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Frontispicio 24
Marcel Proust
En cierto sentido, tenía razón en esto, pues si no hubiera ido al malecón
aquel día, si no la hubiera conocido, no se habrían desarrollado todas estas
ideas (ano ser que se desarrollaran con relación a otra). Me equivocaba
también, pues ese placer generador que encontramos, retrospectivamente, en
un bello rostro de mujer, viene de nuestros sentidos: era muy cierto, en efecto,
que esas páginas que yo escribiría, Albertina, sobre todo la Albertina de
entonces, no las habría entendido. Pero precisamente por esto (y es una
indicación para no vivir en una atmósfera demasiado intelectual),
precisamente porque era tan distinta a mí, me fecundó con el dolor e, incluso,
al principio, con el simple esfuerzo por imaginar lo que difiere de nosotros'9.
Cerca del final de En busca del tiempo perdido se insinúa que los años
desperdiciados que el narrador Marcel dedicó a su celosa pasión por
Albertina, que lo traicionaba incesantemente con otras mujeres, son la
fuente de su arte novelístico. Albertina “me fecundó con el dolor” , fecundo
e irónico don para el último gran novelista de Occidente, en su
antiguo y grandioso sentido.
Proust es un genio cómico, más sutil aun que James Joyce, aunque
su ambiente es deliberadamente más limitado. El Poldy de Joyce se niega
a ser devorado por los celos, aunque en cierto momento ve a Blazes Boylan
revolcándose con Molly, la más infiel de las esposas. En Joyce los celos
sexuales son un chiste sadomasoquista, “ un mejoramiento de la recompensa
de la incitación” , para usar la expresión freudiana. Ni en Proust
ni en Shakespeare es posible distinguir los celos sexuales de la imaginación
creativa. Mucho después de la muerte de Albertina y cuando ya
Marcel ha dejado de amar su recuerdo, sigue averiguando todos los
detalles de su carrera lesbiana.
En Proust uno sólo siente amor auténtico hacia su propia madre,
cosa que quizás explica el aprecio que este autor sentía por Nerval. El
amor sexual es otra forma de llamar a los celos sexuales; en contraste,
la realidad no significa nada para nosotros. Freud pensaba que uno se
enamoraba para evitar la enfermedad, mientras que Proust considera
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eJ amor como el descenso al infierno de los celos. Nuestros celos sexuales,
cómicos para los demás pero trágicos para nosotros mismos, pueden
transmutarse, en retrospectiva, en algo rico y extraño.
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Marcel Proust
1871 | 1922
m a r c e l p r o u s t y James Joyce, los escritores ineludibles del siglo x x
junto con Kafka y Freud, se conocieron en mayo de 1922 en una cena
parisina a la cual también asistieron Stravinski y Picasso; se acababa de
publicar la segunda parte de Sodomay Gomorra y Ulises y Proust moriría
seis meses después. Joyce había leído unas cuantas páginas de Proust y
no lo había encontrado particularmente talentoso y Proust nunca había
oído hablar de Joyce. El aristocrático Stravinski los miró a ambos por
encima del hombro mientras Picasso admiraba a las mujeres allí presentes.
Hay diferentes versiones de la conversación entre Proust y Joyce,
pero en todas Proust se quejaba por su digestión y Joyce por los dolores
de cabeza. Este es el único vínculo que conozco entre Proust y Joyce
a excepción de la breve monografía de Beckett, Proust (1931), en la cual
el discípulo más destacado de Joyce negocia una paz por separado con
el autor de En busca del tiempo perdido.
Beckett sigue siendo el crítico clásico de Proust, aunque también
recomiendo los diversos estudios de Roger Shattuck y la biografía
definitiva de William C. Cárter, Marcel Proust: A Life (2000). Proust y
En busca del tiempo perdido son el ejemplo más sobresaliente, en el siglo
que acaba de pasar, de la obra en la vida que acaba siendo la vida misma.
No es raro que los creadores de Charles Swann y Leopold Bloom
no hablaran más que de sus achaques. Si Shakespeare fuese resucitado
por un nigromante podría escribir un diálogo para Swann y Poldy, cuyo
único punto en común es que ambos son judíos -muy tenuemente, en
el caso de Poldy, aunque este hijo de padre judío también se considera
a sí mismo judío, probablemente porque Joyce, su modelo, también estaba
exilado-. Proust, quien amaba profundamente a su madre judía,
fue bautizado católico y nunca se consideró judío.
Proust admiraba enormemente a Balzac y a Flaubert pero evitó su
influencia. Las tragedias de Racine, los poemas de Baudelaire y la crítica
de arte (término inadecuado) de John Ruskin contribuyeron más a
En busca del tiempo perdido que las tradiciones de la novela francesa.
