1.
PRÓLOGO GENERAL
Las suaves lluvias de abril han penetrado hasta lo más profundo de la sequía de
marzo y empapado todos los vasos con la humedad suficiente para engendrar la
flor; el delicado aliento de Céfiro¹¹ ha avivado en los bosques y campos los
tiernos retoños y el joven sol ha recorrido la mitad de su camino en el signo de
Aries²²; las avecillas, que duermen toda la noche con los ojos abiertos, han
comenzado a trinar, pues la Naturaleza les despierta los instintos.
En esta época
la gente siente el ansia de peregrinar, y los piadosos viajeros desean visitar
tierras y distantes santuarios en países extranjeros; especialmente desde los
lugares más recónditos de los condados ingleses llegan a Canterbury para visitar
al bienaventurado y santo mártir³³ que les ayudó cuando estaban enfermos.
Un día, por aquellas fechas del año, a la posada de «El Tabardo», de
Southwark⁴⁴, en donde me alojaba dispuesto a emprender mi devota
peregrinación a Canterbury, llegó al anochecer un grupo de 29 personas.
Pertenecían a diversos estamentos, se habían reunido por casualidad, e iban de
camino hacia Canterbury.
Las habitaciones y establos eran cómodos y todos recibimos el cuidado más
esmerado. En resumen, a la puesta del sol ya había conversado con todos ellos y
me habían aceptado en el grupo. Acordamos levantarnos pronto para emprender
el viaje como les voy a contar.
Sin embargo, creo conveniente, antes de proseguir la historia, describir, mientras
tengo tiempo y ocasión, cómo era cada uno de ellos según yo los veía, quiénes
eran, de qué clase social y cómo iban vestidos. Empezaré por el Caballero.
El Caballero era un hombre distinguido.
Desde los inicios de su carrera había
amado la caballería, la lealtad, honorabilidad, generosidad y buenos modales.
Había luchado con bravura al servicio de su rey⁵⁵. Además había viajado más
lejos que la mayoría de los hombres de tierras paganas y cristianas. En todas
partes se le honraba por su bravura. Había estado en la caída de Alejandría
.
Casi siempre se le otorgó el lugar de honor con preeminencia a los caballeros de
todas las otras naciones cuando estuvo en Prusia⁷⁷. Ningún otro caballero
cristiano de su categoría había participado más veces en las incursiones por
Lituania y Rusia. También había intervenido en el sitio de Algeciras en Granada,
luchado en Benmarin⁸⁸ y tomado Ayar y Atalia , y en expediciones por el
Mediterráneo oriental. Había sobrevivido a 15 mortíferas batallas y entablado
combate en Trasimeno para defender la fe en tres torneos, y siempre había dado
muerte a su rival. Este distinguido Caballero había asistido al rey de Palacia en
sus luchas contra un enemigo pagano en Turquía. Y siempre consiguió una gran
reputación. Aunque sobresalía, era prudente y se comportaba con la modestia de
una doncella. Nunca se dirigió con descortesía a nadie.
A decir verdad, era un
perfecto caballero. Por lo que respecta a su apariencia, sus monturas eran
excelentes, pero no llevaba vestidos llamativos. Vestía un sobretodo de algodón
grueso marcado con el orín de su cota de mallas. Acababa de llegar de sus
expediciones y se disponía a peregrinar.
Le acompañaba su hijo, que era un joven Escudero, aprendiz de Caballero y
enamoradizo, de rizados cabellos como si se acabara de quitar los rulos. Frisaría,
al parecer los veinte años.
Era de mediana estatura, lleno de vida y fortaleza.
Había intervenido en salidas de caballería en Flandes, Artois y Picardía¹¹ . En
tan poco tiempo se había comportado excelentemente y esperaba obtener el
favor de su dama. Iba adomado como pradera repleta de frescas flores, rojas y
blancas. Todo el día tocaba la flauta o cantaba y era alegre como el mes de
mayo. Su túnica, corta y de anchas y largas mangas.
Era un buen jinete y sabía dominar a su montura. Podía componer la música y la
letra de sus canciones, lidiar en torneos, bailar, dibujar bien y escribir. Era un
amante tan apasionado, que de noche no dormía más que un ruiseñor¹¹¹¹. Era
cortés, modesto, servicial y cortaba la carne para su padre en las comidas.
El Asistente era el único criado que acompañaba al Caballero en aquella ocasión:
así lo había querido. Iba vestido de verde -jubón y capucha-, con un haz de
agudas flechas rematadas con plumas brillantes de pavo real que llevaba a mano
en bandolera. Preparaba, como el mejor, todos los aparejos de su grado: sus
flechas nunca dejaban de alcanzar el blanco por no tener las plumas bien
dispuestas.
En la mano llevaba un potente arco. Su tez era morena, su cabello cortado a
cepillo y era hábil en todo lo relacionado con el trabajo de la madera. Llevaba el
brazo protegido por una pieza de cuero, y a un costado, la espada y el escudo; al
otro, una daga de buena montura, aguda como la punta de una espada; sobre el
pecho, una medalla de San Cristóbal de plata brillante. De un cinturón verde, en
bandolera, le colgaba el cuerno. Era un verdadero hombre de los bosques
También había una Monja, una Priora que sonreía de modo natural y sosegado;
su mayor juramento era: «¡Por San Eligio!»¹²¹². Se llamaba señora Eglantine.
