martes, 15 de abril de 2025

Para una lectura del Pessoa utópico Miguel Casado INTRODUCCIÓN

 



«OBRAS» ABADA EDITORES MENS AGÍTAT MOLEM 

 Para una lectura del Pessoa utópico Miguel Casado

 I . Malestar Fernando Pessoa publicó Mensaje en diciembre de 1934; fue el único de sus libros que preparó para la imprenta, el único que vio editado, pues murió el 3 ° de noviembre de 1935= un año más tarde, sin haber culminado ninguno de sus otros proyectos. Y no solo por esto resulta un libro singular: su planteamiento parece cerrado en sí mismo, sin vías de comu nicación a primera vista con los demás textos pessoanos; dibuja un lugar propio, relativamente aislado dentrc escritura del autor, y no remite a la voz múltiple q hecho legendario a Pessoa, sino que contiene una « facetas menos frecuentadas, menos conocidas por los lecto res que en todo el mundo tiene. 

 Guando en una carta —a la que volveré— trata de explicar cuál de sus personalidades se manifiesta en Mensaje, se pre senta así: «Soy de hecho un nacionalista místico, un sebas- tianista racional»1 —es decir, se define por un lugar a la vez político y espiritual, y por una determinada inserción en la tradición portuguesa. Pessoa, en efecto, repasa la nómina de quienes fueron protagonistas en la formación y consolida ción de la entidad nacional de Portugal y de su independen cia, situando su tarea bajo el amparo del dios católico. 

En una segunda parte, distingue como empresa de la madurez I Fernando Pessoa, Teoría poética. Edición de José Luis García Martín. Traducción de José Angel Cilleruelo. Madrid, Júcar, 1985, p. 185. nacional los descubrimientos realizados en Africa, América o Asia, y caracteriza igualmente a los personajes que los lleva ron a cabo. Y, por fin, comparte la propuesta utópica del sebastianismo, como proyecto colectivo aún vigente; como es sabido, el joven rey Don Sebastián, desapareció en la batalla de Alcazarquivir el 4 de agosto de 1578 ■ en el curso de una expedición al Magreb; no se encontró su cadáver y, desde esos mismos momentos, se generó la esperanza —y la leyenda— de su regreso liberador, en cuya duradera onda de energía viene a inscribirse también Pessoa.

 De este modo, Mensaje, ofrece una lectura histórica en la línea iniciada por OsLusiadas, de Camdes, basándose, como principal fuente, en la romántica Historia de Portugal, de G li- veira Martins, un autor decimonónico que anudó el curso de los siglos en torno a la utopía sebastianista. Y, como ocurre en estos precedentes, a Pessoa lo mueve una voluntad nacio nalista, que, en su caso, asumiría a la vez un carácter espiritual, no tanto por su confesionalismo (que parece derivarse del contexto histórico de los orígenes de la nación), como por su forma de eludir la práctica inmediata de la política, ideali zando algunos principios, y por el oscuro fluir subyacente de una concepción esotérica. Todo ello va tomando cuerpo en el libro gracias a una sintaxis latinizante y al uso de formas cerradas, neoclásicas, que no tendrían ya por referencia —como en la poesía firmada por el heterónimo Ricardo Reis— a Horacio y la tradición clásica, ni tampoco el manie rismo exuberante de Camdes, sino un prieto verso elíptico y abstracto, casi conceptista, que a veces recuerda el momento de cruce entre el primer Renacimiento y lo medieval tardío, y que para nosotros conlleva la lejana resonancia de un Jorge Manrique más flexible, más libre. 

 En Mensaje parecería que, en vez de la pluralidad de voces de los heterónimos que dialogan en el escenario del drama pessoano, aquí es una pluralidad de lenguas la que entabla conversación: la heráldica, la emblemática, la mesiánica, la mitológica, la esotérica, la numerológica, la de la tradición literaria... Pessoa tuvo que realizar una tarea ingente para escribir y organizar, para articular todos los subtextos, tra 6 MIGUEL CASADO mas y codificaciones. Sin embargo, nunca se desprendió de una especie de malestar que le producía Mensaje, y que quizá no era sino el modo de incorporarlo a una obra inestable y en conflicto siempre consigo misma. 

 El m alestar d e l a u to r «Estoy absolutamente de acuerdo con usted en. que no fue feliz el estreno que de mí mismo hice con un libro de ía naturaleza de Mensagem»2: dice Pessoa casi al principio de la carta que le dirige el 13 de enero de 1935 a Adolfo Casais Monteiro —poeta veinte años más joven que él, director entonces de la revista Presenta—, célebre carta que incluye el citadísimo relato de cómo surgieron los heterónimos. El desarrollo de la carta trata, después de esa primera confe sión, de buscar justificaciones. En prim er lugar, alega, no habría tomado en sentido estricto una decisión, la publica ción no era iniciativa suya: «Com encé con este libro mis publicaciones por la simple razón de que fue el primer libro que conseguí, no sé por qué, tener organizado y listo.

 Como estaba dispuesto, me incitaron a que lo publicase; accedí» —y no es ajeno al malestar, y quizá a la mala conciencia, que Pes soa no relacione esa casual invitación a publicar con la pro puesta previa de que lo presentara a un concurso, convocado para libros que exaltaran el nacionalismo portugués. Quizá esta convocatoria fue el desencadenante práctico3; en todo caso, no se debió a una razón interna del propio libro o de su obra que lo eligiera como tardío estreno editorial. En segundo lugar y desde la perspectiva del autor, no deja de percibirse un desajuste entre este desarrollo de los hechos y la minuciosa forma, casi maniática, en que concebía Pessoa todos sus proyectos, hasta el punto de nunca llegar a cerrarlos. 

 El inacabamiento de sus textos y su privacidad son constituti 2 3 Fernando Pessoa, Teoría poética, ed. eit., p. !8",. Obtuvo finalmente el segundo premio —el primero para libros más breves—, que también conllevaba la publicación. vos de su escritura, vista en conjunto y desde ahora. Parece que motivo principal del malestar sería la discordancia entre la publicación de Mensaje y su poética de lo múltiple, el rechazo que siempre había sentido a que una sola poética, unitaria, pudiera tomarse como la suya personal: «Guando a veces pensaba en el orden de una futura publicación de mis obras —sigue diciendo en la carta—, nunca un libro del género de Mensagem había figurado en primer lugar. Dudaba si debía comenzar por un libro de versos grande —un libro de unas 350 páginas— englobando varias subpersonalidades de Fer nando Pessoa...». 

Y eso le lleva a reconocer, después del ini cio ya citado, un déficit evidente: «Soy de hecho un naciona lista místico, un sebastianista racional. Pero soy aparte y hasta en contradicción con esto, muchas otras cosas. Y esas cosas, por la misma naturaleza del libro, Mensagem no las incluye». Se entiende bien que este resultara el modo menos pre visible, para él mismo, de empezar la publicación de sus tex tos, aunque no fuera consciente de la cercanía de la muerte y, en esa medida, confiara aún en tener ocasión de dar una imagen más completa de sí —por eso, el razonamiento que traslada a Casais Monteiro continúa con el recuento de los proyectos inmediatos—. Llevaba ya muchos años pensando cómo resolver el tránsito desde las revistas y periódicos al libro, y cómo debían articularse sus distintas poéticas para que la posible obra impresa asumiera la pluralidad. Y no actuó así: el cierre estructural de Mensaje apuntaba en direc ción opuesta. Intentó argumentar en su defensa, pese a todo, con una tercera justificación: «Estoy de acuerdo con usted, dije, en que no fue feliz el estreno que de mí mismo hice con la publicación de Mensagem. 

Pero estoy también de acuerdo con el hecho de que fue el mejor estreno que podía hacer. Precisamente porque esta faceta —en cierto modo secunda ria— de mi personalidad no había sido nunca suficiente mente manifestada en mis colaboraciones en revistas»' .

 4 8 El argumento no respondía del todo a la verdad. Una revista había publicado en 1922 Mar Portugués, la segunda sección del libro y un tercio de él en extensión. MÍGUEt CASADO Las distintas poéticas que integran la obra de Pessoa mantienen una continua discusión entre sí, confrontando sus concepciones del mundo o proponiendo fórmulas lin güísticas y estructurales muy diferentes. Pero me atrevería a decir que la forma en que, en distintos lugares de la obra, se rechazan rasgos o posiciones contenidos en Mensaje, más que del orden de este tipo de divergencias, es del orden de la des calificación. 

Me limito a poner tres ejemplos, para subrayar lo aislado de este libro y el tipo de malestar que lo acompaña. En un poema firmado por Alvaro de Campos, significativo por su anotación manuscrita: «El inicio de Alvaro de Cam pos» (el poema parece ser tardío, y falsa, pues, su datación, pero con la evidente idea de dotar al personaje de unas raíces que lo definan), se lee esta exclamación: «¡Tan poco herál dica la vida!»0; como veremos, la heráldica es motivo sobre el que se articula, en buena medida, la estructura de Mensaje. 

No es la única expresión de distancia de Alvaro de Campos; podría citarse también su escepticismo específico respecto a los viajes a Oriente, que habían sido el núcleo de la epopeya de los descubrimientos; así, los versos de Opiario, el p gran poema con su firma: «Mas yo busco en el opi consuela / un Oriente al oriente del O riente»6, o, de más trivial, «M e parece que no vale la pena / ir hasta Oj. y ver la India y China»7. La segunda muestra de desacuerdo la tomo de la conti nuada defensa del paganismo que hace Ricardo Reis y la dureza de los ataques al cristianismo que van inscritos en ella —igual que en los textos en prosa firmados por Antonio Mora, el doble filosófico de Reis—; frente a ello, la ya citada confesionalidad católica de Mensaje y un providencialismo que convierte a Dios en factor determinante del proyecto nacio nal portugués. Y quizá el tercer ejemplo sea el más fuerte, 5 6 7 Fernando Pessoa, Poesía III.

 Los poemas de Alvaro de Campos, I. Edición de Juan. Barjayjuana Inarejos. Madrid, Abada, 2012, p. 59 Ibídem, p. 77 Ibídem, p. 8l. porque lo pone el poema «Elegía en la sombra», escrito solo medio año más tarde de la publicación del libro, en junio de 1935, y, como este, firmado por Pessoa con su pro- pió nombre: «Duerme, madre Patria, nula y postergada, / y, si un sueño te surge de esperanza, / no creas en él, porque todo es nada, / y nunca viene lo que lia de venir» ; donde se percibe realmente esta elegía como un anti-Mensaje. E l m alestar de los lecto res Algún tipo de malestar, como el compartido por Pessoa con su corresponsal, seguirá acompañando la fortuna de Mensaje; será el malestar de los lectores, aunque ya no con las mismas causas, porque la perspectiva es, obviamente, otra: los lecto res disponen del resto de la obra de Pessoa, pueden ir cono ciendo y sopesando las diversas voces que en ella hablan, contando siempre con su multiplicidad: es inevitable que unos prefieran a Campos o a Reis, otros a Caeiro o al ortónimo Pessoa; no se puede quizá disfrutar por igual todas las poéti cas, aun admirando el conjunto. 

Creo que el malestar de los lectores ante Mensaje se relaciona con una de estas dos causas o con ambas: con la apuesta ideológica por un nacionalismo de corte tradicional y teocrático, por una parte, y, por otra, con los efectos, en la lengua y el mundo del libro, de un trabajo estructural de cierre, sin precedentes en Pessoa. Merece la pena detenerse primero en un punto y luego en el otro, para ir, con esta guía, entrando más en materia. a ) M alestar po lítico Entre la infinidad de los escritos inéditos de Pessoa, de sus hojas de prosa inacabadas, abandonadas y luego reanudadas en otro punto, proliferan y casi predominan los de inten 8 Fernando Pessoa, Mensagem. Poemas esotéricos. Edición de José Augusto Seabra (coord.). Madrid, A LLC A XX y Editorial Universitaria de Chile, 1997» p- 106 (la traducción es mía). ción política, mezclándose esas notas nunca publicadas con los textos dados a la prensa. A lo largo de toda su vida, Pessoa fue tomando posición de forma pública sobre cuestiones políticas, tanto de actualidad como de mayor calado ideoló gico; en la pequeña parte de los escritos que fue publicando, los de enfoque político ocupan sin duda un lugar proporcio nalmente destacado. El conjunto y, en particular, los inédi tos muestran —como señala González Varela, autor de una amplia antología— «a un Pessoa hiperpolítico, tribuno, sociólogo, profeta, incluso historiador en ciernes. La hybris política latía en sus venas»9, e incluso se creería que; «El trait d’union entre el poeta y el pensador político es lo que nos per mite descifrar el pathos de Pessoa»10, 

 De una primera aproximación no se concluye, sin embargo, que tan constante inquietud política haya generado una línea de pensamiento única y coherente; es cierto que los textos tienden en general a un aristocratismo que se ante pone a la igualdad postulada por los principios democráti cos, tienden a una posición reaccionaria que encajar!' cc <■> los impulsos antimodernos y autoritarios de cierta de-ecn- europea del primer tercio del siglo XX. Pero los vaive: Pessoa en sus tomas de postura ante la actualidad portug^v.»!» y su disidencia en cuestiones centrales para esta tendencia política impiden que se le adscriba a ella sin reparo. Por un lado, alternó varias veces su apoyo a la monarquía o a la república, encontrando sus argumentos en una casuística difícil de sistematizar, lo mismo que varió de actitud respecto a los gobiernos dictatoriales que conoció (Sidónio Paes, Salazar...); por otro lado, la frecuente condena del catoli cismo, su orientación racionalista pero no pragmática (y ahí, quizá, la vinculación con la masonería), o la pasión por la 9 10 Nicolás González Varela, «El pathos de un escritor patriótico», introducción a: Fernando Pessoa, Política y profecía (Escritospolíticos ig io- 1935)’ edición de Nicolás González Vareía, Barcelona, Montesinos, 2 013, p. 9. Ibídem, p. 39. modernidad que representaba Alvaro de Campos, abren dis tancias con la derecha tradicional difíciles de suturar. Así, en ocasiones se declara apasionado nacionalista y en otras afirma que la única patria que conoce es la lengua portuguesa. Por eso, cuando Teresa Rita Lopes propone que «el hombre de acción que Pessoa curiosamente era, cristalizó sus impulsos en el pequeño cofre de Mensaje» 11, cuesta asumir que el libro pueda jugar ese papel en un conjunto que no parece admitir síntesis, sino más bien apertura y dispersión de líneas. 

