DINO CAMPANA
CANTOS ÓRFICOS
(Die Tragodie des letzten Germanen in Italien) 1
Introducción, traducción y notas de
PEDRO LUIS LADRÓN DE GUEVARA MELLADO
UNIVERSIDAD DE MURCIA
1991
CAMPANA, Dino
Cantos Órficos : (Die Tragodie des letzten Gennanen in
Italien) / Dino Campana ; introducción , traducción y notas de
Pedro Luis Ladrón de Guevara Mellado .- Murcia : Universidad,
Secretariado de Publicaciones, 1991
100 p.
I.S.B.N.: 84-7684-897-8
l. Ladrón de Guevara Mellado, Pedro Luis . 11. Universidad
de Murcia . Secretariado de Publicaciones, ed. 111. Título
850-1 "19"
Secretariado de Publicaciones
Universidad de Murcia, 1991
Depósito Legal: MU-277-1991
I.S.B.N.: 84-7684-897-8
Edición a cargo de: COMPOBELL, S.A.
INTRODUCCIÓN
Dino Campana pertenece a esa poco conocida generación europea
que vio truncadas sus vidas, de forma más o menos directa, por
la I Guerra Mundial. Generación de la que forman parte el francés
Alain Fournier o los también italianos Renato Serra o Giovanni
Boine, entre otros.
Nació el poeta en Marradi, pequeño núcleo urbano situado entre
Florencia y Faenza, donde su padre y su tío eran maestros de la
escuela elemental. La modesta situación familiar no impidió que
Campana sintiese una obsesión casi enfermiza por viajar, por lo que
se vio obligado a hacerlo como un vagabundo: unas veces a pie,
otras en tren aunque sin billete; dormía y comía en centros de
beneficencia. Se sabe que de esa forma viajó por Suiza, Francia,
Alemania, Bélgica y probablemente también por Rusia. A Argentina
marchó como emigrante pero, tras una breve permanencia, regresó a
Europa; el viejo continente ejercía sobre él una fascinación aún
mayor que la pasión que sintió por los espacios abiertos de América.
Innumerables fueron también los viajes realizados por Italia;
destaca el realizado al monte Yema, donde trató de poner en orden
sus pensamientos, su deseo de plasmar todas las sensaciones recibi-
En alemán en el original: «La tragedia del último germano en Italia».
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das; para ello eligió el mismo recorrido que siglos antes hiciera San
Francisco de Asís, como si de un peregrinaje se tratara.
Sufrió ciertas alteraciones nerviosas y posteriormente se le diagnosticó
«demencia precoz», término con el que entonces se definía
la esquizofrenia. Fue ingresado en varias ocasiones en diferentes
centros psiquiátricos, permaneciendo en ellos cortos espacios de
tiempo. En enero de 1918 fue internado definitivamente en el Instituto
Psiquiátrico de Castel Pulci, donde fallecería el 1 de marzo de 1932.
La falta de medios económicos y de familiares que pudieran hacerse
cargo de él (sus padres eran ya mayores y sólo tuvo un hermano,
Manlio) hizo que, al igual que otros muchos, permaneciera en el
centro psiquiátrico como un preso al que había que custodiar y no
como un enfermo al que hubiera que medicar y curar.
No obstante sus continuos viajes y los esporádicos síntomas de la
enfermedad, Campana consideró su futura obra poética como lo
único que justificaba su existencia; ser poeta significaba para él
cumplir con su destino. La Poesía era la gran amante por la que
debía renunciar a Manuelita en «Dualismo», era la imagen que se le
aparece en «La Quimera», y, sobre todo, el sueño que se persigue
sin descanso: «La seguí, como se sigue un sueño que se ama en
vano». Esta actitud de total dedicación le llevó a una posterior
desilusión: la poesía, a la que tanto había sacrificado, era incapaz de
proporcionarle un mínimo bienestar económico.
