sábado, 28 de mayo de 2016

J.Méndez-Limbrick. Novela. Mariposas Negras para un Asesino.


Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un asesino. Premio UNA-Palabra 2004. Cuarta Reimpresión 2015.
A las últimas palabras de don Julián aparecía  el joven con un pequeño carro con licores, una fuente con hielo y algunas botellas para las mezclas. En aquel momento,  - desde las frases del octogenario y la llegada del joven -, Henry se sintió el hombre más estúpido sobre la faz de la Tierra: ridiculizado por los dos morgueros... sintió  cómo la cara se encendía de cólera para dar paso  a un frío intenso que invadía el cuerpo.
Pero, también se dijo que ¿quién era él para ingresar a un submundo al que no era llamado, sino que por azar llegaba?
-Nosotros, lo de siempre Adriano, respondieron al unísono Oscar y Juancho a la pregunta de don Julián.
-A mí, no, por favor, Adriano me da un brandy. La verdad con esta noche – sentenció Casasola Brown  enroscándose más que nunca en la semipenumbra de la habitación -, lo mejor es calentar los huesos.
- Ultimo aviso, don Henry, ¿ whisky,  brandy, vodka, vino?- reiteró don Julián.
- En confianza, doctorcito, en confianza, adelantó a decir el Efebo.
- Whisky, sí,  whisky, creo que me caería bien un whisky.
-¿En las rocas, con agua, o con club soda?- preguntó el joven en actitud expectante.
-En las rocas, gracias.
Don Julián o su rostro quiso salir de la semipenumbra, pero la misma oscuridad lo retenía como a un prisionero. Prisionero de las sombras y de sí mismo Casasola Brown continuó con su voz  grave:
-Mire, don Henry, a estos muchachos yo los quiero como si fueran mis hijos. Porque entiendo su trabajo cruel, devastador que es el oficio de morguero, porque es el oficio de la muerte después de la muerte. ¡Ahhh y que no me vengan a decir los patólogos que ellos si les toca la parte fea: las disecciones! ¡Nooo, que vaaa, esa no es la parte fea!, ¿sabe don Henry cuál es la parte dolorosa? ¿lo sabe señor De Quincey? El eterno monólogo con los muertos... la soledad  a la una o dos de la mañana con  estos hombres, mujeres o niños, porque también los niños se mueren. Esa es la parte devastadora del trabajo. Por eso, yo entiendo las bromas pesadas a que son blanco fácil algunas personas y...  perdónelos, porque creo que usted ha sido el último de ellas.
Casasola Brown, el octogenario, el hombre afable, encendió un cigarro, hizo una pausa y prosiguió con su voz  grave:
- Oscar, no me vas a decir que también le contaste a don Henry De Quincey la famosa historia que siempre contás de la chica muerta en el Hospital San Juan de Dios, y que lenguas malintencionadas se encargaron de propalar...
Henry tembló, quería que su cuerpo no tiritara de frío, pero no lo podía evitar.
A las últimas frases de don Julián, Henry miró al Efebo.
El Efebo agachó la cabeza, no porque estuviera avergonzado por lo que adivinaba aquel viejo y de la historia contada, no, bajaba la cerviz porque era indudable que la mirada de Henry era de pocos amigos.
Se hizo un silencio, más allá de los ventanales se oía el viento rasgar los cipreses.
- Le repito, “es un juego” como acostumbran decir estos dos buenos muchachos que yo quiero como si fueran mis hijos que nunca tuve. Porque como le comentaba...  ellos serán mis herederos. ¿A quién más les iba a dejar mi fortuna, si no tengo familia?
Hizo un impasse Casasola, dejó escapar el humo del cigarro y  su brasa ardió como un corazón que bombeara sangre, continuó:
-¿Que si tengo conocimiento de las fotografías?Así es, pero eso no es nada don Henry, es una piedra, es un escollo en el camino que se da y punto.
Nosotros sabemos - y no se ofenda - que su visita obedece a otros derroteros y que usted no es un fanático de la necrofilia. ¡Nooo, por favor! Por supuesto que no. También hago la advertencia que nosotros tampoco lo somos (fanáticos de la necrofilia). Sí estamos conscientes que  hurgamos en los mismísimos límites de lo lúdico y lo macabro. Escuche, don Henry... lo de las fotografías y que yo tuviera sexo con una jovencita muerta son invenciones, personas sin escrúpulos que manchan el nombre o la reputación de una persona sin el menor pudor. ¿Sexo?,  jamás, además,   no se puede llamar sexo tener acceso carnal con una muerta... ignorantes eso no es ni sexo ni violación,  eso se llama profanación de cadáver-  argumentó Casasola -.
Henry miró a los dos morgueros: estaban como dos estatuas con las  cabezas bajas escuchando a su protector don Julián.
- Mi renuncia del Nosocomio del San Juan de Dios, lo hice por problemas personales y laborales con mi jefe superior inmediato, un patólogo de apellido De la Fuente, y punto. La historia negra se vino conmigo al Organismo de Investigaciones Criminales, a la Morgue Judicial. ¿Quién la propaló? No me interesa ya saber quién o quiénes fueron. Tuve mis sospechas y como no tenía pruebas fehacientes... Incluso estos muchachos- y pronunció la frase apuntando con su mano temblorosa y con el cigarro en ella a Juancho y a Oscar - creyeron la historia al principio. Pero, al conocer la verdad, “mi verdad”  reafirmamos la historia, queríamos devolverle a la sociedad que injustamente me endilgaba una mentira con otra mentira. Además, para esa época estaba próximo a recibir la herencia de mi abuelo materno.
¡Ah, perdón, creo que me he desviado de mi comentario inicial, don Henry!
Terminando la frase y de inmediato apuntaló Henry con un tono suave, nervioso:
- No, por favor don Julián, puede ser sincero conmigo en lo que desee.
- Le decía que nosotros sabemos que usted ha venido aquí, a mi casa por la investigación... por los homicidios.
Henry calló, estaba sorprendido en parte y  en parte no.
Reflexionó con rapidez. Los pensamientos  invadieron su cerebro como una corriente eléctrica: era probable que la fuga de información fuera del Organismo de Investigaciones Criminales  y de allí llegara hasta los  morgueros, que él estaba tras la pista del asesino, de La Sombra.
De nuevo escuchó al octogenario.
- Probablemente usted ha pensado que si nosotros teníamos este tipo de prácticas necrófilas, debíamos de saber “algo” sobre los homicidios, ¿estoy en lo correcto don Henry?
Antes de contestar a estas preguntas y otras más que usted es posible se haga déjeme contarle algo de mi vida.
Henry había acabado el trago de  whisky y antes que  pusiera el vaso  sobre la mesita de los licores, don Julián lo invitó a servirse de nuevo  mientras escuchaba su historia.
Ahora en el ambiente se filtraba el frío, no importaba que en la chimenea crepitaran los leños.
Henry escuchó la respiración de Casasola: lenta, pausada.
Fuente: Editorial EUNA.

viernes, 27 de mayo de 2016

J.Méndez-Limbrick. Novela: Mariposas Negras para un Asesino.