 Quizá sea el deseo de dibujar con precisión una volun tad política tan variable, de encontrar un punto quieto entre las dudas que suscita, lo que lleva a atribuir a Mensaje este peso. En esa línea iría la interpretación de Judith Balso.- « Mensagem dispone una especie de 'cifra’ de Portugal. Y este libro no puede ser leído más que en el modo de un descifra miento, a cuyo término la esencia de lo nacional que con tiene, resultará o bien descubierta, o bien irremediable mente fallida»12. No sé si hablar de un tipo de desciframiento que hace depender de él el destino de lo nacional no obs truye la lectura que todo libro de poemas espera; en todo caso, la propuesta de Balso, pese a su dramatismo, contiene ele mentos que relativizan la función condensadora, de formu lación de un programa político, que parece concederse a Mensaje. 

Sus palabras sugieren que no se trataría propiamente de un ejercicio de exaltación nacionalista —como requerían las bases del consabido concurso—, sino de una búsqueda de otra clase, quizá metafísica («la esencia»), y que, además, su enfoque no es unívoco, ofrece elección, un camino bifur cado; aunque uno de sus términos esté marcado como un logro, y el otro, por el contrario, como un fracaso, la doble posibilidad está ahí, lo negativo asoma también como posible destino.-II 12 Teresa Rita Lopes, <>: da cuenta en principio de cómo Dios eligió a un portugués para asumir un destino que abocaba al mar y al futuro, y que llegaría a ser destino de la nación; pero la con sumación de este designio quedó a medias: se cumplió la parte que conducía al mar, el imperio se hizo, y luego se des hizo : «¡ Falta, Señor, cumplirse Portugal!»10.

 De este modo, según el texto, Portugal logró un sentido, asumió su respon sabilidad en la empresa humana común, pero no supo o no pudo, en el curso de esta acción, hacerse a sí mismo. Obtuvo identidad, pero no retuvo su ser. Mensaje daría cuenta, así, de un destino colmado primero y frustrado después, y de un subsiguiente estado de postración; es cierto que habla poco de la parte negativa del balance, pero hace pesar ese silencio de forma decisiva. En el poema «Niebla», además de refe rirse a la mañana en que, según el mito, habrá de reaparecer Don Sebastián, la niebla toma otros dos valores: uno corres ponde al estado del presente —«Niebla eres hoy, Portugal»—; el otro, a lo etéreo del proyecto colectivo y de la esperanza, a su inconsistencia: «Nadie sabe lo que quiere. / Nadie sabe qué alma tiene, / ni sabe qué es bien ni mal. / [...] / Todo es incierto y postrero. / Todo suelto, nada entero». La con ciencia, la fuerza de la crítica negativa es lo que abre la posi bilidad del futuro. Y la descripción del estado de la nación, la discrepancia con él, impide pensar que el poeta escriba en apoyo de ningún régimen o propuesta política actual; solo queda la energía que nace de un deseo contiguo a la desespe ración. Y es ese deseo el que explica que, en tal punto de pérdida, Pessoa dé un giro sorprendente y decida que, puesto que todo es niebla, es ya el momento que el mito pre veía; precisamente «¡Es la H ora!». 15 Todas las citas de Mensaje están tomadas de la presente edición. Por tanto, las posibles causas de un malestar político se dilu yen en la apertura del planteamiento pessoano que, por otro lado, parece movido más por una lógica personal que por razones ideológicas. 

Quizá esto se perciba observando el lugar que ocupa OsLusiadas en el libro. Salvo el sebastianismo, que no podía estar aún en el poema de Camoes por obvias razones cronológicas (se publicó seis años antes de la desapa rición del rey), hay una notable coincidencia en el recorrido histórico de ambas obras y, sin embargo, Mensaje no tace mención de ello; no se incorpora Camoes a la galería de los héroes, aunque esta incluye figuras de escritores menos con sagrados, como las de Bandarra o Antonio Vieira. Y no puede haber desconocimiento por parte de Pessoa, que en diversas ocasiones, anunció la llegada de un supra Camoes; no hay desconocimiento, sino intención. 

Con Os Lusiadas coin cide Mensaje en el recorrido por la constitución de la nacio nalidad, en su inventario de personajes históricos, en la epo peya de los navegantes y descubridores, en la médula religiosa de la empresa, en múltiples motivos y escenas. Pero, aparte de no nombrarlo, hay signos de evidente distancia, como la casi completa impugnación del depósito mítico gr del que Camoes se nutría hasta el punto de interc siones de ese origen y quebrar el hilo épico; ei huella de este fondo es mínima y se limita a la figu de Ulises y un par de alusiones sueltas. Eduardo Lourenco ha definido el libro de Pessoa corno un «anti-Lusiadas»: con Camoes llevaría a cabo Pessoa una «tachadura freudiana que constituye el centro hueco de la estructura textual y mítica de Mensaje » .

 Sin duda es así, como parte de una extraña rivalidad histórica, del ánimo competitivo que parecía mover el impulso de escritor de Pes soa. Pero también porque el patronazgo de Camoes le habría quitado flexibilidad para introducir los toques personales 16 Diversos estudios de Eduardo Lourenco, citados por María Helena da Rocha Pereira, «Ulysses e a Mensagem^, en Fernando Pessoa, Mensogem. Poemas esotéricos, ed. cit., p. 309. que hacen de su libro escritura y no un tratado histórico ni un programa político. 

La asociación mundo clásico-cristia- nismo de Os Lusiadas seguramente le repugnaba, por el lugar que guardaba su pensamiento para el paganismo, y porque además lo católico adquiría en Camoes notable rigidez; la forma narrativa y el frecuente juego de buenos y malos, de héroes nobles y dañinos infieles, se oponían al análisis con ceptual que Pessoa iba a proponer, como forma coherente con su proyecto y compatible con su personalidad. 

Si debía apoyarse por una vez en la raíz cristiana de la nación, le era preciso dotarla de un carácter espiritual asociado a un des tino, y no cabía construir la utopía sebastianista del «Q uinto Imperio» con los materiales de la conquista. Sí, la querencia de desplazar a Camoes del pedestal, pero sobre todo las exi gencias de su propia escritura, el trazado —tan minucioso y pensado siempre— de su poética. Abrirse a un espacio que no esté condicionado ideológicamente, moverse en él con ener gía poética. b ) M alestar poético Me referí antes a una segunda causa del malestar del lector: los efectos en el libro, en su lengua y mundo, de un trabajo estructural de cierre, único en la obra de Pessoa, impuesto en buena medida por las exigencias de la publicación. 

Así, con la sintaxis cultista y los esquemas estróficos se da cuerpo a un conjunto de materiales de variada procedencia. Si, por supuesto, dominan los de carácter histórico, vienen a sumarse a ellos otros innumerables, como los que tienen ori gen en la mitología artúrica —que trataría de reforzar el relato sebastianista, por sus coincidencias con la historia del Grial, también de pérdida y esperanza de reencuentro, o el papel de la niebla en los ciclos celtas— o las alusiones al mundo ocul tista, sus símbolos y corrientes, como ocurre en «El Encu bierto», poema en el que se superponen la rosa y la cruz —rosacruz literalmente. Todo parece caber en el libro —así, Angel Crespo recordó la relación mítica de Orfeo, título de la ya lejana revista, con los navegantes, o las resonancias del LíberNumerorum de San Isidoro'"7— que, siendo un espacio sin crético, ofrece una tersa superficie de lengua. 

Uno de los mejores ejemplos de la diversidad de referencias que fluye en un solo cauce es «O mostrengo», el poema sobre el mons truo que acecha en el fin de los mares, donde se funden el gigante Adamastor —que Camóes encontró en fuentes anti guas y contemporáneas—, la peripecia histórica de Bartolo- meu Dias —que solo al tercer intento consiguió doblar el lla mado Cabo de las Tormentas, en el confín austral de Africa— y el eco de algún pasaje de la Balada del Viejo Marinero, de Gole- ridge, sobre todo en la figura del homem do Ieme [el timonel]. 

 Todo está ahí, todo actúa, pero el poema lo marca el pulso de Pessoa, con sus recurrencias solemnes, en las que caben tanto lo grotesco del monstruo —tan «rom o» que se echa a rodar por tres veces— como la emoción épica ante el destino que asume la forma de una obstinada obediencia —también tres veces sometida a prueba—; el ritmo del poema mece en sus olas ambas formas del absurdo. Consciente de este minucioso trabajo, Román Jakobson, uno de los ilustres precursores de la difusión internacional de Pessoa, basaba de modo preferente en Mensaje su juicic el poeta; el ensayo que firmó en 1968 con Luciana Stej Picchio proponía: «Pessoa debe ser incluido entre los j des poetas de la 'estructuración’» 1 . Y este chocante diagnós tico, aplicado a quien subrayó entre sus opciones de escritura el inacabamiento y la dispersión, se apoya en una categoría usada por el propio poeta; según él, los así definidos serían capaces de una mayor complejidad, «porque expresan cons truyendo, arquitecturando, estructurando » 19, y apuntan de 17 18 19 Ver la extensa introducción en Fernando Pessoa, 

El poeta es un fingidor (Antologíapoética), edición de Angel Crespo, Madrid, Austral, 1982. Román Jakobson y Luciana Stegagno-Picchio, «Los oxímoros dia lécticos de Fernando Pessoa», en Román Jakobson, Ensayos de poética, traducción de Juan Almela, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1977, P. 236. Citado por Jakobson y Stegagno-Picchio, que lo toman de una carta a Francisco Costa, escrita en agosto de 1925* ese modo una tendencia a la universalidad, a lo que se mani fiesta al margen de accidentes. En el desarrollo de este crite rio, el ensayo de Jakobson estudia, por ejemplo, las frecuen cias vocálicas y su sistema de aparición, inaugurando los muy numerosos trabajos que se ocupan de establecer armonías cuantitativas, claves numerológicas, etc. Mensaje quedaría, así, justificado como una labor ejemplar de orfebrería lingüís tica, como un tejido extremadamente cuidadoso y complejo de relaciones, proporciones o simetrías. Pessoa mismo, en una suerte de iluminación estructuradora, llega a incluirlo todo --aún en la carta a Gasais Monteiro— en un efecto de trascendencia que lo desborda: «Lo que hice por causalidad y se completó en conversaciones fue exactamente tallado, con Escuadra y Compás, por el Gran Arquitecto». 

 Hay, por tanto, muchos hilos de los que es posible tirar; me limito a un solo ejemplo de la crítica que se mueve en esta órbita de una «poesía de la estructura». Mensaje se abre con un epígrafe en latín, como luego ocurre con fór mulas latinas más breves en cada una de las secciones: «Benedictus dominus deus noster qui dedit nobis signum» [Bendito el señor nuestro dios que nos dio enseña]: la invo cación religiosa en latín, la acción divina de conceder signum, las formas (nobis, noster) de un nosotros que sitúa las coordena das del mensaje más allá de lo personal. Como explica Adrien Roig, el «signum» tendría el sentido de la enseña para el campo de batalla, lo mismo que el romance brasao [blasón], que da título a la primera parte del libro. 

Blasón concedido por Dios a una comunidad que pronto se identifica con Portugal. El desarrollo se va dividiendo en secciones que corresponden a los distintos campos del escudo de Portugal: los castillos, las quinas, etc. Hay en todo ello un sabor medieval y, también, la alusión permanente a la interven ción divina y a los mitos nacionales. Tanto los castillos como las quinas remiten a la batalla de . Ourique, ganada a los musulmanes en agosto de 1139 por el primer rey de Portugal, Afonso Henriques, y que abrió la conquista de Lisboa y de todo el centro del país. Los castillos son siete, como los reyes moros derrotados20, y las quinas remiten a la visión de Cristo que tiene el rey en la víspera de la batalla, en la que le concede como armas sus propias lla gas21. Adrien Roig piensa que «existen relaciones estrechas entre la Visión de Don Afonso Henriques, el Epígrafe y los poemas»2' y, a partir de ahí, estudia la recurrencia de las palabras clave en las diferentes secciones del libro; y añade otra hipótesis: Pessoa conoce y tiene en cuenta, siguiéndolo estructuralmente, el relato (¿original?) en latín de la visión que, según 1a. tradición, fue encontrado en el monasterio de .Alcobaja en 1596. 

Roig culmina su sugerente trabajo con un juicio sobre el género del libro: «Esta primera sección hace recordar, por su naturaleza y estructura, la literatura emble mática. Se parte de un conjunto dibujado, de un grabado (en este caso el Blasón de Portugal). Se inscribe debajo una fórmula, frecuentemente enigmática, lacónica (el Epígrafe inicial) y se va esclareciendo, en un comentario organizado (la secuencia de los poemas), explicitando con ejemplos y autoridades (héroes y soberanos portugueses) el valor y la significación simbólica de cada uno de los elementos del grabado»23. 20 21 22 23 Las interpretaciones difieren en algunos detalles. Suele hablarse de cinco reyes, a los que se sumarían las plazas de Lisboa y Evora ocu padas después, Curiosa y emblemática palabra esta de quinas, asumida por el caste llano. Según la Academia: «Armas de Portugal, que son cinco escu dos azules puestos en cruz, y en cada escudo cinco dineros en aspa». 

 Tirso de Molina escribió una obra titulada Las quinas de Portugal: «Las armas que a Lusitania/otorga mi amor propicio, / en cinco escudos celestes / han de ser mis llagas cinco; / en forma de cruz se pongan, / y con ellas, en distinto / campo, los treinta dineros / con que el pueblo fementido / me compró al. avaro ingrato». También en las Soledades de Gongora aparecen «las quinas» como metonimia de las naves portuguesas que cruzan el océano hacia Asia. Adrien Roig, «Mensagem: Heráldica e poesía», en Fernando Pessoa, Mensagem, Poemas esotéricos, ed. cit., p. 284- La versión portuguesa del original francés es de Angela Carvalhas (traduzco del portugués). ibídem. p, 292. « Si se atien.de a la perfección externa, esta es su obra más completa» 24 —decía Octavio Paz, otro de los primeros, fuera del ámbito lusista, en difundir y valorar la obra de Pes soa, Pero ¿qué sería la perfección externa en un libro de poe mas?, ¿se define como externo lo que no se integra en el cuerpo poético? Es curioso que, mientras en la mayoría de los libros de Pessoa la atracción por los heterónimos acaba susti tuyendo con frecuencia la lectura concreta del texto, aquí llega tal vez al mismo resultado el conjunto de lenguas y sabe res, el sistema de conexiones y referencias. 