Cantaba bonitamente las horas litúrgicas, pero entonadas con voz nasal¹³¹³.
Hablaba un francés bueno y elegante, según la escuela de Strafford at Bow,
porque desconocía el francés de París ¹⁴¹⁴.
En la mesa mostraba en todo sus buenos modales. De su boca nunca caía migaja
alguna o se humedecían sus dedos por meterlos codiciosamente en la salsa.
Cuando se llevaba la comida a la boca tenía cuidado en no derramar gota alguna
sobre su toca. Mostraba gran interés por los buenos modales. Se secaba el labio
superior con tanto cuidado, que no dejaba la más mínima señal de grasa en el
borde de su copa después de haber bebido.
Al comer tomaba los alimentos con
delicadeza. Era muy alegre, agradable y amistosa. Se esforzaba en imitar la
conducta cortesana y cultivar un porte digno, de forma que se le considerase
persona merecedora de respeto.
Era tan sensible y de corazón tan delicado y lleno de compasión que lloraba si
veía a un ratón atrapado, sobre todo si sangraba o estaba muerto. Cuidaba unos
perrillos, a los que alimentaba con carne frita, leche y pan de la mejor calidad. Si
uno de ellos moría o alguien cogía un palo amenazándolos, lloraba
amargamente. Era todo sensibilidad y ternura de corazón.
Llevaba su toca
adecuadamente plegada. Su nariz estaba bien formada; sus ojos eran grises como
el vidrio; su boca, pequeña, pero suave y roja. Su frente, sin embargo, era
amplia; posiblemente tendría un palmo de amplitud. A decir verdad, estaba
bastante desarrollada.
Sus vestidos eran, a mi entender, elegantes. Llevaba en el brazo un rosario de
pequeñas cuentas de coral, intercaladas con otras grandes y verdes; de él colgaba
un broche dorado y brillante que tenía escrita una A coronada y debajo el lema:
Amor vincit omnia¹⁵¹⁵.
Como secretaria y ayudante le acompañaba otra Monja, su capellán y tres
sacerdotes¹
¹ . Se hallaba también un Monje de buen aspecto, administrador de
las posesiones del convento y amante de la caza; un hombre cabal con
cualidades más que sobradas para convertirse en abad. Guardaba muchos y
hermosos caballos en el establo.
Mientras cabalgaba, se podía escuchar a pleno
viento silbante el tintineo de las campanitas con la misma claridad y fuerza que
el de la campana de la capilla del convento filial del que era prior. Como la regla
de San Mauro o de San Benito¹⁷¹⁷ le resultaba anticuada y demasiado estricta a
este monje, descuidaba las normas pasadas de moda y se guiaba por otras más
modernas y mundanas.
Le importaba un comino el texto en donde se afirmaba que los cazadores no
pueden ser santos; o que monje que no guarde la clausura, o sea, monje fuera del
convento, es como un pez fuera del agua; para él todo esto eran tortas y pan
pintado.
Su opinión me parecía correcta. ¿Por qué debía estudiar y malgastar su talento en
libros de convento, o dedicarse al trabajo manual y trabajar como lo ordenó San
Agustín? Que se quede Agustín con su trabajo manual. Por eso era un cazador
empedernido de a caballo. Poseía podencos veloces como pájaros. Todo su
placer consistía en perseguir y cazar liebres, sin reparar en gastos.
Vi que sus bocamangas estaban ribeteadas con pieles, grises y costosas, las
mejores del país. Le sujetaba la capucha un broche labrado en oro, rematado con
un complicado lazo por debajo de la barbilla. Tenía una calva brillante como
bola de cristal, al igual que la cara; parecía que la hubieran ungido. Estaba
rechoncho y gordinflón.
Sus ojos, saltones e inquietos, relampagueaban como ascuas bajo el caldero.
Llevaba unas botas flexibles y su caballo era perfecto. Más parecía un vistoso
prelado que un ajado espíritu. Su plato favorito era el pavo cebado rustido. Su
montura, de color castaño bayo.
Nos acompañaba también un Fraile mendicante, un festivo y alegre distrital de
aspecto solemne.
No existía en las cuatro Ordenes mendicantes¹⁸¹⁸ nadie que le
superase en adulación y chismorreo. Había financiado el matrimonio de muchas
jóvenes¹
¹ . Era una firme columna de su Orden. Se le tenía en gran
consideración y recibía el trato familiar de los hacendados de toda la zona, así
como de las señoras ricas de la ciudad. Tenía más poder de absolución que un
simple párroco: era licenciado de su Ordene²² . Escuchaba las confesiones con
dulzura y absolvía con gusto, si estaba seguro de obtener un buen rancho. La
generosidad con una Orden mendicante era, para él, la mejor señal de una buena
confesión. Ante la dádiva se vanagloriaba de conocer el arrepentimiento de un
hombre. A tanto llega la dureza de corazón, que mucha gente, aun con
remordimiento sincero, no puede llorar. Por consiguiente, las oraciones y
lágrimas pueden ser sustituidas por la entrega de dinero a los pobres frailes.