FRAGMENTO. NOVELA. Mariposas Negras para un Asesino.
Cuarta Reimpresión 2015. Premio UNA-Palabra 2004.
"...El cuarto de don Julián, daba la impresión que había sido acondicionado para habitación de dormir más que dormitorio funcional. En penumbra la cama de don Julián estaba a un lado del cuarto, y en oposición a la cama una chimenea daba cierto calorcillo al lugar. A diferencia de las otras partes de la casa el cuarto de don Julián – y a pesar de ser igualmente de mármol - mantenía cierta tibieza.
En medio del gran dormitorio Henry miró una mesa de cristal con sus patas de bronce en donde se hallaba un reloj de arena. Encima de la mesa y en caída perpendicular una poderosa luz amarilla parecía aprisionar el reloj y el tiempo que en sus granos dorados iba desgranando segundo a segundo. Al fondo, una puerta corrediza de madera y cristal daba acceso a un extenso jardín interior con una pequeña cascada y un surtidor. La fuente estaba custodiada por dos sátiros en bronce próximos a desnudar a una ninfa. Los límites del jardín terminaban en unas gigantescas tapias cubiertas por una hiedra de donde daba inicio la cascada. Y aunque el jardín estaba iluminado no dejaba de inspirar cierto temor cada vez que el viento golpeaba con cierta insistencia la puerta de cristal y madera evitando que su aliento frío usurpara la habitación.
- Tomen asiento- interpeló don Julián.
- Don Julián, aquí le traemos a un nuevo miembro del club... para que lo conozca -señaló el Efebo - mientras los tres tomaron asiento en semicírculo a varios metros de la cama del octogenario.
- Hermosa casa- comentó Henry- levantándose y tratando de llegar hasta donde el anciano para estrechar su mano y pronunciaba su nombre. - Gracias - contestó don Julián - y con voz amable y enérgica le decía a De Quincey, que no se molestara en moverse de donde estaba. 
Henry no sabía si el anciano decía que : “no se levantara” por amabilidad o porque no quería salir de las sombras que cubrían parcialmente su cama y su cuerpo.
- Los objetos inanimados tienen su encanto, ¿no cree usted? Son primos hermanos del silencio - exclamó don Julián, al mirar la curiosidad de Henry quien observaba el busto en mármol de Sófocles. La enorme silueta se acomodó en la cama, continuó:
-Me dijeron los muchachos por teléfono que usted tenía particular interés en conocerme... que usted estaba interesado en mirar ciertos álbumes que... ¡ahhh... estos muchachos con sus bromas..! porque usted jamás podría pensar en realidad que existen los álbumes, ¿verdad? 
Sorpresa. La última frase de don Julián llegaba a los oídos de su interlocutor como lo inesperado. Un frío y un olor a flores penetrante perturbó el ambiente. Henry se sintió ridículo ante los dos hombres, que ahora los miraba y simplemente en silencio se encogían de hombros en un acto de aceptación a las palabras del señor de la mansión.
Un nuevo latigazo se escuchó en el silencio, era la voz de don Julián:
- Don Henry, está usted en su casa... ¿scotch o ron... o desea usted algo más fuerte... brandy... para calentar el cuerpo? 
A las últimas palabras de don Julián aparecía el joven con un pequeño carro con licores, una fuente con hielo y algunas botellas para las mezclas. En aquel momento, - desde las frases del octogenario y la llegada del joven -, Henry se sintió el hombre más estúpido sobre la faz de la Tierra: ridiculizado por los dos morgueros... sintió cómo la cara se encendía de cólera para dar paso a un frío intenso que invadía el cuerpo.
Pero, también se dijo que ¿quién era él para ingresar a un submundo al que no era llamado, sino que por azar llegaba?
-Nosotros, lo de siempre Adriano, respondieron al unísono Oscar y Juancho a la pregunta de don Julián.
-A mí, no, por favor, Adriano me da un brandy. La verdad con esta noche – sentenció Casasola Brown enroscándose más que nunca en la semipenumbra de la habitación -, lo mejor es calentar los huesos.
- Ultimo aviso, don Henry, ¿ whisky, brandy, vodka, vino?- reiteró don Julián.
- En confianza, doctorcito, en confianza, adelantó a decir el Efebo.
- Whisky, sí, whisky, creo que me caería bien un whisky.
-¿En las rocas, con agua, o con club soda?- preguntó el joven en actitud expectante.
-En las rocas, gracias.
Don Julián o su rostro quiso salir de la semipenumbra, pero la misma oscuridad lo retenía como a un prisionero. Prisionero de las sombras y de sí mismo Casasola Brown continuó con su voz grave:
-Mire, don Henry, a estos muchachos yo los quiero como si fueran mis hijos. Porque entiendo su trabajo cruel, devastador que es el oficio de morguero, porque es el oficio de la muerte después de la muerte. ¡Ahhh y que no me vengan a decir los patólogos que ellos si les toca la parte fea: las disecciones! ¡Nooo, que vaaa, esa no es la parte fea!, ¿sabe don Henry cuál es la parte dolorosa? ¿lo sabe señor De Quincey? El eterno monólogo con los muertos... la soledad a la una o dos de la mañana con estos hombres, mujeres o niños, porque también los niños se mueren. Esa es la parte devastadora del trabajo. Por eso, yo entiendo las bromas pesadas a que son blanco fácil algunas personas y... perdónelos, porque creo que usted ha sido el último de ellas.
Casasola Brown, el octogenario, el hombre afable, encendió un cigarro, hizo una pausa y prosiguió con su voz grave:
- Oscar, no me vas a decir que también le contaste a don Henry De Quincey la famosa historia que siempre contás de la chica muerta en el Hospital San Juan de Dios, y que lenguas malintencionadas se encargaron de propalar...
Henry tembló, quería que su cuerpo no tiritara de frío, pero no lo podía evitar.
A las últimas frases de don Julián, Henry miró al Efebo.
El Efebo agachó la cabeza, no porque estuviera avergonzado por lo que adivinaba aquel viejo y de la historia contada, no, bajaba la cerviz porque era indudable que la mirada de Henry era de pocos amigos.
Se hizo un silencio, más allá de los ventanales se oía el viento rasgar los cipreses.
- Le repito, “es un juego” como acostumbran decir estos dos buenos muchachos que yo quiero como si fueran mis hijos que nunca tuve. Porque como le comentaba... ellos serán mis herederos. ¿A quién más les iba a dejar mi fortuna, si no tengo familia?
Hizo un impasse Casasola, dejó escapar el humo del cigarro y su brasa ardió como un corazón que bombeara sangre, continuó:
-¿Que si tengo conocimiento de las fotografías?Así es, pero eso no es nada don Henry, es una piedra, es un escollo en el camino que se da y punto.
Nosotros sabemos - y no se ofenda - que su visita obedece a otros derroteros y que usted no es un fanático de la necrofilia. ¡Nooo, por favor! Por supuesto que no. También hago la advertencia que nosotros tampoco lo somos (fanáticos de la necrofilia). Sí estamos conscientes que hurgamos en los mismísimos límites de lo lúdico y lo macabro. Escuche, don Henry... lo de las fotografías y que yo tuviera sexo con una jovencita muerta son invenciones, personas sin escrúpulos que manchan el nombre o la reputación de una persona sin el menor pudor. ¿Sexo?, jamás, además, no se puede llamar sexo tener acceso carnal con una muerta... ignorantes eso no es ni sexo ni violación, eso se llama profanación de cadáver- argumentó Casasola -.
Henry miró a los dos morgueros: estaban como dos estatuas con las cabezas bajas escuchando a su protector don Julián.
- Mi renuncia del Nosocomio del San Juan de Dios, lo hice por problemas personales y laborales con mi jefe superior inmediato, un patólogo de apellido De la Fuente, y punto. La historia negra se vino conmigo al Organismo de Investigaciones Criminales, a la Morgue Judicial. ¿Quién la propaló? No me interesa ya saber quién o quiénes fueron. Tuve mis sospechas y como no tenía pruebas fehacientes... Incluso estos muchachos- y pronunció la frase apuntando con su mano temblorosa y con el cigarro en ella a Juancho y a Oscar - creyeron la historia al principio. Pero, al conocer la verdad, “mi verdad” reafirmamos la historia, queríamos devolverle a la sociedad que injustamente me endilgaba una mentira con otra mentira. Además, para esa época estaba próximo a recibir la herencia de mi abuelo materno. 
¡Ah, perdón, creo que me he desviado de mi comentario inicial, don Henry!
Terminando la frase y de inmediato apuntaló Henry con un tono suave, nervioso:
- No, por favor don Julián, puede ser sincero conmigo en lo que desee.
- Le decía que nosotros sabemos que usted ha venido aquí, a mi casa por la investigación... por los homicidios.
Henry calló, estaba sorprendido en parte y en parte no. 
Reflexionó con rapidez. Los pensamientos invadieron su cerebro como una corriente eléctrica: era probable que la fuga de información fuera del Organismo de Investigaciones Criminales y de allí llegara hasta los morgueros, que él estaba tras la pista del asesino, de La Sombra.
De nuevo escuchó al octogenario.
- Probablemente usted ha pensado que si nosotros teníamos este tipo de prácticas necrófilas, debíamos de saber “algo” sobre los homicidios, ¿estoy en lo correcto don Henry?
Antes de contestar a estas preguntas y otras más que usted es posible se haga déjeme contarle algo de mi vida.
Henry había acabado el trago de whisky y antes que pusiera el vaso sobre la mesita de los licores, don Julián lo invitó a servirse de nuevo mientras escuchaba su historia.
Ahora en el ambiente se filtraba el frío, no importaba que en la chimenea crepitaran los leños.
Henry escuchó la respiración de Casasola: lenta, pausada".

jueves, 26 de mayo de 2016

J.Méndez-Limbrick. Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino.


(Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino. Cuarta reimpresión 2015. Premio UNA-Palabra 2004).
- Este don Julián está en todas- exclamó Juancho-, de seguro estaba hace rato esperándonos y nos ha visto con una de las cámaras de circuito cerrado que tiene al frente del portón  principal.
Henry  no hizo ningún comentario: en efecto, pudo mirar en la entrada de la mansión unos muros de piedra  con varios metros de altura que terminaban en unas puntas de lanza de hierro listas para empalar a cualquier intruso que tuviera la idea de traspasar sus límites. Las cámaras de televisión estaban a ambos lados de la puerta principal.
Aceleró el carro y prosiguieron por espacio de unos quinientos metros hasta que se divisó la enorme mansión. Llegaron al pórtico, la puerta se abrió y un joven de escasos veintisiete años les hizo saber que don Julián  estaba esperando en su dormitorio.
La mansión era tan  grande como se miraba por fuera. Su estilo se aproximaba a la construcción de un templo griego. Lo primero que  llamó la atención  a Henry fue su gran luminosidad.  La mansión era de mármol gris pálido y de colores cremas,  contrario a lo que se había imaginado: oscura y de contraluces.
En el recibidor  el piso de mármol estaba adornado por un mosaico con figuras de tres delfines que seguían las naves de Odiseo.  Cuando ingresaron al primer salón,  Henry observó al lado de un gran espejo un óleo en donde  Belerofonte mata a la Quimera...
Avanzaron a otro  salón  en medio de gruesas cortinas de muselina color añil. El  salón estaba iluminado de una luz  azul que se hacía más densa por  el  mármol blanco  que cubría las paredes  y  cielo raso  imitando a un mar áreo. A Henry, le llamó la atención que, a excepción del  cuadro mural de la entrada, en el salón no colgaban pinturas, sino que una  biblioteca estaba empotrada en las paredes, donde en un rincón se hallaban dos búhos en mármol negro de tamaño natural  que la custodiaban.
Siguieron la caminata, el joven andaba de primero sirviendo de guía entre los pasadizos, de segundo iba Juancho, de tercero Oscar y de último Henry.
Mientras caminaban Henry  se abrochaba el saco y de vez en vez con la mano derecha tocaba la Beretta, para asegurarse estuviera en su lugar dándole cierta tranquilidad.
Después de pasar por el Salón Azul, el joven dobló hacia la derecha y  comenzaron a recorrer un  zaguán de unos cien metros de largo. El color de la luz varió  y la luz que los rodeaba ahora era púrpura. Miró al suelo: varios mosaicos narraban pasajes de la Ilíada desde el rapto de Helena hasta las honras fúnebres a Patrocolo.  Un detalle que le interesó a Henry era que en algunos tramos del  zaguán varias estatuas de mármol de tamaño natural eran alusivas a los dioses y héroes de la mitología griega, fue imposible no recordar a Fidias y Praxíteles.
-No se preocupe, doctorcito, - comentó  Juancho a mitad del zaguán de las estatuas -, a este lugar le llamamos Oscar y yo “el túnel”, siempre le hemos comentado a don Julián que mejor ilumine este pasillo con otro color; pero don Julián nos dice que la gracia está en contemplar con este color púrpura las estatuas... en fin...
Y antes que tocara la puerta o que el joven avisara la llegada, se oyó una voz gruesa  de tenor que decía:
-¡Adelante, adelante, está abierto!

Jorge Luis Borges (1899 - 1986) y Adolfo Bioy Casares El Paraiso de los Creyentes (1967).


Jorge Luis Borges (1899 - 1986) y Adolfo Bioy Casares
El Paraiso de los Creyentes (1967)
PRÓLOGO

Los dos films que integran este volumen [ el otro es Los Orilleros ] aceptan o quisieron aceptar las diversas convenciones del cinematógrafo. No nos atrajo al escribirlos un propósito de innovación: abordar un género e innovar en él nos pareció excesiva temeridad. El lector de estas páginas hallará, previsiblemente, el boy meets girl y el happy ending o, como ya se dijo en la epístola al "magnífico y victorioso señor Cangrande della Scala " el tragicum principium et comicum finem, las peripecias arriesgadas y el feliz desenlace. Es muy posible que tales convenciones sean deleznables; en cuanto a nosotros, hemos observado que los films que recordamos con más emoción —los de Sternberg, los de Lubitsch— las respetan sin mayor desventaja.