Recuerdo ahora aquella form ulación, quizá discutible pero muy fértil, que hacía Ferlosio de un «principio de patencia» para la lectura de poesía. Acogiéndose a la idea de efecto y de unidad de efecto que desarrolló Poe, piensa que los elementos poéticos son los que, al margen de su dificultad, están activos ante el lector, que los percibe en una copresencia mutua, y por eso «lo accesible únicamente mediante el descifrado carece de exis tencia literaria, no forma parte de la obra» ' . Sin duda, extremar tanto la afirmación puede agrietarla; pero algo de esa índole sucede; quizá ninguna de las tramas que subyacen al libro contiene las claves de su lengua y su mundo, de su poética. Y es lo patente en los poemas lo único que, pese a la costumbre crítica, constituye Mensaje. 

 Creo que con esto se relaciona el malestar de los lectores, que quedaría explicado en la misma cita de Octavio Paz ya comenzada: «Si se atiende a la perfección externa, esta es su obra más completa. Pero es un libro fabricado, con lo cual no quiero decir que sea insincero sino que nació de las espe culaciones y no de las intuiciones del poeta.

 [...] Para que los símbolos lo sean efectivamente es necesario que dejen de simbolizar, que se vuelvan sensibles, criaturas vivas y no emblemas de museo. Gomo en toda obra en que interviene 24 25 Octavio Paz, «Fernando Pessoa, el desconocido de sí mismo», en Cuadrivio, México, Joaquín Mortiz, 1969, p- 158-159 Rafael Sánchez Ferlosio, Las semanas del jardín. Semana Segunda. Madrid, Nostromo, 1974» P- 126. más la voluntad que la inspiración, pocos son los poemas de Mensaje que alcanzan ese estado de gracia que distingue a la poesía de la bella literatura». El comentario, aunque con inicial prudencia, resulta contundente; es cierto que implica cuestiones de poética, sean de época (el ensayo apareció en 1962) o personales, que no parecen obvias (sinceridad, intuición, símbolo, inspiración), pero es difícil no compar tir este juicio: la sensación de que el plan pesa sobre el libro y lo condiciona, de que bastantes poemas han surgido para cumplir una función sin ser necesarios en sí, sin estar vivos. El trabajo para cerrar Mensaje supuso una experiencia única en la vida de Pessoa, una experiencia interesante y ambi gua, que probablemente suscitó su perplejidad. Es como si la energía poética, sostenida durante las dos décadas que man tuvo el proyecto, se hubiera agotado antes de llegar totalmente a puerto, como si se destensara el poder de concentración de la lengua y hubiera que recurrir a explícitos mecanismos retó ricos para rellenar el esquema, produciéndose perceptibles decaimientos. Es curioso que estos aparezcan a menú ’ poemas dedicados a personajes fundamentales, que limi el abanico de posibilidades, pues solo cabría hacer su loa sensación de que el poeta se mueve con más natur cuando la desgracia se combina con el deber y las valora se hacen conflictivas. Frente al juicio de Jakobson, parece que Pessoa es más un poeta del inacabamiento que un poeta de la estructura, y leer Mensaje lo confirm a; en el espacio informe de lo abierto sus logros poéticos son extraordinarios, de modo que situarse en él habría sido, tanto como una elección perso nal o el fruto de una personalidad inestable y múltiple, una necesidad interna de su escritura. Sin embargo, sería injusto con el libro hacer absoluto un juicio motivado por sus decaimientos; hay amplio margen en él para percibir el valor y la fuerza de esta lengua de Pes soa, otra más de sus lenguas. I I. 

La mirada de P o rtu gal Tras haber intentado evocar algunas condiciones de la recep ción de Mensaje, percibida como una experiencia de malestar, y de haber revisado determinadas líneas de articulación del texto, querría volver sobre mis pasos, retomar la lectura desde el principio, atendiendo a los tres poemas iniciales del libro, que seguramente contienen en síntesis lo sustancial del reco rrido. Después del epígrafe latino, se entra directamente en la parte dedicada al « Blasón», también con su breve fórmula latina marcando el comienzo: «Bellum sine bello», «guerra sin guerra»; tras ella, dos poemas que presentan los compo nentes básicos del blasón, «los castillos» y «las quinas»; empieza luego la sección que desarrolla «los castillos», con el poema dedicado al mítico antepasado, «Ulises». Estos tres son los que querría releer. «De los castillos», el primer poema, imagina el mapa de Europa como una mujer tumbada, que se apoya en los codos para levantar la cabeza y mirar hacia adelante; los codos corresponderían a Italia e Inglaterra, mientras «ese rostro que mira es Portugal». Así, Europa tiene dos funda mentos; uno que remite a la época clásica («helénicos ojos», recordando que buena parte de Italia fue griega antes que romana) y otro al mundo británico («románticos cabe llos »), que reúne la modernidad de las pasiones, la libertad y el progreso.

 En términos de Pessoa, un codo sería Reis, y el otro, Campos; su formación inglesa ahonda y matiza el aporte clásico, le permite inclinarlo hacia una perspectiva marina —y universal—, próxima a la identidad portuguesa que va a elaborar. El movimiento del tiempo y de la cultura con- cuerdan, en principio, con el dinamismo sugerido por el mapa, que iría «desde Oriente a Occidente», y ello sitúa a Portugal en la vanguardia de Occidente, rostro de Europa, mascarón de proa. Pero ya un tono decadente, muy art nouveau, perceptible en la selección léxica, avisaba, también desde el principio, de otra clase de inquietud temporal; Pessoa lo retoma, hacia el final del poema, para romper la aparente transparencia del dibujo: «Con su mirar esfíngico y fatal / ve a Occidente, futuro del pasado. // Y ese rostro que mira es Portugal». Europa está mirando, sí, con sus ojos portugueses, hacia el océano que tiene delante, abarcando en su mirada la epopeya de los des cubrimientos; sometido, sin embargo, al dilema de la Esfinge y al dictamen del destino, el sentimiento del tiempo vira, es ya distinto del progresivo que parecía regir: todo estaba abierto en un impreciso momento anterior, el gesto del mapa reproduce su tensión y su energía, pero —«futuro clel pasado»— eso que era futuro entonces hoy ya se jugó. Y sopesar estas formas de pasado y de futuro será trabajo del libro. El segundo poema, «De las quinas», habla con verso más breve, más sentencioso, fiado a la rotundidad de la rima para hacerse inapelable. 

Si antes se presentaba la comunidad histórica y política que protagoniza el libro, se suma aquí la opción por el cristianismo, aunque en el verso inicial estén todavía (digo todavía, como si se hubieran conservado después de los escritos de Ricardo Reis y Antonio Mora) « 1c ses», en plural; pero se nombra a Cristo explícitamer ofrece duda. Decir Dios es convocar también al destino que el dios cristiano, en el movimiento doble que lo c tuye, a la vez lo implica y lo niega: «C on desgracia t ___ vileza / Dios al Cristo definió: / lo opuso a Naturaleza / cuando como Hijo lo ungió»; en la concepción del hijo puso el padre componentes naturales («desgracia y vileza» lo son, como atributos existenciales) y la inmortalidad divina que se les opone. Lo que sería una definición indiscutible, por dogmática, cuando se trata de quien es dios y hombre al mismo tiempo, se convierte en extrañeza conflictiva cuando heredan esa tensión los hombres solo hombres, y a ello tam bién alude el poema: «compra gloria la desgracia», «vida breve y alma vasta». 

De este modo, como generando una serie de oposiciones en torno al mismo núcleo, la religión supone un impulso del alma hacia su amplitud que a la vez la empuja al sufrimiento. La infelicidad humana, la lucha con tra el tiempo, la alternativa de la aceptación, el choque entre cultura y naturaleza vendrían dados en la opción confesional, sin que sea preciso explicitarlo apenas. La religión, el destino marcan una verdad trascendente, pero también establecen los límites para la existencia y su infinito y doloroso debate. «Ulises», el último paso de este tríptico inicial, recoge la leyenda del viejo marinero de la Odisea como fundador mítico de Lisboa—nombre griego: Olisipo—y, con ella, de Portugal. 

El poema combina de modo brillante un análisis de lo que sea el mito con la pregunta por la identidad, pues ambas cosas se hacen de sí y no, de contrarios que en vez de neutralizarse se impregnan y potencian mutuamente. «El mito: nada que es todo» resume el carácter del pensamiento mítico: sin referirse a nada realmente existente, tiene un poder de explicación y de sentido que puede transformar la realidad. 

Así son los mitos, y la alusión en el poema al sol como cuerpo muerto de Dios, que remite seguramente al egipcio Osiris —dios celeste y también de los muertos, tan presente en las creencias herméticas—, viene a generalizar su estatuto. Ulises aporta la singularidad de no provenir del tiempo ahistórico de las mitologías, sino que, en cuanto cre ación de las letras griegas, nació ya como personaje literario, permitiendo así a Pessoa situarse en el vacío lógico de la paradoja: «Este, que hasta aquí llegó, / fue por no ser exis tiendo. / Sin existir nos bastó. / Por no venir fue viniendo / y nos creó». Ulises vive en su falta de ser y por ella misma, se asocia al modelo de identidad que asumió Pessoa y que dio también a sus personajes-poetas; tiene el mismo modo de existir que Gaeiro o Campos. Pero, como el poema dice: «nos creó», los portugueses son hijos de Ulises, herederos de su condición, y Pessoa traslada como rasgos de la identi dad patria los que se han ido, a lo largo de su obra, constitu yendo como identidad personal. Al final del poema se produce un quiebro que solo indi rectamente proviene de lo dicho: «Abajo, mitad de nada, / muere la vida». 

El mito, el sol, quedaría en un mundo de alturas; de la unidad mítica entre nada y todo, a la vida le toca ría el no; la realidad, la historia, la identidad nacional se fecun dan y mueven con el poder del mito; la vida humana perma nece al margen en cuanto hecho concreto y circunstancial. Aunque Pessoa construye Mensaje con elementos —lengua, cam pos de sentido, religión— muy distintos de los que usó en la mayor parte de su poesía, en esto coincide con ella; la elabo ración de determinadas esferas ideales no altera su saber de la experiencia de la existencia. Y no le importa entonces forzar las palabras, y hacer de la realidad— «al fecundarla, la aviva»— algo que se disocia y opone a la vida —«muere». Los tres poemas abren, así, los itinerarios del libro. 

Lo colectivo, la identidad colectiva, nacional. La concepción del tiempo. El cruce entre Dios y destino, el papel del mito y su traducción existencial. Esta última, siempre, más latente que manifiesta. El nosotros aparecía ya en el epígrafe general, y los tres poemas lo configuran como mirada, como inserción en el tiempo, como extraño y real nudo de inexistencia. Todo ello constituye el Portugal de Mensaje, además de la prolongada reflexión sobre la posibilidad de un proyecto y sobre cuál sería su carácter: «Portugal, nosotros, poder ser», y uí más allá: «el desear poder querer», quizá una enumer o quizá, en cambio, varios infinitivos que se complerr entre sí, difiriendo el ejercicio del deseo. 

 En la poesía de Pessoa son infrecuentes los plurales; recuerdo ahora a los piratas en la «Oda marítima» de Alvaro de Campos: el plural le servía al personaje para colocarse fuera y fantasearse como objeto, incapaz de participar en la acción. Sin embargo, en Mensaje el poeta no trata solo de esbozar una identidad común, sino que se siente parte de ella, y es ese sentirse parte lo que conduce a la escritura. Cabral Martins recuerda que Pessoa propuso una empresa de «remodelación del subconsciente nacional», o que descri bió al zapatero y profeta Bandarra como alguien cuya labor desbordaba lo individual, de modo que su nombre podría acoger a quienes compartieran su visión26. 

Cuando, en el poema «Noche», un marinero se pierde en el mar y va a buscarlo un hermano suyo, que se pierde también, y otro tercero queda a la espera de un permiso del rey para inten tarlo a su vez, se perfila un sistema de relevos, en que lo per sonal no cuenta sino como fuerza o energía que suma. Así, el marino que sujeta el timón ante la amenaza del Monstruo, encuentra su capacidad de resistencia en un sentirse trascen dido: «Al timón puesto, yo soy más que yo. / Soy un Pueblo que quiere el m ar»: la trascendencia encarnada concede sentido. Elj>o en este caso no es otro, sino un más quejo; no la disgregación y la pluralidad, sino la concentración, la supe ración. 

 Por un momento parecería que esto se separa de las ideas generales del poeta, quien trató con insistencia de recordar el vínculo entre la posible identidad portuguesa y la personal, negada y múltiple, como se veía en «Ulises». Así lo proponen estas frases de una entrevista de 1923 (reciente aún la publicación de «Mar portugués»): «¿Q uién, que sea portugués —se preguntaba Pessoa—, puede vivir la estrechez de una sola personalidad, de una sola nación, de una sola fe? ¿Qué portugués verdadero puede, por ejemplo, vivir la estrechez estéril del catolicismo, cuando fuera de él hay que vivir todos los protestantismos, todos los credos orientales, todos los paganismos muertos y vivos, fundiéndolos portu guesamente en el Paganismo superior? [...] Ser todo, de todas las maneras, porque la verdad no puede estar en que algo siga faltando» '. Y esa última frase, aplicada aquí a Por tugal, es la misma que Pessoa suele usar para proponer su poética de la heteronimia: «Ser todo, de todas las mane ras». 

 También, en el poema sobre Bandarra, hay pasajes en que ambas identidades se comunican: «Soñó, anónimo y disperso, / el Imperio por Dios visto, / confuso cual Uni verso / y plebeyo como Cristo»; en estos cuatro adjetivos tan pessoanos —anónimo, disperso, confuso, plebeyo—la dispersión de la identidad y la anónima falta de relieve del individuo que se entrega a una empresa de signo comunitario contagian de imprecisión el proyecto nacional; adjetivos móviles, impuros y .mezclados en sí cada uno, donde tanto lo personal como lo común solo parpadean como ausencia. 

Observa José Augusto Seabra que, sobre todo en «M ar portugués», la combina ción de las perspectivas de primera, segunda y tercera per sona aporta «densidad poética» y permite que se entrelacen los géneros épico, lírico y dramático28; encuentra, pues, otras formas de dispersión a través del perspectivismo: apenas hay textos de Mensaje en que la voz poética se sienta como de un sujeto; actúa, más bien, una impersonalidad gnómica o una cesión de palabra a alguien que no llega a ser personaje, sino una especie de modelo o tipo: todas las personas grama ticales —añadamos el nosotros— para no nombrar a nadie, para reducir a los individuos al cauce de un proyecto. La latencia de la cuestión existencial y la dispersión de la identidad, por tanto, forman parte del mundo de Mensaje, como del resto de la poesía de Pessoa. Pero no se sitúan, en primer plano; la forma dominante en el libro es la anulación de lo personal. La composición de los textos, las opciones concretas de escritura levantan un sistema pensado para generalizar, trascender, idealizar, superar las perspectivas individuales y actuales. 

