domingo, 7 de febrero de 2016

Georges Simenon Novela: El asesino.


 Georges Joseph Christian Simenon (Lieja, 13 de febrero de 1903 — Lausana, 4 de septiembre de 1989) fue un escritor belga en lengua francesa.

Su vida comienza regida por el misterio, pues en realidad nació el viernes 13 de febrero, pero fue declarado como nacido el 12, por superstición. Simenon fue un novelista de una fecundidad extraordinaria, con 192 novelas publicadas bajo su nombre y una treintena de obras aparecidas bajo 27 seudónimos. Los tirajes acumulados de sus libros alcanzan 550 millones de ejemplares. También fue de llamar la atención en otros aspectos: una vez declaró haber hecho el amor a treinta mil mujeres, cifra que, por supuesto, no ha podido confirmarse.

André Gide, André Therive y Robert Brasillach fueron los primeros en reconocer que se trataba de un gran escritor.

***
La apacible y ordenada vida de Hans Kuperus, médico de profesión y vecino de la localidad de Sneek, sufre un duro golpe el día en que, mediante una carta anónima, se entera de que su mujer, Alice, le engaña nada menos que con el abogado Schutter, un aristócrata vividor que, entre otras cosas, ha conseguido ser nombrado presidente de la Academia de Billar, un honor que Kuperus anhelaba desde hace tiempo. Un año después, el doble asesinato de Alice y Schutter conmociona la ciudad; además no hay sospechosos, ni pistas, ni pruebas fehacientes… Hans, manchado ya su honor, toma como amante a Neel, la criada, e intenta seguir con su vida rutinaria, sus visitas al café Onder de Linde, su consulta, la relación con sus amigos. Será la asfixiante atmósfera creada por los habitantes de la ciudad la que de hecho acabará acorralando al asesino, quien, sin percibirlo, irá delatándose poco a poco.
Los años treinta fueron para Simenon un periodo fértil: entre 1931 y septiembre de 1939 escribió nada menos que cuarenta y cuatro novelas a las que se ha calificado de «novelas duras». El asesino, escrita en 1935, pertenece a esta época.


(Novela: El asesino. Fragmento).

