miércoles, 4 de mayo de 2016

Roberto Bolaño. Consejos sobre el Arte de Escribir Cuentos.


EL OJO SILVA
Para Rodrigo Pinto y María y Andrés Braithwaite
Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia
aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no
se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del
cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre
todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de
Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina
república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se
vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los
círculos de exiliados.
Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana, por lo menos, en el café
La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle Versalles en donde yo vivía con mi madre y
con mi hermana. Los primeros meses el Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y
precarias, luego consiguió trabajo como fotógrafo de un periódico del D.F. No recuerdo qué
periódico era, tal vez El Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal
vez El Universal; yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento cultural dirigía
el viejo poeta español Juan Rejano, pero en El Nacional no fue porque yo trabajé allí y nunca vi
al Ojo en la redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor
duda, y su situación económica mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había
acostumbrado a vivir de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales
inequívocas que hablaban de un repunte económico.
Los primeros meses en el D.F., por ejemplo, lo recuerdo vestido con sudaderas. Los últimos
ya se había comprado un par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata, una prenda que
nosotros, es decir mis amigos poetas y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje
encorbatado que alguna vez se sentó a nuestra mesa del café Quito, en la avenida Bucareli, fue
el Ojo.
Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculos de
exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia y en parte
como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de
izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de
derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.
Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el Ojo correspondía al
cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de mi hermana, de
alguna amiga de mi madre y de mí. A todo el mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo una
vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un
rato en sus palabras y terminé por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos,
dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de
los indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.
Una noche me lo encontré en el café Quito. Casi no había parroquianos y el Ojo estaba
sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli con un café con leche servido en vaso, esos
vasos grandes de vidrio grueso que tenía el Quito y que nunca más he vuelto a ver en un
establecimiento público. Me senté junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía
translúcido. Esa fue la impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de
vidrio de su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar, dos
fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad que esperanza de
hallar un lenguaje común.
Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban los exiliados, y que se iba
de México. Por un instante creí entender que se marchaba porque era homosexual. Pero no, un
amigo le había conseguido un trabajo en una agencia de fotógrafos de París y eso era algo con
lo que siempre había soñado. Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante
algunos años había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque
él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales.
Hablamos de la palabra invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados,
y del término colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.
Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda chilena y que en algún
momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa de los
luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre
indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre,
por lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya.
Tuya sí, me dijo con una tristeza que entonces no entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo
le aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas, y
ya no nos volvimos a ver.
Un día supe que el Ojo se había marchado de México. Me lo comunicó un antiguo
compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que no se hubiera despedido de mí. El
Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca
se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le pareció un gesto de mala educación.
Dos o tres años después yo también me marché de México. Estuve en París, lo busqué (si
bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su
rostro, aunque siempre persistió en mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de
opinar desde cierta distancia y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva,
un Ojo Silva que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún
mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero en donde no
cabía la quietud.
Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me casé, tuve un hijo,
publiqué algunos libros.
En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche, después de cenar con Heinrich von
Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente era Heinrich el que cada noche me iba
a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera antes porque quería pasear un poco. El taxista
(un asiático ya mayor que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No
era muy tarde aunque casi no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un
banco estaba el Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me
preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era. El
Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo o a los lados,
los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que lo rodeaban a él con más
intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo,
Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.
Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía en Berlín desde hacía
algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían abiertos toda la noche. Le pregunté
por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free lancer. Había
tenido casa en París, en Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los
libros y de las que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al primer bar
pude apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara
surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber cosas de
mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había aparecido en la
prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba una lectura o una
conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono a la organización y consiguió las señas
de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a
la espera de mi llegada.
Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento feliz. El Ojo seguía siendo una
persona rara y sin embargo asequible, alguien que no imponía su presencia, alguien al que le
podías decir adiós en cualquier momento de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche,
sin un insulto, una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había
abundado mucho en Chile pero que sólo allí se podía encontrar.
Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo jamás se hubiera permitido estas
generalizaciones. En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares, sentados delante de un
whisky y de una cerveza sin alcohol, nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de
las evocaciones, es decir fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en realidad el
monólogo, que de verdad me interesa es el que se produjo mientras volvíamos a mi hotel, a eso
de las dos de la mañana.
La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a hablar) mientras
atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes nos habíamos encontrado. Recuerdo
que hacía frío y que de repente escuché que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo que
nunca antes le había contado a nadie. Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de
baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el
acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes
pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los fragmentos de
cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.
Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación que tuvimos en el Quito antes
de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras
homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo el Ojo.
Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no hubiera llegado, aún no
hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera esperándome y reflexionando sobre su vida y
sobre la historia que el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y
empezó a hablar. Yo encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en
la India. Su oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía que
realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla de Marguerite Duras
y Hermann Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo, gente que quiere ver la India a
medio camino entre India Song y Sidharta, y uno está para complacer a los editores. Así que el
primer reportaje había consistido en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines
derruidos, restaurantes de todo tipo, con predominio más bien del restaurante canalla o del
restaurante de familias que parecían canallas y sólo eran indias, y también fotos del extrarradio,
las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras,
empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin olvidar la
naturaleza como en estado latente, una hibernación ajena al concepto de hibernación occidental,
árboles distintos a los árboles europeos, ríos y riachuelos, campos sembrados o secos, el
territorio de los santos, dijo el Ojo.
El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio de las putas de una ciudad de la India
cuyo nombre no conoceré nunca.
Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún vivía en París y sus fotos
iban a ilustrar un texto de un conocido escritor francés que se había especializado en el
submundo de la prostitución. De hecho, su reportaje sólo era el primero de una serie que
comprendería barrios de tolerancia o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por
un fotógrafo diferente, pero todas comentadas por el mismo escritor.
No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madrás,
recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que llegó a la India solo,
pues el escritor francés ya tenía escrita su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a
los barrios que el texto del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes -y en
los planes de sus editores- el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse
más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación con aire
acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al hotel y en donde
había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una terraza en donde a veces
aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres vestían a la usanza
india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias, pero a los niños incluso una vez los vio con
corbatas. Por las tardes se desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas,
algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta de
matronas escépticas y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó
gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos
occidentales o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire
acondicionado) eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos
hindúes.
Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una de las putas. Se negó educadamente. El
chulo comprendió en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un
burdel de jóvenes maricas. Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me
había dado cuenta, dijo estudiando las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté.
Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al
visitante le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre ellos no
hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles estrechas e infectas
hasta llegar a una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos,
habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un
oratorio.
Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando el suelo, ofrecer un niño
a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice notar que no sólo
no recordaba el nombre de la deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna
persona de su historia. El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.
En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos
con los cuellos de nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó
su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y
durante un tiempo que no sé mensurar el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que
dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las
leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el
niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser
pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo donde vive y
todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.
La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre,
más bulliciosa y probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben
participantes, sea mayor. Con una sola diferencia. Al niño, días antes de que empiecen los
festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la celebración exige un cuerpo de
hombre -aunque los niños no suelen tener más de siete años- sin la mácula de los atributos
masculinos. Así que los padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta
o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la
operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado, el niño
vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces el niño acaba en un
burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al
peor de todos.
Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el Ojo me describió el
burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia. Patios interiores techados. Galerías
abiertas. Celdas en donde gente a la que tú no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron
a un joven castrado que no debía tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el
Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije.
Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía
ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos,
ni los espectadores. Sólo una foto.
¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por un escalofrío. Saqué mi
cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo
hice.
Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío pues yo en algún momento me
puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los
faros de un coche que pasaba por una de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi
encenderse una ventana.
Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le había sonreído y luego se había
escabullido mansamente por una de los pasillos de aquella casa incomprensible. En algún
momento uno de los chulos le sugirió que si allí no había nada de su agrado se marcharan. El
Ojo se negó. No podía irse. Se lo dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él
desconocía qué era aquello que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin
embargo, lo entendió y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el
suelo, sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía de un
par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios. Durante un rato el Ojo miró
al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la rabia, tal vez al
odio.
Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un cigarrillo y dejaba que la primera
bocanada se perdiera en la noche berlinesa.
En algún momento, mientras el Ojo miraba la efigie del dios, aquellos que lo acompañaban
desaparecieron. Se quedó solo con una especie de puto de unos veinte años que hablaba inglés.
Y luego, tras unas palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba
llorando, o el pobre puto creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba
mantener una sonrisa en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba
alejando de mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía
era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.
Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron un pasillo mal iluminado y
otro pasillo peor iluminado (con el niño a un lado del Ojo, mirándolo, sonriéndole, y el joven
puto también le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes)
hasta llegar a una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún
más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez seis años o siete, y el Ojo escuchó
las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas explicaciones prolijas en donde
se mencionaba la tradición, las fiestas populares, el privilegio, la comunión, la embriaguez y la
santidad, y pudo ver los instrumentos quirúrgicos con que el niño iba a ser castrado aquella
madrugada o la siguiente, en cualquier caso el niño había llegado, pudo entender, aquel mismo
día al templo o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien,
como si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio dormido y
medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada del niño castrado
que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra cosa, aunque la palabra
que él empleó no fue "otra cosa" sino "madre".
Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.
Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar: la violencia de la que no podemos
escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos en la década de los cincuenta. Por supuesto,
el Ojo intentó sin gran convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que
hubo violencia y poco después dejó atrás las calles de aquel barrio como si estuviera soñando y
transpirando a mares. Recuerda con viveza la sensación de exaltación que creció en su espíritu,
cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez, pero que
no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de
los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados. En cualquier otra parte
hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie se fijó en él.
El resto, más que una historia o un argumento, es un itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió
sus cosas en la maleta y se marchó con los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio
de las afueras. Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los
llevó a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la noche y
parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana un paisaje que la
luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real salvo aquello que se
ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.
Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús, y otro tren, y hasta hicimos dedo,
dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles berlineses pero en realidad mirando la silueta de
otros árboles, innombrables, imposibles, hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en
alguna parte de la India y alquilaron una casa y descansaron.
Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando hasta otra aldea desde
donde envió una carta al amigo que entonces tenía en París. Al cabo de quince días recibió un
giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que
había mandado la carta ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien.
Jugaban con otros niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas
que los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más que nada
como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos, sino Ojo, tal como le
llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo decía que eran sus hijos. Se
inventó que la madre, india, había muerto hacía poco y él no quería volver a Europa. La historia
sonaba verídica. En sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía
la policía india y lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se
acercaba a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas para
seguir, para dormir, para levantarse.
Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en ocasiones trabajaba para los
campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en realidad eran pobres, pero
menos pobres que los demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo
de matemáticas, y a verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los
veía detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto
sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta
perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.
¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.
Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.
En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me quería, dijo el Ojo, aunque en
mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico argelino de la Renault. Se rió después de
decirlo. Yo también me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a
bordo de un taxi cubierto de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de
unos matorrales secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.
Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses después recibió una carta de éste en
donde le comunicaba que la policía india no lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no
había interpuesto denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo
pesadillas, sólo cambió la vestimenta de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar
de ser policías se convirtieron en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado final era aún
más horroroso, me confesó el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las pesadillas y de
alguna forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.
Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme,
dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.
Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada día, el Ojo abandonó la
aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con atenuada sorpresa
descubrió que no estaba tan distante como pensaba, la huida había sido en espiral y el regreso
fue relativamente breve. Una tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el burdel en
donde castraban a los niños. Sus habitaciones se habían convertido en viviendas en donde se
hacinaban familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban
niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban. Le pareció
una imagen del paraíso.
Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por
los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que
ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador
Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés,
que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete
de avión y algo de dinero para pagar el hotel.
Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le
dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que
no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y
el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando
sin parar.