No importa que haya numerosos poemas; especialmente los de «Blasón», con un protago nista concreto: el retrato del personaje no suele contener elementos narrativos, sino que lo orienta una voluntad de definir, de extraer aquel valor o concepto que el héroe pueda, en cada caso, representar o aportar al curso de la his toria colectiva: «M i deber me hizo, como Dios al mundo. / [...] Contra el Destino cumplí mi deber. / ¿Inútilm ente? No, pues lo cumplí» («Don Duarte, rey de Portugal»); no 28 José Augusto Seabra, «O arquitexto da Mensagem», en Fernando Pessoa, Mensagem. Poemas esotéricos, ed, cit., p. 2 4 3 cambia, pues, la función del texto cuando se adopta la pri mera persona, que suele tomar la forma de un autoanálisis o monólogo dramático, algo como un examen postumo de conciencia, que acercaría el pensamiento de los muertos, el más ajeno a circunstancias. Este enfoque de las historias individuales se engrana en el plan de conjunto —ideológico, doctrinal—, que se va dispo niendo como mapa conceptual perfectamente articulado. «Todas las naciones son misterios. / Un mundo entero es cada nación»: desvelar este misterio exige un tipo de com prensión para el que no importan tanto los nombres y las peripecias de los personajes, como la búsqueda en cada caso —como se ha dicho— de una fórmula, de una esencia. De este modo, alcanzar el núcleo de lo nacional no será distinto de acceder a lo universal —y no en vano está detrás el irreducti ble cosmopolitismo de Pessoa, por más que se revista con la apariencia de lo local—: «Solo dos naciones —la Grecia de antaño y el Portugal de mañana— han recibido de los dioses el don de ser no solo ellas mismas sino también todas las demás»*9. 

La empresa de Magallanes, su vuelta al mundo, es una empresa de conocimiento, un empeño de signo prome- teico, que lleva a los titanes —defensores del privilegio de los dioses, ejercido a través del oscurantismo y la ignorancia— a celebrar con danzas su muerte. En consecuencia, el trayecto de cada persona, por valioso que pudiera haber sido, desde esta perspectiva resulta insignificante. De ese Viriato, pionero, que habría creado el marco en que Portugal pudo hacerse, se concluye: «Tu ser es como la fría / luz de antes de madrugada, / que es ya un ir a abrirse el día / albeando confusa nada» —donde prevalece una plástica imagen de la falta de consistencia sobre la posible intuición de un comienzo. La galería de los héroes parece entonces perder su singularidad, como si el transcurso histó 29 De una entrevista de 1923, citada en Robert Bréchon, Extraño extran jero. Una biografía de Fernando Pessoa. Traducción de Blas Matamoros. Madrid, Alianza, 1999, P- 4 1? rico tendiera a abstraerse en una metafísica. 

El tratamiento del tiempo o el análisis de 1a. relación entre destino y azar son formas de este proceso. Así, las contradicciones entre la «vida breve» y el «alma vasta», pueden obviarse con distin tos procedimientos para suspender el curso temporal ordina rio y, con él, los efectos del tiempo en lo personal y existen - cial. Guando la nave de Don Sebastián se pierde, lleva el pendón del imperio, y, cuando el rey vuelva, será en la misma nave, llevará el mismo pendón; un paréntesis de irrelevantes siglos, repletos de acontecimientos, que se darán por no transcurridos. Así, la intervención del azar se inscribe —«todo comienzo es involuntario. / Dios, el agente»— no entre las fragilidades individuales, sino en el diseño de con ju nto; Dios integra el azar de los individuos en el destino, identificado con su plan: es la maternidad de una mujer la que aporta el héroe «al que, imprevisto, Dios predestinó». Y más se refuerza el efecto cuanto más débil parece la parte humana: «No fue ni santo ni héroe, / mas Dios le dio Su señal», «Dios quiere, el hombre sueña, la obra nace». ~ esta vía, el cristianismo asume un papel clave en la co: ción de la identidad, como si, en la diversidad pessoana una de sus poéticas se constituyera en torno a una ieiea cíe Dios. 

 En un escenario que reúne identidad colectiva («fue Dios el alma y Portugal el cuerpo / cuya mano guiaría al Occidente»), detención del tiempo personal y una moral de la aceptación, todo parece, por tanto, neutralizado en la empresa común, bajo la dirección divina. Pero, si se acerca la mirada, hay momentos en que deja de percibirse una sola tonalidad en todo y se trasluce lo que quedó postergado, se toma conciencia de lo que latía por detrás. Y esto ayuda a entender mejor la lógica de este proyecto de escritura, repo niendo en la escena las fuerzas negativas que trataban de omitirse. Visto así, es notable la frecuencia con que en la trayecto ria histórica de los protagonistas de Mensaje se impuso la des gracia, sin que, en cambio, el concepto deducido por el poema se haga sensible a ello. 

No es solo que el poema no sea propiamente narrativo ni incluya elementos de anécdota, sino que lo biográfico se escamotea por completo en nume rosos casos, sin siquiera dedicarle una atención indirecta, «Doña Teresa» fue derrocada con las armas por su hijo, Afonso Henriques, y murió en prisión; el poema cifra su figura en la maternidad de un héroe fundador —ese mismo hijo— que, de acuerdo con el plan general, parece quedar disponible para reactivarse, si fuera necesario, a lo largo de los siglos. Don Duarte, después de ser derrotado ante Tán ger, murió en Lisboa a causa de la peste; el poema encuentra en él una filosofía del deber. El infante Don Fernando fue apresado, en la misma fracasada expedición, cuando tenía quince años, y murió sin salir de la prisión de Fez; el poema se centra en la consagración recibida de mano divina y en una fiebre de trascendencia al borde de la locura. 

Y Bartolo - meu Dias, «el Capitán del Fin», yace en una playa próxima a ese cabo extremo recién superado; una de las tormentas inmediatas a la hazaña acabó con él, cuya aportación había sido la doma de lo misterioso: «Dobló el Asombro. / Mar solo es mar». No es preciso seguir enumerando, basta esto para mos trar el propósito de Pessoa en su tarea de abstracción, pero también lo que no queda del todo oculto por ella. En boca del desdichado Don Duarte se lee: «En mi tristeza firme, así viví» —y el dato emocional, subjetivo, pone espesor en el fino trazo de los valores, decolora en sombra su espacio ideal. Y se sigue leyendo entonces: el mar es salado por las lágrimas portuguesas, «quien quiera ir allende Bojador / ha de pasar allende del dolor». O, en uno de los momentos más altos de ensoñación del «Quinto Imperio», cuando se lo asocia a una victoria del alma sobre el poder del tiempo, se filtra esta pequeña sentencia: «ser descontento es ser hombre».

 Men saje se resiste a ser epopeya, eludiendo los hechos y el flujo narrativo, y se encuentra siendo elegía, seguramente sin haberlo pretendido. La preferencia del poeta por los casos desdichados, aun idealizándolos, el modo en que deja entre ver los factores negativos que los rodean, ensordece su labor programática, perturba con su eco la claridad de sonido del mensaje. Y hasta tal punto ocurre así que, en el flujo de detalles postergados, los requisitos para participar en el proyecto colectivo —la moral de la aceptación tomada como actitud vital— parecen endurecer su exigencia en una línea que Pes soa ya había perfilado: «Realicemos en nuestra alma la lle gada de Don Sebastián, [...] obra pagana, obra antihumani- taria, obra de trascendencia y de elevación, hecha a través de aquella crueldad para con nosotros mismos que el espíritu de Nietzsche, en un momento lúcido, vio como base de todo sentimiento de imperio » 3°.

 La formulación de opuestos para impedir la síntesis de sus poéticas y hacer más percepti ble la apuesta pluralista abre, en ocasiones, canales de comu nicación como este, en el que cabe reconocer la misma raíz que alimentaba los brotes del impulso masoquista en Alvaro de Campos. En el recorrido por la desdicha, en el intento de obviarla en aras de un proyecto superior, vuelven a coincidir, pues, lo personal y lo colectivo, como entiende Eduardo Lourenfo: «El sentido mítico y místico de la vida de P figurado y confundido con el destino de un pueblo 'cr que, como el Salvador, no debió su elección sino al miento y a la humillación con que Dios, enigmáticamej distinguió » 3’. Es la misma lógica de aquella sentencia: «Abajo, mitad de nada, / muere la vida». 

 El trabajo de abstracción con su designio esencialista, el propósito de trascender las negaciones existenciales, solo en apariencia había borrado la huella del sufrimiento, que acaba saliendo a flote, ocupando su lugar. Quizá el verdadero pro yecto de Pessoa, el sentido de esta formalizada guerra sin guerra, 30 31 Fragmento inédito sin fechar, en Fernando Pessoa, Políticaj>profecía, ed. cit., p. 128. Eduardo Louren^o, «Sueño de imperio e imperio de sueño», en Fernando Pessoa, Mensaje, traducción de Jesús Munárriz, Madrid, Hiperión, 2014 (4a ed.), p. 19. vaya, de la mano de Ulises, en una dirección distinta de esos dos movimientos —abstraer, testimoniar— entre sí opuestos: construir un planteamiento radical de irrealidad y hacer que llegue a manifestarse como propuesta política. Así, aquellos gerundios que extendían la duración sin límite de lo que no es: «Este, que hasta aquí llegó, / fue por no ser existiendo», «por no venir fue viniendo / y nos creó»; una vida que pueda ser considerada como auténtica vida se daría en ese lugar de irrealidad o de existencia paralela. Si se leyera de este modo la mítica fundación de la identidad, quedaría todo situado del lado del sueño, ese escenario tan pessoano del deseo y de la creación de mundos. El sueño es quizá el nudo de conexión más abarcador de toda su obra. Ya en 1912 había parafraseado Pessoa una célebre frase de Shakespeare, apli cándola a las naves que partieron hacia la India y que se habrían construido «de aquello con que los sueños están hechos». 

No será entonces extraño —piensa Gabral Martins— que «se pueda formular como programa para Portugal una encarnación colectiva del sueño» . Es la médula del sebas tianismo de Mensaje. Aunque su presencia se dé sobre todo en la tercera parte, «El Encubierto», el sueño nutre una corriente que fluye a lo largo del libro. Quizá el poema más característico de cómo subyace a todo sea el dedicado a Don Denís, el rey poeta, que evoca su capacidad para dar voz a un anhelo oscuro de no se sabía aún qué: puede escuchar en el habla de los pinares, en «la voz de la tierra», los sonidos de un «m ar futuro», de un ansia de mar. La voz de los árboles o de la tierra nombraría un tipo de vibración del mundo en la que se abre la posibilidad de un sueño generador; las ondulacio nes del trigo, el «rum or de pinos» traen, en versos de tierra adentro, un «oleaje oscuro» en el que ya bulle otro tiempo. Es también el modo de Bandarra, actor por excelencia del sueño profético, que desde la aparente modestia de sus cua lidades —anónimo, disperso, confuso, plebeyo— fue capaz de aportar una sensibilidad y un pensamiento mesiánicos, para que prendieran en el alma del pueblo, aun antes de que Don Sebastián desapareciera. Y es igualmente el lugar de este libro, de Mensaje, tal como expone en su lectura Finazzi - Agro; según él, Pessoa disfraza de mito el propio discurso, la pala- bra, dándole en ella nombre y existencia, «contra la intangi- bilidad ideal del Todo y la tangibilidad física de la Nada. 

Un nombre y una existencia que solamente la escritura —ese pórtico roto a lo Imposible’, esa conjunción enigmática de cosas improbables— llega de modo provisional a realizar. El Mensaje de Pessoa habla, en fin, del propio mensaje, es decir que remite únicamente a sí mismo y a la dimensión virtual (mezcla de imposibilidad y de historia) que instituye»3'1; «dim ensión virtual», «conjunción enigmática de cosas improbables», que tejen la escritura y el sueño, la utopía de ambas, su no lugar. El sueño es, así, vida en la irrealidad, lo que está y no está. En el poema «Oración», donde habla el nosotros de Portugal, y se trata de mantener viva la esperanza en el largo tiempo de la espera, se recurre a la metáfora de la brasa, de la llama que está oculta y siempre el viento puede reavivar; se concluir embargo: «Pero la llama, que la vida crea, / si es que ha aún, no se termina»: la duda absoluta crece en el cen! afirm ación tan rotunda, tan llena de fe. Porque el sueño es vida extrema y, a la vez, oscura inconsistencia, virtualidad que no puede atraparse, ni ella procurarse materia.

 Hay dos expresivos poemas, recorridos por el soplo del relato fantás tico, por el parpadeo luminoso y sombrío de los viejos cuen tos infantiles, que dan cuenta de este carácter del sueño: se oye en el primero una voz que habla, que dice algo, y que calla de inmediato si alguien acierta a escucharla; nunca podría ofre cer un diálogo, se limita a portar su anuncio incomprensible, 33 Ettore Finazzí-Agrd, « L ’impossible et Tliistoire. Une iecture du Message de Fernando Pessoa», en Colloque de Cerisy, Pessoa —Unité, Dioersité, Obliquilé—, édition de Pascal Dethurens et Maria-Alzira Seixo, París, Chistian Bourgois Ed., 2000, p. 523 (la traducción es mía). oculto entre los márgenes del sueño: «Mas, si vamos desper tando, / la voz calla y solo hay mar». En el otro poema, se oye cómo rompe el mar en una playa, pero la isla a la que tendría esta que pertenecer no puede verse: «¿Q ué nao, qué armada, qué flota / puede el camino encontrar / de playa en que el mar embiste, / si a la vista solo hay m ar?» Mundo paralelo, con algo del hechizo, de los encantamientos de los viejos relatos artúricos, el sueño ofrece una salvación que de él, sin embargo, no puede extraerse. En la «Elegía en la sombra», intermedia —como dije— entre la publicación de Mensaje y la muerte de Pessoa, se leía: «Nos pesan el pasado y el futuro. / Duerme en nosotros el presente. Y soñando / el alma encuentra siempre el mismo muro». Límite del sueño, límite de la realidad. Pero, cuando acaba la tercera parte y el poeta va a despedir el libro con otra fórmula latina, elige decir: «Válete, fratres», atreviéndose a usar, aunque sea en otra lengua, fratres, una palabra de her mandad, que parece impregnarle de una nostalgia de lo colec tivo, el nosotros que tal vez en el sueño pudo compartir. 

