jueves, 1 de mayo de 2025

CICERÓN TOMO V




 INTRODUCCIÓN 1.

 Fechas inciertas Tradicionalmente se viene señalando que el año 80 fue cuando Cicerón pronunció este discurso «en defensa de Sexto Roscio Amerino». Sin embargo esta fecha ha sido fuertemente controvertida por algunos comentaristas. Las contradicciones proceden ya de los mismos escritores latinos. Así Aulo Gelio1 asegura que Cicerón tenia veintisiete años cuando hizo la defensa de Sexto Roscio. 

Y él mismo se encarga de corregir a Cornelio Nepote —que pretendía adelantar la fecha del discurso tres años2— con estas palabras: «Cornelio Nepote… parece haberse equivocado en el primero de los libros que compuso sobre su vida (la de Cicerón)». Ya antes, Quintiliano3 había escrito que Cicerón pronució este discurso cuando tenía veintiséis años. Reuniendo y confrontando estos autores y los datos que nos proporcionan, llegamos a la conclusion que nos parece más probable: Cicerón, nacido el año 106 a. C. en el consulado de Quinto Cepión y Quinto Serrano, a sus veintiséis años —en el consulado de Marco Tulio y Gneo Dolabela— defendió su primera causa privata (el discurso Pro Quinctio) y al año siguiente —el 80 a. C.— pronunció el discurso Pro Sexto Roscio siendo cónsules Lucio Cornelio Sila Félix y Metelo Pío. Consecuentemente, en la afirmación de Cornelio Nepote, que da sólo veintitrés o veinticuatro años a Cicerón en el momento de encargarse de esta defensa, no habría más que un afán de parangonar a su amigo con el gran orador griego Demóstenes, que comenzó a desplegar su actividad forense cuando sólo tenía veinte o veintiún años4. 2. Los tiempos El 1 de noviembre del año 82 a. C. Sila, después de una decisiva victoria sobre los Samnitas, entró en Roma. «A los pocos dias mandó descuartizar a seiscientos prisioneros en presencia del mismo senado, con lo que daba a entender que la base del arreglo era el aniquilamiento de sus adversarios»5. Este mismo sistema usó con otros enemigos que se le pusieron delante.

 Su causa triunfó en todas partes. En seguida se rodeó de un poder ilimitado nombrándose «dictador para redactar leyes y establecer la república» y asumiendo todas las funciones públicas de importancia. Luego, no bastándole la sangre hasta entonces derramada, recurrió a las célebres proscripciones, de las que Veleyo Patérculo maldice con estas palabras: «él fue el primero —y ojalá sea el último— que descubrió el sistema de las proscripciones»6. Los nombres de los proscritos se fijaban en las tablas públicas. Nadie podía reclamar contra la proscripción ni acudir a los jueces. Los encubridores sufrían el mismo castigo que los proscritos. En cambio los delatores recibían una parte de sus bienes. Muchos ricos fueron denunciados y muertos porque un amigo del dictador quería apoderarse de lo que aquéllos poseían. 

Razón tuvo el historiador Salustio para escribir: «cuando Sila, dueño de la república por la fuerza de las armas, trocó unos buenos comienzos en unos malos resultados, todos se entregaron al robo; el uno codiciaba una casa, el otro unos campos; sin medida ni moderación los vencedores llevaron a cabo hechos repugnantes y crueles contra sus conciudadanos»7. El número de proscritos fue de cuatro mil, entre ellos noventa senadores. Sila dictó una nueva constitución por la que las clases populares quedaban políticamente desarmadas y las atribuciones de los tribunos de la plebe casi anuladas. El número de senadores se aumentó hasta seiscientos y a éstos se les transfirió toda la influencia que antes tenía el pueblo sobre los tribunales. 

A pesar del odio que despertaban estas medidas, «el terror ataba todas las manos y cerraba todas las bocas»8. 3. Los hechos Los hechos que dieron origen a este proceso contra Roscio y al discurso de Cicerón son como sigue: Sexto Roscio era un rico e influyente ciudadano de Ameria9. Ordinariamente vivía en Roma, dejando el cuidado de sus fincas de Ameria a su hijo, de unos cuarenta años y llamado también Sexto. Corrían rumores de que las relaciones entre padre e hijo no eran amistosas. Asimismo se conocía la malquerencia que a Sexto, padre le tenían dos de sus parientes —Tito Roscio Magno y Tito Roscio Capitón–. 

Una noche, en Roma, cuando Sexto volvía de una cena, fue asesinado. En unas horas, a través de un tal Glaucia, la noticia llegó a Ameria, pero no a su hijo Sexto sino a su enemigo Capitón. Cuatro días más tarde la nueva del asesinato fue llevada también a Lucio Comelio Crisógono, un liberto favorito de Sila que se había enriquecido con los bienes de los proscritos, uno de aquéllos de quienes Salustio escribe: «… cualquiera que apetecía la casa, la quinta o siquiera la alhaja o el vestido de otro se esforzaba para que el tal fuese incluido entre los proscritos… 

Y no tuvo fin el degüello hasta que Sila colmó de riquezas a todos los suyos»10. Enterado Crisógono de la muerte de Sexto Roscio y de las grandes y ricas posesiones que dejaba, se propuso —de acuerdo con Magno y Capitón— hacerse con aquella herencia. Aunque Roscio había sido partidario de Sila y de la aristocracia, aunque las listas de proscripción se habían cerrado hacía ya meses, lo hizo incluir entre los proscritos, con lo que sus bienes pasaron a poder del estado. Estos fueron puestos a pública subasta y, como nadie se atrevió a pujar por encima del favorito, Crisógono se los llevó por dos mil sestercios cuando su precio real era de seis millones de sestercios. Capitón obtuvo tres de las mejores fincas del asesinado. Magno fue nombrado administrador de Crisógono, que se había quedado con las otras diez fincas y con todos los demás bienes. Sexto, hijo, el legítimo heredero, fue echado de su propia casa. En Ameria hubo una gran indignación. Los decenviros de la ciudad —uno de los cuales era Capitón— fueron enviados al campamento de Sila. 

Debían lograr que su conciudadano muerto fuera borrado de la lista de proscritos y que la venta de sus bienes fuera anulada. Capitón y Crisógono burlaron a los decenviros y se quedaron con el fruto de su rapiña. Pero vieron que el caso no quedaba cerrado y decidieron matar al heredero. Sexto, alertado por sus amigos, huyó a Roma y se refugió en la casa de Cecilia11, antigua amiga de su padre. Magno y Capitón buscaron otro modo de deshacerse del hijo. Lo acusaron de ser el verdadero asesino de su padre. Este nuevo plan no les podía fallar. Los únicos testigos capaces de dar alguna luz sobre el autor del asesinato eran los esclavos que el padre había tenido en Roma, pero — como todos los demás bienes— pertenecían ya a Crisógono.

 Además ahora un proceso sobre asesinato —el primero en tantos años de injusticias— prometía ser riguroso. Y, por encima de cualquier otra razón, se cernía la silueta de Crisógono, el favorito de Sila. Por miedo al dictador nadie se atrevería a defender a Roscio ni a decir una palabra sobre la venta de los bienes o sobre la trama criminal urdida en tomo al acusado. 4. El orador Cicerón, que el año 83 había dado comienzo a su carrera de abogado y que en el 81 había pronunciado su discurso Pro Quinctio, ahora, en el 80, a sus veintiséis años, «recibe el espaldarazo definitivo con el éxito en la defensa de Sexto Rosció»12. «Esta segunda causa descubre el animoso entusiasmo del futuro acusador de Catilina, de Verres y de Antonio»13. En efecto se necesita, o un gran valor —del que, al parecer, no siempre anduvo sobrado Cicerón—, o un afán desmedido de gloria como el que le caracterizó siempre, para subir a la tribuna a pronunciar palabras que se oponían al poderoso dictador. 

Carcopino14 cree descubrir en este proceso un esfuerzo de los dos cónsules del 79 en contra de la dictadura de Sila. De lo que no se puede dudar es de que «habló con valentía contra Crisógono, pero tuvo cuidado de poner a buen recaudo el nombre de Sila, a quien tributa elogios desmedidos, ampulosos e hipócritas. 

No, la causa de Crisógono no es en modo alguno la causa de Sila ni tampoco de Crisógono en cuanto depende del dictador. Si Crisógono ha perpetrado esas arbitrariedades es que no ha aprendido la equidad y el amor a sus súbditos que Sila le enseña continuamente con su ejemplo»15. «Con todo algún detalle debió de insinuar en su exposición oral para que de allí a poco, el año 79, decidiera marchar a Grecia y Asia Menor, alegando motivos de salud y su deseo de conocer la retórica griega, indispensable para la completa formación de cualquier romano que deseara progresar en el cursus honorum; latente estaba la amenaza peligrosa de Sila»16. Para Nepote17 ésta, la amenaza de Sila, habría sido la verdadera causa del viaje de Cicerón a Grecia y Asia: «Por eso, temiendo su ojeriza (la de Sila), Cicerón se marchó a Atenas». 5. El discurso a) Virtudes y defectos.– Comenzaremos con unas palabras de J. Velázquez. «Lo que parece evidentemente desprenderse del texto es que el discurso, en su posterior proceso de elaboración de cara a la edición, sufrió alteraciones. No pueden explicarse determinadas alusiones, algunas veladas, las más resueltamente ofensivas para la política interior del dictador Lucio Sila»18. 

El discurso tiene la habilidad y la sutileza propias de un buen abogado19. Pero es el mismo Cicerón quien nos hace caer en la cuenta de los excesos de su oratoria juvenil: «todo (el lenguaje del Pro Roscio) es como de un joven, elogiado no tanto por su realización y madurez como por la esperanza y expectativa puestas en él»20. Y un poco más adelante dice: «En efecto aquella misma redundancia juvenil (del Pro Roscio)…» En otro lugar leemos: «Éste (su maestro Molón) intentó —y tal vez consiguió— que mi redundancia y mi excesiva difusión, efecto de mi joven y poco refrenada fogosidad, fueran reprimidas»21. Laurand, al hablar de las «expresiones familiares», advierte que éstas se encuentran en los discursos de todas las épocas, pero que en el Pro Quinctio y en el Pro Roscio no son efecto del «estilo sencillo» sino de pura negligencia. Y, cuando estudia lo que Cicerón debe a los «asiáticos», afirma que «en la juventud no había evitado sus defectos». Encuentra el estilo del Pro Quinctio y del Pro Roscio «lleno de redundancias y a veces declamatorio»22. Martino reconoce que «la vasta materia de la causa está tratada enteramente con la agudeza de un abogado consumado y, en cada una de sus partes, con amplitud a veces excesiva»23. Guillén ensalza el «arte de halagar», la «fuerte argumentación», la «rígida dialéctica» y la «gracia de refutar los argumentos contrarios»24. Terminamos con las palabras del mismo Cicerón: «Mi primera intervención en una causa pública a favor de Sexto Roscio tuvo un éxito tan grande que ya no hubo ninguna que no se considerara digna de que yo la defendiera»25. b) Análisis α) Exordio (1-14) — Razones por las que acepta la defensa de Sexto Roscio. — Expresa algunos temores. — Pide atención a los jueces. Él desempeñará su papel con energía. β) Narración (15-34) — Exposición detallada de los hechos: Sexto Roscio es inocente de parricidio. Los culpables del asesinato son sus dos parientes, enemigos de su padre, los cuales, a nombre de Crisógono, se quedaron con sus bienes. γ) División (35-38) — Refutación de los cargos de parricidio presentados por Erucio. —Demostración de la audacia de los dos Roscios.