Llevaba siempre la capucha cargada de cuchillos y agujas para hermosas
mujeres.
¡Qué agradable era su voz! Podía cantar y tocar el violín a la perfección y
entonaba las baladas como el mejor. Su cuello, blanco como un lirio, escondía la
fortaleza de un luchador. Conocía las tabernas, posaderos y mozas de mesón
mejor que a los leprosos y mendigos. No resultaba adecuado a un hombre de tan
distinguida posición alternar con enfermos leprosos ni era conveniente ni
lucrativo tratar con semejante puma; pero sí con mercaderes y acomodados. Por
esto ofrecía humilde y amablemente sus servicios allí donde podía sacar tajada.
Era el más capacitado de todos y el más efectivo mendicante de su comunidad.
Pagaba una cantidad fija por tener el territorio donde mendigaba; ningún
miembro de su fratemidad «trabajaba» furtivamente en sus dominios.
Aunque se topara con una viuda sin zapatos, tan persuasivo resultaba su In
Principio²¹²¹, que siempre obtenía alguna pequeña dádiva antes de partir. Lo que
recogía superaba con creces a sus ingresos legales.
En los días en que había que arreglar querellas domésticas era de gran ayuda.
Tenía aspecto de maestro o Papa, no el de un monje con hábito raído como de
estudiante.
Su capa era doble, redonda como campana recién salida del molde.
Tartamudeaba un tanto, con cierto amaneramiento para hacer su inglés más
atractivo. Cuando tocaba el arpa y terminaba su canción le brillaban los ojos bajo
las cejas como estrellas en noche de helada. Este singular fraile se apellidaba
Hubert.
Había también un Mercader de barba partida, de vestido multicolor, montado en
silla elevada, botas con hermosas y limpias hebillas.
Sobre la cabeza, un
sombrero flamenco de castor. Hablaba con engolamiento de los numerosos
beneficios que obtenía. Deseaba que los mares entre Middleburg y Orwe11²²²²
quedaran navegables a cualquier precio.
Era un experto en el cambio de escudos. Este distinguido mercader utilizaba su
cerebro en provecho propio. Todos ignoraban que estaba adeudado (tan
dignamente ejecutaba sus transacciones y peticiones de crédito). Era un
personaje notable, pero, en verdad, no recuerdo su nombre.
También estaba un Erudito de Oxford que llevaba largo tiempo estudiando
lógica²³²³. Su caballo era delgado como un poste y os aseguro que él no estaba
más gordo. Tenía un aspecto enjuto y atemperado. Se cubría con una capa corta
muy raída. No había encontrado todavía subvención y era demasiado poco
mundano para ejercer un empleo.
Prefería tener en la cabecera de su cama los 20 libros de Aristóteles
encuadernados en negro o en rojo que vestidos lujosos, el violín y el salterio. A
pesar de toda su sabiduría, guardaba poco dinero en su cofre. Gastaba en libros y
erudición todo lo que podía conseguir de sus amigos, y en pago rezaba
activamente por las almas de los que le facilitaban dinero para proseguir su
formación. Dedicaba la máxima atención y cuidado al estudio.
Nunca pronunciaba palabras innecesarias y hablaba siempre con circunspección,
brevedad y concisión, y selecto vocabulario. Sus palabras impulsaban hacia las
virtudes morales.
Disfrutaba estudiando y enseñando.
No faltaba también un Magistrado²⁴²⁴, prudente y habilidoso, que frecuentaba los
porches²⁵²⁵, y era muy conocido, discreto y distinguido; o al menos así lo
parecía; sus palabras rezumaban sabiduría. Había actuado como juez en los
procesos por real decreto y tenía jurisdicción plena para enjuiciar todos los
casos; por su saber y reputación se había hecho acreedor a muchos regalos y
vestidos. Nunca compró nadie propiedades por tan poco; los asuntos más
embrollados los clarificaba y dejaba libres de carga.
Era el más ocupado de los mortales y, sin embargo, todavía lo parecía más de lo
que en realidad lo estaba.
Conocía todos los casos legales y decisiones que se
habían dictaminado en los procesos desde los tiempos de Guillermo el
Conquistador²
² . Se sabía las leyes de memoria.
Integraba también el grupo un Terrateniente, de barba blanca como pétalos de
margarita. Era de temperamento san guíneo²⁷²⁷. Por las mañanas le apetecía pan
remojado en vino.
Si Epicuro sostenía que la plenitud de la felicidad consistía en el deleite perfecto,
nuestro terrateniente era verdadero hijo suyo. En su casa ejercía la hospitalidad
en sumo grado. Era el San Julián²⁸²⁸ de su comarca. Su pan y cerveza poseían
una calidad exquisita. Su bodega estaba repleta de vinos selectos. La despensa
rebosaba de tortas, pescados, carne... Inundaba la casa de alimentos y bebidas
con todos los refinamientos que imaginarse puedan y variaba los platos y
comidas de acuerdo con las distintas estaciones del año.
Poseía muchas perdices, bien criadas, en pequeñas jaulas, así como peces de
agua dulce, brecas y lucios, en un estanque. ¡Ay del cocinero si no condimentaba
la salsa fuerte y picante y no estaba preparado para cualquier contingencia! Su
comedor siempre se hallaba dispuesto a acoger posibles comensales.