Campana fue un hombre amante de la soledad y del silencio, lo
que se refleja en su pasión por la naturaleza y las pequeñas aldeas,
sintiendo un rechazo hacia la ciudad, de la que describía sus aspectos
más sórdidos. Poeta maldito, en el sentido que originalmente le
otorgara Verlaine, no fue un revolucionario como lo definió Binazzi
ni un conservador como lo consideró un sector de la crítica; vivió al
margen de la sociedad, no fue un antisocial sino un asocial.
Gran admirador de Baudelaire y Rimbaud por un lado, y de
D 'Annunzio por otro, su poesía es una síntesis de dos mundos
poéticos diferentes, si bien muestra preferencia por los personajes
marginales, como prostitutas, locos, vagabundos, chulos, etc., criticando
e ironizando a los personajes burgueses y urbanos como el
abogado, el profesor, etc.
También es de destacar en su poesía el elemento cromático y el
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musical: el uso del color, la luminosidad y el contraste luz-sombra
esconden una simbología propia, así como los silencios que el poeta
provoca como preludio a una secuencia significativa.
Campana mantuvo contactos con escritores (Marinetti, Govoni)
y pintores (Carra, Boccioni) del Movimiento Futurista, de ellos
admiraba su búsqueda de nuevas formas, aunque no podía aceptar
los continuos ataques a una tradición cultural de la que se sabía
heredero y donde su poesía hundía sus raíces. También se relacionó
con los escritores de las revistas Lacerba (Papini, Soffici), La Voce
dirigida por De Robertis, y La Riviera Ligure (Novaro, Boine y
Sbarbaro). Cuando en 1913 Giovanni Papini y Ardengo Soffici
perdieron el manuscrito que había preparado para su posible publicación
tuvo que volverlo a reelaborar, efectuando una gran labor de
síntesis y perfeccionamiento. Entre los cambios llevados a cabo se
incluye el del título El día más largo (Il piu fungo giorno) sustituido
por el de Cantos Orficos (Canti Orfici). El manuscrito extraviado se
creyó desaparecido para siempre hasta que fue hallado por la hija de
Soffici en 1971 y dado a conocer por Mario Luzi.
Tiene el lector la primera edición completa de Canti Orfici realizada
en nuestro país. La traducción ha sido problemática por la
complejidad del texto que constantemente esconde referencias culturales
a Dante, Miguel Ángel, Leonardo, Ribera, Ghirlandaio, Durero
y tantos otros. Se caracteriza también por el escaso uso de la
coma, la abundancia de los dos puntos, mayor presencia del pronombre
personal respecto al español, uso de tres o más adjetivos con
un sólo sustantivo, figuras poéticas como la aliteración, anáfora,
reduplicación, polisíndeton o sinécdoque, uso latinizado del hipérbaton
que dificulta la comprensión (a veces el verbo aparece al final
de una larga frase), abundante uso del «que» incluso copulativo,
preferencia por la construcción «de + sustantivo» en lugar de un
adjetivo, etc., así como el uso de toscanismos y otros dialecta¡lismos
o extranjerismos (crea el verbo «tanguear» a partir del sustantivo
«tango»).
Hemos procurado respetar todas las estructuras utilizadas por el
poeta, si bien en algunos casos hemos tenido que modificarlas con el
fin de que el lector pudiera comprender su significado; así «notte di
amore di viola» ha sido traducida por «noche de amor violeta»; otras
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veces hemos tenido que añadir algunas comas o suavizar el hipérbaton.
La traducción se ha basado en el riguroso respeto a la edición
que hiciera Campana en 1914 (recogida en edición crítica por Fiorenza
Ceraglioli en Dino
Campana, Canti Orfici, Florencia, Vallecchi, 1985) huyendo de
la tendencia a reescribir e inventar un nuevo poema, y basándonos
también en la necesidad de que la traducción resultante fuese comprensible
en igual medida a como lo es para el lector italiano,
huyendo en este caso de la traducción-interpretación.
No intenta ser ésta una traducción definitiva, conscientes de que
todo nuevo lector, conocedor de la lengua italiana, hará la suya
propia 2.
No puedo finalizar sin agradecer a los profesores José Antonio
Trigueros Cano, Joaquín Hemández Serna y Angélica Valentinetti,
la colaboración prestada y las valiosas sugerencias aportadas.