martes, 3 de mayo de 2016

Roberto Bolaño.Consejos sobre el Arte de escribir cuentos.


(Fragmento)
Consejos sobre el arte de escribir cuentos
Roberto Bolaño
Como ya tengo 44 años, voy a dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos.
1) Nunca abordes los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el
mismo cuento hasta el día de su muerte.
2) Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía
suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince.
3) Cuidado: la tentación de escribirlos de dos en dos es tan peligrosa como dedicarse a
escribirlos de uno en uno, pero lleva en su interior el mismo juego sucio y pegajoso de los
espejos amantes.
4) Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay
que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio
por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en
modo alguno a Cela y a Umbral.
5) Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura.
6) Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así.
7) Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos
cuentistas intentan imitar a Petrus Borel. Gran error: ¡Deberían imitar a Petrus Borel en el
vestir! ¡Pero la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval!
8) Bueno: lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean
también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a
Alfonso Reyes y de ahí a Borges.
9) La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra.
10) Piensen en el punto número nueve. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas.
11) Libros y autores altamente recomendables: De lo Sublime del Seudo Longino; los sonetos
del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de
Spoon River de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares de Vila Matas.
12) Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor
cuentista que ha dado este siglo.
Noviembre, 2001.
Roberto Bolaño
Una aventura literaria
B escribe un libro en donde se burla, bajo máscaras diversas, de ciertos escritores, aunque más
ajustado sería decir de ciertos arquetipos de escritores. En uno de los relatos aborda la figura de
A, un autor de su misma edad pero que a diferencia de él es famoso, tiene dinero, es leído, las
mayores ambiciones (y en ese orden) a las que puede aspirar un hombre de letras. B no es
famoso ni tiene dinero y sus poemas se imprimen en revistas minoritarias. Sin embargo entre A
y B no todo son diferencias. Ambos provienen de familias de la pequeña burguesía o de un
proletariado más o menos acomodado. Ambos son de izquierdas, comparten una parecida
curiosidad intelectual, las mismas carencias educativas. La meteórica carrera de A, sin embargo,
ha dado a sus escritos un aire de gazmoñería que a B, lector ávido, le parece insoportable. A, al
principio desde los periódicos pero cada vez más a menudo desde las páginas de sus nuevos
libros, pontifica sobre todo lo existente, humano o divino, con pesadez académica, con el talante
de quien se ha servido de la literatura para alcanzar una posición social, una respetabilidad, y
desde su torre de nuevo rico dispara sobre todo aquello que pudiera empañar el espejo en el que
ahora se contempla, en el que ahora contempla el mundo. Para B, en resumen, A se ha
convertido en un meapilas.
B, decíamos, escribe un libro y en uno de los capítulos se burla de A. La burla no es cruenta
(sobre todo teniendo en cuenta que se trata sólo de un capítulo de un libro más o menos
extenso). Crea un personaje, Alvaro Medina Mena, escritor de éxito, y lo hace expresar las
mismas opiniones que A. Cambian los escenarios: en donde A despotrica contra la pornografía,
Medina Mena lo hace contra la violencia, en donde A argumenta contra el mercantilismo en el
arte contemporáneo, Medina Mena se llena de razones que esgrimir contra la pornografía. La
historia de Medina Mena no sobresale entre el resto de historias, la mayoría mejores (si no
mejor escritas, sí mejor organizadas). El libro de B se publica –es la primera vez que B publica
en una editorial grande– y comienza a recibir críticas. Al principio su libro pasa desapercibido.
Luego, en uno de los principales periódicos del país, A publica una reseña absolutamente
elogiosa, entusiasta, que arrastra a los demás críticos y convierte el libro de B en un discreto
éxito de ventas. B, por supuesto, se siente incómodo. Al menos eso es lo que siente al principio,
luego, como suele suceder, encuentra natural (o al menos lógico) que A alabara su libro; éste,
sin duda, es notable en más de un aspecto y A, sin duda, en el fondo no es un mal crítico.
Pero al cabo de dos meses, en una entrevista aparecida en otro periódico (no tan importante
como aquel en donde publicó su reseña), A menciona una vez más el libro de B, de forma por
demás elogiosa, tachándolo de altamente recomendable: «Un espejo que no se empaña» En el
tono de A, sin embargo, B cree descubrir algo, un mensaje entre líneas, como si el escritor
famoso le dijera: no creas que me has engañado, sé que me retrataste, sé que te burlaste de mí.
Ensalza mi libro, piensa B, para después dejarlo caer. O bien ensalza mi libro para que nadie lo
identifique con el Personaje de Medina Mena. O bien no se ha dado cuenta de nada y nuestro
encuentro escritor–lector ha sido un encuentro feliz. Todas las posibilidades le parecen nefastas.
B no cree en los encuentros felices (es decir inocentes, es decir simples) y comienza a hacer
todo lo posible para conocer personalmente a A. En su fuero interno sabe que A se ha visto
retratado en el personaje de Medina Mena. Al menos tiene la razonable convicción de que A ha
leído todo su libro y que lo ha leído tal como a él le gustaría que lo leyeran. ¿Pero entonces por
qué se ha referido a él de esa manera? ¿Por qué elogiar algo donde se burlan –y ahora B cree
que la burla, además de desmesurada, tal vez ha sido un poco injustificada– de ti? No encuentra
explicación. La única plausible es que A no se haya dado cuenta de la sátira, probabilidad nada
despreciable dado que A cada vez es más imbécil (B lee todos sus artículos, todos los que han
aparecido después de la reseña elogiosa y hay mañanas en que, si pudiera, machacaría a
puñetazos su cara, la cara de A cada vez más pacata, más imbuida por la santa verdad y por la
santa impaciencia, como si A se creyera la reencarnación de Unamuno o algo parecido).
Así que hace todo lo posible por conocerlo, pero no tiene éxito. Viven en ciudades diferentes. A
viaja mucho y no siempre es seguro encontrarlo en su casa. Su teléfono casi siempre marca
ocupado o es el contestador automático el que recibe la llamada y cuando esto sucede B cuelga
en el acto pues le aterrorizan los contestadores automáticos.
Al cabo de un tiempo B decide que jamás se pondrá en contacto con A. Intenta olvidar el
asunto, casi lo consigue. Escribe un nuevo libro. Cuando se publica A es el primero en
reseñarlo. Su velocidad es tan grande que desafía cualquier disciplina de lectura, piensa B. El
libro ha sido enviado a los críticos un jueves y el sábado aparece la reseña de A, por lo menos
cinco folios, donde demuestra, además, que su lectura es profunda y razonable, una lectura
lúcida, clarificadora incluso para el propio B, que observa aspectos de su libro que antes había
pasado por alto. Al principio B se siente agradecido, halagado. Después se siente aterrorizado.
Comprende, de golpe, que es imposible que A leyera el libro entre el día en que la editorial lo
envió a los críticos y el día en que lo publicó el periódico: un libro enviado el jueves, tal como
va el correo en España, en el mejor de los casos llegaría el lunes de la semana siguiente. La
primera posibilidad que a B se le ocurre es que A escribiera la reseña sin haber leído el libro,
pero rápidamente rechaza esta idea. A, es innegable, ha leído y muy bien leído su libro. La
segunda posibilidad es más factible: que A obtuviera el libro directamente en la editorial. B
telefonea a la editorial, habla con la encargada de ventas, le pregunta cómo es posible que A ya
haya leído su libro. La encargada no tiene idea (aunque ha leído la reseña y está contenta) y le
promete averiguarlo. B, casi de rodillas, si es que alguien se puede poner de rodillas
telefónicamente, le suplica que lo llame esa misma noche. El resto del día, como no podía ser
menos, lo pasa imaginando historias, cada una más disparatada que la anterior. A las nueve de
la noche, desde su casa, lo telefonea la encargada de ventas. No hay ningún misterio, por
supuesto, A estuvo en la editorial días antes y se fue con un ejemplar del libro de B con el
tiempo suficiente como para leerlo con calma y escribir la reseña. La noticia devuelve la
serenidad a B. Intenta preparar la cena pero no tiene nada en la nevera y decide salir a comer
fuera. Se lleva el periódico en donde está la reseña. Al principio camina sin rumbo por calles
desiertas, luego encuentra una fonda abierta en la que nunca ha estado antes y entra. Todas las
mesas están desocupadas. B se sienta junto a la ventana, en un rincón apartado de la chimenea
que débilmente calienta el comedor. Una muchacha le pregunta qué quiere. B dice que quiere
comer. La muchacha es muy hermosa y tiene el pelo largo y despeinado, como si se acabara de
levantar. B pide una sopa y después un plato de verduras con carne. Mientras espera vuelve a
leer la reseña. Tengo que ver a A, piensa. Tengo que decirle que estoy arrepentido, que no quise
jugar a esto, piensa. La reseña, sin embargo, es inofensiva: no dice nada que más tarde no vayan
a decir otros reseñistas, si acaso está mejor escrita (A sabe escribir, piensa B con desgana, tal
vez con resignación). La comida le sabe a tierra, a materias putrefactas, a sangre. El frío del
restaurante lo cala hasta los huesos. Esa noche enferma del estómago y a la mañana siguiente se
arrastra como puede hasta el ambulatorio. La doctora que lo atiende le receta antibióticos y una
dieta suave durante una semana. Acostado, sin ganas de salir de casa, B decide llamar a un
amigo y contarle toda la historia. Al principio duda a quién llamar. ¿Y si llamo a A y se lo
cuento a él?, piensa. Pero no, A, en el mejor de los casos, lo achacaría todo a una coincidencia y
acto seguido se dedicaría a leer bajo otra luz los textos de B para posteriormente proceder a
demolerlo. En el peor, se haría el desentendido. Al final, B no llama a nadie y muy pronto un
miedo de otra naturaleza crece en su interior: el de que alguien, un lector anónimo, se hubiera
dado cuenta de que Alvaro Medina Mena es un trasunto de A. La situación, tal como ya está, le
parece horrenda. Con más de dos personas en el secreto, cavila, puede llegar a ser insoportable.
¿Pero quiénes son los potenciales lectores capaces de percibir la identidad de Alvaro Medina
Mena? En teoría los tres mil quinientos de la primera edición de su libro, en la práctica sólo
unos pocos, los lectores devotos de A, los aficionados a los crucigramas, los que, como él,
estaban hartos de tanta moralina y catequesis de final de milenio. ¿Pero qué puede hacer B para
que nadie más se dé cuenta? No lo sabe. Baraja varias posibilidades, desde escribir una reseña
elogiosa en grado extremo del próximo libro de A hasta escribir un pequeño libro sobre toda la
obra de A (incluidos sus malhadados artículos de periódico); desde llamarlo por teléfono y
poner las cartas boca arriba (¿pero qué cartas?) hasta visitarlo una noche, acorralarlo en el
zaguán de su piso, obligarlo por la fuerza a que confiese cuál es su propósito, qué pretende al
pegarse como lapa a su obra, qué reparaciones son las que de manera implícita está exigiendo
con tal actitud.
Finalmente B no hace nada.
Su nuevo libro obtiene buenas críticas pero escaso éxito de público. A nadie le parece extraño
que A apueste por él. De hecho, A, cuando no está de lleno en el papel de Catón de las letras (y
de la política) españolas, es bastante generoso con los nuevos escritores que saltan a la palestra.
Al cabo de un tiempo B olvida todo el asunto. Posiblemente, se consuela, producto de su
imaginación desbordada por la publicación de dos libros en editoriales de prestigio, producto de
