domingo, 27 de marzo de 2016

Catulle Mendès.


Catulle Mendès (Burdeos, 1841 - Saint-Germain-en-Laye, 1909) fue un escritor francés del parnasianismo, movimiento cuya génesis relató en `Leyenda del parnaso contemporáneo` (1884). Fundó la `Revue Fantaisiste` (1859) y es autor de poemarios (`Filomela`, 1864, `Héspero`, 1869), de obras de teatro (`Medea`, 1898, `Scarron`, 1905), de novelas y relatos (`Vida y muerte de un clown`, 1879, `Monstruos parisinos`, 1882) y de libretos de óperas.

Monstruos parisinos recrea, con una sugerente y refinada prosa, los esplendores y miserias de la vida galante en los estertores del París decimonónico. Un mundo elegante y crepuscular en el que se entrecruzan las vidas de artistas, escritores, actrices, críticos y aristócratas que han hecho de la perversidad, el placer y el fingimiento un refinado arte. Como escribió Maurice Barrès: «una especie de Comedia humana decadente que refleja, en miniatura, la sociedad contemporánea en su declive». Mediante la distancia de la ironía, entre el horror y la fascinación, Catulle Mendès sigue los pasos de estas criaturas mundanas y sensuales, perfilando una atractiva galería de retratos conectados entre sí. Pero su caracterización deja entrever un secreto deleite, como si tampoco él pudiera sustraerse al magnetismo de las desmesuradas pasiones que terminan por arrastrar a sus personajes al abismo.

***

Catulle Mendès
Monstruos parisinos
Ardicia
(Fragmento). Novela.
PRIMERA
SERIE
La señorita Laïs

París acaba de conocer con estupor la aventura de esa inteligente y hermosa muchacha de alta alcurnia que de repente, como en un estallido, se ha convertido en puta. Ni periodo de transición ni de adaptación. La caída ha sido súbita, directa; un salto del balcón a la calle. El viaje que en coche la condujo desde el untuoso palacete familiar de la calle de la Universidad al coqueto lupanar del bulevar de Corucelles, alquilada por una intermediaria, ha sido el más corto posible. Hace una semana nadie se hubiese atrevido a desearla; bruscamente se ha entregado a todos. Los más audaces no habrían tenido siquiera la osadía de rozar con un soplido la punta de su pequeño dedo enguantado; ahora ustedes podrán, esta noche, durante la cena, — si les apetece y ella les gusta — conocer el sabor del champán en sus labios.
El pasado invierno tuve el honor de ser presentado a su familia; todavía veo el amplio salón un poco oscuro, con las paredes adornadas de antiguas tapicerías, el techo de madera de nogal negro, y ante la alta chimenea, una gran anciana, flaca, de cabellos canosos, que se encontraba sentada con el busto recto y las manos juntas sobre las rodillas, saludando con una muy lenta inclinación de cabeza.
Quedé impresionado de un modo muy particular por esa caída en el arroyo; la curiosidad me impelió a tratar de averiguar la causa.
En su recibidor, estrecho, cálido, acogedor, donde el pesado aire tenía el olor de un aliento demasiado perfumado y casi una tibieza de piel, las incandescentes brasas de la chimenea iluminaban las sedas amarillentas de las paredes y los sofás. Como un vestido demasiado gastado por el uso se veían el dorado de las sillas y los cien abalorios de los candelabros y del lustre, de modo que cuando entré, tintinearon con el pequeño ruido claro de un sombrero chino de cristal. Entre las dos ventanas, de las cuales una no tenía cortinas, pues los tapiceros están llenos de desconfianza ya que enseguida se acaba aprendiendo el camino del monte de piedad, se extendía un mullido diván, con un dosel blanco de terciopelo, con la lasciva pereza de una cama donde se duerme durante el día.
Como me detuviese, entristecido, ella se acercó a mí, un poco desasida entre los encajes de una bata gastada y ajustando con una mano su moño de donde pendían unos bucles; muy blanca y sonrosada, fresca de juventud y de colorete, oliendo a carne y almizcle, más que bella, ¡espléndida! Y, ardientemente, sin ser interrogada, incluso antes de que yo hubiese dicho una palabra, comenzó a hablar con un tono triunfal en la voz y en la mirada.
«¡Soy yo, sin duda! Usted ha querido verme, pues mire. ¿He cambiado? seguro que sí. ¿Se acuerda usted de la damita que le ofrecía una taza de té bajando la mirada? Son más bonitos mis ojos ahora cuando los elevo. Y puede usted besarme si el corazón se lo pide. He aquí en lo que me he convertido, lo que me he hecho. ¿Por qué? Se lo voy a explicar. Mostrarle todo lo que pienso, desnudar mi espíritu. Ya comienzo a acostumbrarme, ¡venga!
Es posible que haya mujeres que hayan nacido decentes, pero yo no soy una de ellas. Uno de mis antepasados se casó con la amante de un rey que había estado en la casa Fillon; lo mío ya viene de atrás. Llevar bajo un vestido un corsé que aplasta el pecho, tener pantalones de algodón que llegan hasta los tobillos, adornarse el pelo con cintas, hablar en voz baja, aguantar la respiración para enrojecer mejor, diciendo: «sí, señor» o «no, señora» es lo que he hecho durante diez años, pero nunca he podido acostumbrarme a ello. Me retiraba a mi habitación, luego, con la puerta cerrada, bailaba casi sin ropa, riendo, gritando, alborotando todos mis cabellos. Y pronto supe lo que quería gracias a los libros que se leen por la noche y que abren los ojos. Entonces me dije: «¡Adelante!» ¿Resistir? ¿para qué? puesto que ya me sentía vencida por adelantado. Si hubiese permanecido con mi familia habría caído una noche cualquiera en los brazos del primero que hubiese subido la escalera; si me hubiese casado habría engañado a mi marido, a mi amante, a mis amantes. De falta en falta, de vergüenza en vergüenza, ¿a dónde hubiese llegado? al lugar en el que ahora estoy. Y ese lento descenso, escalón por escalón, tan infame como la brusca caída, habría sido además hipócrita y cobarde, y no me hubiese producido más que imperfectas delicias siempre perturbadas por la necesidad de la astucia y la mentira, por la preocupación de mi reputación, por el temor de una palabra indiscreta, por el espanto de ser sorprendida o estar bajo sospecha. Lo que debía ser finalmente, mejor valía serlo de inmediato, violentamente, —¡la audacia es una especie de excusa!— el devenir en plena juventud, en plena belleza, y no vieja y cansada; el futuro antes de que mi deseo se hubiese aletargado en amargas o incompletas satisfacciones, —sentarme a la mesa con todo mi apetito. ¡Eso es por lo que he precipitado mi destino, por lo que me he prostituido siendo virgen! Ahora, estando perdida del todo, siendo una de esas criaturas que se entregan o se venden, que llenas de una inalterable alegría, arruinan familias, deshonran razas, secan los corazones y matan las almas, me solazo en la constatación de mi suerte, en la satisfacción de mi instinto, en toda la expansión de mis fuerzas, como el músico o el poeta, cuya vocación durante mucho tiempo reprimida, se expande y disfruta de su obra realizada.»

Fuente:
Autor: Mendes, Catulle
©1882, Ardicia
ISBN: 9788494123504
Generado con: QualityEbook v0.75

viernes, 25 de marzo de 2016

John Dann MacDonald


John Dann MacDonald,(24 de julio de 1916 - 28 de diciembre de 1986), escritor americano conocido por su serie de novelas detectivescas que tenían como protagonista a Travis McGee. MacDonald fue nombrado gran maestro de Mystery Writers of America en 1972 y ganó el American Book Award en 1980. Nacido en Sharon, Pennsylvania, MacDonald frecuentó la Wharton School of Finance en la universidad Pennsylvania.

El detective Travis McGee vive en el Busted Flush, un yate que ganó en una partida de póquer y que tiene amarrado en Lauderdale, Florida. No quiere ni oír hablar de tarjetas de crédito, planes de jubilación, partidos políticos, hipotecas ni televisión. Solo trabaja cuando no tiene dinero y lo que pide a cambio de su ayuda es sencillo: recuperará lo que te han quitado siempre y cuando pueda quedarse con la mitad.
Aunque McGee no va mal de dinero, es incapaz de negarle su ayuda a Cathy, una dulce chica que ha sido maltratada por su exnovio, el taimado Junior Allen. Lo que Travis no imagina es a cuántas mujeres ha hecho trizas antes. Su última víctima, Lois Atkinson, casi no puede levantarse de la cama cuando Travis la encuentra. Dar caza a Junior Allen no será una tarea fácil. Ni limpia.
Considerado unánimemente como uno de los escritores norteamericanos de novela negra más importantes del pasado siglo, John D. MacDonald alcanzó el éxito con la serie de novelas protagonizadas por Travis McGee, un caballero andante moderno, que se convertiría en su creación más atemporal. Adiós en azul es la primera de esas novelas.
Fuente: Editorial Cruz y Raya.

jueves, 24 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges. Historia Universal de la Infamia.LA VIUDA CHING, PIRATA.