Ruskin, en particular (cuya Biblia de Amiens tradujo Proust), puede ser
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considerado como el precursor primordial de Proust, y a mí me parece
que su biografía inconclusa, Praeterita, es el verdadero punto de partida
de En busca del tiempo perdido. El Ruskin de Proust es sobre todo un
sabio, y aunque la sabiduría de Proust eventualmente se rebela contra
la de Ruskin y la sobrepasa, la catálisis de Ruskin es esencial para Proust.
Las consideraciones de Beckett sobre la profètica visión del tiempo de
Proust también son un comentario involuntario pero asombroso sobre
el precursor de Ruskin, Wordsworth, a quien Proust no conocía.
El genio de Proust es vasto, casi shakespeariano, a la hora de crear
personajes diversos, si bien Beckett se muestra muy perspicaz al comparar
a Proust con Dostoievski, “ ...que presenta a sus personajes sin
explicarlos. Podría objetarse que Proust casi lo único que hace es explicar
a sus personajes, pero sus explicaciones son experimentales y no demostrativas.
Los explica de tal forma que puedan aparecer tal como son,
inexplicables. Los justifica”20. De acuerdo con mi interpretación, lo que
Beckett quiso decir fue que Proust, al igual que Dostoievski, regresa a
Shakespeare, cuyos personajes -Falstaff o Hamlet, Cleopatra y Lear,
Macbeth y Yago- son inexplicables. Proust, al igual que Dostoievski,
se acerca a Shakespeare tanto en el cómico como en el modo trágico, y
creo que lo hace deliberadamente. En su visión andrógina Proust evoca
A vuestro gusto y Noche de Epifanía, o lo queráis y a Hamlet y El rey Lear
en su trágica percepción del tiempo. Con el viejo Karamazov Dostoievski
nos regresa a Falstaff, y en Svidrigailov y en Stavrogin se insinúan aspectos
de Yago y del Edmundo de El rey Lear. Retomaré el tema de la influencia
de Shakespeare cuando llegue a Dostoievski. En este punto,
adhiriéndome a Beckett cuando considera a Proust como el escritor trágico
del tiempo, convoco a Shakespeare como el verdadero maestro de
Proust y de Dostoievski. La madre de Proust vivía empapada de Shakespeare
y le heredó a su hijo su amor por el dramaturgo, si bien él llegó a
pensar que la Fedra de Racine podía considerarse como un modelo del
intenso amor que sentía por ella.
Shakespeare, quien empezó como comediógrafo, sería el maestro
único de la tragicomedia de no ser por Proust, que ocupa el segundo
lugar. Roger Shattuck hace énfasis en la visión cómica de Proust; Samuel
Beckett, otro genio tragicómico, sigue refiriéndose a “ la tragedia de
Albertina” , queriendo decir con ello que Proust considera que todo el
amor sexual es trágico: “No hay seguramente en toda la literatura, un
estudio de ese desierto de soledad y recriminación que el hombre lia-
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ma amor, presentado y desarrollado con tan diabólica falta de escrúpulos”
21. Beckett afianza este juicio severo insistiendo en el total desapego
por parte de Proust de las cuestiones morales. Beckett explica que la tragedia
proustiana es una expiación del pecado original de haber nacido:
La tragedia es la expresión de una expiación, pero no de la miserable
expiación de una violación codificada de las normas locales, que los bribones
imponen a los imbéciles22.
Beckett podría estar hablando de Hamlet o de El rey Lear. Y aunque
soy adicto a la comedia de celos sexuales en Proust, tiendo a estar de
acuerdo con Beckett más que con Shattuck: la comedia proustiana, al
igual que las “obras problemáticas” de Shakespeare, está a un paso del
abismo. Pero es Proust quien nos ocupa aquí. Shattuck sugiere que su
genio particular está en las particularidades como “ intermitencias” ,
suspensiones temporales de la soledad. Parece un planteamiento demasiado
amplio, que podría aplicarse a otros escritores. ¿Cómo aislar el esplendor
y la sabiduría que caracterizan únicamente a Proust?
Marcel el personaje difícilmente es la respuesta, al menos no hasta
que se fusiona con el narrador en las últimas páginas. Los críticos admiran
con razón al narrador como genio implícito de la perspectiva: está
ansiosamente abierto a todas las nuevas revelaciones del carácter, de
manera que está aprendiendo su oficio de novelista. El Marcel innombrado,
el protagonista, padece la agonía del amor y de los celos (indiferenciables
en la práctica) e irónicamente parece incapaz de aprender
nada, hasta que él y el narrador se convierten en uno. Proust maneja
esto con gran habilidad pero el patrón es de Dante, hasta que Dante el
peregrino y Dante el poeta se reúnen por fin en el Paraíso.