sus miedos desconocidos, producto de su sistema nervioso desgastado por tantos años de trabajo
y de anonimato. Así que se olvida de todo y al cabo de un tiempo, en efecto, el incidente es tan
sólo una anécdota algo desmesurada en el interior de su memoria. Un día, sin embargo, lo
invitan a un coloquio sobre nueva literatura a celebrarse en Madrid.
B acude encantado de la vida. Está a punto de terminar otro libro y el coloquio, piensa, le
servirá como plataforma para su futuro lanzamiento. El viaje y la estancia en el hotel, por
supuesto, están pagados y B quiere aprovechar los pocos días de estadía en la capital para
visitar museos y descansar. El coloquio dura dos días y B participa en la jornada inaugural y
asiste como espectador a la última. Al finalizar ésta, los literatos, en masa, son conducidos a la
casa de la condesa de Bahamontes, letraherida y mecenas de múltiples eventos culturales, entre
los que destacan una revista de poesía, tal vez la mejor de las que aparecen en la capital, y una
beca para escritores que lleva su nombre. B, que en Madrid no conoce a nadie, está en el grupo
que acude a cerrar la velada a casa de la condesa. La fiesta, precedida por una cena ligera pero
deliciosa y bien regada con vinos de cosecha propia, se alarga hasta altas horas de la
madrugada. Al principio, los participantes no son más de quince pero con el paso de las horas se
van sumando al convite una variopinta galería de artistas en la que no faltan escritores pero
donde es dable encontrar, también, a cineastas, actores, pintores, presentadores de televisión,
toreros.
En determinado momento, B tiene el privilegio de ser presentado a la condesa y el honor de que
ésta se lo lleve aparte, a un rincón de la terraza desde la que se domina el jardín. Allá abajo lo
espera un amigo, dice la condesa con una sonrisa y señalando con el mentón una glorieta de
madera rodeada de plátanos, palmeras, pinos. B la contempla sin entender. La condesa, piensa,
en alguna remota época de su vida debió ser bonita pero ahora es un amasijo de carne y
cartílagos movedizos. B no se atreve a preguntar por la identidad del «amigo». Asiente, asegura
que bajará de inmediato, pero no se mueve. La condesa tampoco se mueve y por un instante
ambos permanecen en silencio, mirándose a la cara, como si se hubieran conocido (y amado u
odiado) en otra vida. Pero pronto a la condesa la reclaman sus otros invitados y B se queda solo,
contemplando temeroso el jardín y la glorieta donde, al cabo de un rato, distingue a una persona
o el movimiento fugaz de una sombra. Debe ser A, piensa, y acto seguido, conclusión lógica:
debe estar armado.
Al principio B piensa en huir. No tarda en comprender que la única salida que conoce pasa
cerca de la glorieta, por lo que la mejor manera de huir sería permanecer en alguna de las
innumerables habitaciones de la casa y esperar que amanezca. Pero tal vez no sea A, piensa B,
tal vez se trate del director de una revista, de un editor, de algún escritor o escritora que desea
conocerme. Casi sin darse cuenta B abandona la terraza, consigue una copa, comienza a bajar
las escaleras y sale al jardín. Allí enciende un cigarrillo y se aproxima sin prisas a la glorieta. Al
llegar no encuentra a nadie, pero tiene la certeza de que alguien ha estado allí y decide esperar.
Al cabo de una hora, aburrido y cansado, vuelve a la casa. Pregunta, a los escasos invitados que
deambulan como sonámbulos o como actores de una pieza teatral excesivamente lenta, por la
condesa y nadie sabe darle una respuesta coherente. Un camarero (que lo mismo puede estar al
servicio de la condesa o haber sido invitado por ésta a la fiesta) le dice que la dueña de casa
seguramente se ha retirado a sus habitaciones, tal como acostumbra, la edad, ya se sabe. B
asiente y piensa que, en efecto, la edad ya no permite muchos excesos. Después se despide del
camarero, se dan la mano y vuelve caminando al hotel. En la travesía invierte más de dos horas.
Al día siguiente, en vez de tomar el avión de regreso a su ciudad, B dedica la mañana a
trasladarse a un hotel más barato donde se instala como si planeara quedarse a vivir mucho
tiempo en la capital y luego se pasa toda la tarde llamando por teléfono a casa de A. En las
primeras llamadas sólo escucha el contestador automático. Es la voz de A y de una mujer que
dicen, uno después del otro y con un tono festivo, que no están, que volverán dentro de un rato,
que dejen el mensaje y que si es algo importante dejen también un teléfono al que ellos puedan
llamar. Al cabo de varias llamadas (sin dejar mensaje) B se ha hecho algunas ideas respecto a A
y a su compañera, a la entidad desconocida que ambos componen. Primero, la voz de la mujer.
Es una mujer joven, mucho más joven que él y que A, posiblemente enérgica, dispuesta a
hacerse un lugar en la vida de A y a hacer respetar su lugar. Pobre idiota, piensa B. Después, la
voz de A. Un arquetipo de serenidad, la voz de Catón. Este tipo, piensa B, tiene un año menos
que yo pero parece como si me llevara quince o veinte. Finalmente, el mensaje: ¿por qué el tono
de alegría?, ¿por qué piensan que si es algo importante el que llama va a dejar de intentarlo y se
va a contentar con dejar su número de teléfono?, ¿por qué hablan como si interpretaran una obra
de teatro, para dejar claro que allí viven dos personas o para explicitar la felicidad que los
embarga como pareja? Por supuesto, ninguna de las preguntas que B se hace obtiene respuesta.
Pero sigue llamando, una vez cada media hora, aproximadamente, y a las diez de la noche,
desde la cabina de un restaurante económico, le contesta una voz de mujer. Al principio,
sorprendido, B no sabe qué decir. Quién es, pregunta la mujer. Lo repite varias veces y luego
guarda silencio, pero sin colgar, como si le diera a B la ocasión de decidirse a hablar. Después,
en un gesto que se adivina lento y reflexivo, la mujer cuelga. Media hora más tarde, desde un
teléfono de la calle, B vuelve a llamar. Nuevamente es la mujer la que descuelga el teléfono, la
que pregunta, la que espera una respuesta. Quiero ver a A, dice B. Debería haber dicho: quiero
hablar con A. Al menos, la mujer lo entiende así y se lo hace notar. B no contesta, pide perdón,
insiste en que quiere ver a A. De parte de quién, dice la mujer. Soy B, dice B. La mujer duda
unos segundos, como si pensara quién es B y al cabo dice muy bien, espere un momento. Su
tono de voz no ha cambiado, piensa B, no trasluce ningún temor ni ninguna amenaza. Por el
teléfono, que la mujer ha dejado seguramente sobre una mesilla o sillón o colgando de la pared
de la cocina, oye voces. Las voces, ciertamente ininteligibles, son de un hombre y una mujer, A
y su joven compañera, piensa B, pero luego se une a esas voces la de una tercera persona, un
hombre, alguien con la voz mucho más grave. En un primer momento parece que conversan,
que A es incapaz de no prolongar aunque sólo sea un instante una conversación interesante en
grado sumo. Después, B cree que más bien están discutiendo. O que tardan en ponerse de
acuerdo sobre algo de extrema importancia antes de que A coja de una vez por todas el teléfono.
Y en la espera o en la incertidumbre alguien grita, tal vez A. Después se hace un silencio
repentino, como si una mujer invisible taponara con cera los oídos de B. Y después (después de
varias monedas de un duro) alguien cuelga silenciosamente, piadosamente, el teléfono.
Esa noche B no puede dormir. Se reprocha todo lo que no hizo. Primero pensó en insistir pero
decidió llevado por una superstición cambiar de cabina. Los dos siguientes teléfonos que
encontró estaban estropeados (la capital era una ciudad descuidada, incluso sucia) y cuando por
fin encontró uno en condiciones, al meter las monedas se dio cuenta de que las manos le
temblaban como si hubiera sufrido un ataque. La visión de sus manos lo desconsoló tanto que
estuvo a punto de echarse a llorar. Razonablemente, pensó que lo mejor era acopiar fuerzas y
que para eso nada mejor que un bar. Así que se puso a caminar y al cabo de un rato, después de
haber desechado varios bares por motivos diversos y en ocasiones contradictorios, entró en un
establecimiento pequeño e iluminado en exceso en donde se hacinaban más de treinta personas.
El ambiente del bar, como no tardó en notar, era de una camaradería indiscriminada y
bulliciosa. De pronto se encontró hablando con personas que no conocía de nada y que
normalmente (en su ciudad, en su vida cotidiana) hubiera mantenido a distancia. Se celebraba
una despedida de soltero o la victoria de uno de los dos equipos de fútbol locales. Volvió al
hotel de madrugada, sintiéndose vagamente avergonzado.
Al día siguiente, en lugar de buscar un sitio donde comer (descubrió sin asombro que era
incapaz de probar bocado), B se instala en la primera cabina que encuentra, en una calle
bastante ruidosa, y telefonea a A. Una vez más, contesta la mujer. Contra lo que B esperaba, es
reconocido de inmediato. A no está, dice la mujer, pero quiere verte. Y tras un silencio:
sentimos mucho lo que pasó ayer. ¿Qué pasó ayer?, dice B sinceramente. Te tuvimos esperando
y luego colgamos. Es decir, colgué yo. A quería hablar contigo, pero a mí me pareció que no era
oportuno. ¿Por qué no era oportuno?, dice B, perdido ya cualquier atisbo de discreción. Por
varias razones, dice la mujer... A no se encuentra muy bien de salud... Cuando habla por
teléfono se excita demasiado... Estaba trabajando y no es conveniente interrumpirlo... A B la
voz de la mujer ya no le parece tan juvenil. Ciertamente está mintiendo: ni siquiera se toma el
trabajo de buscar mentiras convincentes, además no menciona al hombre de la voz grave. Pese a
todo, a B le parece encantadora. Miente como una niña mimada y sabe de antemano que yo
perdonaré sus mentiras. Por otra parte, su manera de proteger a A de alguna forma es como si
realzara su propia belleza. ¿Cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?, dice la mujer. Sólo hasta
que vea a A, luego me iré, dice B. Ya, ya, ya, dice la mujer (a B se le ponen los pelos de punta)
y reflexiona en silencio durante un rato. Esos segundos o esos minutos B los emplea en
imaginar su rostro. El resultado, aunque vacilante, es turbador. Lo mejor será que vengas esta
noche, dice la mujer, ¿tienes la dirección? Sí, dice B. Muy bien, te esperamos a cenar a las
ocho. De acuerdo, dice B con un hilo de voz y cuelga.
El resto del día B se lo pasa caminando de un sitio a otro, como un vagabundo o como un
enfermo mental. Por supuesto, no visita ni un solo museo aunque sí entra a un par de librerías
en donde compra el último libro de A. Se instala en un parque y lo lee. El libro es fascinante,
aunque cada página rezuma tristeza. Qué buen escritor es A, piensa B. Considera su propia
obra, maculada por la sátira y por la rabia y la compara desfavorablemente con la obra de A.
Después se queda dormido al sol y cuando despierta el parque está lleno de mendigos y yonquis
que a primera vista dan la impresión de movimiento pero que en realidad no se mueven, aunque
tampoco pueda afirmarse con propiedad que están quietos.
B vuelve a su hotel, se baña, se afeita, se pone la ropa que usó durante el primer día de estancia
en la ciudad y que es la más limpia que tiene, y luego vuelve a salir a la calle. A vive en el
centro, en un viejo edificio de cinco plantas. Llama por el portero automático y una voz de
mujer le pregunta quién es. Soy B, dice B. Pasa, dice la mujer y el zumbido de la puerta que se
abre dura hasta que B alcanza el ascensor. E incluso mientras el ascensor lo sube al piso de A, B
cree oír el zumbido, como si tras sí arrastrara una larga cola de lagartija o de serpiente.
En el rellano, junto a la puerta abierta, A lo está esperando. Es alto, pálido, un poco más gordo
que en las fotos. Sonríe con algo de timidez. B siente por un momento que toda la fuerza que le
ha servido para llegar a casa de A se evapora en un segundo. Se repone, intenta una sonrisa,
alarga la mano. Sobre todo, piensa, evitar escenas violentas, sobre todo evitar el melodrama.
Por fin, dice A, cómo estás. Muy bien, dice B.