LA VIUDA CHING, PIRATA
(En la gráfica: Borges y su madre Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges)
La palabra corsarias corre el albur de despertar un recuerdo que
es vagamente incómodo: el dé una ya descolorida zarzuela, Con
sus. teorías de evidentes mucamas, que hacían dé piratas coreográficas
en mares de notable cartón. Sin embargo, ha habido corsa1
rías:' mujeres hábiles en la maniobra marinera, ert él gbbierno de
tripulaciones bestiales y en la persecución y saqueo dé naves de
alto bordo. Una de ellas fue Mary Read, que declaró una vez
que la profesión de pirata no era para cualquiera, y que, para
ejercerla con dignidad, era preciso ser un hombre de coraje, come
ella. En los charros principios de su carrera, cuando no era aún
capitana, uno de sus amantes fue injuriado por el matón de a
bordo. Mary lo retó a dueloi y se batió Con él a dos maños, según
la antigua usanza de las islas del Mar Caribe: el profundo y
precario pistolórí en la mano izquierda, el sable fiel en la derecha.
El pistolón falló, pera la espada se portó como buena.. . Hacia
1720 la arriesgada carrera de Mary Read fue interrumpida por
una horca española, en Santiago de la Vega (Jamáica)i
Otra pirata de esos mares fue Anne Bonney, que era una irlandesa
resplandeciente, de senos altos y de pelo fogoso, que más de
una vez arriesgó su cuerpo en el abordaje de naves. Fue compañera
de- armas de Mary Read, y finalmente de horca. Su amante,
el capitán John Rackam, tuvo también su nudo corredizo en esa
función. Anne, despectiva, dio con esa áspera variante de la
reconvención de Aixa a Boabdil: "Si te hubieras batido como un
hombre, no te ahorcarían como a un perro."
Otra, más venturosa y longeva, fue una pirata que operó en las
aguas del Asia, desde el Mar Amarillo hasta los ríos de la frontera
del Annam. Hablo de la aguerrida viuda de Ching.
LOS AÑOS DE APRENDIZAJE
Hacia 1797, los accionistas de las muchas escuadras piráticas
de ese mar fundaron un consorcio y nombraron almirante a un
tal Ching, hombre justiciero y probado. Éste fue tan severo y
ejemplar en el saqueo de las tostas, que los habitantes despavoridos
imploraron con dádivas y lágrimas el socorro imperial. Su
lastimosa petición no fue desoída: recibieron la orden de poner
fuego a sus aldeas, de olvidar sus quehaceres de pesquería, de
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 307
emigrar tierra adentro y aprender una ciencia desconocida llamada
agricultura. Así lo hicieron, y los frustrados invasores no
hallaron sino costas desiertas. Tuvieron que entregarse, por consiguiente,
al asalto ele naves: depredación aun más nociva que la
anterior, pues molestaba seriamente al comercio. El gobierno imperial
no vaciló, y ordenó a los antiguos pescadores el abandono
del aradb y la yunta y la restauración de remos y redes. Éstos se
amotinaron, fieles al antiguo temor, y las autoridades resolvieron
otra conducta: nombrar al almirante Ching, jefe de los Establos
Imperiales. Éste iba a aceptar el soborno. Los accionistas lo supieron
a tiempo, y su virtuosa indignación se manifestó en un plato
de orugas envenenadas, cocidas con arroz. La golosina fue fatal:
el antiguo almirante y jefe novel de los Establos Imperiales entregó
su alma a las divinidades del mar. La viuda, transfigurada
por la doble traición, congregó a los piratas, les reveló el enredado
caso y los instó a rehusar la clemencia falaz del Emperador
y el ingrato servicio de los accionistas de afición envenenadora.
Les propuso el abordaje por cuenta propia y la votación de un
nuevo almirante. La elegida fue ella. Era una mujer sarmentosa,
de ojos dormidos y sonrisa cariada. El pelo renegrido y aceitado
tenía más resplandor que los ojos.
A sus tranquilas órdenes, las naves se lanzaron al peligro y al
alto mar.
EL COMANDO
Trece años de metódica aventura se sucedieron. Seis escuadrillas
integraban la armada, bajo banderas de diverso color: la roja,
la amarilla, la verde, la negra, la morada y la de la serpiente, que
era de la nave capitana. Los jefes se llamaban Pájaro y Piedra,
Castigo de Agua ele la Mañana, joya de la Tripulación, Ola con
Muchos Peces y Sol Alto. El reglamento, redactado por la viuda
Ching en persona, es de inia inapelable severidad, y su estilo
justo y lacónico prescinde de las desfallecidas flores retóricas que
prestan una majestad más bien irrisoria a la manera china oficial,
de la que ofreceremos después algunos alarmantes ejemplos. Copio,
algunos artículos:
"Todos los bienes trasbordados de naves enemigas pasarán a
un depósito y serán allí registrados. Una quinta parte de lo apor:
tado por cada pirata le será entregada después; el resto quedará
en el depósito. La violación de esta ordenanza, es la muerte.
"La pena del pirata ii'ic hubiere abandonado su puesto sin
308 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
permiso especial, será la perforación pública de sus orejas. La
reincidencia en esta falta es la muerte.
"El comercio con las mujeres arrebatadas en las aldeas queda
prohibido sobre cubierta; deberá limitarse a la bodega y nunca
sin el permiso del sobrecargo. La violación de esta ordenanza es
la muerte."
Informes suministrados por prisioneros aseguran que el rancho
de estos piratas consistía principalmente en galleta, en obesas
ratas cebadas y arroz cocido, y que, en los días de combate, solían
mezclar pólvora con su alcohol. Naipes y dados fraudulentos, la
copa y el rectángulo del "fantan", la visionaria pipa del opio y la
lamparita, distraían las horas. Dos espadas de empleo simultáneo
eran las armas preferidas. Antes del abordaje, se rociaban los pómulos
y el cuerpo con una infusión de ajo; seguro talismán contra
las ofensas de las bocas de fuego.
La tripulación viajaba con sus mujeres, pero el capitán con
su harem, que era de cinco o seis, y que solían renovar las
victorias.
HABLA KIA-KING, EL JOVEN EMPERADOR
A mediados de 1809 se promulgó un edicto imperial, del que
traslado la primera parte y la última. Muchos criticaron su estilo:
"Hombres desventurados y dañinos, hombres que pisan el pan,
hombres que desatienden el clamor de los cobradores de impuestos
y de los huérfanos, hombres en cuya ropa interior están figurados
el fénix y el dragón, hombres que niegan la verdad de los
libros impresos, hombres que dejan que sus lágrimas corran mirando
el Norte, molestan la ventura de nuestros ríos y la antigua
confianza de nuestros mares. En barcos averiados y deleznables
afrontan noche y día la tempestad. Su objeto no es benévolo: no
son ni fueron nunca los verdaderos amigos del navegante. Lejos
de prestarle ayuda, lo acometen con ferocísimo impulso y lo
convidan a la ruina, a la mutilación o a la muerte. Violan asi
las leyes naturales del Universo, de suerte que los ríos se desbordan,
las riberas se anegan, los hijos se vuelven contra los padres
y los principios de humedad y sequía son alterados. ..
"...Por consiguiente te encomiendo el castigo, Almirante Kvo-
Lang. No pongas en olvido que la clemencia es un atributo imperial
y que sería presunción en un súbito intentar asumirla. Sé
cruel, sé justo, sé obedecido, sé victorioso."
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 309
La referencia incidental a las embarcaciones averiadas era,
naturalmente, falsa. Su fin era levantar el coraje de la expedición
de Kvo-lang. Noventa días después, las fuerzas de la viuda Ching
se enfrentaron con las del Imperio Central. Casi mil naves combatieron
de sol a sol. Un coro mixto de campanas, de tambores, de
cañonazos, de imprecaciones, de gongs y de profecías, acompañó
la acción. Las fuerzas del Imperio fueron deshechas. Ni el prohibido
perdón ni la recomendada crueldad tuvieron ocasión de ejercerse.
Kvo-Lang observó un rito que nuestros generales derrotados
optan por omitir: el suicidio.
LAS RIBERAS DESPAVORIDAS
Entonces los seiscientos juncos de guerra y los cuarenta mil
piratas victoriosos de la Viuda soberbia remontaron las bocas del
Si-Kiang, multiplicando incendios y fiestas espantosas y huérfanos
a babor y estribor. Hubo aldeas enteras arrasadas. En una
sola de ellas, la cifra de-los prisioneros pasó de mil. Ciento veinte
mujeres que solicitaron el confuso amlparo de los juncales y
arrozales vecinos, fueron denunciadas por el incontenible llanto
de un niño y vendidas luego en Macao. Aunque lejanas, las miserables
lágrimas y lutos de esa depredación llegaron a noticias de
Kia-King, el Hijo del Cielo. Ciertos historiadores pretenden que
le dolieron menos que el desastre de su expedición punitiva. Lo
cierto es que organizó una segunda, terrible en estandartes, en marineros,
en soldados, en pertrechos de guerra, en provisiones, en
augures y astrólogos. El comando recayó esta vez en Ting-Kvei.
Esa pesada muchedumbre de naves remontó el delta del Si-Kiang
y cerró el paso de la escuadra pirática. La Viuda se aprestó para
la batalla. La sabía difícil, muy difícil, casi desesperada; noches
y meses de saqueo y de ocio habían aflojado a sus hombres. La
batalla nunca empezaba. Sin apuro el sol se levantaba y se ponía
sobre las cañas trémulas. Los hombres y las armas velaban. Los
mediodías eran más poderosos, las siestas infinitas.
EL DRAGÓN Y LA ZORRA
Sin embargo, altas bandadas perezosas de livianos dragones
surgían cada atardecer de las naves de la escuadra imperial y
se posaban con delicadeza en el agua y en las cubiertas enemigas.
Eran aéreas construcciones de papel y de caña, a modo de come-.
tas, y su plateada o roja superficie repetía idénticos caracteres.
La Viuda examinó con ansiedad esos; regulares meteoros y leyó
?)!(! JORGE Xt'IS BORGES—OBRAS COMPLETAS
en ellos la lenta y confusa fábula de un dragón, que siempre
había protegido a una zorra, a pesar de sus largas ingratitudes y
constantes delitos. Se adelgazó la luna en el cieloi y las figuras de
papel y d e (aña traían cada tarde la misma historia, con casi
imperceptibles variantes. La Viuda se afligía y pensaba. Cuando
la luna se llenó en el cielo y en el agua rojiza, la historia pareció
tocar a su iin. Nadie podía predecir si un ilimitado perdón o si
un ilimitado castigo se abatirían sobre la zorra, pero el inevitable
l'in> se acercaba. La .Viuda comprendió. Arrojó sus dos espadas al
río, se arrodilló en un bote y ordenó que la condujeran hasta la
nave del comando imperial.
Era el atardecer: el cielo estaba lleno de dragones, esta vez
amarillos. La Viuda murmuraba una frase: "La zorra busca el
ala del dragón", dijo al subir a bordo.
LA APOTEOSIS.
Los cronistas refieren que. la zorra obtuvo su perdón y dedicó
su lenta vejez al contrabando de opio. Dejó de ser la Viuda;
asumió un nombre cuya traducción española es Brillo de la Verdadera.
Instrucción.
Desde aquel día (escribe un historiador.) los. barcos recuperaron
la paz. Los cuatro mares y los ríos innumerables fueron ssgitros
y felices caminos, . ,
Los labradores pudieron vender las espadas y "comprar bueyes
para el arado de sus campos. Hicieron sacrificios, ofrecieron plegarias
en las cumbres de las montañas y se regocijaron durante
el día cantando atrás de biombos.
Fuente: OBRAS COMPLETAS. Editorial EMECE Editores. Año 1972. Buenos Aires, Argentina.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. Quinta entrega.