  1


Era tan íntima la mezcla entre la vida cotidiana, los hechos y gestos convencionales, y la aventura más inaudita, que el doctor Kuperus, Hans Kuperus, de Sneek (Frisia neerlandesa), sentía una excitación casi voluptuosa que le recordaba, por ejemplo, los efectos de la cafeína.
Estaba en Amsterdam, como todos los primeros martes de cada mes. Y en enero; se había puesto la pelliza con cuello de nutria y, como nevaba, llevaba chanclos sobre los zapatos.
Estos detalles carecen de importancia, simplemente indican que las cosas transcurrían igual que los demás primeros martes de cada mes. Incluso en otro minúsculo detalle: al salir de la hermosa estación de ladrillo rojo fue a tomarse una copa de ginebra enfrente, algo que nunca decía a nadie, porque a las diez de la mañana no estaba bien visto entrar solo en un café vergunning[1] y consumir alcohol.
Había nevado durante toda la noche, seguía nevando, pero la atmósfera era muy alegre. Los copos caían suavemente, muy espaciados, sin el menor riesgo de que chocasen entre sí en el aire, y de vez en cuando aparecía el sol en un cielo ya azul pálido. En el suelo la nieve cuajaba. Unos hombres barrían para amontonarla. En los canales, cerca de las orillas, se formaban películas de hielo y agujas de escarcha aureolaban el casco de los barcos.
La aventura empezó con la segunda copa de Bols, en la que Kuperus pidió que le echaran un poco de bitter para quitarle el sabor, que no le gustaba. Luego pagó, se limpió la boca, se levantó el cuello y salió con las manos en los bolsillos y la cartera bajo el brazo.
Normalmente hubiera tomado el tranvía para ir a casa de su cuñada, que vivía en el barrio elegante del Jardín Botánico. Luego hubiese almorzado a las dos, hubiera ido a pie a unos trescientos metros de allí, a un edificio nuevo, de ladrillo barnizado, donde los primeros martes de cada mes se reunían los médicos de la Asociación de Biología.
Ni fue a casa de su cuñada, la obesa señora Kramm, ni a la Asociación, y aquello bastó para que se sintiera extremadamente ligero, como si por primera vez en su vida hubiese cortado el hilo que le mantenía sujeto a la tierra.
Enfiló la ancha calle que conduce al barrio de los teatros y fue deteniéndose ante los escaparates de todas las armerías. Hubiera podido entrar en la primera, pero prefirió ver cuatro o cinco, y mientras contemplaba las armas se miraba en los cristales.
Sabía que parecía un provinciano, sobre todo cuando se quitaba el sombrero, porque nunca había conseguido alisarse los cabellos, que eran de un rubio rojizo. Era alto y corpulento. La gente que no entendía nada de esas cosas decía de él:
—¡Es un coloso!
Pero él, que se conocía, que se obstinaba en conocerse, siempre se había encontrado blando. La cara, por ejemplo. Esos párpados demasiado gruesos, esos ojos saltones. Y el pliegue de la boca, la nariz ligeramente torcida.
Estaba cansado. Sufría deficiencias, para usar una expresión que impresionaba a sus pacientes. Sabía que perdía fosfatos, y pronto, cuando hubiese andado mucho, sin duda sentiría una sensación de ahogo en el pecho.
Pero ahora esto carecía de importancia. Tomó carrerilla, es decir, que aún se plantó ante el escaparate de tres armerías, pero de repente entró en una de las tiendas, una tiendecilla diminuta en la que había un viejecito con un casquete detrás del mostrador.
—¿Tiene revólveres automáticos?
Era una tontería preguntarlo. El escaparate rebosaba de ellos.
Tocó el arma con respeto, con un leve estremecimiento, como sus pacientes tocaban el brillante instrumental que iba a utilizar en su carne para abrirles un panadizo o sondear el estómago.
Hizo que se lo cargaran, se lo guardó en el bolsillo, miró la hora y pensó que normalmente a esas horas estaría tomando té y comiendo bocadillos de queso en casa de su cuñada, la señora Kramm.
Como no quería hacer nada parecido y su tren no salía hasta las tres, entró en un buen restaurante al que nunca iba por ahorro y encargó un almuerzo completo, un almuerzo a la francesa, con entremeses, vino, pastel de chocolate helado y postre. Se sentó solo a una mesa. Tenía calor. Pensaba que el revólver deformaba el bolsillo del abrigo colgado del perchero.
Incluso sonrió con malicia.
Finalmente entró en un cine y vio el comienzo de una película de la que nunca iba a ver el final.
A partir de las tres la mezcla de costumbre y de aventura se volvió aún más íntima, porque entonces Kuperus hizo los gestos que hubiera debido hacer al día siguiente, con toda exactitud, es decir, sin más que un día de diferencia.
Las otras veces llegaba el martes, después de almorzar asistía a la sesión de la Asociación y pasaba el resto de la tarde y la noche en casa de su cuñada. El miércoles por la mañana se ocupaba de algunos encargos que su mujer nunca dejaba de encomendarle y a las tres tomaba el tren para Enkhuizen.
Sólo un día de diferencia. Y sin embargo aquello lo cambiaba todo. El martes había habido sin duda una feria en Enkhuizen, porque el tren estaba lleno de gente a la que no conocía, gente de una clase distinta a la de sus compañeros del miércoles. Algunos llevaban un gorro de piel, como él mismo hacía en Sneek pero nunca se hubiera permitido en Amsterdam.
Aquellos desconocidos le saludaron, como siempre se saluda cuando alguien entra en un compartimento. Después se pusieron a hablar de sus asuntos, que no eran otros que cerdos daneses y cerdos letones.
Hubo un detalle más sin importancia, evidentemente, pero que no dejaba de ser un detalle: el miércoles, en su compartimento de primera clase hubiera coincidido con el alcalde de Stavoren, el de Leeuwarden y el de Sneek, porque los primeros miércoles de cada mes se celebraba en Amsterdam la conferencia de los alcaldes.
Dos horas de recorrido hasta Enkhuizen. Varias veces comprobó que seguía llevando el revólver en el bolsillo y estuvo a punto de sonreír.
La diferencia con los miércoles iba haciéndose cada vez más sensible. El Princesa Helena esperaba en el muelle, como de costumbre. Era un hermoso barco blanco que efectuaba la travesía desde hacía un año. Kuperus conocía al capitán, a los oficiales, a los camareros, en resumen, a todo el mundo, pero no reconoció a ningún pasajero.
Siempre con la cartera bajo el brazo descendió al gran salón, allí hubiera tenido que reunirse con sus tres alcaldes en la mesa del fondo, siempre la misma, y a la que enseguida les hubieran llevado dos mazos de cartas para el bridge y grandes vasos de cerveza Amstel.
Porque atravesar el Zuyderzee, desde Enkhuizen a Stavoren, sólo dura una hora y media, el tiempo de tres robbes, cuando alguien no se empeñaba en hacer faroles (el alcalde de Leeuwarden era quien siempre hacía faroles cuando se veía perdido).
Le sirvieron, pues, la cerveza sin las cartas.
—Lleva usted un día de adelanto.
Y él se dio la satisfacción de contestar:
—Llevo un año de retraso.
Ni siquiera en cubierta había la misma gente el martes que el miércoles. Sólo desconocidos que iban todos a Leeuwarden, sin duda para otra feria o para algún congreso.
Había anochecido. El Zuyderzee estaba en calma. Las hélices giraban sin sacudidas. Un inglés leía un grueso periódico de su país.
Un año de retraso. Eso es. Y Kuperus rumiaba voluptuosamente esta idea.
Un año, salvo por dos días (era un viernes tan frío que habían cerrado las escuelas), cuando recibió aquella nota mal escrita, tal vez deliberadamente:
«Muy honorable doctor:
»Es triste ver a un hombre como usted ridiculizado sin que lo sepa.
»Alguien que le respeta le avisa que la señora Kuperus le engaña siempre que usted está de viaje. Va reunirse con un amigo suyo, el señor de Schutter, en un bungalow de los Lagos, y a veces pasa allí la noche».
Alguien que le conocía, sí. Pero alguien que le conocía mal. Porque Schutter no era amigo suyo.
Para los demás tal vez. Pero no en el fondo. El señor de Schutter, el abogado que no se tomaba la molestia de ejercer porque era rico, pertenecía a la Academia de Billar, igual que Kuperus. Incluso era su presidente, mientras que en la última asamblea a Kuperus sólo le habían nombrado comisario.
Schutter era noble. Era conde de Schutter, y decía no conceder ninguna importancia a su título, hasta parecía enojarse cuando otros lo empleaban, pero ésta era otra manera de singularizarse.
Tenía la misma edad que Kuperus, cuarenta y cinco años, pero aparentaba treinta y cinco, a pesar de sus cabellos plateados, porque era delgado y encargaba su ropa a un sastre inglés de Amsterdam.
Schutter hablaba francés, inglés y alemán, y había viajado por todo el mundo, como lo demostraban las ampliaciones fotográficas que tapizaban las paredes de su casa.
¡Y qué casa! La más bonita de Sneek. Al lado del ayuntamiento. Casi más bonita que el monumento oficial, que databa de la misma época, de ladrillo negro, con cristalitos rosados en las ventanas y chimeneas de auténtico Delft.
Schutter era consejero comunal. Hubieran podido nombrarle regidor, se hacía proponer para este cargo en todas las elecciones para darse el gusto de rechazarlo.
Schutter poseía un barco en los lagos, pero no era un seis metros, ni un nueve metros, ni un tialke, sino un yate de mar al que había puesto el nombre de Southern Cross, y al que habían tenido que declarar fuera de concurso porque ganaba todas las competiciones.
Schutter tenía los labios delgados, que le dibujaban una sonrisa superior, a la vez distante e indulgente, una sonrisa «a lo Voltaire», como decían ciertos miembros de la Academia de Billar.
Schutter iba todos los años a la Costa Azul y a la montaña.
Schutter…
Era sobre todo el único hombre de Sneek al que se permitía tener mala fama. Necesitaban uno, y era él. Un hombre del que pudiera decirse:
—Ninguna se le resiste.
Ninguna mujer. Ni siquiera las mujeres casadas. Otro hubiera sido mal visto, se le hubiese condenado al ostracismo, expulsado de los círculos.
Schutter era el niño bonito al que nada le estaba prohibido. Se le había nombrado por unanimidad, sin presentarse, presidente de la Academia de Billar, cuando todo el mundo sabía que Kuperus esperaba ocupar ese cargo desde hacía años.
Así era el señor de Schutter.
Y la señora Kuperus, Alice Kuperus, era una mujer de treinta y cinco años, gordezuela, más bien entrada en carnes, pero rosada y tierna, con una sonrisa fresca, de ojos claros, una buena mujer vulgar y sin malicia.
Kuperus no le negaba nada. Para la ropa de esport había tenido el mismo sastre que la alcaldesa. Desde hacía dos años poseía el mejor abrigo de astracán de Sneek. Hacía sólo un año que habían cambiado el mobiliario del salón únicamente para que ella pudiese ofrecer tés en un decorado moderno, y Kuperus había comprado un bar portátil para los cócteles.
El barco ronroneaba. De vez en cuando se oía el ruido de un bloque de hielo que partía la roda y el de la superficie helada deslizándose junto al casco.
El camarero, que conocía a Kuperus, esperaba el momento de servirle otro vaso de cerveza.
—Un coñac.
Fue algo parecido a un escándalo. Nunca había bebido coñac a bordo, donde era demasiado conocido. Pero sonreía al aire pensando en el revólver.
Alice Kuperus era…
Al principio no lo creyó. Esperó dos meses antes de ir a comprobarlo, porque se hubieran extrañado de no verle en su Asociación, y también porque era complicado.
Había que engañar a todos. Aparentar que cogía el tren. Ocultarse en algún lugar hasta la noche. Y en Sneek todo el mundo conocía al doctor Kuperus. Luego esperar al día siguiente por la noche para volver a su casa.
Lo hizo. Cuando se fundían las nieves y los hielos fue a pasar la noche en casa de su nodriza, en Hindelopen, le contó lo primero que se le ocurrió, y la anciana, que aún usaba el traje frisón, sin duda no creyó su historia.
En cualquier caso era verdad: los vio a los dos, a Schutter y a la señora Kuperus, entrando en la especie de bungalow construido al borde del canal, muy cerca del lago, muy cerca también de la Southern Cross, donde el abogado daba fiestas en verano.
El edificio era de madera. A su alrededor, aparte de un vago camino de sirga, nada más que agua, el agua de los canales, el agua del lago, de todos los lagos que empezaban en aquel lugar.
Y todo a un kilómetro y medio de la ciudad.
—¿No lleva equipaje?
Contuvo la risa mirando al camarero. Estuvo a punto de confesarle: «Sí. Un equipaje importante, terrible, en un bolsillo de mi pelliza».
Por las portillas se veían ya las luces rojas y verdes del puerto de Stavoren.
Había tardado un año en decidirse. Y tal vez nunca lo hubiera hecho si quince días atrás Schutter no hubiera vuelto a ser nombrado, por un año más, presidente de la Academia de Billar.
Porque Kuperus se había presentado. Y descartaron su candidatura sin votar siquiera secretamente.
Hacía un año que trataba de darse ánimos, de decidirse a actuar.
Por fin lo hacía. La prueba de ello esa que estaba en el barco de los martes, en vez de encontrarse a bordo del barco de los miércoles.
—Toma, Peter.
Estuvo a punto de dar diez florines al camarero. Pero pensó que aquello daría que hablar. Sólo le dio uno, lo cual equivalía a diez veces el dobbeltje de propina habitual.
Lo demás, desde Stavoren a Sneek, aún era más previsible. Dos compartimentos de primera clase. Kuperus siempre ocupaba uno él solo. Le conocían. Era casi como si estuviera reservado.
Al bajar del barco cruzó las vías y se instaló en su compartimento, el de fumadores, porque fumaba en pipa.
—Buenas noches, señor Kuperus.
Seguro que el empleado se equivocó, creyó que era miércoles en lugar de martes, ya que hacía años que sus idas y venidas no podían ser más regulares.
Ahora sólo había que esperar las paradas y los gritos:
—¡Hindelopen!
Luego:
—¡Workum!
Que el hombre pronunciaba: Wooorekum.
Finalmente Sneek, su estación tranquila, pulcra y acogedora, desde donde tenía la costumbre de dirigirse en primer lugar hacia la Plaza Mayor. A aquella hora todo estaba oscuro, salvo los cristales del café Onder de Linden.
¡La sede de la Academia de Billar! Hacía un alto allí de vuelta a su casa. Y bebía un último vaso de cerveza. Le preguntaban:
—¿Hay algo nuevo por Amsterdam?
Él daba las noticias que acababa de leer en la última edición del Telegraaf.
Lo que cambió el curso de todo fue un azar. Desde luego, pasaron por Hindelopen y por Workum, como siempre. Pero unos minutos antes de llegar a Sneek, algo imprevisto obligó al tren a disminuir la velocidad e incluso a detenerse del todo.
Había tanta escarcha en los cristales que Kuperus no pudo ver nada del exterior. Abrió la portezuela, vio la chimenea de una quesería, una red de canales medio helados y reconoció el lugar.
Estaba a menos de quinientos metros del bungalow de Schutter.
No lo pensó dos veces. Tomó su cartera, un gesto maquinal que no hubiese dejado de hacer en las circunstancias más trágicas. Bajó, se dejó caer por el terraplén y llegó abajo mientras el tren volvía a ponerse en marcha.
De lo que pasó luego apenas es posible hablar. El doctor Kuperus había decidido poner fin a aquello. Lo cual equivalía a decir que se acabó. Se acabó para los tres, para Schutter (cuyo nombre de pila era Cornelius), para Alice (que llevaba el apellido Kuperus) y para el mismo Hans Kuperus.
La mejor prueba de ello era el revólver, muy frío, helado, en su bolsillo. No se trataba de una idea vaga. Había reflexionado durante un año. Sabía lo que estaba haciendo.
A su alrededor, nieve y sombras formadas por los canales, la mayoría de los cuales ya no se usaban. En medio de la noche, una lucecita, la única, la del bungalow de Schutter.
O sea que se encontraba allí. O sea que, por así decirlo, todo había terminado antes de que empezara.
Echó a andar después de que el tren hubiera desaparecido escupiendo chispas rojizas hacia el cielo. Se aproximó a la casa y avanzó más prudentemente, para que no crujiera la nieve endurecida, mucho más espesa que en Amsterdam.
Hacía tanto frío que por un momento se preguntó si su dedo índice no estaba demasiado agarrotado para apoyarse debidamente en el gatillo.
La ciudad quedaba lejos: sólo unas luces remotas que en el aire se convertían en un halo amarillento.
Schutter se jactaba de conseguir todas las mujeres. Y entre ellas Alice. Alice iba al bungalow, como las demás.
No le costó mucho comprobarlo. No se habían tornado la molestia de cerrar las persianas, hasta tal punto contaban con el aislamiento.
Kuperus se acercó sin hacer ruido, pegó la cara al cristal y vio a su mujer en combinación bebiendo algo, mientras Schutter volvía a hacerse el nudo de la corbata.
Era una habitación bonita. No un dormitorio, sino una especie de estudio, con fotografías de Schutter en todos los países del mundo, con los trajes más diversos. Sobre una mesa unos vasitos que contenían licor.
Alice volvía a vestirse como si siempre se hubiera vestido en aquel lugar. Hablaba. Él no oía las palabras. Sólo veía a los personajes. El hombre fumaba uno de esos cigarrillos que se jactaba de hacerse traer directamente de Egipto, y que no eran mejores que los honrados cigarrillos holandeses.
La cartera bajo el brazo era un estorbo, pero Kuperus no la soltó. Comprendía que no debía soltarla. Tenía que seguir siendo él mismo, en toda su integridad.
¿Qué se decían? Simplemente charlaban, sin coquetería, como antiguos amantes. Alice se empolvaba la cara ante un espejo que le era familiar.
Debía de estar haciendo reproches a su compañero, tal vez una escena de celos, porque había dureza en la expresión de su rostro, y una sonrisa fatua en el del hombre.
Se prendió la perla en la corbata. No se hubiera considerado elegante sin esa perla.
—Regalo de un maharajá —explicaba en la Academia de Billar.
El ritmo se aceleró. Sin duda Alice quería irse. Los dos se dirigieron hacia la puerta. Kuperus tenía frío. Se había quitado el guante de la mano derecha, que estaba helada.
Oscuridad. Todas las lámparas se habían apagado a la vez. Schutter volvía a cerrar la puerta cuidadosamente, como un pequeño burgués, mientras su compañera esperaba.
¿Era acaso el momento?
El médico, aunque ya tenía el dedo en el gatillo, no disparó.
La pareja echó a andar, siguió el camino de sirga que ya no se utilizaba desde hacía mucho tiempo, junto a un canal invadido por las cañas, que no usaban los barcos.
Se alejaban del brazo. En el cielo había claridades de luna.
Kuperus andaba tras ellos, se iba acercando.
Seguía sin disparar. El índice, a causa del frío, se le había pegado al acero. Tal vez hacía demasiado tiempo que pensaba en aquello, que lo había previsto todo.
Porque había preparado su entrada en el bungalow, incluso un discurso.
Ante él dos sombras que se movían. Estaba a diez metros. Fue Alice quien precipitó la decisión, se detuvo, volvió la cabeza, inquieta. Y el otro, para tranquilizarla, también se volvió.
Entonces Kuperus disparó. Una vez… Dos veces… Otra más, porque Schutter no cayó del todo, seguía de rodillas.
Se dijo que tal vez sufría y vació todo el cargador a quemarropa, para acabar de una vez.
Le palpitaba el corazón, sentía en el pecho aquella angustia que tanto temía, y hubo de permanecer inmóvil junto a ellos, con la mano sobre el lado izquierdo del pecho, durante unos minutos.
Luego, para matarse hubiera tenido que volver a cargar el revólver.
¿Y ahora qué?
Le dominaba una idea: Schutter estaba muerto.
Otra idea solapaba a la anterior: dado que Schutter había muerto, ¿era completamente necesario que también él desapareciera?
Los dos cuerpos estaban a menos de un metro de las cañas del canal. La luna acababa de salir, serena, como sólo lo está en las glaciales noches del invierno.
Kuperus respiró profundamente varias veces, arrojó su revólver al agua, y enseguida se arrepintió, porque era demasiado cerca.
¡Qué más daba!
Miró su reloj. Tenía tiempo para…
Le bastaba con empujar los dos cuerpos. Alice ya no respiraba. Parecía haber cerrado los ojos, aunque quizá fuese un efecto de la luz de la luna.
Arrastró los cadáveres para no tener que pensar más en aquello, sonrió con sarcasmo al acordarse de la Academia. Y antes de dejar caer a Schutter al agua, sacó su cartera del bolsillo.
Estaba borracho por todo lo que había bebido y todo lo que había hecho. Pero su embriaguez, en vez de sobreexcitarle, le daba una calma inesperada.
Por ejemplo, mientras andaba, tiró la cartera a otro canal, aún más viejo y más abandonado que el primero, y tuvo la precaución de meter dentro una piedra.
Sólo pensaba en una cosa: llegar al Onder de Linden, donde aún debería haber cuatro o cinco personas jugando al billar. Bebería. Tenía sed. Soñaba con un enorme vaso de cerveza en forma de flauta de champán.
Cruzó un arrabal. No hacía proyectos para el porvenir, ni para el día siguiente.
Se le ocurrió pensar en su billete de ferrocarril, que no había entregado en la estación de Sneek. Eso le había ocurrido otras veces. Era tan sabido que bajaba de aquel tren, que a veces el empleado no estaba en su lugar, o bien Kuperus podía salir por el restaurante para evitarse un rodeo.
¡Se comió el billete!
Estaba completamente borracho. Sentía impulsos de revolcarse por el suelo. O de ponerse a gritar de alegría. O a sollozar.
Lo que le devolvió a la realidad fue la plaza del ayuntamiento, con la casa de Schutter, y al fondo las luces pálidas de Onder de Linden.
Miró la hora. Apenas llegaba un cuarto de hora más tarde que si hubiese venido directamente en tren.
Bajo un farol de gas observó sus manos. Estaban limpias gracias a la nieve.
Entró. Sabía la bocanada de calor y de bienestar que iba a acogerle. Sabía que el camarero se precipitaría a su encuentro, Jef-el-viejo, que trabajaba allí desde hacía treinta años.
—Buenas noches, señor doctor.
—Buenas noches, Jef. ¿Siguen ahí esos señores?
Una tradición más. Oía cómo las bolas rodaban y entrechocaban, pero preguntaba invariablemente:
—¿Siguen ahí esos señores?
Entonces Jef tenía que decir:
—¿Hace buen tiempo en Amsterdam?
—Nunca es tan bueno como el de nuestra Frisia —debía responder él.
Así lo hizo. Se observaron todos los ritos, incluso el de entrar en la sala de puntillas, porque el arquitecto, en mangas de camisa, se disponía a hacer una carambola.
Dio la mano en silencio a los demás jugadores. La carambola salió bien.
—¿Qué tal por Amsterdam?
—Bien. Allí ni hay hielo en los canales. —Mirando a los dos árbitros que no perdían de vista la mesa de billar, preguntó—: ¿Esta partida forma parte del campeonato?
—Claro que sí.
—Tendré que inscribirme —anunció. Nunca había concursado. Hablaba por decir algo. Tenía ganas de hablar, y sintió la necesidad de añadir—: La próxima vez presentaré en serio mi candidatura para la presidencia.
Colgando de una de las columnas de roble oscuro, dentro de un marco, estaba el documento del club, con el nombre de Schutter en rojo y los demás nombres en negro. No eran más que cinco en aquel cómodo café, de muebles bien barnizados y sillones profundos, en el que las jarras de cerveza babeaban sobre redondeles de cartón.
Le sirvieron la suya sin necesidad de pedirla, una jarra como aquella con la que había estado soñando hacía poco, la vació de un trago y murmuró:
—Otra.
—¿No hay novedades? —volvió a preguntar maquinalmente.
—Ninguna.
Había dejado la cartera sobre la mesa. Solía quedarse alrededor de un cuarto de hora antes de volver a su casa, en la calle de al lado, cerca del canal viejo.
Se oía vagamente la música del cine de al lado, y ya se había presentado una protesta, porque molestaba a algunos jugadores.
De súbito Kuperus se echó a reír en silencio. Pensaba que nadie se había dado cuenta de que era martes y no miércoles. Porque un primer martes de mes no podía estar allí.
Los había sugestionado. Le habían visto y habían pensado: «Es miércoles».
Bebió la segunda jarra y pidió una ginebra.
—Tengo neuralgias… —se vio obligado a explicar.
No había que caer en la realidad brutal. Era mejor pensar, por ejemplo, que volvería a su casa y que su mujer no estaría esperándole. Sería Neel, la criada, quien le abriese.
En camisón, casi seguro. Porque a aquella hora, como no le esperaba, ya se habría acostado.
Ya la había visto en camisón. Nunca la había tocado, a causa de todas las complicaciones que eso supondría. ¿Y ahora?
Tal vez fueran a detenerle al día siguiente, o al otro, en cualquier caso uno de los próximos días. No tenía nada que perder.
—Pues será esta noche —se prometió a sí mismo. Y lo pensó tan enérgicamente que temió haber hablado a media voz.
—¡Kuperus! —le llamaron.
Era para que hiciese de juez en una jugada controvertida. Bajo las mesas de billar, unos baldes llenos de cenizas calientes impedían que la madera se combase.
—Kees dice que su compañero…
No había visto la jugada. Se permitió el lujo de decidir contra todo sentido común en la cuestión que le planteaban. Además, Kees era amigo de Schutter.
—Kees no tiene razón. Voy a menudo a Amsterdam, y allí no discutimos por una jugada como ésta.
No dio la razón a Kees, quien perdió tres puestos en el campeonato.
¡Era una primera victoria!
Todos estaban tan sugestionados que seguían creyendo que era miércoles y que su mujer debía de estar esperándole.
Fuera, al cruzar el puente levadizo, el doctor Kuperus sólo pensaba en Neel, que iría a abrirle en camisón, con su abrigo de color marrón echado sobre los hombros, sin duda descalza.