Presidía frecuentemente las sesiones de los jueces de paz y a menudo había sido
elegido representante por su condado²² . De su cinto colgaba una pequeña daga
y una bolsa blanca cual leche recién ordeñada.
Había desempeñado también el
cargo de sheriffy de supervisor en el pago de impuestos. En resumen, era un
respetabilísimo terrateniente.
Entre los demás se hallaban un Mercero, un Carpintero, un Tejedor, un Teñidor y
un Tapicero, todos ataviados con librea uniforme, perteneciente a un gremio
poderoso y honorable. Su atuendo era nuevo y recién repasado; sus dagas no
terminaban en latón, sino que estaban delicadamente montadas con plata forjada
cincelada, haciendo juego con sus cinturones y bolsas³
³ . Cada uno parecía un
auténtico ciudadano de burgo, digno de tener un lugar en el estrado de la casa
consistorial y su capacidad y buen juicio, aparte de suficientes posesiones e
ingresos, para ostentar el cargo de concejal. Para esto todos ellos contarían con el
entusiasta asentimiento de sus esposas -de lo contrario, dichas señoras
merecerían total reprobación. Pues resulta muy agradable ser llamada «Doña» y
desfilar en primer lugar en las fiestas de la iglesia y que le lleven a una el manto
con gran pompa. Habían llevado con ellos, para tal ocasión, a un Cocinero que
se quedaba solo cuando hervía pollo con huesos de tuétano, sazonándolo con
pimienta y especias.
¡Y lo bien que conocía el sabor de la cerveza de Londres!
³¹³¹. Sabía asar, freír, hervir, tostar, hacer guisos y repostería. Pero era una
verdadera lástima que tuviera una supurante úlcera en la espinilla, o al menos así
pensaba yo, pues hacía budín de arroz condimentado con salsa blanca con los
ejemplares de pollo más selectos.
Se encontraba, además, en el grupo un Marino que vivía en la parte occidental
del país; me imagino que procedía de Dartmouth³²³². Cabalgaba lo mejor que
podía, montado sobre un caballo de granja y vestía una túnica de basta sarga que
le llegaba a las rodillas. Bajo el brazo llevaba una daga colgada de una correa
que le rodeaba el cuello. El cálido verano había tostado su piel; era todo un
pillastre, capaz de echarse al coleto cualquier cantidad de vino de Burdeos
mientras los mercaderes dormían. No tenía escrúpulos de ningún género: si
luchaba y vencía, arrojaba a sus prisioneros por la borda y les enviaba a casa por
mar, procedieran de donde fuera. Desde Hull a Cartagena³³³³ no había quien le
igualara en conocimientos marinos para calcular mareas, corrientes y calibrar los
peligros que le rodeaban; o en su experiencia de puertos, navegación y cambios
de la Luna. Era un aventurero intrépido y astuto; su barba había recibido el azote
de muchas tormentas y galemas. Conocía todos los puertos existentes entre
Gottland (Suecia) y el cabo Finisterre y todas las ensenadas³⁴³⁴ de Bretaña y
España. Su barco se llamaba Magdalena.
Nos acompañaba un Doctor en Medicina. No tenía rival en cuestiones de
medicina y cirugía, pues poseía buenos fundamentos en astrología. Estos
conocimientos le permitían elegir la hora más conveniente para administrar
remedios a sus pacientes; y tenía gran destreza en calcular el momento más
propicio para fabricar talismanes para sus clientes³⁵³⁵.
Sabía diagnosticar toda
suerte de enfermedades y decir qué organo o cuál de los cuatro humores -el
caliente, el frío, el húmedo o el seco-- era el culpable de la dolencia. Era un
médico modelo. Tan pronto como descubría el origen de la perturbación, daba
allí mismo al enfermo la medicina correspondiente, pues tenía sus farmacéuticos
a mano para suministrarle drogas y jarabes. De este modo cada uno actuaba en
beneficio del otro -su asociación no era reciente. El Doctor estaba muy versado
en los autores antiguos de la clase médica³
³ : Esculapio, Dioscóndes, Rufo, Hall,
Galeno, Serapio, Rhazes, Avicena, Averroes, Damasceno, Constantino,
Bernardo, Gaddesden y Gilbert. Era moderado para su propia dieta: no contenía
nada superfluo, sino sólo lo que era nutritivo y digestivo. Raramente se le veía
con la Biblia en las manos. Vestía ropajes de color rojo sangre y azul grisáceo,
forrados de seda y tafetán; sin embargo, no era ningún manirroto, sino que
ahorraba todo lo que ganaba gracias a la peste³⁷³⁷. En la medicina, el oro es un
gran reconstituyente; y por eso le tenía un afecto especial.
Entre nosotros se hallaba una digna Comadre que procedía de las cercanías de la
ciudad cle Bath³⁸³⁸; por desgracia, era un poco sorda. Tejiendo telas llegaba a
superar incluso a los famosos tejedores de Ypres y Gante.