5. Rómulo Gallegos. La naturaleza impersonal
(En la gráfica Carlos Fuentes con su esposa Silvia Lemus).

1. En El Aleph, Borges reproduce los espacios del mundo, para reducirlos a uno que los contenga a todos; en El jardín de senderos que se bifurcan multiplica los tiempos del mundo, pero al cabo sólo puede darles cabida en La biblioteca de Babel, una biblioteca que es infinita si se cifra en un libro que es el compendio de todos los demás. Funes lo recuerda todo pero Pierre Menard debe reescribir un solo libro, Don Quijote de la Mancha, a fin de que nosotros, los hispanoamericanos, contemos con dos historias universales. Vale decir: con una historia interna y otra externa.
Borges es uno de los autores de la historia interna. Rómulo Gallegos el de una historia externa que, al ser releída, nos proporciona la sensación de estar ante un verdadero repertorio de los temas que muchos de nuestros narradores habrán de retomar, refinar, potenciar y a veces, por fortuna y por desgracia, arruinar.
El tema central de Rómulo Gallegos es la violencia histórica y las respuestas a esta violencia impune: civilización o barbarie. Respuesta que puede ser individual, pero que se enfrenta a las realidades políticas de la América Hispánica.
No obstante, el sostén primario de las novelas de Gallegos es la naturaleza; una naturaleza primaria también, silenciosa primero, impersonal.
Voy a ocuparme de una sola novela de Gallegos, Canaima, porque me ofrece, en primer término, el mejor ejemplo de esta concepción de la naturaleza anterior a todo, sin tiempo, sin espacio, sin nombres. «Inmensas regiones misteriosas donde aún no ha penetrado el hombre», nos advierte Gallegos en el capítulo primero, «Guayana de los aventureros»; una naturaleza autónoma, que avanza sola como el Orinoco: «El gran río avanza solo». De principio a fin, a pesar de las apariencias, a pesar de las miradas diferentes, «acostumbrados los ojos a la actitud recelosa ante los verdes abismos callados», la naturaleza de Canaima mantendrá su virginidad impersonal, será siempre, desesperadamente la selva fascinante de cuyo influjo ya más no se libraría Marcos Vargas. El mundo abismal donde reposaban las claves milenarias. La selva anti-humana… un templo de millones de columnas… océano de la selva tupida bajo el ala del viento que pasa sin penetrar en ella… cementerios de pueblos desaparecidos donde son ahora bosques desiertos.
La vida, si existió aquí, es apenas un recuerdo: será, si llega a existir, apenas un recuerdo cuando desaparezca fatalmente. Será siempre, en resumen, lo que Gallegos llama «el alba de una civilización frustrada».
El reino de la naturaleza americana es para el autor venezolano el de la frustración o retrato de la historia: «Mundo retratado, mundo inconcluso, Venezuela del descubrimiento y la colonización inconclusas».
Y a pesar de, o quizás gracias a ello, es «tierra de promisión»: el espacio, el río, la selva, engendran un tiempo aunque sólo sea el tiempo propio de la naturaleza:
«Un paisaje inquietante, sobre el cual reinara todavía el primaveral espanto de la primera mañana del mundo.»
2. Podemos contrastar y reunir el tema de la naturaleza en Gonzalo Fernández de Oviedo en el siglo XVI y en Rómulo Gallegos en el siglo XX. Es uno de los múltiples encuentros directos entre las crónicas de fundación y la novelística contemporánea a los que me vengo refiriendo. Oviedo, siguiendo la interpretación de Gerbi en La disputa del Nuevo Mundo, es tanto cristiano como renacentista en su tratamiento de la naturaleza americana. Cristiano porque se muestra pesimista ante la historia, renacentista porque se muestra optimista hacia la naturaleza. Por lo tanto, si el mundo de los hombres es absurdo o pecaminoso, la naturaleza es la razón misma de Dios, y Oviedo puede exaltar la grandeza de las tierras nuevas porque son tierras sin historia: es decir, tierras sin tiempo, utopías intemporales.
Canaima es una novela que, cuatro siglos después de Oviedo, nos demuestra cómo fue humanizada esa naturaleza que certificó su salud en la intemporalidad, en la contradicción de querer ser pura Utopía del espacio, cosa material y filológicamente imposible: Utopía es el lugar que no es, U-Topos. Pero también es el tiempo que sí puede ser. El conflicto es fértil para comprender, con suerte, que sólo podemos crearnos a contrapelo de nuestras ilusiones fundadoras.
Gallegos entiende esto de inmediato cuando nos habla en su primer capítulo de la naturaleza diferente de las miradas que miran a la naturaleza. La naturaleza es un punto de vista, y el hombre no sólo ve sino que se ve distinto cuando sólo mira o dependiendo de cómo mira a la naturaleza: Marcos Vargas, como espectáculo; Gabriel Ureña, como espectador.
¿Qué historia nos está contando Rómulo Gallegos en Canaima? ¿Cómo se humaniza una naturaleza que es inhumana de arranque y terminará por serlo otra vez, como en La vorágine: «Se los tragó la selva»? ¿Qué intermedio terrible es éste de los hombres y mujeres sobre la tierra, en la naturaleza? ¿Cómo adquiere ésta, así sea intermediariamente, una historia y pasa del espacio al tiempo, aunque termine por perder el tiempo?
Tierra mítica. El autor nos habla de «los viejos mitos del mundo renaciendo en América». Tierra utópica, porque es tierra de «promisión». Pero tierra histórica porque la Utopía no se ha cumplido y no se ha cumplido porque ha sido violada por el crimen, por la violencia impune. De allí el carácter inacabado de la historia. De allí este texto: Canaima.
La violencia histórica rebana a la mitad las páginas de la novela y se instala, sangrante, en el centro mismo del texto. El corazón histórico de Canaima es una fecha, una noche en que «los machetes alumbraron el Vichada»: la noche del crimen de Cholo Parima, el asesino del hermano de Marcos Vargas, cuando las aguas se tiñeron de sangre, aumentando con la violencia humana el caudal de la violencia natural de un río que Gallegos nos describe como naciendo del sacrificio: «Una inmensa tierra se exprime para que sea grande el Orinoco».
Gallegos toca en este nivel el problema clásico del origen de la civilización: ¿cómo contestar al desafío de la naturaleza, ser con ella pero distinto a ella?
De la respuesta que demos a esta pregunta dependerá la posición que otorguemos a los seres humanos en la naturaleza misma, sin la cual ningún individuo y ningún grupo humano pueden subsistir. Cuando el hombre, con arrogancia, se llama a sí mismo «el amo de la Creación», está dándole un tinte religioso a un hecho histórico: el hombre, amo de la naturaleza. ¿Dentro de ella? Hölderlin nos advierte que seremos devorados por ella. ¿Afuera de ella? Freud nos advierte que nos sentiremos exiliados, expulsados, huérfanos. ¿Afuera, pero empeñados en reconciliarnos con ella? Adorno considera que tal empresa es imposible. Hemos dañado demasiado a la naturaleza y al hacerlo nos hemos dañado demasiado a nosotros mismos. Pero, acaso, si reconocemos este doble daño, logremos un punto de vista relativo ante la naturaleza. Socialmente, dice Adorno, no podemos dejar de explotar a la naturaleza. Intelectualmente, no le permitimos que hable, le negamos su punto de vista porque tememos que anule el nuestro. La pérdida de la diferencia entre la naturaleza y el hombre sería, como la pérdida de la diferencia entre el objeto y el sujeto, no una liberación, sino una catástrofe. Autorizaría un absolutismo totalitario a fin de imponer la reconciliación como bien supremo. Adorno ve claramente los peligros de un modelo de reconciliación forzada y desconfía de los impulsos románticos que quisieran recuperar la unidad. Tiene razón: la unidad no es el ser. Y ser indiferenciado no es ser uno. No tenemos más camino, quizás, que hacer un valor de la diferencia, lo heterogéneo; lo que Max Weber llama el politeísmo de valores.
La novela iberoamericana de principios del siglo XX, en la que el dato natural es casi constante, confronta primero la naturaleza en el extremo devorador, como exclama Rivera en La vorágine: «Se los tragó la selva». Es decir: ocurrió la catástrofe temida por Hölderlin. En Lezama Lima, encontraremos la creación de la contranaturaleza, cuyo artificio autosuficiente, barroco, es como el de ese jardín metálico inventado por el personaje de un momento teatral de Goethe: nuevamente, se trata de probar que somos los amos de la Creación. Podemos crear una naturaleza artificial. Lezama, claro está, propicia un movimiento barroco que despoja a la fijeza estatuaria de su perfección artificial y la somete al movimiento primero, a la encarnación en seguida, alejándola de la perfección inmóvil. Lezama, que es nuestro gran novelista católico, pero también un poeta pagano, neoplatónico, ubica así el problema de la relación hombre-naturaleza entre dos ideales: la aproximación a Dios, que es la no-naturaleza, y la entrega al hombre, que es la pasión erótica, como parte de la naturaleza, pero distinta de ella, ni devorada, ni exiliada. Julio Cortázar, en fin, dirá mejor que nadie que, entre la naturaleza devoradora y la historia exiliadora, no tenemos otra respuesta que el arte: específicamente el arte de narrar.
Pero Canaima de Gallegos, al responder a esta pregunta, la presenta, simplemente, como la historia de un hombre, Marcos Vargas, y su lucha por ser uno con la naturaleza sin ser devorado por ella.
El tema de la naturaleza en Gallegos se presenta de manera muy directa. Canaima es la historia de un hombre, Marcos Vargas, sorprendido entre la naturaleza y sí mismo, primero; y entre ser uno con la naturaleza sin ser devorado por ella, en seguida. Gallegos encarna vigorosamente el dilema pero lo simplifica a la vez que lo rebasa. Lo simplifica, reduciéndolo a una dicotomía entre barbarie y civilización, maldad o bondad, virtud o pecado, de la naturaleza o del hombre. Lo rebasa, al cabo, creando verbalmente un espacio hermético y autosuficiente, permitiéndonos escuchar el silencio magnífico y aterrador de una naturaleza supremamente indiferente al hombre y dándole a Marcos Vargas, en cambio, un texto solamente, esta novela, encarnación fugitiva y duradera del verbo posible, realidad única en la que Vargas puede ser uno con la naturaleza sin ser devorado por ella: su libro, como El extranjero es el libro de Meursault.
Pero para llegar a esta conclusión, Gallegos debe pasar por el debate de nuestra modernidad y sus avatares progresistas. La historia es el primer camino de la humanización de la naturaleza. Primero la historia fue utopía —espacio— violado por la «violencia impune» que transformó la edad de oro en edad de hierro. Pero si la naturaleza inhumana pudo pasar a la edad de oro, a la utopía del hombre, puede también pasar de la edad de hierro a la edad civilizada, la edad de las leyes y el progreso. La barbarie —violencia impune, edad de hierro— sólo puede superarse a través de la autoridad de la ley.
La historia de Canaima sucede en un mundo bárbaro dominado por tiranuelos: los Ardavines, llamados a la manera seudoépica los Tigres del Guarari, acompañados de su banda de compinches, «guaruras» y parientes: Apolonio, el Sute Cúpira, Cholo Parima: el ejército caciquil y patrimonialista que ha usurpado las funciones de la ley y la política en la América española.
Las fuerzas de la civilización se oponen ineficazmente a ellos. Las encarnan los comerciantes honestos como el padre de Marcos Vargas, los ganaderos decentes como Manuel Ladera, los jóvenes intelectuales como el telegrafista Gabriel Ureña. Y el propio Marcos Vargas cuando llega a trabajar con Ladera. Estamos en presencia de lo que, en México, con grandes esperanzas, Molina Enríquez llamó «las amplias clases medias», protagonistas del extremo positivo de la disyuntiva civilización-barbarie. Son las fuerzas de una nueva edad de oro —la promesa de una ciudad más justa, más civilizada— opuestas a la edad de hierro —la realidad de una ciudad injusta y bárbara, bañada en sangre.
3. La barbarie: estamos en el mundo de los caciques, los jefes políticos rurales que son la versión en miniatura de los tiranos nacionales que gobiernan en nombre de la ley a fin de violar mejor la ley e imponer su capricho personal en una confusión permanente de las funciones públicas y privadas.
No es otra la definición del patrimonialismo que Max Weber estudia en Economía y sociedad bajo el rubro de «Las formas de dominación tradicional» y que constituye, en verdad, la tradición del gobierno y ejercicio del poder más prolongado de la América española, según la interpretación de los historiadores norteamericanos Richard Morse y Bradford Burns. Como esta tradición ha persistido desde los tiempos de los imperios indígenas más organizados, durante los tres siglos de la colonización ibérica y republicana, a través de todas las formas de dominación, la de los déspotas ilustrados como el Doctor Francia y Guzmán Blanco, la de los verdugos como Pinochet y las juntas argentinas, pero también en las formas institucionales y progresistas del autoritarismo modernizante, cuyo ejemplo más acabado y equilibrado hasta hace poco era el régimen del PRI en México, vale la pena tener en cuenta que, literariamente, ésta es la tierra común del Señor Presidente de Asturias y el Tirano Banderas de Valle-Inclán, el Primer Magistrado de Carpentier y el Patriarca de García Márquez, el Pedro Páramo de Rulfo y los Ardavines de Gallegos, el Supremo de Roa Bastos, el minúsculo don Mónico de Mariano Azuela y el Trujillo Benefactor de Vargas Llosa.
El cuadro administrativo del poder patrimonial, explica Weber, no está integrado por funcionarios sino por sirvientes del jefe que no sienten ninguna obligación objetiva hacia el puesto que ocupan, sino fidelidad personal hacia el jefe. No obediencia hacia el estatuto legal, sino hacia la persona del jefe, cuyas órdenes, por más caprichosas y arbitrarias que sean, son legítimas.
A su nivel parroquial, es don Mónico echándole encima la Federación a Demetrio Macías en Los de abajo, porque el campesino no se sometió a la ley patrimonial y le escupió las barbas al cacique.
La burocracia patrimonialista, advierte Weber, está integrada por el linaje del jefe, sus parientes, sus favoritos, sus clientes: los Ardavines, el jefe Apolonio, el Sute Cúpira, en Gallegos; en Rulfo: Fulgor Sedano. Ocupan y desalojan el lugar reservado a la competencia profesional, la jerarquía racional, las normas objetivas del funcionamiento público y los ascensos y nombramientos regulados.
Rodeado por clientes, parientes y favoritos, el jefe patrimonial también requiere un ejército patrimonial, compuesto de mercenarios, «guaruras», guardaespaldas, «halcones», guardias blancas, la «triple A» argentina.
Para el jefe y su grupo, la dominación patrimonial tiene por objeto tratar todos los derechos públicos, económicos y políticos, como derechos privados: es decir, como probabilidades que pueden y deben ser apropiadas para beneficio del jefe y su grupo gobernante.
Las consecuencias económicas, indica Weber, son una desastrosa ausencia de racionalidad. Puesto que no existe un cuadro administrativo formal, la economía no se basa en factores previsibles. El capricho del grupo gobernante crea un margen de discreción demasiado grande, demasiado abierto al soborno, el favoritismo y la compraventa de situaciones.
Esta «forma tradicional de dominación» afecta todos los niveles del ejercicio del poder en la América Latina. Pero la distancia entre cada uno de estos niveles es inmensa y la función que el cacique se reserva es la de ser el «poder moderador» entre los distantes poderes nacionales y los seres demasiado próximos a la interpretación caciquil del poder.
La «monarquía indiana» de España en América se caracterizó por una distancia, no sólo física, sino política, entre la metrópoli y la colonia y, dentro de la colonia, entre sus estamentos. La Nueva Inglaterra se fundó sobre el autogobierno local y jamás dejó de practicarlo; de allí la transición casi natural a la república en el siglo XVIII. La «monarquía indiana», en cambio, se fundó sobre una pugna persistente entre el lejano poder real y el cercano poder señorial. Madrid nunca admitió los privilegios señoriales reclamados por las novedosas «aristocracias» de las nuevas Españas porque iban a contrapelo de la restauración centralista, autoritaria y ecuménica de los Habsburgo en la vieja España. De asambleas, ayuntamientos o cortes americanas dice desde un principio, desdeñosamente, Carlos V: «Su provecho es poco y daña mucho».
Distancia entre el poder real centralista y el poder señorial local; pero enorme distancia, también, entre la república de los criollos y la república de los indios, para no hablar de la república marginada y encarcelada: la de los esclavos indios y negros. Desde la era colonial, la América española vive la contradicción entre una autoridad central de derecho, obstruyendo el desarrollo de las múltiples autoridades locales de hecho. El resultado fue la deformación de ambas, el empequeñecimiento de la autoridad ausente y el engrandecimiento de la autoridad presente modelada sobre aquélla. «El cacique establece el orden allí donde no llega la ley del centro», me dijo imperiosamente un connotado político mexicano la única vez que lo traté.
El orden caciquil reproduce el sistema imperial de delegaciones y ausencias autoritarias a escala regional o aldeana. José Francisco Ardavín comete los crímenes, pero se los ordena su hermano Miguel, quien se reserva el papel del padre protector de sus propias víctimas y así apacigua la cólera. El cacique oculto, asimilado a la naturaleza, al horizonte, al llano venezolano, es un «hombre que se pierde de vista».
Gallegos clama contra la calamidad de los caciques políticos, que son «la plaga de esta tierra» y que quieren para sí todas las empresas productivas. Nicaragua fue la hacienda de Somoza y Santo Domingo la hacienda de Trujillo. La cadena del poder se basa en una cadena de corrupción: Apolonio el caciquillo menor le roba impunemente su yegua al ranchero Manuelote; los Ardavines, caciques mayores, se la roban a Apolonio. Nadie chista. La palabra muere. La injusticia y la barbarie son generales:
Mujerucas de carnes lacias y color amarillento, asomándose a las puertas al paso de los viajeros; chicos desnudos con vientres deformes y canillas esqueléticas cubiertas de pústulas, que se las chupan las moscas; viejos amojamados, apenas vestidos con sucios mandiles de coleta. Seres embrutecidos y enfermos en cuyos rostros parecía haberse momificado una expresión de ansiedad. Guayana, el hambre junto al oro.