También son convencionales estas comedias en lo que se refiere al carácter del héroe y de la heroína. Julio Morales y Elena Rojas, Raúl Anselmi e Irene Cruz, son meros sujetos de la acción, formas huecas y plásticas en las que puede penetrar el espectador, para participar así en la aventura. Ninguna marcada singularidad impide que uno se identifique con ellos. Se sabe que son jóvenes, se entiende que son hermosos, decencia y valentía no les falta. Para otros queda la complejidad psicológica. En Los orilleros tendríamos al infortunado Fermín Soriano; en El paraíso de los creyentes, a Kubin.

El primer film corresponde a las postrimerías del siglo xrx; el segundo, más o menos a nuestra época. Ya que el color local y temporal sólo existe en función de diferencias es infinitamente probable que el del primero sea más perceptible y más eficaz. En 1951 sabemos cuáles son los rasgos diferenciales de 1890; no cuáles serán, para el porvenir, los de 1951. Por otra parte, el presente nunca parecerá tan pintoresco y tan conmovedor como el pasado.

En El paraíso de los creyentes el móvil esencial es el lucro; en Los orilleros, la emulación. Esta última circunstancia sugiere personajes moralmente mejores; sin embargo, nos hemos defendido de la tentación de idealizarlos y, en el encuentro del forastero con los muchachos de Viborita, no faltan, creemos, ni crueldad ni bajeza. Por cierto que ambos films son románticos, en el sentído en que lo son los relatos de Stevenson. Los informa la pasión de la aventura y, aCaso, un lejano eco de epopeya. En El paraíso de los creyentes, a medida que progresa la acción, el tono romántico se acentúa; hemos juzgado que el arrebato propio del fin puede paliar ciertas inverosimilitudes que al principio no serían aceptadas.

El tema de la busca se repite en las dos películas. Quizá no huelgue señalar que en los libros antiguos, las buscas eran siempre afortunadas; los argonautas conquistaban el Vellocino y Galahad, el Santo Grial. Ahora, en cambio, agrada misteriosamente el concepto de una busca infinita o de la busca de una cosa que, hallada, tiene consecuencias funestas. K..., el agrimensor, no entrará en el castillo y, la ballena blanca es la perdición de quien la encuentra al fin. En tal sentido, Los orilleros y El paraíso de los creyentes no se apartan de las modalidades de la época.

En contra de la opinión de Shaw, que sostenía que los escritores deben huir de los argumentos como de la peste, nosotros durante mucho tiempo creímos que un buen argumento era de importancia fundamental. Lo malo es que en todo argumento complejo hay algo de mecánico; los episodios que permiten y que explican la acción son inevitables y pueden no ser encantadores. El seguro y la estancia de nuestros films corresponden, ay, a esas tristes obligaciones.

En cuanto al lenguaje, hemos procurado sugerir lo popular, menos por el vocabulario que por el tono y la sintaxis.

Para facilitar la lectura hemos atenuado o borrado ciertos términos técnicos del "encuadre" y no mantuvimos la redacción a dos columnas.

Hasta aquí, lector, las justificaciones lógicas de nuestra obra. Otras hay, sin embargo, de índole emocional; sospechamos que fueron más eficaces que las primeras. Sospechamos que la última razón que nos movió a imaginar Los orilleros fue el anhelo de cumplir de algún modo, con ciertos arrabales, con ciertas noches y crepúsculos, con la mitología oral del coraje y con la humilde música valerosa que rememoran las guitarras.

J.L.B.-A.B.C.

Buenos Aires, 11 de diciembre de 1951
o quizás 20 de agosto de 1975.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Dos Fantasías Memorables (1946). Borges y Bioy Casares.


Jorge Luis Borges (1899 - 1986) con Adolfo Bioy Casares
(con el seudónimo H. Bustos Domecq)

Dos Fantasías Memorables (1946)
Indice
-------------------------------------------------
El Testigo
El Signo
-------------------------------------------------
EL TESTIGO
Isaías, VI, 5.

—Dice bien, Lumbeira. Hay espíritus netamente recalcitrantes, que prefieren una porción de cuentos que hasta el Nuncio bosteza cuando los oye por milésima vez, y no un debate mano a mano sobre un temario que no trepido en calificar de más elevado. Usted abre la boca, que por poco se desnuca, para emitir un fallo fenómeno sobre la inmortalidad del cangrejo y antes que se le ganen las moscas le meten la empanada de un cuento que si usted lo oye no lo pescan más en esa lechería. Hay gente que no sabe escuchar. Ni chiste, viejito, mientras me mando otro completo a bodega, que si no me apura voy a facilitarle un caso concreto que si usted no se cae de espaldas, será porque cuando le dieron vuelta el sobretodo usted estaba adentro. Por muy doloroso que sea reconocerlo —y me animo a hablar, porque de usted se dirá con toda justicia que ni bañado con pasta Johnston, pero no que no es argentino— hay que gritar como un destetado que en materia lombricidas la República ha dado un paso atrás que no contribuirá a colocarla en una situación auspiciosa. Otro gallo me cantaba cuando mi yerno se infiltró bajo el ala del nepotismo en el Instituto de Previsión "Veterinarias Diogo" y, con una paciencia de preso, abrió una sólida brecha en el frente único que vuelta a vuelta no se dejaba de materializar a la sola mención de mi nombre. Es lo que siempre le repito al Lungo Cachaza —el Tigre de la Curia, usted sabe—, hay cada atrabiliario que con tal de remover la mugre saca a relucir chimentones que tienen bien ganado su nicho junto al Tatú Gigante: historias que ya son del dominio público, verbigracia la vuelta que me multaron cuando el decomiso de atún o aquel traspié de las partidas de defunción para la Maffia Chica de Rafaela. Ah tiempos, me bastaba con apretar el fierrito de mi Chandler 6, para presentar un cuadro completo del despertador desarmado y reírme hasta quedar sin emplomaduras de los mecánicos de tierra adentro que acudían como moscas con el espejismo de poner en forma carromato. Otras vueltas hacían el gasto los cuarteadores, que Sudaban como sus patas para desatascarme del barro blanco cuando no de una banquina en proyecto. Aquí caigo y aquí levanto, yo sabía arrastrarme en un circuito de ochocientos kilómetros, que no aceptaban los restantes colegas, ni con el cuento de participar en la tómbola de las obras del viejo Palomeque. Como avanzada del progreso que siempre he sido, mi cometido era pulsar blandito el mercado en vista de nuestro nuevo departamento que abarcaba el piojo de los porcinos y que no era otra cosa que nuestro viejo amigo el Polvo de Tapioca Envasado.

Con el pretexto de la inexplicable enterecolitis que diezmó el acervo porcino en faja del sudoeste bonaerense, le tuve que decir chaucito al Chandler, a medio recolectar en Leubuco y, confundido con la nube de energúmenos apalabrados para rellenarme hasta el punto de empaste con polvo de tapioca, pude formar en una de las cuadrillas veterinarias y ganar sano y salvo los perímetros de Puán. Mi lema siempre ha sido que zona donde el hombre al día es un luchador inteligente que da al porcino la medicina y el alimento racional que éste exige para su más elevado rinde en jamón libre de grasa y hueso —el Piojicida Diogo y la Cementina Vitaminizada Diogo, digamos— reviste a la primer ojeada contornos optimistas, alentadores. Sin embargo, como esta vuelta no reportaría nada engrupido como a un miserable contribuyente, usted me creerá si le pinto con el brochazo más renegrido el cuadro que brindaba la campaña al observador atribulado, a la hora en que el ocaso se perdía entre los pajonales, por el hedor casi repugnante de tanto chancho muerto.

Aprovechando que hacía un frío que a uno se le paspaba el umbligo, a lo que agregue usted el ambo de brin, menos el saco que un Duroc-Jersey se lo puso en los últimos estertores de la agonía y el guardapolvo disfraz que lo cedí, a cambio de un acarreo de mi persona en su camioneta rural, a un agente de la Saponificadora Silveyra, que hacía su agosto cargando grasa de osamenta, me colé en el Hotel y Fonda de Gouveia, donde pedí un completo bien calentito que el sereno satisfizo, alegando que a todo esto ya serían las nueve pasadas, con una soda Sifonazo a una temperatura que resultaba francamente inferior. Trago va, chucho viene, me las compuse para sonsacar al sereno, que era uno de esos mudos que cuando se sueltan a hablar tienen más bocas que la desgranadora a plazos Diogo, la hora aproximativa del primer tren carreta a Empalme Lobos. Ya me entonaba de que sólo me restaban ocho horas de santa espera, cuando un chiflón me dio vuelta como una media y era una hendija que se abría para que entrara ese panzón de Sampaio. No se mande la parte que no lo identifica a ese gordo, porque me consta que Sampaio no es delicado y se da con cualquier basura. Ancló en la misma mesa de mármol donde yo estaba tiritando y debatió media hora con el sereno las ventajas de un chocolate con vainillas versus un bol de caldo gordo, dejándose a las cansadas convencer en favor del primero, que el sereno, a su modo, interpretó sirviéndole una soda Sifonazo. Por aquel invierno Sampaio, con un pajizo hasta el cogote y un saquito rabón, había encontrado un cauce proficuo para su comezón literaria y redactaba con letra firulete una listita kilométrica de criadores, invernadores y reproductores de cerdos, para una edición refundida de la Guía Lourenzo.