sábado, 30 de abril de 2016

Pio Baroja. Novela. Las mascaradas sangrientas.



Esta novela forma una trilogía con Las figuras de cera y La nave de los locos. Está fechada a comienzo del otoño de 1927. Aunque queda dentro del ciclo de las Memorias de un hombre de acción, el motivo central de ella, se lo dio al novelista un crimen ocurrido en Guipúzcoa poco antes de que la terminara: el crimen de Beizama. La opinión del pueblo vasco se dividió, como tantas veces, en dos sectores políticos al buscarse a los responsables. La derecha en conjunto negó la culpabilidad de los detenidos como autores del crimen. La izquierda los consideró culpables. Pío Baroja quiso conocer a estos en la cárcel y después llevó a cabo encuestas diferentes en el lugar del crimen y sus alrededores. Utilizando sus notas detalladas compuso un relato que es, sin duda, uno de los más dramáticos de la serie.
Además, en esta novela se dan fin a las dos tramas que han ido desarrollando a lo largo de esta trilogía: la de Chipiteguy, Manón y Álvaro Sánchez de Mendoza por una parte, y la de Aviraneta y su Simancas por otra.


 PRÓLOGO

UN TANTO CONCEPTUOSO Y ALAMBICADO, A LA MANERA ANTIGUA

HABÍA llegado el autor —don Pedro Leguía y Gaztelumendi— al comenzar este tomo de su obra, quizá más antihistórica que histórica, a los primeros meses de 1839, a los preliminares del Convenio de Vergara.
Se encontraba nuestro amigo ante un mundo de intrigas, de contiendas, de oscuridades y de confusiones.
La atmósfera se hallaba cargada de nubes bajas, pesadas, amenazadoras, con resplandores tempestuosos; el país escindido en dos campos: el uno, rural, tradicional, enamorado de lo viejo; el otro, revolucionario, ciudadano, moderno, al menos en sus intenciones.
En cada campo reinaba la división, la subdivisión, el parcelamiento, la anarquía, el odio, el encono, la insidia y los horrores presididos por la Discordia, la diosa maléfica hija de la Noche.
En el campo carlista y rural, Maroto contra Don Carlos, la corte y Cabrera contra Maroto, los realistas puros contra los reformistas, los militares contra los burócratas, los guerrilleros contra los hojalateros, los vascos contra los castellanos y los castellanos contra los vascos.
En el campo liberal y ciudadano, Narváez claramente contra Espartero, Espartero contra Cristina, los exaltados contra los moderados, los progresistas contra los conservadores y partidarios del despotismo ilustrado, los masones escoceses contra los demás hijos carnavalescos de Hiram y los románticos contra los clásicos, hartos de las tocatas viejas de Apolo y enamorados de las nuevas de Pan, aun con el riesgo de ver alargarse demasiado sus orejas.
En los dos bandos, los brutos contra los inteligentes; aquellos siempre defendidos, estos siempre sin defensa, cosa triste, pero comprensible y humana.
En este ambiente de rivalidades y disidencias, en medio de la desunión y del caos y de la embestida insidiosa y eterna de los partidarios del dios orgiástico de Tracia contra el perfilado y repipiado hijo de Latona, la vieja España iba tropezando y desangrándose con las heridas al descubierto.
No había español que contemplara la partida con ojos de filósofo. Seguramente nadie pensaba, al ver el ciclo de los acontecimientos, en la vuelta eterna de las cosas, en el posible cambio de los tópicos del momento, ni en las tres aparatosas hipóstasis que, salidas de la cátedra de una Universidad germánica, habían dado la vuelta por el orbe. La raza española entonces no pretendía ni podía ver a lo lejos. Todos asistían a la contienda deseando intervenir. Aviraneta también desde su rincón seguía la lucha con su mirada clara de fuina y aconsejaba a los suyos un movimiento de la torre o del alfil para dar el jaque pronto a los enemigos.
El autor pensaba seguir buceando y buscando en las tinieblas la huella de las maquinaciones, débiles y míseras, a pesar de su intensa perfidia; pensaba discriminarlas con más o menos arte, cuando apareció ante sus ojos un resplandor sangriento como una aurora boreal.
A la discriminación pensada quitaba valor de repente el fulgor del crimen. Era el zigzag cárdeno del relámpago en medio de la noche oscura, la luz súbita que da forma por un instante al paisaje exterior y al psicológico.
A la claridad de esta pasajera iluminación espectral, el autor siguió adelante, creyendo ya orientarse más fácilmente entre la sombra de la noche sin estrellas que reina en los dominios fúnebres del Orco…
Para muchos jóvenes dandys de la literatura académica y acaramelada, siempre gálica, naturalmente, de la vanguardia o de la retaguardia, ese disco rojo del crimen no puede servir más que para iluminar antros del folletín y del melodrama, antros, quizá, de cartón pintado. Nosotros, sin duda más ingenuos y menos apolínicos, sin gran temor al percance del rey Midas, del alargamiento de las orejas, no participamos de esa creencia y nos atrae la llama roja y siniestra que alumbra los rincones oscuros y sombríos del espíritu y que deja luego un halo siniestro alrededor de las figuras monstruosas, admirables a veces en su morfología teratológica. ¿Cómo rechazar ningún resplandor que pueda esclarecer la turbia condición de la naturaleza humana, su esencia y su metabolismo?
Es sugestiva la luz de la lámpara que brilla en las zonas inmaculadas donde nacen los pensamientos puros, inefables en su pureza; donde moran las madres del viejo Goethe; pero también es sugestivo el fulgor de la antorcha dostoievskiana, que ilumina el borde del abismo negro poblado por los dragones y las quimeras. Es admirable la llama del ara en el bosque sagrado; pero también lo es la claridad sospechosa en la ventana del garito o de la taberna vigilada por la Policía. Está llena de misterio la luz de Sirio en las noches limpias y estrelladas; mas también lo está la linterna del trapero en el callejón miserable de la gran urbe.
Todo lo que vive, se mueve, se agita, llevado por un ímpetu vital, por un apetito interior de poseer, sea bueno o sea malo, vicioso o virtuoso, delicado o grosero, alto o bajo, nos interesa a los hombres. Su clasificación, su jerarquía, su importancia académica, no nos importa; que se llame tragedia, folletín, melodrama o sainete, es cosa que nos deja fríos.
El autor, atraído como un niño por la claridad pasajera y siniestra que ha esclarecido su camino, ha ido dejando la penumbra apagada de la intriga, para entrar en la zona de la luz cruda del crimen; ha abandonado la contemplación de las figuras de cera animadas por el bermellón y el colorete, para contemplar la incolora y enigmática máscara de la Gorgona; ha olvidado la vida marchita por la triunfante tanatología; ha dejado la curiosidad histórica y hegeliana por la ansiedad tumultuosa y pánica…
Como el guion en las bandadas de los pájaros emigrantes revolotea en la alta atmósfera para buscar su rumbo, y, ya encontrado este, se lanza con las alas desplegadas en una dirección fija e invariable —brújula viva—, sin vacilar un momento, así el autor, viejo y dilecto amigo nuestro, marcha en su libro planeando a la vista del crimen, con el corazón un poco ligero y la jovialidad honda del que sintió en otro tiempo, en las acciones algo peligrosas, la embriaguez plebeya y dionisíaca…