La barbarie y la injusticia son generales y se instituyen en sistema:
Se liquidaron las cuentas. Bajaron en silencio la cabeza y se rascaron las greñas piojosas los peones que no traían sino deudas; cobraron sus haberes los que habían sido más laboriosos y prudentes o más afortunados; de allí salieron a gastarlos en horas de parranda y al cabo todos regresaron a sus ranchos encogiendo los hombros y diciéndose que el año siguiente sacarían más goma, ganarían más dinero y no volverían a despilfarrarlo. Pero ya todos, de una manera o de otra, arrastraban la cadena del «avance», al extremo de la cual estaba trincada la garra del empresario.
La injusticia y la barbarie, sin embargo, también son individuales. El patrimonialismo es un nombre sociológicamente elegante para el capricho, y el capricho regala la muerte, una muerte gratuita y absurda como la de don Manuel Ladera a manos de Cholo Parima, que establece una cadena de muertes, ojo por ojo, diente por diente, hasta culminar con el simple manotazo sobre una mesa con el que Marcos Vargas, para vengar todas las muertes, cierra el círculo y destruye, de puro miedo, al cacique José Francisco Ardavín, revelándole su condición: estaba hecho de polvo; sólo que nadie lo había tocado. El cacique muere en la confrontación circular con su propio ser.
Pero Canaima, decálogo de la barbarie, también quisiera ser el texto de la civilización, el repertorio de las respuestas de la historia civilizada, inseparable para Gallegos del proceso de personalización creciente, de pérdida del anonimato del hombre en la naturaleza.
4. Civilización: Nombre y Voz; Memoria y Deseo. Para Gallegos, el primer paso para salir del anonimato es bautizar a la naturaleza misma, nombrarla. El autor está cumpliendo aquí una función primaria que prolonga la de los descubridores y anuncia la de los narradores conscientes del poder creador de los nombres. Con la misma urgencia, con el mismo poder de un Colón, un Vespucio o un Oviedo, he aquí a Gallegos bautizando:
¡Amanadoma, Yavita, Pimichín, el Casiquiare, el Atabapo, el Guainía!… Aquellos hombres no describían el paisaje, no revelaban el total misterio en que habían penetrado; se limitaban a mencionar los lugares donde les hubiesen ocurrido los episodios que referían, pero toda la selva fascinante y tremenda palpitaba ya en el valor sugestivo de aquellas palabras.
La primera cosa que Marcos Vargas averigua de los indios de la selva, en el siguiente capítulo, es que no dicen sus nombres por nada del mundo, porque «creen que entregan algo de su persona cuando dan su nombre verdadero».
En una especie de resonancia simétrica, esto será también lo último que sabremos de Marcos Vargas: ha perdido su nombre al ingresar al mundo de los indios.
La respuesta mínima a la barbarie es la nominación. El protocolo, la cortesía, el respeto a las formas, tiene también el propósito de exorcizar la violencia, como en el encuentro de Manuel Ladera y Marcos Vargas:
—Ya tuve el gusto de conocer a su padre.
—Pues aquí tiene al hijo.
—También he tenido el honor de conocer a misia Herminia, su santa madre de usted.
—Santa es poco, don Manuel. Pero ya usted me amarró con ese adjetivo para mi vieja.
—Un buen hijo es ya para mí la mitad de un amigo.
—No sé si tengo derecho, pues mi vieja hizo sacrificios por mi educación, de los cuales no sacó el fruto que esperaba.
—Permítame ser su amigo.
—Quien a buen árbol se arrima.
Todos estos circunloquios tienen por objeto aplazar el uso de la fuerza, anatematizar el capricho, optar por la civilización y permitir que fructifique su respuesta máxima: la salvación ideológica a través de la fidelidad a las ideas de la Ilustración, es decir, a la filosofía del progreso. Ésta es la parte más débil de Rómulo Gallegos, en la que juega el papel de D’Alembert del llano y distribuye buenos consejos para alcanzar la felicidad a través del progreso, como en estas palabras de Ureña a Marcos Vargas:
«Lee un poco, cultívate, civiliza esa fuerza bárbara que hay en ti, estudia los problemas de esta tierra y asume la actitud a la que estás obligado. Cuando la vida da facultades —y tú las posees, repito— da junto con ellas responsabilidades.»
Hasta aquí, Gallegos se hace eco del ideal ilustrado del siglo XVIII; pero en seguida, en el mismo parlamento del mismo personaje, el discurso da un giro iberoamericano sorprendente:
«Este pueblo todo lo espera de un hombre —del Hombre Macho se dice ahora— y tú —¿por qué no?— puedes ser ese Mesías.»
Esta singular mezcla de la filosofía capitalista del self-made man y la filosofía autoritaria del hombre providencial revela un conocimiento de la psique de Marcos Vargas que se le escapa al progresista puro, don Manuel Ladera, quien hace el elogio del capital y el trabajo y condena la ilusión del oro y el caucho y el sistema esclavista del cual la ilusión se sirve:
«Lo que el peón encuentra en la montaña es la esclavitud, casi, por la deuda del avance, sin modo de zafarse ya del empresario, ni autoridad que contra él lo ampare… La esclavitud, que a veces le heredan los hijos con la deuda.»
Marcos Vargas no está de acuerdo con todo esto. Su respuesta es la del hidalgo español, la del hijo del conquistador Pizarro y no la del hijo del filósofo Rousseau:
«Era posible que desde un punto de vista práctico Ladera tuviese razón; pero la aventura del caucho y del oro tenía otro aspecto: el de la aventura misma, que era algo apasionante: el riesgo corrido, el temor superado. ¡Una fiera medida de hombría!»
Gallegos asume las consecuencias de su contradicción, que son las de nuestra tradición, y, quizás a pesar suyo, nos cuenta la historia de un hombre dotado de todas las posibilidades pero carente de fe en el progreso, que podría ser el Jefe, el Hombre Macho de un patrimonialismo ilustrado, el individuo más singularizado del grupo, y que sin embargo terminará perdido en la selva, aculturado con los indios, anónimo con la naturaleza. Singular destino el de Marcos Vargas, que en realidad no lo es porque el otro destino, individual, machista, que Ureña le diseña es un mito erzsatz, en contradicción con la naturaleza colectiva del mito auténtico. Marcos Vargas pregunta a cada instante —y uno recuerda a Jorge Negrete interpretando este papel en una película mexicana de los años cuarenta—: «¿Se es o no se es?». Lo asombroso de Canaima es que la pregunta bravucona del macho escondía la afirmación secreta del verdadero mito. Marcos Vargas ingresa al mundo mitológico de los indios y allí deja de ser el macho, el barrunto de jefe, el cacique ilustrado que Ureña soñó para él. Marcos Vargas es porque ya no es.
Es un personaje excéntrico, el conde Giaffano, quien expresa mejor en Canaima la respuesta individualizada a la barbarie. Giaffano es un expatriado italiano que ha ido a la selva venezolana a fin de «desintoxicarse de la inmundicia humana» y que, solo en la selva, cultiva la amistad, el amor y el misterio de sí: las cualidades estoicas, la «intimidad hermética» que para él es la única respuesta a la selva, la única «válvula de escape» de la naturaleza. Confesar esta intimidad, dice Giaffano, es perderla, y perderla es perder «la sensación integral de sí». Giaffano el europeo es lo que Ureña y Vargas nunca pueden ser: un individualista sin tentación de poder o exhibicionismo, un ser privado. Ureña y Vargas en sociedad son, para recordar al dramaturgo mexicano Rodolfo Usigli, gesticuladores.
Entre la crítica, la contradicción y la mera insuficiencia, ¿qué le queda a Rómulo Gallegos en su extraño y fascinante palimpsesto del ser y el estar iberoamericanos? Una paradoja suprema para quien tan agudamente ha precisado el papel enmascarado de la legalidad escrita. Esto es lo que queda. Otra vez la palabra escrita, detrás de las máscaras de la apariencia y el poder. El primer nivel de esta respuesta final de la civilización a la barbarie es la nominación de lugares, espacios y gentes que se les asimilan: ríos nombrados como suenan sus aguas, hombres nombrados como suenan sus actos: los Tigres del Guarari, el Cholo Parima, el Sute Cúpira, Juan Solito, Aymará, la india Arecuna.
Pero el segundo nivel es éste, inseparable del tercero: la dramatización de la fuerza de la palabra escrita. El cacique muerto, José Gregorio Ardavín, es casado en pleno rigor mortis por el jefe Apolonio con la india Rosa Arecuna. Consumado por escrito el matrimonio, Apolonio exclama: «¡Lo que pueden los papeles, Marcos Vargas!». ¿Dirían otra cosa los Zapata, los Jaramillo, todos nuestros rebeldes campesinos armados, más que con fusiles, con papeles, con títulos de propiedad?
¿Pero dirían otra cosa, también, los poderosos armados de leyes coloniales, constituciones republicanas y contratos transnacionales? El derecho escrito es un arma de dos filos y será Gabriel García Márquez, en El otoño del patriarca, quien con mayor lucidez pero con medios más implícitos, explore la doble vertiente de la letra: literatura y ley, palabra y poder. Pero en esta escena de Canaima, Gallegos plantea por primera vez el tema en nuestra novela y ello le sirve para llegar, velozmente, al meollo mismo de su trabajo literario, a la única solución posible, a este nivel del conflicto que él, y Sarmiento antes que él, quisieron resolver también en la acción política, pues ambos fueron presidentes de sus países, aunque más afortunado Sarmiento en Argentina que Gallegos en Venezuela.
El tercer nivel, en fin, de la respuesta de la civilización a la barbarie es nada menos que éste, el de Rómulo Gallegos escribiendo esta novela sobre la lucha entre Civilización y Barbarie y demostrando, al hacerlo, que no posee otra manera de trascender dramáticamente el conflicto. ¿Cómo lo resuelve, en efecto, al nivel de la escritura, más allá del didactismo y los sermones?
El derecho más elemental de la literatura es el de nombrar. Imaginar también significa nombrar. Y si la literatura crea al autor tanto como crea a los lectores, también nombra a los tres: es decir, también se nombra a sí misma. En el acto de nombrar se encuentra el corazón de esa ambigüedad que hace de la novela, en las palabras de Milan Kundera, «una de las grandes conquistas de la humanidad». Puede pensarse que este juego de nombrar personajes es anticuado, añade Kundera, pero quizás es el mejor juego que jamás fue inventado, una invitación permanente a salir de uno mismo (de nuestra propia verdad, de nuestra propia certidumbre) y entender al otro.
Cuando el dios de Pascal salió lentamente del lugar desde donde había dirigido el universo y su orden de valores —dice Kundera—, Don Quijote también salió de su casa y ya no fue capaz de comprender al mundo. Hasta entonces transparente, el mundo se convirtió en problema, y el hombre, con él, en problema también. A partir de ese momento, la novela acompaña al hombre en su aventura dentro de un mundo repentinamente relativizado.
La novela es un cruce de caminos del destino individual y el destino colectivo expresado en el lenguaje. La novela es una reintroducción del hombre en la historia y del sujeto en su destino; así, es un instrumento para la libertad. No hay novela sin historia; pero la novela, si nos introduce en la historia, también nos permite buscar una salida de la historia a fin de ver la cara de la historia y ser, así, verdaderamente históricos. Estar inmersos en la historia, perdidos en la historia sin posibilidad de una salida para entender la historia y hacerla mejor o simplemente distinta, es ser, simplemente, también, víctimas de la historia.
En su momento, Gallegos fue fiel a todas estas exigencias del arte narrativo. Sin él no se habrían escrito Cien años de soledad, La casa verde o Los pasos perdidos. Pero su valor no es sólo el de un precursor, un padre venerado primero, detestado después y finalmente comprendido. Digo que Gallegos fue siempre fiel al arte de la novela porque, como Don Quijote, como Mr. Pip, como Mitya Karamazov, como Anna Karenina, sus personajes salieron al mundo y no lo comprendieron, sufrieron la derrota de sus ilusiones pero ganaron la experiencia de una gran aventura: la de la verdad relativa.
El conflicto entre civilización y barbarie es resuelto literariamente por Gallegos mediante una asimilación de su personaje, Marcos Vargas, criatura de la palabra escrita, a una dialéctica, es decir, a un movimiento de germinación y contradicción relativas, que primero nos ofrece una visión de la Naturaleza, en seguida una visión de la Historia como su doble cara —Jano de la Utopía y del Poder— y entre ambas, partiendo su cráneo bifronte, coloca la corona de la verdadera visión humana, ni totalmente natural ni totalmente histórica, simplemente verbal e imaginativa. Entre la naturaleza devoradora y el exilio histórico, el arte de la novela crea un tiempo y un espacio humanos, relativos, vivibles y convivibles.
Rómulo Gallegos es un verdadero escritor: se derrota a sí mismo. Derrota su tesis creando los conflictos de Marcos Vargas entre las exigencias de la naturaleza y de la historia; y esos conflictos, inesperadamente, le otorgan otro perfil al personaje.
Marcos Vargas, el conquistador, el hidalgo, el macho, el mesías frustrado, adquiere primero una conciencia de la injusticia y éste es su factor racional: «Desde el Guarampín hasta el Río Negro todos estaban haciendo lo mismo, él entre los opresores contra los oprimidos, y ésta era la vida de la selva fascinante, tan hermosamente soñada».
En el curso de esta reflexión, Marcos Vargas se da cuenta de que conquistar una personalidad es disputársela a la naturaleza, a sabiendas de que se es parte de esa naturaleza. Como en el encuentro de Meursault con el sol árabe en El extranjero, como en el encuentro de Ismael con el mar colérico y bienhechor en Moby Dick, esta tensión es resuelta en Canaima mediante una extraordinaria epifanía.
Marcos Vargas está solo en la selva, en medio de una tormenta tropical, y es allí donde se descubre en la naturaleza, parte de ella, pero diferente a ella, amenazado mortalmente por ella, y sufriendo parejamente en ambas situaciones.
Su grito machista, ¿se es o no se es?, es devorado por la tormenta, que no lo oye pero que le arrebata sus palabras; se las lleva el viento, son el viento y lo nutren. De ese vendaval estremecedor (el momento descriptivo más alto de la obra de Gallegos) Marcos Vargas saldrá —o más bien, será descubierto— desnudo, empapado, tembloroso y abrazado a un mono araguato que se esconde, temblando y llorando también, entre sus brazos.
Marcos Vargas se va a vivir con los indios. Se casa con una mujer india, Aymará; tiene con ella un hijo mestizo, el nuevo Marcos Vargas, que a los diez años regresa a la «civilización».
La novia de Marcos, la bordona Aracelis Vellorini, se ha casado con un ingeniero inglés.
Ureña está casado con la hermosa Maigualida, la hija de Manuel Ladera, y es un comerciante respetado.
Él recibe en su casa al hijo de Marcos Vargas.
El ciclo se reinicia. La segunda oportunidad levanta cabeza. Pero las tensiones persisten, no se resuelven, no deben resolverse:
Las tensiones entre el Mito y la Ley, entre la Naturaleza y la Personalidad, entre Permanecer y Regresar, entre Civilización y Barbarie.
En medio de estos binomios, el hecho más llamativo de Canaima es el destino de los destinos. Ésta es una novela de destinos precipitados, cumplidos inmediatamente en los extremos de Ladera el probo y Parima el criminal —o de destinos, en contraste, eternamente postergados, estáticamente ubicados en contrapunto a la norma de la novela, que es la del destino veloz.
De tal suerte que la fortuna de Marcos Vargas se convierte en un símbolo así de la velocidad del destino al asumir los rostros de la muerte, la desaparición o el olvido, como de su postergación al asumir, contrariamente, la salvaje persistencia de la naturaleza y el poder. En ambos casos, el destino se asemeja a la historia en tanto fuerza inescapable y ciega, pero se asemeja a la naturaleza en tanto ausencia virginal, intocada.
Marcos Vargas alarga la mano para tocar un destino que no sea ni aplastantemente abrupto ni aplastantemente ausente: ingresa al mundo aborigen del mito, cuya postulación es la simultaneidad, el eterno presente.
Gracias a su corona mítica, Canaima logra, simultáneamente, reunir y disolver los mundos contradictorios de la naturaleza y el poder hispanoamericanos. Dentro y fuera de la historia, podemos ver el mundo terrible de los Ardavines y el Cholo Parima como nuestro mundo y saber, al mismo tiempo, que su violencia no es privativa de la América española, ya no, después de lo que hemos vivido en nuestro tiempo, ya no sólo nuestra.
Rómulo Gallegos, el escritor regionalista, entra a la historia de la violencia del siglo XX. Y esa violencia, lo diré a guisa de conclusión anticipada, es quizás el único pasaporte a la universalidad en las postrimerías de nuestro tiempo.
Rómulo Gallegos, novelista primario y novelista primordial de la América española, india y africana, nos ofrece una salida de la naturaleza, sin sacrificarla. Y un ingreso a la historia, sin convertirnos en sus víctimas.
Faulkner, por el camino de la excepción radical a la filosofía del progreso y del pragmatismo más exitosa del mundo moderno —la de Estados Unidos de América—, llegó al umbral de la tragedia: el reconocimiento del valor de la derrota y la hermandad con el fracaso, que es regla, y no excepción, de lo humano. Su experiencia literaria, siendo ejemplar, no suple, en cambio, nuestra experiencia iberoamericana y nuestro camino de hachazos ciegos para salir de la naturaleza primaria, impersonal, descrita por Gallegos.
Por esto es importante Gallegos. Sabemos que hay algo mejor y más importante, quizás, que su obra, que resulta raquítica, simplista y sentimental frente a la de un Faulkner. Pero esa misma obra es insustituible, tan insustituible como nuestro propio padre. Si hemos de llegar a la conciencia trágica que es la libertad más cierta que los seres humanos son capaces de encontrar y mantener, deberemos hacerlo a través de nuestro padre Gallegos y las miserias que con tanta verecundia latina —con tanta reverencia paternal— el novelista venezolano nos comunica. Padre nuestro que eres Gallegos. Por tu camino se llega al Paradiso, contradictorio, erótico y místico, pagano y cristiano, de Lezama Lima: nuestro propio umbral trágico tan lejos de la naturaleza impersonal de Gallegos, las «inmensas regiones misteriosas donde aún no ha penetrado el hombre».
 Fuente: Alfaguara. Año 2011.