Ninguna mujer de su
parroquia osaba adelantársele cuando se dirigía al ofertorio; pues si alguna se
atrevía, se enojaba hasta perder los estribos. Sus pañuelos eran del más fino
lienzo; y me atrevo a decir que el que llevaba los domingos sobre la cabeza
pesaba diez libras. Sus medias eran del más hermoso color escarlata y las llevaba
tensas; calzaba relucientes zapatos nuevos; su rostro era bello; su expresión,
altanera, y su talante, gracioso. Toda su vida había sido una mujer respetable. Se
había casado consecutivamente por la Iglesia con cinco maridos, sin contar sus
varios amores de juventud, de los que no es preciso hablar ahora. Había visitado
Jerusalén tres veces y cruzado muchísimos ríos del extranjero; había estado en
Roma, en Boulogne, en la catedral de Santiago de Compostela y en Colonia³³ ,
por lo que sabía muchísimo de viajes. Por cierto que tenía los dientes
separados⁴⁴ . Montaba cómodamente a lomos de un caballo cansino y cubría su
cabeza con una toca y un sombrero que más parecía un escudo o coraza. Una
falda exterior cubría sus anchas caderas, mientras que en sus talones llevaba un
par de puntiagudas espuelas. Cuando tenía compañía, reía con sonoras
carcajadas.
Sin duda conocía todos los remedios para el amor, pues en ese juego
había sido maestra.
Nos acompañaba también un hombre religioso y bueno, Párroco de una ciudad,
pobre en dinero, pero rico en santas obras y pensamientos. Era, además, hombre
culto, un erudito que predicaba la verdad del Evangelio de Jesucristo y enseñaba
con devoción a sus feligreses. De carácter apacible y bonachón, buen trabajador
y paciente en la adversidad -pues había estado sometido con frecuencia a duras
pruebas-, se sentía reacio a excomulgar⁴¹⁴¹ a los que dejaban de pagar el diezmo.
A decir verdad, solía repartir entre los pobres de su parroquia lo que le habían
dado los ricos, o lo que tenía de su propio peculio, pues se las arreglaba para
vivir con muy poco. A pesar de regentar una parroquia extensa, con pocas casas
y muy distantes entre sí, ni la lluvia ni el trueno, ni la enfermedad ni el infortunio
le impedían ir a pie, con la vara en la mano, a visitar a sus feligreses más
alejados, tanto si eran de alta alcurnia como de baja condición. A su grey le daba
el hermoso ejemplo de practicar, luego predicar. Era un precepto que había
sacado del Evangelio, al que añadía este proverbio: «Si el oro puede oxidarse,
¿qué es lo que hará el hierro?» Pues si el cura en el que confiamos está
corrompido, nadie debe maravillarse de que el hombre corriente se corrompa
también. ¡Que tomen nota los sacerdotes! ¿No es una vergüenza que el pastor se
halle cubierto de estiércol mientras sus ovejas están limpias?
Al sacerdote corresponde dar ejemplo a su rebaño con una vida pura y sin
mácula.
Él no era de los que recogían su beneficio y dejaban a las ovejas
revolcándose en el fango mientras coman a la catedral de San Pablo en Londres
en pos de una vida fácil, como una chantría, en la que, les pagaran para cantar
misas por el alma de los difuntos, o una capellanía en uno de los gremios, sino
de los que permanecían en casa vigilantes sobre su rebaño para que el lobo no le
hiciese daño. Era un pastor de ovejas, no un sacerdote mercenano⁴²⁴². Pero, a
pesar de su virtud, no despreciaba al pecador. Su forma de hablar no era ni
distante ni severa; al revés, se mostraba considerado y benigno al impartir sus
enseñanzas. Se esforzaba en ganar adeptos para el cielo mediante el ejemplo de
una vida modélica. Sin embargo, si alguien -sin importarle su rango- se
empeñaba en ser obstinado, jamás dudaba en propinarle una severa
amonestación. Me atrevería a decir que no existe en parte alguna mejor
sacerdote. Nunca buscaba ser objeto de ceremonias o de especial deferencia, y su
conciencia no era excesivamente escrupulosa. Enseñaba, es verdad, el Evangelio
de Jesucristo y sus doce Apóstoles; pero él era el primero en cumplirlo al pie de
la letra.
Venía con él su hermano, un Labrador. ¡La de cargas de estiércol que había
llevado en el carro este buen y fiel trabajador! Vivía en paz y armonía con todos.
En primer lugar, amaba a Dios con todo su corazón, tanto en los buenos tiempos
como en los malos; luego amaba a su prójimo como a sí Mismo⁴³⁴³.
Trillaba,
cavaba y abría zanjas y, por amor a Jesucristo, cuando sus caudales se lo
permitían, hacía lo mismo para cualquier persona pobre sin percibir emolumento
alguno. Pagaba el justo diezmo, tanto por sus cosechas como por el aumento de
su ganado, sin escatimar nada. Cabalgaba humildemente sobre una yegua y
vestía una holgada camisa de labriego.