 El sebastianismo sería, por tanto, un proyecto político cuyo espacio es el sueño. O el deseo, la energía abierta que constituye lo utópico. La visión mesiánica de Pessoa con vierte el regreso de Don Sebastián y el logro de un «Quinto Imperio» en una empresa espiritual de orden diferente de la aventura marítima o de una conquista de signo nacionalista; por eso, la serie de los poetas profetas termina prevaleciendo sobre la de los héroes guerreros. Tiene su raíz la mitología del « Quinto Imperio» en el bíblico sueño de Nabucodono- sor (Libro de Daniel) ; se hace portuguesa en la obra, con raíces en las dos orillas del Atlántico, de Antonio Vieira, y culmina en Mensaje: el imperio es un libro, una lectura, un sueño capaz de transformar el mundo. En una hoja en la que Pessoa había garabateado distintas posibilidades de entender la cifra esotérica que sería este título, entre otras hipótesis citaba unas palabras de la Eneida, «mens agitat molem»34, de las que 34 Virgilio, Eneida, libro VI, verso 727 una simple sincopación obtendría el resultado: mens ag"‘- em, Mensagem, la mente mueve montañas33. Teñido de antipragmatismo, de un idealismo que se hace antipolítico a fuerza de ideal —«después de la conquista de los mares debe venir la conquista de las almas. El resto (la felicidad nacional, la buena administración, la libertad, la lealtad, la honra) no es sino la basura que obstaculiza el camino de nuestros gestos»36—, el sebastianismo de Pessoa enlaza con una larguísima y variada tradición. El inventario se haría prolijo. 

Así, en la Edad Media se dio la difundida creencia de que volvería el rey Arturo para ceñir la corona de Inglaterra, y ya antes las profecías francas anunciaban la lle gada de un segundo Garlomagno, que marcaría el fin. de los tiempos. Guando murió en las cruzadas Balduino de Flan- des, un ermitaño se hizo pasar por él y se creó el mito del Emperador Dormido. A punto de ser derrotada la rebelión valen ciana de las Germanías, surgió una figura carismática, Lo Encubert, que durante unos meses pareció capaz de darle la vuelta a la situación de la guerra, aunando las ideas m: ristas medievales y el mesianismo de los conversos, has1 fue ejecutado en 1522. Bandarra aparece entonces y recoge el nombre que tomó el rebelde Antonio Navarr coplas se difundieron de manera vertiginosa y reaparec en diversas ocasiones a lo largo de los siglos. En el XVII, el jesuíta Vieira —alternativamente perseguido por la Inquisi ción y ascendido por las jerarquías romanas, obispo en Bra sil, prodigioso políglota y pionero de la lingüística indige nista, utopista visionario— dedicó buena parte de su obra a elaborar un nuevo sebastianismo y la promesa de un quinto imperio; con él querrá descubrir «las nuevas regiones y los nuevos habitantes del segundo hemisferio del tiempo, que están en las antípodas del pasado»37. 35 Posibles significados de moles, -is, en castellano: mole, masa, multi tud, dique, máquina de guerra... 36 Fernando Pessoa, Política y profecía, ed. cit., p. 129 37 Robert Bréchon, op. cit., p. 414.. En la tercera parte de Mensaje, la sección interm edia se titula «Los avisos» y se dedica a conmemorar esta serie pro- íetica; son tres poemas, los dedicados a Bandarra, a Vieira y uno último, solo llamado «Tercero»: «M i libro escribo a duras penas, / casi no alienta mi corazón» —sin nombrarse, Pessoa ocupa su lugar en la cadena, o mejor, lo ocupa Mensaje, utopía cristalizada que emite su resplandor hacia dentro. Lo más sorprendente, y no sé si el poeta llegó a imaginarlo, es que la tradición no concluye ahí, como si en verdad algo de la mirada portuguesa se constituyera en ella. Pienso en la investigación delirante, extraordinaria e insólita prosa, que María Gabriela Llansol tituló 0 Livro das Comunidades, en 1974, y por cuyas páginas circula el rebelde utopista Thomas Münt- zer, llevando bajo el brazo su cabeza decapitada y acompa ñado en sus viajes por los grandes místicos del XV y el XVI38. 

 Y también, por supuesto, en la película de Manoel de Oli ve ir a que, en 1990, obtuvo una mención especial del jurado del Festival de Gannes, No, o la vanagloria de mandar: durante la guerra colonial en Africa, un capitán —que había sido antes historiador— se entretiene contando a sus subordinados epi sodios de la historia de Portugal, que parecen seguir una vez más el guión de Camoes (los héroes de la independencia, los que combatieron a moros y castellanos, los descubridores), para luego recrear pasajes de Os Lusiadas, y alcanzar la evoca ción de Don Sebastián; herido en combate, el sencillo y melancólico profesor muere en un hospital soñando con el regreso del rey, viéndolo acercarse entre la niebla; el médico firma el parte de defunción el 25 de abril de 1974- En los créditos finales, entre los asistentes de producción, aparece un Fernando Pessoa; no es un nombre tan raro en Portugal, pero ahí aparece. Sin interpretar, quería solo dejar constan cia del peculiar seguir que se va hilando entre la melancolía de las derrotas y el exilio de las victorias. 

Y que perfila esa utopía, que es del sueño y de su propia resistencia. 38 Hay una edición española, junto a otros dos libros de la autora, en: Maria Gabriela Llansol, Geografía de rebeldes, traducción de Atalaire, Madrid, Ginca, O¡4 . Hay otro poema de Mensaje, que sin referirse al Encu bierto, puede relacionarse con él. Es el dedicado a Magalla nes. Mientras los titan.es danzan —en la escena citada— para celebrar una muerte que permitiría a los dioses mantener su velo sobre el mundo, los supervivientes de la. flota continúan adelante, y es que «el muerto aún manda en la gran armada», «pulso sin cuerpo aún el timón gobierna». 

La mente mueve las cosas, en efecto, y la muerte no interrumpe los proyectos de conocimiento y de liberación. En esa línea de autonomía espiritual, de variable vínculo con la figura física de los personajes, con los hechos de los héroes, puede decir Pessoa que, tras la muerte de Don Sebastián, «guarda Dios cuerpo y forma del futuro, / mas su luz lo proyecta, sueño oscuro / y breve». Recluidos en la limitación del sueño, se anota la idea de que el cuerpo del rey muerto debe preservarse porque es ia «form a del futuro», preservarse, claro, en la desaparición —una tumba no seria lo mismo—. Las combinaciones de lo físico y lo espiritual, diversas, confusas en ocasiones, mantienen siempre un mismo grado de realidad en el habla. Igual que las contradic ciones que integran el sueño —proyecta/ breve, oscuro/luz— no lo anulan: «en un mar ya sin tiempo ni espacio, / veo borrosa tu faz, que al fin, despacio, / torna». 

 El propio Don Sebastián tendría ya su alma entre sue ños cuando cayó en la batalla, habría abierto desde antes el paréntesis, ese tiempo paralizado en que Dios se encarga de guardar su forma para que, en el momento preciso, pueda albergar otro acontecimiento: «C on Lo que me soñé, que eterno dura, / regresaré». Y el anuncio de esa hora es, una y otra vez, el amparo bajo el que se suspende el principio de realidad. La voz de Don Fernando, el desdichado infante, cautivo desde su adolescencia, asegura que Dios le «consagró en la honra y la desgracia», y esa elección del destino no opera en el seno de una mitología heroica, sino en una inclemente aridez: «en el tiempo en que un frío viento pasa / por la fría tierra». Es esta la realidad, y su suspensión por el poder del deseo y el sueño, revela un movimiento que convierte las fuerzas negati vas en energía de .resistencia y disidencia. Lo que para el infante supone esa consagración, aun en las peores condicio nes, es una especie de posesión por el deseo.- «me hace arder la fiebre, / de gloria el ansia, pues su Nombre sienten / en. mí vibrar». No tanto a ganar el cielo como a un quieto combate contra el enemigo, contra la realidad, guerra sin guerra, se dirige esta pasión extrema, incorporada al sentimiento mismo de vivir, sustituía casi —en este caso límite— de la propia vida. 

.Algo parecido se dice de aquel tercer hermano, a quien el rey no autoriza para buscar a los otros dos, desaparecidos, y que vive por eso en la amargura: «con los ojos fijos de ansia / mirando a la prohibida azul distancia»; no son el amor ni el sacrificio ni el objetivo de la salvación su fuerza, sino un deseo absoluto, una insoportable disconformidad. 

 Y cada vez que actúa el veto de la realidad —«pero Dios no permite que partamos»—, surge con más fuerza su impugnación. Es lo que Mensaje llama locura. No es un rasgo excéntrico; estar de este modo loco es precisamente la cuali dad que humaniza: «Sin locura, ¿qué es el hombre / sino la sana bestia, / aplazado cadáver que procrea?» 

Es la ruptura con la razón lo que humaniza, al contrario de lo establecido; es la mirada existencial cuando busca sentido con firmeza que linda con el absurdo. Pessoa habría firmado en cual quiera de sus metamorfosis la definición del ser humano como «aplazado cadáver que procrea», terrible fórmula a la altura de su desesperación; pero aquí, en el poema titulado «Don Sebastián», reconoce a la locura el poder de invali darla. Y es significativo que hubiera hecho ya esto mismo al menos otra vez, y con análogas palabras, en un comentario de actualidad política, que firmó y se preocupó por difundir ampliamente, escrito en mayo de 1023: «es la locura la que dirige el mundo. 

Locos son los héroes, locos son los santos, locos los genios, sin los cuales la humanidad es una mera especie animal, cadáveres demorados que procrean»39. El 39 Fernando Pessoa, «Sobre un manifiesto de los estudiantes», en Política y profecía, ed. cit.., p. 3 5 ^ sueño conduce aquí. El cristal de Mensaje, tan perfecto, pura estructura, se abre en grietas o luces —viene a ser lo mismo— que permiten pensar lo utópico de este modo, como una condición de la persistencia humana. Con el impulso que es la energía del navegante: «ese puerto siempre por hallar».

jueves, 10 de abril de 2025

MANUAL DE CREATIVIDAD LITERARIA DE LA MANO DE LOS GRANDES AUTORES FRAGMENTO


 


Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas 

 Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libro, es también una máxima de vida para el autor de la obra que presentamos: mi querido y admirado amigo Fernando Calvo González-Regueral. Muchas veces he afirmado que la lectura no sólo nos facilita la tarea de vivir, sino que además puede servirnos de paliativo cuando la hermosa dama que es la vida nos hace una fea mueca.

 Así es que con este convencimiento mío no es difícil creer que mi primer encuentro con Fernando supusiera el comienzo de una larga amistad, que mantenemos desde hace ya muchos años y que estoy segura de que se mantendrá viva más allá de la inexorable venganza del tiempo. Mi querido Fernando es un sabio de la Historia: estudioso, erudito y excelente divulgador de esta disciplina. Pero además ama la poesía, ha escrito novelas, conoce el teatro, disfruta con la pintura y no se le escapa nada que tenga que ver con cualquier tipo de música.

Todo el arte, incluso el séptimo, es vida para Fernando, y su vida es puro arte. Su entusiasmo vital y su generosidad están fuera de dudas. Esta excelente calidad humana es la que lleva al autor de la obra que presentamos a crear el Taller de Literatura y Vida en el que durante tres años fue transmitiendo a los asiduos de la calle de Berlín, número 5, el interés por las distintas formas de contar en las novelas, la emoción que suscitan los buenos poemas y las variadas dimensiones de la vida que recoge el teatro. Los asistentes al centro del barrio de La Guindalera fueron aumentando por el arte de la magia comunicativa de Fernando Calvo, hasta el punto de no faltar a una sola de las citas semanales de Literatura y Vida. Todos ellos convivieron con Stevenson, con Verne, con Galdós y con Cela, con Rosalía de Castro, con Baudelaire, con Neruda y con Lorca, con Shakespeare o con el propio Cervantes, y eso sólo por citar algunos nombres que el lector encontrará recopilados en este libro que recoge la experiencia humana y artística de esos años de taller literario. En aquel taller de La Guindalera, Fernando explicaba, recopilaba, sintetizaba movimientos artísticos y literarios, pero también leía en voz alta y entusiasmaba a su auditorio que se consideraba auténtico alumnado. Un alumnado que, al regresar a casa con la curiosidad más que espabilada, continuaba en soledad las lecturas iniciadas por su maestro de los miércoles.

Tuve el honor de ser invitada a una de esas sesiones de lectura de textos para recitar poemas. Leí algunos de mis Haikus después de haber explicado el origen, la historia y el presente de esta estrofa japonesa, y recité también algunos de mis poemas-fetiche de Amado Nervo, de Lorca, de Miguel d’Ors, de Amalia Bautista, de Roger Wolfe, de Luis Alberto de Cuenca y de algún otro poeta más. No podré olvidar nunca el interés con el que me escucharon los alumnos de Fernando, las preguntas que me plantearon y el cariño con el que me trataron.

Y luego, cuando pasamos a brindar con la copita ilustrada que me ofrecieron, fue mucho más que una fantástica charla distendida con todos ellos. Era de noche cuando regresé a casa, pero tuve tiempo de mirar al cielo y dar gracias por el regalo que, de manos de la invitación de Fernando Calvo, me había hecho la vida al comprobar que la curiosidad, el entusiasmo y la generosidad salvaguardan la salud y la pervivencia de la Humanidad. De aquella sesión me queda un recuerdo imborrable de belleza, ilusión, cariño y paz. Emociones que deseo para el lector que ahora inicia su recorrido por Literatura y vida. Madrid, 13 de enero de 2019 1.