2 Para una mayor información sobre el poeta y su obra ver mi libro Dino
Campana (Un poeta italiano del siglo XX, entre lo maudit y la esquizofrenia),
Universidad de Murcia, 1990.
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A Guillermo II Emperador de los alemanes
el autor dedica
LA NOCHE
l. LA NOCHE
Recuerdo una vieja ciudad, roja de murallas y torreada, abrasada
en la llanura inmensa durante el tórrido agosto con el lejano frescor
de colinas verdes y húmedas al fondo. Arcos de puentes enormemente
vacíos sobre el río empantanado en delgados estancamientos
plúmbeos: siluetas negras de gitanos inquietos y silenciosos en la
orilla: por el parpadeo lejano de un cañaveral lejanas formas desnudas
de adolescentes y el perfil y la barba judaica de un viejo: y de
repente, de enmedio del agua muerta, las gitanas y un canto; desde
el afónico pantano una elegía primitiva, monótona e irritante: y del
tiempo fue detenido el curso.
* * *
Inconscientemente alcé mis ojos a la torre bárbara que dominaba
la larguísima avenida de plátanos. En el silencio intenso ella revivía
su mito lejano y salvaje: entre tanto por visiones lejanas, por sensaciones
oscuras y violentas, otro mito, también él místico y salvaje,
acudía a ratos a mi mente. Allá abajo habían traído sus largos
vestidos suavemente hacia el vago esplendor de la puerta las pasean-
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tes, las antiguas: el campo se anquilosaba entonces en la red de
canales: muchachas de ligeros peinados, de perfiles de medalla,
desaparecían a trechos en las carretas tras los verdes recodos. Un
toque de campana argéntea y dulce de lejanía: la Tarde: en la ermita
solitaria, a la sombra de las modestas naves, yo la abrazaba a Ella,
de carnes rosadas y de encendidos ojos fugitivos: años, años y años
se fundían en la dulzura triunfal del recuerdo.
* * *
Inconscientemente aquel que fui se encontraba dirigiéndose hacia
la torre bárbara, la mítica guardiana de los sueños de la adolescencia.
Subía por el silencio de las callejuelas antiquísimas a lo
largo de los muros de iglesias y conventos: no se oía el ruido de sus
pasos. Una plazuela desierta, casuchas aplastadas, ventanas mudas:
al lado, en un relampagueo enorme, la torre de ocho cúspides, roja,
impenetrable, árida. Una fuente del siglo XVI callaba aridecida, la
lápida partida por la mitad de la inscripción latina. Se desplegaba
una carretera empedrada y desierta hacia la ciudad.
* * *
Fue sacudido por una puerta que se abrió de par en par. Viejos,
formas oblicuas, huesudas y mudas, se amontonaban empujándose
con los codos perforantes, terribles en la gran luz. Ante la cara
barbuda de un fraile que se asomaba por el hueco de una puerta se
detenían con una trepidante reverencia servil, se arrastraban murmurando,
alzándose poco a poco, arrastrando cada cual su sombra a
lo largo de las paredes rojizas y desconchadas, todos iguales a su
sombra. Una mujer de paso oscilante y de rostro inconsciente se
unía y cerraba el cortejo.
* * *
Arrastraban sus sombras a lo largo de las paredes rojizas y desconchadas:
él seguía, autómata. Dirigió a la mujer una palabra que
cayó en el silencio del mediodía: un viejo se volvió para mirarle con
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una mirada absurda, brillante y vacía. Y la mujer sonreía siempre
con una sonrisa fresca en la aridez meridiana, idiota y sola en la luz
catastrófica.
* * *
No supe nunca cómo, bordeando entumecidos canales, volví a
ver a mi sombra que al fondo se burlaba de mí. Me acompañó por
calles malolientes donde las hembras cantaban en el bochorno. En
los confines del campo una puerta repleta de marcas, guardada por
una joven hembra con vestido rosa, pálida y gorda, le atrajo: entré.