Fuente: Editorial Planeta.

viernes, 29 de abril de 2016

Carlos Fuentes. Cervantes o la crítica de la lectura.


II
(En la gráfica: Carlos Fuentes y Silvia Lemus).
En El arco y la lira, Octavio Paz define a la novela
como "la épica de una sociedad en lucha ·consigo
misma". Si en su origen la palabra "novela" significa
"portadora de novedades", no es la menor de
ellas esta extrañeza: una épica crírica y contradictoria.
Como indica Paz, en la épica clásica pueden
combatir dos mundos, el sobrenatural y d humano,
pero esa lucha no implica ambigüedad aLguna.
"Ni Aquiles ni el Cid . dudan de las ideas,
creencias e instituciones de su mundo ... El héroe
épico nunca es rebelde y el acto heroico generalmente
tiende a restablecer el orden ancestral,
violado por una falta mítica."
En la épica fidedigna concurren por lo menos
tres características. La escritura y la lectura épicas
son previas, unívocas y denotadas. Las tres pueden
reducirse a un significado: la identidad entre
la epopeya y el orden de la realidad en el que la
épica se sustenta. Esa identidad es, además, una
sanción del orden: el de la polis griega, el imperi
um romano o la civitas medieval. Forma y
norma épicas coinciden totalmente: nada instruye
entre el significante y el significado en La I/iada,
La Eneida o la Canción de Rolando.
El tema poético de la epopeya, como dice Ortega
y Gasset, existe previamente de una vez para
siempre: "Homero cree que las cosas acontecieron
como sus hexámetros nos refieren; el auditorio
lo creía también. Más aún: Homero no pretende
contar nada nuevo. Lo que él cuenta lo
sabe ya el público, y Homero sabe que lo sabe."
De esta manera, la épica excluye la ruptura radical
o el punto de partida inédiro, la pretensión de
originalidad, la re-escritura o la pluralidad de lecturas.
La épica es un tribunal sin apelación.
Nada puede apartar a Penélope de su fiel
~': caracterizac ión y convertirla, como en la antiepopeya
radical de Joyce, en una promiscua Mo,,
lly Bloom. Y Odiseo no puede permanecer para
siempre, arrebatado por el amour fou, en brazos
,. de Circe: le esperan, debe regresar a Ítaca, el orden
monógamo y patriarcal debe ser restaurado.
Las diferencias que puedan surgir dentro de la
normatividad épica son siempre diferencias deno-
.' radas: designan, indican, anuncian, son el signo visible
de la normatividad que representan, constiruyen
su mensaje, la restauran si es violada. Troya
ha caído y, como a Humpty Dumpty, nada podrá
levantarla. Pero Eneas puede fundar otra ciudad y
asegurar la continuidad y el orden de las civilizaciones.
Sin embargo, hay una diferencia entre la epopeya
clásica y la épica medieval, y esa diferencia
estriba, precisamente, en el carácter de la excepción
a la norma. En la épica clásica, la diferencia
de la norma se llama tragedia. La tragedia es la libertad
que se equivoca. El error trágico, al purgarse,
restablece, como dice Paz, "el orden ancestral,
violado por una falta mítica". Edipo quebranta
la norma de la interdicción del incesro;
Medea, la que proscribe el infanticidio. Pero sus
destinos trágicos (y nuestra respuesta catártica al
verlos representados) restauran las normas y las
fortalecen. Si Hegel está en lo cierto al afirmar
que "el destino es la conciencia del yo, pero de
un yo enemigo", entonces la tragedia es la memoria
vivificada del ángel y de la bestia que coexisten
en cada individuo y de la opción humana,
proyectada hacia la esfera social, de desterra1;.) el
mal y de promover el bien. La normatividad de la
virtud, en Grecia y en Roma, es un acto de fundación:
la salud está en el origen,, en un pacto
normativo concluido en el alba aboriginal, intemporal
y en consecuencia mítico; el mito como un
eterno presente, eternamente renovable y externamente
representable. El héroe trágico se purga
de su "falta mítica" y restablece la norma fundadora;
a través de nosotros, espectadores de la tragedia,
limpia también a su sociedad y puede reintegrarse
a ella mediante el recurso del teatro.
En la épica medieval, en cambio, no cabe la
tragedia. La libertad que se equivoca se llama herejía
y el error herético no puede ser admitido en
un orden dirigido al final: la salud está en un futuro
que es el más allá, el término del tiempo,
cuando suene la trompeta, los justos sean salvados
para siempre y los injustos, para siempre,
condenados. Los orígenes del cristianismo se inscriben
en la historia: la ruptura con el Antiguo
Testamento y la Redención que sirve de fundamentación
al Nuevo suceden en fechas precisas
del calendario; Jesús nace durante el imperio de
César Augusto y es crucificado durante el de Tiberio
César. El reino de Cristo no se encuentra
en el trágico pasado del paraíso perdido, sino en
el futuro optimista del paraíso ganado.
La tragedia, nombre de la libertad equivocada
en el mundo clásico, es la excepción a la norma
épica y encuentra su expresión poética en Edipo
Rey o Medea. El mundo medieval no ofrece algo
comprable: las excepciones a la norma establecida
por la Canción de Rolando o El poema del mío
Cid no son escritas por la simple razón de que no
son legibles. Y es que la épica medieval se inscribe
en un orden donde las palabras y las cosas
no sólo coinciden, sino que toda lectura es finalmente
lectura del verbo divino: en escala aseen-
dente, cuanto es termina por confluir en el ser y
la palabra idénticos de Dios, causa primera, eficiente,
final y reparadora de cuanto existe. La visión
escolástica del mundo es unívoca: todas las
palabras y todas las cosas poseen un lugar establecido,
una función precisa y una correspondencia
exacta en el orden cristiano. No hay lugar para lo
equívoco. Las palabras de la Summa T heologiae y
las del ciclo artúrico, por igual, significan lo que
contienen y contienen lo que significan. El
mundo feudal y escolástico se manifiesta a través
de una heráldica verbal, ajena a toda idea de
transformación. Los elementos de esa heráldica
pueden enriquecerse, combinarse de mil maneras
y someterse a los cuatro modos interpretativos
enumerados por Dante en su carta a Can' Grande
della Scala: literal, alegórico, moral y anagógico.
Pero las cuatro vías de la hermenéutica cristiana
conducen a una perspectiva jerárquica y unitaria,
a una lectura única de la realidad.
Así, el triple criterio tomista de la belleza (proporción,
integridad y claridad) supone una jerarquía
de los fines y los medios: el valor positivo de
un objeto estético se establece en una relación de
dependencia global entre medios buenos y medios
malos, fines buenos y fines malos. En Santo
Tomás, la Belleza, el Bien y la Verdad integran
11 na malla de relaciones inseparables. Un libro o
una pintura cuyas finalidades son obscenas, mági<
as o he réticas, son obras feas aunque sean perf
vc:cas: su finalidad depravada determina sus me-
11 ios estéticos. Fuera de este canon, toda lectura
c·s ilícita. O, para expresarlo con la perspectiva
histórica empleada por Collingwood, "todas las
¡wrsonas y todos los pueblos se encuentran comp1
·o rr1 c tidos en el proceso de actualización del
p1 opósito de Dios, y en consecuencia el proceso
histórico es siempre y en todo lugar el mismo, y
cada una de sus partes es parte de la misma totalidad".
Cuando surge una oposición entre el propósito
objetivo de Dios y el propósito subjetivo
del hombre, añade Collingwood, "ello conduce
inevitablemente a la idea de que las finalidades
humanas carecen de importancia en el curso de la
historia y de que la única fuerza que lo determina
es la naturaleza divina' .
Expulsada del orden divino, la herejía se vio
obligada a convertirse en historia: la encarnación
de las finalidades humanas opuestas a las de Dios.
Y la historia, al cabo, sería el nombre moderno
de los errores de la libertad. Herejía, originalmente,
quiere decir tomar para sí, escoger. Es, la
falta de Pelayo en su combate con San Agustm.
Al perseguir la idea pelagiana de que el hombre
es libre para escoger su propio camino hacia la
salvación mediante una liga inmediata con la
abundante gracia de Dios, la iglesia pensó correctamente
que no hacía más que defender tanto su
estructura jerárquica como su misión mediadora.
Pero, ¿no ha sido siempre cierto que la persecución
fortalece a los perseguidos? Si se les persigue,
es porque importan. Abbie Hoffmann es
conducido a un estudio de televisión. Alexander
Solzhyenitzin es conducido al exilio. No estoy de
acuerdo con las ideas ni del yippie ni del místico
eslavo. Sólo hago notar que éste es perseguido
porque importa (o importa porque es perseguido)
mientras que aquél ni es perseguido ni importa.
El cristianismo, al perseguir la herejía, preparó el
advenimiento de lo mismo que habría de minarlo:
la crítica, el libre examen, el tomar para sí.
Quizás deba aclarar, a esta altura, que no poseo
la arrogancia progresista indispensable para negar
el magnífico florecimiento cultural que tuvo lugar
en Europa entre los siglos XI y xv. Las catedrales
de Chartres y Milán, las abadías de la Puglia y la
Dordoña, los grandes centros de enseñanza de
Oxford y Boloña, las tapicerías de Bayeux y los
vitrales de la Ste. Chapelle, los libros de horas y
los libros de amor cortesano, la magnificencia urbana
de Venecia y Toledo, se cuentan sin duda
entre los más grandes logros del espíritu humano.
Las constantes tensiones políticas entre el papado
y los poderes temporales seguramente salvó al
Occidente de la tradición despótica que la fusión
de los poderes espiritual y temporal (el cesaropapismo)
estableció en el Oriente. Intento, simplemente,
indicar el carácter de la norma ortodoxa
para la lectura del mundo durante la Edad
Media, sin ignorar los pluralismos heterodoxos
que se agitaban y hervían y supuraban en el foso
que rodeaba la sólida fortaleza del orden medieval
ortodoxo, central y triunfalista. Esto es importante
para la comprensión de Cervantes, puesto
que vivió y escribió en la época de la Contrarreforma,
cuando todas las rigideces de la ortodoxia
medieval fueron subrayadas hasta la caricatura
y todos sus méritos habían, para entonces, perecido.

