domingo, 19 de junio de 2022

Frontispicio 8 San Agustín. GENIOS. HAROLD BLOOM.

 





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Frontispicio 8

San Agustín

Leen, eligen, aman. Leen siempre y nunca pasa lo que leen porque al

elegirlas y amarlas leen la inmutabilidad de tu pensamiento. Su códice

nunca se cierra ni se pliega su libro, porque tú eres su libro y libro eterno47.

Los ángeles no tienen por qué leer pero nosotros sí. Ellos no están

atrapados en los dilemas de la memoria ni del tiempo. El genio de Agustín

definió esos dilemas, en particular aquellos relacionados con la lectura,

con una claridad que perdura. En su Augustine the Reader (1996), Brian

Stock observa que la de Agustín fue la primera teoría occidental de la

lectura; se me ocurre que sigue siendo la mejor. Si fuese cierto que la

era del libro está en decadencia (espero que temporalmente), resulta vital

recordar que Agustín tuvo mucho que ver con el proceso que convirtió

el libro en la base del pensamiento. No obstante lo cual, cristiano devoto

como era, siempre se mostró escéptico ante las posibilidades de ilustración

del libro, si bien jamás dejó de insistir en que nuestro florecimiento

intelectual se detendría sin largas y profundas lecturas.

Los libros autobiográficos de memorias, pie para la reflexión, son

un invento de Agustín. Y si alguno de nosotros piensa en su propia vida

como en un libro de texto, también con Agustín estará en deuda.

Al transformarse en el narrador de sus Confesiones, Agustín se transforma

en un Eneas cristiano, y nos irrita e impresiona tanto como el

Eneas de Virgilio. La fiel concubina de Agustín, madre de su hijo, es rechazada

con firmeza, como Dido. Si Eneas nos parece un mojigato presumido,

Agustín sería algo peor, un santurrón engreído. Pero no está

escrito que los grandes genios deban regocijarnos con sus personalidades.

Agustín vivía temeroso de la voluntad que con demasiada frecuencia,

hamletianamente, se opone a la palabra. No podemos conocer la voluntad

de Dios, al menos no sin temor de equivocarnos, excepto a través

de una lectura de la Biblia impulsada por el deseo sincero de conocer a

Dios. Agustín sabía que el único lector ideal es el mismo Dios, y sin embargo

no hubo jamás un lector cristiano que llegara hasta donde él llegó.

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San Agustín

354 I 430

s a n Ag u s t ín fue un escritor soberbio y una inteligencia formidable y

no podría excluirlo de mi mosaico de genios a pesar del desconsuelo que

me produce. Creía en dispersar a los judíos en lugar de matarlos, pero,

en palabras de Peter Brown, su biógrafo definitivo, fue también el primer

teórico de la Inquisición. A excepción de los creyentes dogmáticos, muchos

de los lectores de sus dos obras más famosas, Confesiones y La ciudad

de Dios, reaccionan con cierta incertidumbre. En un reciente y breve estudio

Gary Wills sugiere con perspicacia que demos a las Confesiones el

título de Testimonio, para eludir los sugerencias irrelevantes de “ confesiones

verdaderas” . Pero ¡ay!, no funciona; cada vez que Wills habla del

Testimonio nos estremecemos: el titulo real nos es demasiado familiar.

El tema que ocupa a Agustín es la formación de un cristiano, aunque su

historia va más allá de lo que hoy se consideraría una “ conversión” .

Si bien es cierto que la originalidad de Agustín inventa la autobiografía,

allí no se encuentra el meollo de su genio. El pensamiento no es posible

sin memoria y la memoria misma, en una conciencia extensa, bien

podría depender de la lectura. Agustín ilumina los procesos de la memoria

como nadie más lo ha hecho y posiblemente aún sea nuestro mejor

maestro de lectura. Esto me entristece un poco porque siento un profundo

afecto por Samuel Johnson y por Ralph Waldo Emerson mientras

que Agustín me disgusta, pero fue el primer gran lector en el sentido

que después le dieron al término Johnson y Emerson, y de alguna forma

sigue siendo el mejor, aun teniendo en cuenta su tendenciosidad, equiparable

únicamente a la de Freud sólo que en sentido opuesto. Hemos

tenido que padecer las cansinas y ya olvidadas modas impuestas por los

teóricos de la lectura, y no veo cómo discutir con Brian Stock cuando nos

presenta a Agustín como el teórico que sentó las bases de una cultura

de la lectura. Gran parte de lo que sé sobre mis obsesiones con la lectura

y la memoria lo aprendí de Agustín, si bien en ocasiones con cierta renuencia.

Empiezo con Virgilio porque ahí fue donde Agustín empezó, en un

combate interminable con el poeta romano. Dante malinterpretó a

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Virgilio con mucha creatividad pero Agustín sí lo leyó correctamente,

cosa que desemboca en el hecho curioso de que el Virgilio de Dante es

agustiniano mientras que el Virgilio de Agustín definitivamente no lo

es. Tanto para Agustín como para Dante, Virgilio es el predecesor idealizado

(Agustín lo combina curiosamente con San Ambrosio), pero

Virgilio no fue el precursor auténtico ni del obispo africano ni del poeta

florentino. En el caso de Dante, ese puesto le corresponde al humanista

Brunetto Latini y al también poeta florentino Guido Cavalcanti. En el

caso de Agustín fueron los neoplatónicos Plotino y Porfirio, los cuales

rechazaron a Cristo. Afirmé antes que Homero y, más opacamente,

Lucrecio, habían obsesionado a Virgilio; Agustín había leído a Lucrecio

y lo aborrecía, como era de esperarse; pero lo que me resulta fascinante

es que a Dante le resultó absolutamente imposible eludirlo, si bien

lo hubiese leído con rabia.

Aunque Agustín se convirtió, junto con Ambrosio y Jerónimo, en

uno de los fundadores de la Edad Media (en palabras de E.K. Rand),

no debemos olvidar que el obispo teólogo empezó como lo que ahora

llamaríamos maestro de literatura, y que su texto central era Virgilio,

así como Shakespeare es ahora mi texto fundamental. Agustín nunca

dejó de sentir la embriaguez de las palabras ni la fascinación del lenguaje

figurado, aunque con el tiempo sólo aprobaba el de la Biblia. Mucho

más que Dante (que nunca dejó de ser un político aunque estuviera

exilado), Agustín fue un hombre de letras, una personalidad literaria,

antes de convertirse en una figura central de la Iglesia occidental. No me

ocuparé aquí de Agustín el teólogo, si bien es imposible resaltar su agudeza

psicológica y su perspicacia literaria sin invocar su originalidad

espiritual, aunque en ocasiones su aspereza no sea fácil de aceptar.