Puerto de embarque: Calle de Berlín, 5 duplicado La historia es siempre la misma o, al menos, siempre comienza de igual manera: una página en blanco, un lapicero y alguien con ganas de narrar una aventura, de lanzar su botella a la mar. La que hoy les quiero contar comenzó cuando Mina, mi mujer, me propuso uno de los retos más maravillosos a que me he enfrentado nunca: impartir un taller sobre literatura en la asociación Psiquiatría y Vida de Madrid, de la que ella era a la sazón secretaria. No dijo de, preposición que denota posesión, sino sobre, que significa «acerca de», y, desde luego, no se refería a uno de esos cursillos en los que se enseña a componer con mejor o peor fortuna un cuento o un soneto. Se trataba de compartir con más corazón que cabeza la pasión por leer que sintió desde niño el lletraferit que esto escribe. Empezó la travesía sin agujas de marear ni precisas cartas de navegación, sólo con la voluntad del piloto de someter la expedición a los vientos de una rosa con cuatro puntos cardinales señalados por sendos lemas: al Norte, no jugar nunca a la chica, que bajar la apuesta empequeñece a las personas; al Sur, sacar los libros a airearse al lugar del que salieron: calles, plazas y tabernas. Una preparación minuciosa de cada clase —esa forma de creación— a Levante y la ilusión de ir más allá, siempre más allá, hacia Poniente, donde rinden viaje las historias inmortales sin finalizar nunca del todo. Tan pronto comprendieron el espíritu del proyecto los alumnos, enseguida amigos y compañeros de tripulación, que ellos mismos decidieron bautizar la nave.

 Ocurrió en el Parque del Retiro, durante un paseo al atardecer y en algún lugar entre las estatuas de Benito Pérez Galdós y Pío Baroja, cuando Parsifal, barba patriarcal, abrazos de oso, purito en la comisura de los labios, sentenció: —No le deis más vueltas: este velero, bajel pirata bravo y temido, será famoso, «en todo el mar conocido / del uno al otro confín», como Literatura y Vida. 2. Pero… ¿qué es la Literatura? Luminoso a la entrada de la casa-museo del escritor Dylan Thomas en Swansea, País de Gales. Dogmático: «En la literatura, arte que trata de reflejar la vida, nada sucede por casualidad, por más que su materia prima sea una suma infinita de casualidades».

Paradójico: «Leer es, ante todo, entretenerse, pero —¡cuidado!— con la literatura no se juega». Melancólico: «La literatura es un embuste que hace tolerable la vida… sin otra condición que la de que el embeleco sea hermoso». Estas y otras disquisiciones va rumiando el monitor camino de su primera clase: es otoño y la ciudad luce más linda que nunca. El monitor no es ni alto ni bajo, ni guapo ni excesivamente feo. El monitor es un tipo de lo más corriente y, nervioso pero ilusionado, carga con un macuto lleno de textos de los sabios de Macedonia: el Diccionario de la lengua española (el DLE de la Real), el María Moliner, el Ideológico de Casares —más útil que nunca en estos tiempos del cólera internáutico—, el Etimológico de Joan Coromines y el Diccionario de términos literarios de Demetrio Estébanez Calderón, con su inconfundible cubierta color naranja chillón. —Pues se va usted a deslomar: le calculo fácilmente ocho o nueve kilos de peso a las espaldas. El local de la calle Berlín es modesto pero acogedor y Yogui, guardiana de las esencias de la asociación, ha dispuesto en el aula con su proverbial diligencia todo lo que necesita el monitor para comenzar: un encerado de los de siempre, un lienzo en blanco de grandes dimensiones fijado a una pared lateral y una porción de sillas desde las que quince pares de ojos escudriñarán sus movimientos. —¿Hay alguien en esta sala al que no le guste leer? Silencio.

Alguna sonrisa. Cuchicheos que parecen decir: «Rara pregunta para dar inicio a un taller sobre literatura». —No es nada malo. Este monitor ha conocido a lo largo de su vida gente que se jactaba de no haber leído jamás un libro entero y otros, en cambio, que se ufanaban de leer varios a la vez; también lectores de un solo libro: ojo con éstos, son peligrosos. Conoce personas que prefieren a la lectura el cine o los cómics, amantes de la música o fanáticos de las finales de fútbol y los que se extasían ante lienzos, catedrales y esculturas… Pero lo que nunca ha visto ni espera ver este monitor es a persona alguna a la que no le guste que le cuenten una historia bien narrada, adopte ésta la forma que adopte. Empiezan a comprender los alumnos al monitor, o eso quiere pensar él. Aquí no le pondremos puertas al mar ni rótulos de ningún tipo a los libros; todo lo que sea contar una historia con cierta belleza o provecho será, a los efectos de este taller, Literatura.

Acto seguido se impone una tormenta de ideas, con reflexiones dichas en alta voz por los alumnos en demanda de una definición sobre la que levantar las bases del taller: —Para mí, los libros son libertad, huida, una forma de escapar de la realidad — rompe el hielo Ken, lector voraz y amante de las narraciones de aventuras. —Pues para mí significan lo contrario: un escondite, el lugar donde nada malo te puede ocurrir, algo así como un refugio en el que encontrar consuelo. —Aprendizaje, conocimiento. —Reflexión. —Espejo. —Duda…, pero una duda que me impulsa a saber más —añade Mare con timidez, mas con mucho tino. —Oración. —Terapia. —Inquietud, a veces tormento. —Pues para mí son, fundamentalmente, diversión: yo leo para entretenerme, no para sufrir. Leo para evadirme. Yo leo libros para pasármelo bien.

 —A mí me encantaba cuando, siendo niño, mi abuela me contaba historias tradicionales en catalán hasta quedar dormido en su regazo —concluye Morfeo, el hombre tranquilo, el alumno siempre dispuesto a ayudar a los demás. El monitor ha ido escribiendo en el encerado las palabras clave, agrupándolas por afinidad en tres círculos: el primero, bien delimitado, nos habla de la trasmisión de conocimientos que supone el acto en virtud del cual alguien traspasa sus saberes a la tribu. En el segundo, jardín florido pero asimétrico, reina el deleite, que no significa necesariamente entretenimiento: rosas, cardos, orquídeas, amapolas y plantas carnívoras se entremezclan y aun conviven con cierta armonía. El último está lleno de aristas y se alza como amenazador poliedro; en su interior, las preguntas: ¿Quiénes somos?, ¿qué buscamos?, ¿hay alguien al otro lado del espejo?, ¿existe algún barquero que, una vez retiradas las monedas de los párpados, nos transporte al más allá? Sanjuán rebusca en los textos de los sabios de Macedonia; quiere saber si andamos o no descaminados. El monitor, con sumo gusto, le deja hacer: enseguida ha percibido que sus alumnos son despiertos, bien leídos y, sobre todo, muy dispuestos al juego de complicidades del que surgen las más instructivas clases. 

 —El Diccionario de la lengua española de la Real Academia define literatura como el arte que emplea por instrumento la palabra. El María Moliner viene a decir lo mismo pero añadiendo un matiz, tan sabio como su creadora: literatura es el arte que emplea como medio de expresión la palabra… hablada o escrita. Y el profesor Estébanez Calderón nos informa sobre el origen de la voz: literatura es un derivado del latino littera, calco del griego gramatike, esto es, arte de hablar y escribir correctamente. —Hace una pausa, se concentra hondamente y concluye para asombro de todos con la siguiente proposición—: Podríamos decir, pues, que Literatura es el arte que emplea como instrumento la palabra, hablada o escrita, para: 1) trasmitir conocimientos; 2) deleitar a un público y 3) tratar de comprender el sentido último de la existencia. Aplauso cerrado.

Una pausa para meditar. El monitor transcribe en el centro del lienzo fijado a la pared lateral las últimas palabras dichas por Sanjuán, subrayando las ideas fuerza… y aclarando después que todo dogma de fe vendrá siempre contrapesado en este taller por una definición más escéptica o subjetiva a cargo de algún maestro, pues la literatura —no tanto la vida— gusta de reírse de sí misma: «Siempre que enseñes, enseña también a la vez a dudar de lo que enseñas», decía Ortega y Gasset. Lee a continuación el monitor un pasaje de la Biblioteca personal de Jorge Luis Borges, donde el homero argentino ensayaba sobre el concepto de literatura no desde el punto de vista del gramático, ni siquiera del creador, sino del más obvio —y, por ello mismo, olvidado— del lector: A lo largo del tiempo, nuestra memoria va formando una biblioteca dispar, hecha de libros cuya lectura fue una dicha para nosotros y que nos gustaría compartir. Los textos de esa íntima biblioteca no son forzosamente famosos. La razón es clara.

Los profesores, que son quienes dispensan la fama, se interesan menos en la belleza que en los vaivenes y en las fechas de la literatura y en el prolijo análisis de libros que se han escrito para ese análisis, no para el goce del lector. Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer. No sé si soy un buen escritor; creo ser un excelente lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector. […]

Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. «La rosa es sin porqué», dijo Angelus Silesius; siglos después, Whistler declararía: «El arte sucede». Ojalá seas el lector que este libro aguardaba. Me jacto de aquellos libros que me fue dado leer. Melquíades, el niño que lleva siempre un fajo de cromos en el bolsillo y se encarga de agitar la campanilla que anuncia el fin de clase, entra en el aula y nos regala la primera estampa con que el lienzo del taller Literatura y Vida será decorado.

 Melquíades no sonríe; Melquíades no pronuncia palabra alguna. Melquíades se limita a cumplir con puntualidad su cometido. Todo arte es una forma de literatura, porque todo arte consiste en decir algo. 4Fernando Pessoa José de Almada Negreiros: Retrato de Fernando Pessoa, 1964, Museu Calouste Gulbenkian, Lisboa. *** Antes de entrar de lleno en el asunto que nos ocupa —las obras maestras, los grandes autores— cree conveniente el monitor dedicar dos lecciones a sendas materias que considera fundamentales para que la nave no naufrague cuando los vientos arrecien. La primera de ellas versa sobre un milagro. 

 No es casual, viene a decir el monitor a los alumnos quitándose por un momento sus gafas de pasta, que el hito que separa lo que se ha dado en llamar Prehistoria de la Historia sea precisamente el de la aparición de los primeros documentos escritos. Habría que matizar que por prehistoria entendemos aquella larguísima noche de los tiempos en que una criatura esencialmente débil —carece de garras o colmillos, muestra al descubierto los órganos vitales, su cuerpo está arropado no más que por una fina mata de pelo— se va convirtiendo de forma paulatina en el ser supremo de la creación. Ayudarán a ello una serie de cambios evolutivos y otra, acaso más importante, de transformaciones alimenticias, reproductoras, socio-culturales, mágicas o rituales.

Son cambios —¿sucesivos?, ¿inconexos?, ¿simultáneos?— que los paleoantropólogos no logran, quizá nunca podrán conseguirlo, delimitar con precisión en fechas o periodos cerrados. Lo cierto es que cuando un primate básicamente insectívoro y recolector se vio impelido a bajar de los árboles a la llanura para convertirse en cazador adoptó la opción más ingeniosa para sobrevivir en el nuevo hábitat: erguirse. Porque en ese erguirse, que le facilita ver más allá, fortalecerá la columna vertebral y, con ella, su capacidad craneal, lo que le llevará a perfeccionar las señales de comunicación que ha ido desarrollando para cooperar en la tarea de la supervivencia de la especie: gruñidos, gestos, voces onomatopéyicas. Su aparato fonador —pulmones, laringe, paladar, nariz, lengua, dientes y labios— se transforma en una caja de resonancia capaz de producir y modular sonidos a base del aire que respira; su pensamiento convertirá esa música en símbolos para designar objetos, animales, emociones y, al fin, ideas. Ha nacido la materia prima de la literatura: el lenguaje, esa herramienta, ese don, esa suprema abstracción, ese juguete, esa arma cargada de futuro. Conjetura Hendrix, perito en melodías y movimientos de ajedrez, aplicadísimo estudiante, sobre el contenido de los primeros textos de que se tiene constancia: 

 —Yo pienso que serían códigos o leyes, documentos de propiedad, a lo mejor recetarios o saberes empleados para la cosecha o la caza de animales. Conocimientos prácticos antes que literatura —y acierta de pleno. Primero, el milagro del lenguaje oral; después el de las lenguas escritas que fijan saberes acumulados, sólo al final las epopeyas y las sagas, los cuentos y leyendas. La ficción, en una palabra. Recita a continuación el monitor el comienzo de un antiquísimo cuento africano: «Voy a referiros, hijos míos, lo que me enseñó mi padre, que, a su vez, lo oyó de labios de mi abuelo, el cual conocía esta historia desde mucho, muchísimo tiempo atrás, ocurriéndoles lo mismo a sus antepasados, de modo que puedo asegurar que la historia fue conocida desde el principio…».

Esta larga tradición oral de chamanes narrando a la aterida tribu las historias que oyeron a sus ancestros y éstos a los suyos explicaría el que la literatura escrita naciera de pie, como arte perfectamente acabado, donde la vocación de estilo, el propósito de embellecer lo contado es tan importante como la propia narración: Aquel que todo lo ha visto, que ha experimentado todas las emociones, del júbilo a la desesperación, ha recibido la merced de ver dentro del gran misterio, de los lugares secretos, de los días antes del Diluvio. Ha viajado hasta los confines del mundo y ha regresado, exhausto pero entero. Ha grabado sus hazañas en estelas de piedra, ha vuelto a erigir el sagrado templo del Eanna, así como las gruesas murallas de Uruk, ciudad con la que ninguna otra de la tierra puede compararse. 

 Mira cómo sus baluartes brillan como cobre al sol. Asciende por la escalera de piedra, más antigua de lo que la mente pueda imaginar; llégate al templo consagrado a Ishtar […]. Busca su piedra angular y, debajo de ella, el cofre de cobre que indica su nombre. Ábrelo. Levanta su tapa. Saca de él la tablilla de lapislázuli. Lee cómo Gilgamesh todo lo sufrió y todo lo superó. Bellas, sugerentes, frescas, casi vírgenes, he aquí las palabras inaugurales de la literatura (escrita) correspondientes al primer párrafo de la Epopeya de Gilgamesh. Compuesta con toda probabilidad hace más de dos mil años antes de Cristo, la obra figuraba ya en la biblioteca del rey babilonio Hammurabi hacedor de códigos. Desde el Creciente Fértil, origen de la civilización, llegó hasta la Grecia continental, donde serviría de modelo para que otros autores, ahora con nombre conocido, no anónimos, tomaran la antorcha entre sus manos: «Homero (autor de la Ilíada y la Odisea) inventó, en el sentido de encontrar, la literatura en la gesta de unos hombres que él no conoció, pero que inevitablemente lo fascinaron, pues representaban la aventura de todo un pueblo, de todos los hombres…

A partir de él, todo es reescritura», nos enseña el maestro Luis Alberto de Cuenca en uno de sus ensayos sobre los primeros textos. El autor paraguayo Augusto Roa Bastos abundaba en la misma idea aportando algún dato más sobre el aedo (o aedos colectivos): «En aquellos tiempos, el escritor no era un individuo solo. Era un pueblo. Trasmitía sus misterios de edad en edad. Así fueron escritos los Libros Antiguos. Siempre nuevos. Siempre actuales. Siempre futuros. El pueblo Homero compuso la Ilíada [y] por más vueltas que se les dé a las palabras, siempre se escribe la misma historia». Se dice que el mismísimo Alejandro Magno danzó desnudo en Troya en torno al sepulcro de Patroclo y Aquiles, «el de los pies alados», y murió a los treinta y tres años de edad con un ejemplar de la Ilíada en la mano tras haber derrotado a dioses y daríos, conquistado imperios, fundado ciudades y amado hasta el dolor. La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles, maldita, que causó a los aqueos incontables dolores, precipitó al Hades muchas valientes vidas de héroes y a ellos mismos los hizo presa para los perros y para todas las aves —y así se cumplía el plan de Zeus—, desde que por primera vez se separaron tras haber reñido el Atrida, soberano de hombres, y Aquiles, de la casta de Zeus. 