También hay que tener en cuenta lo que Walter Pater llamó “momentos
privilegiados” y Joyce, “ epifanías” , en las cuales Proust es sobresaliente.
Según Beckett los momentos cruciales -que él llamó
mordazmente “ fetiches” - son once; Shattuck los denominó moments
bienhereux. El mejor, sugiere Beckett, es “Las intermitencias del corazón”
, entre el primero y el segundo capítulos de la segunda parte de
Sodoma y Gomorra. Cansado y enfermo, el narrador llega a Balbec en
su segunda visita y se dirige a su habitación en un hotel:
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Perturbación de toda mi persona. La primera noche, como sufría una
crisis de fatiga cardiaca, tratando de dominar el sufrimiento, me incliné
despacio y con prudencia para descalzarme. Pero apenas toqué el primer
botón de la bota, se me llenó el pecho de una presencia desconocida, divina,
me sacudieron los sollozos, me brotaron lágrimas de los ojos. El ser
que venía en mi ayuda, que me salvaba de la sequedad del alma, era el que,
años antes, en un momento de angustia y de soledad idénticas, en un
momento en que ya no tenía nada de mí, había entrado y me había vuelto
a mí mismo, pues era yo y más que yo (el continente, que es más que el
contenido y me lo traía). Acababa de ver, en mi memoria, inclinado sobre
mi fatiga, el rostro tierno, preocupado y decepcionado de mi abuela, como
aquella primera noche de la llegada; el semblante de mi abuela, no de la
que yo me había sorprendido y reprochado echar tan poco de menos y
que de ella sólo tenía el nombre, sino de mi verdadera abuela, cuya realidad
viva encontraba ahora por primera vez desde los Champs-Elysées,
donde sufrió el ataque. Esta realidad no existe para nosotros mientras no
ha sido recreada por nuestro pensamiento (sin esto, los hombres que han
intervenido en un combate gigantesco serían todos grandes poetas épicos);
y así, en un deseo loco de arrojarme en sus brazos, sólo en aquel momento
—más de un año después de su entierro, por ese anacronismo que con
tanta frecuencia impide la coincidencia del calendario de los hechos con
el de los sentimientos— acababa de enterarme de que había muerto. Desde
entonces, muchas veces había hablado de ella y pensado en ella, pero bajo
mis palabras y mis pensamientos de muchacho ingrato, egoísta y cruel,
no había habido nunca nada que se pareciera a mi abuela, porque, en mi
ligereza, en mi amor al placer, en mi costumbre de verla enferma, sólo en
estado virtual vivía en mí el recuerdo de lo que ella había sido. En cualquier
momento que la consideremos, nuestra alma total no tiene más que un
valor casi ficticio, pese al copioso balance de sus riquezas, pues unas veces
unas y otras veces otras están indisponibles, trátese de riquezas efectivas
o de riquezas de la imaginación, y para mí, por ejemplo, tanto como del
antiguo nombre de Guermantes, de las mucho más graves, del verdadero
recuerdo de mi abuela. Porque a las perturbaciones de la memoria están
ligadas las intermitencias del corazón. Sin duda es la existencia de nuestro
cuerpo, semejante para nosotros a un vaso en el que estuviera nuestra espiritualidad,
lo que nos induce a suponer que todos nuestros bienes interiores,
nuestros goces pasados, todos nuestros dolores están perpetuamente
en nuestra posesión. Acaso es también inexacto creer que se van o vuelven.