martes, 22 de marzo de 2016

Ken Bruen.


KEN BRUEN Nació en 1951 en Galway, Irlanda. Antes de dedicarse a la literatura fue profesor de inglés en lugares tan diversos como África, Japón, el Sudeste asiático y Sudamérica. Ha escrito más de veinte novelas entre las que destacan la serie RyB, protagonizada por los policías Roberts y Brant –de la que EL GRAN ARRESTO es el primer título- y la serie de Jack Taylor, cuyos dos primeros títulos, Maderos y La matanza de los gitanos, han sido publicados en España por Tropismos con gran éxito de crítica. Ganador de los PREMIOS MACAVITY y SHAMUS, en España también ha recibido galardones, entre ellos, el PREMIO BRIGADA 21 y el PREMIO NOVELPOL.

También ganador del premio: El Gran premio de la literatura policíaca (en francés: Grand prix de littérature policière)? es un premio literario francés fundado en 1948 por el escritor y crítico literario de Maurice Bernard Endrèbe. Es el premio más prestigioso adscrito al género policíaco en Francia, y se concede anualmente a la mejor novela francesa y a la mejor novela policíaca internacional publicada durante el mismo año.

Los ganadores son determinados por un jurado de hasta diez miembros, que incluye también a escritores. Cada uno de los jueces preselecciona un conjunto de obras que se llevan a discusión, para posteriormente, plasmar una lista de votación que se presenta ante el jurado. Entre los autores consagrados de las últimas décadas que han sido acreedores del premio se encuentran Jean-Patrick Manchette, Didier Daeninckx, Mary Higgins Clark, Elizabeth George, Thomas Harris, Patricia Highsmith, Arnaldur Indriðason, P. D. James, Léo Malet y Manuel Vázquez Montalbán

Novela:
London BOULEVARD.
Mitchell ha pasado tres años en prisión por un delito que ni siquiera recuerda haber cometido. Al salir en libertad, su amigo Billy, que trabaja para un mafioso londinense, lo introducirá, sin que él lo quiera, en el ambiente de extorsión, drogas y violencia del sur de la ciudad. Intentando dar cierta normalidad a su vida, Mitchell comienza a trabajar en la mansión de Lillian Palmer, una actriz que es celosamente atendida por un extraño y misterioso mayordomo.
La vida de Mitchell se convierte así en un huracán que lo zarandea en un mundo cada vez más violento, hasta que, en el momento en el que la vida de su hermana es amenazada, se verá obligado a actuar, descubriendo que las cosas nunca han sido como él creía.

Una trepidante historia de supervivencia y venganza del premiado Ken Bruen, llevada al cine por el ganador de un Oscar William Monahan, con Colin Farrell y Keira Knightley como protagonistas.

Fuente: Wikipedia.
Editorial Palmes.

domingo, 20 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges. Historia Universal de la Infamia. 1935. (El simulador de la infamia. La cicatriz).

(En la gráfica: Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges y Jorge Luis).

EL SIMULADOR DE LA INFAMIA
La Torre de Takumi no Kami fue confiscada; sus capitanes
desbandados, su familia arruinada y oscurecida, su nombre vinculado
a la execración. Un rumor quiere que la idéntica noche
que se mató, cuarenta y siete de sus capitanes deliberaran en la
cumbre de un monte y planearan, con toda precisión, lo que
se produjo un año más tardé. Lo cierto es que debieron proceder
entre justificadas demoras y que alguno de sus concilios tuvo lugar,
no en la cumbre difícil de una montaña, sino en una capilla
en un bosque, mediocre pabellón de madera blanca, sin otro
adorno que la caja rectangular que contiene un espejo. Apetecían
la venganza, y la venganza debió parecerles inalcanzable.
Kira Kotsuké no Suké, el odiado maestro de ceremonias, había
fortificado su casa y una nube de arqueros y de esgrimistas custodiaba
su palanquín. Contaba con espías incorruptibles, puntuales
y secretos. A ninguno celaban y vigilaban como al presunto
capitán de los vengadores: Kuranosuké, el consejero. Éste lo advirtió
por azar y fundó su proyecto vindicatorio sobre ese dato.
Se mudó a Kioto, ciudad insuperada en todo el imperio por
el color de sus otoños. Se dejó arrebatar por los lupanares, por
las casas de juego y por las tabernas. A pesar de sus canas, se
codeó con rameras y con poetas, y hasta con gente peor. Una
vez lo expulsaron de una taberna y amaneció dormido en el
umbral, la cabeza revolcada en un vómito.
Un hombre de Satsuma lo conoció, y dijo con tristeza y con ira:
¿No es éste, por ventura, aquel consejero de Asano Takumi no
Kami, que lo ayudó a morir y que en vez de vengar a su señor se
322 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
entrega a los deleites y a la vergüenza? ¡Oh, tú indigno del nombre
de Samurai!
Le pisó la cara dormida y se la escupió. Cuando los espías denunciaron
esa pasividad, Kotsuké no Suké sintió un gran alivio.
Los hechos no pararon ahí. El consejero despidió a su mujer
y al menor de sus hijos, y compró una querida en un lupanar,
famosa infamia que alegró el corazón y relajó la temerosa prudencia
del enemigo. Éste acabó por despachar la mitad de sus
guardias.
Una de las noches atroces del invierno de 1703 los cuarenta y
siete capitanes se dieron cita en un desmantelado jardín de los
alrededores de Yedo, cerca de un puente y de la fábrica de barajas.
Iban con las banderas de su señor. Antes de emprender el asalto,
advirtieron a los vecinos que no se trataba de un atropello, sino
de una operación militar de estricta justicia.

LA CICATRIZ.
Dos bandas atacaron el palacio de Kira Kotsuké no Suké. El
consejero comandó la primera, que atacó la puerta del frente;
la segunda, su hijo mayor, que estaba por cumplir dieciséis
años y que murió esa noche. La historia sabe los diversos momentos
de esa pesadilla tan lúcida: el descenso arriesgado y pendular
por las escaleras de cuerda, el tambor del ataque, la precipitación
de los defensores, los arqueros apostados en la azotea,
el directo destino de las flechas hacia los órganos vitales del
hombre, las porcelanas; infamadas de sangre, la muerte ardiente
que después es glacial; los impudores y desórdenes de la muerte.
Nueve capitanes murieron; los defensores no eran menos valientes
y no se quisieron rendir. Poco después de media noche
toda resistencia cesó.
Kira Kotsuké no Suké, razón ignominiosa de esas lealtades,
no aparecía. Lo buscaron por todos los rincones de ese conmovido
palacio; y ya desesperaban de encontrarlo cuando el consejero
notó que las sábanas de su lecho estaban aún tibias. Volvieron
a buscar y descubrieron una estrecha ventana, disimulada
por un espejo de bronce. Abajo, desde un patiecito sombrío, los
miraba un nombre de blanco. Una espada temblorosa estaba en
su diestra. Cuando bajaron, el hombre se entregó sin pelear.
Le rayaba la frente una cicatriz: viejo dibujo del acero de Takumi
no Kami.
Entonces, los sangrientos capitanes se arrojaron a los pies del
aborrecido y le dijeron que eran los oficiales del señor de la
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA .H2.H
Torre, de cuya perdición y cuyo fin él era culpable, y le rogaron
que se suicidara, como un samurai debe hacerlo.
En vano propusieron ese decoro a su ánimo servil. Era varón
inaccesible al honor; a la madrugada tuvieron que degollarlo.

sábado, 19 de marzo de 2016

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. CUARTA ENTREGA.