Una antigua y opulenta matrona de perfil de camero, con negros
cabellos ágilmente enredados en la cabeza escultural, bárbaramente
decorada por el ojo líquido como por una gema negra de facetas
extravagantes se sentaba, agitada por gracias infantiles que renacían
con la esperanza, sacando ella de un mazo de cartas largas y grasientas
extrañas historias de reinas desfallecientes, reyes, sotas, espadas
y caballeros. Saludé y una voz monacal profunda y melodramática
me respondió junto a una graciosa sonrisa ajada. Distinguí en la
sombra a la doncella que dormía con la boca entreabierta, con estertores
de un sueño pesado, semidesnudo el bello· cuerpo ágil y
ambarino. Me senté despacio.
* * *
El largo desfile de sus amores discurría monótono por mis oídos.
Antiguos retratos de familia aparecían esparcidos sobre la mesa
untuosa. La ágil forma de mujer de piel ambarina tendida en la cama
escuchaba curiosa, apoyada sobre los codos como una Esfinge: fuera
huertos verdísimos entre tapias rojizas: nosotros tres solos, vivos en
el silencio meridiano.
* * *
Entretanto había caído el crepúsculo y envolvía con su oro el
lugar conmovido por los recuerdos y parecía consagrarlo. La voz de
la Rufiana se había hecho poco a poco más dulce, y su cabeza de
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sacerdotisa oriental se complacía con sus gestos desfallecientes. La
magia de la tarde, lánguida amiga del criminal, era galeote de nuestras
almas oscuras y sus vértices parecían prometer un reino misterioso.
Y la sacerdotisa de placeres estériles, la ingenua y ávida
doncella y el poeta se miraban, almas infecundas buscadoras inconscientes
del problema de sus vidas. Mas la tarde dejaba caer un
mensaje de oro sobre los fríos escalofríos de la noche.
* * *
Vino la noche y se cumplió la conquista de la doncella. Su
cuerpo ambarino, su boca voraz, sus hirsutos cabellos negros, a ratos
la revelación de sus ojos atemorizados de voluptuosidad, enredaron
un fantástico acontecimiento. Mientras, más dulce, próxima ya a
apagarse, reinaba todavía en la lejanía el recuerdo de Ella, la matrona
persuasiva, la reina todavía en su postura clásica entre sus grandes
hermanas del recuerdo: después que Miguel Ángel 3 había replegado
sobre sus rodillas cansadas del camino a aquella que doblega,
que doblega y no descansa, reina bárbara bajo el peso de todo el
sueño humano, y el agitarse de poses arcanas y violentas de las
bárbaras y derrotadas reinas antiguas Dante había oído 4 apagarse en
el grito de Francesca allá en las orillas de los ríos que cansados de
guerra llegan a la desembocadura, mientras sobre sus orillas se
recrea la pena eterna del amor. Y la doncella, la ingenua Magdalena
de cabellos hirsutos y de ojos brillantes, llamaba convulsionada
desde su cuerpo estéril y dorado, crudo y salvaje, dulcemente encerrado
en la humanidad de su misterio. La larga noche llena de
engaños de las diferentes imágenes.
* * *
Se asomaban a las verjas de plata de las primeras aventuras las
antiguas imágenes, endulzadas por una vida de amor, para proteger-
3 Constantes son las alusiones a Miguel Ángel y concretamente a su escultura
«La Noche».
4 Alude al canto V del Infierno de Dante que trata sobre la lujuria y donde
aparecen antiguas reinas (Semíramis, Cleopatra ... ).
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se todavía con su sonrisa de misteriosa y encantadora ternura. Se
abrían las cerradas aulas donde la luz ahonda por igual dentro de los
espejos hasta el infinito, apareciendo las imágenes aventureras de
las cortesanas en la luz de los espejos palidecidas en su actitud de
esfinges: y todavía todo lo que era árido y dulce, desfloradas las
rosas de la juventud, volvía a revivir en el panorama esquelético del
mundo.