Por último, había un Administrador, un Molinero, un Alguacil, un Bulero, un
Intendente y, el último de todos, yo. El Molinero era un sujeto alto y fornido, de
osamenta grande y poderosos músculos que utilizaba a las mil maravillas en las
justas de lucha de un extremo al otro del país, pues se llevaba el premio en cada
una de ellas. Era rechoncho, cuadrado y musculoso; no había puerta que no
pudiera sacar de sus goznes o derribarla embistiéndola con la cabeza. Su barba
era pelirroja como el pelaje de una zorra o las cerdas de una marrana, y por su
anchura, semejante a una azada. En el lado derecho de la punta de la nariz tenía
una verruga de la que surgía un penacho de pelos rojos parecidos a las cerdas de
la oreja de un puerco. Sus fosas nasales eran inmensas y negras. En bandolera
ceñía espada y escudo. Tenía una bocaza ancha como la puerta de un horno y su
hablar era generalmente obsceno y picante. Contaba chistes irreverentes y era
todo un parlanchían goliárdico⁴⁴⁴⁴. Y hay que ver lo bien que se sabía todos los
trucos de su oficio, como sisar grano y cobrar tres veces el justo valor; sin
embargo, era bastante honrado para ser molinero. Vestía una chaqueta blanca y
una caperuza azul y nos sacó de la ciudad al son alegre de la gaita.
Otro personaje era Intendente de uno de los Colegios de Abogados, que podía
haber servido de modelo a todos los proveedores por su astucia al comprar
víveres; pues, tanto si pagaba al contado como si compraba a crédito, vigilaba
los precios del momento, por lo que siempre era el primero en entrar y hacer una
buena compra. Ahora bien, ¿no es notable ejemplo de la gracia de Dios que el
ingenio de un hombre sin educación, como éste, sobrepasase la sabiduría de un
grupo de hombres cultos?
Sus superiores eran más de treinta, y todos ellos
eruditos y expertos en cuestiones legales. Había una docena de ellos en el
Colegio capaces de manejar las rentas y las tierras de cualquier par de Inglaterra
de modo que, a no ser que éste fuese un loco despilfarrador, podría vivir
honorablemente y libre de deudas con sus ingresos, o, al menos, del modo
sencillo que le gustase; capaces también de asesorar a todo un condado sobre
cualquier pleito que pudiera surgir. A pesar de todo ello, este tal administrador
podía engañar a todos ellos juntos.
Era un hombre delgado y colérico. Apuraba el afeitado de su barba al máximo y
recortaba los cabellos alrededor de sus orejas dejándolos muy cortos; la parte
superior de la cabeza la llevaba tundida por delante como si fuera la de un
sacerdote. Sus piernas, largas y escuálidas, parecían estacas; sus pantorrillas no
se veían. Cuidaba hábilmente de las arcas y graneros; ningún interventor podía
con él. Observando la sequía y las precipitaciones de lluvia podía estimar con
bastante precisión el rendimiento de sus semillas y granos. Todo el ganado de su
dueño, tanto bovino como vacuno, porcino y caballar, la producción de leche y
las aves de corral, estaban a cargo de este hombre, que había tenido que rendir
cuentas desde que su amo cumplió los veinte años.
Nadie podía demostrar que
iba atrasado en los pagos. Estaba al corriente de todos los trucos y timos
realizados por los administradores, vaqueros y trabajadores de la granja, por lo
que le temían como a la peste. Residía en una bonita casa sombreada por
frondosos árboles y circundada por un prado. Sabía comprar mejor que su dueño
y había sido capaz de almacenar bienes secretamente. Era muy ducho en
obsequiar a su amo con regalos que ya le pertenecían, por lo que, al mismo
tiempo que conseguía ganar su aprecio, obtenía el obsequio de un traje o una
caperuza. De joven había aprendido un buen oficio en el que era muy diestro: el
de carpintero. Montaba una robusta jaca de color gris, moteada, a la que llamaba
«Escocesa». Vestía un largo gabán azul; de su cinto colgaba una espada
herrumbrosa. Procedía de los alrededores de la ciudad de Bawdeswell, en
Norfolk⁴⁵⁴⁵. Llevaba el gabán recogido con un ceñidor, al estilo de los frailes, y
siempre era el que cerraba el cortejo cuando cabalgábamos.
En la posada, entre nosotros, había un Alguacil de menudos ojos y rostro
encendido como el de un querubín⁴
⁴ , totalmente cubierto de granos. Era
cachondo y lascivo como un gorrión. Los niños se asustaban de su cara con sus
roñosas cejas negras y su escuálida barba.
Ni el mercurio, el blanco de plomo, el
azufre, el bórax, el albayalde, el crémor tártaro ni otros ungüentos que limpian y
queman podían librarle de las blancas pústulas o de los botones granulentos que
llenaban sus mejillas. Tenía una gran pasión por los ajos, cebollas y puerros⁴⁷⁴⁷ y
por beber un fuerte vino tinto, rojo como la sangre de toro, que le hacía bramar y
charlar como si estuviera chiflado; cuando estaba realmente borracho de vino no
hablaba más que en latín. Sabía dos o tres términos legales que había aprendido
de algún edicto, lo que no es de extrañar, puesto que oía latín durante todo el día,
pues, como se sabe, cualquier individuo puede enseñar a un grajo a pronunciar
wat⁴⁸⁴⁸ igual que el mismísimo Papa.
Sin embargo, si se hurgaba más en él, se
descubría que era poco profundo; todo lo que sabía hacer era repetir como un
loro questio quid juns⁴⁴ una y otra vez.