(Nota: en la gráfica Carlos Fuentes con su esposa Silvia Lemus).
4. De la Colonia a la independencia. Machado de Assis
1. La Corona española prohibió la redacción y circulación de novelas, alegando que leer ficciones era peligroso para una población recién convertida al cristianismo. Lo cual, en otro sentido, constituye un elogio de la novela, considerándola no inocua, sino peligrosa.
Como peligrosa podía ser la palabra poética, si consideramos el caso del escritor máximo de la era colonial, la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, elogiada, exaltada, rebajada y al cabo silenciada por la autoridad eclesiástica colonial. Sin embargo, ha sido la poesía la compañera fiel, la sombra a veces, otras el sol de la literatura escrita en castellano en las Américas. De Ercilla a Neruda en Chile, de Sor Juana a Sabines en México, las musas han estado tan presentes como las misas. En el siglo XIX, Rubén Darío basta para comprobar esta fidelidad. Hay otros: con el gran nicaragüense bastaría.
Pero si la poesía es nuestra compañera más constante y antigua, una rival aparece a partir del siglo XVIII para disputarle la primacía de nuestros amores. Esa usurpadora tardía se llama la política de la identidad, la reflexión sobre la nación: la colonia que dejaba de serlo anticipaba la independencia. Manifiesta su seducción, paradójicamente, gracias al afán modernizador de Carlos III en España y su decisión de expulsar a los jesuitas, «dueños absolutos de los corazones y las conciencias de todos los habitantes de este vasto imperio», le escribe el virrey de la Nueva España, Marqués de Croix, a su hermano en carta privada, aunque públicamente se vea obligado a sostener las razones de la monarquía en su trato con las colonias: «de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir, ni opinar en los altos asuntos del Gobierno».
El doble discurso virreinal no logró ocultar otras dos cosas. Una, la creciente urgencia hispanoamericana de asentar una identidad propia tal como lo expresó el jesuita peruano Juan Pablo de Viscardo y Guzmán en 1792, al celebrarse el tercer centenario del descubrimiento: «El Nuevo Mundo es nuestra patria, y en ella es que debemos examinar nuestra situación presente, para determinarnos por ella a tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios».
Viscardo y Guzmán escribió estas líneas desde su exilio en Londres, y ello ilustra el otro acontecimiento que acompañó la expulsión de los jesuitas: los intelectuales de la Compañía se vengaron del rey de España escribiendo, desde el destierro, libros que proclamaban la identidad nacional de las patrias añoradas. El padre Clavijero, desde Roma, define la identidad mexicana a partir de la antigüedad precortesiana. El padre Molina, también desde Roma, escribe una historia nacional y civil de Chile, así, con todas sus letras: nacional y civil. Historia, geografía, sociedad, nación propias: la definición jesuita de las nacionalidades hispanoamericanas fortalece a éstas, las aleja de España, pero también las aleja de su posible unidad: precipita el movimiento liberador y propone a los escritores del siglo de la independencia, el XIX, el compromiso de fijar la historia patria y con ello, esclarecer la identidad nacional.
Para trascender estos dilemas y superar estas contradicciones, la clase intelectual hispanoamericana del siglo XIX sigue una vía, tortuosa a veces, y con varias etapas.
Etapa primera. El conde de Aranda (1718-1798), ministro del rey Carlos III, animado por una voluntad modernizante y reformadora, distingue claramente, como nos advierte Carmen Iglesias en su gran ensayo sobre La nobleza ilustrada, entre colonias y coronas. Las Indias, añade Iglesias, no eran colonias de España, sino parte de la corona española. A esa parte americana de la corona le corresponden ahora tres infantazgos (México, Perú y la Costa Firme) a fin de «presenciar la unión con España en una especie de commonwealth» (Iglesias). Se precavía así Aranda contra lo que ocurrió: fragmentación, vacíos de poder, guerras civiles.
Etapa segunda. Las Cortes de Cádiz en 1810, con representación igualitaria de los reinos de América, adoptan una constitución liberal. Los reinos de América son considerados parte de España. Cádiz establece principios como la división de poderes y la igualdad civil.
Etapa tercera. El rey Fernando VII es prisionero de Napoleón, España es ocupada, José Bonaparte puesto en el trono y los reinos de América se rebelan en ausencia del rey, de México a Caracas y Buenos Aires.
Cuarta etapa. Restaurado por Napoleón, en 1813 Fernando VII declara la guerra a las independencias y éstas responden con lo que Bolívar llama «la guerra a muerte».
Quinta etapa. Alcanzada la independencia en 1821, el problema se centra en la forma de gobierno. ¿Monarquía constitucional o república? Y si república, ¿de qué clase? ¿Federal o centralista? ¿Unitaria o confederada?
Cualquiera que fuese la opción política, había una realidad social subyacente que se presentía en las revoluciones de independencia como contradicción entre el «país real» y «el país legal». Durante la Colonia, las diferencias de clase rara vez se manifestaron, y cuando lo hicieron fueron velozmente reprimidas. En México, el motín contra la carestía del maíz (1692), precedido por la insurrección de los indios de las minas de Topia (Durango) en 1598, presagiaban la rebelión negra de Yanga en Veracruz y la fundación del pueblo de San Lorenzo de los Negros.
Las rebeliones se sucedieron en el siglo XVIII. Los tzeltales en Chiapas (1712), los comuneros en Paraguay (1717). Y el estado de rebelión constante de los quilombos de afrobrasileños que transmitieron el nombre inglés (kilombo) para sus comunidades. Túpac Amaru encabezó la rebelión indígena del Alto Perú en 1780 y las «comunas» de Nueva Granada se rebelaron en 1781.
El país legal era protegido por la monarquía paternalista de Habsburgos y Borbones. El país real era dominado por terratenientes, caciques y capataces. El lema del país legal era «la ley se obedece». El país real le respondió: «Pero no se cumple».
Las revoluciones de Independencia y la aparición de las nuevas repúblicas potenciaron este estado de cosas, ahondándolo. Formalmente, el país legal, modernizante, progresista, fundado en la imitación de las constituciones y leyes de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, era un biombo jurídico formal, detrás del cual persistía el viejo país real. País legal: actuando como protector del Perú, San Martín abolió legalmente, en 1821, el tributo indígena. País real: nada cambió. Una y otra vez, la desigualdad legal de la era colonial fue sustituida por la desigualdad real, ahora disfrazada de igualdad legal, de la era independiente. En su discurso de Bucaramanga, en 1828, Simón Bolívar denunció a una aristocracia de rango, oficio y dinero que, aunque hablaba de la igualdad, la quería entre las clases altas, no con las bajas.
El país real fue descrito por Sarmiento en el Facundo de 1845. Argentina es dos naciones, cada una extraña para la otra: ciudad y campo. En el campo no hay sociedad y su habitante, el gaucho, sólo le debe fidelidad al jefe. El resultado es un mundo donde predomina la fuerza bruta, la autoridad sin límite ni responsabilidad. Avant la lettre, Sarmiento nos ofrece, desde 1845, la definición de lo que Max Weber llamaría modernamente patrimonialismo, la forma arcaica de dominación, la ausencia de previsión del sentido del Estado y de la sociedad moderna, a favor del ejercicio irresponsable de la autoridad. Esta obediencia al jefe y no a la ley, define a la vida política en lo que Sarmiento llamó «la barbarie».
Sin embargo, los violadores de la ley la invocan siempre, se envuelven en su toga y se sientan en su trono porque si el cacique local es el dictador nacional en miniatura, éste es también una versión reducida del modelo ontológico del poder entre nosotros: el César romano que requiere del derecho escrito —es decir, no ignorable— para legitimarse y legitimar sus hazañas.
Las clases letradas de las nuevas sociedades intentaron dar respuestas a estas contradicciones mediante formas políticas para una realidad cultural contradictoria y pluralista. ¿Cuánto pueden las ideas, cuanto pueden las palabras para transformar la realidad? No lo sabremos, contestó el siglo XIX, si desconocemos la historia de las nuevas naciones. Es por ello natural que el siglo XIX le pertenezca a los historiadores y educadores, y muy marginalmente a los poetas y novelistas.
En Chile, José Victorino Lastarria se opone al orden colonial y escribe una nueva historia política de la nación (1844). Francisco Bilbao forma un nuevo partido, «La sociedad de la igualdad», publica el Evangelio americano por la justicia y la libertad e inventa el término «América Latina» en 1857. Benjamín Vicuña Mackenna inicia la historia urbana con sus libros sobre Valparaíso y Santiago (1869).
En México, José María Luis Mora escribe una Historia de México y sus revoluciones en 1836: un verdadero censo de la historia de México, sus leyes, finanzas, política exterior y posibilidades éticas.
Hay otros que navegan entre la política y las letras —Fray Servando Teresa de Mier, José María Heredia, Vicente Rocafuerte, Manuel Lorenzo de Vidaurre—. Pero quizás dos son los ensayistas, educadores e historiadores más importantes: Andrés Bello y Domingo F. Sarmiento.
Andrés Bello, venezolano, maestro de Simón Bolívar, trasladado a Chile en 1859, fue autor de una gramática de la lengua española adaptada al uso de las Américas. Fundó la Universidad Nacional de Chile, fue su primer presidente así como ministro de la oligarquía «ilustrada» gobernada desde la sombra por Diego Portales, el gran organizador de las instituciones chilenas, en épocas dominadas por los dictadores Santa Anna en México y Rosas en Argentina.
Bello mantuvo una famosa polémica con el otro gran escritor y estadista sudamericano, Domingo Faustino Sarmiento, autor de Facundo, civilización o barbarie. Este libro es muchas cosas. Biografía del tirano de la Rioja, Facundo Quiroga, capaz de matar a un hombre a patadas y de incendiar la casa de sus propios padres. Es, además, una historia de Argentina, geografía del país y estudio de su sociedad y propone una convicción: el pasado es la barbarie. El presente requiere trascender el pasado colonial y modernizar, cosa que Sarmiento se propuso como presidente de la república entre 1868 y 1874: bancos, comunicaciones, migración europea, desarrollo urbano…
El Facundo es uno de los dos grandes libros hispanoamericanos del siglo XIX, ambos argentinos. El otro es el Martín Fierro de José Hernández. Las novelas del siglo XIX son apenas un suspiro en medio del vendaval histórico. El cubano Cirilo Villaverde y Cecilia Valdés (1839; 1882), costumbrista y romántica. El chileno Alberto Blest Gana y Martín Rivas (1862), realista y liberal. La solera aventurera de Manuel Payno en México (Los bandidos de Río Frío, 1888-1891). Y una novela por Vicente Riva Palacio de título más inventivo que su contenido: Monja, casada, virgen y mártir. En ese orden.
Además de un audaz y fervoroso intento de convertir a la lengua en extremo mortal de la poesía, exploración de posibilidades inéditas —redescubrimiento de América—, afirmación en la negación misma de la continuidad lingüística del castellano, paseo al borde del abismo: el modernismo y Rubén Darío.
El alud de poesía cívica y patriótica, retórica y sentimental afectó incluso a los más severos. Andrés Bello —que no Agustín Lara— proclama: «divina poesía, tú de la soledad habitadora». La reacción fue profunda, sutil e irónica. El poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) introdujo los prestigios de Whitman y Poe, de Verlaine y Lautréamont en un verso que adaptase las formas del pasado para trascenderlas. Canta: «En su país del hierro vive el gran viejo, bello como un patriarca, sereno y santo». Pero Verlaine, «liróforo celeste que al instrumento olímpico y a la siringa agreste diste tu acento encantador; ¡Panida!». Pero a la retórica en español: «¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines». Y la política: «Hay mil cachorros sueltos del león español. Tened cuidado. ¡Viva la América española!» (T. Roosevelt). Y Darío, finalmente:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Lo Fatal