* * *
En el olor pírico de la noche de feria, en el aire los últimos
clangores, veía a las antiquísimas muchachas de la primera ilusión
perfilarse en mitad de los puentes construídos desde la ciudad hasta
los suburbios en las noches del tórrido verano: vueltas tres cuartos,
oyendo desde el suburbio el clangor que se acentúa anunciando las
lenguas de fuego de las lámparas inquietas que taladran la atmósfera
cargada de luces orgiásticas: entonces atenuadas: en el ya muerto
cielo dulces y rosadas, aligeradas del velo: como Santa Marta 5
,
destrozados por el suelo los instrumentos, cesado ya sobre los siempre
verdes paisajes el canto que el corazón de Santa Cecilia concilia
con el cielo latino, dulce y rosada junto al crepúsculo antiguo en la
línea heroica de la gran figura femenina romana, descansa. Recuerdos
de gitanas, recuerdos de amores lejanos, recuerdos de sonidos y
luces: cansancios de amor, cansancios improvisados sobre el lecho
de una taberna lejana, otra cuna aventurera de incertidumbre y de
añoranza: así lo que todavía era árido y dulce, deshojadas las rosas
de la juventud, surgía por encima del panorama esquelético del
mundo.
* * *
En la noche de los fuegos de la fiesta de verano, en la luz
deliciosa y blanca, cuando nuestros oídos apenas reposaban en el
silencio y nuestros ojos estaban cansados de la girándulas de fuego,
5 Describe el cuadro de Rafael «Santa Cecilia» (Pinacoteca Nacional, Bolonia).
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de las estrellas multicolores que habían dejado un olor pírico, una
vaga pesadumbre roja en el aire, y caminar juntos nos había languidecido
mostrándonos nuestra demasiado diversa belleza, ella fina y
morena, pura en sus ojos y en su rostro, perdido el brillo del collar
en su cuello desnudo, caminaba entonces a ratos inexperta agarrando
fuertemente el abanico. Fue atraída hacia la barraca 6: su bata
blanca con finas rayas azules ondeó en la luz difusa, y yo seguí la
palidez impresa en su frente por la franja nocturna de sus cabellos.
Entramos. Unos rostros morenos de autócratas, serenos por la infancia
y la fiesta, se volvieron hacia nosotros, profundamente límpidos
en la luz. Y miramos las vistas. Todo era de una irrealidad espectral.
Había panoramas esqueléticos de ciudades. Extraños muertos miraban
el cielo en posición leñosa. Una odalisca de goma respiraba
sumisamente y dirigía a su alrededor sus ojos de ídolo. Y el olor
agudo del serrín que amortiguaba los pasos y el murmullo continuado
de las señoritas de pueblo atónitas ante aquel misterio. «¿Así es
París? Mira Londres. La batalla de Muckden». Mirábamos a nuestro
alrededor: debía ser tarde. ¡Todas aquellas cosas vistas por los ojos
magnéticos de las lentes en aquella luz de ensueño! Inmóvil junto a
mí, la sentía volverse lejana y extraña mientras su encanto se escondía
bajo la franja nocturna de sus cabellos. Se movió. Y sentí, con
un pinchazo de amargura rápidamente consolado, que nunca más
estaría tan cerca de ella. La seguí, como se sigue un sueño que se
ama en vano: así de repente nos habíamos convertido en seres
lejanos y extraños tras el estruendo de la fiesta, delante del panorama
esquelético del mundo.
* * *
Yo estaba bajo la sombra de los pórticos destilada de gotas y
gotas de luz sanguínea en la niebla de una noche de diciembre. De
repente una puerta se abrió en una ostentación de luz. Al fondo,
delante, apoyaba en el boato de una roja cama turca, sosteniendo el
codo su cabeza, apoyaba el codo sosteniendo su cabeza una matro-
6 Barraca de cine de principios de siglo. Las imágenes de París, Londres y las
de la batalla de Muckden son proyecciones cinematográficas.