Fuente:
Georges Simenon
 El asesino
Título original: L’assassin
Georges Simenon, 1937
Traducción: Carlos Pujol

sábado, 6 de febrero de 2016

(Fragmento. Novela: Mariposas negras para un asesino). *Tercera entrega.(páginas 28-42).


(Fragmento. Novela: Mariposas negras para un asesino). *Tercera entrega.(páginas 28-42). Autor: J.Méndez-Limbrick.
(4)
Mil metros antes de llegar a la Reforma y en línea recta, las grandes puertas de mallas metálicas señalaban la entrada principal. Henry giró la cabeza a derecha e izquierda, distinguió guardias fuertemente armados en torreones. Escapar imposible.
Faltando cien metros comenzó a disminuir la velocidad del viejo BMW.
El guardia de la casetilla principal se acercó acomodándose a su espalda el rifle reglamentario con la mano derecha.
-Sí señor, ¿qué se le ofrece?- interrogó el gendarme, Henry le extendió su carné de abogado y le preguntó la ubicación del “Gordo Monge” en el penal.
Vía crucis...
-Vaya ahí, al puesto de vigilancia, donde se encuentran aquellos dos guardias-le murmuró entre dientes el oficial señalando la casetilla.
“Insufrible trabajo. Rutina de siempre. ¡Ojalá no se enfurezca... una ráfaga de ametralladora y a la mierda todos” farfulló Henry alejándose del gendarme. Nadie lo escuchó. Sacó su pañuelo, limpió varias gotitas de sudor que querían desprenderse del cuello.
Esperó. La espera se le hacía interminable, no importaba cuanto tiempo fuera, siempre le pasaba lo mismo. El aguardar se le materializaba en la lengua con un sabor metálico que empezaba a inundar la boca. Así era desde que fue Jefe de Homicidios y tenía que esperar a algún compañero para transportarlo a la escena del crimen. Siempre pensó que era un mecanismo del cuerpo para defenderse de la misma angustia y el estrés que producía la espera.
Llegó un oficial del Pabellón de Mediana Abierta, entregó en la ventanilla de la caseta el carné de abogado, luego, le abrieron otra puerta de malla metálica y le hicieron el “cacheo” rápidamente: ya estaba dentro del Penal.
“La Reforma es un penal amplio, se extiende por varios kilómetros. Antes de ser Penal era una finca, por eso le llaman en la jerga del bajo mundo “La Finca” y si alguien cae con una condena dicen que “fulano” está en la “Finca caneando”. Conforme se va avanzando hacia el fondo del Penal, las penas comienzan a elevarse, es una especie de círculo del infierno de Dante, pero en forma horizontal, en lontananza, no es un infierno de forma cónica como se representa al del gran poeta italiano. Es evidente que allí se concentran todos los pecados y pecadillos de este mundo: cobardes, los que atentan contra sí mismos y contra los demás convertidos por la ira en monstruos, así como los violentos, los rateros, fraudulentos, y los lujuriosos. Los pabellones van desde “mínima sentenciados”, círculos menores del Dante, hasta llegar al Pabellón de Máxima Seguridad, a lo más profundo del averno”, pensó caminando junto al oficial...
No quería que algún frustrado le hundiera un puñal hechizo en su voluminoso vientre. “No papito todavía estoy joven me falta mucho kilometraje que recorrer” farfulló para sí un poco agitado.
Nuevamente pensó en Dante en los círculos del infierno: “ En el caso mío yo no voy a descender a los grandes círculos del infierno de la “Reforma”, mi viaje se va a limitar a los círculos medios: al de los fraudes, los robos, las estafas, y el hurto...”.
-Sí, señor, ¿en qué lo podemos ayudar?- señaló un oficial del “Pabellón de Mediana Abierta”, entretanto el escolta indicaba que una vez terminada la visita pidiera que lo llamara para acompañarlo hasta la salida del penal.
-Por favor, busco a Carlos Monge -y antes de dar el segundo apellido del “Gordo” la voz entre oficiales de seguridad e internos fue invadiendo los diferentes pasadizos y celdas, “buscan al Gordo Monge” “Gordo, lo buscan”.
Más allá del puesto de oficialía, cerca de una pulpería improvisada se miraban varios afiches de actrices, en uno decía: “Jennifer López: tentadora doncella”, en donde la López de medio lado y recostada en una cama, con una t-shirt blanca y de tirantes, dejaba adivinar provocativamente -y con una sonrisa en sus labios por supuesto - parte de las bondades de su cuerpo para los internos. Deseos masturbatorios se imaginó entre la población penal. No todos tenían visita conyugal.
No tuvo que esperar demasiado, a los diez minutos, oyó un “chancleteo”, luego un cuerpo enorme se balanceaba hacia él: era Monge que con “bermudas” y una camisa de manga corta, rayas horizontales le extendía y le apretaba la mano en señal de saludo. Con su voz juvenil preguntó a qué se debía la sorpresa de la visita.
Henry le comentó que el asunto era delicado, así que solicitó a uno de los guardias si podía hablar con el “Gordo” fuera del pabellón, el oficial se negó:
-Es prohibido licenciado, si quieren estar solos pueden ir allí, y señaló una zona del pabellón que era utilizado no para celdas sino para trabajos de carpintería, cerca del afiche de la “tentadora doncella”.
-Y bien, licenciado qué pasó, a qué se debe su visita- interrogó “el Gordo” entretanto su cara se iluminaba como la de un niño fogoso.
-Mirá, Carlos, ayer fui a visitar al “Chaparro” a “San Sebas” y me manifestó que tal vez vos podías informarme algo sobre un crimen que sucedió hace quince días, para ser exactos sucedió el día 5 de noviembre de este año, y que salió una pequeña noticia en los periódicos.
Henry esperó al asecho.
-Nooo, noo recuerdo, esperá para verrr, ¿decís que sucedió el 5 de noviembre de este año?
Un sudor frío y una agitación invadió su cuerpo. Siempre le sucedía, desde sus primeros años en el Organismo de Investigaciones Criminales, al interrogar una extraña agitación que no podía evitar le revolvía el estómago.
-No, creo que no.
-¿No?-Respondió Henry de seguido, un poco turbado como el profesor con el estudiante que es reprobado por no conocer la materia de examen.
-No licenciado, de verdad que no.
Entre ambos se hizo un silencio.
-Bueno, si es así, ¿qué le podemos hacer?, siseo Henry no ocultando el malestar.
-¿Por qué licenciado, es un asunto de un cliente ?
-No, terminó diciendo en seco Henry palmoteándole el hombro al “Gordo Monge”.

(5)
Ese sábado no pudo conciliar el sueño, recordó “el homicidio de la bella sin marcas”. En aquella ocasión - y como muchas veces sucede- no se daba la información verdadera a la prensa nacional, e incluso los padres de la víctima pagaron grandes cantidades de dinero al Despacho de Prensa del Organismo de Investigaciones Criminales para que no saliera nada de información que pudiera revelar la identidad de la víctima. Por otra parte, los padres tuvieron en secreto la verdadera muerte de su “niña.” Y esparcieron entre sus amistades, familiares lejanos y cercanos la siguiente historia:
“Que la “bella, simpática, y espigada instructora de aeróbicos e hija” moría de un infarto al miocardio. Que la niña tenía una malformación congénita en el órgano del amor. Y que ellos sus padres y ella su hija, acordaron tener por siempre en el más profundo de los secretos el mal que le aquejaba desde su infancia.
Además, con el paso de los años, creyeron que la malformación era cualquier cosa y como muchas veces sucede con estas bromas de la naturaleza, la dolencia estaba superada mediante las prácticas de los aeróbicos y con el desarrollo de adolescente a mujer, pero que no fue así y más bien, la lesión se empeoró y se complicó hasta producir un desenlace fatal. Y Kattia María a sus 25 años, dejaba a familiares y amigos anonadados con su partida”.
Y la historia de Kattia María se convertiría en leyenda hasta para jovencitas y jovencitos que no la conocieron”.
Así empezaría la obsesión: primero con un crimen inusual, una joven muere en un motel, y es encontrada al día siguiente por uno de sus empleados. No existe violencia en la escena del crimen. La mujer yacía como dormida, desnuda y bocaabajo. El empleado del hotel al ver aquel torso se inmutó por un instante pensando que a lo mejor se trataba de una muchachita que había consumido quién sabe qué tipo de droga y estaba todavía en onda. No, no era así, el hombre se le acercó pronunciando algunas palabras, más bien balbuceando algunas frases, la joven no respondió. A dos o tres metros de distancia pudo apreciar con detenimiento el cuerpo:
-Psstt, psstt, señorita, ¿se siente mal? Insistió, el aire se hizo pesado como de plomo y por segunda vez nadie contestó, tocó el hombro... estaba frío, puso su mano instintivamente en la carótida no encontró pulso.
Pasadas dos horas, Henry estaba tomando la declaración a los empleados del motel y Rodrigo Castilleja de la Cuesta con el Juez de Turno hacían el levantamiento del cadáver.
En cuanto a la recolección de indicios en la escena del crimen no se pudo encontrar nada. Únicamente una pequeña mancha de sangre al levantar el cadáver en la sábana suponía cierto signo de lucha.
Y recordó que aquella noche no pudo dejar de sentir curiosidad sobre el crimen y qué habían encontrado sobre la manera de muerte, y como su oficina estaba en el mismo edificio de la Morgue Judicial bajó varios pisos. Llegó al salón de autopsias, ingresó a la Sala, no encontró ninguna persona. Solo la Bella sin Marcas parecía estarlo esperando dormida en el planché de metal. La podía observar: inmóvil, secretamente inmóvil, su cuerpo todavía emanaba vida. Primero pudo divisar la cabeza en la semi penumbra del salón y el gran lamparón que alumbraba el cuerpo. La cabellera estaba aún húmeda como parte de la rigurosa limpieza que son sometidos los cadáveres. Conforme se fue acercando, los pechos erectos y firmes parecían sentirse orgullosos de sí mismos. Avanzó más, y como un “voyeur” observó sus caderas y sus bien proporcionadas piernas así como su pubis recortado como lo hacen algunas chicas de la “Play Boy”. Y de igual manera como le causaba admiración ese cuerpo inerme, sintió repulsión-atracción por la muerte, y en unos segundos le pareció que solo existían dos personas en el Universo: “La Bella sin Marcas y él”. Se imaginó que hacían el amor en el mismo planché de las autopsias y cada vez que pasaba su lengua por su pubis hasta sus pechos sentía la delgada sutura donde alguna vez aquella carne se estremeció.
(6)