Era un tipo sinvergüenza y campechano, tan bueno como ustedes puedan
imaginar. Por un litro escaso de vino permitía a cualquier camarada conservar su
concubina durante un año y, además, le perdonaba. Además era muy capaz de
seducir a una mujer. Si alguna vez hallaba a un tipo amartelado con una chica,
solía decirle que no se preocupara por la excomunión del Arcediano para tal
caso, a menos que creyera que su bolsa se hallaba en el lugar de su alma, pues
era precisamente en la bolsa donde sería castigado. «Tu bolsa es el infierno del
Arcediano», solía decir. Pero estoy seguro de que mentía como un bellaco; los
culpables deben temer el significavit⁵⁵ porque destruye el alma de la misma
forma que la absolución la salva, y, por consiguiente, también debía estar al
cuidado del mandato judicial que los metía en la cárcel.
Todas las prostitutas
jóvenes de la diócesis estaban enteramente bajo su dominio, puesto que era su
confidente y único asesor y consejero. Este alguacil había colocado sobre su
cabeza una guirnalda tan grande como las que cuelgan de las fachadas de las
cervecerías. Llevaba un escudo redondo como una torta.
Con él cabalgaba un digno Bulero de Rouncival⁵¹⁵¹, su amigo y compañero del
alma, que había llegado directamente desde el Vaticano de Roma. Canturreaba
en voz alta «Acércate, amor»⁵²⁵², mientras el alguacil entonaba la parte baja con
mas estridencia que una trompeta.
El cabello de este Bulero tenía el color
amarillo cual la cera y lo llevaba lustroso y brillante como madeja de lino; los
rizos le caían en pequeños grupos extendidos sobre sus hombros, en donde
descansaban en forma de mechones finamente esparcidos. Se sentía más cómodo
cuando andaba sin caperuza, que llevaba metida en un hato. Por el hecho de
llevar el cabello suelto y sin cubrir, salvo por un pequeño solideo, pensaba estar
a la última moda. Tenía unos grandes ojos saltones como los de un conejo. En la
parte interior del solideo llevaba cosida una pequeña reproducción del lienzo de
la Verónica. Su cartera, que apoyaba en su regazo, iba llena a reventar de
indulgencias, todavía calentitas, procedentes de Roma. Tenía una voz delgada
como de cabra y su rostro no mostraba ni el menor vestigio de barba, que parecía
no tener ganas de crecer; su cutis era tan fino como acabado de afeitar. Lo tomé
por castrado o invertido. Pero en cuanto a su profesión, desde Berwick a Ware⁵³⁵³
no había bulero que le llegase a la suela del zapato, puesto que en su bolsa
guardaba una funda de almohada que, según él decía, estaba hecha del velo de
Nuestra Señora. Aseguraba poseer un fragmento de la vela de la barca
perteneciente a San Pedro cuando intentó caminar sobre las aguas y Jesucristo le
sostuvo. Tenía una cruz de latón montada en guijarros y un relicario de vidrio
lleno de huesos de cerdo. Sin embargo, cuando tropezaba con un pobre clérigo
campesino sabía hacer más dinero en un día con dichas reliquias que el clérigo
en dos meses. Es decir, por medio de una descarada adulación y un poco de
pases y visajes se metía al clérigo y a su gente en el bolsillo.
Si queremos ser
justos con él, en la iglesia era, desde todos los puntos de vista, un buen
eclesiástico. Leía a la perfección un pasaje o una parábola, pero sobresalía en el
himno del ofertorio, porque después de haberlo cantado, consciente de que tenía
que predicar, sabía muy bien cómo hacer soltar dinero a los fieles con su hablar
meloso. Por eso siempre cantaba con gran fuerza y alegría.
Hasta aquí les he descrito a ustedes en pocas palabras la clase de gente, atuendo
y número que formaba nuestro grupo y la razón por la que se reunieron en esta
excelente posada de Southwark, «El Tabardo», al lado mismo de «La
Campana»⁵⁴⁵⁴.
Ha llegado ya el momento de contarles la forma de comportarnos
la noche en que llegamos a la posada; luego les hablaré de nuestro viaje y del
resto del peregrinaje. Pero, en primer lugar, debo rogar a ustedes indulgencia en
no atribuirme falta de refinamiento si utilizo aquí un lenguaje sencillo al dar
cuenta de su conversación y conducta y reproduzco las palabras exactas que
utilizaron. Pues ya saben ustedes tan bien como yo que quien repite una historia
o un cuento que ha explicado otro, debe hacerlo reproduciendo con la máxima
fidelidad posible las palabras que se le han confiado, por grosero o descuidado
que sea su lenguaje; de otro modo debe falsificar el cuento o reinventarlo o
encontrar nuevas palabras para relatarlo. Aunque el hombre sea su hermano, no
debe contenerse sino utilizar las palabras que usó, cualesquiera que fueren.
En la
Biblia, el lenguaje del propio Jesucristo es claro y directo; pero, como ustedes
saben, esta condición no constituye ningún atentado al buen gusto. Además,
Platón dice (como cualquiera que le lea puede comprobar por sí mismo): «Las
palabras deben corresponder a la acción»⁵⁵⁵⁵. Por ello les ruego que me perdonen
si en este relato no presto la debida atención al rango de las personas en el orden
en que debieran aparecer. No soy tan listo como ustedes podrían suponer.