Así como Darío renueva la poesía en castellano (en América y en España), dejando un legado ambicioso y rico a los novelistas, su lenguaje, la novela misma es transformada por un milagro brasileño: José María Machado de Assis.
2. Brasil fue parte del imperio portugués de las Américas y su historia difiere considerablemente de la hispanoamericana. La invasión napoleónica de Portugal, en 1807, obliga a la familia real a refugiarse en Brasil. En 1808 el príncipe regente, don Juan de Portugal, llevó a Brasil las instituciones portuguesas y él mismo asumió el trono de Portugal, Brasil y Algarve en 1816, trasladándose físicamente a Lisboa en 1821, tras designar a su hijo, don Pedro, como regente brasileño. En 1822 Pedro I se convirtió en emperador y Brasil consiguió su independencia sin la sangre y las batallas de la América española.
Al abdicar Pedro I a favor de su hijo el niño Pedro II en 1831, una regencia gobernó a Brasil hasta 1840, cuando Pedro II asumió el trono y lo ocupó hasta 1889, fecha en la que renunció, se exilió y, en febrero de ese mismo año, Brasil se constituyó como república federal (1839-1908).
Doy estos datos para situar a Machado de Assis en un contexto distinto del hispanoamericano, aunque la filiación nacional del escritor acaso sea menos importante que su filiación literaria, dado que Machado de Assis no pertenece a la corriente romántica y realista de la Hispanoamérica decimonónica, sino que resucita la gran tradición de la Mancha: la tradición Cervantes-Sterne-Diderot.
O sea: Machado de Assis es un milagro. Y los milagros, le dice Don Quijote a Sancho, son cosas que rara vez suceden. No obstante, milagro dado, ni Dios lo quita.
Pero si el milagro es algo que rara vez sucede, ¿no es algo que sucede en comparación con lo que siempre, o comúnmente, sucede?
Más bien, Machado de Assis se refiere al romanticismo y al naturalismo como un corcel agotado. Un hermoso caballo vencido, devorado por las llagas y los gusanos. ¿Cuál fue su nombre original? ¿Rocinante? ¿Clavileño?
Porque la mediocridad de la novela hispanoamericana del XIX no es ajena a la ausencia de una novela española después de Cervantes y antes de Leopoldo Alas y Benito Pérez Galdós. Las razones de esta ausencia llenarían varias páginas: sólo quiero registrar mi asombro de que en la lengua de la novela moderna fundada en La Mancha por Miguel de Cervantes sólo haya habido, después de Don Quijote, campos de soledad, mustio collado.
La Regenta, Fortunata y Jacinta, le devuelven su vitalidad a la novela española en España, pero la América española deberá esperar aún, como España esperó a Clarín y a Galdós, a Borges, Asturias, Carpentier y Onetti.
En cambio —y éste es el milagro—, Brasil le da su nacionalidad, su imaginación, su lengua, al más grande —por no decir, el solitario— novelista iberoamericano del siglo pasado, Joaquim María Machado de Assis.
¿Qué supo Machado que no supieron los novelistas hispanoamericanos? ¿Por qué el milagro de Machado?
El milagro se sostiene sobre una paradoja: Machado asume, en Brasil, la lección de Cervantes, la tradición de La Mancha que olvidaron, por más homenajes que cívica y escolarmente se rindiesen al Quijote, los novelistas hispanoamericanos, de México a Argentina.
¿Fue esto resultado de la hispanofobia que acompañó a la gesta de la independencia y a los primeros años de la nacionalidad? No, repito, si atendemos a las reverencias formales del discurso. Sí, desde luego, si nos fijamos en el rechazo generalizado del pasado cultural independiente: ser negros o indígenas era ser bárbaros, ser español era ser retrógrado. Había que ser yanqui, francés o británico para ser moderno y para ser, aún más, próspero, democrático y civilizado.
Las imitaciones extralógicas de la era independiente creyeron en una civilización Nescafé: podíamos ser instantáneamente modernos excluyendo el pasado, negando la tradición. El genio de Machado se basa, exactamente, en lo contrario: su obra está permeada de una convicción: no hay creación sin tradición que la nutra, como no habrá tradición sin creación que la renueve.
Pero Machado tampoco tenía detrás de sí una gran tradición novelesca, ni brasileña ni portuguesa. Era dueño, en cambio, de la tradición que compartía con nosotros, los hispanoparlantes del continente: tenía la tradición de La Mancha. Machado la recobró: nosotros la olvidamos. Pero ¿no la olvidó también la Europa post-napoleónica, la Europa de la gran novela realista y de costumbres, sicológica o naturalista, de Balzac a Zola, de Stendhal a Tolstoi? ¿Y no fue nuestra pretensión modernizante, en toda Iberoamérica, reflejo de esa corriente realista que convengo en llamar la tradición de Waterloo, por oposición a la tradición de La Mancha?
En su Arte de la novela, Milan Kundera, más que nadie, ha lamentado el cambio de camino que interrumpió la tradición cervantesca continuada por sus más grandes herederos, el irlandés Laurence Sterne y el francés Denis Diderot, a favor de la tradición realista descrita por Stendhal como el reflejo captado por un espejo que se pasea a lo largo de un camino, y confirmada por Balzac como el hecho de hacerle la competencia al registro civil.
¿Y el llamado al juego, al sueño, al pensamiento, al tiempo?, exclama Kundera en un capítulo que titula «La desdeñada heredad de Cervantes». ¿Dónde se fue? La respuesta es, si no milagrosa, sí sorprendente: se fue a Río de Janeiro y renació bajo la pluma de un mulato carioca pobre, hijo de albañil, autodidacta, que aprendió el francés en una panadería, que sufrió de epilepsia como Dostoievski, que era miope como Tolstoi, y que escondía su genio dentro de un cuerpo tan frágil como el de otro gran brasileño, Aleijadinho, también mulato, pero además leproso, trabajando solo y solamente de noche, cuando no podía ser visto. Pero de Brasil, repito, ¿no se ha dicho que el país crece de noche, mientras los brasileños duermen? Prometo: no lo vuelvo a decir.
Machado no. Está bien despierto. Su prosa es meridiana. Pero también lo es su misterio: un misterio solar, el de un escritor americano de lengua portuguesa y raza mestiza que, solitario en el mundo del realismo como una estatua barroca de Minas Gerais, redescubre y reanima la tradición de La Mancha contra la tradición de Waterloo.
La Mancha y Waterloo.
¿Qué entiendo por estas dos tradiciones?
Históricamente, la tradición de La Mancha la inaugura Cervantes como un contratiempo a la modernidad triunfadora, una novela excéntrica de la España contrarreformista, obligada a fundar otra realidad mediante la imaginación y el lenguaje, la burla y la mezcla de géneros. La continúan Sterne con el Tristram Shandy, donde el acento es puesto sobre el juego temporal y la poética de la digresión, y por Jacques el Fatalista de Diderot, donde la aventura lúdica y poética consiste en ofrecer, casi en cada línea, un repertorio de posibilidades, un menú de alternativas para la narración.
La tradición de La Mancha es interrumpida por la tradición de Waterloo, es decir, por la respuesta realista a la saga de la revolución francesa y el imperio de Bonaparte. El movimiento social y la afirmación individual inspiran a Stendhal, cuyo Sorel lee en secreto la biografía de Napoleón; por Balzac, cuyo Rastignac es un Bonaparte de los salones parisinos; y por Dostoievski, cuyo Raskolnikov tiene un retrato del gran corso como único decorado de su buhardilla peterburguesa. Novelas críticas, ciertamente, de lo mismo que las inspira. Iniciadas con el crimen de Sorel, las carreras en ascenso de la sociedad post-bonapartista culminan con la falsa gloria del arribista Rastignac y terminan en el crimen y la miseria de Raskolnikov.
En medio de ambas corrientes, Machado de Assis revalida la tradición interrumpida de La Mancha y nos permite contrastarla, de manera muy general, con la tradición triunfante de Waterloo.
La tradición de Waterloo se afirma como realidad. La tradición de La Mancha se sabe ficción y, aún más, se celebra como tal.
Ésta es la tradición lúdica cuyo abandono Kundera lamenta pero que Machado, inesperadamente, recupera. Las Memorias póstumas de Blas Cubas, publicadas en 1881, son escritas desde la tumba por un autor cuya autoría puede ser tan cierta como la muerte misma, sólo que Blas Cubas convierte a la muerte en una incertidumbre cierta y en una certeza incierta, mediante el matiz que introduce, ab initio, el tema cervantesco de la ficción consciente de serlo: «Soy un escritor muerto —dice Blas Cubas—, no en el sentido de alguien que ha escrito antes y ahora está muerto, sino en el sentido de un escritor que ha muerto pero sigue escribiendo». Este escritor, para el cual «la tumba es en realidad una nueva cuna», es el narrador póstumo Blas Cubas, el cual, al renovar la tradición cervantina y sobre todo sterniana de dirigirse al lector, lo hace a sabiendas de que, esta vez, el lector tiene que vérselas menos con un autor incierto como el del Quijote, o con un autor angustiado por escribir la totalidad de su vida antes de morir, como Tristram Shandy, que con un autor muerto que escribe desde la tumba, que dedica su libro «al primer gusano que devoró mi carne» (nótese el uso del pretérito) y que admite la fatalidad de su situación: «Todos tenemos que morir. Es el precio por estar vivos».
De este modo, Blas Cubas traslada su propio pasado vivo y su propio presente muerto al lector, con mucho del humor de Cervantes, Sterne y Diderot, pero con una acidez, a veces una rabia, que sorprende en personaje y autor tan dulces como Blas Cubas y Machado de Assis, si no nos advirtiesen ambos, desde la primera página, que estas Memorias póstumas están escritas «con la pluma de la risa y la tinta de la melancolía».
Ésta me parece la frase esencial de la novela manchega del novelista carioca: escribir con la pluma de la risa y la tinta de la melancolía.
La risa primero.
La admiración de Tristram Shandy por Don Quijote, a la que aludí líneas arriba, se basa en el humor: «Estoy persuadido —leemos en Tristram Shandy—, de que la felicidad del humor cervantino nace del simple hecho de describir eventos pequeños y tontos con la pompa circunstancial que generalmente se reserva a los grandes acontecimientos».
Sterne pone de cabeza este humor describiendo los hechos pomposos con el humor de los hechos pequeños. La guerra de la sucesión española, la herencia de Carlos el Hechizado, que ensangrentó una vez más los campos de Flandes, es reproducida por el tío Toby de Tristram Shandy, privado de luchar en la guerra porque recibió una herida en la ingle, en el césped que antes le sirvió de boliche, entre dos hileras de coliflores. Allí, el tío Toby puede reproducir las campañas de Marlborough sin derramar una gota de sangre.
El humor de Machado va más allá del humor de Cervantes y el de Sterne: el brasileño narra pequeños hechos en breves capítulos con la mezcla de risa y melancolía que se resuelve, en más de una ocasión, en ironía.
Libro epicúreo, lo ha llamado alguna crítica norteamericana. Libro aterrador, añade otra reseña neoyorquina, porque su denuncia de la pretensión y la hipocresía que se esconden en los seres comunes y corrientes es implacable. No, corrige Susan Sontag: éste es solamente un libro de un escepticismo radical que se impone al lector con la fuerza de un descubrimiento personal.
Es cierto: los elementos carnavalescos, la risa jocular que Bajtin atribuye a las grandes prosas cómicas de Rabelais, Cervantes y Sterne, están presentes en Machado. Baste recordar los encuentros picarescos con el filósofo-estafador Quincas Borba, el vodevil de los encuentros con la amante secreta, Virgilia, y la descripción de la manera como ésta usa la religión: «como una ropa interior larga y colorada, protectora y clandestina». Basta evocar los retratos satíricos de la sociedad carioca y de la burocracia brasileña, resueltos en un espléndido pasaje cómico que reduce la política al problema de convertirse en secretario de un gobernador para poder acompañar al interior a su amante, la mujer del gobernador. Así se resuelve administrativamente el problema del adulterio.
En gran medida, el humor de Machado determina el ritmo de su prosa: no sólo la brevedad de los capítulos, sino la velocidad del lenguaje. Esta rapidez como hermana de la comicidad, obvia en la imagen cinematográfica acelerada de Chaplin o Buster Keaton, tiene su antecedente musical en El barbero de Sevilla de Rossini, su antecedente poético en el Eugenio Oneguin de Pushkin y su antecedente novelesco en Jacques el Fatalista de Diderot, del cual extraigo el siguiente ejemplo: El autor conoce «a una mujer bella como un ángel […]. Deseo acostarme con ella. Lo hago. Tenemos cuatro hijos».
En Blas Cubas, así se caracteriza a sí mismo el autor: «¿Por qué negarlo? Sentía pasión por la teatralidad, los anuncios, la pirotecnia».
Y Virgilia, la amante del narrador, es descubierta y descrita en unos cuantos trazos certeros: «Bonita, espontánea, frescamente modelada por la naturaleza, llena de esa magia, precaria pero eterna, que es transmitida secretamente para la procreación».
Sin embargo, la risa rabelaisiana pronto se congela en los labios de la melancolía machadiana.
En Tristram Shandy las batallas de la guerra de la sucesión española ocurren en el jardin potager del tío Toby, sin derramamiento de sangre. Machado hace hincapié en que el encuentro de risa y melancolía en Blas Cubas tampoco desembocará en la violencia. Un párrafo ilustrativo lo indica. Ante la posibilidad de un encuentro de fuerza, el autor promete que no habrá la violencia esperada y que la sangre no manchará la página.
El lector hispanoamericano podría encontrar en esta frase una sublectura histórica del Brasil como la nación latinoamericana que ha sabido conducir los procesos históricos sin la violencia de los demás países del continente. Acaso las excepciones confirmen la regla. En todo caso, en la novela de Machado el rumor del carnaval carioca va quedando lejos y afuera, a medida que la tinta de la melancolía va ganándole espacios a la pluma de la risa.