Nunca se recuperó del crimen sin resolver de la “Bella sin Marcas”, sabía que la investigación terminó mal no por culpa suya ni del equipo de investigadores, sino por la astucia del asesino y esto era lo que más le enfureció.
Durante meses recogieron una serie de testimonios que pensaron les iba a deparar un final feliz: no fue así.
Esta segunda ocasión no la iba a desperdiciar, tenía que aprovecharla.
La semana siguiente a la visita del “Chaparro y al Gordo Monge”, tuvo la certeza que no existía ninguna duda: Ernesto su amigo y oficial del Organismo, le enviaba un “file” vía fax con el informe de Medicatura Forense de la joven asesinada en el Hotel Astoria San José Internacional: los dos homicidios tenían ciertas similitudes y casi por completo se corroboraba desde un inicio la sospecha:
¡ se trataba del mismo asesino de diez años atrás!
Henry miró desde el gran ventanal hacia la noche. Su imagen se transparentaba en el vidrio, más allá la ciudad y el Valle de las Muñecas. Se contuvo. No deseaba pensar en las lindas damitas, ahora no.
El rompecabezas estaba tirado nuevamente sobre la mesa para que tratara de armarlo de una vez por todas. Un murmullo de voces ingresó a su cerebro: imágenes de aquella época. Unas imprecisas, otras más precisas, borrosas la mayoría... empezó a atar cabos.
No había ni el menor asomo de una equivocación una vez leído por completo el informe de Medicatura Forense. Respiró hondo. Como siempre Rodrigo Castilleja de la Cuesta, ponía todos sus conocimientos de patólogo a la hora de rendir aquel dictamen. Pensó que Rodrigo era demasiado preciso, analítico, y que parecía gozar a la hora del análisis post-mortem. “Todo patólogo es un necrófilo y voyeur con licencia” murmuró.
Llegó al Hotel Costa Rica. Los edificios y oficinas del casco metropolitano vomitaban literalmente a los empleados públicos y empleados de las empresas privadas. Y mientras tomaba el café, miró La Torre de Babel, no de la confusión de las lenguas sino de las prisas y de los equívocos. La gente huía de la ciudad, de sus entrañas. Algunos lo hacían en taxis, otros en buses y los más afortunados en sus carros, todos tenían un lema: escapar de la ciudad.
La ciudad en la noche era una degenerada y tranformista, muchos querían ignorarla, él no. Así la había conocido y así le agradaba: brutal, salvaje, el extraño paraíso.
Empezó a bajar Avenida Segunda, de oeste a este buscando el Complejo Judicial. Como siempre para esa hora pocas personas se veían por el Circuito de la Corte.
Un oficial saludó, Henry le dijo que se dirigía a la Morgue Judicial.
Por los corredores pudo percibir sus propios pasos.
Henry recordó algo de Historia Judicial:
“La Morgue fue construida en el mismo edificio del Organismo de Investigaciones Criminales, en la década de los años sesenta. ¿Cuántas veces habría pasado he pasado por por allí? En el primer subnivel está Medicatura Forense y el Consejo Médico Psiquiátrico: lo concerniente a valoraciones de incapacidades y dictámenes médicos.
En el segundo subnivel por una decisión emanada de la Corte Suprema de Justicia está la Recepción de Cadáveres. Fue transferida debido al exceso de trabajo los fines de semana -especialmente los días viernes, sábados y domingos- y la afluencia de las personas en los pasillos que hacían casi imposible el traslado de los cadáveres por los camilleros. Oscar Fernández Murillo, conocido en la Morgue como el Efebo, “mote” que le pusiera una estudiante de Medicina por su cara de niño que se traslucía en una piel sin barba y una sombrita en su labio superior que él decía era su moustache, fue uno de los que más se quejó en la época que la Recepción de Cadáveres estaba en el primer subnivel. El Efebo era quizá entre los camilleros y morgueros -función doble que desempeñaba con gran entusiasmo- una de las pocas personas que más años tenían de trabajar en ese submundo de olor a formol, sangre, y vísceras en descomposición. Iniciaba sus labores al cumplir los dieciocho años. Siempre decía que su ingreso a la Morgue fue el día de su natalicio para que no se le olvidara “el lugar tan lindo” donde pasaba la mayor parte del día: en este caso la noche, porque la mayoría de las jornadas laborales las hacía pasadas las seis de la tarde. Otra característica que lo diferenciaba de los demás morgueros es que Oscar, el Efebo, llegó a trabajar, por cierta inclinación a la medicina o a lo necrófilo. Algunos patólogos le pedían que los ayudaran en las disecciones de emergencias.
-Oscar, Osquitar, mirá dame una mano ahora más tarde, ¿sí?
Y el Efebo, respondía siempre con ese humor negro, chocante, macabro:
-Y... bien, ¿a quién hay que descuartizar hoy...? ¿En pedacitos, en pedazos, grandes, medianos? ¿Cómo va a hacer el corte doctor Castilleja, “estilo español” o de “chaleco?” Y reía con una risa entrecortada dejando mirar sus dientes de castor y unos ojitos que se achicaban con la risa y con los anteojos culos de botella que sus compañeros le decían no le sentaban nada bien. El estilo a que se refería Oscar el Efebo, no era otra cosa que la forma en que los patólogos hacen el corte para las disecciones: el de “chaleco” -como su nombre lo indica-, se realiza levantando la piel del torso hacia la misma cara del muerto en un corte semi circular, entretanto el estilo “español” es en v, desde el cuello: se hacen dos incisiones a cada lado de las carótidas uniendo ambas líneas más abajo de la tráquea y de ahí se realiza un solo corte lineal hasta los mismos órganos genitales, para luego abrir el cuerpo hacia ambos lados.
Con un humor negro, decía al llegar un muerto por accidente de tránsito:
“¿Y estos hijueputas cuándo dejarán de correr?” ¡Ahora sí papito corré, corré! Y de un solo golpe metía al difunto en la cámara de refrigeración como quien acomoda carne en una carnicería.
-Ahh, es inconcebible, una mierda, yo no sé para qué putas la gente corre en automóvil, como si se fuera a acabar el mundo, le comentaba muchas veces a su amigo Quique que los fines de semana lo iba a buscar a la salida del trabajo para irse a tomar unas cuantas cervezas en el Girasol Nocturno.
El tercer subnivel está lo referente a análisis físico-químico.
El cuarto y último subnivel es El Reino de Tanatos”... y a ese mundo se dirigía Henry, rápido, raudo, veloz, el mismo aire lo asfixiaba, quería saber más sobre los informes que Rodrigo le había enviado. Por un momento, recordó la primera vez que ingresó a la morgue. Fue con el doctor Rodrigo Castilleja de la Cuesta, se acordó perfectamente bien, porque Rodrigo no tenía ni un mes de estar en propiedad en el Organismo, en la Sección de Ciencias Forenses. Henry le confesaría que la Morgue con solo escuchar su nombre, le producía escalofríos en el cuerpo, Rodrigo sonrió:
-Mirá, la verdad, es cuestión de costumbre, creo que a la mayoría nos pasa igual, recuerdo que en mis primeros años de estudiante de Medicina las disecciones me revolvían el estómago y no podía ni comer por la noche. Ahora es normal, terminado mi turno de trabajo aquí en la Morgue Judicial, llego a mi casa con un hambre como si no hubiera comido durante toda una semana.
-¿De verdad?, replicó asustado y un poco incrédulo Henry.
-¡Claro, Henry, es cuestión de costumbre!, exclamó riendo por segunda vez”.
¿Cómo conoció a Rodrigo Castilleja de la Cuesta? Habían sido treinta años atrás: los dos iniciaban carreras judiciales, él en su rama de la medicina forense y Henry como investigador del Organismo. Congeniaron desde que se conocieron. Tenían pocas diferencias en sus estilos de vida. Rodrigo siguió soltero, Henry en cambio se casó y luego vino el divorcio.
Y Rodrigo por no haberse casado, algunos le endilgaban una homosexualidad sino manifiesta al menos sí latente. Sus subalternos decían que a “Rodriguito” le pasaba como a los portadores del sida, que son rh positivo y que la enfermedad no se les ha desarrollado, que era un homosexual reprimido que ni él mismo sabía que lo era.
Y Henry ahora lo miraba en los noventas con pocas variantes físicas. Su pelo semi crespo empezaba a cambiar de color negro a un gris. De contextura y de altura mediana, de piel blanca pálidad; utilizaba una leve barba y bigote lo cual le daba una fisonomía aristocrática. ¿Personalidad? No cabía la menor duda. Continuó el boceto de su amigo bajando las escaleras hacia los últimos subniveles: “siempre de vestido entero, más que doctor parecía un actor de los años cincuenta de la época dorada de Hollywood o del buen cine mexicano. Ahora en los noventas, Rodrigo daba clases de Medicina Legal en el mismo Organismo, lo hacía invariablemente con su gabacha blanca almidonada, lo que otorgaba cierto aire de reticencia, un muro de profesor-alumno, un anillo impenetrable de seguridad y contención para con los demás. En la mano derecha utilizaba un puntero de regular tamaño que apoyaba levemente al piso como un viejo profeta su báculo. Cuando explicaba algún tema en la pizarra el puntero lo colocaba a su lado. Escribía en forma rápida, alterada, y mientras iba escribiendo en la pizarra no dejaba de hablar. Miraba de reojo haciendo un pequeño giro con el torso apoyando la mano libre en su cintura como si fuera un torero.
Gesticula demasiado con las manos, de ahí que sus discípulos le hayan puesto el mote de “mano tonta”. Y Henry creía firmemente que Rodrigo lo hacía- ese gesticuleo con las manos- porque así él considera que sus interlocutores tenían una mayor comprensión de lo que se estaba explicando.
Siguió... faltaban pocos escalones y luego el rellano... : “se considera a Rodrigo el mejor patólogo que tenemos, basta con oírlo contestar las preguntas de sus discípulos para llegar a la conclusión que es una persona con grandes conocimientos en su materia y que indudablemente le gusta su trabajo...”.
En la Oficina de Rodrigo no había nadie. Bajó las gradas y esperó en la puerta de Ingreso de Cadáveres, tocó el timbre, vaciló si abrir o dirigirse como en los viejos tiempos directo al gran salón de disecciones. Optó por romper con los formalismos e inició la ruta hacia el Reino de Tanatos.
Tomó el ascensor que bajó hasta cuatro pisos, lo que muchas veces le hacía pensar que el salón de disecciones era una forma de premonición- para los empleados que trabajan allí como para las personas que visitan la Morgue - que la muerte nos hace estar siempre -por lo general- a varios metros bajo tierra.
El piso se bifurcó en varios pasadizos formando una especie de laberinto. Otra dimensión de la realidad: hermetismo, silencio absoluto.
Henry miró en una de las paredes del pasillo que conduce a la Morgue, un gran mural del grabado de Durero cuyo tema principal es la personificación de la muerte y el recuerdo de la vanalidad de las cosas temporales en este mundo. Siempre le había llamado la atención el grabado, siempre pensó que quién tuvo la idea de colocarlo en el pasillo debe o debió ser en el fondo un gran sádico. Por eso, se refería al mural como el grabado del “Sádico”.
Ahora pasaba por millonésima vez ante el mural, no lo miró. El aire frío se filtraba en sus narices hasta dolerle el mismísimo cerebro. La temperatura de los subniveles era de 19 grados centígrados. Estructuras de metal, paisaje de níquel y vidrio, desolador para cualquiera.
Nadie en los pasillos. No se percibía ningún ruido del mundo exterior. Sintió desprecio y burla mezclada con cierta satisfacción por el alboroto vulgar a varios metros sobre su cabeza que quizá ahora iba germinando en la noche. La bulla siempre le pareció obscena y elemento consustancial a la Suburra, a la chusma.
Al fondo un rótulo indicaba “Toxicología”. Una luz se reflejó en el suelo, dedujo que la puerta estaba abierta y que, era probable alguien estuviera en el interior de la oficina. La suposición era válida: una mujer joven con gabacha blanca salía de la oficina con un file en su mano derecha que leía absorta. La mujer al escuchar los pasos alzó la mirada, Henry preguntó por el Doctor Rodrigo Castilleja de la Cuesta. La mujer de inmediato contestó:
-En el Salón de Autopsias número cinco.
Rodrigo estaba terminado la disección y le dirigía las últimas palabras a un grupo de estudiantes que escuchaban formando un círculo junto a la plancha de metal, donde se hallaba un cuerpo femenino de unos cincuenta años de edad: inflado, gordo, mofletudo.
Henry lo miró y contrario a lo sucedido diez años atrás con La Bella sin Marcas, el cadáver le pareció grotesco y no pudo evitar cierta repulsión ante la muerte.
Después que los estudiantes se marcharon, Rodrigo sintió la presencia de alguien en la habitación, Henry literalmente tocaba su espalda:
-¿Y eso, Henry desde cuándo estás aquí? Interrogó Rodrigo dejando de escribir el reporte que tenía en su mesa y se levantaba extendiendo la mano.
- Antes que terminaras la clase, farfulló Henry.
-¿De verdad? ... es que no te había visto.
- Obvio, Rodrigo, sé que estás sumamente ocupado y una vez que se fueron los muchachos ni me volviste a mirar. Impaciencia.
- ¿Decime que te trae por acá?
Rodrigo acercaba una silla junto al escritorio para que Henry tomara asiento. Pausa. Impaciencia de nuevo. Se contuvo para que el tono de su voz saliera normal de la garganta. Hizo un esfuerzo. Siempre lo hacía en situaciones semejantes. No era un diestro en la materia como muchos de sus excompañeros del O.I.C.
- Mirá, Rodrigo, es algo que deseo preguntarte por simple curiosidad...
- Ajá, decime.
-¿Te acordás hace unos diez años atrás - poco antes que yo dejara el Organismo - acerca de la muerte de una joven que causó un gran revuelo porque nunca se supo quién o quiénes fueron los asesinos? Riesgo calculado.
- Claro, claro, y que los de la sección de homicidios le llamaron al caso, el caso de la...
- Bella sin Marcas, - añadió atropelladando antes que Rodrigo terminara la frase, como quien le arrebata a alguien un botín de guerra.
-Claro que me acuerdo... ahh qué lástima, hermosa mujer, tan joven...
-Sí, realmente. Respecto a ese caso quería hablarte. Tengo entendido que hace una semana atrás tuviste la oportunidad de realizar la autopsia a una joven que fue asesinada en las mismas circunstancias que la “Bella sin Marcas”.
Un único orificio debajo de...
-... la tetilla izquierda, murmuró Rodrigo un poco meditabundo.
-Exacto, eso es Rodrigo, el mismo modus operandi.
-Fractura de una de las costillas y laceración del corazón con arma punzante. No hubo otras lesiones internas ni externas que pudieran encontrarse.
Henry se estremecía a cada palabra de Rodrigo. La emoción que Rodrigo Castilleja de la Cuesta corroborara lo ya sospechado: que los dos homicidios tenían el mismo “patrón de conducta” hacía que su corazón empezara a latir fuerte. Sintió que toda la sangre se agolpaba en la cara:
-Mirá, Rodrigo, lo único- y te lo pido como un favor de amigo - es que corroborés si el diámetro de la herida punzante, posee semejanzas con la producida a la Bella sin Marcas, así como las características del psicotrópico que encontró Toxicología en la sangre de la víctima en aquella oportunidad.
- Es cuestión que me des varios días y te los consigo.
- Rodrigo, toda esta conversación jamás existió, señaló enfático Henry. Rodrigo asentió con la cabeza.