jueves, 28 de abril de 2016

Stanley Bernard Ellin. Novela policíaca.


Stanley Bernard Ellin (EE. UU., 1916 - 1987), fue escritor de narrativa policiaca.
Desde niño fue un estusiasta lector de Mark Twain, Rudyard Kipling y Edgar Allan Poe. Se educó en el Brooklyn College y recibió el B.A. en 1936. Se casó con Jean Michael en 1937 y tuvo una hija: Sue Ellin.
Ellin trabajó en la industria metalúrgica, en una granja y como profesor antes de servir en el Ejército de los Estados Unidos entre 1944 y 1945 durante la II Guerra Mundial. Después, ante la insistencia de su mujer, se dedicó en exclusiva a la literatura. En mayo de 1948, una de sus más famosas historias cortas, `The Specialty of the House`, apareció en la Ellery Queen`s Mystery Magazine. En años sucesivos conquistó fama como escritor de misterio y ganó dos veces el Edgar Allan Poe Award (Premio Edgar) por sus cuentos `The House Party` en 1954 y `The Blessington Method` en 1956, y el de novela por `The Eighth Circle` en 1959. Muchos episodios del serial televisivo `Alfred Hitchcock Presenta` se han inspirado en sus historias cortas y sus novelas `Dreadful Summit`, `House of Cards` y `The Bind` han sido adaptadas al cine.

En su narrativa corta domina una profunda comprensión de los personajes y un estilo pulimentado al máximo. Casi todos sus relatos policiacos son antológicos y han aparecido entre las mejores muestras del género. Todos ellos se publicaron en la Ellery Queen Mystery Magazine.

Ellin fue largo tiempo miembro y presidente de la Mystery Writers of America. En 1981 fue distinguido con el mayor honor de la misma, el Premio Gran Maestro (Grand Master Award). Murió de un ataque al corazón en Brooklyn, New York, el 31 de julio de 1986.

STANLEY ELLIN
LA ESTRELLA DESLUMBRANTE
Título original: Star Light Star Bright
Traducción: Martha Aboaf
Emecé
Colección El Séptimo Círculo 342
Buenos Aires – Argentina
Abril de 1981

(Fragmento. Novela policíaca).
A Sue, con amor

Estrella luminosa, estrella deslumbrante
Primera estrella que veré esta noche
Deseo poder, deseo poder
Obtener el deseo que deseo esta noche.

