viernes, 10 de junio de 2022

HAROLD BLOOM. GENIOS. WILLIAM SHAKESPEARE.

 



William Shakespeare

La lujuria en acción es el abandono del alma en un desierto de

vergüenza; la lujuria, hasta que es satisfecha, es perjura, asesina,

sanguinaria, vergonzosa, salvaje, excesiva, grosera, cruel e indigna de

confianza.

Apenas se ha gustado de ella se la desprecia, se la persigue, contra toda

razón; y no bien saciada, contra toda razón, se la odia, como un incentivo

colocado expresamente para hacer locos a los que en ella se dejan coger.

Es una locura cuando se la persigue, y una locura cuando se la posee;

excesiva al haberse tenido, al tenerse y en vías de tener; felicidad en la

prueba y verdadero dolor probada; en principio, una alegría propuesta;

después, un sueño.

Todo el mundo lo sabe perfectamente; y, sin embargo, nadie sabe evitar

el cielo que conduce a los hombres a este infierno1.

Shakespeare cambió nuestra forma de presentar la naturaleza humana

-si es que no cambió la misma naturaleza humana-: es lo menos que

podemos decir de él; y sin embargo no aparece retratado en ninguna

parte en su obra dramática. Y aunque es discutible que haya revelado

su interioridad en sus 154 sonetos, en ellos su genio se manifiesta indefectiblemente.

Los Sonetos fueron publicados en 1603 pero bien pudieron

haber sido compuestos en 1593; y aun si tuviesen elementos autobiográficos,

parecen distanciarse deliberadamente de la autorrevelación.

El más poderoso de ellos, el 129, se sostiene en un tono extraordinario

de intensidad controlada a la vez que evade deliberadamente a todos los

personajes de las demás piezas: el hermoso y joven noble, la Dama oscura,

el poeta rival y, lo que es más relevante, el “yo” que pronuncia casi

todos los demás sonetos. La voluntad, el deseo e incluso la repulsión

son aquí impersonales, pero la furiosa energía de estas catorce líneas

transmite, con terrible elocuencia, un juicio negativo del elemento discriminatorio

en el impulso sexual masculino, cuya culminación orgàsmica

es “ una pérdida de vergüenza” . El “ gasto” sexual no es más que

una pérdida del espíritu en el “infierno” de las vaginas, de cualquier

vagina, que concluye el poema.

[50]

Shakespeare creó a Rosalinda, a Falstaff, a Hamlet, a Yago, a Lear, a

Macbeth, a Cleopatra -personajes que conocemos mejor que a nosotros

mismos-, pero se niega a crearse a sí mismo en sus sonetos. Y aunque

nos suministra una gama casi infinita de conjeturas, se retira incluso

ante lo que parecen ser sus propias humillaciones y sufrimientos eróticos.

Podría ser que su alejamiento de sí mismo sea una insinuación que

nos hace para que podamos tolerar los sufrimientos formidables que son

el don estético que nos hacen sus tragedias.

[51]

William Shakespeare

1546 | 1616

a l c o n t e m p l a r e l g e n i o de Shakespeare nos topamos con la desesperanza

del crítico y también con su éxtasis. Dudo que el Shakespeare

moribundo, de apenas 52 años, se consolara pensando que había creado

a Hamlet, a Falstaff, a Lear, a Yago, a Cleopatra, a Rosalinda y a Macbeth,

esos hombres y mujeres cuya realidad, supuestamente ficticia, trasciende

la nuestra. Si yo pudiera interrogar a un autor ya muerto escogería a Shakespeare

y no perdería ni un segundo preguntándole la identidad de la

Dama oscura ni los elementos delicadamente precisados de homoerotismo

en la relación con Southampton (o con cualquier otro). Ingenua

y abruptamente le preguntaría si lo confortaba el hecho de haber modelado

hombres y mujeres más reales que los hombres y mujeres de carne

y hueso.

El lenguaje de Shakespeare es primordial en su arte y es flor abundante.

Sentía profundamente el impulso de acuñar nuevas palabras:

nunca deja de sorprenderme el hecho de que haya empleado más de

21.000 palabras diferentes; de estas, inventó aproximadamente una de

cada doce: casi 1.800 nuevos cuños, muchos de los cuales se usan hoy.

Racine, en un soberbio despliegue de un arte antitético al de Shakespeare,

usó dos mil palabras, poco más que las que este inventó. Si bien es

cierto que la tarea del crítico retórico que analice el banquete lingüístico

shakespeariano es a la vez fructífera y formidable, sus diferencias con la

obra de un puñado de poetas en lengua inglesa cuyos recursos verbales

son prácticamente interminables son de grado más que de esencia. Lo

que hace que Shakespeare sea verdaderamente diferente, lo que es único

en su genio, está en otra parte, en su universalidad, en la muy convincente

ilusión (¿ilusión?) de que ha poblado un mundo, sorprendentemente

parecido al que consideramos nuestro, con hombres, mujeres y niños

sobrenaturalmente naturales. Cervantes compite con él con dos personalidades

gigantescas, don Quijote y Sancho Panza, pero en Shakespeare

hay cientos. Bernardino, en Medida por medida, no habla sino cinco veces

para pronunciar un total de siete oraciones, y sin embargo lo conocemos

totalmente.

[52]

Como no sabemos si hubo comedias de Sófocles o tragedias de Aristófanes,

no sabemos si hubo otro dramaturgo que sobresaliera por igual

en la comedia y la tragedia. Ben Jonson se aventuró con ambas y mientras

que le estamos agradecidos por sus comedias, Volpone y El alquimista,

estamos de acuerdo con sus contemporáneos en que Sejanus es

prácticamente imposible de poner en escena. No esperamos de Racine

la comedia, ni la tragedia de Molière. Ibsen escribe de una forma mixta:

Peer Gynt no acaba de ser una comedia y Hedda Gabier no es precisamente

una tragedia. Bernard Shaw indudablemente ha debido limitarse

a la comedia: Pygmalion [Pigmalión] sigue viva mientras que Saint

Joan [Santa Juana] es una vergüenza. Sólo Shakespeare compuso una

Noche de Epifanía, o lo que queráis y un El rey Lear. ¿Por qué?

Cuando el Banquete de Platón se acerca a su fin, todos se han ido a

casa o duermen la borrachera excepto Agatón, Aristófanes y Sócrates,

que podían beber más que cualquiera en Atenas. Los tres sobrevivientes

se pasan un enorme tazón de vino y siguen bebiendo mientras Sócrates

sostiene que un mismo hombre debería de poder escribir comedia y

tragedia. Vencidos por el vino y el argumento del sabio, Aristófanes, primero,

y después Agatón se quedan dormidos. Sócrates los arropa y sale

caminando hacia el amanecer.

Sin ánimo burlón, parecería que Platón insiste en su contienda con

los poetas. Podemos inferir cómo habría reaccionado ante Shakespeare,

cuya amplitud artística le habría acarreado el exilio inmediato de la República.

Dado que Shakespeare es el único capaz de hacer frente al reto

de Sócrates, podría ser útil conjeturar cómo y por qué se convirtió el

autor de A vuestro gusto en el autor de Macbeth. Sir Juan Falstaff y Yago

no tienen el menor aire de familia, no hay un vínculo claro entre Shylock

y Hamlet. Ni siquiera Feste, el sumo bufón y el bufón de El rey Lear

tienen algo en común además de su profesión.

Shakespeare se convirtió en un gran dramaturgo trágico cuando

escribió Hamlet, apenas empezaba el siglo xvn. Y Hamlet abrió el camino

para la secuencia de Otelo, El rey Lear, Macbeth, Antonio y Cleopatra y

Coriolano. De las primeras tragedias, Tito Andrónico es una imitación y

una farsa sangrienta, una parodia, en realidad, y La tragedia de Romeo

y Julieta es una composición lírica soberbia pero es una tragedia de circunstancia;

no hay nada en la personalidad de Julieta que acarree la

catástrofe. El doctor Johnson consideraba que Julio César es fría y yo

estoy de acuerdo; la bien elaborada tragedia de Bruto no nos conmueve

[53]

porque él es un hombre hueco, atrapado en el solipsismo de su propia

nobleza. Shakespeare tuvo que aprender la tragedia y sólo lo logró a la

cuarta vez: la tragedia no nació con él ni le resultaba inevitable e interiormente

el costo que pagó por su descenso en el abismo de Yago,

Edmundo y Macbeth fue muy elevado.

En cambio como comediógrafo fue maravilloso desde el comienzo.

La comedia de las equivocaciones ha sido gravemente subestimada. No sólo

es de una gran belleza formal sino que su retrato de Antífolo de Siracusa

tiene resonancia psicológica y un trazo muy preciso. La doma de la bravia

ha sido mal leída y peor interpretada como una travesura misógina; su

descripción sutil de cómo se forma un verdadero matrimonio como

defensa contra la supuesta sabiduría del mundo es definitivamente lo

contrario. Trabajos de amor perdidos es una obra maestra prácticamente

desconocida que esconde su riqueza cómica bajo los esplendores barrocos

de su retórica elevada.

Sin Shylock, El mercader de Fenecía sería una de las comedias románticas

más creativas; con él, es un enigma riguroso. Sus triunfos cómicos,

ni siquiera igualados por Molière, son Sueño de una noche de verano, A

vuestro gusto, Noche de Epifanía, o lo que queráis y la que yo considero la

falstaffiada, las dos partes de Enrique iv. Falstaff se ensombrece en la segunda

parte y acaba como un descastado, en el limbo habitado por Shylock

y al cual se sumará el pobre Malvolio. No obstante lo cual es todo

lo que William Hazlitt consideraba que era: la cumbre de la realización

cómica en la literatura, como corresponde a una figura que compite con

Hamlet y Rosalinda en astucia, inteligencia y agudeza psicológica.

Siguiendo sus instintos, Shakespeare escribió comedia hasta que las

sombras cayeron sobre Troiloy Cressida, A buen fin no hay mal principio

y Medida por medida, el scherzo que destruyó el género. Compuso tragedias

contra la corriente, hasta que con Timón de Atenas el género, una

vez más, se agotó para él. Nos hemos equivocado con la última fase al

adoptar la denominación de Edward Dowden, el crítico irlandés de finales

del siglo xix que llamó “ romances tardíos” a sus últimas obras. En

realidad las partes shakespearianas de Pericles, príncipe de Tiro y, al puro

final, de Los dos hidalgos de Verona son tragicómicas, como lo son Cimbelino,

El cuento de invierno y La tempestad. Todas estas son comedias

con una diferencia, pero comedias al fin y al cabo.

Es de suponer que el paso de Shakespeare de un drama a otro fue

guiado por una mezcla de ideas comerciales y personales, aunque es

[54]

poco probable que lleguemos a conocer los elementos personales. Sin

embargo nos encontramos ante la conciencia más descomunal y el intelecto

más incisivo de la literatura, uno que supera incluso al de Dante.

Aunque Shakespeare, a diferencia de Ben Jonson, siempre mezclaba los

géneros y rompió todas las reglas, no es probable que no haya sido consciente

de los infinitos alcances de sus propios poderes. Los histriones

anticuados y el muchedumbramiento actual de defensores, entre los académicos

y los directores, del Shakespeare francés (o sea de las obras

como las hubiese escrito Foucault) han opacado las complejidades literarias

de las obras principales.

Aunque ignorásemos los cuartos -los autorizados y los pirateados-,

si nosotros mismos leyéramos a Shakespeare con atención sabríamos que

esperaba que lo leyeran. Nosotros nos ahogamos en los medios visuales;

y los espectadores de Shakespeare, entrenados en las iglesias, estaban

más capacitados para absorber las minucias de lo que oían. Sin

embargo, hasta los más perspicaces habrían tenido muchas dificultades

para aprehender el parlamento crucial del Actor rey en la obra dentro

de la obra (acto m, escena 2,183-209), 26 líneas de un denso argumento

que concluye así:

...nuestras voluntades y nuestros destinos corren por tan opuestas

sendas, que siempre quedan derrumbados nuestros planes. Somos dueños

de nuestros pensamientos; su ejecución, sin embargo, nos es ajena2.

Para meditar sobre el genio es necesario reflexionar sobre la verdadera

originalidad y sobre las primacías creativas. Shakespeare fue tardío

en relación con Homero o con la Biblia, pero ni el Homero de Chapman

ni la Biblia de Ginebra fueron más que libros de consulta para él, mucho

menos importantes en la práctica que Ovidio. Shakespeare siempre admitió

alegremente la contaminación de sus antecesores excepto durante

sus primeros años como dramaturgo, cuando Marlowe representaba un

problema. Pero la creación de Hamlet y de Falstaff lo liberó de cualquier

vestigio de Marlowe, excepto aquellos que quiso preservar como instrumentos

de parodia. La prosa de Falstaff y la poesía y la prosa de Hamlet

son una celebración por parte de Shakespeare de su propio genio.

Hay otros personajes en la literatura mundial, además de los de

Shakespeare, que parecen haber estado ahí siempre, mucho antes de que

sus autores los tíajeran a la vida. Y sin embargo una de las peculiarida[

55]

des de la presencia triunfal de Shakespeare es que sus hombres y sus

mujeres, y se cuentan por decenas, nos crean la ilusión de que Shakespeare

es su criatura, o al menos de que es uno de ellos. De Falstaff,

William Hazlitt dijo que “ es un actor en sí mismo casi tanto como lo es

sobre el escenario” . Me gusta casi todo ío que Falstaff dice, pero lo que

más me gusta es su declaración a Hal:

¡Oh! Repites mis palabras de un modo condenable, y en verdad que

eres capaz de tentar a un santo. Me has hecho mucho perjuicio, Hal...

¡Dios te perdone! Antes de conocerte, todo lo ignoraba, Hal; y ahora, si

he de hablar con franqueza, soy poco menos que un malvado3.

¿Acaso hay alguien en toda la literatura que disfrute tanto de lo que

dice como Falstaff? Y esto es exactamente lo que quiere decir Hazlitt:

Falstaff es una actor además de ser el papel para un actor. Falstaff siempre

representa el papel de sir Juan Falstaff, así como Cleopatra, su hermana

en Shakespeare, nunca deja de representar el papel de la antigua

serpiente del Nilo. Siempre acabo meneando la cabeza maravillado

cuando trato de recordarme a mí mismo que Falstaff y Cleopatra son

papeles para actores, y el recordatorio a duras penas funciona.

Y no debería. La realidad del personaje literario y dramático es un

complemento necesario, si es que el lector ha de conservar el contacto

con su propia realidad. Contrario a lo que predica el egregio Foucault,

no hay tal cosa como la muerte del autor. A los 71, no puedo menos que

sentirme impaciente con aquellos que insisten en reducir a los autores

a energías sociales, a los lectores a respigadores de fonemas y a Falstaff,

Hamlet y Cleopatra a papeles para actores y actrices. Nuestra muerte

es todo lo real que se puede: ¿deberían ser menos reales nuestras vidas?

Lo único que Hamlet, Falstaff y Cleopatra exigen de usted es que no

los aburra.

¿En qué altar deberíamos arrodillarnos? ¿Quién más hay? Si uno

fuera Sancho Panza o don Quijote quizás escogería a Cervantes, pero

esas dos sublimidades sólo se tienen la una a la otra. ¿Con qué frecuencia

podemos representar un papel que no sea de Shakespeare? O quizás

debería decir: ¿un papel que no sea ya de Shakespeare? Emerson consideraba

que el creador de Falstaff era el maestro de la humanidad en

materia de juergas. Pero hasta Emerson tuvo que hacer un guiño: Falstaff

compite con el Sócrates de Montaigne como sabio de la conciencia

[56]

humana. A pesar de los elogios calificados del doctor Johnson, y del

entusiasmo de Hazlitt, Swinburne, A.C. Bradley y Harold Goddard,

Falstaff me sigue pareciendo -en relación con sus dotes y sus méritosel

personaje más subestimado de toda la literatura occidental. Así que

me explayaré en el genio de sir Juan Falstaff.

Aunque sublimemente encantador, el persistente buen humor de

Falstaff corresponde más a su carisma que a su genio, cualquier que sea

el sentido que demos a esta palabra. Aunque Falstaff es preciso al ensalzarse

por su “ ingenio” -un término más amplio entonces que ahora-,

sir Juan no es más ingenioso en sí mismo que Hamlet, Rosalinda o

Cleopatra, o Yago y Edmundo -en su versión aterradora-. Como siempre,

Falstaff no se equivoca cuando afirma que no sólo es ingenioso en

sí mismo sino que es fuente de ingenio para otros hombres. Falstaff es

un maestro y enseña ingenio, aunque muy a expensas de sí mismo. Su

variopinta compañía de humoristas de toda calaña está compuesta por

estudiantes poco aventajados, porque no son más que sus imitadores.

Pero sí tiene un estudiante estrella: el magnífico, frío, hipócrita, desalmado

y maquiavélico príncipe Hal -un estudiante de auténtico genio-.

Antes de que empiece Enrique iv, parte i. Hal ya ha completado sus estudios

y a juicio del príncipe el extravagante profesor —irrefrenable y

omnipresente- debe ser exterminado en la horca, de ser posible con el

mayor daño posible. Shakespeare no podía soportar la idea de entregar

a Falstaff al verdugo. De hecho no podía tolerar la idea de que Falstaff

(¡o Macbeth!) muriera sobre el escenario. Pero Hal desea apasionadamente,

necesita, para ser exactos, que Falstaff abandone el escenario porque

mientras él siga distrayéndonos Hal no podrá ser la estrella. A lo

largo de Enrique iv., parte r, Hal lucha por convertir la obra en parte de

su trilogía, destruyendo a Hotspur y usurpando, por tanto, sus “ honores”

, y tratando de opacar a Falstaff por todos los medios posibles. Hal,

un rival formidable, siente: ¿quién puede derrotar a Falstaff? Hal y Shakespeare

son más sabios en la segunda parte, donde Hal comparte (¡y

esta difícilmente es la palabra adecuada!) con Falstaff apenas dos escenas.

El príncipe espía a Falstaff mientras este corteja, vulgar y conmovedoramente,

a la ramera DollTearsheet, y al final rechaza y humilla a su antiguo

compañero con horrible crueldad moralizante. En un epílogo,

Shakespeare promete traer a Falstaff a Francia en Enrique v, pero lo

pensó mejor. Incluso un Falstaff rechazado le robaría a Hal su propia

obra. Sir Juan convertiría la batalla de Agincourt en un repetición de la

[57]

batalla de Shrewsbury, y ya no habría obra. ¿Imaginan a Enrique v

perorando “nuestro pequeño ejército, nuestro feliz pequeño ejército”

(acto iv, escena 3, monólogo de San Crispín) ante un grupo en el que se

encuentra Falstaff? Es inconcebible. Agincourt no es el tipo de pelea

en la que uno entra con una botella de vino español en la pistolera. Y ni

el dramaturgo ni los espectadores tolerarían que sir Juan reemplazara

al pobre Bardolph en la horca para alentar a los otros.

Aunque Shakespeare no podía permitir que Falstaff muriera sobre

el escenario, sí le asignó las mejores líneas de Enrique va la Hostelera,

quien entona una soberbia aria en prosa popular sobre la muerte de sir

Juan Falstaff:

No; de seguro que no está en el infierno; está en el seno de Arturo, si

algún hombre ha ido alguna vez al seno de Arturo. Ha tenido un fin hermoso,

y partió como hubiese partido un niño recién bautizado. Partió

justamente entre el mediodía y la una, en el preciso momento en que la

marea comenzaba a descender; pues cuando le vi juguetear con sus sábanas,

jugar con las flores y sonreír a las puntas de sus dedos, comprendí

que no había más que un camino para él, porque su nariz estaba afilada

como una pluma, y despotricaba sobre una mesa de verdes praderas. “ ¡Vamos,

sir Juan -le dije-, vamos, hombre, alegraos!” . En seguida exclamó:

“ ¡Dios, Dios, Dios!” , tres o cuatro veces. Entonces, para confortarle, le

aconsejé que no pensara en Dios; esperaba que aún no tenía necesidad de

perturbarse con tales pensamientos. En aquel instante me ordenó ponerle

más ropa a los pies. Metí la mano dentro de la cama y se los toqué, y estaban

fríos como una piedra. Entonces le toqué sus rodillas, y después, más

arriba, y luego más arriba, y todo estaba tan frío como una piedra4.

“Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores” ,

canta el rey David en el salmo 23, y de allí sale “la mesa de verdes praderas”

\a toble o f green fields] de la confundida Hostelera, que el erudito

Teobaldo corrigió equivocadamente como “ el murmullo de las verdes

praderas” [and'a babbled o f green fields]. Así, a su muerte se le concede

a sir Juan una música que rivaliza con la de Hamlet mientras Shakespeare

murmulla con añoranza “dejémoslo” , refiriéndose a sus más

grandes creaciones.

Pero yo no estoy dispuesto a dejar el genio educativo de Falstaff, el

[58]

Sócrates de Eastcheap, que también muere envenenado. Enrique v destruye

todo lo que hay de mortal en sir Juan con tanta contundencia como

al deslumbrante Hotspur. Pero Sócrates tenía a su demonio o a su genio

y también Falstaff lo tiene, y el genio es un dios que está más allá del

alcance vengativo de Hal. Tanto Wyndham Lewis como William Epson

insinuaron que había una relación homoerótica previa entre Falstaff y

Hal, pero yo no he podido desentrañarla en el texto de Shakespeare.

Alcibiades nos cuenta que intentó seducir a Sócrates pero fracasó. Parece

improbable que Hal hubiese corrido tan grotesco riesgo en el largo preludio

de la falstaffiada. Las sugerencias homoeróticas en la relación

antagonista entre Hal y Hotspur son más convincentes, pero el estilo

docente de Falstaff es muy diferente del de Sócrates. Sócrates profesa

una sabia ignorancia, pero sir Juan se conoce a sí mismo en todos los

aspectos y enseña mediante el exceso, por desbordamiento más que por

ascesis. Falconbridge el Bastardo de El rey Juan y el grandiosamente

subestimado Bottom de El sueño de una noche de verano son los precursores

de Falstaff. Más allá de estos antecesores, Falstaff desafía todos los

reveses y triunfa hasta que muere por amor: y yo haría énfasis en el hecho

de que es el amor de un maestro.

Pero sé de algunos escépticos que cuestionan este amor. Y es que,

¿qué es el amor de un maestro? En el mundo académico angloparlante,

estrechamente regido por los puritanos del campus, contamos con los

grupos de tejido de las madames Defarges, que esperan sádicamente el

espectáculo de la guillotina, castigo más que adecuado para el “ acoso

sexual” , esa pobre parodia del eros socrático. Aunque tengo 71 años, lo

cual me convierte en alguien para quien la virtud y el agotamiento son

sinónimos, sigo creyendo que un eros aun más dualista que el de

Sócrates es el más indicado, de hecho es esencial, para una enseñanza

eficaz. Emerson les recordó alegremente a los estadounidenses (y a todos

los demás) que sólo lo trascendental y lo extraordinario bastan.

Sobre el Gólgota dijo lo siguiente: “Fue una gran Derrota -exigimos

una Victoria, una victoria para los sentidos y una victoria para el alma” .

La extravagancia de Emerson es falstaffiana de los pies a la cabeza: también

sir Juan exige la victoria, en todas partes excepto en el campo de

batalla, hacia donde se arrastra al despreciador del honor en contra de

su voluntad. ¿Por qué? Los motivos del príncipe Hal son lo suficientemente

claros: una muerte honorable redimiría al maestro que se ha

[59]

vuelto incómodo. Shakespeare replica, junto con Falstaff: “ ¡Sir Walter

Blunt! ¡He aquí un honor para vos! [...] No quiero una mueca de honor

como la de sir Walter. Dadme la vida” .

Falstaff no podría ser nombrado profesor de planta de West Point

ni de Sandhurst. ¿Lo nombraría usted en Yale? Aunque lograra con maña

y talento entrar a formar parte de ese cuerpo de profesores, tendría

que conformarse con ser un departamento de uno, un profesor sin colegas

-aunque con bastantes estudiantes-. Las instituciones exigen que

sus maestros sean “buenos ciudadanos académicos” , lo que significa

votar con frecuencia y entre los primeros y seguir la moda, cualquiera

que esta sea. Falstaff es un votante errático, pero aparecerá sin falta en

la taberna que es su salón de clase y le enseñará a quien esté lo suficientemente

calificado para aprenderlo que el significado empieza a existir

cuando uno se oye a sí mismo por casualidad, con la vitalidad de la mente,

y que empieza a existir también para que la comedia pueda florecer.

Falstaff o Hamlet: ¿cuál de los dos es más el centro de Shakespeare? En

una cruel burla de sí mismo, Orson Wells fantaseó con la partida de

Hamlet a Inglaterra, donde se volvió viejo y gordo y se convirtió en sir

Juan Falstaff. Bernard Shaw, que detestaba tanto a la Cleopatra de Shakespeare

como a su Falstaff, despachó a este a Egipto, lo sometió a una

dieta estricta y a una operación de cambio de sexo y convirtió a sir Juan,

el sabio de Eastcheap, en la serpiente del Nilo. Falstaff, Hamlet, Cleopatra:

si añadimos a Rosalinda, Yago y Macbeth, y el cuarteto formado

por Lear, Edmundo, Edgardo y el Bufón, tendremos a aquellos que a

mi juicio se prestan para una reflexión interminable. No quiero decir

con ello que esté dispuesto a prescindir de Falconbridge el Bastardo,

Bottom, Julieta, Feste, Viola, Leontes, Imogen, Próspero y un par de

docenas más, pero meditar sobre Shylock me resulta demasiado doloroso,

y otro tanto me sucede con Otelo, Desdémona, Antonio, Coriolano,

Timón, y algunos otros.

¿Dónde encontrar a Shakespeare en Shakespeare? Todos quisiéramos

hallarlo en los sonetos, pero él es demasiado astuto para nosotros y

habría que ser el mismo diablo para toparse con Shakespeare allí. Fue

el Fantasma de Hamlet, y el viejo Adán, el criado, en A vuestro gusto. Quizás

también desempeñó el papel de ambos Antonios, el de El mercader

de Venecia y el de Noche de Epifanía, o lo que queráis, y el de un puñado

[60]

de reyes y nobles envejecidos además -Julio César, Enrique iv, el conde

de Gloster-, pero les aseguro que estas no son más que suposiciones.

James Joyce pensaba que Shakespeare se sentía más a gusto como el

Fantasma del padre de Hamlet, y quizás tenía razón. Dos fantasmas

rondan a Poldy Bloom, el sustituto de Joyce: el de su padre y el de su

hijo. El padre de Shakespeare y su único hijo murieron antes de que se

pusiera en escena la versión definitiva de Hamlet. Hamlet es un hombre

atormentado hasta que logra deshacerse del fantasma de su padre

en el mar, y regresa, soberbiamente transformado, para sobrellevar la

catástrofe del quinto acto.

El desarrollo de Hamlet, de estudiante atormentado a maestro del

histrionismo, no es tan diferente del de Shakespeare, pero este es un

asunto muy menor. Lo que sí fue importante para el arte de Shakespeare

fue la influencia que sobre él ejerció Falstaff y que hizo posible a Hamlet.

Aún más importante fue la subsiguiente influencia de Hamlet sobre

Shakespeare, que hizo posible todo lo demás.

El Wilhelm Meister de Goethe intenta desarrollar plenamente su

propia persona dirigiéndose en el papel del príncipe de Dinamarca en

una representación de Hamlet, obra que él considera en parte una novela.

Con ironía nada despreciable, Goethe centra completamente esta

supuesta faceta novelística de Hamlet en el Fantasma. Un misterioso extraño

encapuchado, con todo y capa blanca, se pone su armadura y hace

el Fantasma frente al Hamlet de Wilhelm. Este, convencido de que se

trata de su propio padre muerto, se supera a sí mismo como actor, pues

por fin puede actuar en el papel de sí mismo.

Quizás Goethe, en relación con Shakespeare, por fin desempeña el

papel de sí mismo en el curioso ensayo de 1815 “ Schákespear und kein

Ende!” , en el que aparentemente Shakespeare se convierte en el fantasma

del padre de Goethe. El padre real, Johann Caspar Goethe, quien

había muerto en 1782, había acumulado riquezas suficientes para comprar

un escudo de armas, pero su ascenso social llegó hasta allí. De modo

que Caspar Goethe se concentró en su hijo, cuyos triunfos culturales

se convirtieron en la obsesión del padre. No ha habido un triunfo cultural

equiparable al que alcanzó el poeta-sabio Goethe en vida, y sin embargo

jamás dejaron de atormentarlo Shakespeare y, en particular, Hamlet.

Goethe no podía saber que Shakespeare se había adjudicado el papel

de fantasma del padre de Hamlet, pero quizás habría apreciado la ironía

[61]

del gesto. Goethe tampoco sabía que John Shakespeare, el padre de William,

había caído de su posición de caballero con escudo de armas, y

que William lo restituyó.

Goethe tuvo la inmensa ventaja de carecer de grandes precursores

en alemán. Aunque la suya es una tradición chauceriana, muy inglesa,

Shakespeare resulta soberbio en alemán, cosa que molestaba a Goethe más

de lo que estaba dispuesto a admitir. La segunda parte de Fausto, de una

extravagancia magnífica, es frecuentemente una parodia de Shakespeare,

en particular de Hamlet. Incapaz de reinventar lo humano como había

hecho Shakespeare, Goethe se vio impelido a ironizar todas las representaciones

de lo humano, incluyendo su Fausto, que resulta un zombi

al lado de Hamlet. Esto no le importaba a Goethe, pues su propia personalidad

trascendía cualquier inventiva de la que fuese capaz. Shakespeare

está escondido en su obra, detrás de su obra; y aun en la segunda

parte de Fausto se ve el esfuerzo de Goethe por estar a la altura.

A él le debemos la refrescante idea -tan impopular en el mundo angloparlante-

de que es más provechoso leer a Shakespeare que verlo en

escena. Goethe simplemente acertó, y su reflexión de que las grandes

obras de teatro trascienden el género también es esencialmente correcta.

Cuando se las lee juntas, las dos partes de Enrique /^constituyen una

obra de teatro y una extraordinaria novela, con tanto derecho a ser considerada

el ancestro de Los hermanos Karamázovi como Hamlet de ser

el precursor de Crimen y castigo. ¿Qué puede hacer un espectador en un

teatro con las alusiones obsesivas de Falstaff a la parábola del leproso y

el rico glotón? Shakespeare mantiene vivo este patrón en la escena de

rechazo con la que termina la segunda parte de Enrique iv y después lo

lleva a una extraordinaria apoteosis en la narración de la hostelera de la

muerte de sir Juan Falstaff en Enrique v. Y los aspectos novelísticos de

Hamlet van mucho más allá de las preocupantes exigencias del Fantasma.

La invención de lo humano por parte de Shakespeare fue un elemento

tan importante en la invención de la novela como la transformación que

logra Cervantes de lo picaresco en el análisis que surge en la relación

del Don y Sancho.

¿Dónde empieza nuestro yo? Goethe, que era una autoridad en el

tema del desarrollo, da por sentado que él se origina en sí mismo. Pero

ese formidable psicólogo que fue Shakespeare nos inventó un nuevo

origen, basado en la idea más luminosa que un poeta haya descubierto

o inventado jamás: el propio reconocimiento de oírse a sí mismo. ¿Dónde

[62]

empezamos? ¿Acaso el Fantasma de Hamlet engendró no sólo a Shakespeare

y a Goethe sino a todos los escritores de caletre desde entonces?

¿Acaso el crimen de Claudio, que es el crimen de Caín, nos procreó a

todos, en especial en estos últimos dos siglos? ¿Nos oiríamos a nosotros

mismos, obligándonos a cambiar ante el impacto de lo escuchado, si no

nos confrontara el fantasma de nuestro padre, prefigurado en el Fantasma

del rey Hamlet?

He descubierto que se me malinterpreta con facilidad en lo que tiene

que ver con esta idea, y se me antoja elaborarla. John Stuart Mili observó

que la poesía se oye más que escucharse, y aunque no somos el príncipe

Hamlet, por momentos nos oímos a nosotros mismos y nos sobresaltamos.

¿Es porque alcanzamos una nueva conciencia de nosotros mismos

o simplemente es que nos damos cuenta de que no somos lo que creíamos

ser? ¿Verdaderamente se sorprende Hamlet tanto con el espíritu

de su padre en armas como con los rumores que vienen de sí mismo?

¡Dios mío! Podría estar yo encerrado en una cáscara de nuez, y me

tendría por rey del espacio infinito, si no fuera por los malos sueños que

tengo5.

Este es el origen del Ham de Fin de partida de Samuel Beckett y de

Beckett mismo, mediado por Joyce y por Proust pero en últimas mediado,

como todos nosotros, por Hamlet, el maestro oidor. Kierkegaard,

quien hubiera querido aprender sus ironías de la dificultad de convertirse

en cristiano, en realidad las absorbió del hábito frecuente de Hamlet

de no decir lo que piensa ni pensar lo que dice. Proust, ese otro ironista

soberbio, escribió un ensayo extraordinario sobre la lectura como una

forma de oír pasivamente, en el prólogo a su traducción de Sesame and

Lilies [Ajonjolí y azucenas], de John Ruskin. La lectura, dice Proust,

no es una conversación con otro. La diferencia radica

... en que cada uno de nosotros recibe la comunicación del pensamiento

de otro, pero mientras permanecemos solos, mientras seguimos disfrutando

del poder intelectual que tenemos cuando estamos en soledad y que

la conversación disipa de inmediato.

El poder intelectual del príncipe Hamlet nunca se disipa porque el

príncipe habla con todo el mundo pero no escucha a nadie, excepto qui[

63]

zás al Fantasma. No estoy seguro de que haya nadie en Shakespeare que

realmente escuche a otro. Otelo es destruido por el genio de Yago para

la sugerencia y la insinuación, pero si escuchara más atentamente a Yago

no estaría tan convencido. Después de escuchar brevemente a su esposa,

Macbeth está tan inmerso en sus propias palabras que casi no se da cuenta

de que la ha perdido, primero por su demencia y después por su muerte.

Antonio y Cleopatra están tan sordos a lo que no sea ellos mismos

que resulta gracioso. El pobre Antonio exclama, “ ¡Muero, Egipto, muero!

Dame un poco de vino y permíteme hablar un instante” , a lo que

Cleopatra replica “ ¡No, déjame hablar a mí!” 6. Como Proust después

de él, Shakespeare se hace pocas ilusiones sobre la amistad o el amor.

Oírse a uno mismo es el camino fácil al cambio en Shakespeare.

Hamlet ostentosamente cambia cada vez que se oye hablar a sí mismo,

razón por la cual no hay un pasaje central en esta obra de cuatro mil versos,

de los cuales 500 le corresponden a él. Por todas partes en la obra

es evidente cómo Hamiet se recrea a sí mismo después de oírse, pero voy

a referirme al acto v, escena 1, versos 66-216, esa extraordinaria visión

de Hamlet en el cementerio que culmina con el príncipe contemplando

la calavera de Yorick.

... me llevó a espaldas mil veces, y ahora, ¡cómo me repugna el pensarlo!,

el estómago se me revuelve. Aquí colgaban los labios que besé no

sé cuántas veces.. .7.

El Fantasma nunca habla de haber amado a su hijo y no es probable

que el rey Hamlet haya llevado al príncipe a sus espaldas alguna vez,

mucho menos mil veces. Dudo que el príncipe haya besado a Ofelia y a

Gertrudis “ no sé cuántas veces” . Si el Hamlet niño amó y fue amado a

su vez, esto sólo le incumbió a Yorick. A pesar de sus solemnes declaraciones,

no creo que el Hamlet adulto ame a nadie; y ello sólo hace más

insondable el misterio de por qué nos hemos unido al populacho danés

en el amor hacia este carismàtico demente.

Goethe parodia la escena del cementerio en su narración de la muerte

y el entierro de Fausto, pero Hamlet mismo deja poco qué parodiar:

A

Esa calavera tenía una lengua dentro, y podía cantar en otro tiempo:

¡cómo la tira por tierra ese bribón, como si fuera la quijada de Caín, el

que cometió el primer crimen!8.

[64]

Hasta ahí llega el asesinato cainesco del rey Hamlet por parte de

Claudio, que desaparece en medio de este exceso paródico de exuberancia

negativa. ¿Qué significa afirmar que Hamlet se oye a sí mismo hacer

esta alusión a Caín? ¿Hay alguna diferencia entre escucharse y oírse?

Cuando nos sorprendemos al oír nuestras voces grabadas, ¿estamos escuchando

u oyendo? Los diccionarios definen “ oír” como una actividad

pasiva, que obviamente no es el resultado de la intención o de la

conciencia del hablante. Cuando nos oímos a nosotros mismos, inicialmente

no somos conscientes de ser los hablantes. Esa ignorancia es tan

efímera que aquí “oír” es casi una metáfora; y sin embargo el instante

de literal desconocimiento es auténtico. Shakespeare, seguramente a

partir de una sugerencia de Chaucer, se agarró de ese momento para

componer otra versión de la voluntad de cambio de los seres humanos.

¿Es esta composición lo suficientemente significativa como para

hablar de la invención (o la reinvención) de lo humano? En el más famoso

de sus siete soliloquios, Hamlet se oye contemplando la posibilidad de

tomar las armas contra un océano de conflictos y ponerles fin oponiéndoseles.

Todos los que tenemos intereses literarios heredamos la equívoca

ratificación de Hamlet del poder de la mente del poeta sobre un

océano o un universo de muerte. Lo que Shakespeare inventa - y Hamlet

es su versión más sobresaliente- es esa ratificación interior de la oposición

a la mayor amenaza del eternamente floreciente espíritu del yo. El

estudio que Hamlet hace de sí mismo es un absoluto y empequeñece

todo lo que se encuentre afuera del yo por considerarlo un océano de

problemas. Hamlet medita sobre sus palabras incesantemente, como si

a la vez fueran y no fueran sus propias palabras, y se convierte en el

teólogo de su propia conciencia, tan amplia que es imposible descubrir

su circunferencia.

¿Acaso es posible prodigar con Hamlet lo que sin duda ha de ser toda

nuestra inteligencia sin convertirnos de alguna manera en Hamlet? Si

Shakespeare desempeñó el papel del Fantasma y también el papel del

Actor rey-un doble papel natural para cualquier actor-, entonces confrontó

a Hamlet en dos ocasiones: una como padre y otra como estudiante

dramático. El padre de Shakespeare y Hamnet, su único hijo,

estaban muertos cuando puso en escena el Hamlet definitivo de 1600-

1601. Hamlet morirá huérfano y sin hijos, y morirá en el momento en

el que su propio carisma es más intenso, pero no pide la resurrección

ni la inmortalidad poética: lo único que quiere es no llevar un nombre

[65]

execrable. A un nihilista mayor como Yago o como S vidrigailov no le importaría

en absoluto llevar para siempre un nombre execrable.

El Hamlet del acto quinto controla nuestra perspectiva: nosotros no

sabemos más de lo que él sabe y él cree que sabemos menos. ¿Sabía Shakespeare

más que Hamlet? En el sentido hegeliano, Hamlet es el más

libre artista de sí mismo y nos podría decir más sobre lo que representa si

sólo tuviera tiempo. Según mi interpretación, eso quiere decir que Hamlet

es el artista supremo del oír y podría enseñamos al menos los rudimentos

de tan desconcertante arte. Oírnos a nosotros mismos, al menos por un

instante, sin reconocernos es abrir nuestro espíritu a las tempestades del

cambio. Shakespeare descubrió esta apertura esencialmente con Hamlet

y con Falstaff, pero es una constante de su trabajo posterior. El agonizante

Edmundo de El rey Lear me sirve para explicar esto plenamente,

pues su transformación final es la más drástica y la más convincente en

todo Shakespeare.

No hay otro personaje en Shakespeare tan despojado de emociones

como Edmundo, el hijo bastardo del conde de Gloster y medio hermano

de Edgardo, el ahijado de Lear. Yago siente un cierto regocijo travieso

con su propia y hermosa maldad, pero Edmundo está más allá de eso.

Svidrigailov y Stavrogin, los nihilistas de Dostoievski, han aprendido

ciertas lecciones de Edmundo, pero no pueden igualar su frialdad sublime.

Edmundo, amante de Goneril y de Regan -monstruos rivales del

abismo- y traidor de su padre y de su hermano, se supera a sí mismo

cuando ordena la ejecución secreta de Lear y de Cordelia. Ni el remordimiento,

ni la piedad, ni el afecto tienen cabida en la naturaleza de

Edmundo; ni siquiera una cierta lujuria honrada. Yace moribundo en

el suelo después de haber sido herido de muerte por Edgardo, y extrañamente

parece resignarse cuando descubre que el asesino es de su misma

estirpe: “La rueda ha completado el círculo; aquí estoy” . Conmovido

por la narración de Edgardo de la muerte de su padre, Edmundo está casi

listo para cambiar, y esta transformación empieza a suceder sin duda

alguna después de un extraordinario episodio en el que se oye a sí mismo.

Cuando los cuerpos de Goneril y de Regan son arrastrados hasta el escenario,

Edmundo desentraña el rompecabezas:

Pero Edmundo fue amado:

La una envenenó a la otra por mí,

Y después se mató9.

[66]

Tanto lo sorprende su propio “ pero Edmundo fue amado” , que el

hijo bastardo de Gloster sólo puede dar crédito a lo que ha oído si añade

algo dolorosamente obvio: “La una envenenó a la otra por mí, / Y después

se mató” . En este caso, con un Edmundo semiinconsciente y con

pocas intenciones, oírse a sí mismo es todo menos una metáfora. No hay

momentos como este en Homero o en la Biblia, en Virgilio o en Dante.

Estamos ante una introspección nueva que crea el cambio en lugar de

confrontarlo. Tardíamente, y “a pesar de mi propia naturaleza” , Edmundo

intenta salvar a Lear y a Cordelia de sus propias intenciones asesinas.

Es demasiado tarde para Cordelia y Lear, una vez más demente, entra

llevando su cuerpo en brazos. Shakespeare ha llevado la capacidad de

oírse a sí mismo a un nivel de perfección que será decisivo en Chéjov y

Stendhal, en Dostoievski y Proust, y en mucho más. Si la invención del

siempre creciente espíritu interior, incluyendo su capacidad de oírse a

sí mismo, no es la invención de lo humano -tal como conocemos lo

humano desde entonces-, quizás estamos demasiado abrumados por la

historia social y por las ideologías para reconocer nuestra deuda con

William Shakespeare.

miércoles, 8 de junio de 2022

Ha rold Bloom El ángel caído El arco de Ulises. FRAGMENTO.




Ha rold Bloom El ángel caído

El arco de Ulises

# PAIDÓS I I Barcelona • Buenos Aires • México

Título original: Fallen Angels, de Harol Bloom

Originalmente publicado en inglés, en 2007,

por Yale University Press, New Haven & London

Traducción de Alicia Capel Tatjer

Ilustraciones de Mark Podwal

Cubierta de Compañía

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares

del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total

o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos

la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella

mediante alquiler o préstamo públicos.

© 2007 Text by Harold Bloom

© 2007 Illuminations by Mark Podwal

© 2008 de la traducción, Alicia Capel Tatjer

© 2008 de todas las ediciones en castellano,

Ediciones Paidós Ibérica, SA.,

Av Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona

www.paidos.com

ISBN: 978-84-493-2164-1

Depósito legal: B-34274-2008

Impreso en Egedsa

Rois de Corella, 12-16 08205 Sabadell (Barcelona)

Impreso en España — Printed in Spain

EL ÁNGEL CAÍDO


P urante tres mil años nos han obsesionado

las imágenes de ángeles.

Esta larga tradición literaria se originó

en la antigua Persia y continuó en

el judaismo, el cristianismo, el Islam y las

diferentes religiones americanas. Con la

llegada del milenio, aumentó nuestra

obsesión por ellos. Sin embargo, esos

ángeles tan populares eran benignos,

más bien, banales, incluso insípidos. En

la década de 1990 se publicaron numerosos

libros sobre ángeles —sobre cómo

contactar y comunicarse con los ángeles

9

guardianes, sobre la intervención, curación

y medicina angélica, sobre números

y oráculos angélicos—, e incluso aparecieron

«kits de ángeles» (ya se pueden

imaginar). This PresentDarkness (1986) y

su continuación, Piercing the Darkness

(1989), que describen las luchas entre

demonios y ángeles en la ficticia ciudad

universitaria de Ashton, fueron dos de

los libros más vendidos en el denominado

género de ficción cristiana: This Present

Darkness vendió más de dos millones

y medio de ejemplares. El libro de los ángeles,

de Sophy Burnham, publicado por

Bailan tiñe Books en 1990, fue incluido

en la lista de best sellers del New York Times

y se le atribuye el mérito de iniciar el

lucrativo negocio editorial de la angelologia.

Según su editor, el libro «no sólo

10

explica las extraordinarias historias reales

sobre encuentros actuales con ángeles,

sino que también analiza cómo

las diferentes culturas han entendido y

estudiado los ángeles a lo largo de la historia.

¿Qué aspecto tienen los ángeles?

¿A quién visitan? ¿Por qué se les aparecen

más a menudo a los niños que a los

adultos? El libro de los ángeles, un elocuente

relato desde el lugar donde el

cielo y la tierra se encuentran, es una

búsqueda de los misterios y un canto de

alabanza a la vida». El popular Angelspeake:

How to Talk withyour Angels (1995),

de Barbara Mark y Trudy Griswold, proporciona

una guía «práctica» para los

lectores. La década también fue testigo

del estreno de numerosas películas protagonizadas

por ángeles; por nombrar

11

sólo unas cuantas: El cielo sobre Berlín

(Wings of Desire, 1988), The Prophecy

(1995), Michael (1996), Conoces a Joe

Black (Meet Joe Black, 1998) y Dogma

(1999). Se comercializaron también camisetas,

tazas, calendarios, postales, joyas

y gafas de sol con imágenes de ángeles.

La angelmanía tampoco parece

haber disminuido de forma significativa,

tras una búsqueda rápida en Amazon,

desde que hemos dejado atrás el

milenio. Citaré sólo algunos de los libros

más recientes: Contacting YourSpirit

Guide (2005), Angels 101: An Introduction

to Connecting, Working, and Healing with

Angels (2006) y AngelNumbers (2005; una

guía de bolsillo para entender «los significados

angélicos de los números del 0 al

999»).

12

Existe también una obsesión popular

por los ángeles caídos, los demonios y los

diablos, que raramente resultan insípidos.

El más importante de todos ellos,

Satanás, empezó siendo lo que hoy se

denominaría «un personaje literario»

mucho antes de su apoteosis en El paraíso

perdido, de John Milton. Creo que debería

explicar con más exactitud lo que

quiero decir con este inicio, ya que muchas

personas confunden los problemas

de representación literaria con cuestiones

muy diferentes de creencia y no creencia.

Observar, atentamente, que el

culto a los seres divinos está basado en

varios ejemplos distintos, pero relacionados,

de representación literaria puede

provocar una lluvia de insultos. El Yahvé

del escritor J, el primero de los autores

13


hebreos, es sin duda un personaje literario

asombroso, concebido con una hábil

mezcla de gran ironía y auténtico sobrecogimiento.

Probablemente el Jesús del

Evangelio de san Marcos no sea el primer

retrato literario del hijo de María,

pero es sin duda el más influyente. El Alá

del Corán es a todas luces un monologuista

literario, puesto que su voz habla

en todo el libro en un tono que transmite

una personalidad absoluta.

Los demonios son propios de todas las

épocas y de todas las culturas, pero los ángeles

caídos y los diablos surgen, en esencia,

de una serie de tradiciones religiosas

casi continuas que empiezan con el zoroastrismo,

la religión dominante en el

mundo durante los imperios persas, y

que se transmiten al judaismo del exilio

Izquierda: El Diablo por excelencia 15

y de después del exilio. Se produjo una

transferencia ambivalente de ángeles

* malos del judaismo tardío hacia el cristianismo

primitivo y, posteriormente, estas

tres tradiciones angélicas previas volvieron

a experimentar un cambio más bien

ambiguo con el Islam; cambio especialmente

difícil de rastrear porque interfieren

en él los sistemas neoplatónicos y los

alejandrinos, como el hermetismo.

Para la mayoría de nosotros, el ángel

caído por excelencia es Satanás, o el Diablo,

cuya temprana historia literaria no

coincide con su estatus actual como celebridad.

En mi opinión, el libro de Job,

una obra de fecha incierta, forma parte

de manera sorprendente del canon de

la Biblia hebrea, al igual que sorprende

la inclusión en el mismo del Eclesiastés

16

y del Cantar de los Cantares. El libro de

Job empieza cuando un ángel llamado

Satanás, que parece ser el fiscal de Dios

o el acusador del pecado, entra en la

corte divina y hace una apuesta con

Dios. Este Satanás es uno de los «hijos

de Dios» y está bien considerado, aunque

la palabra hebrea «satan» significa

obstructor, alguien que, más que una

fuerza de confrontación, es un agente

bloqueador o un obstáculo. Neil Forsyth

señala en su insuperable libro sobre

Satanás, The OldEnemy (1987), que «la

palabra griega para “obstáculo” es skandalon,

que deriva no sólo en “escándalo”

sino también en “calumnia”».1 Este primer

Satanás o Satanás jobeano parece

1. En inglés, slander («calumnia») tiene la misma

raíz que skandalon. (N. de la t.)

17

el director de la CIA de Dios y no le

trae más que problemas al pobre Job.

Forsyth sigue el camino descendente de

Satanás a través del libro del profeta Zacarías,

en el que Yahvé reprende a Satán

por abusar de su poder pero no lo echa

de su cargo como Acusador.

Así pues, en la Biblia hebrea aparece

la palabra satan pero no aparece en absoluto

el propio Satanás (ángel caído,

diablo yjefe de los demonios). El verdadero

Satanás, que fue crucial para la

cristiandad, no era una idea judía sino

persa, inventada por Zoroastro (Zaratustra)

más de mil años antes de la época

del Jesús histórico. Los demonios,

por supuesto, son universales —todas

las culturas, todas las naciones y todos

los pueblos han tenido demonios desde

18

el principio—, pero Zoroastro fue mucho

más allá de las nociones iranias de

demonios cuando creó a Angra Mainyu,

que más tarde se llamó Ahrimán, el Espíritu

del Mal. Ahrimán, un ser lleno

de maldad, era el hermano gemelo de

Dios, una idea que la cristiandad no

adoptó en su versión de Ahrimán, el Satanás

del Nuevo Testamento. Porque,

después de todo, ¿quién podría haber

engendrado tanto a Dios como a Satanás?

Algunas tradiciones esotéricas

convierten a Satanás en el hermano gemelo

de Cristo; en última instancia, esto

supone volver a la visión de Zoroastro.

Satanás —la mejor mezcla de ángel caído,

demonio y diablo— nos perturba

porque sentimos que nos une a él un

vínculo íntimo. A menudo se culpa a los

19

románticos de haber creado dicho vínculo,

pero creo que éste es más antiguo

que el romanticismo y alude a elementos

muy profundos de nuestro interior,

aunque a los románticos, y a lord Byron

en particular, se les atribuye el mérito de

haber ensalzado dichos elementos.

Sospecho que todos nosotros, quienesquiera

que seamos, tenemos una actitud

extremadamente ambigua ante la

idea de los «ángeles caídos», aunque no

tanto ante la de «diablos», y mucho menos

ante la de «demonios». Cuando alguien

nos llama «diablillo», o «diablo

cojuelo», o incluso «diablesa», no nos lo

tomamos necesariamente como un insulto.

Quizá no nos guste tanto que nos

llamen «demonio», especialmente si hacen

referencia a la intensidad de nues20

tra energía. Pero no conozco a muchos,

ni en la literatura ni en la vida, que no se

sientan halagados cuando se les describe

como un «ángel caído». Los «ángeles

caídos», aunque teológicamente idénticos

a los «diablos», conservan un pathos,

una dignidad y un curioso glamour. De

alguna manera, el adjetivo no anula el

sustantivo; aunque caídos, siguen siendo

ángeles. T. S. Eliot tendía a culpar a

John Milton por ello, y en una ocasión

se refirió al Satanás de Milton como un

héroe de Byron con el pelo rizado. Aunque

ésa era una descripción ridicula del

villano trágico de El paraíso perdido, reflejaba

una identificación cultural que

convenció al siglo xix y que todavía caracteriza

a cierto tipo de vida bohemia.

George Gordon, lord Byron, era y es

21

el ángel caído por excelencia. Las distintas

imitaciones que han hecho de

él, que van de Oscar Wilde a Ernest

Hemingway y Edna St. Vincent Millay,

nunca han podido reemplazarlo. Las hermanas

Bronté, que estaban enamoradas

apasionadamente de la imagen de

Byron, nos ofrecieron una mejor imitación

de él en el Heathcliff de Emily y el

Rochester de Charlotte. Las estrellas

de rock inglesas, aunque no siempre de

manera consciente, a menudo son parodias

del noble lord Byron, y por supuesto

también lo son muchas estrellas de

cine. Byron era extraordinariamente

ambiguo en su narcisismo: incestuoso,

sadomasoquista, homoerótico y fatalmente

funesto para las mujeres. Su gran

carisma emanaba de su propia identifi22

cación como ángel caído: él es Manfred,

Caín, Lara, Childe Harold, todas ellas

versiones del Satanás de Milton. La gran

fama de Byron en Europa y en Norteamérica

se vio enormemente acrecentada

por su heroica muerte a los treinta y

seis años, cuando trataba de liderar a los

rebeldes griegos en su sublevación contra

los turcos. Pero probablemente ni su

muerte, ni su vida ni todos sus poemas

juntos obtuvieron la misma notoriedad

que su popular papel como el más seductor

de todos los ángeles caídos.

En su maravillosa sátira La visión del

juicio, Byron hizo un atractivo retrato de

Satanás:

Cerrando esta espectacular comitiva

un espíritu de aspecto diferente agitaba

23

sus alas como nubarrones sobre una costa

cuya árida playa se cubre con naufragios.

Su frente era como el piélago agitado

con la tempestad; pensamientos

feroces e insondables tallaban

una cólera eterna sobre su rostro

inmortal y donde él miraba

la niebla invadía el espacio.

Es ésta una descripción de un ser bastante

sombrío, aunque no indecoroso y,

como la mayoría de las representaciones

de Satanás que aparecen en las obras de

Byron, se trata del propio Byron. Sus diablos

no son joviales, como Mefistófeles en

Dr. Fausto de Marlowe y el Fausto de Goethe,

pero son siempre nobles, como lord

Byron, quien nunca permitió que sus lectores

olvidaran su alta alcurnia. Por lo ge24

neral los demonios y los diablos no son

precisamente nobles, pero los ángeles caídos

casi nunca son vulgares o plebeyos.

Los ángeles buenos parecen haber confundido

con demasiada frecuencia su

inocencia con ignorancia, aunque los

ángeles caídos parecen haber gozado

de una educación un tanto anticuada y de

una formación adecuada. Byron era un

dandi de la regencia y también un esnob,

y es posible que haya inspirado la tradición

visual en la que los ángeles caídos

tienden a desvestir a los no caídos, que de

todas formas suelen están desnudos.

Como sigo observando, la mayoría de

la gente reacciona de manera dual ante

estos tres entes peligrosos: los ángeles

caídos, los demonios y los diablos. Provocan

en nosotros sentimientos encon25

trados y un tanto ambiguos. Esta mezcla

de gozo y horror es más antigua que el

romanticismo, y más universal que la

tradición occidental. Ibsen, él mismo un

poco trol, nos proporcionó magníficos

ejemplos de trols como Brand, Hedda

Gabler, Solness el constructor y muchos

más, y medio trols con Peer Gynt. Bastante

a su pesar, Ibsen siguió a Shakespeare,

cuyo Puck es sin lugar a dudas un

duende inglés; pero aquellos grandes villanos

—Yago, Macbeth, Edmundo de

El rey Lear— son más diabólicos y gnómicos

de lo que en un principio parece

compatible con el hecho de ser humano.

Sin embargo, ésta es parte de la invención

de Shakespeare de lo humano:

mostrarnos hasta qué punto muchos de

nosotros somos más ángeles caídos que

26

diablos. Hamlet, que es su propio Falstaff,

es también hasta un extremo sorprendente

su propio Yago; y Hamlet se

ha convertido en un paradigma para todos

nosotros. ¿Es Hamlet un ángel caído?

¿Somos nosotros ángeles caídos?

Ambas preguntas pueden ser calificadas

de absurdas, pero tienen repercusiones.

Me imagino que los ángeles no caídos

hablaban (y hablan) hebreo, puesto que

tanto el Talmud como la Cábala insisten

en que Dios habló en hebreo en el momento

de la Creación, y ¿qué lengua

habría enseñado a los ángeles sino hebreo?

Los ángeles caídos son claramente

políglotas, y en ocasiones se han transformado

en seres humanos. Sabemos

que Enoc empezó siendo un mortal y

que después se metamorfoseó en el gran

27

ángel Metatrón, que en las tradiciones

gnósticas y cabalísticas era conocido

como el Yahvé menor, que era más que

un ángel y codirigía junto a Dios. Nuestro

padre Jacob se convirtió en Uriel, el

ángel favorito de Emerson, y más tarde

en el ángel Israel. El temible profeta Elias

subió al cielo en un carro de fuego, y

cuando llegó se transformó en el ángel

Sandalphon. Los franciscanos disidentes

proclamaron que su gran fundador,

Francisco de Asís, no sólo era un santo

sino también el ángel Rhamiel. El proceso

va en ambas direcciones y nos lleva

siempre a Adán, posiblemente superior

a los ángeles cuando empezó, pero con

toda certeza inferior a los ángeles cuando

cayó. Sin embargo, ¿qué posición

ocupa con respecto a los ángeles caídos?

28 Derecha: Los ángeles no caídos hablaban (y hablan) hebreo


El centro de cualquier discusión sobre

ángeles caídos dene que ser Adán,

que es, a mi entender, un ángel caído

mucho más importante que Satanás. Incluso

aunque parezca atrevido, podría

decirse que los ángeles son importantes

sólo si nosotros lo somos, y nosotros somos

(o éramos) Adán. Y para que las feministas

no discrepen, les recuerdo que

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