarrollo de esta literatura. Según este autor hay tres etapas fundamentales: 1) la novela de aventuras criminales, con cierta protesta social y enigmas difusos; 2) la novela de detección pura, con un enigma como centro de la narración y solución casi matemática, en el sentido de desafío al ingenio del lector; y 3) la novela de acción, en la que “la intriga sale a la calle y se enfrenta a la realidad”. Aspecto este último que ha llevado a muchos a querer ver en esta literatura propósitos ideológicos que ya fueron desmentidos por autores calificados como Chandler o Ross MacDonald, y sobre todo por los textos. Lo cual no implica descartar un cierto sentido subyacente de crítica social, especialmente en algunas novelas de Hammett, Himes o Thompson, acaso los únicos que pudieron tener conscientemente tal propósito.
    Luego, Vázquez de Parga se ocupa específicamente de los "mitos del enigma”, donde contiene a los herederos de Holmes: innovadores como el abogado criminalista John Thorndyke (de Richard Freeman) o el Padre Brown (de Chesterton), para desembocar en la plenitud de la novela de enigma con Agatha Christie, Dorothy L. Sayers y Margery Allingham. Solo al final se ocupa de la moderna novela negra, verdadero plato fuerte del libro.
    Y aunque después repasa velozmente la escuela francesa que se inicia en los años 30 y da un breve informe del género en Suiza, Holanda, Suecia y España, ignora completamente la larguísima producción latinoamericana. América Latina, para Vázquez de Parga, no existía, ya entonces, ni siquiera como curiosidad y a despecho de que el género se tradujo y frecuentó bastante antes o a la par que en España.

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