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na, sus ojos morenos y vivaces, los pechos enormes: al lado, una
muchacha arrodillada, ambarina y fina, sus cabellos cortados sobre
la frente, con gracia juvenil, las piernas lisas y desnudas bajo la bata
resplandeciente: y por encima de ella, sobre la matrona pensativa de
ojos jóvenes, una cortina, una cortina blanca de encaje, una cortina
que parecía provocar imágenes, imágenes sobre ella, imágenes cándidas
sobre ella, pensativa en sus ojos jóvenes. Arrojado a la luz
desde la sombra de los pórticos destilada de gotas y gotas de luz
sanguínea yo miraba fijamente fascinado y atónito la gracia simbólica
y aventurera de aquella escena. Era ya tarde, estábamos solos y
entre nosotros nació una intimidad libre, y la matrona de ojos jóvenes,
recostada, al fondo la cortina móvil de encaje, habló. Su vida
era un largo pecado: la lujuria. La lujuria todavía llena toda para ella
de curiosidades inalcanzables: «La hembra le picoteaba todo de
besos por la derecha: ¿Por qué por la derecha? Después el pichón
macho permanecía encima, ¿inmóvil?, diez minutos, ¿por qué?» 7
• Las
preguntas quedaban todavía sin respuesta, entonces ella empujada
por la nostalgia recordaba, recordaba largo tiempo el pasado. Hasta
que la conversación languideció, la voz se calló a nuestro alrededor,
el misterio de la voluptuosidad había envuelto a aquella que lo
evocaba. Trastornado, con lágrimas en los ojos frente a la cortina
blanca de encaje yo seguía, seguía todavía las blancas fantasías. La
voz se había callado a nuestro alrededor. La rufiana había desaparecido.
La voz se había callado. Ciertamente la había sentido pasar
con un roce silencioso y fundente. Ante la ajada cortina de encaje la
muchacha se apoyaba todavía en sus rodillas ambarinas, dobladas,
dobladas con gracia de afeminado.
* * *
Fausto era joven y bello, tenía los cabellos rizados. Las boloñesas
se parecían entonces a medallas siracusanas y los rasgos de sus
ojos eran tan perfectos que gustaban parecer inmóviles contrastando
armoniosamente con sus largos rizos morenos. Por la noche era fácil
7 Al igual que hiciera anteriormente con la barraca de cine, también aquí pone
entre comillas una imagen concreta. En este caso es el acto amoroso.
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encontrarlas en las calles oscuras (la luna iluminaba entonces las
calles) y Fausto alzaba sus ojos a las chimeneas de las casas que
bajo la luz de la luna parecían puntos interrogativos y permanecía
pensativo en el arrastrarse de aquellos pasos que se atenuaban. Desde
la vieja taberna abovedada que acogía a los estudiantes, le gustaba
escuchar entre las tranquilas conversaciones del invierno boloñés,
frío y nebuloso como el suyo, y el chasquido de los troncos y
los destellos de la llama en el ocre de las bóvedas, los pasos apresurados
bajo los cercanos arcos. Le gustaba entonces retirarse a un
rincón mientras la joven tabernera, rojo el tosco vestido y las bellas
mejillas bajo el peinado difuminado, pasaba y pasaba ante él. Fausto
era joven y bello. En un día como ése, desde la salita tapizada, entre
los estribillos de los organillos automáticos y una decoración florea!,
desde la salita ya oía a la multitud deslizarse y los sordos ruidos del
invierno. ¡Oh! ¡Recuerdo!: yo era joven, la mano nunca quieta,
apoyada sosteniendo el rostro indeciso, gentil de ansia y de cansancio.
Y o prestaba entonces mi enigma a las modistillas pulidas y
ondulantes, consagradas por mi ansia de supremo amor, por el ansia
de mi atormentada adolescencia sedienta. Todo era misterio para mi
fe, mi vida era toda «un ansia del secreto de las estrellas, toda un
inclinarse sobre el abismo». Yo era bello en mi tormento, inquieto,
pálido, sediento, errante tras las larvas del misterio. Después hui.
Me perdí en el tumulto de las ciudades colosales, vi las blancas
catedrales elevarse, montón enorme de fe y de sueño con las mil
puntas en el cielo, vi los Alpes elevarse como catedrales todavía más
grandes, y llenos de las grandes sombras verdes de los abetos y
llenos de la melodía de los torrentes de los que oía el canto naciente
desde lo infinito del sueño. Allá arriba, entre los abetos difuminados
en la niebla, entre los miles y miles de sonidos las mil voces del
silencio, desvelada una joven luz entre los troncos, por senderos de
claridad subía: subía los Alpes, blanco delicado misterio al fondo.