Así, mientras acurrucados junto al termómetro, nos castañeteaban los postizos, miramos ese recinto desmantelado y oscuro —piso de baldosas, columnas de fierro, el mostrador con la máquina del express— y recordamos tiempos mejores cuando pugnábamos por deshancarnos mutuamente ante la clientela y andábamos por esos terragales de San Luis mascando tierra, que cuando regresábamos al Rosario la limpiadora de alfombras se atascaba. El gordo, por más que oriundo de la nación de no sé qué república tropical, es un panza relámpago y me quiso regalar el espíritu con la lectura de su elucubración en libretas; yo, los primeros tres cuartos de hora, me hacía el chiquito y mantenía a todo vapor el cacumen con la ilusión de que esos Ábalos y Abarrateguis y Abatimarcos y Abbagnatos y Abbatantuonos eran firmas que operaban dentro de mi radio de acción, pero muy pronto Sampaio se deschavetó con la indiscreción de que eran criadores del noroeste de la provincia, zona interesante por la densidad demográfica, eso sí, pero desgraciadamente absorbida por la propaganda innocua y oscurantista de la competencia. ¡Mire que hace años que yo me lo sabía de memoria al gordo Sampaio y nunca se me había pasado por la testoni que ahí, entre tanta grasa, hubiera todo un plumífero de garra y fuste! Agradablemente sorprendido aproveché con toda agilidad el perfil ilustrado que iba tomando nuestro chamuyo y con una zancadilla que en su más garufiante juventud me envidiara el P. Carbone, desvié el temario hacia los Grandes Interrogantes con la idea fija de zampar de cabeza a ese panzón valioso en la Casa del Catequista. Resumiendo grosso modo las directrices de una canillita golazo del P. Fainberg, lo dejé mormoso con la pregunta de cómo el hombre, que viaja como un tren de ferrocarril entre una y otra nada, puede insinuar que son puro infundio y macana lo que sabe hasta el último monaguillo sobre los panes y los peces y la Trinidad. No se me quede dormido con la sorpresa, amigo Lumbeira, si le revelo que Sampaio ni tan siquiera izó bandera blanca ante ese rotundo mazazo. Me dijo más fresquito que un helado de café con leche que en punto a trinidades nadie había pulsado como él las tristes resultas de la superstición y de la ignorancia y que era inútil que yo ensayara una sola sílaba porque ipso fado me iba a barrenar debajo de la peluca una vivencia personal que lo había estancado en la vía muerta del materialismo grosero. Don Lumbeira, le juro y le perjuro que para desatascar al gordo de ese proyecto quise tentarlo con la idea de echar un sueñito sobre las mesas de billar, pero el hombre recurrió al despotismo y me enjaretó sin asco este cuento que yo se lo pasaré ni bien reduzca, con unos buchecitos de feca, las existencias de manteca y de miga que ahora me taponan la boca. Dijo, clavándome los ojos en la campanilla que yo se la mostraba con un bostezo:

—No colija por estas actualidades —jipi en desuso y terno remendón— que siempre anduve redondeando circuitos donde se alterna la planada en que hiede el verraco con el hostal en que opila el conversante. Conocí tiempos galanos. Más de una vez ya le inculqué que mi cuna queda allá en Puerto Mariscalito, que siempre fue la playa novedosa donde acuden las niñas de mi tierra con la ilusión de capear la malaria. Mi padre fue uno de los diecinueve trabucos de la cabildada del 6 de junio; cuando volvieron los moderados pasó, con todo el sector de los repúblicos, del grado de Coronel de Administración al de carterillo fluvial entre los aguazales. La mano que antes revoleara, temida, el trabuco de caño corto, ahora se resignaba a divulgar el lío lacrado, cuando no los sobres oblongos. Por de contado, le pondré en la oreja que mi padre no fue un postal de esos que se reducen a cobrar el sellado en limas, chirimoyas, papayas y cachos de frutales; antes hacía del destinatario pasivo un indio alerta y gananciero, que se allanaba a la adquisición regular de toda suerte de baratijas a trueque de percibir la correspondencia. Cánteme usted, don Mascarenhas ¿quién fue el bisoño que lo auxiliaba en ese patriotismo? El niño de bigotes de manubrio que ahora le anoticia estos fidedignos. Mis primeros gateos fueron colgados del botalón de la piragua; mi primera lembranza, de un agua verde, con reflejos de hojas y espesura de caimanes, donde yo, a lo niño, rehusaba entrar, y mi padre, que era un Catón, me arrojó a lo súbito para curarme del miedo.

Pero esta panza con dos piernas no era hombre para estarse in aeternum engolosinando con baratijas al sencillo habitante de los bohíos; anhelé gastar las suelas en procura del paisaje-novedad, llámelo Cerro de Montevideo cuando no niña lunareja. Ganoso de postales colorínas para el álbum que siempre fui, aproveché una "captura recomendada" que me buscaba como a cosa buena y dije adiós desde la cala de un pescadero a los bonancibles llanos morados, a las verdes maniguas y a las moteadas tembladeras, que son mi país y mi patria, mi nostalgia bonita.

Cuarenta días y cuarenta noches perduró aquella travesía marítima entre pejes y estrellas, con paisajes a toda policromía, que por cierto no olvidaré porque algún marinante de cubierta se dolía del pobre mareado y bajaba a contarme lo que veían esos exagerantes. Pero hasta el paraíso tiene coto y día llegó que me descargaron como tapete enrollado en la dársena de Buenos Aires, entre el polvillo del tabaco y la hoja del plátano. No le brindaré el cuadro alfabético de cuánta cesantía he cursado en mis primeros años de argentino, que si las pongo en fila no cabemos bajo estas tejas. Le haré una minucia, eso sí, de lo que pasó a cortina cerrada en la razón social Meinong y Cía., cuyo personal engrosé como empleado único. Quedaba el caserón al 1300 de la calle Belgrano y era una firma importadora de tabaco holandilla, que el exilado, al cerrársele de noche los ojos que encallecía la industriosa fatiga, se pensaba desterronando la hierba en los deseados tabacales de Alto Redondo. Había un escritorio a nivel, para encandilar a los clientes, y en el sótano teníamos el subsuelo. Yo, que en aquellos años mozos, acusaba el activismo de mi juventud, hubiera dado todo el oro negro de Panuco para mudar de sitio tan siquiera una de las mesillas ratonas que la retina registraba a la manderecha, pero don Alejandro Meinong me había vetado el cambio más nulo en la distribución y baraje del mobiliario, haciendo valer que era ciego y que de memoria transitaba por la casa. A él, que nunca me vio, ahora me figuro estar viéndolo, con sus anteojos negros que eran dos noches, barba de rabadán y piel de miga, sin embargo de una aventajada estatura. Yo no cesaba de repetirle: "Usted, don Alejandro, en cuanto las calores aprietan carga pajizo", pero lo más cierto es que portaba un casquete de terciopelo, que ni para despertarse lo omitía. Bien lo recuerdo, tenía uno de esos anillos de espejo y yo me rasuraba en su dedo. Le saco la palabra de la boca y la corro a la mía para decir que don Alejandro era, como yo, un grumo más del moderno mantillo inmigratorio, porque iba para medio siglo que no apuraba el porro de cerveza en la Herrengasse. Apilaba en el salón-dormitorio porción de biblias en todos los distintos idiomas y era miembro de número de una corporación de calculistas que buscaba el ajuste de las disciplinas geológicas a la cronología marginal que adorna la Escritura. Ya tenía abocado su capital, que no era una indigencia, a los fondos de esos orates, y gustaba iterar que a la nieta Flora le emboscaba una herencia de más quilates que oro capote, u sea el amor a la cronología de la Biblia. Esa heredera era una niña enteque, de nueve años a más contar, de ojos con lejos, como si divisaran el piélago, rubia de pelo, con un estarse decoroso y suavito, como la silvestre lengua de vaca que quién no fue a coger en la madrugada por esas praderías y barrancos de Cerro Presidente. Esa niña, sin compañía de su corta edad, se contentaba oyéndome entonar, en ratos de asueto, el Himno Nacional del terruño, que yo lo acompañaba con pandero; pero bien dicen que no siempre está para monerías el mono, y cuando yo bregaba con la clientela o me despachaba un descanso, la niña Flora jugaba al Viaje al Centro de la Tierra, en el sótano. Al abuelo estas expediciones no le placían. Porfiaba que había peligro en el sótano; a él, que se desplazaba como un correo por toda la casa, le bastaba bajar a lo oscuro para decir que le habían mutado el sitio de las cosas y que tenía la impresión de extraviarse. Para el entendimiento romo esas quejas nomasito eran lujos del desvarío, porque hasta el gato Moño sabía que el depósito no recelaba otras sorpresas que pila sobre pila del holandilla en hoja y un remanente de enseres en desuso de la ex Martiliera de Artículos Generales E. K. T, que había sido inquilino del local, antes que mi don Alejandro. Mentado Moño, vano es persistir ocultando que este gato se sumaba a la cofradía de los desafectos al sótano, porque vez que bajaba por la escalera ciento que huía como si lo espoleara el Patas. Tales repentes en un gatazo, por lo capón, tranquilo, hubieran suscitado el alarmismo del más pachorra, pero yo siempre sigo la derechura, como la piedra imán, aunque de mejor consejo hubiera sido, en ese apretado, sujetar el burdégano. Lueguito, cuando caí en la cuenta, ya era bien tarde y como para gatazos quedé con tanta desventura.

El calvario que usted, aunque se muña de una rueda suplementaria, ya no se me escapa de oír, comenzó en momentos que don Alejandro casi se acomoda en un maletín de cuerina, con la comezón de ir a La Plata. Otro cucufato vino por él y lo vimos partirse lo más vistoso para el congreso de los bíblicos en el cine-salón Dardo Rocha. Desde el portal me dijo que lo esperara el lunes que viene con la cafetera de silbido bien pertrechada. Agregó que el viaje duraría tres días y que yo cuidara de la niña Flora como de oro en paño. Bien sabía él que esta recomendación era un ocio, pues aunque usted aquí me está viendo tan negro y tan grande, mi mejor timbre era ser el perro custodio de la niña.

Una tarde que, provisto hasta el colodrillo de leche asada, me corrí un sueñito que ni regente de los vacajes, la niña Flora dio en aprovechar el relaje de la vigilancia prolija para trabucarse en el sótano. A la oración, hora que acostó a su muñeca, la divisé con fiebre en los pulsos, con alucinaciones y el miedo. Atendiendo que ya le mucheaba el calosfrío, le rogué se ganara los debajos de la cubija y le invertí una infusión de yerbabuena. Esa noche, para que reposara con sosiego, recuerdo que velé a los pies de la cama, tendido en el felpudillo de palma. La niña amaneció tempranera, todavía malilla, no tanto por las fiebres, que habían bajado, cuanto por la pavor. Más a lo tarde, cuando la hubo confortado el cafeto, le puse pregunta de qué la congojaba. Me dijo que la víspera había columbrado en el sótano una cosa tan rara que no podía describir cómo era, salvo que era con barbas. Yo di en pensar que esa fantasía con barbas no era causante de la fiebre, sino lo que el practicón llama síntoma, y la distraje con el cuento del jíbaro que lo eligieron diputado los monos. Al otro día andaba la niña por todo el caserón, lo más cabrita. Yo, que suelo amainar ante la escalera, le pedí que bajase a buscar una hoja avería, con miras al cotejo. Mi demanda sobró para demudarla. Como la sabía niña valiente, le persistí que sln demora satisfaciera la orden, para de una buena vez aventar esas musarañas morbosas. Me lo acordé, en un pronto, a mi padre, botándome del bongo, y no me dejé ganar por las compasiones. Para no desolarla, fui con ella hasta el arranque de la escalera y la vi bajar muy tiesa y durita, como el soldadillo-silueta del tiro al blanco. Bajaba con los ojos cerrados y se entró derecha entre los tabacos.