 — Denuncia de los abusos cometidos por Crisógono, que ha puesto a la venta los bienes del asesinado y se los ha adjudicado para sí. δ) Confirmación (39-142) — Las acusaciones de Erucio. Sus razones carecen de base. No había pretendido desheredarlo, antes bien lo había hecho usufructuario de alguna de sus fincas. Tampoco había comunicado a nadie su propósito de desheredarlo. — ¿Tito Roscio Magno? Existían causas de enemistad con el asesinado, pues había tenido graves diferencias con él por intereses familiares. — ¿Tito Roscio Capitón? Ha recibido tres fincas por sus servicios. Acudió a Volterra, pero impidió la entrevista con Sila. Se ha negado a que los esclavos declaren en el juicio. — Insolencia de Crisógono: se ha hecho con todos los bienes. Esta venta no vale ante la ley. Crisógono ha mentido. La operación no ha sido inscrita en los registros oficiales. ε) Peroración (143-154) — Sexto Roscio no pretende sino quedar libre de la acusación de parricidio. — El orador apela a la recta conciencia de los jueces para que no permitan que se le quite la vida a quien Crisógono ya le ha arrebatado los bienes26. 6. 

Transmisión manuscrita El discurso Pro Sexto Roscio, junto con otros, se halla en un gran número de manuscritos, todos ellos del siglo xv. Sólo sus cinco primeros párrafos vienen también en el palimpsesto del Vaticano (V), que es anterior. El primero y más importante de estos manuscritos es el Parisino 14749, antes de San Víctor 91, (Σ). Proviene de la abadía de San Víctor, fundada en París en 1113. Es el origen de todos los manuscritos copiados en Francia a principios del siglo xv. 

Para el discurso Pro Roscio tiene el mérito especial de contener entre líneas y en los márgenes lecturas sacadas del manuscrito Cluniacense, del siglo ix y hoy perdido. 7. Nuestra edición Para hacer nuestra traducción nos hemos servido únicamente del texto de A. C. CLARK en su edición de la colección Oxford Classical Texts del año 1989 (=1905). 8. Bibliografía a) Ediciones: A. C. CLARK, M. Tulli Ciceronis orationes I, Oxford, 1989 (=1905). C. ATZERT, W. KLOTZ, O. PLASBERG, H. SJOEGREN, M. Tulli Ciceronis quae manserunt omnia, Leipzig, 1914. H. DE LA VILLE, J. HUMBERT, E. CUQ, Cicéron. Discours I, París, 1960 (=1918). LL. RIBER, M. T Ciceró, Discursos I, Barcelona, 1923. b) Traducciones y comentarios: Aparte de las anteriores de DE LA VILLE y de RIBER, recordamos: V. FERNÁNDEZ, Obras completas de M. Tulio Cicerón, XI, Madrid, 1917. G. LANDGRAF, Kommentar zu Ciceros Rede pro Sex. Roscio Amerino, 2.a ed., Leipzig, 1914. H. MARTÍNEZ, Pro Sexto Roscio y Pro Quinto Ligario, Madrid, s. a. A. MARTINO, Orazione «Pro Sex. Roscio Amerino», Milán, 1933. J. SAUTU, A. DÍEZ, «El discurso de Cicerón Pro Sexto Roscio en castellano», Perficit 94 (1955), 115 (1957) E. VALENTÍ, En defensa de Sexto Roscio de Ameria, Barcelona, 1942. J. VELÁZQUEZ, Defensa de Sexto Roscio de Ameria, Barcelona, 198627. M. ZICÀRI, Urbanitas, Turín, 1981. c) Estudios: S. BONNET, Le style et l’expression dans le «Pro Roscio Amerino» de Cicéron, París, 1939. J. CARCOPINO, «Sur le Pro Roscio Amerino», Comptes-rendues de l’ Académie des Inscriptions et Belles Lettres, (1931), págs. 354 y 361-363. —, Sylla ou la monarchie manquée, Paris, 1931. E. CIACERI, «L’atteggiamento politico di M. Tullio Cicerone di fronte a L. Cornelio Silla», Atti 1st. Veneto di scienze, lett. e arti, (1920), págs. 541-542. J. HUMBERT, Les plaidoyers écrits et les plaidoiries réelles de Cicéron, París, 1925. G. LANDGRAF, De Ciceronis elocutione in orationibus pro Quinctio et pro Sexto Roscio Amerino conspicua, Wurzburgo, 1878. J. MAY, Rhythmische Analyse der Rede Ciceros pro S. Roscio Amerino, Leipzig, 1905. W. B. SEDGWICK, «Cicero’s conduct of the cause Pro Roscio Amerino», Class. Rev. (1934), 13. F. SOLMSEN, «Cicero’s first speeches: A rhetorical analysis», Trans. Amer. Philol. Assoc. (1938), 542-556. 1 N. A. XV 28, 2. 2 NEP., Vit. XXVI 2. 3 I. O. XII 6, 4. 4 Estas discusiones sobre la fecha del Pro Roscio están muy bien expuestas y resumidas en H. DE LA VILLE, op. cit., págs. 61 y s. El autor añade además una nota documentadísima. 5 J. COCH, op. cit., pág. 124. 6 VEL. PAT., II 28. 7 SAL., Cat. 11, 4. 8 A. DÍEZ, «El discurso Pro Sexto Roscio en castellano», Perficit (1957), 115. 9 Ameria, ciudad en la región de Umbría a unos 82 Kms. de Roma. Hoy se llama Amelia. 10 SAL., Cat. 51, 33-34 11 Esta Cecilia era hija de Quinto Cecilio Metelo, el vencedor de los piratas en las Islas Baleares. No se la debe confundir —como hace L. RIBER, op. cit., pág. 44 — con la tercera mujer del dictador Sila, repudiada el año 81 12 J. VELÁZQUEZ, op. cit., pág. 7. El discurso Pro Quinctio es el primero, en orden cronológico, que nos queda escrito (B. C. G., Discursos III, pág. 18, n. 6). Pero parece que anteriormente Cicerón había defendido otras causas privadas como se desprende de Quinct. 4: «Así, lo que en otras causas suele servirme de ayuda, eso mismo me falta en ésta».. 13 J. GUILLÉN, op. cit., pág. 41. 14 J. CARCOPINO, «Sur le Pro Roscio Amerino», Comptes-rendues…, loc. cit. (1931), págs. 361-363. 15 J. GUILLÉN, op. cit., pág. 42. 16 J. VELÁZQUEZ, op. cit., pág. 6. 17 NEP., Vit. XXVI 2; PLUT., Cic. 3 18 J. VELÁZQUEZ, op. cit., pág. 6. 19 J. GUILLÉN, op. cit., págs. 44 y s. 20 CIC., Or. 30, 107. 21 CIC., Brut. 91, 316. 22 LAURAND, op. cit., págs. 264 y 345. 23 A. MARTINO, op. cit., pág. 27. 24 J. GUILLEN, op. cit., pág. 45. 25 CIC., Brut. 90, 312. 26 Un análisis extenso y detallado de este discurso lo hallará el lector en H. DE LA VILLE, op. cit., págs. 70 y s. 27 De todas las traducciones al español de que nos hemos servido en nuestro trabajo, la de J. VELÁZQUEZ nos ha parecido la más exacta y perfecta, en cuanto una traducción puede serlo. Nos reconocemos en gran medida deudores de la misma.

miércoles, 30 de abril de 2025

DE FILOSOFÍA Y LITERATURA EL LUGAR DE LA LITERATURA EN LA FILOSOFÍA Y LA SOCIEDAD FRAGMENTO

 



Carlos Mendiola Mejía (coord.) 

 INTRODUCCIÓN 

 Carlos Mendiola Mejía En este libro, los autores nos preguntamos por el lugar de la literatura en la filosofía y en la sociedad. Ya Charles Dickens se lo había cuestionado con respecto a la literatura en su novela Tiempos difíciles. La fantasía es inútil y subversiva. Frente a la utilidad de la racionalidad científica que busca ganar con el mínimo de esfuerzo, la fantasía de la literatura es inútil. “Pues bien, lo que quiero son hechos. No enseñe a estos cinco chicos y chicas sino hechos. 

En la vida sólo se necesitan hechos. Sólo con hechos se pueden formar las mentes de los animales racionales; ninguna otra cosa les será jamás de utilidad”. (1) La literatura es subversiva porque presenta un sentido de la vida que es incompatible con la visión del mundo de la utilidad. Invita a los lectores a ponerse en el lugar de los personajes y adquirir sus experiencias. Suscita emociones que les permiten vivir experiencias de dolor o alegría, que los preparan para compartir esos sentimientos con los otros. (2) Aquí encontraremos seis respuestas a esta pregunta, que podríamos clasificar como aquellas que señalan los riegos de la literatura frente a la filosofía y la sociedad: 1) lo subversivo del estilo de la literatura, 2) las que, concentradas en los temas literarios, encuentran su valor social y, por último, 3) las que destacan la función epistemológica que ofrece la narración en la comprensión. LA SUBVERSIÓN CON EL ESTILO LITERARIO Pablo Lazo Briones nos muestra que en la literatura de J. M. Coetzee podemos encontrar una invitación a la resistencia.

 Con la expresión de la violencia más feroz, nos mueve a buscar formas de resistencia. Pablo encuentra esto en el estilo de Coetzee. En Diario de un mal año , por ejemplo, aparecen tres fragmentos, de los cuales se brinca de uno a otro; tres fragmentos, un ensayo, las reflexiones de un diario y las narraciones del encuentro con una chica. El lector transita de uno a otro, obligado a romper con la forma acostumbrada de leer. No existe un centro único, sino por el contrario un “estrabismo” que rompe los límites entre los discursos. El ensayo de Francisco Castro Merrifield propone que en La trilogía de Nueva York, de Paul Auster, encontramos una investigación lingüística de la naturaleza, la función y el significado del lenguaje. Leyendo desde la deconstrucción de Derrida, Castro nos dice que la novela logra deconstruir la correspondencia entre significado y significante. Niega la posibilidad de una presencia, de tal manera que no puede haber ninguna solución a la intriga. 

Con estas tres novelas, Paul Auster deconstruye los elementos convencionales del género detectivesco. Cuestiona el origen del yo, sin poder encontrar una referencia para sí mismo ni la sucesión temporal. CONTRASTANDO LOS TEMAS LITERARIOS ENCUENTRAN SU VALOR SOCIAL Luis Guerrero Martínez se pregunta si la literatura puede contrarrestar la violencia. Por medio del análisis de los temas de seis obras literarias, propone una conclusión sutil. La respuesta no puede ser categórica porque se trata de dos realidades complejas: la riqueza de la literatura y la diversidad del ser humano. La creación de mundos literarios permite valorar nuestro mundo real, aunque ésta depende del ingenio del autor y de su presente. Por eso, la literatura no goza de una autonomía total, pero puede invitar a reflexionar. Ignacio Díaz de la Serna analiza la obra de Bataille, La parte maldita, y nos dice que la literatura trata de expresar algo que la rebasa. Por eso, aborda tres variantes que muestran esta imposibilidad de expresión: el gasto, el exceso y la violencia, que están más allá de los límites de lo homogéneo, de lo inteligible. Por el contrario, aparecen como sorpresa y trastornan el orden mundial. Estas tres variantes constituyen la fractura del mundo. LA FUNCIÓN EPISTEMOLÓGICA DE LA IMAGINACIÓN EN LA COMPRENSIÓN María Pía Lara nos ofrece una genealogía del concepto de imaginación estética. Dicho imaginario es una fuente de sentido y de valores con los cuales los actores sociales conocen y actúan. En esta genealogía destaca el surgimiento de la imaginación estética, sus relaciones con la filosofía y con otras disciplinas sociales como el psicoanálisis y la literatura, porque a través de la configuración de ésta surge la cultura, el arte y las fuentes normativas de la sociedad. 

La imaginación estética constituye un vehículo colectivo que nos insta a compartir con los otros y comprender la expresión del mundo en común. Carlos Mendiola Mejía presenta el proyecto de Arthur Coleman Danto, quien propone fundar a la historia como ciencia positiva en sentencias narrativas, pues ellas cumplen el lugar de los enunciados protocolares y, de esta manera, pueden ser verificadas contrastándolas con el estado de hechos que refieren. 