 De casi todas las literaturas, por no decir todas, valdría afirmar lo mismo, es decir, que nacen como arte refinado, con una pureza que nos asombra; he aquí la primera descripción escrita de un amanecer en castellano: «Ixie el sol, ¡Dios, que fermoso apuntava!» (del Poema de Mio Cid). Después, la campanilla de Melquíades cerrando la segunda lección y dos estampas por el precio de una para ser fijadas en el lienzo de la pared. Tablilla de la Epopeya de Gilgamesh y busto de Homero, el ciego, ambas piezas pertenecientes al Museo Británico de Londres. «Homero fue el primero y el último de los poetas», Montaigne. *** 

 La tercera clase, última de las preparatorias antes de que el galeón se aventure en alta mar, no trata de milagros, casi sobre lo contrario, pues versará sobre taxonomía. Los sabios de Macedonia gustan de agrupar en cajitas conceptos e ideas, de aprehender en definiciones estancas escurridizas realidades, de enclaustrar en una jaula de oro ese animal que nunca se está quieto llamado arte (justo reflejo de ese otro animal llamado vida). Es su deber y a ellos hay que acudir con respeto… sin perjuicio del siempre saludable espíritu crítico que preside el taller. Serranilla ha preparado la lección con el esmero que derrocha en cada cosa que realiza; Serranilla es rubia, siempre sonríe y sus ojos claros serenan todo lo que miran, a todos relajan: —Los géneros literarios clásicos son tres: Épica, Lírica y Dramática.

El primero se asocia a cuentos y novelas, a la narrativa. El segundo, a la poesía, que busca las formas más expresivas y bellas del lenguaje. Y el último al teatro, ya sea escrito o representado, que alude fundamentalmente al sentimiento del lector o espectador—. Y aceptamos de momento esta clasificación pues nos servirá de brújula durante el tiempo que dure la travesía. El monitor se acerca al lienzo que los alumnos ya llaman de Melquíades y dibuja en torno a la definición de Literatura fijada en la sesión inaugural tres objetos: el primero tiene forma rectangular, como de libro, y en su interior escribe las palabras ÉPICA y, debajo, Narrativa. En el siguiente, con forma de estrella, LÍRICA y Poesía. Y en el tercero, un cubo, las voces DRAMÁTICA y Teatro. «Éstos serán los temas de los tres cursos que compartiremos», dice luego, y añade:

 «Ya habrá tiempo de discutir sobre lo acertado o erróneo de la clasificación, pero de momento aceptaremos su validez y las definiciones que el Diccionario de la Española propone para cada uno de los géneros». Son éstas: «Narrativa.- (Del lat. tardío narratīvus.) f. Género literario constituido por la novela, la novela corta y el cuento».

Donde cabrían desde el microrrelato, como El dinosaurio, de Augusto Monterroso («Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí»), hasta las fábulas de Samaniego; de las Novelas ejemplares de Cervantes a las de las hermanas Brontë, desde los cuentos populares y las leyendas hasta obras tan experimentales, distintas y distantes entre sí como el Ulises de Joyce o El cuaderno dorado de Doris Lessing (sin olvidar esas delicadas cumbres que, como El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, no sabemos si calificar de novelas breves o de relatos largos). Esta idea globalizadora es la defendida por un novelista de nuestro tiempo, Camilo José Cela, cuando decía en su artículo «A vueltas con la novela» (Ínsula, Revista de Ciencias y Letras fundada por don Enrique Canito, 15 de mayo de 1947): 

 Nadie sabe qué es la novela. […] La novela es un algo fluctuante, eternamente en danza, que no se puede sujetar porque es la vida misma o lo que tomamos, en cada instante, por la vida misma: un algo que no ha cuajado, como la vida misma no ha cuajado tampoco. Querer encasillar lo incasillable es tanto como querer ponerle puertas al campo. […]

Es posible que la única definición sensata que sobre este género pudiera darse, fuera la de decir que «novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela». «Lírica.- (Del lat. lyrĭcus, y este del gr. λυρικός lyrikós.) f. Género literario, generalmente en verso, que trata de comunicar mediante el ritmo e imágenes los sentimientos o emociones íntimas del autor». Safo o Catulo, romanceros y cancioneros tradicionales, Petrarca, Jorge Manrique, santa Teresa de Jesús, Bécquer, los sublimes poemas de Emily Dickinson, El corsario de Lord Byron, Las flores del mal de Baudelaire, los Cantos de vida y esperanza de Rubén Rubén, Vicente Aleixandre e Ida Vitale… entran aquí; incluso, según los sabios de la Macedonia sueca, cantautores tan modernos como Bob Dylan, el premiado, o Leonard Cohen, el no-premiado.

Federico García Lorca confesaba a Gerardo Diego en una carta de poeta a poeta que «ni tú ni yo ni ningún poeta sabemos lo que es la poesía. […] Yo tengo el fuego en mis manos. Yo lo entiendo y trabajo con él perfectamente, pero no puedo hablar de él sin literatura». Por ser, quizá, el género más sublime de todos resulta perfectamente indefinible y los intentos que se han hecho de hacerlo se nos antojan insuficientes.

 «Dramática.- (Del lat. tardío dramatĭcus, y este del gr. δραματικός dramatikós.) f. Género literario al que pertenecen las obras destinadas a la representación escénica». Definición que incluiría a los autores de los textos (Eurípides, Calderón de la Barca, Ibsen, por poner ejemplos de diferentes épocas y lugares) pero también actrices y actores (desde Tespis, primer intérprete de la historia, a Sarah Bernhardt, José Bódalo, Blanca Portillo o David Mamet), directores de escena (Cipriano de Rivas Cherif, Tatiana Pávlova, Gustavo Pérez Puig) y otras muchas figuras, incluyendo una fundamental, la de los espectadores, pues como nos explica Estébanez Calderón en su Diccionario de términos literarios, «el teatro implica un espacio escénico, unos actores, una acción dramática y un público asistente que entra en el juego de la “ilusión de realidad”, participando en la experiencia de la acción representada». —Queridos alumnos, ya tenemos todo lo necesario para aproar hacia Poniente: una definición de Literatura, una aproximación al milagro del lenguaje y un compás que nos orientará en la exploración de los tres continentes que aquí dejamos definidos en forma de géneros.

 Ende, puro corazón, simpatía hecha persona, conocedor de todas las tradiciones orales del universo mundo, solicita permiso para declamar la historia que oyó en su juventud misionera a unos guaraníes en las bancadas del Paraná hace muchos, muchos años… Con ella nos recuerda que ninguna definición podrá contener jamás el sagrado misterio de la literatura: —El trueno cae y se queda entre las hojas. Los animales comen las hojas y se ponen violentos. Los hombres comen los animales y se ponen violentos. La tierra se come a los hombres y empieza a rugir como el trueno. Aplausos, la campana, Melquíades —el niño que no habla, el chaval que nunca ríe— con sus estampas y… avante toda. La Colección Austral de Espasa-Calpe en España y Penguin Books en Gran Bretaña idearon unos códigos de formas y colores para diferenciar desde la misma portada a qué género se adscribía cada obra.

miércoles, 9 de abril de 2025

ORTEGA Y GASSET MUSAS LEJANAS PRÓLOGO

 



NOTAS SOBRE EL <ALMA EGIPCIA

Estas notas kan sido premeditadas como in

 troducción a esta antología de cantos y cuen

 tos del Antiguo Egipto. No se proponen otra 

cosa gue destacar en un somero esquema los ras

 gos del alma egipcia gue más importan a guien 

desee comprender en su diferencial peculiaridad 

agüella viejísima civilización.

 r 

„ - . . 

La/ huellaf del alm&j - - - 

El alma se expresa en

 t

 la palabra y en el gesto,

 pero, además, se imprime en la obra. El gesto y la

 palabra dicha se volatilizan, y gueda del alma gue

 fué sólo la obra y la palabra escrita. Son sus

 Huellas, sus presiones sobre la materia, llenas de

significación. No es desdeñable enseñanza 4ue 

la materia, lo más opuesto al alma, sea la en

 cargada de hacer pervivir a ésta. El resto del 

espíritu gue no ha logrado materializarse se 

evapora.

 Para penetrar en un alma tenemos (jue incli

 narnos sobre la materia y rastrear sus huellas 

como para dar caza a un animal fugaz. E1 alma 

tiene la facultad de impregnar la materia en tor

 no; no puede llegarse a ella sin darle alguna for

 ma (jue sale de su propio fondo, (jue es su íntima 

emanación. Estas conformaciones o deformacio

 nes son la confesión perdurable (jue la espiritua

 lidad deja, como prenda de su flúido ser, en nues

 tras manos.

 Y sería un error creer 4ue, de esos dos medios 

de manifestación duradera gue el alma posee — la 

palabra escrita y la obra—, es aquélla la (jue nos 

revela los mayores secretos. En la palabra, cier

 tamente, se propone el alma exteriorizar algo de 

sí misma; por esto decimos gue se expresa. En la 

obra no se propone nada parecido, sino simple

 mente producir un objeto útil o grato — la mora

 da, la espada, la estatua. Pero es el caso (jue esos 

objetos pueden tener formas innumerables, y al

 — 

10 —

preferir tfiiá el alma y excluir las demás, tíos re

 vela, sin sospecharlo, un secreto profundo de su 

ser, más profundo (Jue todo lo cjue pudo decir con 

sus palabras. Adviértase (jue acuellas conviccio

 nes y sentimientos cjue forman el estrato último 

de nuestra persona son para nosotros de tal modo 

evidentes, constituyen supuestos tan primarios de 

nuestra vida, cjue ni siguiera reparamos en ellos, 

y menos puede ocurrírsenos comunicarlos. Se dice 

sólo lo (jue nos parece diferencial, lo (jue varía, lo 

(Jue en algún sentido es cuestionable, lo (jue acon

 tece sobre ese fondo último de actitudes y creen

 cias. Pues bien, estos secretos últimos son los (jue 

aventa el alma cuando no pretende expresarse 

sino (jue, indeliberadamente, prefiere unas formas 

a otras, en los instrumentos, en las artes, en las 

instituciones. Más aún cjue la expresión en la pa

 labra, es sincera e indiscreta la impresión en la 

obra. La única ventaja de la palabra es gue es 

más clara, circunscribe más estrechamente su sig

 nificado. La obra es un lenguaje más vago tal 

vez, por lo mismo (jue enuncia las más vastas 

confesiones. De todas suertes, el alma de un pue

 blo antiguo sólo es inteligible cuando se con

 frontan sus palabras y sus obras. La civilización

 — ti —

entera de la raza se presenta a nuestros ojos comó 

una innumerable gesticulación, como un amplí

 simo lenguaje.

 L,sl> primera^ fechaj 

«La primera fecha se

 g urare registra la his

 toria universal es el 19 de julio del año 4241 an

 tes de Jesucristo. En ella fue establecido en el 

Bajo Egipto el calendario de 365 días.»—Eduar

 do Meyer, Historia de la Antigüedad; tomo I, 

2.a ed., pág. 110.

 «Tempo» des 1 a¿ 

historia^ egipciaj

 En cierta manera, este 

dato de tan formal apa

 riencia contiene y cifra

 todo lo esencial del alma egipcia. La instauración 

de un calendario supone q[ue la colectividad ha 

llegado a la madurez de su cultura. En esa legis

 lación sobre la medida del tiempo se resume siem

 pre un vasto saber cosmológico. Pero, además, 

implica la existencia de un Estado fuerte y en

 12 —

orden q[ue posee ya una compleja técnica adminis

 trativa.

 Ahora bien, el calendario egipcio es establecido 

en el Bajo Egipto. Constituía éste un cuerpo po

 lítico cjue se había formado por colonizaciones 

emprendidas desde el Alto Egipto. A la existen

 cia de un Estado en el Delta precedió la forma

 ción de otro Estado río arriba, verdadera cuna de 

la civilización egipcia. Esto significa q[ue siglos 

antes de acuella fecha existía ya una nación po

 derosa, políticamente organizada, no lejos de la 

primera catarata. Pero si, retrocediendo hacia el 

año 5000 a. de J., queremos pasar más allá, to

 pamos en seguida con los restos c(ue las excava

 ciones recientes han exhumado, y esos restos per

 tenecen a una civilización sumamente primitiva, 

en rigor, paleolítica, q[ue nada tiene q[ue ver con la 

egipcia. De modo q[ue no es posible retroceder 

mucho sin salirse de la historia de Egipto. Por 

otra parte, en torno a la fecha del 4000, según 

Borchardt, se están ya construyendo las pirámi

 des, lo cual q[uiere decir, ni más ni menos, q[ue 

Egipto está plenamente formado, tal y como va a 

ser en el resto de los milenios, con toda su estruc

 tura política, con todo su arte, con toda su técni

ca, religión y saber. Así, en lo q[ue respecta al 

tema más característico de esta civilización—el 

culto a los muertos—, hallamos q[ue en las tumbas 

de hacia el año 4000 se encuentran ya figuras de 

criados y criadas, servidores presuntos del cadá

 ver, modeladas por cierto sin pies, a fin, sin duda, 

de q[ue no huyesen, dejando en desamparo a su 

señor. Por ese tiempo la agricultura ha alcanza

 do su máximo desarrollo y es ya idéntica a lo q[ue 

va a ser hasta la época de Napoleón.

 De suerte que la historia egipcia ofrece el ejem

 plo de una civilización política y moral q[ue llega 

en un prestissimo fantástico a plena maturación, 

para anquilosarse en seguida y perdurar miles de 

años invariable en todo lo esencial. ¿Cómo se ex

 plica esto?

 r* 

, , - 

Pueblo agrícola-* 

La vertiginosidad con

 # 

q[ue se constituye el ins

 tado egipcio y su relativo estancamiento posterior 

tienen dos causas, material la una, psicológica la 

otra. La causa material fue, como es sabido, el 

Nilo. Aunque parcial, sigue pareciéndonos ver

— 14 —

(ladera la fórmula canónica dada por Herodoto: 

«Egipto es un don del Nilo.»

 La tierra toda de Egipto es menor gue dos pro

 vincias españolas. Sin embargo, su longitud es 

grande. Está repartida en dos breves bandas de 

terreno a ambas orillas del río. En algunos luga

 res su anchura no pasa de tres kilómetros. Más 

allá, a uno y otro lado, aprisionan el terruño fér

 til las rocas verticales gue llevan sobre sus hom

 bros el desierto. La inundación periódica es un 

beneficio, pero, a la par, un desastre. El agua ce

 nagosa gue luego fecundiza, primero destruye. 

Esto impone con una violencia clara, aguda, la 

necesidad de grandes trabajos de irrigación y dre

 naje, gue no pueden ser emprendidos por fami

 lias aisladas ni siguiera por pegueños grupos so

 ciales. El dominio sobre las aguas sólo es posible 

si una voluntad unitaria organiza la vida hu

 mana desde un punto del curso fluvial hasta su 

desembocadura.

 La configuración de su territorio impuso al 

pueblo egipcio un destino agrícola. Y esto con 

raro exclusivismo. El valle del Nilo, acordonado 

a una y otra mano de desiertos, gueda remoto del 

mundo. Míseros pueblos nómadas, retenidos en

los estadios más primitivos del desarrollo huma

 no, rozan apenas la existencia del labriego nilota, 

defendido naturalmente por los escarpes de la 

roca que el río ha tajado. El egipcio no será ni 

guerrero ni comerciante hasta las postrimerías de 

su historia. Cuando necesita algo del exterior 

—por ejemplo, los exquisitos inciensos de Punt, 

junto al Mar Rojo—, tendrá que dar a la opera

 ción comercial un falso carácter bélico y dedica

 rá a los que la emprenden himnos superlativos 

que Grecia no hubiera juzgado oportuno consa

 grar a Alejandre por la conquista de media Asia.

 El fondo del alma egipcia, su estrato más hon

 do encargado de soportar el resto, está, pues, cons

 tituido por la psique de labriego más pura que 

haya existido nunca. Esto quiere decir docilidad 

y tradicionalismo, recogimiento en lo cotidiano, 

imperio del hábito, gravitación hacia el pasado.

 Pero las condiciones peculiares de la agricultu

 ra en las riberas del Nilo imponen inexorable

 mente una organización complicada, postulan un 

Estado. Lo más frecuente en la historia ha sido 

que el Estado no represente una necesidad prima

 ria para la vida individual. Los pequeños grupos 

sociales se bastaban a sí mismos para todo lo ur-- 

16 

gente. El Estado sólo era preciso para fines más 

elevados y en cierto modo abstractos. Era, por 

decirlo así, un lujo advenedizo. Los que sentían 

esa genial voluntad de forjar un Estado tuvieron 

de sólito que imponerlo a los pequeños grupos 

consanguíneos,quebrando su egoísmo.En el Nilo, 

por el contrario, la tendencia hacia un Estado se 

halla inscrita desde luego en la existencia privada 

como una de sus condiciones materiales. El sim

 ple hecho de que la inundación anual borra las 

lindes de los labrantíos fuerza a buscar un acuer

 do entre los grupos próximos, una jurisprudencia 

y una autoridad.

 Puede decirse que el egipcio, a diferencia de 

casi todos los demás hombres, se siente nativa

 mente miembro de un Estado. Su ser privado no 

es previo y distinto de su ser político.

 Hay un síntoma que nunca falta para calcular 

la fuerza del principio de Estado en una sociedad, 

y es medir la fuerza que el principio familiar 

desarrolle en ella. La familia, el instinto de con

 sanguinidad, es antagónico del instinto político y 

viven el uno a expensas del otro *. Pues bien, en

 * Véase mi ensayo El origen deportivo del Estado, publía ¿o en 

La Nación de Buenos Aires.- 

17 - 

2

Egipto todo lo familiar aparece desde luego redu

 cido a su mínima expresión. Antes de formarse 

las dos grandes naciones del Norte y el Sur, ha

 llamos a los egipcios organizados en llamados 

nomos o distritos, q[ue muy acertadamente com

 para Meyer a los Estados-Ciudades del Medite

 rráneo. Ya en ellos triunfa el poder político como 

único principio de organización social; no existen 

grupos familiares ni gentilicios donde la sangre 

condicione la situación del individuo, sino <jue 

éste vive calificado sólo por su puesto en el És- 

tado e incluido en el gremio a q[ue su oficio co

 rresponde. No usa nombres familiares ni alu

 de jamás a sus antepasados en las inscripcio

 nes. Apenas si se hace constar el nombre del 

padre *.

 Nosotros somos casi por entero personas pri

 vadas, y sólo apendicularmente somos ciudada

 nos, órganos del cuerpo político. El egipcio, al 

revés.

 Da ello un carácter sumamente extraño a esta 

civilización primera. La vida es casi exclusiva

 mente oficial. Cada cual es lo q[ue es como pieza 

de la máquina pública.

 * 

Meyer, 74.- 

18 

T7- 

r alta de individualidad 

* Ese «oficialismo» de la

 .

 existencia íntegra sería

 imposible si cada persona singular tuviese, como 

suele decirse, su alma en su almario; si cada cual 

sintiese su individualidad y la afirmase. Pero el 

alma egipcia es colectiva y no individual. Quiero 

decir con esto: primero, que el alma de cada egipcio 

era prácticamente idéntica a la de otro cualquie

 ra, que estaba formada por un repertorio igual de 

pensamientos y reacciones; no sentía el choque 

con el prójimo, ni percibía esa diferencia que, 

como Stendhal dijo, engendra odio; segundo, no 

sólo eran idénticas las almas, sino que su conteni

 do estaba desproporcionadamente constituido por 

contenidos sociales.

 Suele con error creerse que la psique humana 

se forma partiendo de un núcleo central en lo más 

íntimo de cada persona que luego va engrosan

 do el volumen del alma hasta tocar la del próji

 mo y formar así la espiritualidad social. Tal su

 posición impide la inteligencia de la psicología 

primitiva. La verdad es, más bien, lo inverso. Lo 

que primero se forma de cada alma es su perife

 ria, la película que da a los demás, la persona o 

yo social. Se cree lo que creen los demás; se sien- 

19 

ten emociones multitudinarias. Es el grupo hu

 mano quien, en rigor, piensa y siente en cada 

sujeto.

 Así, en Egipto, el individuo desaparece bajo la 

hopa del funcionario, del labriego, del sacerdote. 

El faraón mismo no es una personalidad in

 transferible, sino un mero soporte de su dignidad 

pública. Por tal razón, no se halla reparo en co

 piar tras el nombre de un rey la lista de hazañas a 

que otro dió cima. Aquí y allá asoma tal vez un 

pujo de individualidad. Un rey hace un gesto 

propio, un pintor insinúa una novedad; mas, al 

punto, la singularidad se generaliza y hace con

 vencional. Diríase que la vida de cada hombre 

puede, sin resto, verterse en otro hombre sin que 

se note la suplantación.

 El gigantesco legado de pintura y plástica que 

Egipto nos dejó confirma superlativamente esta 

falta de individuación en el alma egipcia. Cuan

 do han querido, el pincel y el buril del artista ni- 

Iota han creado portentosos retratos. No cabe, 

pues, atribuir a defecto de técnica la escasez de 

ellos. El mismo personaje de quien conservamos 

un retrato se hace representar cien veces en forma 

convencional y desindividualizada. Lo que inte

— 20 —

resa a él y al artista es su persona típica—su ran

 go, su oficio—, no su perfil singular.

 Este alma primitiva sentía la individuación 

como un desgarramiento doloroso del blogue so

 cial en gue vive engastada. Así, la nota más mo

 derna— más individualizada—de toda la cultura 

egipcia es la narración de Sinué. Este aventure

 ro es acaso el único estremecimiento de plena in

 dividualidad gue registran tres mil años de histo

 ria. Y—coincidencia curiosa—es un anormal, 

un fugitivo, un evadido, un desertor. Huye de 

Egipto, gana honra y provecho en tierras extra

 ñas— una vaga resonancia del Cid—y vuelve a 

morir a la tierra madre. Al retorno cuenta sus vi

 cisitudes. El mismo no se explica cómo le ocurrió 

huir, desterrarse. Aún siente la titilación del do

 lor gue esta secesión le produjo. «La fuga reali

 zada por tu servidor — dice contrito al rey—no 

fue intencionada; no estaba en mi corazón y no 

la premedité. No sé lo gue me arrancó de donde 

estaba. Fué como un sueño, como si un hombre # 

del Delta se viese de pronto en Elefantina, o un 

hombre de los pantanos en Nubia.» Sinué atri

 buye, pues, su acción individualista a un rapto de 

amencia.

Nosotros no tenemos una noción individual 

de la oveja; así, el egipcio no la tenía del hombre. 

Ni de sí mismo, ni de su prójimo.

 Pueblo de funcionario/

 No ha existido nunca 

una sociedad que sea 

más pura y exclusivamente un Estado que en 

Egipto. Concluye por absorber el país entero. En 

el nuevo Imperio es propietario único de todo el 

territorio, que arrienda en parcelas al 20 por 100. 

Todo llevaba a hipertrofia del Estado. La condi

 ción externa de la vida egipcia—la agricultura en. 

terreno de inundaciones periódicas—equivalía a 

un mandamiento hacia la más amplia organiza

 ción política; la condición interna, el módulo 

psicológico, era, por su falta de individuación, 

una tendencia nativa y como preestablecida a lo 

mismo.

 El Estado, entidad abstracta y sobreindividual, 

es el único protagonista de la historia egipcia, que 

a ello debe su ejemplar continuidad durante mi

 lenios. El Estado es un sistema de moldes inte

 lectuales y morales. Genialmente, Hegel lo llamó 

«espíritu objetivo», aceptando la contradicción

 — 22 —

que la fórmula incluye. El egipcio no necesitó su

 perar una intimidad arisca e indócil para adap

 tarse a esos moldes públicos. Estaba hecho para 

ellos. En él lo espontáneo era ya lo oficial, lo 

convencional. El artista se complace en confor

 marse a la pauta recibida. El gran dignatario no 

contará en los jeroglifos de su tumba nada de sus 

destinos privados, sino meramente para constar 

los cargos que desempeñó, las empresas oficiales 

de que fué encargado, los títulos que decoraron su 

persona.

 Egipto ha sido el paraíso de los títulos. Exento 

de vida privada, el hombre del Nilo espera del títu

 lo oficial el perfil diferenciador que por sí no tiene.

 Sobre la masa agrícola se eleva la masa de los 

empleados. La sociedad egipcia es, en su porción 

superior, un pueblo de funcionarios, como era 

inevitable allí donde el Estado no nace de una 

genial imposición guerrera sino de una necesidad 

de organización. Funcionarismo, burocracia...; 

otro síntoma de individualidad ausente.

 Los empleados fueron los creadores de la cul

 tura egipcia, que ha sido, consecuentemente, una 

cultura de convencionalismos prácticos, de recetas, 

de fórmulas. Toda persona sin individualidad es

feliz cuando se encuentra al frente de una ofici

 na. En Egipto no había más gue pegujales y 

oficinas. Los templos eran una variedad burocrá

 tica, una administración gue recogía los bienes de 

este mundo en sus vastos graneros y los canjeaba 

por bienes de ultratumba.

 r 

El funcionario es en

 L eu escri tura^ Egipto el hombre culto 

—lo mismo gue en China y por análogas razones. 

La cultura consiste puramente en técnicas oficia

 les, y casi se resume en la escritura y su adjunto, 

la contabilidad. El egipcio siente un respeto reli

 gioso por la sabiduría; pero la palabra con gue 

denomina el saber, el conocimiento, es sospecho

 sa. Como nuestros labriegos, llama al saber «los 

libros». Saber es simplemente saber escribir. El 

sabio es el escriba, el literato — como en China. El 

hombre gue sabe dibujar letras lo es todo en esta 

civilización. «Nadie conoce el nombre del iletrado, 

del analfabeto — dice un viejo texto—, y es como 

un asno harto de carga gue el letrado aguija.»

 La escritura y su secuela la contabilidad do

 minan la vida egipcia, la penetran, la inundan. Se

 — 34 —

escribe continuamente, en tabletas menudas o en 

rocas gigantes. De todo se forma expediente y se 

hace inventario, con una tinta perenne que sigue 

hoy neta al cabo de cinco mil años. El escriba 

pulula inexorable. Se le halla dondequiera con 

su cálamo tras de la oreja, como nuestros cova

 chuelistas y tenderos. Desde los diez o doce años, 

el egipcio que no cultiva el campo trabaja en la 

oficina. Hay contadores para todo, con sus títulos 

especiales; hay «contadores de cereales», de bue

 yes, de árboles. El tesorero mayor del Imperio 

Nuevo se denomina «guardián de la balanza». 

Sin embargo, no existe el menor intento de orde

 nar una gramática ni de elaborar una aritmética. 

La teoría, la ciencia, faltan por completo. La escri

 tura tiene un sentido mágico y administrativo, 

pero no intelectual. Se ama la forma de la letra, 

no el posible espíritu que cupiera inyectar en ella. 

Cuando muere un niño, se ponen en la tumba sus 

planas caligráficas. No obstante, la pedagogía 

egipcia aparece resumida en esta frase: «El niño 

tiene espalda: escucha cuando se le pega.»

 José Ortega y Gasset

martes, 8 de abril de 2025

FRAGMENTO. NOVELA. EN PROCESO. EL VUELO DE LA URRACA.

 



Tú eres un adicto al poder como todo político, vives y no vives. ¿Entonces, la Codicia no está en ti, bribón? ¿No sientes el dolor, tampoco el hambre, ni la sed? Mientes. Ven, recuéstate de nuevo en mi palma, remedo de hombre, acurrúcate, abrígate de los murmullos que te rodean, duerme por un momento, ¡mentiroso!

Fragmento. Novela. En proceso. EL VUELO DE LA URRACA.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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