ESE LUNES todo fue de mal en peor.
Para empezar tenía esa cita ineludible con un reducidor excepcionalmente próspero y astuto, un tal Hennig, y a la seis y media de la mañana, con un viento helado que soplaba en la oscura desolación del bajo Manhattan, nos reunimos, al fin, en la esquina de Broad y Wall. Ya nos conocíamos. Trepé a su lustroso Continental último modelo y me quedé allí sentado un rato descongelándome. Cuando pude estirar los dedos le entregué los quince mil dólares en billetes de cien, como habíamos convenido, y él los contó con la habilidad de un cajero del hipódromo.
—Las piedras— dije.
—Todavía no, Milano. Oí decir que la compañía de seguros escupió treinta mil por esto.
—¿Y entonces?
—Entonces me voy a poner caro. Quince para la agencia y quince para mí no es lo que esperaba —ordenó les fajos de billetes en las profundidades de un portafolios—. Desde mi punto de vista debe haber otros diez en camino.
—¿Cambiando las reglas a la mitad del juego, Hennig?— le dije reconviniéndolo—. ¿Se da cuenta de cómo puede arruinar su reputación?
—Puede dejar de lado los chistes, Milano— su mano salió del portafolio empuñando un revólver; uno corto, de calibre chico. Lo mantuvo bajo y apuntó con mano no muy firme en dirección a mis calzoncillos Jockey—. Y no se mueva.
¿Un reducidor actuando como un matón? Era algo tan antinatural como una cucaracha en dos patas mostrando una boca llena de dientes.
—Sea lógico— le dije—. Usted sabe que no ando con otros diez mil encima.
—¿No? —simuló estar muy sorprendido—. Entonces ocúpese de conseguirlos en cuanto abra su Banco. Llámeme y le diré adonde vamos a terminar el negocio— parecía malhumorado—. Vamos, andando.
Una cucaracha con dientes, traté de convencerme, sigue siendo una cucaracha. Bajé con fuerza mi mano izquierda sobre su muñeca, y el revólver golpeó el piso bajo el pedal del freno. Nos dimos un cabezazo tratando de agarrarlo, pero yo llegué primero. Se lo clavé en el cuello.
—El negocio lo vamos a cerrar ahora, señor Hennig— le advertí; y el señor Hennig, moviéndose con mucho cuidado, sacó de adentro de su camisa una bolsa de plástico.
El collar era un artefacto de brillantes y esmeraldas asegurado en ciento veinte mil, y aun a través de la bolsa era algo digno de verse.
Tiré el revólver en un desagüe muy oportuno yendo hacia mi auto, estacionado a la vuelta de la esquina. Cuando tocó fondo con un ruido a agua me di cuenta de que con o sin viento ártico estaba bañado en sudor.
A las siete —en horario—, le entregué el collar a Elphinstone, el hombre de la compañía de seguros, en la suite del Plaza que habían alquilado para ese propósito. Por afuera era del tipo profesional —elegante— canoso, y por dentro otro Hennig. Colocó la joya sobre un cuadrado de terciopelo negro y con una lupa revisó cada piedra.
—Todo presente y revisado —dijo al fin. Me dirigió una mirada sonriente, que sin duda quería decir algo más—. Creo que se dará cuenta, Milano, de que ha hecho un trabajo excepcional para mi compañía en los últimos dos años.
—¿Sí?
—Un trabajo excepcional— le dio un toquecito extra a su condescendencia—. Me pregunto cómo se sentiría usted dejando la nómina de sueldos de su agencia y viniendo a la nuestra. Con un saludable aumento sobre lo que gana ahora, por supuesto.
—Le agradezco— le dije—, pero no figuro en la nómina de la agencia. Soy socio de Watrous y Asociados. Yo soy Asociados.
—¿Ah sí?— parecía molesto—. El señor Watrous nunca me lo mencionó —reaccionó en seguida—. Bueno, bueno, en ese caso me imagino que le estará yendo muy bien.
—Muy bien. Pero aun si no fuera así no aceptaría su propuesta, señor Elphinstone. ¿Sabe? El hombre con el que acabo de cerrar trato sabía exactamente lo que usted pagaba para recuperar esta chuchería. Incluyendo mi tarifa de agencia como intermediario. Y eso significa que usted es muy descuidado cuando intercambia secretos de la compañía con sus amigotes, en el bar de la esquina.
Me metió un dedo en el pecho.
—¡Oiga, Milano...!
Me saqué el dedo de encima.
—Cuidado, señor Elphinstone, en este momento estoy muy sensible a cualquier cosa que me apunte, aunque sean dedos. Y la próxima vez que me llame para uno de estos trabajos supuestamente confidenciales puede ser que le conteste o no, dependiendo de mi estado de ánimo en ese momento.
A las nueve y media, después de haberme bañado, tomado el desayuno y dormido una breve siesta en mi departamento, estaba sentado detrás de mi escritorio en la agencia. Había entrado por la puerta privada, pero Shirley Glass, encargada de la oficina y madre de Watrous y Asociados desde su nacimiento hacía ya diez años, tenía las antenas dirigidas hada cualquier vibración que se produjera entre estas paredes. Entró un minuto después, dejó caer en mi escritorio una colección de informes de las investigaciones del fin de semana y abrió las cortinas, exponiendo los ventanales y un cielo, que al menos desde la calle 60 Este hacia el norte, presagiaba nieve.
—¿Qué pasó con Hennig?— dijo.
—Todo arreglado. ¿Llamó alguien?
—Sólo dos que valgan la pena. Una, tu hermana Angie. Parece que tenías que estar en Brooklyn ayer a la tarde, visitando a tu madre y a ella, pero no apareciste.
—Porque Hennig me tuvo pegado al teléfono todo el día hasta que decidió adónde nos encontraríamos. Nos reunimos hace sólo dos horas.
—Pensé que era por eso. ¿Puedes decirle a Angie que se deje de jugar a la abogada brillante conmigo? ¿Y de tenerme siempre de testigo de su inservible hermanito menor de treinta y ocho años?
—Es una abogada brillante —remarqué—. Pregunta a la Sociedad de Ayuda Legal. ¿Y el otro llamado?
—Bastante interesante —Shirley me dirigió una mirada de soslayo para asegurarse de que estaba sintonizado—. Desde. Miami. De una tal señora Quist.
—¿Sharon Bauer? —dije cuando pude.
—Sharon Bauer Quist —dijo Shirley—. No te olvides del Quist.
—¿Qué quería?
—¿Qué quería la última vez? Tus servicios profesionales, según dijo. Parece que en las posesiones de Quist hay un asesinato en vista. Tienes que ir en seguida e impedir que se lleve a cabo. Así dijo.
—Pero tú no crees que haya ningún asesinato en vista.
—Por Dios, si lo hay, hay agencias en Miami a las que podría llamar. Y por si lo has olvidado, te recuerdo que tiene un marido billonario que podría contratar a toda la F.B.I. —Shirley sacó un cigarrillo del paquete que estaba sobre mi escritorio. Lo quemó casi hasta la mitad tratando de encenderlo—. Aquello pasó hace casi tres años, ¿no, Johnny? Quiero decir... lo de ustedes dos...
—Más o menos.
—Suficiente tiempo para hacerte ver cómo era en realidad ¿no? Fue la producción más fabulosa de Romeo y Julieta que jamás se pusiera en escena; pero en este caso Julieta abandonó de improviso a Romeo. Así que los dos meses siguientes los pasaste convertido en un caso emocional grave.
—No exageres—le dije—. No fueron dos meses.
—Dos meses por mi calendario hasta que dejaste de arrastrarte aquí todas las mañanas, medio muerto. Cuando volviste a ponerte en pie creí que te la habías sacado de adentro para siempre. Cuando le devolviste las cartas estaba segura. ¿Me quieres decir que estaba equivocada?
—No.
—Entonces pruébalo. Dime que cuando vuelva a llamar la archive en forma permanente.
—Considérate informada— le dije—. Y ahora tengo que ponerme a trabajar.
Así que allí estaba, sumergido en una pila de informes, ninguno de los cuales tenía mucho sentido para mí, porque estaba pasado por una especie de efecto proustiano al revés. Para mi viejo amigo Marcel Proust un cierto perfume que rozaba sus narinas despertaba vívidos recuerdos del pasado. Ahora yo estaba recordando el pasado intensamente —demasiado intensamente— y los recuerdos enviaban a mis sentidos un cierto perfume. Todo el cuarto se encontraba saturado con él.
Sharon Bauer Quist. Sharon Bauer. Su perfume... el único que usaba, era Fleurs de Rocaille , y su modo de usarlo era muy simple: empapaba con él su ropa interior. Nada más, en ningún otro lugar, sólo un derroche líquido en ese mínimo de bombacha y corpiño. Tómalo y aprécialo.
Ahora lo estaba tomando con cada respiración. Lo odiaba.
Unos minutos después de las once el encanto se rompió al entrar mi socio en la habitación, emperifollado, con los ojos brillantes como un gallo de riña campeón. Alrededor de los setenta, con clientes ricos haciendo cola en la puerta y, de yapa una suculenta pensión de teniente de policía, Willie Watrous había llegado a la cima, aunque nunca llegara a saborearlo. La compulsión de acumular dinero lo había convertido en un ser mezquino.
Como buen hombre prudente se instaló en la silla enfrente de mi escritorio, volvió a encender el pedazo de cigarro barato que colgaba de sus mandíbulas y se sacudió las cenizas de las solapas de su saco de tweed sintético.
—Shirl me contó que con Hennig fue todo bien —dijo.
—Sí. Después que le quité el revólver.
Willie pareció sorprenderse un poco.
—¿Te amenazó con un revólver? ¿Por qué hizo algo tan estúpido?
Le dije el porqué.
—Ahora que estás aquí, Willie —seguí—, te paso estos informes. No puedo concentrarme con ese revólver dándome vueltas por la cabeza. Mejor que me tome la tarde libre.
En lugar de adoptar la actitud de enojo reprimido de Edgar Kennedy , aprobó con aire comprensivo.
—Un revólver que te apunta puede provocar ese efecto, mi querido Johnny. Pero ¿por qué nada más que esta tarde? ¿Qué te parecen un par de días bronceándote bajo un lindo sol tropical? Primera clase del principio al fin, y todo a cuenta de la casa.
El sarcasmo habitual, por supuesto. Y entonces me di cuenta.
—Willie, ¿por casualidad no acabas de recibir un llamado de Miami? ¿De una antigua novia mía?
—No exactamente —deslizó un sobre a través de la mesa—. Echa una mirada.
Miré. En el sobre había un cheque por veinte mil dólares de la compañía Central Manhattan Trust. Miré bien para asegurarme. Y el cheque seguía siendo por veinte mil dólares.
—Un mensajero del Banco apareció hace media hora con ese pedazo de papel —dijo Willie—. Y con un número de teléfono de Miami. Así que llamé. Contestó el gran hombre, Andrew Quist en persona. Parece que su mujer ha tratado de encontrarte, sin éxito. Y parece que ahora dependía de mí para entregar la mercancía.
—Y yo soy la mercancía.
—Lo eres. Allí tienen problemas —dijo Quist. Cartas que amenazan con un asesinato. Así que tú, nada menos que el mismísimo campeón, estás invitado a ir un par de días para aclarar la situación. Dos días y nada más.
—¿A diez mil por día? ¿Y por qué nada más que dos?
—Porque esas cartas indican la fecha en que se cometerá el asesinato. Este miércoles a medianoche. Asegúrate de que no haya asesinato, querido Johnny, y el jueves a mediodía estarás de regreso en tu nidito de Central Park South.
—¿Y quién se supone que será la víctima de este emocionante drama? ¿El señor o la señora Quist?
—Ninguno. Tiene su mansión —se llama Hespérides— llena de gente, y uno de ellos es el señalado. De todas maneras él te explicará todo, cuando llegues allí. Hoy. Habrá una limusina esperándote a las dos, delante de tu departamento, y después su jet privado y un auto en el otro extremo. En primera del principio al fin.
—Viajar en primera es una cosa —dije—. Veinte mil por dos días es otra. Es demasiado, Willie. Es el dinero del pánico. Y no puedo imaginarme a un hombre como Quist presa del pánico por una situación estúpida como la que describió.
—Eso es lo que tú dices. Pero según lo que el dice, su mujer sí está aterrada. Y tengo la impresión de que lo que la dama pide, lo obtiene.
—¿Esa es su opinión sobre ella o la tuya?
—Vamos, Johnny ¿por qué crees que te plantó y terminó casada con Papá Quist? ¿Con un sesentón como ése, clavado en una silla de ruedas?
Una pregunta lógica, aunque doliera. Después de tres años merecía una respuesta honesta.
—¿Por qué?— le dije—. Porque su astrólogo se lo dijo.
El labio de Willie comenzó a enrollarse, después, al ver mi cara, lo desenrolló.
—¿Su astrólogo?
—Un sinvergüenza llamado Kondracki, que empezó haciéndole el horóscopo a un montón de gente del espectáculo como ella. A lo largo del camino eligió a sus pichones favoritos para una especie de culto místico del que tenía absoluto control. Entiéndelo, Willie, ella no me dijo adiós y se fue aquel día sin más problemas. Lloró mucho y vomitó el desayuno y después me dijo que el Maestro le había dado órdenes de marcharse. Y se marchó.
—Jesús —dijo Willie—. Nunca me habías contado esa parte del asunto.
—Te lo digo ahora para que te des cuenta de qué clase de chiflada es. Y porque tengo la idea de que ella nunca me dejó del todo —agité el cheque en su cara—. En este mismo instante tengo esa idea funcionando al máximo voltaje.
—Ay, ahora tú estás hablando como un chiflado, Johnny.
—Ella le hace ese efecto a la gente.
—No a mí —Willie sacudió la cabeza, ceñudo—. Tú estarás dispuesto a decirle adiós a esos veinte, pero sucede que la mitad es mía, socio. ¿Quieres hacer caridad? Perfecto. Pero hazla de tu propio bolsillo.
—No es cuestión de caridad, Willie.
—Sí, lo es —se estaba poniendo rojo—. Es lo mismo que esos asquerosos C.D.I. que tanto te gustan. Tuvimos una docena de investigadores engordando a costa nuestra, y dos o tres de ellos siguen en ese trabajo inútil. ¿Quieres que te siga ayudando en esa operación de corazones sangrantes y cifras en rojo? Entonces prepárate para un viaje rápido a Miami, y haré de cuenta que estamos a mano.
Había estado esperando que tarde o temprano se destapara con esos C.D.I. Eran los Casos de Defensa de Indigentes —los casos de investigación criminal para los sospechosos sin recursos— los que la corte arrojaba a alguna agencia hambrienta por unos honorarios de trescientos dólares al máximo. De alguna manera, mi hermana Angie, apelando a mi vapuleada conciencia, había metido una corriente estable de sus casos de Ayuda Legal en Watrous y Asociados, una agencia notoriamente falta de apetito. Y cada C.D.I., considerando la calidad del trabajo de la agencia y lo que cobraba, significaba una indefectible pérdida en los libros.
Mi socio masticó el resto del cigarro, mientras me contemplaba sopesar la indudable justicia de su ultimátum. Al final estalló:
—¿Qué significa esto? ¿Estás realmente asustado de volver a encontrarte con esa tipa? ¿Aun con veinte mil en juego?
—Tal vez.
—Tal vez. ¿Eso quiere decir que tienes miedo de terminar otra vez en la cama con ella? ¿O que te sentirás tentado de romperle el alma?
—Tal vez las dos cosas —dije—. Y no es necesario que sea en ese orden.
—Y bien, no va a ser ninguna de las dos cosas, socio. Ese cheque va al Banco. Y tú a Miami. Y cuando estés cerca de la señora Quist trata de mantener los puños en los bolsillos y el pantalón cerrado. Así de simple.
—Para ti, Willie, no para mí.
—¿No? Entonces págame la mitad de ese cheque. Y de una vez por todas sácame de encima esos C.D.I. ¿Eso lo simplifica?
Así era.
Además, é cómo iba a saber si la señora Quist todavía era adicta a Fleurs de Rocaille si no me acercaba a ella una vez más, aun coro los puños en los bolsillos y el pantalón cerrado?

miércoles, 27 de abril de 2016

338 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS HISTORIA DE LOS DOS QUE SOÑARON.