Fuente: Editorial EUNA. 2015. Cuarta Reimpresión. Premio UNA-Palabra 2004.

viernes, 5 de febrero de 2016

Jorge Luis Borges. Los conjurados. Año: 1985. Literomanía.



LOS CONJURADOS (Fragmento).
  (1985)


      Inscripción

     Escribir un poema es ensayar una magia menor. El instrumento de esa magia, el lenguaje, es asaz misterioso. Nada sabemos de su origen. Sólo sabemos que se ramifica en idiomas y que cada uno de ellos consta de un indefinido y cambiante vocabulario y de una cifra indefinida de posibilidades sintácticas. Con esos inasibles elementos he formado este libro. (En el poema, la cadencia y el ambiente de una palabra pueden pesar más que el sentido.)
     De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?
     Sólo podemos dar lo que ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!
     J. L. B.


  PRÓLOGO

     A nadie puede maravillar que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en el libro de un hombre de ochenta y tantos años. Una reina, en la hora de su muerte, dice que es fuego y aire; yo suelo sentir que soy tierra, cansada tierra. Sigo, sin embargo, escribiendo. ¿Qué otra suerte me queda, qué otra hermosa suerte me queda? La dicha de escribir no se mide por las virtudes o flaquezas de la escritura. Toda obra humana es deleznable, afirma Carlyle, pero su ejecución no lo es.
     No profeso ninguna estética. Cada obra confía a su escritor la forma que busca: el verso, la prosa, el estilo barroco o el llano. Las teorías pueden ser admirables estímulos (recordemos a Whitman) pero asimismo pueden engendrar monstruos o meras piezas de museo. Recordemos el monólogo interior de James Joyce o el sumamente incómodo Polifemo.
     Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados. La belleza no es privilegio de unos cuantos nombres ilustres. Sería muy raro que este libro, que abarca unas cuarenta composiciones, no atesorara una sola línea secreta, digna de acompañarte hasta el fin.
     En este libro hay muchos sueños. Aclaro que fueron dones de la noche o, más precisamente, del alba, no ficciones deliberadas. Apenas si me he atrevido a agregar uno que otro rasgo circunstancial, de los que exige nuestro tiempo, a partir de Defoe.
     Dicto este prólogo en una de mis patrias, Ginebra.
     J. L. B.
 9 de enero de 1985


  CRISTO EN LA CRUZ

     Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.
     Los tres maderos son de igual altura.
     Cristo no está en el medio. Es el tercero.
     La negra barba pende sobre el pecho.
     El rostro no es el rostro de las láminas.
     Es áspero y judío. No lo veo
     y seguiré buscándolo hasta el día
     último de mis pasos por la tierra.
     El hombre quebrantado sufre y calla.
     La corona de espinas lo lastima.
     No lo alcanza la befa de la plebe
     que ha visto su agonía tantas veces.
     La suya o la de otro. Da lo mismo.
     Cristo en la cruz. Desordenadamente
     piensa en el reino que tal vez lo espera,
     piensa en una mujer que no fue suya.
     No le está dado ver la teología,
     la indescifrable Trinidad, los gnósticos,
     las catedrales, la navaja de Occam,
     la púrpura, la mitra, la liturgia,
     la conversión de Guthrum por la espada,
     la Inquisición, la sangre de los mártires,
     las atroces Cruzadas, Juana de Arco,
     el Vaticano que bendice ejércitos.
     Sabe que no es un dios y que es un hombre
     que muere con el día. No le importa.
     Le importa el duro hierro de los clavos.
     No es un romano. No es un griego. Gime.
     Nos ha dejado espléndidas metáforas
     y una doctrina del perdón que puede
     anular el pasado. (Esa sentencia
     la escribió un irlandés en una cárcel.)
     El alma busca el fin, apresurada.
     Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
     Anda una mosca por la carne quieta.
     ¿De qué puede servirme que aquel hombre
     haya sufrido, si yo sufro ahora?
     Kioto, 1984


  DOOMSDAY

     Será cuando la trompeta resuene, como escribe san Juan el Teólogo.
     Ha sido en 1757, según el testimonio de Swedenborg.
     Fue en Israel (cuando la loba clavó en la cruz la carne de Cristo),
     [pero no sólo entonces.

     Ocurre en cada pulsación de tu sangre.
     No hay un instante que no pueda ser el cráter del Infierno.
     No hay un instante que no pueda ser el agua del Paraíso.
     No hay un instante que no esté cargado como un arma.
     En cada instante puedes ser Caín o Siddharta, la máscara o el rostro.
     En cada instante puede revelarte su amor Helena de Troya.
     En cada instante el gallo puede haber cantado tres veces.
     En cada instante la clepsidra deja caer la última gota.

  CÉSAR

     Aquí, lo que dejaron los puñales.
     Aquí esa pobre cosa, un hombre muerto
     que se llamaba César. Le han abierto
     cráteres en la carne los metales.
     Aquí la atroz, aquí la detenida
     máquina usada ayer para la gloria,
     para escribir y ejecutar la historia
     y para el goce pleno de la vida.
     Aquí también el otro, aquel prudente
     emperador que declinó laureles,
     que comandó batallas y bajeles
     y que rigió el oriente y el poniente.
     Aquí también el otro, el venidero
     cuya gran sombra será el orbe entero.

  TRÍADA

     El alivio que habrá sentido César en la mañana de Farsalia, al pensar: Hoy es la batalla.
     El alivio que habrá sentido Carlos Primero al ver el alba en el cristal y pensar: Hoy es el día del patíbulo, del coraje y del hacha.
     El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo.

  LA TRAMA

     Las migraciones que el historiador, guiado por las azarosas reliquias de la cerámica y del bronce, trata de fijar en el mapa y que no comprendieron los pueblos que las ejecutaron.
     Las divinidades del alba que no han dejado ni un ídolo ni un símbolo.
     El surco del arado de Caín.
     El rocío en la hierba del Paraíso.
     Los hexagramas que un emperador descubrió en la caparazón de una de las tortugas sagradas.
     Las aguas que no saben que son el Ganges.
     El peso de una rosa en Persépolis.
     El peso de una rosa en Bengala.
     Los rostros que se puso una máscara que guarda una vitrina.
     El nombre de la espada de Hengist.
     El último sueño de Shakespeare.
     La pluma que trazó la curiosa línea: He met the Nightmare and her name he told.
     El primer espejo, el primer hexámetro.
     Las páginas que leyó un hombre gris y que le revelaron que podía ser don Quijote.
     Un ocaso cuyo rojo perdura en un vaso de Creta.
     Los juguetes de un niño que se llamaba Tiberio Graco.
     El anillo de oro de Polícrates que el Hado rechazó.
     No hay una sola de esas cosas perdidas que no proyecte ahora una larga sombra y que no determine lo que haces hoy o lo que harás mañana.

  RELIQUIAS

     El hemisferio austral. Bajo su álgebra
     de estrellas ignoradas por Ulises,
     un hombre busca y seguirá buscando
     las reliquias de aquella epifanía
     que le fue dada, hace ya tantos años,
     del otro lado de una numerada
     puerta de hotel, junto al perpetuo Támesis,
     que fluye como fluye ese otro río,
     el tenue tiempo elemental. La carne
     olvida sus pesares y sus dichas.
     El hombre espera y sueña. Vagamente
     rescata unas triviales circunstancias.
     Un nombre de mujer, una blancura,
     un cuerpo ya sin cara, la penumbra
     de una tarde sin fecha, la llovizna,
     unas flores de cera sobre un mármol
     y las paredes, color rosa pálido.

  SON LOS RÍOS

     Somos el tiempo. Somos la famosa
     parábola de Heráclito el Oscuro.
     Somos el agua, no el diamante duro,
     la que se pierde, no la que reposa.
     Somos el río y somos aquel griego
     que se mira en el río. Su reflejo
     cambia en el agua del cambiante espejo,
     en el cristal que cambia como el fuego.
     Somos el vano río prefijado,
     rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
     Todo nos dijo adiós, todo se aleja.
     La memoria no acuña su moneda.
     Y sin embargo hay algo que se queda
     y sin embargo hay algo que se queja.