Lagos, allá arriba entre los escollos, claros pantanos velados por la
sonrisa del sueño, los claros pantanos, los lagos estáticos del olvido
que tú, Leonardo, plasmabas. El torrente me contaba oscuramente la
historia. Y o, quieto entre las lanzas inmóviles de los abetos, creyendo
que a ratos vagaba una nueva melodía salvaje y no obstante triste,
tal vez miraba fijamente las nubes que curiosas parecían entretenerse
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un instante en aquel paisaje profundo, y espiarlo y desaparecer tras
las lanzas inmóviles de los abetos. Y pobre, desnudo, feliz por ser
un pobre desnudo, por reflejar un instante el paisaje en el fondo de
mi corazón como un recuerdo encantador y hórrido, subía: y llegué,
llegué allá donde las nieves de los Alpes me cerraban el paso. Una
muchacha en el torrente lavaba, lavaba y cantaba en las nieves de
los blancos Alpes. Se volvió, me acogió, en la noche me amó. Y
todavía al fondo los Alpes, el blanco delicado misterio, en mi recuerdo
se encendió la pureza de la lámpara estelar, brilló la luz de la noche
de amor.
* * *
¿Mas qué pesadilla oprimía todavía mi juventud toda? ¡Oh besos,
besos vanos de la muchacha que lavaba, lavaba y cantaba en la
nieve de los blancos Alpes! (Al recordar, las lágrimas aparecieron
en mis ojos). Volví a oír el torrente todavía lejano: diluviaba mojando
las antiguas ciudades desoladas, largas calles silenciosas, desiertas
como después de un saqueo. Un calor dorado en la sombra de la
habitación presente, una cabellera abundante, un cuerpo jadeante
tendido en la noche mística del antiguo animal humano. Dormía la
muchacha olvidada en sus sueños oscuros: como un icono bizantino,
como un mito arabesco blanqueaba en el fondo la palidez incierta de
la cortina.
* * *
Y entonces figuraciones de una antiquísima vida libre, de enormes
mitos solares, de matanzas, de orgías se crearon ante mi espíritu.
Reviví una antigua imagen, una esquelética forma viviente por la
fuerza misteriosa de un mito bárbaro, los ojos vívidos remolinos
cambiantes de linfas oscuras, en la tortura del sueño descubrir el
cuerpo vulcanizado, dos pecas, dos orificios de bala de mosquetón
sobre sus pechos extintos. Creí oír vibrar las guitarras allá en la
chabolas de tablas y de zinc en los vagos terrenos de la ciudad,
mientras una vela clareaba el terreno desnudo. Frente a mí, una
matrona salvaje me miraba fijamente sin parpadear. La luz era esca-
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sa en el terreno desnudo en el vibrar de las guitarras. Al lado, al
tesoro floreciente de una muchacha en sueño, la vieja se había ya
aferrado como una araña mientras parecía susurrarle al oído palabras
que yo no oía, dulces como el viento sin palabras de la Pampa
que sumerge. La matrona salvaje me agarró: mi sangre tibia era sin
duda bebida por la tierra: entonces la luz era más escasa sobre el
terreno desnudo en el aliento metálico de las guitarras. De repente la
muchacha libertada exhaló su juventud, lánguida en su gracia salvaje,
los ojos dulces y agudos como un remolino. Sobre los hombros
de la bella salvaje languideció la gracia a la sombra de sus cabellos
fluidos y la cabellera augusta del árbol de la vida se tramó en el
descanso sobre el terreno desnudo, invitando a las guitarras al lejano
sueño. Desde la Pampa se oyó un piafar, un patalear de caballos
salvajes, se oyó al viento alzarse claramente, el pataleo parecía
perderse sordo en el infinito. En el marco de la puerta abierta las
estrellas brillaban rojas y ardientes en la lejanía: la sombra de las
salvajes en la sombra.