Nuestro Anfitrión nos recibió con los brazos abiertos a todos y nos asignó
inmediatamente lugares para la cena. Nos sirvió las mejores viandas; el vino era
fuerte y nos apetecía beber. Era un individuo de aspecto sorprendente, un
adecuado maestro de ceremonias para cualquier sala.
Era corpulento, de ojos
saltones (no hay ciudadano en Cheapsides⁵
⁵ con mejor presencia que él),
atrevido en el hablar, pero astuto y cortés; un hombre de cuerpo entero. Además
era bastante bromista, puesto que, después de cenar, cuando habíamos pagado
cada uno la cuenta, empezó a hablar de proporcionarnos diversión, diciendo:-Damas y caballeros: bienvenidos. Les doy mi palabra de que no miento si
afirmo que no he visto compañía más agradable bajo mi techo en lo que va de
año. Si supieran cómo me gustaría proporcionarles alguna diversión... Pero
acaba de ocurrírseme un juego que les divertirá y no les va a costar ni un
penique. Ustedes van a Canterbury. ¡Que tengan un buen viaje y que el santo
mártir les recompense! Sin embargo, pueden divertirse relatando cuentos durante
el camino. No tiene sentido cabalgar mudos como estatuas. Por ello, tal como les
acabo de decir, idearé un juego que les aporte alguna diversión. Si les gusta,
acepten unánimemente mi decisión y hagan lo que les indicaré cuando partan
mañana. Les juro por el alma de mi padre que podrán cortarme la cabeza si no lo
pasan bien.
Ni una palabra más. ¡Levanten todos la mano!
No tardamos mucho en decidirnos. No vimos ventaja alguna en discutir su
propuesta, por lo que la aceptamos sin rechistar y le rogamos que nos diese las
órdenes pertinentes.-Damas y caballeros -empezó el anfitrión-, háganse a sí mismos un favor y
escuchen lo que voy a decir y no menosprecien mis palabras. En resumen, he ahí
mi propuesta: cada uno de ustedes, para que el camino les parezca más corto,
deberá contar dos cuentos durante el viaje. Quiero decir, dos en la ida y dos en la
vuelta. Cuentos del estilo de «érase una vez...». El que relate su historia mejor
con el argumento más edificante y divertido- será obsequiado con un banquete a
costa del resto del grupo, aquí, en esta posada y bajo este mismo techo, al
regresar de Canterbury. Y para hacerlo más divertido, tendré mucho gusto en
cabalgar junto a ustedes a mis propias expensas y en ser su guía. El que no se
someta a mi decisión deberá pagar todos los gastos del trayecto. Ahora, si
ustedes están de acuerdo, háganmelo saber enseguida, sin más dilación, y
efectuaré los preparativos pertinentes.
Su propuesta fue aceptada. Alegremente le dimos palabra y le encarecimos que,
tal como había manifestado, fuera nuestro guía, juez y árbitro de nuestros relatos
y que dispusiera una cena a un precio fijo de antemano. Aceptamos ser
gobernados por sus decisiones en todo, por lo que unánimemente nos sometimos
a su buen juicio.
Entonces mandó a buscar más vino, y cuando nos lo hubimos
bebido, nos fuimos a la cama sin dilación.
A la mañana siguiente nuestro anfitrión se levantó al romper el alba, nos
despertó y nos reunió a todos en grupo. Salimos cabalgando un poco más rápido
que al paso, hasta que llegamos al abrevadero de Santo Tomáss⁵⁷⁵⁷, donde
nuestro anfitrión tiró de la brida de su caballo y dijo:-Damas y caballeros, ¡atiendan, por favor! ¿Recuerdan lo que prometieron? Si en
esta mañana persisten en la misma idea que tenían anoche, vamos a ver a quién
le toca contar el primer cuento.
El que se rebele contra mis disposiciones tendrá
que pagar todo lo que gastemos por el camino; de lo contrario, que nunca más
beba ni una sola gota. Ahora, antes de proseguir, echemos suertes.-Señor caballero -dijo él-, ¿quiere su señoría echar las suertes?, pues ésta es mi
voluntad. Acérquese más, mi señora priora, y usted también, señor erudito;
abandonen esa timidez y actitud comedida. ¡Todos a echar suertes!
Todos pusieron manos a la obra. Por cierto que, sea por casualidad, destino o
fatalidad, la verdad es que le tocó la china al caballero, para deleite de todos. Por
lo que ahora le corresponde a él relatar su historia, de acuerdo con lo estipulado
y según lo descrito. ¡¿Qué más puedo decir yo? Cuando el buen hombre vio
cómo estaban las cosas, con gran sensatez cumplió la promesa que había hecho
libremente, y dijo:-Ya que me corresponde a mí iniciar el juego, así sea, ¡por Dios! y ¡bendita sea
mi suerte! Ahora sigamos cabalgando y escuchad lo que voy a decir.
Proseguimos nuestro viaje a caballo y enseguida empezó su animado relato con
estas palabras.