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En todo caso, si permanecen en nosotros es, generalmente, en un dominio
desconocido donde no nos sirven de nada y donde hasta las más usuales
son repelidas por recuerdos de orden diferente y excluye toda simultaneidad
con ellas en la conciencia. Pero si volvemos a dominar el cuadro de
sensaciones donde se conservan, tienen a su vez el mismo poder de expulsar
todo lo que les es incompatible, de instalar, solo en nosotros, el yo que
las vivió. Ahora bien, como el que yo acababa súbitamente de volver a ser
no había existido desde aquella lejana noche en que mi abuela me desnudó
a mi llegada a Balbec, muy naturalmente, no después de la jornada actual,
que mi yo ignoraba, sino -como si en el tiempo hubiera series diferentes
y paralelas— sin solución de continuidad, inmediatamente después de la
primera noche de aquel tiempo, me situé en el minuto en que mi abuela
se inclinó hacia mí. El yo que yo era entonces, y que por tanto tiempo había
desaparecido, estaba de nuevo tan cerca de mí que me parecía estar oyendo
las palabras inmediatamente anteriores y que no eran, sin embargo, más
que un sueño, de la misma manera que un hombre mal despierto cree percibir
muy cerca los sonidos de su sueño que huye. Ya no era más que aquel
ser que quería refugiarse en los brazos de su abuela, borrar las huellas de
sus penas besándola, nada más que aquel ser que cuando era uno u otro
de los que se habían sucedido en mí desde hacía algún tiempo, tan difícil
me hubiera sido figurármelo como esfuerzos me costaba ahora, estériles
por lo demás, resistir los deseos y los goces de uno de los que, al menos
por un tiempo, ya no era. Recordaba que, una hora antes de que mi abuela
se inclinara así, en bata, hacia mis botas, yo, deambulando por la calle
asfixiante de calor delante de la pastelería, creía que, con la necesidad que
sentía de besarla, no podría esperar a la hora que tendría aún que pasar
sin ella. Y ahora que renacía aquella misma necesidad, sabía que podría
esperar horas y horas, que nunca más estaría junto a mí, y no hacía más
que descubrirla, porque sintiéndola, por primera vez, viva, verdadera, dilatándome
el corazón hasta romperlo, encontrándola en fin, acababa de
saber que la había perdido para siempre. Perdida para siempre; no podía
comprender, y me esforzaba por sentir el dolor de esta contradicción: por
una parte, una existencia, una ternura que sobrevivían en mí tales como
las había vivido, es decir, hechas para mí, un amor en el que todo encontraba
de tal modo en mí su complemento, su meta, su constante dirección,
que el genio de los grandes hombres, todos los genios que habían podido
existir desde los albores del mundo no hubieran valido para mi abuela lo
que uno solo de mis defectos; y por otra parte, tan pronto como reviví,
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como presente, aquella felicidad, sentirla transida de certidumbre, lanzándose
como un dolor físico de repetición, de un no ser que había borrado
mi imagen de aquella ternura, que había destruido aquella existencia,
abolido retrospectivamente nuestra mutua predestinación, que había hecho
de mi abuela, cuando volví a encontrarla como en un espejo, una simple
extraña que por azar pasó unos años junto a mí, como hubiera podido
pasarlos junto a cualquier otro, mas para quien, antes y después, yo no
era nada, no sería nada23.
Ya sea que lo llame fetiche, epifanía o cualquier otra cosa, esta lectura
me ha dejado inmerso en la agonía de la culpa con los seres que amo y
que han muerto o que están muriendo. No es fácil alejarse del poder
inmediato de este largo párrafo, pero sólo el desapego que Proust nos
enseña puede convertir este oscuro dolor en un placer difícil. La abuela
del narrador ha estado muerta desde hace un año pero sólo ahora la
realidad de su ausencia permanente le hace daño. ¿Quién no ha vivido
algo parecido? ¿Quién no ha lamentado su falta de amabilidad con sus
muertos? Y sin embargo nunca me he encontrado con un texto que se
parezca a este, y no deja de sorprenderme el hecho de que un momento
que es tan tristemente un lugar común pudiera dar lugar a tan original
imaginación. El genio de Proust radica precisamente en su capacidad
para continuar con la gravedad de un “dado que los muertos sólo existen
en nosotros, es a nosotros mismos a quienes golpeamos sin descanso
cuando persistimos en recordar los azotes que les hemos propinado” .
¿Cómo categorizar este poder proustiano? Este supuesto alto sacerdote
de la religión del arte está muy lejos de serlo en realidad: es tan
primordial como Tolstoi en su universalidad y en su profunda conciencia
de la naturaleza humana, tan sabio como Shakespeare. El asunto en
cuestión no es la memoria, involuntaria o no, sino la ceguera que necesitamos
desesperadamente si queremos continuar - y cuando vemos, nos
preguntamos si nosotros somos merecedores de seguir adelante-. Una
vez más, Proust no es un moralista, no es Cristo ni Buda; no ha venido
a enseñarnos a vivir o cómo ser más amables con aquellos que amamos
cuando aún están aquí.
A medida que En busca del tiempo perdido avanza, nos tropezamos
cada vez con más frecuencia con estas iluminaciones (si es que eso es lo
que son) y no siempre se trata de los once o dieciocho momentos de la
memoria o “ resurrecciones” del espíritu. Se nos aparecen en unas cuan[
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tas oraciones, a veces en una sola. Se sabe que Proust pensaba que el
sufrimiento erótico no tiene límites, que las intrusiones en nuestra soledad
nos dañan el pensamiento, que la única manera de concentrarnos
en el dolor es mantenerlo a distancia, y que la amistad se ubica en algún
punto entre la fatiga y el aburrimiento. El no nos lisonjea, pero su esencia
no parece ser ni la sagacidad ni el desencanto. Su genio permite que su
lenguaje nos rodee de manera que al final los momentos privilegiados
son sencillamente aquellos en los cuales tenemos la suerte de leerlo.