  LA JOVEN NOCHE

     Ya las lustrales aguas de la noche me absuelven
     de los muchos colores y de las muchas formas.
     Ya en el jardín las aves y los astros exaltan
     el regreso anhelado de las antiguas normas
     del sueño y de la sombra. Ya la sombra ha sellado
     los espejos que copian la ficción de las cosas.
     Mejor lo dijo Goethe: Lo cercano se aleja.
     Esas cuatro palabras cifran todo el crepúsculo.
     En el jardín las rosas dejan de ser las rosas
     y quieren ser la Rosa.


NUBES

 I


     No habrá una sola cosa que no sea
     una nube. Lo son las catedrales
     de vasta piedra y bíblicos cristales
     que el tiempo allanará. Lo es la Odisea,
     que cambia como el mar. Algo hay distinto
     cada vez que la abrimos. El reflejo
     de tu cara ya es otro en el espejo
     y el día es un dudoso laberinto.
     Somos los que se van. La numerosa
     nube que se deshace en el poniente
     es nuestra imagen. Incesantemente
     la rosa se convierte en otra rosa.
     Eres nube, eres mar, eres olvido.
     Eres también aquello que has perdido.
 II


     Por el aire andan plácidas montañas
     o cordilleras trágicas de sombra
     que oscurecen el día. Se las nombra
     nubes. Las formas suelen ser extrañas.
     Shakespeare observó una. Parecía
     un dragón. Esa nube de una tarde
     en su palabra resplandece y arde
     y la seguimos viendo todavía.
     ¿Qué son las nubes? ¿Una arquitectura
     del azar? Quizá Dios las necesita
     para la ejecución de Su infinita
     obra y son hilos de la trama oscura.
     Quizá la nube sea no menos vana
     que el hombre que la mira en la mañana.

jueves, 4 de febrero de 2016

Jorge Luis Borges. Poesía Completa.




      A Leonor Acevedo de Borges
   Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos. Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos. Por supuesto, nunca lo dije; la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos, tu memoria y en ella la memoria de los mayores –los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú y el oprobio de Rosas–, tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos, las mañanas del Paso del Molino, de Ginebra y de Austin, las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eça de Queiroz, Madre, vos misma.
     Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littérature como escribió, con excelente literatura, Verlaine.
     J. L. B.


     I do not set up to be a poet. Only an allround literary man: a man who talks, not one who sings… Excuse this apology, but I don’t like to come before people who have a note of song, and let it be supposed I do not know the difference.
     The Letters of Robert Louis Stevenson
 II, 77 (London, 1899)


  PRÓLOGO

     Este prólogo podría denominarse la estética de Berkeley, no porque la haya profesado el metafísico irlandés –una de las personas más queribles que en la memoria de los hombres perduran–, sino porque aplica a las letras el argumento que éste aplicó a la realidad. El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura. Esto acaso no es nuevo, pero a mis años las novedades importan menos que la verdad.
     La literatura impone su magia por artificios; el lector acaba por reconocerlos y desdeñarlos; de ahí la constante necesidad de mínimas o máximas variaciones, que pueden recuperar un pasado o prefigurar un porvenir.
     He compilado en este volumen toda mi obra poética, salvo algún ejercicio cuya omisión nadie deplorará o notará y que (como de ciertos cuentos de Las mil y una noches dijo el arabista Edward William Lane) no podía ser purificado sin destrucción. He limado algunas fealdades, algún exceso de hispanismo o argentinismo, pero en general, he preferido resignarme a los diversos o monótonos Borges de 1923, 1925, 1929, 1960, 1964, 1969 así como al de 1976 y 1977. Esta suma incluye un breve apéndice o museo de poesías apócrifas.
     Como todo joven poeta, yo creí alguna vez que el verso libre es más fácil que el verso regular; ahora sé que es más arduo y que requiere la íntima convicción de ciertas páginas de Carl Sandburg o de su padre, Whitman.
     Tres suertes puede correr un libro de versos: puede ser adjudicado al olvido, puede no dejar una sola línea pero sí una imagen total del hombre que lo hizo, puede legar a las antologías unos pocos poemas.
     Si el tercero fuera mi caso yo querría sobrevivir en el «Poema conjetural», en el «Poema de los dones», en «Everness», en «El Golem» y en «Límites». Pero toda poesía es misteriosa; nadie sabe del todo lo que le ha sido dado escribir. La triste mitología de nuestro tiempo habla de la subconsciencia o, lo que aún es menos hermoso, de lo subconsciente; los griegos invocaban la musa, los hebreos el Espíritu Santo; el sentido es el mismo.
     J. L. B.

Fuente:
PRIMERA EDICIÓN VINTAGE ESPAÑOL, SEPTIEMBRE 2012
     Copyright © 1995 por María Kodama
     Todos los derechos reservados. Publicado en los Estados Unidos de América por Vintage Español, una división de Random House, Inc., Nueva York, y en Canadá por Random House of Canada Limited, Toronto.
 Esta edición fue originalmente publicada en España por Random House Mondadori, S. A., Barcelona, en 2011. Copyright de la presente edición en castellano para todo el mundo excepto EE.UU. © 2011 por Random House Mondadori, S. A.
     Vintage es una marca registrada y Vintage Español y su colofón son marcas de Random House, Inc.
     Información de catalogación de publicaciones disponible en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.
     eISBN: 978-0-307-95099-4
     www.vintageespanol.com
     v3.1

miércoles, 3 de febrero de 2016

JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS EL ARTE NARRATIVO Y LA MAGIA