Apenas daba yo la vuelta con la espalda, cuando oí el grito. No era fuerte, pero ahora me parece que vi en él, como en espejo diminuto, lo que amedrentaba a la niña. Bajé a pantuflo corrido y la pillé tirada en las baldosas. Se me abrazó como si buscara carena, con los brazos como alambrito y ahí, mientras yo le repetía que no dejara solo a su tío San Bernardo (como ella me apodaba) dio su espíritu, quiero decir que se murió.

Quedé hecho nadie y tuve la impresión que toda mi vida, hasta esa ocurrencia, la había ido cursando un ajeno. A lo pronto, el momento en que bajé la escalera se me antojó lejano. Yo seguía sentado en el piso; mis manos, como por cuenta propia, liaban un cigarrillo de papel. La mirada rondaba, también ausente.

Fue entonces que atisbé, sentada en un sillón de hamaca, de mimbre, que iba y venía dulcemente, la causa del temor de la niña, por ende de su muerte. Ya me nombrarán insensible, pero el hecho es que tuve que sonreír cuando vi la sencillez que me había traído esa desventura. Lo primerizo, dése un envión y arranque como vuelo. Vea, de a un tiempo, en un santiamén, los tres combinados que en una suerte de entrevero tranquilo animaban el sillón: como científicamente los tres se estaban en un solo lugar, sin atrás, ni adelante, ni abajo arriba, dañaban un poco la vista, con especialidad en el primer vistazo. Campeaba el Padre, que por las barbas raudales lo conocí, y a la vez era el Hijo, con los estigmas, y el Espíritu, en forma de paloma, del grandor de un cristiano. No sé con cuántos ojos me vigilaban, porque hasta el par que le correspondía a cada persona era, si bien se considera, un solo ojo y estaba, a un mismo tiempo, en seis lados. No me hable de las bocas y pico, porque es matarse. Dé, también, en sumar que uno salía de otro, en una rotación atareada, y no se admirará que ya me lindara un principio de vértigo, como de asomante a un agua que gira. Dijérase que se iluminaban con el propio mover y venían a quedar a unas pocas varas, que si distraído alargo la mano, por ventura me la lleva ese remolino. Oí, en ésas, al tranvía 38, discurriendo por Santiago del Estero y pensé que en el sótano faltaba el ruido de la hamaca. Cuando miré más, era cosa de risa: la hamaca estaba quieta; lo que yo había tomado por balanceo era el ocupante.

¡Ahí me la tengo a la Santísima, pensé yo, creadora del cielo y de la tierra, y mi don Alejandro en La Plata! Bastó ese pensamiento para librarme de la inercia en que estaba. No eran momentos de abundar en amenas contemplaciones: don Alejandro era varón chapado a la antigua, que no escucharía con buena oreja mi explicación de haber negligido a la niña.

Estaba muerta, pero no me avine a dejarla tan cerca de esa hamaca y así la cargué en brazos y la acosté en la cama, con la muñeca. Le di un beso en la frente y me salí, dolido de tener que abandonarla en ese caserón tan vacío y tan habitado. Ganoso de evitar a don Alejandro, salí de la ciudad por el Once. Noticias me llegaron un día que la casa de la calle Belgrano la derribaron cuando el ensanche.

Pujato, 11 de septiembre de 1946.

martes, 24 de mayo de 2016

Adolfo Bioy Casares. Descanso de caminantes.


Tenía alguna razón Borges cuando desaprobaba los libros de breve-dades. Yo replicaba que eran libros de lectura grata y que no veía por qué se privaría de ellos a los lectores. Los Note-books de Samuel Butler, A Writer's Note-book de Somerset Maugham me acompañaron a lo largo de viajes y de años. "Los de Butler se publicaron después de la muerte del autor", dijo Borges y yo aún no vislumbré su argumento. Sin embargo, de algún modo debí admitirlo, porque a pesar de tener infinidad de observaciones y reflexiones breves, más o menos epigramáticas, sin contar sueños, relatos cortos y dísticos, año tras año he postergado la publicación de mi anunciado libro de breve-dades. Debo sentir que su publicación, en vida, excedería el límite de vanidad soportable. Digo soportable porque en casi toda publicación hay vanidad. ¿O es absurdo pensar que al publicar nuestros libros los proponemos a la admiración de nuestros contemporáneos y aun de lectores del futuro?

Sea este cuaderno testimonio de la rapidez de manos del pasado, que oculta, entierra, hace desaparecer todas las cosas, incluso a quien escribe estas líneas y también a ti, querido lector.
ADOLFO BIOY CASARES

(Fragmento).

MARGINALIA
 9 febrero 1975. Entreveo la posibilidad de un cuento de un alpi-nista en Suiza al que, en lo alto de una montaña, un señor le dice “venga a refugiarse” y lo lleva a una cueva, donde hay otros pasaje-ros. Oyen, por radio, noticias de la invasión. Larga temporada: ganas de salir, temor, amores; por último, todo acabó. Baja a Ginebra. Nada habla del asunto.

19 febrero 1975. Encuentro con la estudiosa. Muy inteligente, pero irremediablemente extraviada por críticos y profesores. Esta gente no sabe cómo se escribe e interpretan como si estuvieran en otro mundo y dijeran: “Un hombre y una mujer, escondidos, entran alborozados en un cuartito, ahí él la moja un poco a ella y salen muy contentos”.

31 marzo 1975. Cuestiones de edad. Antes nadie calificaba de "obra maestra" La invención de Morel. Ahora se habla de mis libros como de obras maestras (con indiferencia, como si obras maestras fuera un simple género literario, como si dijeran que son "novelas" o "cuentos"). Hasta me vi en una suerte de Parnaso de la colección Pavillons , que reúne a los tres o cuatro principales autores. Jinetas que se confieren a los que están por irse.

Me explicaron que un perro guardián debe ejercitar su instinto. Si el amo no le encomienda algo para defender, el perro un día lo elige. En una casa un perro eligió el cuarto de baño y no permitió que los moradores lo usaran; otro, un cocker spaniel, cuando se resiente con sus amos defiende un sillón de la sala.

El carácter de un perro. Cuando viaja en el coche si las personas hablan, ladra hasta que se callan. No deja que su dueña viaje en el asiento de adelante, con el novio; tiene que ir en el de atrás, con él. Cuando lo dejan solo en la casa hace sus necesidades en las camas. Cuando se queda solo con las dos ancianas de la familia, las aterroriza ladrando, corriendo, pasando a toda velocidad al lado de ellas. Respeta al hombre de la familia.

¿Amor a la sociedad? Prácticamente, no existe. Es algo que se alega para perseguir a individuos odiados.

Palabras de un fiscal. "Con los traidores, ¿habrá que ser tan severo? Fuera del hampa (o de la policía o de la política o del ejército o de la diplomacia, que son variedades del hampa) los traidores a lo mejor se hubieran distinguido como personas de imaginación y sensibilidad, tal vez poetas o siquiera novelistas".

Sinceridad de una de mis enamoradas. "Tuve un sueño atroz. Con un tipo. Estábamos en cama y comprendí que quería violarme. Yo quería que me besara, no más. Entonces le pregunté si estaba loco. Se enojó, empezó a vestirse, me dejaba... Era horrible".

Es bien sabido que el viajero, cuando llega a tan lejanas regiones, no sabe dónde está y padece de una extraña confusión que lo mueve a reconocer, a recordar parajes que nunca ha visto. Con valerosa frivoli-dad afirma entonces: "Por aquí yo he pasado".

Descubrimiento muy tardío. Hoy, después de cincuenta y tantos años, he descubierto que el Negro Raúl no me conocía. El Negro Raúl era popular mendigo de Buenos Aires; aunque tal vez popular en el Barrio Norte, pues me parece que componía el papel de una suerte de bufón de los chicos de la clase alta. Se congraciaba por la risa cordial que blanqueaba en su cara tosca, por algunos pasos de baile, más o menos cómicos, y, sobre todo, por su negrura. Yo siempre creí (sin indagar mucho las causas) que el Negro Raúl me conocía. El hecho me infundía cierto orgullo. Evidentemente, el Negro me saludaba como a un conocido y hasta hoy no se me ocurrió pensar que para lograr sus fines le convenía esa actitud de personaje conocido y aceptado. Desde luego, en esto no mentía; él era un hombre conocido, más conocido que sus muchos protectores. Ahora estoy por afir-mar que me llamaba Adolfito; habrá oído a la niñera, que me llamaba así, y debió de ser bastante vivo, rápido para pescar en el aire informaciones útiles.
Me acuerdo del Negro, parado y gesticulando, en medio de la calle Uruguay o Montevideo, mientras yo lo miraba y le tiraba monedas desde los balcones del tercer piso de la casa de mi abuela, que hacía esquina (Uruguay 1400), donde vivíamos en aquellos años. Debía de haber entonces poco tráfico, ya que el Negro hacía sus piruetas en medio de la calle y mirando para arriba a la gente que le arrojaba limosna desde los balcones y ventanas.

Del catálogo de un museo de juguetes. Mono en bicicleta, a cuerda, con palanca de dos posiciones, para recorrido grande y recorrido chico. Con fallas por desgaste. En la posición para recorrido grande no funciona, simplemente cumple el recorrido chico. Adviértese, ade-más, que el área del recorrido chico es de menor extensión que In estipulada en el prospecto.

31 agosto 1975. Para que me lo explique Galton. Me despierto. Aún acostado, aún en la oscuridad, imagino el cuadrante del reloj con las agujas en las 9 y 5. Enciendo la luz, me incorporo y veo que las agujas del reloj marcan las 9 y 5. Un hecho similar me ocurrió en 1972, en Niza.

Idiomáticas. Guindado. Suerte de confitería, cuyos clientes no ba-jan de sus automóviles, donde los atiende y sirve el personal. Como me dijo un taxista: "El guindado es el porche [sic] de la amueblada".

Un enamorado de las mujeres. "Mándenme una chica cualquiera. Yo le encontraré encantos para quererla y es claro, a la larga, exigencias, amarguras y estupideces que tarde o temprano me pondrán en fuga.

Subjuntivos y condicionales. Irritado por la lentitud con que se des-plazaban algunos automóviles, el taxista comentó;
—Yo, si podría, volara.