Pero las sentencias narrativas tienen la estructura de la narración que no puede verificarse en el hecho, ya que esta estructura pone algo más que los hechos. Dicho de otra manera, Danto, al dar un peso tan grande a la narración, no puede cumplir su propósito de fundar a la historia como ciencia positiva y, en cambio, lo hace como hermenéutica. Agradezco la confianza depositada en mí para dirigir este libro por el Dr. Luis Guerrero, ex director del Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. 1. Charles Dickens, Tiempos difíciles, tr. de Ángel Melendo. Barcelona: RBA, 2009, p. 45. 2. Cfr. Martha Nussbaum, Justicia poética, tr. de Carlos Gardini. Barcelona: Andrés Bello, 1997, pp. 25-31.

lunes, 28 de abril de 2025

Geoffrey Chaucer Cuentos de Canterbury FRAGMENTO

 



1. PRÓLOGO GENERAL Las suaves lluvias de abril han penetrado hasta lo más profundo de la sequía de marzo y empapado todos los vasos con la humedad suficiente para engendrar la flor; el delicado aliento de Céfiro¹¹ ha avivado en los bosques y campos los tiernos retoños y el joven sol ha recorrido la mitad de su camino en el signo de Aries²²; las avecillas, que duermen toda la noche con los ojos abiertos, han comenzado a trinar, pues la Naturaleza les despierta los instintos.

En esta época la gente siente el ansia de peregrinar, y los piadosos viajeros desean visitar tierras y distantes santuarios en países extranjeros; especialmente desde los lugares más recónditos de los condados ingleses llegan a Canterbury para visitar al bienaventurado y santo mártir³³ que les ayudó cuando estaban enfermos. Un día, por aquellas fechas del año, a la posada de «El Tabardo», de Southwark⁴⁴, en donde me alojaba dispuesto a emprender mi devota peregrinación a Canterbury, llegó al anochecer un grupo de 29 personas. 

 Pertenecían a diversos estamentos, se habían reunido por casualidad, e iban de camino hacia Canterbury. Las habitaciones y establos eran cómodos y todos recibimos el cuidado más esmerado. En resumen, a la puesta del sol ya había conversado con todos ellos y me habían aceptado en el grupo. Acordamos levantarnos pronto para emprender el viaje como les voy a contar. Sin embargo, creo conveniente, antes de proseguir la historia, describir, mientras tengo tiempo y ocasión, cómo era cada uno de ellos según yo los veía, quiénes eran, de qué clase social y cómo iban vestidos. Empezaré por el Caballero. El Caballero era un hombre distinguido.

Desde los inicios de su carrera había amado la caballería, la lealtad, honorabilidad, generosidad y buenos modales. Había luchado con bravura al servicio de su rey⁵⁵. Además había viajado más lejos que la mayoría de los hombres de tierras paganas y cristianas. En todas partes se le honraba por su bravura. Había estado en la caída de Alejandría . Casi siempre se le otorgó el lugar de honor con preeminencia a los caballeros de todas las otras naciones cuando estuvo en Prusia⁷⁷. Ningún otro caballero cristiano de su categoría había participado más veces en las incursiones por Lituania y Rusia. También había intervenido en el sitio de Algeciras en Granada, luchado en Benmarin⁸⁸ y tomado Ayar y Atalia , y en expediciones por el Mediterráneo oriental. Había sobrevivido a 15 mortíferas batallas y entablado combate en Trasimeno para defender la fe en tres torneos, y siempre había dado muerte a su rival. Este distinguido Caballero había asistido al rey de Palacia en sus luchas contra un enemigo pagano en Turquía. Y siempre consiguió una gran reputación. Aunque sobresalía, era prudente y se comportaba con la modestia de una doncella. Nunca se dirigió con descortesía a nadie.

A decir verdad, era un perfecto caballero. Por lo que respecta a su apariencia, sus monturas eran excelentes, pero no llevaba vestidos llamativos. Vestía un sobretodo de algodón grueso marcado con el orín de su cota de mallas. Acababa de llegar de sus expediciones y se disponía a peregrinar. Le acompañaba su hijo, que era un joven Escudero, aprendiz de Caballero y enamoradizo, de rizados cabellos como si se acabara de quitar los rulos. Frisaría, al parecer los veinte años.

Era de mediana estatura, lleno de vida y fortaleza. Había intervenido en salidas de caballería en Flandes, Artois y Picardía¹¹ . En tan poco tiempo se había comportado excelentemente y esperaba obtener el favor de su dama. Iba adomado como pradera repleta de frescas flores, rojas y blancas. Todo el día tocaba la flauta o cantaba y era alegre como el mes de mayo. Su túnica, corta y de anchas y largas mangas. Era un buen jinete y sabía dominar a su montura. Podía componer la música y la letra de sus canciones, lidiar en torneos, bailar, dibujar bien y escribir. Era un amante tan apasionado, que de noche no dormía más que un ruiseñor¹¹¹¹. Era cortés, modesto, servicial y cortaba la carne para su padre en las comidas. El Asistente era el único criado que acompañaba al Caballero en aquella ocasión: así lo había querido. Iba vestido de verde -jubón y capucha-, con un haz de agudas flechas rematadas con plumas brillantes de pavo real que llevaba a mano en bandolera. Preparaba, como el mejor, todos los aparejos de su grado: sus flechas nunca dejaban de alcanzar el blanco por no tener las plumas bien dispuestas.

 En la mano llevaba un potente arco. Su tez era morena, su cabello cortado a cepillo y era hábil en todo lo relacionado con el trabajo de la madera. Llevaba el brazo protegido por una pieza de cuero, y a un costado, la espada y el escudo; al otro, una daga de buena montura, aguda como la punta de una espada; sobre el pecho, una medalla de San Cristóbal de plata brillante. De un cinturón verde, en bandolera, le colgaba el cuerno. Era un verdadero hombre de los bosques También había una Monja, una Priora que sonreía de modo natural y sosegado; su mayor juramento era: «¡Por San Eligio!»¹²¹². Se llamaba señora Eglantine. Cantaba bonitamente las horas litúrgicas, pero entonadas con voz nasal¹³¹³. Hablaba un francés bueno y elegante, según la escuela de Strafford at Bow, porque desconocía el francés de París ¹⁴¹⁴. En la mesa mostraba en todo sus buenos modales. De su boca nunca caía migaja alguna o se humedecían sus dedos por meterlos codiciosamente en la salsa. Cuando se llevaba la comida a la boca tenía cuidado en no derramar gota alguna sobre su toca. Mostraba gran interés por los buenos modales. Se secaba el labio superior con tanto cuidado, que no dejaba la más mínima señal de grasa en el borde de su copa después de haber bebido.

Al comer tomaba los alimentos con delicadeza. Era muy alegre, agradable y amistosa. Se esforzaba en imitar la conducta cortesana y cultivar un porte digno, de forma que se le considerase persona merecedora de respeto. Era tan sensible y de corazón tan delicado y lleno de compasión que lloraba si veía a un ratón atrapado, sobre todo si sangraba o estaba muerto. Cuidaba unos perrillos, a los que alimentaba con carne frita, leche y pan de la mejor calidad. Si uno de ellos moría o alguien cogía un palo amenazándolos, lloraba amargamente. Era todo sensibilidad y ternura de corazón.

Llevaba su toca adecuadamente plegada. Su nariz estaba bien formada; sus ojos eran grises como el vidrio; su boca, pequeña, pero suave y roja. Su frente, sin embargo, era amplia; posiblemente tendría un palmo de amplitud. A decir verdad, estaba bastante desarrollada. Sus vestidos eran, a mi entender, elegantes. Llevaba en el brazo un rosario de pequeñas cuentas de coral, intercaladas con otras grandes y verdes; de él colgaba un broche dorado y brillante que tenía escrita una A coronada y debajo el lema: Amor vincit omnia¹⁵¹⁵. Como secretaria y ayudante le acompañaba otra Monja, su capellán y tres sacerdotes¹ ¹ . Se hallaba también un Monje de buen aspecto, administrador de las posesiones del convento y amante de la caza; un hombre cabal con cualidades más que sobradas para convertirse en abad. Guardaba muchos y hermosos caballos en el establo.

Mientras cabalgaba, se podía escuchar a pleno viento silbante el tintineo de las campanitas con la misma claridad y fuerza que el de la campana de la capilla del convento filial del que era prior. Como la regla de San Mauro o de San Benito¹⁷¹⁷ le resultaba anticuada y demasiado estricta a este monje, descuidaba las normas pasadas de moda y se guiaba por otras más modernas y mundanas. Le importaba un comino el texto en donde se afirmaba que los cazadores no pueden ser santos; o que monje que no guarde la clausura, o sea, monje fuera del convento, es como un pez fuera del agua; para él todo esto eran tortas y pan pintado. 

 Su opinión me parecía correcta. ¿Por qué debía estudiar y malgastar su talento en libros de convento, o dedicarse al trabajo manual y trabajar como lo ordenó San Agustín? Que se quede Agustín con su trabajo manual. Por eso era un cazador empedernido de a caballo. Poseía podencos veloces como pájaros. Todo su placer consistía en perseguir y cazar liebres, sin reparar en gastos. Vi que sus bocamangas estaban ribeteadas con pieles, grises y costosas, las mejores del país. Le sujetaba la capucha un broche labrado en oro, rematado con un complicado lazo por debajo de la barbilla. Tenía una calva brillante como bola de cristal, al igual que la cara; parecía que la hubieran ungido. Estaba rechoncho y gordinflón. Sus ojos, saltones e inquietos, relampagueaban como ascuas bajo el caldero. Llevaba unas botas flexibles y su caballo era perfecto. Más parecía un vistoso prelado que un ajado espíritu. Su plato favorito era el pavo cebado rustido. Su montura, de color castaño bayo. Nos acompañaba también un Fraile mendicante, un festivo y alegre distrital de aspecto solemne.

 No existía en las cuatro Ordenes mendicantes¹⁸¹⁸ nadie que le superase en adulación y chismorreo. Había financiado el matrimonio de muchas jóvenes¹ ¹ . Era una firme columna de su Orden. Se le tenía en gran consideración y recibía el trato familiar de los hacendados de toda la zona, así como de las señoras ricas de la ciudad. Tenía más poder de absolución que un simple párroco: era licenciado de su Ordene²² . Escuchaba las confesiones con dulzura y absolvía con gusto, si estaba seguro de obtener un buen rancho. La generosidad con una Orden mendicante era, para él, la mejor señal de una buena confesión. Ante la dádiva se vanagloriaba de conocer el arrepentimiento de un hombre. A tanto llega la dureza de corazón, que mucha gente, aun con remordimiento sincero, no puede llorar. Por consiguiente, las oraciones y lágrimas pueden ser sustituidas por la entrega de dinero a los pobres frailes. Llevaba siempre la capucha cargada de cuchillos y agujas para hermosas mujeres. 

 ¡Qué agradable era su voz! Podía cantar y tocar el violín a la perfección y entonaba las baladas como el mejor. Su cuello, blanco como un lirio, escondía la fortaleza de un luchador. Conocía las tabernas, posaderos y mozas de mesón mejor que a los leprosos y mendigos. No resultaba adecuado a un hombre de tan distinguida posición alternar con enfermos leprosos ni era conveniente ni lucrativo tratar con semejante puma; pero sí con mercaderes y acomodados. Por esto ofrecía humilde y amablemente sus servicios allí donde podía sacar tajada. Era el más capacitado de todos y el más efectivo mendicante de su comunidad. Pagaba una cantidad fija por tener el territorio donde mendigaba; ningún miembro de su fratemidad «trabajaba» furtivamente en sus dominios.