 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
EL ARTE NARRATIVO Y LA MAGIA
El análisis de los procedimientos de la novela ha conocido escasa
publicidad. La causa histórica de esta continuada reserva es la
prioridad de otros géneros; la causa fundamental, la casi inextricable
complejidad de los artificios novelescos, que es laborioso
desprender de la trama. El analista de una pieza forense o de
una elegía dispone de un vocabulario especial y de la facilidad
de exhibir párrafos que se bastan; el de una dilatada novela
carece de términos convenidos y no puede ilustrar lo que afirma
con ejemplos inmediatamente fehacientes. Solicito, pues, un poco
de resignación para las verificaciones que siguen. :
Empezaré por considerar la faz novelesca del libro The Life
and Death of Jason (1867) de William Morris. Mi fin es literario,
no histórico: de "ahí que deliberadamente omita cualquier estudio,
o apariencia de estudio, de la filiación helénica del poema. Básteme
copiar que los antiguos —entre ellos, Apolonio de Rodashabían
versificado ya las etapas de la hazaña argonáutica, y
mencionar un libro intermedio, de 1474, Les faits et prouesses
du noble et vaillant chevalier Jason, inaccesible en Buenos Aires,
naturalmente, pero que los comentadores ingleses podrían revisar.
El arduo proyecto de Morris era la narración verosímil de
las aventuras fabulosas de.Jasón, rey de Iolcos. La sorpresa lineal,
recurso general de la lírica, no era posible en esa relación de
más de diez mil versos. Esta necesitaba ante todo una fuerte
apariencia de veracidad, capaz de producir esa espontánea suspensión
de la duda, que constituye, para Coleridge, la fe poética.
Morris consigue despertar esa fe; quiero investigar cómo.
Solicito un ejemplo del primer libro. Aeson, antiguo rey de
Iolcos, entrega su hijo a la tutela selvática del centauro Quirón.
El problema reside en la difícil verosimilitud del centauro. Morris
lo resuelve insensiblemente. Empieza por mencionar esa estirpe,
entreverándola con nombres de fieras que también son extrañas.
Where bears and wolves the centaurs' arrows find.
explica sin asombro. Esa mención primera, incidental, es continuada
a los treinta versos por otra, que se adelanta a la descripción.
El viejo rey ordena a un esclavo que se dirija ton el
niño a la selva que está al pie de los montes y que sople en un
cuerno de marfil para que aparezca él centauro, que será (le
DISCUSIÓN 227
advierte) de grave fisonomía y robusto, "y que se arrodille ante
él. Siguen las órdenes, hasta parar en la tercera mención, negativa
engañosamente. El rey le recomienda que no le inspire ningún
temor el centauro. Después, como pesaroso del hijo que va
a perder, trata de imaginar su futura vida en la selva, entre los
quick-eyed centaurs —rasgo que los anima, justificado por su
condición famosa de arqueros.1 El esclavo cabalga con el hijo
y se apea al amanecer, ante un bosque. Se interna a pie entre
las encinas, con el hijito cargado. Sopla en el cuerno entonces,
y espera. Un mirlo está cantando en esa mañana, pero el hombre
ya empieza a distinguir un ruido de cascos, y siente un poco
de temor en el corazón, y se distrae del niño, que siempre forcejea
por alcanzar el cuerno brillante. Aparece Quirón; nos
dicen que antes fue de pelo manchado, pero en la actualidad
casi blanco, no muy distinto del color de su melena, humana,
y'con una corona de hojas de encina en la transición de bruto
a; persona. El esclavo cae de rodillas. Anotemos, de paso, que
Síorris puede no comunicar al lector su imagen del centauro ni
siquiera invitarnos a tener una, le basta con nuestra continua fe
en sus palabras, como en el mundo real.
Idéntica persuasión pero más gradual, la del episodio de las
sirenas, en el libro catorce. Las imágenes preparatorias son de
dulzura. La cortesía del mar, la brisa de olor anaranjado, la
peligrosa música reconocida primero por la hechicera ...M.edea,
su previa operación de felicidad en los rostros de los marineros
que apenas tenían conciencia de oírla,' el hecho verosímil de que
al principio no se distinguían bien las palabras, dicho en modo
indirecto:
And by their faces could the queen behold
How sweet it was, although nú tale it tola,
To those wqrn toilers o'er: the bitter sea,
anteceden la aparición de esas divinidades. Éstas, aunque avistadas
finalmente por los remeros, siempre están a alguna distancia,
implícita en la frase circunstancial:
for they were near enow
Tú seé the gusty wind of evening bíow
Long locks of hair across those bodies white
Wit'h golden spray hiding some dear delight.
1 Cf. el verso:
Cesare ármalo, con ti occhi grifagni
(Inferno IV, 123)
228 JORGE LUIS uORGES—OBRÁS COMPLETAS
El último pormenor: el rocío de oro —¿de sus violentos rizos, del
mar, de ambos o de cualquiera?— ocultando alguna querida delicia,
tiene otro fin, también: el de significar su atracción. Ese doble
propósito se repite en una circunstancia siguiente: la neblina de
lágrimas ansiosas, que ofusca la visión de los hombres. (Ambos
artificios son del mismo orden que el de la corona de ramas
en la figuración del centauro.) Jasón,_ desesperado hasta la irá
por las sirenas1, las apoda brujas del mar y hace que cante Orfeo,
1 A lo largo del tiempo, las sirenas cambian de forma. Su primer historiador,
el rapsoda del duodécimo libro de la Odisea, no nos dice cómo eran; para
Ovidio, son pájaros de plumaje rojizo y cara de virgen; para Apolonio de
Rodas, de medio cuerpo para arriba son mujeres, y en lo restante, pájaros;
para el maestro Tirso de Molina (y para la heráldica) "la mitad mujeres,
peces la mitad".. No menos discutible es su índole; ninfas las llama; el diccionario
clásico de Lempriére entiende que son ninfas, el de Quicherat que
son monstruos y el de Grimal que son demonios. Moran en una isla del poniente,
cerca de la isla de Circe, pero el cadáver de una de ellas, Parténope,
fue encontrado en Campania, y dio su nombre a la famosa ciudad que ahora
lleva el de Ñapóles, y el geógrafo Estrabón vio su tumba y presenció los
juegos gimnásticos y la carrera con antorchas que periódicamente se celebraban
para honrar su memoria.
La Odisea refiere que las sirenas atraían y perdían a los navegantes y que-
Ulises, para oír su canto y no perecer, tapó con cera los oídos de sus remeros
y ordenó que lo sujetaran al mástil. Para tentarlo, las sirenas prometían
el conocimiento de todas las cosas del. mundo: "Nadie ha pasado por aquí
en su negro bajel, sin haber escuchado de nuestra boca la voz dulce como
el panal, y haberse regocijado con ella, y haber proseguido más sabio. Porque
sabemos todas las cosas: cuántos afanes padecieron argivos y troyanos en la
ancha Tróada por determinación de los dioses, y sabemos cuánto sucederá
en la Tierra fecunda (Odisea, XII). Una tradición recogida por el mitólogo
Apolodoro, en su Biblioteca, narra que Orfeo desde la nave de los argonautas,
cantó con más dulzura que las sirenas y que éstas se precipitaron al
mar y quedaron convertidas en rocas, porque su ley era morir cuando alguien
no sintiera su hechizo. También la Esfinge se precipitó de lo alto
cuando adivinaron su enigma.
En el siglo vi, una sirena fue capturada y bautizada en el norte de Gales,
y llegó a figurar como una santa en ciertos almanaques antiguos, bajo el
nombre de Murgan. Otra, en 1403, pasó por una brecha en un dique, y
habitó en Haarlem hasta el día de su muerte. Nadie la comprendía, pero le
enseñaron a hilar y veneraba como por instinto la cruz.' Un cronista del
siglo xvi razonó que no era un pescado porque sabía hilar, y que no era
una mujer porque podía vivir en el agua.
E! idioma inglés distingue la sirena clásica (Siren) de las que tienen cola
de pez (mermaids). En la formación de estas últimas habían influido por
analogía los tritones, divinidades del cortejo de Poseidón.
En el décimo libro de la República, ocho sirenas presiden la rotación de
los ocho cielos concéntricos.
Sirena: supuesto animal marino, leemos en un diccionario brutal.
DISCUSIÓN 229
el dulcísimo. Viene la tensión, y Morris tiene el maravilloso escrúpulo
de advertirnos que las canciones atribuidas por él a la
boca imbesada de las sirenas y a la de Orfeo no encierran más
que un transfigurado recuerdo de lo cantado entonces. La misma
precisión insistente de sus colores —los bordes amarillos de la
playa, la dorada espuma, la rosa gris— nos puede enternecer, porque
parecen frágilmente salvados de ese antiguo crepúsculo.
Cantan las sirenas para aducir una felicidad que es vaga como
el agua —Such bodies garlanded with gotd, so faint, so fair—;
canta Grfeo oponiendo las venturas firmes de la tierra. Prometen
las sirenas un indolente cielo submarino, roofed over by the
charigefui sea (techado por el variable mar) según repetiría —¿dos
mil quinientos años después, o sólo cincuenta?— Paul Valéry.
Cantan y alguna discernible contaminación de su peligrosa dulzura
entra eri el canto correctivo de Orfeo, Pasan los argonautas
al fin, pero un alto ateniense, terminada ya la tensión y largo
el surco atrás de la nave, atraviesa corriendo las filas de los
remeros y se tira desde la popa al mar.
Paso a una segunda ficción, el Narraiive of A. Cordón Pym
(1838) de Poe. El secreto argumento de esa novela es el temor
y la verificación de lo blanco. Poe finge unas tribus que habitan
en la vecindad del Círculo Antártico, junto a la patria inagotable
de ese color, y que de generaciones atrás han padecido la terrible
visitación de los hombres y de las tempestades de la blancura.
El blanco es anatema para esas tribus y puedo confesar que lo
es también, cerca del último renglón del último capítulo, para
los condignos lectores. Los argumentos de ese libro son dos uno
inmediato, de vicisitudes marítimas; otro infalible, sigiloso y creciente,
que sólo se revela al final. Nombrar un objeto, dicen
que dijo Mallarmé, es suprimir las tres cuartas partes del goce
del poema, que reside en la felicidad de ir adivinando; el sueño
es. sugerirlo. Niego que el escrupuloso poeta haya redactado .esa
numérica frivolidad de las tres cuartas partes, pero la idea general
le conviene y la ejecutó ilustremente en su presentación lineal
de un ocaso:
Victorieusement fuit le suicide beau
Tison de gloire, sang par écume, or, templete!
La sugirió, sin duda, el Narraiive of A. Gordon Pym. El mismo
impersonal color blanco ¿no es mallarmeano? (Creo que Poe prefirió
ese color, por intuiciones o razones idénticas a las declaradas
luego por Melville, en el capítulo The Whiteness of the Whale
de su también espléndida alucinación Moby Dick.) Imposible
exhibir ó analizar aquí la nivela entera, básteme traducir un
2 3 0 JORGE LUIS BORGES-—OBRAS COMPLETAS
rasgo ejemplar, subordinado —como todos— al secreto argumento.
Se trata de la oscura tribu que mencioné y de los riachuelos de su
isla. Determinar que su agua era colorada o azul, hubiera sido
recusar demasiado toda, posibilidad de blancura. Poe resuelve
ese problema así, enriqueciéndonos: Primero nos negamos a probarla,
suponiéndola corrompida. Ignoro cómo dar una idea justa
de su naturaleza, y no lo conseguiré sin muchas palabras. A pesar
de correr con rapidez por cualquier desnivel, nunca parecía límpida,
salvo al despeñarse en un salto. En casos a\e poco declive,
era tan consistente como una infusión espesa de goma arábiga,
hecha en agua común. Éste, sin embargo, era el menos singular
de sus caracteres. No era incolora ni era de un color invariable,
ya que su fluencia proponía a los ojos todos los matices del púrpura,
como los tonos de una seda cambiante. Dejamos que se
asentara en una vasija y comprobamos que la entera masa del
liquido estaba separada en vetas distintas, cada una de tono individual,
y que esas vetas no se mezclaban. Si se pasaba la hoja
de un cuchillo a lo ancho de las vetas, el agua se cerraba inmediatamente,
y al retirar la hoja desaparecería el rastro. En cambio,
cuando la hoja era insertada con precisión entre dos de las vetas,
ocurría una perfecta separación, que no se rectificaba en seguida.
Rectamente se induce de lo anterior que el problema central
de la novelística es la causalidad. Una de las variedades del
género, la morosa novela de caracteres, finge o dispone una concatenación
de motivos que se proponen no diferir de los del mundo
real. Su caso, sin embargo, no es el común. En la novela de
continuas vicisitudes, esa motivación es improcedente, y lo mismo
en el relato de breves páginas y en la infinita novela espectacular
que compone Hollywood con los plateados ídola de Joan 'Crawford
y que las ciudades releen. Un orden muy diverso los rige,
lúcido y atávico. La primitiva claridad de la magia.
Ese procedimiento o ambición de los antiguos hombres ha
sido sujetado por Frazer a una conveniente ley general, la de la
simpatía, que postula un vínculo inevitable entre cosas distantes,
ya porque su figura es igual —magia imitativa, homeopática—
ya por el hecho de una cercanía anterior —magia contagiosa,
ilustración de la segunda era el ungüento curativo de Kepelrn
Digby, que se aplicaba no a la vendada herida, sino al acero
delincuente que la infirió— mientras aquélla, sin el rigor de
bárbaras curaciones, iba cicatrizando. De la primera los ejemplos
son infinitos. Los pieles rojas de Nebraska revestían cueros
crujientes de bisonte con la cornamenta y la crin y machacaban
día y noche sobre el desierto un baile tormentoso, para que los
bisontes llegaran. Los hechiceros de la Australia Central se infieren
una herida en el antebrazo que hace correr la sangre,
DISCUSIÓN 231
para que el cíelo imitativo o coherente se desangre "en lluvia
también. Los malayos de la Península suelen atormentar o denigrar
una imagen de cera, para que perezca su original. Las
mujeres estériles de Sumatra cuidan un niño de madera y lo
adornan, para que sea fecundo su vientre. Por iguales razones
de analogía, la raíz amarilla de la cúrcuma sirvió para combatir
la ictericia, y la infusión de ortigas debió contrarrestar la urticaria.
El catálogo entero de esos atroces o irrisorios ejemplos es
de enumeración imposible; creo, sin embargo, haber alegado
bastantes para demostrar que la magia es la coronación o pesa;
dillá de lo causal, no su contradicción. El milagro no es menos
forastero en ese universo que en el de los astrónomos. Todas las
leyes naturales lo rigen, y otras imaginarias. Para el supersticioso,
hay una necesaria conexión no sólo entre un balazo y un muerto, sino
entre un muerto y una maltratada efigie dé cera o la rotura
profética de un espejo o la sal que se vuelca o trece comensales
terribles.
Ésa peligrosa armonía, esa frenética y precisa causalidad, manda
en lj novela también. Los historiadores sarracenos de quienes
trasladó el doctor José Antonio Conde su Historia de la dominación
de los árabes en España, no escriben de sus reyes y jalifas
que fallecieron, sino Fue conducido a las recompensas y premios
o Pasó a la misericordia del Poderoso o Esperó .el destino tantos
años, tantas lunas y tantos días. Ese recelo de que un hecho temible
pueda ser atraído por su mención, es impertinente o inútil
en el asiático desorden del mundo real, no así en una novela,
qué debe ser un juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades.
Todo episodio, en un cuidadoso relato, es de proyección ulterior.
Así, en una de las fantasmagorías de Chesterton, un desconocido
acoriiete a un desconocido para que no lo embista un camión,
y esa violencia necesaria, pero alarmante, prefigura su acto final
de declararlo insano para que no lo puedan ejecutar por un
crimen. En otra, una peligrosa y vasta conspiración integrada
por üh solo hombre (con socorro de barbas, de caretas y de seudónimos)
es anunciada con tenebrosa exactitud en el dístico:
As all stars shrivel in the single sun,
The words are many, but The Word is one
que viene a descifrarse después, con permutación de mayúsculas:
The words are many, but the word is One.
Eh íiha tercera la maquette inicial —la mención escueta de un
indib que arroja su cuchillo a otro y lo mata—- es el estricto
232 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
reverso del argumento: un hombre apuñalado por sú amigo con
una flecha, en lo alto de una torre. Cuchillo volador, flecha que
se deja empuñar. Larga repercusión tienen las palabras. Ya señalé
una vez que la sola mención preliminar de los bastidores escénicos
contamina de incómoda irrealidad las figuraciones del
amanecer, de la pampa, del anochecer, que ha intercalado Estanislao
del Campo en el Fausto. Esa teleología de palabras y de
episodios es omnipresente también en los buenos films. Al principiar
A cartas vistas (The Showdown), unos aventureros se juegan
a los naipes una prostituta, o su turno; al terminar, uno de ellosha jugado la posesión de la mujer que quiere. El diálogo inicial de La ley del hampa versa sobre la delación, la primera, escena es
un tiroteo en una avenida; esos rasgos resultan premonitorios del asunto central. En Fatalidad (Dishonored) hay temas recurrentes: la espada, el beso, el gato, la traición, las uvas, el piano. Pero la ilustración más cabal de un orbe autónomo de corroboraciones, de presagios, de monumentos, es el predestinado Ulises de Joyce. Basta el examen del libro expositivo de Gilbert o, en su defecto, de la vertiginosa novela; Procuro resumir lo anterior. He distinguido dos procesos causales: el natural, que es el resultado incesante de incontrolables e infinitas operaciones; el mágico, donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado. En la novela, pienso que la única posible honradez está con el segundo. Quede el primero para la simulación: psicológica.

Fuente:
JORGE LUIS
BORGES
COMPLETAS
1923-1972
EMECÉ EDITORES
BUENOS AIRES
Edición dirigida y realizada por
CARLOS V. FRÍAS
© Emecé Editores, S.A, 1974
Alsina 2062 - Buenos Aires, Argentina
Ediciones anteriores: 62.000 ejemplares
14a edición en offset: 5.000 ejemplares
Impreso en Compañía Impresora Argentina S.A., Alsina 2041/49,
Buenos Aires, septiembre de 1984

martes, 2 de febrero de 2016

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1772-1834). Prólogo: Harold Bloom.