La gente habla de cualquier modo. "Cuando lo oí, me crucé las ma-nos" por "me hice cruces"; un Chubut por un yogurt; Petit Swing por Petit Suisse; crisantelmo por crisantemo; agua de beneficencia por Agua Villavicencio; las pampas fúnebres; las morrois; el quíster. Oído a una maestra de Marta, del Cinco Esquinas: por Aberdeen Angus, Aberdeen Agnus.

Hablando de cosas de la patria, un amigo francés comentó: "Aunque tenga más lectores que nadie, ¿quién sueña, ni siquiera la computadora de una ciudad de provincia norteamericana, con atribuir la suprema autoridad en literatura a Fernández y González, autor del Cocinero de Su Majestad, a Georges Ohnet o a la señora Bullrich? En política, donde las consecuencias son más graves, hay otro criterio. Porque se volcaron a su favor tres cuartas partes de los electores del país, entronizamos a Ponson du Terrail (no se habla de este carismático sino de rodillas, a cabeza descubierta), que se nos fue y nos dejó a Madama Delly y al caos. La democracia, caro amigo, es una locura".

"No tenía vicios —es decir, no bebía ni fumaba en exceso—. Pero no podía vivir sin mujer, o mujeres. Dadas sus circunstancias, puede afirmarse que éste fue, en gran parte, el origen de sus infortunios. Reparaba en alguna muchacha fácil, cuyo cuerpo lo atraía... ". Lo que O´Sullivan dice de George Gissing, podría tal vez decirse de un servidor.

Hacia 1940, en Pardo, después de leer Relativity and Robinson, y The ABC Relativity de Russell, y un libro de un tal Lynch contra Einstein, pensé escribir un cuento sobre un matemático polaco que había descubierto lo que todo el mundo sabe: que la luz no tiene velocidad. Esto explicaría, por cierto, por qué la velocidad de la luz tiene una conducta insólita, que no se parece a la de las otras velocidades.

Me refiere: "La señora de Lonardi me contó que su marido reemplazó a Perón como agregado militar en la embajada de Chile; allí se conocieron; Perón era muy simpático; vivía solo, en un departamento. Ella le preguntó por qué no tenía mucama. Perón contestó: "No quiero meter la negrada en mi casa".

Distracción. Acababan de enterrar a un amigo. Veo llegar un ca-mión de las pompas fúnebres. Pienso: "Vienen a buscar el cajón". Creía entonces que enterraban a la gente sin cajón y que éste lo reser-vaban para sucesivos muertos.

lunes, 23 de mayo de 2016

Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.


Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares
Crónicas de Bustos Domecq (1967)
PRÓLOGO

Abordo una vez más, a instancias del amigo inveterado y del escritor estimable, los inherentes riesgos y sinsabores que acechan, pertinaces, al prologuista. Éstos no eluden a mi lupa, por cierto. Nos toca navegar, como el homérida, entre dos escollos contrarios. Caribdis: fustigar la atención de lectores abúlicos y remisos con la Fata Morgana de atracciones que presto disipará el corpus del librejo. Escila: sofrenar nuestro brillo, para no oscurecer y aun anéantir el material subsiguiente. Ineluctablemente las reglas del juego se imponen. Como el vistoso tigre real de Bengala que retiene la garra para no borrar de un zarpazo las facciones de su trémulo domador, acataremos, sin deponer del todo el escalpelo crítico, las exigencias que de suyo comporta el género. Seremos buenos amigos de la verdad, pero más de Platón.

Tales escrúpulos, interpondrá sin duda el lector, resultarán quiméricos. Nadie soñará en comparar la sobria elegancia, la estocada a fondo, la cosmovisión panorámica del escritor de fuste, con la prosa bonachona, desabrochada, un tanto en pantoufles, del buen hombre a carta cabal que entre siesta y siesta despacha, densos de polvo y tedio provinciano, sus meritorios cronicones.

Ha bastado el rumor de que un ateniense, un porteño —cuyo aclamado nombre el buen gusto me veda revelar— consolidara ya el anteproyecto de una novela que se intitulará, si no cambio de idea, Los Montenegro, para que nuestro popular "Bicho Feo"1, que otrora ensayó el género narrativo, se corriese, ni lerdo ni perezoso, a la critica. Reconozcamos que esta lúcida acción de darse su lugar ha tenido su premio. Descontado más de un lunar inevitable, la obrilla explosiva que nos toca hoy prologar ostenta suficientes quilates. La materia bruta suministra al curioso lector el interés que no le insuflaría nunca el estilo.

En la hora caótica que vivimos, la crítica negativa es a todas luces carente de vigencia; trátase con preponderancia de afirmar, allende nuestro gusto, o disgusto, los valores nacionales, autóctonos, que marcan, siquiera de manera fugaz, la pauta del minuto. En el caso presente, por otra parte, el prólogo al que presto mi firma ha sido impetrado 2 por uno de tales camaradas a quien nos ata la costumbre. Enfoquemos, pues, los aportes. Desde la perspectiva que le brinda su Weimar litoral, nuestro Goethe de ropavejería 3 ha puesto en marcha un registro realmente enciclopédico, donde toda nota moderna halla su vibración. Quien anhelase bucear en profundidad la novelística, la lírica, la temática, la arquitectura, la escultura, el teatro y los más diversos medios audiovisuales, que signan el día de hoy, tendrá mal de su grado que apechugar con este vademécum indispensable, verdadero hilo de Ariadna que lo llevará de la mano hasta el Minotauro.

Levantaráse acaso un coro de voces denunciando la ausencia de alguna figura cimera, que conjuga en síntesis elegante el escéptico y el sportsman, el sumo sacerdote de las letras y el garañón de alcoba, pero imputamos la omisión a la natural modestia del artesano que conoce sus límites, no a la más justificada de las envidias.

Al recorrer con displicencia las páginas de este opúsculo meritorio, sacude, momentánea, nuestra modorra una mención ocasional: la de Lambkin Formento. Un inspirado recelo nos acribilla. ¿Existe, concretado en carne y hueso, tal personaje? ¿No trataráse acaso de un familiar, o siquiera de un eco, de aquel Lambkin, fantoche de fantasía, que dio su augusto nombre a una sátira de Belloc? Fumisterías como ésta merman los posibles quilates de un repertorio informativo, que no puede aspirar a otro aval —entiéndase bien— que el de la probidad, lisa y llana.

No menos imperdonable es la ligereza que consagra el autor al concepto de gremialismo, al estudiar cierta bagatela en seis abrumadores volúmenes que manaron del incontenible teclado del doctor Baralt. Se demora, juguete de las sirenas de ese abogado, en meras utopías combinatorias y neglige el auténtico gremialismo, que es robusto pilar del orden presente y del porvenir más seguro.

En resumen, una entrega no indigna de nuestro espaldarazo indulgente.

Gervasio Montenegro

Buenos Aires, 4 de julio de 1966.

1. Mote cariñoso de H. Bustos Domecq en la intimidad. (Nota de H. Bustos Domecq.)

2. Semejante palabra es un equívoco. Refresque la memoria, don Montenegro. Yo no le pedí nada; fue usted el que apareció con su exabrupto en el taller del imprentero. (Nota de H. Bustos Domecq.)

3. A la postre de muchas explicaciones del doctor Montenegro, no hago hincapié y desisto del telegrama colacionado que a mi pedido redactase el doctor Baralt. (Nota de H. Bustos Domecq.)

domingo, 22 de mayo de 2016

Adolfo Bioy Casares. El lado de la sombra. Fragmento. Relato.

(En la gráfica: Silvina Ocampo y Bioy Casares).
En El lado de la sombra, el autor vuelve sobre temas pasados y abre las puertas al escritor satírico. Por ejemplo, los cuentos «El lado de la sombra» y «Los afanes» retoman el tema de La invención de Morel desde visiones opuestas. El primero responde a preguntas tan enigmáticas como : ¿hay una persona original y luego una sucesión de réplicas que se confunden ? O ¿puede esa persona original, una vez muerta, reaparecer en algún recodo del mundo ? En el segundo, la invención de Eladio Heller reemplaza la invención de Morel : ya no se trata de una réplica perfecta del original, a quien sustituye, sino de una eternidad mucho más precaria : un alma encerrada en un bastidor. Los demás cuentos, ordenados por el autor entre estos dos, adquieren también con el tiempo una nueva resonancia, como «El calamar opta por su tinta», sátira de la vida de pueblo y de la ciencia ficción, o «Cavar un foso», crónica despojada y realista de un asesinato.

(Fragmento).
 El lado de la sombra
En cuanto cruzas la calle
estás del lado de la sombra.

(Más acá, más allá, milonga de Juan Ferraris, 1921)