 Aunque se topara con una viuda sin zapatos, tan persuasivo resultaba su In Principio²¹²¹, que siempre obtenía alguna pequeña dádiva antes de partir. Lo que recogía superaba con creces a sus ingresos legales. En los días en que había que arreglar querellas domésticas era de gran ayuda. Tenía aspecto de maestro o Papa, no el de un monje con hábito raído como de estudiante. Su capa era doble, redonda como campana recién salida del molde. Tartamudeaba un tanto, con cierto amaneramiento para hacer su inglés más atractivo. Cuando tocaba el arpa y terminaba su canción le brillaban los ojos bajo las cejas como estrellas en noche de helada. Este singular fraile se apellidaba Hubert. Había también un Mercader de barba partida, de vestido multicolor, montado en silla elevada, botas con hermosas y limpias hebillas.

Sobre la cabeza, un sombrero flamenco de castor. Hablaba con engolamiento de los numerosos beneficios que obtenía. Deseaba que los mares entre Middleburg y Orwe11²²²² quedaran navegables a cualquier precio. Era un experto en el cambio de escudos. Este distinguido mercader utilizaba su cerebro en provecho propio. Todos ignoraban que estaba adeudado (tan dignamente ejecutaba sus transacciones y peticiones de crédito). Era un personaje notable, pero, en verdad, no recuerdo su nombre. También estaba un Erudito de Oxford que llevaba largo tiempo estudiando lógica²³²³. Su caballo era delgado como un poste y os aseguro que él no estaba más gordo. Tenía un aspecto enjuto y atemperado. Se cubría con una capa corta muy raída. No había encontrado todavía subvención y era demasiado poco mundano para ejercer un empleo. Prefería tener en la cabecera de su cama los 20 libros de Aristóteles encuadernados en negro o en rojo que vestidos lujosos, el violín y el salterio. A pesar de toda su sabiduría, guardaba poco dinero en su cofre. Gastaba en libros y erudición todo lo que podía conseguir de sus amigos, y en pago rezaba activamente por las almas de los que le facilitaban dinero para proseguir su formación. Dedicaba la máxima atención y cuidado al estudio. Nunca pronunciaba palabras innecesarias y hablaba siempre con circunspección, brevedad y concisión, y selecto vocabulario. Sus palabras impulsaban hacia las virtudes morales.

Disfrutaba estudiando y enseñando. No faltaba también un Magistrado²⁴²⁴, prudente y habilidoso, que frecuentaba los porches²⁵²⁵, y era muy conocido, discreto y distinguido; o al menos así lo parecía; sus palabras rezumaban sabiduría. Había actuado como juez en los procesos por real decreto y tenía jurisdicción plena para enjuiciar todos los casos; por su saber y reputación se había hecho acreedor a muchos regalos y vestidos. Nunca compró nadie propiedades por tan poco; los asuntos más embrollados los clarificaba y dejaba libres de carga. Era el más ocupado de los mortales y, sin embargo, todavía lo parecía más de lo que en realidad lo estaba.

Conocía todos los casos legales y decisiones que se habían dictaminado en los procesos desde los tiempos de Guillermo el Conquistador² ² . Se sabía las leyes de memoria. Integraba también el grupo un Terrateniente, de barba blanca como pétalos de margarita. Era de temperamento san guíneo²⁷²⁷. Por las mañanas le apetecía pan remojado en vino. Si Epicuro sostenía que la plenitud de la felicidad consistía en el deleite perfecto, nuestro terrateniente era verdadero hijo suyo. En su casa ejercía la hospitalidad en sumo grado. Era el San Julián²⁸²⁸ de su comarca. Su pan y cerveza poseían una calidad exquisita. Su bodega estaba repleta de vinos selectos. La despensa rebosaba de tortas, pescados, carne... Inundaba la casa de alimentos y bebidas con todos los refinamientos que imaginarse puedan y variaba los platos y comidas de acuerdo con las distintas estaciones del año. Poseía muchas perdices, bien criadas, en pequeñas jaulas, así como peces de agua dulce, brecas y lucios, en un estanque. ¡Ay del cocinero si no condimentaba la salsa fuerte y picante y no estaba preparado para cualquier contingencia! Su comedor siempre se hallaba dispuesto a acoger posibles comensales. Presidía frecuentemente las sesiones de los jueces de paz y a menudo había sido elegido representante por su condado²² . De su cinto colgaba una pequeña daga y una bolsa blanca cual leche recién ordeñada.

Había desempeñado también el cargo de sheriffy de supervisor en el pago de impuestos. En resumen, era un respetabilísimo terrateniente. Entre los demás se hallaban un Mercero, un Carpintero, un Tejedor, un Teñidor y un Tapicero, todos ataviados con librea uniforme, perteneciente a un gremio poderoso y honorable. Su atuendo era nuevo y recién repasado; sus dagas no terminaban en latón, sino que estaban delicadamente montadas con plata forjada cincelada, haciendo juego con sus cinturones y bolsas³ ³ . Cada uno parecía un auténtico ciudadano de burgo, digno de tener un lugar en el estrado de la casa consistorial y su capacidad y buen juicio, aparte de suficientes posesiones e ingresos, para ostentar el cargo de concejal. Para esto todos ellos contarían con el entusiasta asentimiento de sus esposas -de lo contrario, dichas señoras merecerían total reprobación. Pues resulta muy agradable ser llamada «Doña» y desfilar en primer lugar en las fiestas de la iglesia y que le lleven a una el manto con gran pompa. Habían llevado con ellos, para tal ocasión, a un Cocinero que se quedaba solo cuando hervía pollo con huesos de tuétano, sazonándolo con pimienta y especias.

¡Y lo bien que conocía el sabor de la cerveza de Londres! ³¹³¹. Sabía asar, freír, hervir, tostar, hacer guisos y repostería. Pero era una verdadera lástima que tuviera una supurante úlcera en la espinilla, o al menos así pensaba yo, pues hacía budín de arroz condimentado con salsa blanca con los ejemplares de pollo más selectos. Se encontraba, además, en el grupo un Marino que vivía en la parte occidental del país; me imagino que procedía de Dartmouth³²³². Cabalgaba lo mejor que podía, montado sobre un caballo de granja y vestía una túnica de basta sarga que le llegaba a las rodillas. Bajo el brazo llevaba una daga colgada de una correa que le rodeaba el cuello. El cálido verano había tostado su piel; era todo un pillastre, capaz de echarse al coleto cualquier cantidad de vino de Burdeos mientras los mercaderes dormían. No tenía escrúpulos de ningún género: si luchaba y vencía, arrojaba a sus prisioneros por la borda y les enviaba a casa por mar, procedieran de donde fuera. Desde Hull a Cartagena³³³³ no había quien le igualara en conocimientos marinos para calcular mareas, corrientes y calibrar los peligros que le rodeaban; o en su experiencia de puertos, navegación y cambios de la Luna. Era un aventurero intrépido y astuto; su barba había recibido el azote de muchas tormentas y galemas. Conocía todos los puertos existentes entre Gottland (Suecia) y el cabo Finisterre y todas las ensenadas³⁴³⁴ de Bretaña y España. Su barco se llamaba Magdalena. Nos acompañaba un Doctor en Medicina. No tenía rival en cuestiones de medicina y cirugía, pues poseía buenos fundamentos en astrología. Estos conocimientos le permitían elegir la hora más conveniente para administrar remedios a sus pacientes; y tenía gran destreza en calcular el momento más propicio para fabricar talismanes para sus clientes³⁵³⁵.

 Sabía diagnosticar toda suerte de enfermedades y decir qué organo o cuál de los cuatro humores -el caliente, el frío, el húmedo o el seco-- era el culpable de la dolencia. Era un médico modelo. Tan pronto como descubría el origen de la perturbación, daba allí mismo al enfermo la medicina correspondiente, pues tenía sus farmacéuticos a mano para suministrarle drogas y jarabes. De este modo cada uno actuaba en beneficio del otro -su asociación no era reciente. El Doctor estaba muy versado en los autores antiguos de la clase médica³ ³ : Esculapio, Dioscóndes, Rufo, Hall, Galeno, Serapio, Rhazes, Avicena, Averroes, Damasceno, Constantino, Bernardo, Gaddesden y Gilbert. Era moderado para su propia dieta: no contenía nada superfluo, sino sólo lo que era nutritivo y digestivo. Raramente se le veía con la Biblia en las manos. Vestía ropajes de color rojo sangre y azul grisáceo, forrados de seda y tafetán; sin embargo, no era ningún manirroto, sino que ahorraba todo lo que ganaba gracias a la peste³⁷³⁷. En la medicina, el oro es un gran reconstituyente; y por eso le tenía un afecto especial. Entre nosotros se hallaba una digna Comadre que procedía de las cercanías de la ciudad cle Bath³⁸³⁸; por desgracia, era un poco sorda. Tejiendo telas llegaba a superar incluso a los famosos tejedores de Ypres y Gante.

Ninguna mujer de su parroquia osaba adelantársele cuando se dirigía al ofertorio; pues si alguna se atrevía, se enojaba hasta perder los estribos. Sus pañuelos eran del más fino lienzo; y me atrevo a decir que el que llevaba los domingos sobre la cabeza pesaba diez libras. Sus medias eran del más hermoso color escarlata y las llevaba tensas; calzaba relucientes zapatos nuevos; su rostro era bello; su expresión, altanera, y su talante, gracioso. Toda su vida había sido una mujer respetable. Se había casado consecutivamente por la Iglesia con cinco maridos, sin contar sus varios amores de juventud, de los que no es preciso hablar ahora. Había visitado Jerusalén tres veces y cruzado muchísimos ríos del extranjero; había estado en Roma, en Boulogne, en la catedral de Santiago de Compostela y en Colonia³³ , por lo que sabía muchísimo de viajes. Por cierto que tenía los dientes separados⁴⁴ . Montaba cómodamente a lomos de un caballo cansino y cubría su cabeza con una toca y un sombrero que más parecía un escudo o coraza. Una falda exterior cubría sus anchas caderas, mientras que en sus talones llevaba un par de puntiagudas espuelas. Cuando tenía compañía, reía con sonoras carcajadas.

Sin duda conocía todos los remedios para el amor, pues en ese juego había sido maestra. Nos acompañaba también un hombre religioso y bueno, Párroco de una ciudad, pobre en dinero, pero rico en santas obras y pensamientos. Era, además, hombre culto, un erudito que predicaba la verdad del Evangelio de Jesucristo y enseñaba con devoción a sus feligreses. De carácter apacible y bonachón, buen trabajador y paciente en la adversidad -pues había estado sometido con frecuencia a duras pruebas-, se sentía reacio a excomulgar⁴¹⁴¹ a los que dejaban de pagar el diezmo. A decir verdad, solía repartir entre los pobres de su parroquia lo que le habían dado los ricos, o lo que tenía de su propio peculio, pues se las arreglaba para vivir con muy poco. A pesar de regentar una parroquia extensa, con pocas casas y muy distantes entre sí, ni la lluvia ni el trueno, ni la enfermedad ni el infortunio le impedían ir a pie, con la vara en la mano, a visitar a sus feligreses más alejados, tanto si eran de alta alcurnia como de baja condición. A su grey le daba el hermoso ejemplo de practicar, luego predicar. Era un precepto que había sacado del Evangelio, al que añadía este proverbio: «Si el oro puede oxidarse, ¿qué es lo que hará el hierro?» Pues si el cura en el que confiamos está corrompido, nadie debe maravillarse de que el hombre corriente se corrompa también. ¡Que tomen nota los sacerdotes! ¿No es una vergüenza que el pastor se halle cubierto de estiércol mientras sus ovejas están limpias? Al sacerdote corresponde dar ejemplo a su rebaño con una vida pura y sin mácula.