Vi hace poco un documental de televisión dedicado a Carmen Miranda, que se inicia con la infinita melancolía de las canciones tradicionales de Brasil en la voz de esta mujer excepcional convertida por Hollywood en símbolo estrepitoso del carnaval, la alegría ruidosa y el frutero en la cabeza. Pero a medida que el clisé revela la cara de la muerte, el estrépito de la Chica-Chica-Bum se desvanece y retorna la voz auténtica, la voz perdida, la voz de la melancolía. Es como si, desde la muerte, Carmen Miranda exclamase: «¡No me quiten mi tristeza!».
Por eso digo que la frase más significativa del libro de Machado es ésta: «Escrito con la pluma de la risa y la tinta de la melancolía». ¿Pues qué es Blas Cubas sino la melancólica historia de un solterón que primero debe sortear los peligros del adulterio y más tarde los de la vejez solitaria y ridícula? «La muerte de un solterón a la edad de sesenta y cuatro años no alcanza el nivel de la gran tragedia», advierte el narrador al final de un recorrido en el que descubre otra unidad olvidada por Aristóteles: la unidad de la miseria humana.
Hay un momento casi proustiano en el que Blas Cubas abandona un baile a las cuatro de la mañana y nos pregunta: «¿Y qué creen ustedes que me esperaba en mi carruaje? Mis cincuenta años. Allí estaban, sin invitación, no ateridos de frío o reumáticos, sino adormilados y exhaustos, anhelando el hogar y la cama». El olvido, nos dice Machado, nos acecha antes de la muerte: «El problema no consiste en encontrar a alguien que recuerde a mis padres, sino en encontrar a alguien que me recuerde a mí». Blas Cubas empieza por imitar a la muerte: «No le gusta hablar porque quiere que todos crean que se está muriendo». Pero sólo la lectura crítica de esta gran novela puede conducirnos a la pregunta literaria, a la pregunta de la tradición que Machado revive y prolonga, la tradición de La Mancha, contestada también, a su manera, por otra gran novela latinoamericana escrita desde la muerte, el Pedro Páramo de Juan Rulfo. Esta pregunta es, «¿ser muerto es ser universal?» o, dicho de otra manera, «Para ser universales, ¿los latinoamericanos tenemos que estar muertos?».
Susan Sontag contesta afirmando la modernidad de Machado de Assis, pero advirtiéndonos que nuestra modernidad es sólo un sistema de alusiones halagadoras que nos permiten colonizar selectivamente el pasado. Sabemos que hemos sufrido de una modernidad excluyente, una modernidad huérfana en América Latina —ni Mother ni Dad— y que estamos empeñados en conquistar una modernidad incluyente, con papá y con mamá, abarcadora de cuanto hemos sido: hijos de La Mancha, parte de la impureza mestiza que hoy se extiende globalmente para crear una polinarrativa que se manifiesta como verdadera Weltliteratur en la India de Salman Rushdie, la Nigeria de Wole Soyinka, la Alemania de Günter Grass, la Sudáfrica de Nadine Gordimer, la España de Juan Goytisolo o la Colombia de Gabriel García Márquez. El mundo de La Mancha: el mundo de la literatura mestiza.
Machado no reclama este mundo por razones de raza, historia o política, sino por razones de imaginación y lenguaje, que abrazan a aquéllas.
¡Qué universales, pero qué latinoamericanas, son sentencias como éstas de Machado!:
«Tengo fe completa en los ojos oscuros y en las constituciones escritas.»
O esta otra:
«Sólo Dios conoce la fuerza de un adjetivo, sobre todo en países nuevos y tropicales.»
La fe en las constituciones escritas devuelve a Machado a la pluma de la risa, pero esta vez dentro de una constelación de referencias y premoniciones asombrosas que nos conducen, nuevamente por la vía cómica, del escritor que no tuvimos los hispanoamericanos en el siglo XIX —Machado de Assis— al escritor que sí tuvimos en el siglo XX —Jorge Luis Borges—. La estrategia borgeana de romper la idea absoluta con el accidente cómico ya está presente en Machado cuando Blas Cubas nos declara su intención de escribir el libro que nunca escribió, una Historia de los Suburbios cuya concreción contrasta absurdamente con la abstracción de la filosofía a la moda en el siglo XIX latinoamericano: el positivismo de Comte, el lema de su filosofía trinitaria, Orden y Progreso, plasmado en la bandera brasileña y que los científicos porfiristas en México también hicieron suyos, opuesto al accidente cómico de Blas Cubas: escribir una historia de los suburbios y sustituir el orden y el progreso por la invención práctica de un emplasto contra la melancolía.
Y sin embargo, el hambre latinoamericana, el afán de abarcarlo todo, de apropiarse todas las tradiciones, todas las culturas, incluso todas las aberraciones; el afán utópico de crear un cielo nuevo en el que todos los espacios y todos los tiempos sean simultáneos, aparece brillantemente en Las memorias póstumas de Blas Cubas como una visión sorprendente del primer Aleph, anterior al muy famoso de Borges, del cual, el suyo, el propio Borges dice: «Por increíble que parezca yo creo que hay, o que hubo, otro Aleph». Sí: es el de Machado de Assis.
«Imagina, lector», dice Machado, «imagina una procesión de todas las épocas, de todas las razas del hombre, todas sus pasiones, el tumulto de los imperios, la guerra del apetito contra el apetito y del odio contra el odio…». Éste es «el monstruoso espectáculo» que ve Blas Cubas desde la cima de una montaña, como el ángel por venir de Walter Benjamin contemplando las ruinas de la historia, «la condensación viviente de la historia», dice el cadáver autoral de Blas Cubas, cuya mente es «un escenario… una confusión tumultuosa de cosas y de personas en las que todo se podía ver con precisión, de la rosa de Esmirna a la planta que crece en tu patio trasero al lecho magnífico de Cleopatra al rincón de la playa donde el mendigo tiembla mientras duerme…». Allí (en el primer Aleph, el Aleph brasileño de Machado de Assis) «podía encontrarse la atmósfera del águila y el colibrí, pero también la de la rana y el caracol».
La visión del Aleph de Machado, su hambre universal, da entonces un color a su pasión literaria, a su forma de dirigirse al lector, «lector poco ilustrado», lector que es «el defecto del libro», pues quiere vivir con rapidez y llegar cuanto antes al final de una obra que es lenta «como un par de borrachos tambaleándose en la noche». Es a este lector nada amable al que Machado dirige sus juegos y conminaciones, más graves acaso que las de Sterne o Diderot, por más que se asemejen formalmente:
Lector, sáltate este capítulo; vuelve a leer este otro; conténtate con saber que éstas son meramente notas para un capítulo vulgar y triste que no escribiré; irrítate de que te obligue a leer un diálogo invisible entre dos amantes que tu curiosidad chismosa quisiera conocer; y si este capítulo te parece ofensivo, recuerda que éstas son mis memorias, no las tuyas, y que desde el principio te advertí: Este libro es suficiente en sí mismo. Si te place, excelente lector, me sentiré recompensado por mi esfuerzo; pero si te desagrada, te premiaré con un chasquido de dedos, y me sentiré bien librado de ti…
El trato un tanto rudo que Machado le reserva al lector no es ajeno, me parece, a una exigencia comparable a la de los campanazos a la medianoche que escuchó Falstaff. Se trata de despertar al lector, de sacarlo de la siesta romántica y tropical, de encaminarlo a tareas más difíciles y de abocarlo a una modernidad incluyente, apasionada, hambrienta.
Claudio Magris dice algo sobre nuestra literatura que me parece aplicable a Machado. La América Latina, escribe el autor de El Danubio, ha dilatado el espacio de la imaginación. La literatura occidental estaba amenazada de incapacidad. Europa asumió la negatividad. Latinoamérica, la totalidad. Pero hoy Europa debe admitir su mala conciencia en la celebración de Latinoamérica. Hoy, todos debemos leer a la América Latina en contra de la tentación de la aventura exótica. Los lectores europeos (y los latinoamericanos también, añadiría yo) deben aprender a hacer la tarea escolar de leer en serio la prosa melancólica, difícil, dura, de los latinoamericanos.
Magris podría estar describiendo, a pesar de la hermosa ligereza total de su escritura, los libros de Machado de Assis. Pero Machado, cuando escribe el primer Aleph, también les está exigiendo a los latinoamericanos que sean audaces, que lo imaginen todo.
En Cervantes y en Sterne, los modelos de Machado, el espíritu cómico indica los límites de la realidad. La reproducción de los sitios de batalla de Flandes en un jardín de hortalizas señala, en Tristram Shandy, no sólo los límites de la representación literaria, no sólo los límites de la representación histórica, sino los límites de la historia misma. Pues la historia es tiempo y el tiempo, nos dice Sterne al final de su bellísima novela, es fugaz, «se gasta con demasiada prisa; cada letra que trazo me dice con cuánta rapidez la vida fluye de mi pluma —los días y sus horas, más preciosas, mi querida Jenny, que los rubíes en tu cuello, vuelan sobre nuestras cabezas como nubes ligeras en un día de viento, pero nunca regresan… y cada vez que beso tu mano para decir adiós, y cada ausencia que sigue a nuestra despedida, no son sino preludios a la eterna despedida… ¡Dios tenga piedad de nosotros!».
Y en Don Quijote, el tono de la novela cambia radicalmente cuando el protagonista y Sancho Panza visitan a los Duques y éstos les ofrecen, en la realidad, lo que Don Quijote, antes, sólo poseía en la imaginación. El castillo es castillo, pero Don Quijote necesitaba que el castillo fuese, primero, venta. Privado de su imaginación, se convierte realmente en El Caballero de la Triste Figura y se encamina, fatalmente, a la muerte: «en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora… Alonso Quijano el Bueno…».
Con razón llamó Dostoievski al Quijote el libro más triste que se ha escrito, pues es la historia de una desilusión. Pero es también, añade el autor ruso, el triunfo de la ficción. En Cervantes, la verdad es salvada por una mentira.
Machado de Assis también se ubica entre la fuerza de una ficción que lo incluye todo, como la imaginación latinoamericana quisiera abarcarlo todo, y los límites impuestos por la historia. «Viva la historia, la vieja y voluble historia, que da para todo» exclama desde la tumba Blas Cubas sólo para indicarnos que esta capacidad totalizadora es sólo la del error, que el hombre no es, como dijo Pascal, un carrizo pensante, sino un carrizo errante: «Cada periodo de la vida —dice Cubas— es una nueva edición que corrige la precedente y que a su vez será corregida por la que sigue, hasta que se publique la edición definitiva, que el editor le entrega a los gusanos».
La pluma de la risa y la tinta de la melancolía se unen de nuevo y vuelven a encontrar el origen mismo de su tradición: el elogio de la locura, la raíz erasmiana de nuestra cultura renacentista, la sabia dosificación de ironía que le impide a la razón o a la fe imponerse como dogmas.
Recuerdo el amor de Julio Cortázar por la figura del loco sereno, que el propio Cortázar consagró en varios personajes de Rayuela. Machado tiene el suyo, se llama Romualdo y es cuerdo en todo salvo en una cosa: se cree Tamerlán. Como Alonso Quijano se cree Don Quijote; como el tío Toby se cree un estratega militar y el personaje de Pirandello se cree el rey Enrique IV. En todo lo demás, son personas razonables.
Machado atribuye esta locura a la idea fija que, llevada a la acción política, sí puede causar catástrofes: véase, nos indica, a Bismarck y su idea fija de reunificar a Alemania, prueba del capricho y de la irresponsabilidad inmensa de la historia.
Por eso conviene respetar a los locos serenos, dejarlos tranquilos en su espacio, como el ateniense evocado por Machado que creía que todos los barcos que entraban al Pireo eran suyos; como el loco evocado por Horacio y recogido por Erasmo: un orate que se pasaba los días dentro de un teatro riendo, aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía que una obra se estaba representando en el escenario vacío. Cuando el teatro fue cerrado y el loco expulsado, éste reclamó:
—No me habéis curado de mi locura, pero habéis destruido mi placer y la ilusión de mi felicidad.
Erasmo nos pide, por esta vía, regresar a las palabras de San Pablo: «Dejad que aquel que parece sabio entre vosotros se vuelva loco, a fin de que finalmente se vuelva sabio… Pues la locura de Dios es más sabia que toda la sabiduría de los hombres».
Los hijos de Erasmo se convierten, en Iberia y en Iberoamérica, en los hijos de La Mancha, los hijos de un mundo manchado, impuro, sincrético, barroco, corrupto, animados por el deseo de manchar con tal de ser, de contagiar con tal de asimilar, de multiplicar las apariencias a fin de multiplicar el sentido de las cosas, en contra de la falsa consolación de una sola lectura, dogmática, del mundo. Hijos de La Mancha que duplican todas las verdades para impedir que se instale un mundo ortodoxo, de la fe o la razón, o un mundo puro, excluyente de la variedad pasional, cultural, sexual, política, de las mujeres y de los hombres.
Machado de Assis, Machado de La Mancha, el milagroso Machado, es un adelantado de la imaginación y de la ironía, del mestizaje y del contagio en un mundo amenazado cada día más por los verdugos del racismo, la xenofobia, el fundamentalismo religioso y otro, implacable fundamentalismo: el del mercado.
Con Machado y su ascendencia manchega y erasmiana, con Machado y su descendencia macedonia, borgeana, cortazariana, nelidiana, goytisolitaria y julianofluvial, continuaremos empeñados los escritores de Iberia y de América en inventar eso que el gran Lezama Lima llamaba «eras imaginarias», pues si una cultura no logra crear una imaginación, resultará históricamente indescifrable.
Machado, el brasileño milagroso, nos sigue descifrando porque nos sigue imaginando y la verdadera identidad iberoamericana es sólo la de nuestra imaginación literaria y política, social y artística, individual y colectiva.

 Fuente: Alfaguara. Editorial. Año 211.

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