Estudiante de la conciencia, Agustín pragmáticamente empezó

como discípulo de Plotino para después romper definitivamente con el

neoplatonismo al empezar a considerar el conocimiento del yo como

consecuencia de la memoria más que de la intuición. Nos percibimos

como una continuidad al recrearnos a través de la memoria: la autobiografía

es inconcebible sin la memoria, y ambas fueron en parte una innovación

de Agustín. Virgilio, una presencia constante en su vida desde

su niñez, contribuyó implícitamente a esta formulación del papel de la

memoria en la forja de la conciencia individual; pero para el poeta romano,

como para su héroe, la memoria era nostalgia o pesadilla. Virgilio

preludia la insistencia de Nietzsche en que el dolor es más memorable

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que el placer. Para Agustín, incluso el olvido es una parte vital de la memoria,

pues se convierte en un mito cristiano, en el que tres poderes del

alma reflejan, en nosotros, la Trinidad y su misteriosa unidad. La “ comprensión”

era una herencia del pensamiento clásico, pero la “voluntad”

agustiniana y su “memoria” son esencialmente una creación propia, por

mucho que dicha aseveración nos sorprenda. No obstante, si reconsideramos

la memoria modificamos también nuestra visión del intelecto,

y lo que para Agustín une memoria e intelecto es la voluntad de Dios

obrando en el alma como el principio paulino de la caritas, el amor del

Dios creador hacia todas sus criaturas, hombres y mujeres. Las Confesiones

hacen énfasis una y otra vez en el hecho de que la memoria es el

agente a través del cual los demás poderes del alma se iluminan a imagen

de Dios. Les ofrezco un centón de pasajes del libro décimo de las

Confesiones:

Grande es esta fuerza de la memoria, verdaderamente prodigiosa,

Dios mío. Un inmenso e infinito santuario. ¿Quién puede llegar a su fondo?

Es una potencia de mi alma que pertenece a mi naturaleza. Ni yo

mismo alcanzo a comprender lo que soy....

... [Con ello] llamamos a la memoria alma....

Grande es el poder de la memoria. Algo que me horroriza, Dios mío,

en su profunda e infinita complejidad. Y esto es el alma. Y esto soy yo mismo.

¿Qué soy, pues, Dios mío? ¿Cuál es mi naturaleza? Una vida siempre

cambiante, multiforme e inabarcable. Aquí están los campos de mi memoria

y sus innumerables antros y cavernas, llenos de toda clase de cosas imposibles

de contar...

Mas, ¿en qué parte de mi memoria estás tú, Señor? ¿En qué lugar?

¿Qué celda te has construido para ti en mi memoria?

.. Tú estabas dentro y yo fuera, y fuera de mí te buscaba. Desfigurado

y maltrecho, me lanzaba, sin embargo, sobre las cosas hermosas que

tú has creado. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo48.

En este montaje está hermosamente implícito el paso casi invisible

de la memoria a la voluntad, esa transición llamada conversión. No

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podemos recordar todo lo que nuestra memoria contiene, y lo más susceptible

de ser olvidado es haber conocido a Dios. La memoria es más

poderosa que el yo hasta que el yo entiende: “T ú estabas conmigo, pero

yo no estaba contigo” . La voluntad de conocer a Dios es superior a

nuestra debilidad al recordarlo. Esa debilidad incluye el misterio relacionado

del tiempo:

¿Qué es, pues, el tiempo? Sé bien lo que es, si no se me pregunta. Pero

cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé49.

No podemos comprender la eternidad porque nuestro lenguaje está

atrapado en el tiempo así qué, ¿cómo podríamos hablar con precisión

de la naturaleza del tiempo? El presente no es más que una ficción de

permanencia, un poema o un cuento, y sin embargo todo lo que sabemos

sobre el pasado o el futuro aparece en ese poema o en ese cuento cuando

los recitamos. A mí no me sucedió lo mismo que a Gary Wills, quien

encontró la Trinidad en este extraordinario fragmento, pero sí lo recuerdo

cada vez que recito en voz alta un poema, lo cual significa que a pesar

de no ser un creyente pienso en Agustín muchas veces al día, porque

fue él quien comprendió a cabalidad la experiencia interior de recitar

un poema que poseemos gracias a la memoria.

Supongamos que me dispongo a cantar una canción que aprendí.

Antes de comenzar, mi expectación se extiende a toda ella. Pero, una vez

comenzada, lo que quito de aquella expectación para el pasado hace extender

mi recuerdo en la misma medida. De esta manera se extiende la vida

de esta canción mía en la memoria por lo que acabo de cantar, y en la expectación

por lo que todavía me queda por cantar. Pero mi capacidad de atención

sigue presente y por ella pasa lo que era futuro para convertirse en

pasado. Mientras se repite esto, tanto más se reduce la expectación cuanto

más se alarga el recuerdo, hasta que la expectación llegue a reducirse

por completo, cuando acabada mi acción pase a la memoria.

Y lo que sucede con la canción completa, sucede asimismo con cada

una de sus partes y con cada una de sus sílabas. Y esto mismo sucede con

otra acción más larga, de la que esa canción pudiera ser una parte. Y así

con toda la vida de los humanos, de la que todas sus acciones son partes.

Y así también con toda la historia de la humanidad, de la que la vida de

cada hombre es una parte50.

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Cuando canto un poema de W.B. Yeats o una meditación de Wallace

Stevens, a causa de Agustín me veo obligado a enfrentar mi propia

mortalidad y quizás mi sentido de la historia. Quizás sea un tres en uno

(poema, vida, historia de la humanidad) o quizás no, pero Agustín convirtió

mi actividad en un acto consciente que desborda mis intenciones,

limitadas a mi propio placer estético. La fortaleza particular de Agustín

radica en el hecho de que nos puede perturbar con su inoportuna capacidad

para incrementar nuestra conciencia de vulnerabilidad, así nos

entusiasmen poco sus trascendencias de ese abismo.

Podría considerarse a Agustín como un puente entre Virgilio y Dante,

pero eso me parece un poco engañoso. La piedad de Dante -como

la de Milton o la de William Blake- es muy suya y sólo logra convertir

a los adictos teológicos que hay entre sus especialistas angloamericanos.

Agustín, que en lo personal era igualmente idiosincrásico, era esencialmente

un místico, interesado en primera instancia en el ascenso del alma

hacia Dios a través de la contemplación. Dante alaba a los contemplativos,

pero nadie que haya leído con cuidado el Paraíso, para no ir más

lejos, confundiría a Dante con San Bernardo. Aunque San Agustín combatió

la influencia de Plotino y de Porfirio, nunca logró huir de ella del

todo. Una vez más, Peter Brown tiene la última palabra:

No obstante, Agustín estaba profundamente inmerso en las formas

de pensamiento neoplatónicas. El mundo entero aparecía ante él como un

mundo que “está siendo” , una jerarquía de formas imperfectamente realizadas

dependientes, para su calidad, de su “participación” en un mundo

inteligible de Formas ideales. El universo existía en un estado de tensión

constante y dinámica en el que las formas imperfectas de la materia luchaban

por lograr su estructura fija, ideal.

La Iglesia es la imagen opaca de una iglesia más verdadera en la Eternidad

imperceptible. Pero, a diferencia del sistema celestial de Dante,

esa Eternidad es plotínea, y sólo es alcanzable cuando recurrimos a

nuestro propio espíritu interior. Este neoplatonismo residual nunca

abandonó a Agustín porque se había convertido en parte de su naturaleza

interior. Plotino fue una herida inmortal para Agustín, incluso mientras

Virgilio pasaba gradualmente de ser un consuelo mortal a ser un opositor

amado en La ciudad de Dios. Cuando Agustín pensaba en la poesía, pensaba

en Virgilio; los salmos estaban más allá de la poesía porque eran la

[136]

verdad. Dido era poesía para Agustín como lo es para nosotros. Agustín

sabía que la Dido histórica, la reina de Cartago, se había suicidado para

no casarse con un enfermizo rey africano. Virgilio se inventó la historia

del trágico amor de Dido por Eneas, el piadoso sinvergüenza, una historia

en la que Dido es la Cleopatra contra la que Augusto combatió y la

profetisa de las horrendas guerras romanas con Aníbal, el general cartaginés.

Virgilio nos da el sentimiento patético pero no nos da la verdad,

juicio que Agustín hizo extensivo al mito universalmente popular desde

la era de Constantino, el emperador cristiano, hasta la era de Agustín.

En su cuarta égloga (aproximadamente del 40 a.C.), Virgilio profetizó a

un niño divino:

La última edad del vaticinio de Cumas es ya llegada; una gran sucesión

de siglos nace de nuevo. Vuelve ya también la Virgen, vuelve el reinado

de Saturno; una nueva descendencia baja ya de lo alto de los cielos.

Si todavía permanecen algunas huellas de nuestro pecado, destruidas,

quedará libre la tierra de un temor perpetuo. Recibirá aquel niño la vida

de los dioses...51.

Regresa la edad dorada de Saturno y también la virgen Astrea, y

traen con ellos de regreso la justicia divina. Constantino impuso la muy

improbable interpretación de que el mesías de Virgilio era Jesucristo,

convirtiendo así al poeta pagano en un profeta del adviento cristiano.

Agustín era demasiado culto para admitir este absurdo y no estaba interesado

en añadirlo a las Escrituras, pero no le molestaba citarlo como

aliciente para convertir paganos.

Pero lo que más conmovía a Agustín de Virgilio era el patetismo

heroico de Dido y el tema general del exilio de Eneas de Troya. Cuando

Roma cayó ante los visigodos herejes en 420, el punto de vista de Agustín

cambió, como es evidente en La ciudad de Dios. Virgilio siguió siendo el

mejor y más amado de los poetas, pero fue rechazado como el Virgilio

augusto que sólo encuentra en la Roma antigua dioses corruptos y almas

corruptas que los adoran. El envejecido Agustín expone lo que Peter

Brown llamó “un humanismo ensombrecido que unía al poeta precristiano

con el presente cristiano en su desconfianza común hacia el placer

sexual” .

El genio de Agustín no es equiparable a la eminencia literaria de

Dante o a la de Chaucer, pero sí rivaliza con la sombría elocuencia de

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Lucrecio y el lirismo elegiaco de Virgilio. Por último, no requiere, para

su apreciación (al menos en mi caso) de estándares espirituales o estéticos.

Agustín el lector (según la expresión celebradora de Brian Stock)

es uno de los héroes del arte, actualmente en peligro, de la lectura. Aquellos

lectores que han pasado su vida leyendo los mejores libros que es

posible leer son discípulos de Agustín, aunque a él lo hubiese tenido sin

cuidado dicho discipulado a menos que condujera a la aceptación de la

revelación cristiana.

sábado, 18 de junio de 2022

Frontispicio 7 Virgilio. GENIOS. HAROLD BLOOM.

 




Frontispicio 7

Virgilio

. ..tantos como las hojas que en el bosque a los primeros fríos otoñales

se desprenden y caen o las bandadas de aves en vuelo sobre el mar

que se apiñan en tierra cuando el helado invierno las ahuyenta

a través del océano en busca de países soleados.

En pie pedían todas ser las primeras en pasar el río

y tendían las manos en ansia viva de la orilla opuesta44.

El Virgilio de Dante no tiene mucho que ver con el poeta romano,

quien jamás anheló la dispensación cristiana. Virgilio -profundamente

influido por Lucrecio- tenía una visión epicúrea de la ocurrencia del

dolor y el sufrimiento en la existencia natural, y no percibía nada trascendental

en el porvenir. Más que guiar a Dante, el verdadero Virgilio

habría vivido en el Infierno en la misma tumba con Farinata, o habría

atravesado las arenas ardientes con los sodomitas. Dante escogió un guía

con base en criterios estéticos y sin relación alguna con la alegoría teológica.

El genio poético de Virgilio no tenía nada en común con Dante, pero

sus afinidades con Lucrecio y con Tennyson son auténticas y reveladoras,

como también se acercan ciertos aspectos de Robert Frost.

Virgilio es el poeta laureado de las pesadillas. Su diosa Juno es la

personificación literaria más poderosa que conozco del miedo masculino,

prácticamente universal, del poder femenino. En la Eneida, el amor

es una especie de suicidio. Dido, el personaje que más compasión genera

en la épica, se destruye a sí misma con tal de no soportar la humillación

de ser abandonada por el pío y presuntuoso Eneas, que tiene más

que ver con el emperador Augusto, patrón de Virgilio, que con un Aquiles

o un Ulises.

En Virgilio, todos extendemos nuestros brazos anhelantes hacia la

lejana orilla; dejamos atrás nuestro placer natural y nuestro dolor erótico

mientras el barquero nos transporta hacia la otra orilla, opacada por

las sombras.

[119]

No hay victoria en la victoria para Virgilio, y sus dioses son tan pobres

de espíritu como poderosos en su dominio sobre nosotros. Y sin

embargo la elocuencia virgiliana es extraordinaria. La letanía de la pérdida

nunca volvería a ser tan exquisita.

[120]

Virgilio

70 | 19 a.c.

p o e t a , p s ic ó l o g o - t e ó l o g o y poeta de poetas (dejando a Shakespeare

a un lado): a estos tres los une para siempre la nostalgia de la autoridad

romana, el anhelo de un orden a la vez trascendente y mundano. Y sin

embargo, difícilmente podríamos decir que vivieron vidas paralelas. Virgilio

murió sin haber terminado su poema épico, la Eneida, y evidentemente

deseaba que su manuscrito fuese destruido. Agustín, obispo de

Hipona -en la actual Argelia- vio el fin de sus días mientras los vándalos

destrozaban las puertas de la ciudad. Dante murió de malaria, enfermedad

que contrajo durante una misión diplomática que le encomendara

uno de sus anfitriones, quien contribuyera a su sustento durante su largo

exilio de Florencia. Una tristeza común permea estas tres muertes conmovedoras:

la de Virgilio, que deseaba que su logro se eclipsara; la de

Agustín, quien temía por su rebaño, amenazado por los bárbaros heréticos;

la de Dante, a 25 años de cumplir la edad “perfecta” de 81, con lo

cual su profecía se habría realizado. No obstante, cada uno de estos visionarios

había hecho milagros con su genio: la Eneida; las Confesiones

y La ciudad de Dios; la Divina comedia.

En términos contemporáneos, Virgilio era un poeta profesional -era,

de hecho el laureado imperial-, en tanto que Agustín era un profesor

de literatura convertido en obispo católico, y Dante fue un fracasado

político florentino mágicamente transformado en poeta profètico, de la

estirpe de Isaías y Ezequiel. No hubo equivalentes a estos titanes en el

siglo que acaba de pasar. Joyce, un católico renegado, Proust, un escéptico

medio judío, y Kafka, el exilado judío por antonomasia, son nuestras

piedras de toque imaginativas, y quizás no sucumban tan estrepitosamente

ante Virgilio, Agustín y Dante como originalidades imaginativas.

Y sin embargo en Joyce, Proust y Kafka no encontramos nada como la

nostalgia de la autoridad romana. Hay que buscar entre las figuras menores,

como Ezra Pound y T.S. Eliot, para encontrar anhelos de esa

índole por ideas arcaicas de orden. A pesar de su elocuencia ocasional,

Pound no es ningúnVirgilio, y Eliot, a pesar de su rigor no es un intelectual

equiparable a Agustín ni un poeta como Dante. Si nuestro Dante

[121]

fue Kafka, como lo creía W.H. Auden, podríamos también nominar a

Proust para nuestro Agustín, visionario de la memoria y del tiempo, y a

Joyce como nuestro Virgilio, ambos continuadores de Homero. Pero esta

tríada del siglo xx era de maestros del caos y no de buscadores del orden.

El latín, lengua que conectó al cristiano Agustín con el pagano Virgilio,

fue también progenitora del toscano vernáculo de Dante, que por

cuenta de su utilización en la Divina comedia se convirtió en la lengua

literaria de toda Italia. Después de cuatro siglos, Virgilio estaba tan cerca

de un romano africano culto como Agustín, como Shakespeare lo está

de nosotros. Agustín era un lector extraordinario, comparable, en el siglo

xviii inglés, al doctor Johnson. En un estudio reciente, The Shadows o f

Poetry: Vergilin theMind ofAugustine (1998) [Las sombras de la poesía:

Virgilio en la mente de Agustín], Sabine MacCormack afirma que el teólogo

cristiano “ era indudablemente el más inteligente y perspicaz de los

lectores antiguos de Virgilio” . Yo me aventuraría a decir que la atracción

fundamental que Agustín ejerció sobre Dante no fue tanto teológica

como basada en el mutuo amor que sentían por Virgilio. Los académicos

modernos se equivocan usualmente al hacer énfasis en la ortodoxia

católica de Dante, ya que este impuso su propio genio a la fe tradicional

de Pablo y Agustín. Pero también es cierto que Dante bautizó la imaginación

virgiliana, convirtiendo a un poeta epicúreo en un celebrante

protocristiano. Agustín había citado copiosamente aVirgilio en contextos

cristianos para iluminar la moral cristiana, pero nunca fue tan lejos como

Dante en su poderosa y deliberadamente equivocada interpretación de

Dante.

El Virgilio de la Divina comedia es un personaje necesariamente literario,

como lo es Dante el peregrino. Pero la autoridad poética de Dante

es tan convincente que a un lector le podría tomar un buen rato darse

cuenta de que todas las personas que aparecen en la Comedia son personajes

literarios, aunque usen nombres históricos. El poeta latino Estacio

nunca se convirtió al cristianismo, pero Dante lo necesitaba con Virgilio

en el Purgatorio en una escena crucial y conmovedora, así que falsificó

la verdad histórica. Como veremos, en muchos aspectos Virgilio fue el

discípulo del gran poeta epicúreo Lucrecio, que le era desconocido a

Dante y que hubiera escandalizado al maestro toscano.

La Comedia tiene tres personajes principales: Dante el peregrino,

su “padre” Virgilio, y la magnífica y enigmática figura de Beatriz, a quien

[122]

Dante eleva a una eminencia extraordinaria en la jerarquía celestial. El

enigma de Beatriz radica en el hecho de que es un invento de Dante,

logrado con una audacia que difícilmente tiene igual en la literatura. Si

Dante no hubiese sido uno de los dos poetas supremos de la literatura

occidental, Beatriz habría sido la imposición escandalosa de un mito

personal en la formidable estructura de la teología católica romana. Amparado

por el espíritu de este libro, sugiero que consideremos a Beatriz

como el genio de Dante Alighieri, su “amante interior” , para usar una

frase de Wallace Stevens. El genio de Virgilio era su pesadilla, Juno,

nefasta desde todo punto de vista. Beatriz era, en cambio, el evangelio

según Dante, la portadora de buenas nuevas.

La Divina comedia es un “poema sagrado” más que un poema épico,

y se podría decir que el mismo Dante lo consideraba el tercer testamento,

un complemento de las Escrituras. No hay un solo personaje en Shakespeare

a quien podamos considerar su genio: podríamos nominar a

Hamlet, a Falstaff, a Cleopatra, a Yago, a Macbeth, a Lear o a Rosalinda,

pero en grupo. Según Blake y Shelley, el genio de Milton era Satanás;

aunque quizás deberíamos asignarle el papel a la luz interior que el poeta

invoca al comienzo del canto tercero de El paraíso perdido.

La gran poesía siempre pierde con la traducción y la Comedia, que

es el poema más vigoroso, tiene más que perder que la Eneida. Paradójicamente,

Dante sobrevive a la traducción mejor que Virgilio. Acabo de

releer el Purgatorio del poeta estadounidense W.S. Merwin, y me parece

que logra transmitir más de la invención original de Dante que las

versiones de la Eneida de Robert Fitzgerald o de Alien Mandelbaum,

igualmente admirables. Dante -que sobrepasa aVirgilio como maestro

del matiz- tiene tal vigor cognitivo y pura fuerza de voluntad y deseo

que prácticamente podríamos despojar su texto de matices y aún así

seguiría siendo preternaturalmente poderoso. La confianza que Dante

tiene en sí mismo es enorme. Es equiparable a la de los mejores poetas

ingleses —Shakespeare, Chaucer, Milton—, pero la ironía compartida por

Chaucer y Shakespeare nos impide ver su confianza en sí mismos. La

exuberancia personal de Milton es lo que más se parece a Dante, pero

no es fácil pensar en un poeta inglés que se parezca esencialmente a

Virgilio. Tennyson y T. S. Eliot tienen sus facetas virgilianas, y cada uno

de ellos se acerca, por separado, a la elocuencia pesadillesca de Virgilio.

La Eneida es un poema infinitamente paradójico, ya que su héroe

épico se basa parcialmente en Octavio César, vencedor de Antonio y

[123]

Cleopatra, y fundador indiscutido del Imperio romano. Augusto era el

patrón de Virgilio y fue el orgulloso receptor de la Eneida y el encargado

de su conservación, contra los deseos expresos del poeta a la hora de su

muerte. El emperador Augusto necesitaba el poema para infundir a sus

contemporáneos con la idea de orden y grandeza, de autoridad heredada;

Eneas siempre mira hacia el futuro, al surgimiento de una nueva

Troya que le ponga término al exilio e inaugure la justicia. Dante, exilado

de exilados, encontró la justicia en la Comedia, pero no está claro

que Eneas y Virgilio estén de acuerdo. Lo que Virgilio descubre es el

sufrimiento, un sufrimiento sin fin. Eneas es el héroe del poema pero

no el de Virgilio, una divergencia que aumenta el interés de la épica

porque el héroe equivocado en el poema correcto es un preludio del arte

de Shakespeare.

Me deja perplejo el no haber conocido a ningún lector que admita

preferir al héroe Eneas, indudablemente admirable, sobre Dido, de

quien Eneas se enamora y a quien abandona, o Tumo, a quien Eneas mata,

pero sólo después de que una obscena furia enviada por Juno aturde

completamente al héroe italiano hasta dejarlo indefenso. ¿Qué pretendía

Virgilio al otorgarle a su héroe la ambigua victoria de asesinar lo que en

términos prácticos ya era un cadáver?

Los dioses de Epicuro y de Lucrecio son indiferentes a las preocupaciones

de los hombres, pero el Júpiter del epicúreo Virgilio, quien lee

a Lucrecio como si se tratara de las verdaderas Escrituras, apenas es

mejor que su consorte, y Juno es un monstruo. El genio de Virgilio se

activa con la profunda piedad que siente ante el sufrimiento humano,

incluido el suyo, y sin embargo la esencia de dicho genio parece ser la

angustia constante, incluso el terror agudo, que le produce la contemplación

de la ira sin fin de Juno. Podemos considerar que la figura de Juno

en Virgilio es la proyección pesadillesca de un componente universal en

el temor masculino ante el poder femenino. Virgilio insinúa sutilmente

una orientación homoerótica que se conmueve con Dido, el amor abandonado

de Eneas, pero más se conmueve con Turno, rival y víctima de

Eneas. A pesar de haber cantado las loas de Augusto como la esperanza

mundial de orden, paz y justicia, no hay una brizna de esperanza en la

forma como Virgilio enfrenta la realidad.

El genio de Virgilio se inviste en parte de su extraordinario poder

de expresión y de su sensibilidad sobrenatural al sufrimiento. Este poder

[124]

y esta sensibilidad compensan su debilidad relativa en un área en la que

el genio suele manifestar su fortaleza: la originalidad. En la primera

mitad de la Eneida Virgilio se dedica a imitar la Odisea, en la segunda

mitad, la Ilíada. Y su filosofía religiosa se basa esencialmente en la ferocidad

epicúrea de Lucrecio, un poeta a quien Dante jamás habría de leer

pero que seguramente habitaba la mesa de escribir de Virgilio. Es posible

que Virgilio haya sido el primer escritor europeo en demostrar que el

genio puede ser relativamente débil en la invención, mientras sea recio

y diverso en la sensibilidad. Cuando pienso en la Eneida sin abrir sus

páginas, lo primero que se me viene a la cabeza es la humillación erótica

de Dido, abandonada por el virtuoso sinvergüenza Eneas, de una nobleza

insoportable. Y sin embargo esta es sólo una forma de ver las cosas, pues

Virgilio se aparta de sus personajes femeninos al tiempo que se muestra

dolorosamente sensible a su realidad. Sus personajes masculinos jóvenes

lo conmueven de una forma en que no lo conmueve Dido. No hay

una sola mujer (que yo recuerde) a quien Virgilio compare con una flor,

pero sus hombres jóvenes son como flores. Esto trasciende su homoerotismo

y se relaciona con una forma de ver el mundo que acepta al tiempo

que rehuye la aspereza lucreciana en relación con el reino de Venus.

Su notoria presencia en uno y otro lado de la divisoria hace de Virgilio

quizás el más consistentemente ambivalente de todos los poetas, más

aun que Baudelaire.

La Eneida es una épica que quiere serlo y sin embargo su tonalidad

se vuelve elegiaca con tanta frecuencia que no se parece a nada en su

género. Su héroe vive acongojado y no cesa de lamentarse por Troya,

incluso mientras se abre camino hacia la fundación de Roma. Los poetas

cristianos desde Dante hasta T.S. Eliot han insistido en ver en Virgilio

a un poeta ansioso de una revelación, pero a mí eso me resulta tan curioso

como el descubrimiento por parte de Simone Weil de las afinidades

entre los Evangelios y la Ilíada. Hace medio siglo Eliot escribió: “En

la medida en que somos herederos de la civilización europea podemos

considerarnos todos ciudadanos romanos, y el tiempo aún no ha desmentido

a Virgilio” . Fue una observación asaz curiosa en el epílogo del

horror nazi, y ahora sigue pareciendo extravagante. La ideología augusta

en la obra de Virgilio es compatible con la romanización de la cristiandad,

pero resulta arcaica en la época actual del imperio de la información.

Nuestro emperador Augusto es el segundo George Bush, que no

[125]

necesita a un Virgilio. La vigencia del genio de Virgilio sólo ha sido posible

por su perdurable sensibilidad, que no tiene mucho que ver con

Eneas ni con Augusto.

El cosmos de Virgilio está regido por un Júpiter de lo más curioso,

que no es ni homérico ni lucreciano. En Homero, los dioses son nuestros

espectadores; en Lucrecio, no se ocupan de nosotros. El Júpiter de

Virgilio impone su voluntad a nuestro destino: su voluntad es nuestra

guerra, es la interminable dominación romana, es el abandono de Dido

por parte de Eneas. La fortuna, o la voluntad de Júpiter, es masculina y

no la podemos distinguir del poder ni de la fuerza. Juno, hermana y

esposa de Júpiter, es una imagen mucho más pesadillesca y podríamos

considerarla la musa pragmática de la Eneida, pues sus iras y su resentimiento

alimentan esa faceta de marcha mortal que tiene el poema, ese

impulso hacia una destrucción radiante. Una de las fortalezas estéticas

primordiales de la Eneida es el hecho de que la acción avanza perpetuamente,

sin remordimientos, a diferencia de Virgilio, exquisitamente

susceptible a todas las angustias que describe. Esta discrepancia entre

la inexorabilidad narrativa y la aflicción implícita del poeta es uno de

los rasgos originales más sobresalientes de la Eneida, uno que escasea

incluso en las más imaginativas literaturas. No logro oír en Dante, cuyas

afinidades con Virgilio son en gran parte un mito creado por él mismo,

esta cantinela subterránea tan característica de Virgilio. El poeta de la

Eneida era un epicúreo, pero a diferencia de Lucrecio, no halló consuelo

alguno en las advertencias de Epicuro acerca del temor y la ansiedad.

¿Habrá un poeta sumido en una angustia más sublime que la deVirgilio?

Como su protagonista, Eneas, Virgilio está sometido a una voluntad más

fuerte que hace parecer superfluo su heroísmo. PeroVirgilio no es piadoso

como Eneas. No parecería que Virgilio haya sido un adorador de la

fortuna, como no lo fue de la terrible Juno.

Gracias a Dido, la reina de Cartago, Virgilio alcanza una gloria que

de otra manera no obtendría a estas alturas de la historia literaria. Su

amor-muerte conserva una energía que aún nos sorprende: ¿cómo pudo

el descolorido Eneas despertar en ella una pasión tan aterradora? A uno

le parece que conoció al hombre equivocado: Turno, el rey italiano que

Eneas mata al final del poema, habría sido más apropiado, un Antonio

de su Cleopatra. Dido y Turno son de temperamento ardiente, Eneas a

veces preludia al Daniel Deronda de George Eliot, el más responsable

[126]

de los mojigatos. Pero la verdadera afrenta de Dido, víctima de Venus y

de Juno, y víctima en la práctica de Eneas, es inolvidable:

¿A qué más disimulo? ¿o qué otro lance

espero ya sin desfogar mi pecho?

¿Tuvo acaso un gemido ante mi llanto?

¿a mí volvió sus ojos? ¿dio, vencido,

una lágrima al duelo de su amante?

¿Qué ponderar primero? Ya sin duda

ni Juno, la gran diosa, ni el Saturnio

mirarnos quieren con piedad... No queda

dónde buscar lealtad que firme dure...

Náufrago, miserable, lo recojo;

le doy, loca de mí, parte en mi reino;

salvo sus naves de completa ruina,

salvo sus compañeros de la muerte...

¡ay furias que me abrasan y transportan!

y es hoy Apolo, hoy los agüeros licios,

hoy es el mensajero de los dioses,

propio heraldo de Jove, quien del cielo

le trae este mandato abominable!

¡Digna labor para los altos númenes,

que en tal cuidado su quietud empañan!

Ni te retengo ya ni te respondo.

¡Ve en pos de Italia en alas de los vientos

busca tus reinos por las negras ondas.

Mas si hay deidades pías que algo puedan,

confío que entre escollos te atormenten

donde llames a Dido en tu agonía45.

Ella ya ha resuelto suicidarse y esta preciosa traducción se queda

corta a la hora de transmitir su humillación y su trauma, sentimientos

en los cuales Virgilio es el gran maestro. Dido intenta exclamarlo todo

al tiempo, expresar su sensación de estar en llamas. Su desdén ante la

formidable colección de divinidades reunidas para desairar a una mujer

es impresionante, y su furia ante la traición es como de Medea. Uno

se pregunta cómo leería Dante este pasaje, considerando que segura[

127]

mente fue el causante de varios episodios idénticos a lo largo de su carrera

erótica. Digan lo que digan muchos académicos, no se puede acusar

a Virgilio de misoginia. Como siempre, el poeta no se muestra indiferente

pero logra curiosamente ponerse del lado de Dido y del de Eneas,

cosa prácticamente imposible. ¿Qué decir en favor de Eneas? Disfrutó

de la virtuosa viuda sin estar enamorado de ella y lo único que puede

alegar en defensa de su sinvergüencería es patético: los dioses me obligaron

a hacerlo, ¿y por qué no voy a poder fundar mi propia ciudad como

usted? Uno casi desearía que Dido le arrojara una lanza.

Cuando el augusto burlador de viudas desciende al Averno, no sale

bien librado de su encuentro con la sombra de Dido; pero Virgilio se

queda dormido en esta escena, como lo observó enfurecido el doctor

Samuel Johnson, quien consideraba a Virgilio un mero imitador del

poderoso y original Homero: Ulises había bajado al Hades, donde había

sido objeto del desdén de Áyax por haberlo despojado fraudulentamente

del escudo y las armas de Aquiles. ¿Cómo no disfrutar de la soberbia

demolición de Virgilio que emprende Johnson con tanto gusto?

Virgilio envía a Eneas al Hades, donde se encuentra con Dido, reina

de Cartago, cuya muerte había provocado con su perfidia; él la aborda lleno

de ternura y de disculpas, pero la mujer se aleja, como Áyax, con mudo

desdeño. Se aleja como Áyax pero carece de todas las demás cualidades

que confieren al silencio decoro y dignidad. Ella hubiera podido estallar

en reproches, clamores y denuncias como otras mujeres burladas, y eso

no hubiera significado un alejamiento sustancial del tenor de su conducta;

pero Virgilio tenía la imaginación llena de Áyax y no pudo ir más allá y

enseñarle a Dido otra forma de resentimiento.

Johnson está siendo deliciosamente injusto conVirgilio pero es evidente

que ha dado en el blanco. Las originalidades de Virgilio, asediadas

por Homero, residen en el patetismo y la negatividad que el doctor Johnson

rechazaban pero que tienen que ver nuestros dilemas, al tiempo que

conmovían y convencían a los primeros lectores de Virgilio. Estas visiones

negativas, entre las cuales se incluye la historia de Dido, surgen del

conflicto que hay en Virgilio entre la indiferencia de Lucrecio hacia la

gloria política, militar y erótica y la exultación romántica del heroísmo

y la búsqueda de una reunión con Penèlope presentes en la Odisea. Fue

[128]

una suerte poética que Virgilio no pudiera resolver sus ambivalencias.

Si Lucrecio hubiese logrado convencer aVirgilio de abrazar un riguroso

epicureismo, la muerte no le habría preocupado y hubiésemos perdido

esa vibrante sublimidad eternamente única:

De aquí parte la senda que conduce

al tartáreo Aqueronte, vasta ciénaga

que en turbios remolinos lanza hirviente

su arena toda en el Cocito. Horrendo

el barquero que vela junto al río,

Caronte, el viejo horriblemente escuálido:

tendida sobre el pecho se enmaraña

la luenga barba gris; inmóviles miran

sus ojos, dos centellas; desde el hombro

cuelga de un nudo su andrajoso manto.

Largo varal empuña, y con la vela

hábil maniobra al trasbordar los cuerpos

en el mohoso esquife. Ya es anciano

mas su vejez de dios garbea airosa.

En ciega confusión se arremolina

en la playa hacia él la inmensa turba,

hombres, mujeres, valerosas sombras

de héroes difuntos, párvulos y vírgenes,

jóvenes entregados a la pira

a vista de sus padres: no son tantas

las hojas en la selva desprendidas

que al primer frío de otoño caen,

ni las aves que llegan a la orilla

desde el confín del mar formando nube,

cuando en fuga las pone el crudo invierno

hacia tierras del sol. Almas dolientes

que todas ruegan por pasar primeras,

con igual ademán: manos tendidas

en ansia eterna de la opuesta playa.

Mas el rudo barquero las escoge,

unas ahora, otras después, y lejos

a las demás dispersa por la arena46.

[129]

La metáfora de las hojas como representación de las generaciones

humanas es de Homero, pero es transformada por Virgilio con un ingenio

que ha inspirado a poetas desde Dante, Spenser, Milton y Shelley,

hasta Whitman y Wallace Stevens en Estados Unidos. Se pasa de las hojas

otoñales y las aves migratorias al gran pathos de las almas indigentes,

insepultas, que son condenadas a vagar y dar vueltas durante un siglo

por el lugar más incierto de las aguas negras. Tender las manos con el

ansia de alcanzar la orilla más distante es desear el olvido, y esta imagen

es puramente virgiliana, no de Homero ni de Lucrecio. Augusto y

el destino de los romanos se desvanecen, lo que queda es esta ansia negativa.

[

jueves, 16 de junio de 2022

EDICIÓN CONMEMORATIVA IV CENTENARIO CERVANTES.


 

CÁTEDRA EN EL CAFÉ.

GRUPO DE LECTORES TEATRO NACIONAL.
ESTAMOS A POCAS PÁGINAS DE TERMINAR LA PRIMERA PARTE DE EL QUIJOTE. La lectura la hemos realizado simultáneamente con la edición conmemorativa del IV centenario Cervantes y, con otras ediciones de otras editoriales. Hemos encontrado párrafos diferentes y conceptos y frases que no corresponden a la edición conmemorativa del IV centenario. Después de analizar las ediciones y sus lecturas oportunas, creemos que la edición conmemorativa es definitivamente la mejor.
JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK

FRONTISPICIO 6. LUCRECIO. GENIOS. HAROLD BLOOM




FRONTISPICIO 6

Lucrecio

Porque si ausente está el objeto amado,

vienen sus simulacros a sitiarnos,

y en los oídos anda el dulce nombre.

Conviene, pues, huir los simulacros,

de fomentos de amores alejarnos,

y volver a otra parte el pensamiento,

y divertirse con cualquier objeto;

no fijar el amor en uno solo,

pues la llama se irrita y se envejece

con el fomento, y el furor se extiende

y el mal de día en día se empeora.

Si no entretienes tú con llagas nuevas

las heridas que te hizo amor primero,

y haciéndote veleta en los amores

no reprimes el mal desde su origen

y llevas la pasión hacia otra parte**.

No es de sorprenderse que Lucrecio haya desaparecido durante más

de mil años cristianos, hasta que el siglo xv desenterró su gran poema.

Quizás Dante nunca oyera hablar de Lucrecio, y quizás hubiese sentido

desconcierto ante su De rerum natura [De la naturaleza de las cosas],

sin duda porque inevitablemente se habría dado cuenta de la deuda de

Virgilio con Lucrecio.

Los poetas lucrecianos, desde Virgilio hasta Wallace Stevens y pasando

por Shelley, se caracterizan por su alejamiento de la superstición,

no obstante lo cual Lucrecio ejerció su influencia más perdurable sobre

aquellos poetas cristianos ofendidos, pero con ambivalencias, por su

tenaz materialismo: Tasso, Spenser, Milton y Tennyson.

No hay nada en Lucrecio más cáustico que su desprecio por el idealismo

erótico, como es evidente en el pasaje anteriormente citado. Quizás

Byron, con sus amables argumentos en favor de la “movilidad” sexual,

sea el más sabio de sus discípulos eróticos. No hay mejor médico para

los sufrimientos del amor romántico y de su pérdida que Lucrecio, cuya

[112]

percepción del cosmos como un “ baluarte en llamas” constituye un

punto de vista sanativo para la angustia sexual.

Posiblemente hoy en día esté en desventaja un genio que nos prevenga

contra la superstición organizada y el frenesí erótico. Pero lo que

hace que Lucrecio sea tan importante es que ningún otro poeta nos enseña

mejor que él a no temerle a la muerte, enseñanza en la que Montaigne

siguió sus pasos. Al desechar tan contundentemente la superviviencia

y la inmortalidad, Lucrecio busca liberarnos del miedo y de la melancolía,

ofreciéndonos una libertad que la mayoría de nosotros se niega a

aceptar.

[113]

Tito Lucrecio Caro

c. 99 I C. 55 3.C.

e l m á s e l o c u e n t e defensor del “ ateísmo” y del materialismo metafísico

en nuestra tradición es Lucrecio. Y quizás sea inevitable que se lo

haya malinterpretado tan insistentemente, dado que su filosofía epicúrea

resulta completamente inaceptable para el cristianismo, el islamismo y

el judaismo y para toda la tradición religiosa occidental. San Jerónimo

se desembarazó de Lucrecio calumniándolo con tal eficiencia que lo hizo

desaparecer por más de mil años: hasta el siglo xv no se volvió a hablar

de él. Me hubiera gustado que Dante hubiese leído a Lucrecio: quizás

el poeta epicúreo se habría convertido en el contraste diabólico de

Virgilio, Estacio, Ovidio y Lucano, todos ellos fundamentales para la

Comedia. Ni siquiera Dante habría podido cristianizar a Lucrecio.

No sabemos nada de la vida de Lucrecio aparte de las calumnias cristianas

de San Jerónimo. Se nos pide que creamos que Lucilia, la esposa

del poeta, le dio una poción para contrarrestar su abandono sexual que

lo volvió loco. Se supone que Lucrecio compuso De la naturaleza de las

cosas en los intervalos de lucidez y que después se suicidó, a los 44 años

de edad. Quizás lo más conveniente haya sido que Dante nunca se hubiese

topado con el nombre de Lucrecio. Me estremezco un poco ante

la idea del magistral poeta epicúreo, de pie en su tumba en el “ Infierno” ,

dándonos una explicación danteana de su vida, sus errores teológicos y

su autoinmolación. Algo de eso encontramos de todas maneras en “Lucrecio”

(1868), el soberbio monólogo dramático de lord Tennyson en

el que el bardo envenenado del materialismo filosófico proclama a gritos

la agonía tormentosa de sus alucinaciones:

Un vado se abrió en la Naturaleza; todos sus lazos

Se fracturaron; y vi las fulgurantes estelas de los átomos

Y los torrentes de su universo innumerable

Recorriendo la inanidad ilimitada,

Volar hasta conectarse de nuevo y conformar

Otro y otro arreglo de las cosas

Para siempre: eso era lo mío, mi sueño, lo sabía-

[114]

Mío y de mi pertenencia, como el perro

Con su deseo interior y su inquieto paso cumple

Su tarea en el bosque: ¡pero la siguiente!

Pensé que toda la sangre por Escila derramada

Caía nuevamente como lluvia sobre la tierra

Y donde salpicaba la campiña enrojecida no nacían

Los dragones guerreros de los dientes de Cadmo,

Porque pensaba yo que mi sueño me los mostraría a estos,

Pero fueron más bien doncellas, hetairas, curiosas en su arte,

Animalismos alquilados, viles como aquellos que volvieron

Las orgías del dictador de rostro morado, peores

De lo que debieran, fábulas de los callados dioses.

Y entrelazaron las manos y gritaron y dieron vueltas a mi alrededor

En círculos cada vez más estrechos hasta que grité otra vez

Medio sofocado, me levanté de un salto y vi-

¿ Sería el primer fulgor de mi último día?

Después, después de la total oscuridad aparecieron los pechos,

Los pechos de Helena, y una espada amenazante

Ya por encima, ya por debajo, ya directamente,

Apuntaba para el ataque, pero retrocedía avergonzada

Ante toda esa belleza; y mientras observaba, un fuego,

El fuego que dejó a Ilion sin techo,

Salió disparado de los pechos y me quemó hasta despertarme.

Tennyson ha creado una extraña amalgama de sí mismo, Lucrecio

y el Eneas de Virgilio en esta grandiosa pesadilla sexual. Escila es Sula,

el dictador de rostro morado famoso por sus orgías aparentemente sensacionales,

incluso para estándares romanos. Las hetairas rodean al

Tennyson virgiliano hasta que tiene una visión de Helena amenazada

por el vengativo Eneas, pero sus legendarios senos acobardan la espada

troyana, claramente fálica. ¿Y todo esto qué tiene que ver con Lucrecio

y con su gran poema sobre la naturaleza de las cosas? En realidad muy

poco, excepto que gracias al cotorreo cristiano de Jerónimo, Tennyson

cuenta con una interpretación magníficamente equivocada y poderosa

del verdadero Lucrecio. Pero la de Tennyson también es una reacción

al epicureismo contemporáneo de Algernon Charles Swinburne y de los

primeros ensayos de Walter Pater.

[115]

Epicuro (341-270 a.C.) había propuesto en Atenas un racionalismo

hedonístico basado en una teoría materialista (atómica) de la materia.

El epicureismo niega la inmortalidad del alma, ignora la Divina Providencia,

y no le encuentra utilidad alguna al idealismo platónico, en especial

en el terreno erótico, en el cual se defiende alegremente una

promiscuidad sensata no en aras de sí misma sino para evitar desastres

pasionales. Epicuro y Lucrecio, su discípulo poético, afirman el júbilo

de la existencia natural y nos instan a aceptar la realidad de la muerte

sin falsos consuelos religiosos. Los dioses existen pero son irrelevantes

porque están lejos de nosotros y son indiferentes a nuestros sufrimientos

o a nuestras complacencias.

Tal como sucedió con Lucrecio, la cultura occidental oficial no ha

tenido nada bueno qué decir de Epicuro; la diferencia estriba en que

Lucrecio sí ha sido una influencia predominante, si bien en ocasiones

clandestina, desde Virgilio hasta Wallace Stevens. Mi aforismo emersoniano

favorito es absolutamente epicúreo y forma parte fundamental de

la tradición lucreciana:

Así como las oraciones de los hombres son una enfermedad de su

voluntad, su fe es una enfermedad del intelecto.

El material de Lucrecio es potente, sin embargo, y ha provocado

ambivalencias en sus admiradores desde Virgilio, pasando por los poetas

épicos del Renacimiento (Tasso, Spenser, Du Bartas), hasta Montaigne,

Molière, Dryden, Shelley y Walt Whitman. No obstante lo cual me

maravilla un poco que el dogmatismo del ferozmente sublime Lucrecio

siempre me haya sugerido la tendenciosidad de Agustín y de Dante, tan

apasionadamente convencidos de la verdad cristiana como lo estaba

Lucrecio de su epicureismo. En De la naturaleza de las cosas hay una

poesía de la fe en la que Epicuro es el fundador de una religión antirreligiosa

de la cual él mismo era el líder en la Atenas de su tiempo. Lucrecio

pretende ser el más creyente de los epicúreos, pero el suyo es un temperamento

altamente idiosincrásico, tal como se puede ver en la traducción

de John Dryden (1685) al inglés (infortunadamente Dryden sólo

tradujo unos fragmentos del poema). Dryden observó con precisión que

“ el rasgo característico de Lucrecio (de su espíritu y de su genio) es un

cierto orgullo noble y la declaración positiva de sus opiniones” . Otro

tanto se podría decir de Dante, el anti-Lucrecio, y nos sería útil como

[116]

recordatorio de que las sensibilidades de los poetas son más importantes

que sus ideologías.

En sus Tres poetas filósofos: Lucrecio, Dante, Goethe (1910), George

Santayana reúne a Lucrecio con su antítesis, Dante, y con Goethe, que

era más un epicúreo que un cristiano. Pero el estudio de Santayana fue

escrito hace casi un siglo y yo creo que ninguno de los tres poetas era

esencialmente filosófico. Lucrecio no es Epicuro en verso, Dante no es

Agustín en verso, y Goethe sólo versifica a Goethe. Incluso en la rapsódica

invocación de Epicuro con que se inicia el libro tercero de De la

naturaleza de las cosas hay un acento especial que no pertenece al fundador

griego sino a la austera sublimidad romana que señala a Lucrecio

como el anti-Dante.

Pues al momento que a gritar empieza

tu razón no ser obra de los dioses

el universo, sin parar escapan

los terrores del ánimo; se extienden

los límites del mundo; en el vacío

veo formarse el universo; veo

la corte celestial y las moradas

tranquilas de los dioses, que agitadas

no por los vientos son, ni los nublados

con aguacero enturbian, ni la nieve

que el recio temporal ha condensado

con blancos copos al caer las mancha;

y cúbrelas un éter siempre claro,

y ríen con luz larga derramada.

Bienes pródiga da naturaleza

a las inteligencias celestiales:

ni un instante siquiera es perturbada

la paz de sus espíritus divinos:

la mansión infernal desaparece,

por el contrario; ni la tierra impide

que contemplen debajo de sus plantas

en el vacío las escenas varias.

Un divino placer y horror sagrado

se apoderan de mí considerando

estos grandes objetos que tu esfuerzo

[117]

hizo patentes descorriendo el velo

con que naturaleza se cubría.

De la naturaleza de las cosas43.

Esto sin duda surge del Evangelio según Epicuro, pero la visión y

el tono son puramente lucrecianos. El suyo es un “divino placer” pero

expresado con tal fuerza que (en el original) se sostiene con gran intensidad,

como una especie de sondeo de la naturaleza del universo llevado

a cabo desde muy alto. La cosmológica confianza en sí mismo de Lucrecio

le permite aconsejarnos que dejemos a un lado el temor de la muerte

porque es irrelevante. Enfrenta con serenidad ese mundo violento que

su poema no pudo enseñarle aVirgilio a soportar serenamente. Su arte

no es tan diverso como el de Virgilio y sus efectos estéticos sobre mí no

son tan poderosos como los de Virgilio, pero me sienta mejor leer a

Lucrecio.

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