Él no era de los que recogían su beneficio y dejaban a las ovejas revolcándose en el fango mientras coman a la catedral de San Pablo en Londres en pos de una vida fácil, como una chantría, en la que, les pagaran para cantar misas por el alma de los difuntos, o una capellanía en uno de los gremios, sino de los que permanecían en casa vigilantes sobre su rebaño para que el lobo no le hiciese daño. Era un pastor de ovejas, no un sacerdote mercenano⁴²⁴². Pero, a pesar de su virtud, no despreciaba al pecador. Su forma de hablar no era ni distante ni severa; al revés, se mostraba considerado y benigno al impartir sus enseñanzas. Se esforzaba en ganar adeptos para el cielo mediante el ejemplo de una vida modélica. Sin embargo, si alguien -sin importarle su rango- se empeñaba en ser obstinado, jamás dudaba en propinarle una severa amonestación. Me atrevería a decir que no existe en parte alguna mejor sacerdote. Nunca buscaba ser objeto de ceremonias o de especial deferencia, y su conciencia no era excesivamente escrupulosa. Enseñaba, es verdad, el Evangelio de Jesucristo y sus doce Apóstoles; pero él era el primero en cumplirlo al pie de la letra. Venía con él su hermano, un Labrador. ¡La de cargas de estiércol que había llevado en el carro este buen y fiel trabajador! Vivía en paz y armonía con todos. En primer lugar, amaba a Dios con todo su corazón, tanto en los buenos tiempos como en los malos; luego amaba a su prójimo como a sí Mismo⁴³⁴³.

Trillaba, cavaba y abría zanjas y, por amor a Jesucristo, cuando sus caudales se lo permitían, hacía lo mismo para cualquier persona pobre sin percibir emolumento alguno. Pagaba el justo diezmo, tanto por sus cosechas como por el aumento de su ganado, sin escatimar nada. Cabalgaba humildemente sobre una yegua y vestía una holgada camisa de labriego. Por último, había un Administrador, un Molinero, un Alguacil, un Bulero, un Intendente y, el último de todos, yo. El Molinero era un sujeto alto y fornido, de osamenta grande y poderosos músculos que utilizaba a las mil maravillas en las justas de lucha de un extremo al otro del país, pues se llevaba el premio en cada una de ellas. Era rechoncho, cuadrado y musculoso; no había puerta que no pudiera sacar de sus goznes o derribarla embistiéndola con la cabeza. Su barba era pelirroja como el pelaje de una zorra o las cerdas de una marrana, y por su anchura, semejante a una azada. En el lado derecho de la punta de la nariz tenía una verruga de la que surgía un penacho de pelos rojos parecidos a las cerdas de la oreja de un puerco. Sus fosas nasales eran inmensas y negras. En bandolera ceñía espada y escudo. Tenía una bocaza ancha como la puerta de un horno y su hablar era generalmente obsceno y picante. Contaba chistes irreverentes y era todo un parlanchían goliárdico⁴⁴⁴⁴. Y hay que ver lo bien que se sabía todos los trucos de su oficio, como sisar grano y cobrar tres veces el justo valor; sin embargo, era bastante honrado para ser molinero. Vestía una chaqueta blanca y una caperuza azul y nos sacó de la ciudad al son alegre de la gaita. Otro personaje era Intendente de uno de los Colegios de Abogados, que podía haber servido de modelo a todos los proveedores por su astucia al comprar víveres; pues, tanto si pagaba al contado como si compraba a crédito, vigilaba los precios del momento, por lo que siempre era el primero en entrar y hacer una buena compra. Ahora bien, ¿no es notable ejemplo de la gracia de Dios que el ingenio de un hombre sin educación, como éste, sobrepasase la sabiduría de un grupo de hombres cultos?

 Sus superiores eran más de treinta, y todos ellos eruditos y expertos en cuestiones legales. Había una docena de ellos en el Colegio capaces de manejar las rentas y las tierras de cualquier par de Inglaterra de modo que, a no ser que éste fuese un loco despilfarrador, podría vivir honorablemente y libre de deudas con sus ingresos, o, al menos, del modo sencillo que le gustase; capaces también de asesorar a todo un condado sobre cualquier pleito que pudiera surgir. A pesar de todo ello, este tal administrador podía engañar a todos ellos juntos. Era un hombre delgado y colérico. Apuraba el afeitado de su barba al máximo y recortaba los cabellos alrededor de sus orejas dejándolos muy cortos; la parte superior de la cabeza la llevaba tundida por delante como si fuera la de un sacerdote. Sus piernas, largas y escuálidas, parecían estacas; sus pantorrillas no se veían. Cuidaba hábilmente de las arcas y graneros; ningún interventor podía con él. Observando la sequía y las precipitaciones de lluvia podía estimar con bastante precisión el rendimiento de sus semillas y granos. Todo el ganado de su dueño, tanto bovino como vacuno, porcino y caballar, la producción de leche y las aves de corral, estaban a cargo de este hombre, que había tenido que rendir cuentas desde que su amo cumplió los veinte años.

Nadie podía demostrar que iba atrasado en los pagos. Estaba al corriente de todos los trucos y timos realizados por los administradores, vaqueros y trabajadores de la granja, por lo que le temían como a la peste. Residía en una bonita casa sombreada por frondosos árboles y circundada por un prado. Sabía comprar mejor que su dueño y había sido capaz de almacenar bienes secretamente. Era muy ducho en obsequiar a su amo con regalos que ya le pertenecían, por lo que, al mismo tiempo que conseguía ganar su aprecio, obtenía el obsequio de un traje o una caperuza. De joven había aprendido un buen oficio en el que era muy diestro: el de carpintero. Montaba una robusta jaca de color gris, moteada, a la que llamaba «Escocesa». Vestía un largo gabán azul; de su cinto colgaba una espada herrumbrosa. Procedía de los alrededores de la ciudad de Bawdeswell, en Norfolk⁴⁵⁴⁵. Llevaba el gabán recogido con un ceñidor, al estilo de los frailes, y siempre era el que cerraba el cortejo cuando cabalgábamos. En la posada, entre nosotros, había un Alguacil de menudos ojos y rostro encendido como el de un querubín⁴ ⁴ , totalmente cubierto de granos. Era cachondo y lascivo como un gorrión. Los niños se asustaban de su cara con sus roñosas cejas negras y su escuálida barba.

 Ni el mercurio, el blanco de plomo, el azufre, el bórax, el albayalde, el crémor tártaro ni otros ungüentos que limpian y queman podían librarle de las blancas pústulas o de los botones granulentos que llenaban sus mejillas. Tenía una gran pasión por los ajos, cebollas y puerros⁴⁷⁴⁷ y por beber un fuerte vino tinto, rojo como la sangre de toro, que le hacía bramar y charlar como si estuviera chiflado; cuando estaba realmente borracho de vino no hablaba más que en latín. Sabía dos o tres términos legales que había aprendido de algún edicto, lo que no es de extrañar, puesto que oía latín durante todo el día, pues, como se sabe, cualquier individuo puede enseñar a un grajo a pronunciar wat⁴⁸⁴⁸ igual que el mismísimo Papa.

Sin embargo, si se hurgaba más en él, se descubría que era poco profundo; todo lo que sabía hacer era repetir como un loro questio quid juns⁴⁴ una y otra vez. Era un tipo sinvergüenza y campechano, tan bueno como ustedes puedan imaginar. Por un litro escaso de vino permitía a cualquier camarada conservar su concubina durante un año y, además, le perdonaba. Además era muy capaz de seducir a una mujer. Si alguna vez hallaba a un tipo amartelado con una chica, solía decirle que no se preocupara por la excomunión del Arcediano para tal caso, a menos que creyera que su bolsa se hallaba en el lugar de su alma, pues era precisamente en la bolsa donde sería castigado. «Tu bolsa es el infierno del Arcediano», solía decir. Pero estoy seguro de que mentía como un bellaco; los culpables deben temer el significavit⁵⁵ porque destruye el alma de la misma forma que la absolución la salva, y, por consiguiente, también debía estar al cuidado del mandato judicial que los metía en la cárcel.

Todas las prostitutas jóvenes de la diócesis estaban enteramente bajo su dominio, puesto que era su confidente y único asesor y consejero. Este alguacil había colocado sobre su cabeza una guirnalda tan grande como las que cuelgan de las fachadas de las cervecerías. Llevaba un escudo redondo como una torta. Con él cabalgaba un digno Bulero de Rouncival⁵¹⁵¹, su amigo y compañero del alma, que había llegado directamente desde el Vaticano de Roma. Canturreaba en voz alta «Acércate, amor»⁵²⁵², mientras el alguacil entonaba la parte baja con mas estridencia que una trompeta.

El cabello de este Bulero tenía el color amarillo cual la cera y lo llevaba lustroso y brillante como madeja de lino; los rizos le caían en pequeños grupos extendidos sobre sus hombros, en donde descansaban en forma de mechones finamente esparcidos. Se sentía más cómodo cuando andaba sin caperuza, que llevaba metida en un hato. Por el hecho de llevar el cabello suelto y sin cubrir, salvo por un pequeño solideo, pensaba estar a la última moda. Tenía unos grandes ojos saltones como los de un conejo. En la parte interior del solideo llevaba cosida una pequeña reproducción del lienzo de la Verónica. Su cartera, que apoyaba en su regazo, iba llena a reventar de indulgencias, todavía calentitas, procedentes de Roma. Tenía una voz delgada como de cabra y su rostro no mostraba ni el menor vestigio de barba, que parecía no tener ganas de crecer; su cutis era tan fino como acabado de afeitar. Lo tomé por castrado o invertido. Pero en cuanto a su profesión, desde Berwick a Ware⁵³⁵³ no había bulero que le llegase a la suela del zapato, puesto que en su bolsa guardaba una funda de almohada que, según él decía, estaba hecha del velo de Nuestra Señora. Aseguraba poseer un fragmento de la vela de la barca perteneciente a San Pedro cuando intentó caminar sobre las aguas y Jesucristo le sostuvo. Tenía una cruz de latón montada en guijarros y un relicario de vidrio lleno de huesos de cerdo. Sin embargo, cuando tropezaba con un pobre clérigo campesino sabía hacer más dinero en un día con dichas reliquias que el clérigo en dos meses. Es decir, por medio de una descarada adulación y un poco de pases y visajes se metía al clérigo y a su gente en el bolsillo.

Si queremos ser justos con él, en la iglesia era, desde todos los puntos de vista, un buen eclesiástico. Leía a la perfección un pasaje o una parábola, pero sobresalía en el himno del ofertorio, porque después de haberlo cantado, consciente de que tenía que predicar, sabía muy bien cómo hacer soltar dinero a los fieles con su hablar meloso. Por eso siempre cantaba con gran fuerza y alegría. Hasta aquí les he descrito a ustedes en pocas palabras la clase de gente, atuendo y número que formaba nuestro grupo y la razón por la que se reunieron en esta excelente posada de Southwark, «El Tabardo», al lado mismo de «La Campana»⁵⁴⁵⁴.

Ha llegado ya el momento de contarles la forma de comportarnos la noche en que llegamos a la posada; luego les hablaré de nuestro viaje y del resto del peregrinaje. Pero, en primer lugar, debo rogar a ustedes indulgencia en no atribuirme falta de refinamiento si utilizo aquí un lenguaje sencillo al dar cuenta de su conversación y conducta y reproduzco las palabras exactas que utilizaron. Pues ya saben ustedes tan bien como yo que quien repite una historia o un cuento que ha explicado otro, debe hacerlo reproduciendo con la máxima fidelidad posible las palabras que se le han confiado, por grosero o descuidado que sea su lenguaje; de otro modo debe falsificar el cuento o reinventarlo o encontrar nuevas palabras para relatarlo. Aunque el hombre sea su hermano, no debe contenerse sino utilizar las palabras que usó, cualesquiera que fueren.

 En la Biblia, el lenguaje del propio Jesucristo es claro y directo; pero, como ustedes saben, esta condición no constituye ningún atentado al buen gusto. Además, Platón dice (como cualquiera que le lea puede comprobar por sí mismo): «Las palabras deben corresponder a la acción»⁵⁵⁵⁵. Por ello les ruego que me perdonen si en este relato no presto la debida atención al rango de las personas en el orden en que debieran aparecer. No soy tan listo como ustedes podrían suponer. Nuestro Anfitrión nos recibió con los brazos abiertos a todos y nos asignó inmediatamente lugares para la cena. Nos sirvió las mejores viandas; el vino era fuerte y nos apetecía beber. Era un individuo de aspecto sorprendente, un adecuado maestro de ceremonias para cualquier sala.

Era corpulento, de ojos saltones (no hay ciudadano en Cheapsides⁵ ⁵ con mejor presencia que él), atrevido en el hablar, pero astuto y cortés; un hombre de cuerpo entero. Además era bastante bromista, puesto que, después de cenar, cuando habíamos pagado cada uno la cuenta, empezó a hablar de proporcionarnos diversión, diciendo:-Damas y caballeros: bienvenidos. Les doy mi palabra de que no miento si afirmo que no he visto compañía más agradable bajo mi techo en lo que va de año. Si supieran cómo me gustaría proporcionarles alguna diversión... Pero acaba de ocurrírseme un juego que les divertirá y no les va a costar ni un penique. Ustedes van a Canterbury. ¡Que tengan un buen viaje y que el santo mártir les recompense! Sin embargo, pueden divertirse relatando cuentos durante el camino. No tiene sentido cabalgar mudos como estatuas. Por ello, tal como les acabo de decir, idearé un juego que les aporte alguna diversión. Si les gusta, acepten unánimemente mi decisión y hagan lo que les indicaré cuando partan mañana. Les juro por el alma de mi padre que podrán cortarme la cabeza si no lo pasan bien.

Ni una palabra más. ¡Levanten todos la mano! No tardamos mucho en decidirnos. No vimos ventaja alguna en discutir su propuesta, por lo que la aceptamos sin rechistar y le rogamos que nos diese las órdenes pertinentes.-Damas y caballeros -empezó el anfitrión-, háganse a sí mismos un favor y escuchen lo que voy a decir y no menosprecien mis palabras. En resumen, he ahí mi propuesta: cada uno de ustedes, para que el camino les parezca más corto, deberá contar dos cuentos durante el viaje. Quiero decir, dos en la ida y dos en la vuelta. Cuentos del estilo de «érase una vez...». El que relate su historia mejor con el argumento más edificante y divertido- será obsequiado con un banquete a costa del resto del grupo, aquí, en esta posada y bajo este mismo techo, al regresar de Canterbury. Y para hacerlo más divertido, tendré mucho gusto en cabalgar junto a ustedes a mis propias expensas y en ser su guía. El que no se someta a mi decisión deberá pagar todos los gastos del trayecto. Ahora, si ustedes están de acuerdo, háganmelo saber enseguida, sin más dilación, y efectuaré los preparativos pertinentes. Su propuesta fue aceptada. Alegremente le dimos palabra y le encarecimos que, tal como había manifestado, fuera nuestro guía, juez y árbitro de nuestros relatos y que dispusiera una cena a un precio fijo de antemano. Aceptamos ser gobernados por sus decisiones en todo, por lo que unánimemente nos sometimos a su buen juicio.

Entonces mandó a buscar más vino, y cuando nos lo hubimos bebido, nos fuimos a la cama sin dilación. A la mañana siguiente nuestro anfitrión se levantó al romper el alba, nos despertó y nos reunió a todos en grupo. Salimos cabalgando un poco más rápido que al paso, hasta que llegamos al abrevadero de Santo Tomáss⁵⁷⁵⁷, donde nuestro anfitrión tiró de la brida de su caballo y dijo:-Damas y caballeros, ¡atiendan, por favor! ¿Recuerdan lo que prometieron? Si en esta mañana persisten en la misma idea que tenían anoche, vamos a ver a quién le toca contar el primer cuento.

El que se rebele contra mis disposiciones tendrá que pagar todo lo que gastemos por el camino; de lo contrario, que nunca más beba ni una sola gota. Ahora, antes de proseguir, echemos suertes.-Señor caballero -dijo él-, ¿quiere su señoría echar las suertes?, pues ésta es mi voluntad. Acérquese más, mi señora priora, y usted también, señor erudito; abandonen esa timidez y actitud comedida. ¡Todos a echar suertes! Todos pusieron manos a la obra. Por cierto que, sea por casualidad, destino o fatalidad, la verdad es que le tocó la china al caballero, para deleite de todos. Por lo que ahora le corresponde a él relatar su historia, de acuerdo con lo estipulado y según lo descrito. ¡¿Qué más puedo decir yo? Cuando el buen hombre vio cómo estaban las cosas, con gran sensatez cumplió la promesa que había hecho libremente, y dijo:-Ya que me corresponde a mí iniciar el juego, así sea, ¡por Dios! y ¡bendita sea mi suerte! Ahora sigamos cabalgando y escuchad lo que voy a decir. Proseguimos nuestro viaje a caballo y enseguida empezó su animado relato con estas palabras.

viernes, 25 de abril de 2025

LAURA GÓMEZ PRESENTA A JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK. PROGRAMA RENACERES. NOVELA. MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO


 Queridos amigos, el próximo episodio de mi programa literario ‘Renaceres’ está casi listo. Me he dedicado profundamente al estudio de un nuevo libro. Por lo pronto, suscríbanse a mi canal de YouTube, lo agradecería mucho.

jueves, 24 de abril de 2025

investigaciones retóricas I — La antigua retorica Ayudamemoria Roland Barthes FRAGMENTO




 La presente exposición es la transcripción de un seminario dictado en l’Ecole Pratique des Hautes Etudes en 1964-1965. En el origen —o en el horizonte— de este seminario, como siempre, existía el texto moderno, es decir, el texto que no existe todavía. Una vía de aproximación a dicho texto nuevo es saber a partir de qué y contra qué se lo busca y, luego, confrontar la nueva semiótica de la escritura con la antigua práctica del lenguaje literario que durante siglos se ha llamado Retórica. 

De allí la idea de un seminario sobre la antigua Retórica: antigua no significa que haya hoy una nueva Retórica; antigua Retórica se opone más bien a eso nuevo que aún no está concretado: el mundo está increíblemente lleno de antigua Retórica. Nunca hubiéramos aceptado publicar estas notas si existiera un libro, un manual, un memento, cualquiera fuera, que ofreciera un panqrama cronológico y sistemático de esta Retórica antigua y clásica. Lamentablemente, según mis conocimientos, no existe nada parecido (al menos en francés). Me he visto, pues, obligado a construir por mí mismo mi saber y lo que aparece aquí es el resultado de esta propedéutica personal: éste es el ayudamemoria que hubiera deseado encontrar hecho cuando comencé a preguntarme sobre la muerte de la Retórica. Nada más, pues, que un sistema elemental de informaciones, el aprendizaje de un cierto número de términos y de clasificaciones —lo que no quiere decir que en el curso de este trabajo no haya experimentado muy a menudo excitación y admiración ante la fuerza y la sutileza de este antiguo sistema retórico y la modernidad de algunas de sus proposiciones. 

 Lamentablemente no puedo (por razones prácticas) autenti ficar las referencias de este texto; debo redactar este ayudamemoria en parte de memoria. Mi disculpa consiste en que se trata de un saber trivial: la Retórica se la conoce mal y, sin embargo, conocerla no implica ningún trabajo de 7 erudición; por lo tanto todo el mundo podrá acceder sin dificultades a las referencias bibliográficas que faltan aquí. Lo que hemos reunido (a veces incluso quizás, en forma de citas involuntarias) proviene esencialmente: 1. de algunos tratados de Retórica de la Antigüedad y del clasicismo; 2. de las introducciones de alto nivel de los volúmenes de la colección Guillaume Budé; 3. de dos libros fundamentales, los de Curtius y de Baldwin; 4. de algunos artículos especializados, en especial en lo concerniente a la Edad Media; 5. de algunas obras de uso corriente como el Diccionario de Retórica de Morier, la Historia de la Lengua Francesa de F. Brunot y el libro de R. Bray sobre la formación de la doctrina clásica en Francia; 6. de algunas lecturas colaterales fragmentarias y contingentes (Kojéve, Jaeger)1.

FUENTE

 investigaciones retóricas I — · β ® La antigua retorica Ayudamemoria Roland Barthes & Ediciones Buenos Aires SERIE COMUNICACIONES Recherches Rhétoriques, Communications n° © Editions du Seuil, 1970 Traducción Beatriz Dorriots Portada: M.A. © Copyright de la edición Francesa: Editions du Sevil, Paris, 1966 © Copyright de todas las ediciones en castellano: Ediciones Buenos Aires S.A. Sicilia 174, 10, 2a Barcelona-13 España I.S.B.N.: 84-85989-01-5 Depósito legal: B-22.312-1982 Impreso en Gráficas Porvenir, Lisboa, 13 Barbetá del Vallés (Barcelona) Printed in Spain - Impreso en España - Mayo 1982

miércoles, 23 de abril de 2025

HEINRICH LAUSBERG MANUAL DE RETORICA LITERARIA FUNDAMENTOS DE UNA CIENCIA DE LA LITERATURA VERSIÓN ESPA'IQOLA DE JOSJ! PJ!REZ RIESCO

 



PRÓLOGO

 L' ancienne rhétorique regardait comme des orne me nis et des artifices ces figures et ces relations que les raf!i nements successifs de la poésie ont fait en/in co1111a1trc comme l'essentiel de son obiet; et que les progres de l'analyse trouveront un iour comme effets de propriétés profondes, ou de ce qu'on pourrait nommer: "sensibilitt5 formelle". P. Valéry, Tel quel I, Paris 1941, p. 150. 

 El presente Manual de retórica se propone un fin pedagó• gico: pretende allanar al principiante el camino (viam rationem que: v. más abajo § 3) para un estudio inteligente y razonado, f enomenológica e históricamente, de la ciencia de la literatura ; y, además de esto, quiere servir de auxiliar y orientación al filó logo que se ocupa en la práctica de la interpretación de textos. Esta finalidad trae aparejada la necesidad de la limitación. Primeramente, era imposible ofrecer una historia de la retórica en la Antigüedad, en la Edad Media y en la Edad Moderna; una historia así debería abarcar no sólo los sistemas de ense ñanza, sino también los fenómenos de detalle (así, por ejemplo, el "zeugma"; v. §§ 692-708) en la teoría y en la práctica. 

Ahora bien, ello únicamente sería factible a lo largo de una exposición de muchos tornos. Por otro lado, el limitar cronológicamente la exposición a un período de la Edad Media o de la Edad Moderna haría problemática su utilización general incluso para la Edad Media y para la Edad Moderna. Por ello se ha intentado una 10 Retórica literaria exposición de la retórica antigua proyectada hacia la Edad Media y la Edad Moderna. La amplitud de los fenómenos de la Anti güedad permite una inserción radical de fenómenos de detalle incluso postantiguos, con los que el intérprete de la literatura medieval y moderna habrá de tropezar. En todo caso, el intér prete que elige la Antigüedad como base de partida se siente en terreno más seguro. Mostrar ese terreno constituye la finalidad de esta exposición. La historia interna de la antigua retórica será estudiada por Vinzenz Buchheit en su "Historische Einführung in die antike Rhetorik" (que publica la ed. Max Hueber, de München). 

 La presente exposición no se presenta tampoco con la prcten- • sión de abarcar en forma exhaustiva ni siquiera todos los fenó menos y toda la terminología de la antigua retórica: la limitación material del espacio disponible me obligaba ya, sin más, a limi tarme a lo ejemplar. Por otro lado, habida cuenta de la impor tancia literaria de la retórica, se imponía la necesidad de rebasar el marco de la retórica para tocar, siquiera fuera en forma de esbozo, los vecinos campos de la gramática y poética.

 Se halla en preparación un "Handbuch der Iiterarischen Dialektik" dedi cado concretamente a este tema. El valor del presente ensayo, nacido de una práctica activa de la enseñanza de la literatura en Münster a lo largo de diez años, quiere ser contrastado con la práctica, sobre todo, la práctica de la interpretación de textos. 

El viejo tronco de la retórica, con sus más de dos mil años, conserva todavía su savia y su fecundidad. En efecto, sería realmente sorprendente que los ininterrumpidos esfuerzos de la reflexión de los antiguos sobre el lenguaje y la literatura -entre 450 a. C. - 600 d. C. aproximadamente- no hubiesen desembocado en adquisiciones científicas aun hoy esti mables, sobre todo, en el sector donde la enseñanza del lenguaje y la educación literaria de la Antigüedad se mantuvo en contacto vivo con el público: la retorización de la literatura fue una con secuencia necesaria de ese contacto. 

La retórica se convirtió en "periodismo" (tomado muy en serio), en crisol de la literatura, la filosofía, el público y la escuela. Por lo demás, a este encuentro entre la literatura y la retórica es aplicable la afirmación de que Prólogo 11 el intérprete de la literatura no podrá salir airoso con sólo la retórica literaria ni respecto a la formación de las ideas y del lenguaje ni, mucho menos, respecto a los contenidos modelados en la literatura en su más amplio sentido.

 La iniciación en la retórica literaria ha de entenderse como un antídoto, como una cautela contra la actualización demasiado rápida del contacto con la individualidad de la obra de arte y con su creador individual. La retórica pretende señalar la langue, que es el medio conven cional de expresión de la paro/e. Una langue sin paro/e está muerta ; una paro/e sin langue es inhumana : lenguaje, arte, vida social e individual muestran una interdependencia dialéctica entre langue y paro/e. 

El presente Manual se propone la misión de hacer posible una visión panorámica del conjunto de los fenó menos literarios. Cf. también § 1246, s. vv. rhétorique, course. Expreso aquí mi gratitud a Wolfgang Babilas por su leal ayuda en la vigilancia de la impresión, por sus valiosas indica ciones bibliográficas y por su eficaz colaboración crítica en la materia misma del libro. Quedo también singularmente obligado a Alfons Weische y Bemd-Reiner Voss por su intervención en la impresión, y a Peter Ronge, Barbara Ronge-Tilmann y Christa Kriele-Grothues por haber organizado los materiales de los índices.

sábado, 19 de abril de 2025

José Ferrater Mora: Indagaciones sobre el lenguaje FRAGMENTO.

 



1 . ¿Qué pueden decir los filósofos sobre el lenguaje que no lo hayan dicho, o puedan decirlo, los lingüistas, psicó logos, sociólogos, antropólogos, etc.? Esta pregunta es una variante de muchas otras: ¿Qué pueden decir los filósofos sobre el hombre que no pue dan decirlo los biólogos, arqueólogos, economistas, his toriadores? ¿Qué pueden decir los filósofos sobre el mundo físico que no puedan decirlo los físicos, químicos, geólogos, astrónomos? Etc., etc. Los filósofos no tienen por qué decir nada de las co sas que dicen, o puedan decir, quienes, para abreviar, llamaremos «científicos». La filosofía no es, ni hace falta que sea, una ciencia, rigurosa o laxa, exacta o inexacta. Los filósofos no tienen tampoco por qué sentar normas para la acción, dar instrucciones para la manufactura de objetos o echana volar la fantasía en la producción de obras de arte. 

No tienen, en suma, por qué decir o hacer ninguna de las cosas que dicen o hacen quienes no sean filósofos. En vista de lo cual es lícito preguntarse si los filósofos no tendrán más remedio que jubilarse. Esperamos que no. Por lo pronto, pueden (y deben) plantear cuestiones que normalmente no se les ocurren a quienes no practican su oficio. No son cuestiones arca nas ni herméticas ni relativas a asuntos de los que se supone que los demás seres humanos no tienen noticia. Por el contrario: son cuestiones y asuntos que todos los seres humanos pueden plantearse cuando se hacen cues tión de sus actividades. El «mundo de los filósofos» es el mundo de todos, sólo que hirviendo en cuestiones. Estoy rodeado de lo que llamo «cosas» —piedras, flores, sillas—, mas ¿por qué las llamo «cosas»? En algún sen tido, la razón me sobra, pero en otro sentido la noción de «cosa» —y, en general, de «objeto»— es cuestiona ble. ¿Son también cosas lqs colores? ¿Es el azul de la silla azul un dato sensible?

 Estoy viviendo en una comu nidad que juzga punible matar al prójimo (aunque a ve ces, ¿quién lo entiende?, lo estima loable si el prójimo es miembro de una clase o colectividad llamada «el ene migo»), y que aduce a tal efecto múltiples razones o principios: lo prohíbe Dios, la autoridad, la ley natural, etcétera. Ninguno de estos principios o razones me parecen satisfactorios, pero no alcanzo a vislumbrar otros que lo sean. Pues la verdad es que no hay respuesta sa tisfactoria; sólo hay cuestión, a la que sin cesar se da vueltas. Esos son ejemplos de una vasta familia de cuestiones que, en puridad, no son cuestiones, sino perplejidades. Para enfrentarme con ellas pongo en marcha un tipo de actividad filosófica que se llama «analítica». En muchos casos es una actividad lingüística —quiero decir, consis te en escrutar expresiones y modos de decir que, por un lado, resultan sospechosos, o engañosos, pero que, por otro, muestran ser adecuados si se los coloca en un de terminado contexto —el cual resulta ser a su vez cues tionable—. 

En otros casos es una actividad que cabe lla mar «fenomenológica» y que consiste en examinar mo dos de ver que parecen impropios cuando no tengo en cuenta la correspondiente —y también cuestionable— perspectiva. Grande es la tentación de confrontar los alu didos modos de decir o de ver con algún modo principal de ver o de decir que sea un patrón para enjuiciar todos los demás, pero, a menos que baga trampa, no lo encuen tro en ninguna parte. Es asimismo grande la tentación de concluir que todos los modos de decir y de ver son justificados en sus pertinentes contextos y perspectivas, pero no hay razón para que los propios contextos y pers pectivas permanezcan a salvo. Haga lo que haga, queda rá siempre un remanente de perplejidad que no consigo extirpar y con el cual, a pesar de todo, sigo batallando. En el curso de este batallar pongo en claro cuestiones, mas no necesariamente para resolverlas; a menudo mis aclaraciones me hacen rebotar sobre nuevas perplejida des. En todo caso, en el proceso de la actividad analítica no logro descubrir nada que previamente no sepa, o pue da saber —nada que me sea revelado simplemente por medio de mi análisis—. 

En este sentido es legítimo afir mar que la filosofía no dice, ni puede, ni tiene por qué, decir nada de nada, esto es, nada de ninguna «cosa». La filosofía no es, pues, estrictamente hablando, una activi dad cognoscitiva. Cierto que mientras pienso filosófica mente puedo tener atisbos de realidades, y sería impru dente desdeñarlos, pero no se me ocurrirá creer que son algo más que atisbos. Tan pronto como dejan de serlo, se convierten en conocimientos y dejan eo ipso de ser materia de indagación filosófica.

 Al plantear y dilucidar cuestiones no puedo, en tanto que filósofo, prescindir de armar conceptos. Esto ocurre también en actividades no filosóficas —por ejemplo, en las ciencias— , pero mi conceptuación filosófica difiere de las no filosóficas en un punto importante: los conceptos que armo no tienen por objeto servir de andamiajes para una estructura cognoscitiva de la que se pueda enunciar que es verdadera o falsa, demostrable o indemostrable, probable o implausible. Pero entonces, ¿no será mi aná lisis filosófico una pura vaciedad? Con la excusa de que no tiene alcance cognoscitivo (o, en otra esfera, no sienta normas para la acción humana), ¿no me habré colocado tan fuera y aparte de todo que no pueda, literalmente, decir nada? 

 Al comparar las tareas del filósofo de la ciencia con las'del científico, Stephen Toulmin1 ha indicado que mientras el lenguaje del primero es el del espectador, el del segundo es el del participante. Esta distinción mere ce ser ampliada. El filósofo de la ciencia no se ocupa, como el científico, de realidades; sin embargo, plantea en el lenguaje del espectador —de un espectador por lo ge neral bastante bien informado— cuestiones que, en su lenguaje de participante, formula el científico. Análoga mente, el filósofo tout court actúa de «espectador» con respecto a todos los «participantes» —incluyéndose a sí mismo en la medida en que participa en alguna activi dad, y especialmente en alguna actividad cognoscitiva;—. 

 Hay que reconocer que el filósofo es un espectador bas tante sui generis, porque propone «modos de ver» que no son de la incumbencia del participante. Tales modos de ver son tan sui generis como el espectador que los propone, porque no aspiran a constituirse en cuerpos de conocimientos. Más que decirnos cómo es, o podría ser, el mundo, los modos de ver filosóficos ponen en entre dicho todos los modos de ver el mundo. Se ha dicho que la tarea de la filosofía no es resolver problemas, sino di solverlos. Sería más adecuado decir que no es instituir estructuras conceptuales, antes ablandar (mediante aná lisis conceptual, que otra vía no hay) las ya existentes 2. De este modo la filosofía puede seguir siendo fiel al in cesante planteo de cuestiones. Es cierto que los concep tos armados por los filósofos se congelan a veces en «posiciones» —posiciones llamadas «dualismo», «feno- menismo», «escepticismo», etc.—, pero ninguna de ellas resulta jamás definitiva. De lo contrario, las posiciones se convertirían en dogmas en vez de ser lo que, a la postre, son: haces, más o menos bien ligados, de cues tiones. 

 No olvido que ciertas operaciones filosóficas tienen un aire asaz dogmático. Así ocuíre cuando se toman decisio nes «de principio», y específicamente cuando se adopta un «compromiso ontolÓgico», o un «criterio de compro miso ontológico». Sin embargo, ni siquiera en estos casos se trata de elegir un patrón supuestamente absoluto en virtud del cual se enjuicien inapelablemente todos los modos de ver y de decir. Las «decisiones filosóficas» no tienen por qué ser caprichosas; puede no alcanzar a dar se en un momento dado razón de ellas, pero tienen que ser de todos modos «razonables». Los «principios» (o su puestos) sólo son dignos de mantenerse si se está dis puesto a hurgar constantemente en ellos. Ninguna «de cisión», ningún «supuesto», ninguna «creencia» puede ser en filosofía asunto definitivo; lo que dentro de un determinado marco conceptual ejerce el papel de princi pio o de supuesto, deja de serlo dentro de otro marco. 

 Ejecutar una de las operaciones indicadas es más bien como trazar un mapa con el fin de averiguar qué rutas caben en él. El filósofo usa al efecto «materiales» proce dentes de actividades no filosóficas; puede decirse, pues, que trabaja sobre datos previos, que son resultados de estudios empíricos y de experiencias en principio acce sibles a todos. Así, en lo que toca al lenguaje, el filósofo tiene (o debe tener) en cuenta gran copia de «materia les»: resultados de investigaciones lingüísticas, observa ciones sobre los diversos modos de comunicación huma na, experiencias propias en el uso de una o más lenguas. 

 La mayor o menor atención prestada a tal o cual conjun to de «materiales» condiciona la especie de análisis filo sófico practicado. Cabe atenerse principalmente a in vestigaciones y teorías lingüísticas; escrutar ciertas ex presiones en un lenguaje corriente; estudiar analogías y contrastes entre lenguajes formales e «informales»; dilu cidar problemas suscitados por la teoría de la información; clasificar funciones lingüísticas; examinar usos poéticos; explorar los diversos aspectos de la comunicación huma na en contextos históricos y sociales, etc. 

En algunos ca sos —como en el último— los «materiales» son especial mente abundantes, porque se hallan estrechamente tra bados con factores personales, sociales y políticos, cuya complejidad es notoria. Piénsese sólo en una situación tí pica: la mecanización y ritualización del lenguaje en una sociedad (o ciertos estratos de ella), que pueden ser acep tados como indispensables o beneficiosos (tal, el movi miento de la «máquina de hablar» que describió Tolstói bajo la forma de una reunión mundana)3 o ser denuncia dos como degradantes o inauténticos. Aun en estos casos, sin embargo, el filósofo tiene que operar analíticamente con los materiales dados. Tanto más tiene que hacerlo, pues, cuando sus «materiales» son de índole más direc tamente lingüística, esto es, cuando tiene en cuenta las investigaciones de los lingüistas; o se ocupa de los pro blemas que suscitan ciertas expresiones en un lenguaje corriente; o se propone clasificar funciones lingüísticas. 

 El uso de «materiales» procedentes de actividades no filosóficas no tiene por qué llevar al filósofo a bosquejar ninguna teoría general del lenguaje capaz de dar cuenta de todos los hechos lingüísticos, o siquiera de justificar o validar epistemológicamente enunciados acerca de hechos lingüísticos. 

Aun si semejante teoría general del lenguaje fuese posible, no sería filosófica. Por otro lado, no es tam poco tarea filosófica formular enunciados empíricos o descriptivos. Lo que hace el filósofo con los «materiales» en cuestión es categorizarlos. En alguna medida, el mo delo de trabajo filosófico es el que oportunamente indicó Kant: la filosofía es «trascendental» en tanto que su «ob jeto» no son realidades, y menos todavía «supra» o «ul tra» realidades, sino posibilidades de conocimiento de (y de acción sobre) realidades. El hecho de que cuanto el filósofo alcance a decir sea falible y rectificable, no lo hace menos «categorial» y «universal».

 A diferencia de Kant, sin embargo, no parece razonable insistir sobre sistemas de categorías, y menos aun sobre sistemas com pletos de ellas. Además, las categorías —las conceptua- ciones— filosóficas no rigen necesariamente la experien cia, como si estuviesen en la base de ella, o fuera de ella. Categorizar materiales es simplemente examinar que co nexiones necesarias pueden darse dentro de esferas de terminadas de «datos». Ello ocurre especialmente cuan do los materiales sobre los cuales se trabaja proceden de investigaciones lingüísticas de índole descriptiva, o de estudios «informales» de un lenguaje corriente.

 No está excluido que el análisis filosófico sea algo más ambicioso. Sin pretender «imponer» condiciones de co nocimiento de realidades —y no digamos de condiciones de existencia de las propias realidades— , el filósofo pue de ir extendiendo el ámbito de sus categorizaciones, or ganizando éstas en perspectivas amplias. En esta coyun tura pueden irrumpir nociones o supuestos «metafísicos», pero éstos pierden su aire de especulación gratuita —y hasta su carácter «metafísico»—- cuando con las perspec tivas de referencia se aspira sólo a hacer ver, o ver me jor, desde algún nuevo punto de vista, lo mismo que ya se conocía. Las perspectivas resultantes pueden ser muy variadas, pero ello no es ningún argumento contra ellas; es una de las pocas plausibles razones que pueden ofre cerse para seguir admitiéndolas como «hipótesis de tra bajo».

viernes, 18 de abril de 2025

JOSE FERRATER MORA EL MUNDO DEL ESCRITOR EDITORIAL

 



JOSE FERRATER MORA EL MUNDO DEL ESCRITOR EDITORIAL CRÍTICA

Este libro pertenece al género de lo que cabe llamar «compren sión literaria», «hermenéutica literaria», o «interpretación de la literatura». Se trata de un campo tan vasto y difuso que es fácil transitar por él sin advertir que se halla repartido en varias par celas. Mencionaré cuatro. 1) La parcela de más categoría es la de la «crítica literaria» en sentido estricto, esto es, la crítica literaria concebida como una disciplina rigurosa — lo más rigurosa posible, que a menudo es menos de lo deseable—. 

Los cultivadores de esta crítica, sea cual quiera la metodología que adopten —estilística, análisis estructu ral, etc.— tienen que valerse de categorías formales y tienen que usar, cuando la ocasión lo requiera o permita, métodos cuantitati vos (por ejemplo, la computación de la frecuencia de usos de tér minos y expresiones, o de las formas principales de construcción sintáctica). 2) De menos categoría, pero no necesariamente de menos im portancia, que la anterior parcela es la que abarca lo que llamaré, por mor de la brevedad, «historia literaria».

Digo «por mor de la brevedad» porque la parcela cultivada bajo el citado rótulo in cluye no sólo la historia de la producción de obras literarias, sino también la biografía de los autores, el estudio de las influencias, el desarrollo de los temas, y, desde luego, y a menudo principal mente, la sociología de la literatura. 3) Una parcela hoy poco reputada, y hasta francamente des deñada, es la titulada «crítica impresionista». 

No se trata necesa riamente de una crítica arbitraria, pero debe reconocerse que su interés y eficacia dependen casi siempre de la sensibilidad artís tica, e inclusive de la propia capacidad literaria, del crítico. 4) La última parcela, que colocaré bajo el rótulo «crítica (literaria) filosófica», ocupa un territorio inmenso, y seguramente excesivo. Consiste en la aplicación a la comprensión literaria — y a menudo a la comprensión de la comprensión literaria— de prin cipios filosóficos, sean de índole general o de carácter más res tringido, como los formulados en la estética o en la filosofía de la cultura. Esta parcela está siendo constantemente removida, al al bur de las corrientes filosóficas que se juzguen más adecuadas para proceder a las pertinentes construcciones o, según los casos, des construcciones. 

 Ninguna de las parcelas mencionadas se halla muy precisamen te circunscrita. Lo más usual es que los estudios de hermenéutica literaria se cuelen de una parcela a otra. En ciertos casos, como ocurre con la crítica literaria estricta y la historia literaria, el cruce de limites puede ser beneficioso, en un sentido parecido a como puede serlo el entrecruzamiento (no la confusión) de la fi losofía y la historia (y sociología) de la ciencia. Los estudios de que consta la presente obra no encajan cómo damente dentro de una sola de dichas parcelas, pero no constituyen tampoco un dominio del todo independiente y soberano. Son una especie de híbrido.

 Como hay en ellos poco, o nada, de his toria (y sociología) literaria, y no son tampoco ejercicios de crí tica (literaria) filosófica, les quedan dos territorios a explorar y cul tivar, pero los exploran y cultivan en forma algo distinta a como lo hacen sus legítimos propietarios. Por una parte, hay en tales estudios algo de crítica impresionista, pero ésta se halla tan las trada por una fuerte «carga empírica» (que los «impresionistas» usuales, arropados en sus reacciones subjetivas, tienden a descar tar) que nunca se remonta a más de un par de varas cortas sobre la tierra firme. Por otra parte, simpatiza con varios de los re quisitos de la crítica literaria en sentido estricto. 

Por ejemplo, echa mano de algunas categorías como la de «preferencia lingüística» (y su complemento, la de «repugnancia lingüística», o «rechazo lingüístico») y la categoría de «coherencia sistémica» — categorías que no son aún angostamente formales, pero que pueden servir para tender una especie de red conceptual—. Apunta asimismo a la posibilidad, y aun necesidad, de llevar a cabo computaciones de frecuencias destinadas a validar o invalidar las descripciones presentadas. 

La mencionada computación de frecuencias, asi como una exhaustiva ordenación y reconstrucción de estructuras sintác ticas, lejos de dañar las sugerencias que se ofrecen, podrían con tribuir a hacerlas más aceptables y más precisas. Dado el sentido que doy al término 'mundo', parece razo nable admitir que todos los escritores que han producido una obra de cierta complejidad tienen, es decir, manifiestan un mundo, y algunos tienen o exhiben más de uno. No todos, sin embargo, tienen o exhiben uno o varios mundos con el mismo grado de intensidad y la misma coherencia. 

Los escritores aquí elegidos a guisa de ejemplos tienen un mundo en el más alto y amplio sen tido, y es un mundo muy coherente, esto es, uno en donde cada elemento y forma de discurso está al servicio de una estructura unificada. Con ello no estoy formulando ningún juicio de valor. No estoy diciendo que el grado de intensidad y la coherencia del mundo que un escritor despliega determinan unívocamente el va lor y la calidad de su obra. 

Éstos dependen de muy otros factores. Es posible inclusive que un gran escritor sea, por así decirlo, me nos «mundiftcable» que algunos escritores menores. Decir «el mundo de un escritor» no es necesariamente lo mismo que decir «el mundo de un gran escritor». De los autores elegidos, dos son, en mi opinión, realmente grandes —Valle-Inclán, que lo es en su perlativo, y Calderón—. Con respecto a los restantes, caben dispu tas: para algunos, Azorín es menor en todos los sentidos de esta palabra, y Baroja es un razonable término medio.

 Pero aquí no interesan las cualidades de una obra literaria, sino la relación entre ésta y un cierto mundo —o, si se quiere, la obra literaria como «una trabazón mesclada y junta», según decía, apoyándose en Aristóteles, Fernando de Herrera} No debe extraerse, pues, nin guna consecuencia valorativa del mayor o menor detalle con que se ha estudiado a un autor determinado o, congruentemente, de la mayor o menor extensión dedicada al mismo. El detalle y la ex tensión responden al modo como se ha enfocado el estudio perti 1. En Obras de Garcilaso de la Vega con anotaciones, Sevilla, 1580, página 338, dtado por Francisco Rico, El pequeño mundo del hombre. Varia fortuna de una idea en las letras españolas, Castalia, Madrid, 1970, p. 11. nente: concentrado, y a veces elíptico, en el caso de Valle-Inclán; directo, y un tanto abrupto, en el de Baroja; moroso y textual, en el de Azorín; sintético, en el de Calderón.

 Espero que esta varie dad de modos contribuya a romper la monotonía que las investiga ciones del tipo de las aquí emprendidas pudiera engendrar. Por supuesto, cabría haber sacado a relucir otros escritores de indisputables méritos y que, por añadidura, han exhibido, o crea do, un mundo con elementos perfectamente coadunados; para ba rajar al azar algunos nombres, Carpentier, Joyce, Nabokov, Proust, en orden alfabético. La elección hecha es, pues, relativamente ar bitraria. La salvan de una arbitrariedad total el que los elegidos pertenezcan al mismo universo lingüístico y el que, además, tres de ellos, los más detalladamente examinados, hayan sido, ciertas reservas aparte, miembros de la misma generación.

jueves, 17 de abril de 2025

CUENTOS COMPLETOS JUAN BENET tomo I

 



E n el prólogo a la primera edición de sus CUENTOS COMPLETOS señalaba JUAN BENET que la recopilación reunía «un variado conjunto de relatos muy diversos, salpicados de imágenes de emociones que de manera refleja pueden resucitar diferentes estados del espíritu». Caracteres enfrentados y situaciones singulares dan lugar al despliegue de diferentes actitudes y pasiones: «La generosa nobleza separada por un delgado tabique de páginas de la más baja ruindad: la venganza implacable junto al magnífico perdón: desapacibles noches del invierno regionato a poca distancia en el tiempo de los cálidos mediodías; momentos risueños dentro de un acontecer sombrío, y viceversa; el lujo de una civilización pagada de lo último en contraste con la miseria de una cultura añeja y decrépita.» En este primer volumen (LB 649) se reúnen las novelas cortas y en el segundo (LB 650) los cuentos propiamente dichos. En esta misma colección han sido editados los cuentos completos de Ignacio Aldecoa (LB 436, LB 437), Carmen Martín Gaite (LB 704), Jesús Fernández Santos (LB 675), Francisco García Pavón (LB 820, LB 821). Medardo Fraile (LB 1545) y Juan García Hortelano (LB 1588, LB 1589). El libro de bolsillo ? f g c Alianza Editorial

miércoles, 16 de abril de 2025

LOUIS ARAGON EL LIBERTINAJE

 



Recopilación de textos del período vanguardista del gran poeta francés fallecido en 1938. «No contaré mi vida. Mi objetivo, aquí, son mis libros, la escritura. Al menos, al principio. Sin embargo esta extraña ocupación que poco a poco va a apoderarse de un hombre es inseparable de su mera biografía. No recuerdo ninguna época en la que no haya escrito. Lo cual puede entenderse, por lo menos, de dos maneras. Pues lo cierto es que he escrito siempre, incluso cuando no sabía escribir».

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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