Samuel Taylor Coleridge

Balada del viejo marinero y otros poemas

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1772-1834)

 Coleridge, hijo menor de los catorce que tuvo un pastor protestante provinciano, fue un niño precoz y solitario, que constituyó casi un reto para su propia familia. Desde muy temprano, soñador y (como él mismo se definía) todo un carácter, perdió a su padre —quien le adoraba sobre todos los hermanos— cuando sólo tenía nueve años de edad. Poco después de esta pérdida, el Christ’s Hospital, de Londres, le acoge; excelente colegio que le proporcionaría la educación intelectual que precisaba, así como la amistad eterna del futuro ensayista Charles Lamb. Pronto sintió la llamada de la poesía y se enamoró profundamente de «Mary Evans, hermana de un compañero del colegio, pero aquel amor acabó en el vacío».
     En el Jesus College, de Cambridge, Coleridge continuó sus estudios superiores, etapa de su vida que comenzó muy bien, pero, debido a su temperamento, que le hacía rechazar la disciplina académica, no destacó en aquéllos. Opta por huir de Cambridge, cargado de deudas, y se alista en el cuerpo de caballería, bajo el imperecedero nombre de Silas Tomkyn Comberbacke, aunque no era capaz de sostenerse sobre la cabalgadura. Sin embargo, prueba su utilidad con sus compañeros dragones como redactor de misivas amorosas; se le asigna la labor de limpiar los establos, pero, finalmente, el cuerpo permite que sus hermanos lo rediman pagando cierta cifra por su liberación de tal servicio. Vuelve a Cambridge, pero su característico complejo de culpabilidad no le permite realizar ninguna labor académica de provecho. Cuando abandona Cambridge, en 1794, lo hace sin haberse graduado.
     Joven poeta sin un céntimo, con pensamientos de carácter político muy radicales, se hace íntimo amigo de Robert Southey, por entonces poeta también muy radical, y recordado hoy día como el Conservador Laureado, maltratado constantemente por los versos satíricos de Byron. Como nuestros jóvenes contemporáneos amigos de las columnas, Coleridge y Southey proyectan lo que ellos bautizaron con el nombre de Pantisocracia. Acompañados de las doncellas ideales para tal plan, y de otros espíritus elegidos, fundarían una colonia comunista, de carácter agrario-literario, a las orillas del río Susquehanna, en el exótico estado norteamericano de Pennsylvania. Bajo el acicate de Southey, Coleridge se compromete pantisocráticamente con la no muy inteligente miss Sara Fricker, con cuya hermana Southey estaba a punto de casarse. La pantisocracia murió al nacer, y Coleridge abrió los ojos a tiempo para comprobar que se había casado con la persona menos adecuada para él, lo cual constituiría la mayor desgracia de toda su vida.
     Entonces recurrió a Wordsworth, a quien conociera en 1795. La poesía de Coleridge influenció la de Wordsworth y le ayudó a conseguir su estilo característico. No es muy atrevido decir que la poesía de Coleridge desapareció absorbida por la de Wordsworth. Hoy día recordamos a las Lyrical Ballads (1798) como obra de Wordsworth; sin embargo, un tercio de su contenido fue escrito por Coleridge, y Tintern Abbey, cima del libro, con la excepción de The Ancient Mariner, le debe muchísimo a Frost at Midnight, de Coleridge. Tampoco existen muchos testimonios de que Wordsworth admirase o animase la poesía de su amigo; sobre The Ancient Mariner, sus opiniones siempre dejan ver un gran resentimiento, y se sintió desconcertado (aunque de forma inevitable) con Dejection: An Ode y To William Wordsworth. Generoso en lo tocante a las obras de Wordsworth, Coleridge tuvo que sufrir el desdén de su amigo más íntimo, sobre sus propias ambiciones poéticas.
     No es fácil ser honrado en tal asunto, pues la literatura, por necesidad, es tanto cuestión de personalidad como de carácter. Coleridge, como Keats (y como Shelley, para ciertos lectores), es digno de ser amado. Byron, siempre es, por lo menos, fascinante, y Blake, en su solitaria magnificencia, es héroe de la imaginación. Pero la personalidad de Wordsworth, como la de Milton o Dante, no estimula el afecto del lector normal hacia el poeta. Coleridge tiene, como observó Walter Pater, un «encanto peculiar»; parece como si se hubiera entregado a los mitos del fracaso, lo cual es asombroso cuando se tiene en cuenta la totalidad de su obra.
     Sin embargo, son su vida y el autoabandono de sus ambiciones poéticas, que continuamente nos convencen de la necesidad de hallar en él parábolas del fracaso del genio. Sus mejores poemas fueron escritos en el año y medio en que veía diariamente a Wordsworth (1797-1798); sin embargo, hasta sus mejores poemas, con la única excepción de The Ancient Mariner, son fragmentarios. Su forma de vida es también fragmentaria. Cuando recibió la pensión que le asignó la familia Wedgwood, dejó a Wordsworth y a la hermana de éste, Dorothy, para marcharse a estudiar alemán y filosofía a Alemania (1798-1799). Al poco tiempo de regresar empezaron los miserables años de su madurez, aunque sólo tenía entonces veintisiete años. Se fue a vivir cerca de los Wordsworth, de nuevo, y se enamoró perdidamente, y de forma permanente y desgraciada, de Sara Hutchinson, con cuya hermana, Mary, se casaría Wordsworth en 1802. El mismo matrimonio de Coleridge fue un desastre, y su salud empeoró rápidamente, debido, quizá, a motivos psicológicos. Para poder hacerle frente al dolor, empezó a beber láudano, del cual se volvió adicto, vicio que nunca pudo arrancar totalmente de su ser. En 1804, buscando un clima más propicio para su salud, se marchó a Malta, pero a su regreso, dos años más tarde, se encontró en el peor momento de su vida. Tras separarse de su mujer, se fue a vivir a Londres, donde comenzó una nueva vida profesional como conferenciante, redactor de periódicos y escritor capaz de tratar cualquier tema por encargo, mientras sus miserias aumentaban. Tras la inevitable ruptura con Wordsworth de 1810, vino la reconciliación ostensible de 1812, pero la amistad real no volvió a surgir hasta 1828.
     Desde 1816 en adelante, Coleridge vivió en la casa de un médico, James Gillman, único medio que le permitía seguir trabajando, evitando así el colapso total. Envejecido prematuramente, acabada su poesía, Coleridge comienza su última fase de creador, como crítico y filósofo, etapa de la cual depende su importancia histórica; pero la misma, como sus primeros logros en prosa, no deben tratarse en una introducción a su poesía. Nos queda por preguntar cuál fue su verdadero logro como poeta, y a pesar de su carácter excepcional, por qué cesó de escribir poesía después de 1807. Wordsworth siguió cultivando los versos después de 1807, aunque la mayoría sean en realidad muy malos. Los pocos poemas que Coleridge escribió después de sus treinta y cinco años son importantes, pero ocasionales. ¿No sería que le fallaría el deseo poético, ya que sus fuerzas imaginativas siempre se mantuvieron frescas?
     Las grandes ambiciones poéticas de Coleridge incluían la creación de una obra épico-filosófica sobre el origen del mal, y una secuencia de himnos al Sol, la Luna y los elementos. Estas ilustres intenciones fueron muriendo lenta pero definitivamente, y se vieron sustituidas por el sueño de un opus maximum filosófico, obra enorme que sintetizaría y reconciliaría la filosofía idealista alemana con las verdades ortodoxas del cristianismo. Aunque sólo llegó a redactar fragmentos de la misma, ocupó su tiempo en otros temas: especulaciones sobre teología, teoría política y ensayos críticos que han tenido una profunda influencia en el pensamiento conservador británico de la era victoriana, y, de forma distinta, en el trascendentalismo norteamericano, cuyos líderes fueron Emerson y Theodore Parker.
     Los reales logros de Coleridge en la poesía se dividen en dos grupos notablemente distintos, lo cual es sorprendente, pues ambos ocurren casi de forma simultánea. El grupo demoniaco, por fuerza el más famoso, formado por la trilogía de The Ancient Mariner, Christabel y Kubla Khan. El grupo conversacional incluye los llamados poemas-conversación, de los cuales The Eolian Harp y Frost at Midnight son los más importantes, así como la desigual oda Dejection y To William Wordsworth. Los postreros fragmentos Limbo y Ne Plus Ultra marcan una especie de retorno del modo demoniaco. El que sólo nos interesen de verdad nueve poemas de un poeta tan dotado como Coleridge es una lástima, pero la singularidad de estos dos grupos nos compensan un poco de la brevedad del canon.
     Los poemas demoniacos rebasan el censor ortodoxo creado por los mismos temores morales de Coleridge, con los cuales intentaba atar sus propios impulsos imaginativos. Le da unión al grupo una forma de búsqueda mágica que se fija como meta la reconciliación entre la autoconsciencia del poeta y una forma más ilustre del ser, unida a un perdón divino, pero esta reconciliación, por fortuna, se halla más allá de la frontera de estos poemas. El marinero consigue un estado de purga, pero no puede ir más allá de este proceso. Christabel es violada por Geraldine, pero ello también es una purga, más que una condena, ya que su total inocencia es su único defecto. El mismo Coleridge, en el momento más intenso de toda su poesía, se ve tentado de asumir el estado de un renacimiento de Apolo: el joven de ojos relampagueantes y cabellos al viento, de Kubla Khan, pero se aleja de la visión que tiene del paraíso el poeta, al juzgarlo sólo como otro purgatorio.
     El grupo conversacional, aunque tremendamente diferente en atmósfera, nos habla más directamente de un tema parecido: el deseo de volver al hogar, no hacia el pasado, sino a lo que Hart Crane hermosamente nombró «una infancia perfeccionada». Cada uno de estos poemas, como los del grupo demoniaco, linda con una especie de redención purgatoria, sufrida en beneficio de otra persona, en la cual Coleridge, tiene que sufrir o fracasar, de forma que la persona a quien él ame se beneficie y logre la alegría. Hay una implicación sumisa de que, de alguna forma, el poeta, con todo, será aceptado en su verdadero hogar, de este lado de la tumba, si puede perfeccionar esta redención.
     Cuando Wordsworth, con su fuerza primordial, domina el mundo subjetivo y ayuda a sus lectores en tan difícil sentimiento, Coleridge, deliberadamente, corteja la derrota por la subjetividad y se contenta con ser confesional. Pero, aunque él no puede ayudarnos a sentir, como sí lo hace Wordsworth, en cambio, nos deja entender cuán profundamente sentida era su interpretación de la realidad. Aunque, en cierta forma, su poesía es un testamento de la derrota, un someterse a la ansiedad de las influencias y al temor de la autoglorificación, es uno de los testamentos más emocionantes y perennes que la literatura nos ha legado.
     HAROLD BLOOM

Fuente:
   Título original: The Rime of the Ancient Mariner and Other Poems
 Samuel Taylor Coleridge, 1982
Traducción: José María Martín Triana
Introducción: Harold Bloom
Ilustraciones: Gustave Doré

lunes, 1 de febrero de 2016

Ellery Queen Un estudio en terror.

Narrativa,Thriller,Policial - Detectives, novela negra, novela negrótica.

 Ellery Queen es el seudónimo de dos primos estadounidenses, de origen judío, Frederick Dannay (nacido Daniel Nathan, Nueva York, 20 de octubre de 1905 – 3 de septiembre de 1982) y Manfred Bennington Lee (nacido Manford (Emanuel) Lepofsky, Nueva York, 11 de enero de 1905 – 3 de abril de 1971), escritores de literatura policíaca y creadores del personaje que lleva el mismo nombre que su seudónimo, con una amplia producción personal entre 1929 y 1970, y muchas otras obras escritas bajo su patrocinio y autorización usando el mismo seudónimo.
Ellery Queen no es el único seudónimo utilizado por Dannay y Lee. En 1932 y con el nombre de Barnaby Ross, crearon el personaje de Drury Lane, un veterano actor especializado en las obras de William Shakespeare con grandes dotes para la investigación y que vive su etapa dorada y de retiro en un palacete denominado “The Hamlet” (de hecho, el nombre que los autores le dieron es también una referencia al teatro londinense ubicado en la zona de Drury Lane).

***
 DOBLE MISTERIO.
 Aquí tenemos un caso único en la historia del crimen: un misterio dentro de un misterio, en el cual Ellery Queen y Sherlock Holmes se encuentran en una forma extraña y sorprendente.
 Empieza cuando Ellery recibe un manuscrito que parece ser un diario genuino, auténtico, de Sherlock

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Holmes, escrito por John H. Watson, M.D. El primer misterio es: ¿de dónde provino? El segundo misterio se esconde en el manuscrito mismo, porque nos narra la historia, oculta por mucho tiempo, de cómo Holmes venció a Jack el Destripador… ¡Y descubrió quién era!
 Ahora ustedes pueden seguir a Ellery —lógico sucesor de Sherlock Holmes— a medida que éste, literalmente, va tras el más grande detective de todos en la pista del criminal que nunca ha sido nombrado sino hasta ahora. El juego se ha reanudado, y todas las respuestas son equitativas: aunque ninguna sea la obvia.

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   «Sherlock Holmes versus Jack el Destripador» se presenta con la aprobación de los representantes de sir Arthur Conan Doyle, y entra por derecho en la colección de Holmes. «Un estudio en terror» es algo nuevo en emociones… ¡y una nueva clase de libro!

Fuente:
 Ellery Queen
Un estudio en terror
(Sherlock Holmes vs Jack el destripador)
Título original: A study in terror
Ellery Queen, 1966
Traducción: Carlos Barrera

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Selección y prólogo de Sylvia Molloy

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