338 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
HISTORIA DE LOS DOS QUE SOÑARON
El historiador arábigo El Ixaquí refiere este suceso:
"Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente
y poderosa y misericordioso y no duerme), que hubo en El
Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y
liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se
fio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el
sueño lo rindió una noche debajo de una higuera de su jardín
y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de la boca
una moneda de oro y le dijo: 'Tu fortuna está en Persia, en Isfajan;
vete a buscarla.' A la madrugada siguiente se despertó y
emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos,
de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las
fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto
de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el
patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una'casa y
por el decreto de Dios Todopoderoso, una pandilla de ladrones
atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que
dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones y pidieron
socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán
de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros
huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita
y en ella dieron con el hombre de El Cairo, y le menudearon
tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte.
A los dos días recobró el sentido en la cárcel. El capitán lo mandó
buscar y le dijo: '¿Quién eres y cuál es tu patria?'. El otro
declaró: 'Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre
es Mohamed El Magrebí.' El capitán le preguntó: '¿Qué te trajo
a Persia?'. El otro optó por la verdad y le dijo: 'Un hombre me
ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi
fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que esa fortuna que prometió
deben ser los azotes que tan generosamente me diste.'
"Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las
•muelas del juicio y acabó por decirle: 'Hombre desatinado y crédulo,
tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo
en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y
después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una
fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito
a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de una muía con un
demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de
tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas
y vete.'
"El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 339
(je su jardín (que era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro.
Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios
es el Generoso, el Oculto."
(Del Libro de las 1001 Noches, noche 351.)
Fuente: Editorial EMECÉ Editores, 1972. Buenos Aires, Argentina.

viernes, 22 de abril de 2016

CARLOS FUENTES. (PRIMERA ENTREGA) CERVANTES O LA CRÍTICA DE LA LECTURA.


CARLOS FUENTES.
(PRIMERA ENTREGA)
CERVANTES O LA CRÍTICA DE LA LECTURA.

U na vez, escuché en España la opinión según la
cual Cervantes y Colón serían gemelos espirituales.
Ambos murieron sin darse cuenta cabal de la
importancia de sus descubrimientos. Colón creyó
que había llegado al Lejano Oriente navegando
hacia el Occidente; Cervantes pensó que sólo había
escrito una sátira de las novelas de caballería.
Ninguno de los dos imaginó que había desembarcado
en los nuevos continentes del espacio
-América- y de la ficción -la novela moderna.
La visión extrema de un Cervantes ingenuo se
refleja en otra, igualmente extrema: el autor de
Don Quijote era un consumado hipócrita que supo
disfrazar sus constantes ataques contra la iglesia y
el orden establecido bajo el manto de la locur~ de
su ingenioso hidalgo, sin dejar de profesar constante
y pública fidelidad al catolicismo romano y
sus instituciones.
¿Ingenuidad o disimulo? ¿Los propósitos de
Cervantes nunca sobrepasaron el menguado límite
de la sátira de las novelas de caballería? ¿O es el
Quijote una novela escrita en el "lenguaje de
Esopo"? Ninguna gran novela se escribe sobre
ecuaciones perfectamente calculadas. Los a prioris
del novelista tienden a borrarse a medida que la
obra adquiere autonomía y emprende su vuelo
propio. Esto es igualmente cierto en Cervantes,
Stendhal o Dostoyevski. Las abiertas intenciones
satíricas del Q"ttijote son, más bien, irónicas por
naturaleza, sólo una faceta del múltiple juego de
espejos que el autor prontamente establece
cuando, después de la primera salida de Don Quijote,
Cervantes pone en duda la génesis autoral
del libro. No es concebible que Cervantes, después
de escribir los primeros capítulos de su novela,
descubriese la que habría de ser su esencia
misma -la crítica de la lectura- sin incluir en (o
excluir de) la sátira de la épica caballeresca la intención
mayor del libro y permitiéndole, en cambio,
subsistir como el principio ingenuo que habría
de guiar todo su desarrollo.
Cervantes, sin duda, era un hombre de su
tiempo, un voraz lector y autodidacta que escribió
su obra maestra en la etapa final de su vida,
cuando era dueño de una conciencia perfectamente
clara de las realidades de ese tiempo. El
hijo de médico fracasado, desde niño peregrino
en su patria española, ciertamente discípulo del
erasmista español Juan López de Hoyos, inciertamente
estudiante en las aulas de Salamanca; el
joven autor de versos fúnebres que llamaron la
atención en la corte de Felipe II y que de la corte
viajó a Roma en el séquito del Cardenal Acquaviva;
el ayuda de cámara del Cardenal transformado
en soldado en la hora gloriosa de Lepanto,
donde perdió el uso de una mano durante el decisivo
combate naval contra los turcos; el cautivo
de los moros en Argelia durante cinco largos
años; el apremiado comisionario de víveres para
la Invencible Armada que exigió demasiado a los
clérigos andaluces y fue, por ello, excomulgado;
el incompetente recaudador de impuestos que
dos veces dio con sus huesos en la cárcel a causa
de su mala aritmética; el viejo, pobre y triste autor
de una novela concebida detrás de los barrotes
y con cuyas magras regalías apenas pudo pagar
deudas acumuladas: sin duda, digo, este hombre
era conciente del contexto cultural e histórico de
la Europa de fines del siglo xv1 e inicios del
XVII, y particularmente de las realidades de Es-
paña como fortaleza de la Contrarreforma.
Ironía, más que ingenuidad; conciencia, más
que hipocresía. Pero más allá de estas categorías
(y acaso conteniéndolas todas) está el autor de
Don Quijote: el fundador de la novela europea
moderna. Y más allá de la biografía y de la historia
está Don Quijote mismo, el libro, el hecho estético
que altera profundamente las tradiciones de
la lectura y de la escritura en relación con la cultura
que precedió al tiempo de Cervantes, la cultura
que le tocó vivir y, desde luego, la cultura
que habría de sucederle.
El propósito del presente ensayo es reflexionar
sobre los factores mediatos e inmediatos que,
subjetiva y objetivamente, conciente e inconcientemente,
ingenua e irónicamente, hipocrÍtica y
críticamente, se dieron cita en las páginas de Don
Quijote a fin de ofrecernos, en definitiva, una
nueva manera de leer el mundo: una crítica de la
lectura que se proyecta desde las páginas del libro
hacia el mundo exterior; pero, también y sobre
todo, y por vez primera en la novela, una crítica de
la creación narrativa contenida dentro de la obra
misma: crítica de la creación dentro de la creación.

Fuente: Primera edición, marzo ~e 1976. A
D. R. © Editorial Joaqum MortlZ, S. .
Tabasco 106, México 7, D. F.

martes, 19 de abril de 2016

Jorge Luis Borges. HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA.


HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 335

ETCÉTERA
A Néstor Ibarra
UN TEÓLOGO EN LA MUERTE
Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton, le
fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual
a la que había tenido en la tierra. (A casi todos los recién venidos
a la eternidad les sucede lo mismo y por eso creen que no
han muerto.) Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el
escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton
se despertó en ese domicilio, reanudó sus tareas literarias como si
no fuera un cadáver y escribió durante unos días sobre la justificación
por la fe. Como era su costumbre,' no dijo una palabra
sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron
personas a interrogarlo. Melanchton les dijo: "He demostrado
irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad
y que para ingresar en el cielo basta la fe." Esas cosas les decía
con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que su lugar
no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron ese discurso lo abandonaron.
A las pocas semanas, los muebles empezaron a afantasmarse
hasta ser invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel
y el tintero. Además, las paredes del aposento se mancharon
de cal y el piso de un barniz amarillo. Su misma ropa ya era
mucho más ordinaria. Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como
persistía en la negación de la caridad, lo trasladaron a un
taller subterráneo, donde había otros teólogos como él. Ahí estuvo
unos días encarcelado y empezó a dudar de su tesis y le permitieron
volver. Su ropa era de cuero sin curtir, pero trató de
imaginarse que lo anterior había sido una mera alucinación y
continuó elevando la fe y denigrando la caridad. Un atardecer
sintió frío. Entonces recorrió la casa y comprobó que los demás
aposentos ya-no correspondían a los de su habitación en la tierra.
Alguno estaba repleto de instrumentos desconocidos: otro se había
achicado tanto que era imposible entrar; otro no había
cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes médanos.
La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y
que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa
336 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
adoración le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía
cara y otros parecían muertos, acabó por aborrecerlos y desconfiar.
Entonces determinó escribir un elogio de la caridad, pero
las páginas escritas hoy aparecían mañana borradas. Eso le aconteció
porque las componía sin convicción.
Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía
vergüenza de mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles
creer que estaba en el cielo, se arregló con un brujo de los
de la pieza del fondo, y éste los engañaba con simulacros de
esplendor y serenidad. Apenas las visitas se retiraban, reaparecían
la pobreza y la cal, y a veces un poco antes.
Las últimas noticias de Melanchton dicen que el mago y uno
de los hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que
ahora es como un sirviente de los demonios.
(Del libro Arcana coelestia, de Emanuel Swedenborg.)
Fuente: Obras Completas. Editorial Emecé Editores. 1972. Buenos Aires, Argentina.

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