Tan acostumbrado estaba a los crujidos de la navegación, que al despertar de la siesta oí el silencio del buque. Me asomé por un ojo de buey. Vi abajo el agua tranquila y a lo lejos, pródiga en vegetación verde, la costa, donde identifiqué palmeras y probablemente bananos. Me puse el traje de brin y subí a cubierta.
Habíamos atracado. Al babor estaba el puerto, con negros hormigueando por el empedrado, entre los rieles, las altas grúas y los interminables galpones grises; más allá se desparramaba la ciudad, cercada por cerros de empinada ladera selvática; diligentemente, según advertí, entraba carga en el barco. Al estribor —si estribor es el lado derecho, cara a proa— encontré la costa que había observado por el ojo de buey; una isla que me recordó factorías donde nunca estuve, parajes de novelas de Conrad. Algo he de haber leído sobre un personaje que por paulatina muerte de la voluntad, contra el anhelo de su alma, va quedándose en un lugar así, en la Península Malaya, en Sumatra o en Java. Me dije que ni bien desembarcara entraría en el mundo de tales libros y tuve un escalofrío de júbilo y miedo: una gota de cada uno, porque la credulidad no era mucha. Estampidos monótonos del motor de una suerte de canoa que navegaba rumbo a la isla atrajeron mi atención. Tripulaba la canoa un negro que levantaba en alto una jaula de mimbre, con un pájaro azul y verde; riendo nos gritaba a los del barco palabras que no entendí, apenas audibles.
Al entrar en el salón de fumar (una placa sobre la puerta así rezaba, amén de «Fumoir» y «Smoking Room») noté con alivio la penumbra, la frescura, el silencio. El hombre del bar preparó mi habitual vaso de menta.
—Es increíble —comenté—. Voy a dejar esto para meterme en el infierno de allá abajo. Todo sea por el turismo.
Laboriosamente emprendí una tirada sobre el turismo como única fe universal, cuando el barman me interrumpió:
—Ya bajaron todos —dijo.
—Hay excepciones —objeté.
Miré significativamente hacia la mesa donde el viejo general Pulman, un polaco exilado, se tiraba las cartas.
—La vida acabó para él —apuntó el hombre del bar—, pero el general no se cansa de probar la suerte en la baraja.
—Sólo en la baraja —respondí.
Sorbí la menta hasta que el granizado del fondo cambió de verde a cristalino, murmuré: «Me la anota» y me dispuse a bajar. Junto a la planchada, en letras de tiza, en un pizarrón, leí que zarpábamos al día siguiente, a las ocho de la mañana. «Sobra tiempo. Por una vez», me dije, «estaré libre del temor de perder el barco».
Cubriéndome los ojos con una mano, porque afuera la luz era demasiado blanca, pisé tierra firme. Más allá de la aduana, mientras buscaba en vano un automóvil de alquiler y un negro repetía la palabra taxi y ademanes negativos, un chaparrón se desató. Bordeando los almacenes apareció un antiguo tranvía descubierto (descubierto a los lados, pero con techo, se entiende). Para no empaparme lo tomé. Tampoco el boletero, un negro descalzo, quería mojarse y para vender los boletos no empleaba el estribo; pisando asientos y saltando respaldos, por el interior recorría el vehículo. El aguacero acabó muy pronto. La luz lechosa en ningún momento se había alterado. Por una callejuela lateral bajaba a pique un negro con un cargazón de colores en la cabeza. Atraído, miré: la carga consistía en un ataúd recubierto de orquídeas. El negro era un cortejo fúnebre.
El griterío de la calle me tenía apabullado (sin duda yo lo notaba tan particularmente por ser extraños para mí el acento y el idioma). Populosa en todo el trayecto, ahora la ciudad rebosaba de gente. —¿El centro, verdad? —pregunté al boletero.
Vaya uno a saber qué explicó. Me descolgué del tranvía porque vi una iglesia e imaginé que adentro haría fresco. A la entrada me rodearon pordioseros con la cara empavesada de lacras azules, blancuzcas y rojas. Llegué por fin al fondo del templo, a un altar cargado de oro. Vagué por las naves; torpemente descifré epitafios. A despecho del mármol, los muertos de aquel lugar me persuadían de la soledad y pobreza de la muerte. Para no deprimirme los comparé a los habitantes de pueblos que uno ve desde la ventanilla del tren que se aleja.
De nuevo en la calle, retomé a pie el rumbo de mi tranvía. Algún encanto tenía la ciudad, con sus edificios Victorianos, tan de otra época. Ni bien formulé la idea, enfrentó mi vista un pabellón moderno, de volumen considerable y catadura de pacotilla, no terminado del todo y ya viejo. Para mis adentros opiné que se trataba de un tinglado levantado para alguna exposición, una de tantas obras provisorias que perduran por negligencia burocrática. Frente al pabellón, círculos y semicírculos verduscos, en un pedestal de piedra, conformaban un monumento de bronce y de huecos, vagamente triste. Me entró ladesazón y, para echarla a la broma, jugué a que yo era un vecino. «Escribiré una carta al diario», me dije, «para que por fin retiren estas reliquias de la Exposición de nuestro Primer Aniversario de Independencia y Dictadura, que no se avienen con el estilo de la ciudad». Tan incalculable es el alma que esta broma anodina ahondó mi abatimiento.
Me detuve frente a un escaparate que exhibía, entre sapos, lagartos y escuerzos, una admirable colección de serpientes embalsamadas.
—¿Dónde las obtienen? —pregunté a un señor que tenía todo el aire de pertenecer a la colectividad británica.
—En cualquier parte —contestó en inglés—. Por aquí no más.
Me envolvieron los acordes de una animosa marcha. Divisé gente reunida, y sin pensarlo, por los senderos de una plazoleta con macizos ferazmente floridos, me encaminé hacia allá. Desde un puente rústico, sobre un arroyuelo que serpenteaba entre rocas de manmpostería, plantas y pasto, miré burbujas amarillentas en el agua verdosa y opaca. «Esto no es para mí», reflexioné. «Demasiadas víboras, demasiadas flores, demasiadas enfermedades. Qué miedo si algo lo agarra y uno se queda.» Caminé rápidamente. Una banda militar, de la que no olvido las polainas blancas, vapuleaba bronces y bombos frente a un busto diminuto. Pensé: «Lo mejor es volver al barco y tirarme en un diván con la novelita de Rider Haggard que descubrí en el salón de lectura».
Fue entonces cuando me entró la duda de haber visto o haber recordado un rato antes a mi amigo Veblen. Con su amalgama de selva, las clamorosas calles, cambiantes y alucinatorias como un calidoscopio, bajo aquel sol febril podían deparar, desde luego, cualquier visión, pero la del Inglés Veblen parecía la menos probable. «Nadie tan fuera de lugar», me dije. «Lo habré recordado; su presencia aquí sería absurda.» Quería volver al barco, pero me hallé un poco desorientado. Busqué alrededor a algún gendarme. Había uno —por lo holgado, el uniforme tenía algo de disfraz de alquiler— fuera de alcance, en un punto donde los vehículos convergían rápidamente.
—¿El puerto? —pregunté al diariero.
El hombre miró perplejo. Niñitas —quizá fueran mujeres y prostitutas— riendo me indicaron un rumbo. Pensar que volvía al barco bastó para entonarme. No había caminado cuatrocientos metros cuando pasé frente a un cinematógrafo cubierto de carteles que anunciaban El gran juego. Minutos antes hubiera seguido de largo, pues la verdad es que en la plazoleta me asusté. No debía de estar bien; atribuí al trópico una irreprimible actividad envolvente contra presas marcadas, entre las que fatalmente me encontraba yo.
Por ser de nuevo un hombre normal, me detuve a leer los carteles. Un tanto azorado, me enteré de que esa misma tarde pasaban la primera versión de El gran juego cuyos protagonistas eran Françoise Rozay, Fierre Richard Vilm, Charles Vanel. Me comparé con un bibliófilo que por azar encuentra en una librería de mala muerte el precioso libro largamente buscado. Por algún motivo oscuro, o por haberla visto sin que mis amigos la vieran, la película fue, durante años, la muletilla que en nuestras conversaciones yo esgrimía. Si querían de noche arrastrarme al cinematógrafo, petulantemente preguntaba: «¿Van a mostrarme otro Gran juego?». Cuando llegó la nueva versión, lo reconozco, perdí los estribos, me enconé contra una obra que no carecía, posiblemente, de méritos, la denuncié como ejemplo de la decadencia de todo.
La función empezaba a las seis y media. Aunque eran apenas las cinco, tenía ganas de esperar, pues de esa película, recordada como un momento feliz de mi vida, había olvidado gran parte de la trama (dirán algunos que la circunstancia de figurar entre nuestros mejores recuerdos una película cinematográfica arroja sobre la vida una curiosa luz; tienen razón). Mientras dudaba entre quedarme o no, retomé el camino. Enfrenté luego otro cinematógrafo, llamado Myriam, donde exhibían una película que debía de tratar, a juzgar por los cartelones, de gente pobre, de abrigos viejos, de máquinas de coser y de un montepío. Como había recuperado mi buena voluntad de turista, lo examinaba todo y advertí un hecho anómalo: el local tenía dos entradas, la del frente y una lateral, sobre el café contiguo. Me introduje en este último, porque de nuevo me apretaba la sed; me dejé caer en la silla, ante una mesita de mármol y, a la larga, cuando me atendieron, pedí una menta. En la pared de la izquierda se abrió la entrada, sobre la penumbra del cinematógrafo, tapada en parte por un cortinado de raído terciopelo verde. De tanto en tanto ondeaba el cortinado, azotado por el ir y venir de mujeres, por lo general negras, que entraban solas, para volver de allí acompañadas. Junto al mostrador, sobre la pared de la derecha, dos o tres mujeres conversaban con un papagayo, que inopinadamente replicaba con graznidos. Al fondo prolongábase el local en un nítido patio de baldosas anaranjadas, descubierto al cielo, limitado por tres paredes moradas, con estrechas puertas que llevaban, sobre la bandolera, un número. Regadera en mano, entre las mesas de café circulaba muy calladamente un hombre aparentemente jardinero, vestido con un enorme sombrero de paja, un trajecito de dril azul y alpargatas; con fluido de acaroína rebajado regaba los flojos tablones del piso, dejando negro lo que era polvoriento y gris. Francamente, la menta que me sirvieron resultó inferior a las del barco.
Volví a recordar al Inglés Veblen. Yo no lo imaginaba sino en lugares muy civilizados —Nueva York para él configuraba la jungla—, en termas, como Aix-les-Bains o Évian, en Montecarlo, en la  Via Veneto de Roma, en el octavo arrondissement de París o en el West End de Londres. De mis palabras nadie infiera que Veblen fuera snob, aunque algo de ello debía tener, pues fingía aborrecimiento, en broma desde luego (no de otro modo se manifiesta, salvo en ejemplares raros, el snobismo), por cuanto se apartaba del canon de sus costumbres. La verdad es que llevó siempre una suerte de doble vida, una de cuyas mitades resulta, si no la atribuimos a un veleidoso snobismo, relativamente inexplicable: mi amigo entendía de gatos y más de una vez lo vi, en increíbles fotografías periodísticas, rodeado de las viejas que lo secundaban en su tarea de jurado de la Real Exposición de Gatos de tal o cual paraje. Esta actividad no contaminaba el resto de su vida; Veblen era un hombre leído, en cuya educación, más que la voluntad, intervino el agrado, conocedor de la rama profana de la arquitectura y de las artes decorativas francesas del siglo XVIII, versado en las obras de Watteau, de Boucher y de Fragonard. Según quieren algunos, no carecía de discernimiento para la pintura moderna del mil novecientos veintitantos, que perduró hasta bien entrada la decena del sesenta.
(...)
Enrico Pugliatti.

Adolfo Bioy Casares. La trama celeste.


LA TRAMA CELESTE
Adolfo Bioy Casares
 En los seis relatos que componen `La trama celeste`, escritos entre 1944 y 1948, la inagotable fantasía de Adolfo Bioy Casares teje en torno a los juegos de apariencia y realidad, espaciales y temporales, audaces variaciones de sorprendente originalidad. Si «En memoria de Paulina» tiene por argumento la encarnación de una fantasía convertida en destructora obsesión, «De los reyes futuros» toma como motivo las imprevisibles consecuencias de los experimentos de un naturalista. La posibilidad de la existencia de varios mundos paralelos, una ancestral leyenda celta y un intento de vencer al tiempo enmarcado en una investigación casi policial dan origen, respectivamente, a «El ídolo», «La trama celeste» y «El perjurio de la nieve», mientras que «El otro laberinto» revela el amor de Bioy «por esa delicada Cenicienta, la belleza menos fácil, la simple».

Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre de Buenos Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada gente complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (una aguamarina en cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquina - Las aventuras del capitán Morris - firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.

LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS
(Fragmento).
Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la búsqueda, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo:
Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;
ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
pero la tumba de Arturo es desconocida.
También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados «pases», que se emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus.
Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.
Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia odiará a los turcos. «Una vez armenio, siempre armenio». Somos como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen.

Fuente: Edición electrónica de Matocool


sábado, 21 de mayo de 2016

José Donoso Sueños de mala muerte (Fragmento).


José Donoso
 Sueños de mala muerte
(Fragmento)
  Todos los pensionistas de la señora Panchita quedaron consternados con la noticia que corrió de mesa en mesa a la hora de la comida: Osvaldo Bermúdez iba a tener que cerrar su boliche, que explotaba desde hacía tantísimo tiempo. Los nuevos propietarios de la casa, una ratonera donde el boliche obstruía casi toda la entrada, pensaban demolerla para construir un edificio de muchos pisos, y como Osvaldo no tenía papeles no iba a poder reclamar ni un centavo de indemnización.
—¡Mala cueva, Bermúdez! —le dijo don Damián Marmentini, un abogado al que Osvaldo fue a consultar porque era cliente suyo: don Damián pasaba todos los días a comprar un Viceroy y una bolsita de mentas en la mañana, camino a su trabajo; y de vuelta, en la tarde, pasaba a comprar otro paquete de Viceroy, «para la tele», decía, y otra bolsita de mentas—. El permiso de explotar un boliche en la entrada de esa casa, según estas cartas que son insuficientes para entablar cualquier demanda a nivel personal, y para qué hablar de un pleito, fue concedido a su mamá sólo de palabra por la mamá de los ex propietarios del inmueble, don José Luis y el presbítero don Fabio Rodríguez Robles. Estos señores, que ya están muy ancianos, testaron en favor de la Beneficencia Pública por carecer de descendientes directos, pero esa casa la traspasaron en vida a la Beneficencia. En ese sitio, dicen, van a construir un gimnasio muy grande, con piscina temperada, sauna y todo. Pelear con la burocracia es inútil, Bermúdez, algo kafkiano, como dicen los jóvenes de ahora. ¿Y qué quiere hacer si usted ni siquiera se acuerda en qué año su mamá instaló el negocio, y su papá no puede hablar desde que sufrió la hemiplejia? Y después de la muerte de su mamá hace tanto tiempo, ¿con qué puede justificar su derecho a seguir usufructuando del privilegio personal y de palabra que le concedieron, qué sé yo cuándo, a ella? Mejor sería quedarse callado, Bermudez. ¡Capaz que terminen metiéndole pleito a usted por los años que ha disfrutado de ese privilegio! ¡Apuesto a que esos señores no deben ni acordarse de que existió el boliche! ¿Y sabe qué más?, se me ocurre que ni siquiera se acordaban de que eran dueños de esta casa hasta que el albacea se arregló con algún gallo de la Beneficencia para el traspaso. ¡No quiero pensar en las tajaditas que sacaría cada uno de ese negocio! Quien dice albacea dice ladrón, Bermúdez, para que lo vaya sabiendo. Mire, dígame si no hay gato encerrado: ¿por qué no lo molestaron jamás a usted, ni a los arrendatarios? Para que no se destapara la olla antes de que ellos tuvieran listo su pastel. ¡Si hasta aguantaban que hubiera una fábrica de timbres de goma en el segundo piso, al fondo del pasillo, cuando todo el mundo sabe que está prohibido tener fábricas ahí! ¿Y cuántos años hace que vive en su pieza la adivina, esa vieja de pelo pintado colorín, si no permiten vivir ahí porque es un edificio para oficinas no más y ella hasta se hace de comer en un anafe que llena la escalera de olor a parafina? No. A mí no me vienen a contar cuentos: el albacea o administrador, o lo que sea, prefirió quedarse calladito. Esa casa es de puro adobe y de tabiques tembleques, pese a lo ornamentadas que son las ventanas que dan a la calle, una carga que no le compensaba al albacea. ¿Y qué quiere que le diga, Bermúdez?, yo le encuentro toda la razón al albacea, aunque usted, que es mi amigo, salga damnificado: fíjese que capaz que el pobre albacea sea albacea de pura palabra no más, y después se quede sin pan ni pedazo, igual que usted. Estos favores de palabra, que antes otorgaban las personas ricas a la gente relacionada con ella por amistad o por servicios o vaya a saber uno por qué, bueno, para qué le digo, son unos laberintos de nunca acabar. Es como si a la gente antigua le gustara otorgar prebendas sin dejar nada escrito para no comprometerse, y poder hacer lo que quiera cuando quiera sin que nadie pueda cobrar promesas y así controlarlo todo. ¡Si a veces ni las empleadas tenían sueldos fijos! Ni los administradores. Ni los notarios.
Ni los abogados. ¡Eran «como de la familia»! Les pagaban regalándoles cosas, o consiguiéndoles garantías, o avalándolos o recomendándolos para algo..., hasta mandándoles cosechas de los fundos, qué sé yo, lo importante era que no existieran documentos que comprometieran a nada. Varias personas así, de la vieja escuela, han querido que yo me encargue de sus cosas. Comienzan por decirme: «Para qué vamos a hacer escrituras, pues, don Damián, si usted es como de la familia y nunca va a haber ni un sí ni un no entre nosotros». Yo arranco a perderme porque uno se puede volver loco con cuestiones así. Lo que importa, Bermúdez, lo que cuenta, son los papeles, nunca se olvide de eso. ¡Mire que si el favor que le hizo la mamá de los Rodríguez Robles a su mamá constara en un papel, otro gallo muy distinto le estaría cantando a usted ahora! [...]

viernes, 20 de mayo de 2016

José Donoso. Novela: El mocho.


Ultimo gesto del narrador full-time

El Mocho, la última novela que José Donoso entregó a sus editores, tiene su origen en un viaje que el escritor hizo, a comienzos de los años 80, a la zona minera de Lota. Alternada a lo largo de los años con otros pro-yectos, su escritura avanzó en tramos irregulares, dis-persos pero recurrentes, hasta que en 1996, ya muy débil, el novelista dio por concluido el libro. Es un re-lato en que el mundo de los mineros del carbón funciona como un fondo sobre el cual Donoso proyec-ta sus antiguas, alucinadas obsesiones: los vasos comu-nicantes, clandestinos, perversos e inevitables, entre la aristocracia y la marginalidad, por ejemplo, o bien las genealogías ambiguas, la identidad voluble, el disfraz, la obligada simulación.
Donoso era lo que podríamos llamar «un es-critor a tiempo completo»: su existencia se veía total-mente permeada por la literatura, o más concreta-mente por el acto mismo de la escritura, y hablar con él, conocerlo, recorrer las habitaciones de su casa, era ponerse en contacto con lo que fue una opción existencial inequívoca, apasionada. También la construc-ción de una identidad: algo así como labrar para sí mismo la más genuina máscara.
Pero el novelista a tiempo completo es a la vez amo y esclavo de su escritura. En los últimos tiempos, cuando la enfermedad lo debilitaba día a día, resulta-ba conmovedor verlo empeñado hasta el final en con-tinuar su trabajo, a pesar de que no podía tener la energía de antes. Donoso subía, a veces muy penosa-mente, hasta su estudio del tercer piso, para teclear allí siempre una línea más, otro ángulo en ese espejo oblicuo e irónico de la realidad que constituye su obra. Es este empecinamiento en seguir navegando sobre las páginas, escena a escena, diálogo a diálogo, mien-tras su cuerpo parecía varado en la inmovilidad y el mundo real transcurría ante sus ojos, lo que nos hace reconocer en Donoso a una suerte de héroe solitario. No en vano circuló muchas veces entre sus amigos la idea de que era esta voluntad de escribir lo que lo mantenía vivo más allá de sus fuerzas.
Su dedicación absorbente a la escritura lo im-pulsaba además a examinar los mecanismos íntimos del oficio, los engranajes más o menos inconscientes, a menudo irracionales en apariencia, que desencadenan una ficción literaria a partir de la experiencia –física o mental, o ambas–: Donoso escribe y a veces, al escri-bir, está preguntándose qué, cómo y por qué escribe.
Es a veces, porque sólo en algunos casos el diá-logo interno acerca de cómo se articulan la imagina-ción, los dedos y la página en blanco quedaba explicitado como un aspecto más del relato. Pensemos en Taratuta, o en Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, donde la pluralidad de versiones posibles para una de-terminada intriga es parte orgánica de la narración.
La curiosidad por la gestación «doméstica» de una ficción literaria no es, por cierto, exclusividad su-ya, ni ha sido Donoso el primer escritor en utilizar esas vacilaciones, esos avances, retrocesos y reformulacio-nes de un mismo suceso, como elementos estéticos, ex-presivos, de una narración. Pero sin duda es un rasgo que le dio, sobre todo en los últimos años –cuando di-rigía su célebre taller de narrativa en la mansarda que le servía de estudio–, una marca particular a su traba-jo creativo: es como si hubiera tenido una conciencia activa de los artificios –y por lo tanto de la relatividad, aun dentro del texto– involucrados en la creación de una novela.
¿Cómo operó esta actitud en la elaboración de El Mocho, novela en que se entrecruzan y encadenan las historias de diversos personajes, y donde los sucesivos legos de un convento –los mochos, categoría ínfima entre los religiosos– están emparentados no sólo por lazos de sangre más bien indirectos o difusos, sino por su irrefrenable tendencia a la degradación, la fatalidad o el delirio? Ciertas ambivalencias, cierta fantasmagórica sensación de duplicidad, por ejemplo, en la percepción del transcurso del tiempo en relación a la secuencia de los hechos narrados, o en lo que puede leerse, en algu-nos pasajes, como inexplicados cambios de óptica, ¿qué señalan a fin de cuentas? Ultimo guiño de la máscara o gestos vertiginosos del juego final: tal vez el único que pudiera saberlo con verdadera certeza sea Chiriboga, el ubicuo, pero (irónicamente) él es, como Donoso, inencontrable.

Marcelo Maturana, Editor
Santiago de Chile, marzo de 1997

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas