William Shakespeare
La lujuria en acción es el abandono del alma en un desierto de
vergüenza; la lujuria, hasta que es satisfecha, es perjura, asesina,
sanguinaria, vergonzosa, salvaje, excesiva, grosera, cruel e indigna de
confianza.
Apenas se ha gustado de ella se la desprecia, se la persigue, contra toda
razón; y no bien saciada, contra toda razón, se la odia, como un incentivo
colocado expresamente para hacer locos a los que en ella se dejan coger.
Es una locura cuando se la persigue, y una locura cuando se la posee;
excesiva al haberse tenido, al tenerse y en vías de tener; felicidad en la
prueba y verdadero dolor probada; en principio, una alegría propuesta;
después, un sueño.
Todo el mundo lo sabe perfectamente; y, sin embargo, nadie sabe evitar
el cielo que conduce a los hombres a este infierno1.
Shakespeare cambió nuestra forma de presentar la naturaleza humana
-si es que no cambió la misma naturaleza humana-: es lo menos que
podemos decir de él; y sin embargo no aparece retratado en ninguna
parte en su obra dramática. Y aunque es discutible que haya revelado
su interioridad en sus 154 sonetos, en ellos su genio se manifiesta indefectiblemente.
Los Sonetos fueron publicados en 1603 pero bien pudieron
haber sido compuestos en 1593; y aun si tuviesen elementos autobiográficos,
parecen distanciarse deliberadamente de la autorrevelación.
El más poderoso de ellos, el 129, se sostiene en un tono extraordinario
de intensidad controlada a la vez que evade deliberadamente a todos los
personajes de las demás piezas: el hermoso y joven noble, la Dama oscura,
el poeta rival y, lo que es más relevante, el “yo” que pronuncia casi
todos los demás sonetos. La voluntad, el deseo e incluso la repulsión
son aquí impersonales, pero la furiosa energía de estas catorce líneas
transmite, con terrible elocuencia, un juicio negativo del elemento discriminatorio
en el impulso sexual masculino, cuya culminación orgàsmica
es “ una pérdida de vergüenza” . El “ gasto” sexual no es más que
una pérdida del espíritu en el “infierno” de las vaginas, de cualquier
vagina, que concluye el poema.
[50]
Shakespeare creó a Rosalinda, a Falstaff, a Hamlet, a Yago, a Lear, a
Macbeth, a Cleopatra -personajes que conocemos mejor que a nosotros
mismos-, pero se niega a crearse a sí mismo en sus sonetos. Y aunque
nos suministra una gama casi infinita de conjeturas, se retira incluso
ante lo que parecen ser sus propias humillaciones y sufrimientos eróticos.
Podría ser que su alejamiento de sí mismo sea una insinuación que
nos hace para que podamos tolerar los sufrimientos formidables que son
el don estético que nos hacen sus tragedias.
[51]
William Shakespeare
1546 | 1616
a l c o n t e m p l a r e l g e n i o de Shakespeare nos topamos con la desesperanza
del crítico y también con su éxtasis. Dudo que el Shakespeare
moribundo, de apenas 52 años, se consolara pensando que había creado
a Hamlet, a Falstaff, a Lear, a Yago, a Cleopatra, a Rosalinda y a Macbeth,
esos hombres y mujeres cuya realidad, supuestamente ficticia, trasciende
la nuestra. Si yo pudiera interrogar a un autor ya muerto escogería a Shakespeare
y no perdería ni un segundo preguntándole la identidad de la
Dama oscura ni los elementos delicadamente precisados de homoerotismo
en la relación con Southampton (o con cualquier otro). Ingenua
y abruptamente le preguntaría si lo confortaba el hecho de haber modelado
hombres y mujeres más reales que los hombres y mujeres de carne
y hueso.
El lenguaje de Shakespeare es primordial en su arte y es flor abundante.
Sentía profundamente el impulso de acuñar nuevas palabras:
nunca deja de sorprenderme el hecho de que haya empleado más de
21.000 palabras diferentes; de estas, inventó aproximadamente una de
cada doce: casi 1.800 nuevos cuños, muchos de los cuales se usan hoy.
Racine, en un soberbio despliegue de un arte antitético al de Shakespeare,
usó dos mil palabras, poco más que las que este inventó. Si bien es
cierto que la tarea del crítico retórico que analice el banquete lingüístico
shakespeariano es a la vez fructífera y formidable, sus diferencias con la
obra de un puñado de poetas en lengua inglesa cuyos recursos verbales
son prácticamente interminables son de grado más que de esencia. Lo
que hace que Shakespeare sea verdaderamente diferente, lo que es único
en su genio, está en otra parte, en su universalidad, en la muy convincente
ilusión (¿ilusión?) de que ha poblado un mundo, sorprendentemente
parecido al que consideramos nuestro, con hombres, mujeres y niños
sobrenaturalmente naturales. Cervantes compite con él con dos personalidades
gigantescas, don Quijote y Sancho Panza, pero en Shakespeare
hay cientos. Bernardino, en Medida por medida, no habla sino cinco veces
para pronunciar un total de siete oraciones, y sin embargo lo conocemos
totalmente.
[52]
Como no sabemos si hubo comedias de Sófocles o tragedias de Aristófanes,
no sabemos si hubo otro dramaturgo que sobresaliera por igual
en la comedia y la tragedia. Ben Jonson se aventuró con ambas y mientras
que le estamos agradecidos por sus comedias, Volpone y El alquimista,
estamos de acuerdo con sus contemporáneos en que Sejanus es
prácticamente imposible de poner en escena. No esperamos de Racine
la comedia, ni la tragedia de Molière. Ibsen escribe de una forma mixta:
Peer Gynt no acaba de ser una comedia y Hedda Gabier no es precisamente
una tragedia. Bernard Shaw indudablemente ha debido limitarse
a la comedia: Pygmalion [Pigmalión] sigue viva mientras que Saint
Joan [Santa Juana] es una vergüenza. Sólo Shakespeare compuso una
Noche de Epifanía, o lo que queráis y un El rey Lear. ¿Por qué?
Cuando el Banquete de Platón se acerca a su fin, todos se han ido a
casa o duermen la borrachera excepto Agatón, Aristófanes y Sócrates,
que podían beber más que cualquiera en Atenas. Los tres sobrevivientes
se pasan un enorme tazón de vino y siguen bebiendo mientras Sócrates
sostiene que un mismo hombre debería de poder escribir comedia y
tragedia. Vencidos por el vino y el argumento del sabio, Aristófanes, primero,
y después Agatón se quedan dormidos. Sócrates los arropa y sale
caminando hacia el amanecer.
Sin ánimo burlón, parecería que Platón insiste en su contienda con
los poetas. Podemos inferir cómo habría reaccionado ante Shakespeare,
cuya amplitud artística le habría acarreado el exilio inmediato de la República.
Dado que Shakespeare es el único capaz de hacer frente al reto
de Sócrates, podría ser útil conjeturar cómo y por qué se convirtió el
autor de A vuestro gusto en el autor de Macbeth. Sir Juan Falstaff y Yago
no tienen el menor aire de familia, no hay un vínculo claro entre Shylock
y Hamlet. Ni siquiera Feste, el sumo bufón y el bufón de El rey Lear
tienen algo en común además de su profesión.
Shakespeare se convirtió en un gran dramaturgo trágico cuando
escribió Hamlet, apenas empezaba el siglo xvn. Y Hamlet abrió el camino
para la secuencia de Otelo, El rey Lear, Macbeth, Antonio y Cleopatra y
Coriolano. De las primeras tragedias, Tito Andrónico es una imitación y
una farsa sangrienta, una parodia, en realidad, y La tragedia de Romeo
y Julieta es una composición lírica soberbia pero es una tragedia de circunstancia;
no hay nada en la personalidad de Julieta que acarree la
catástrofe. El doctor Johnson consideraba que Julio César es fría y yo
estoy de acuerdo; la bien elaborada tragedia de Bruto no nos conmueve
[53]
porque él es un hombre hueco, atrapado en el solipsismo de su propia
nobleza. Shakespeare tuvo que aprender la tragedia y sólo lo logró a la
cuarta vez: la tragedia no nació con él ni le resultaba inevitable e interiormente
el costo que pagó por su descenso en el abismo de Yago,
Edmundo y Macbeth fue muy elevado.
En cambio como comediógrafo fue maravilloso desde el comienzo.
La comedia de las equivocaciones ha sido gravemente subestimada. No sólo
es de una gran belleza formal sino que su retrato de Antífolo de Siracusa
tiene resonancia psicológica y un trazo muy preciso. La doma de la bravia
ha sido mal leída y peor interpretada como una travesura misógina; su
descripción sutil de cómo se forma un verdadero matrimonio como
defensa contra la supuesta sabiduría del mundo es definitivamente lo
contrario. Trabajos de amor perdidos es una obra maestra prácticamente
desconocida que esconde su riqueza cómica bajo los esplendores barrocos
de su retórica elevada.
Sin Shylock, El mercader de Fenecía sería una de las comedias románticas
más creativas; con él, es un enigma riguroso. Sus triunfos cómicos,
ni siquiera igualados por Molière, son Sueño de una noche de verano, A
vuestro gusto, Noche de Epifanía, o lo que queráis y la que yo considero la
falstaffiada, las dos partes de Enrique iv. Falstaff se ensombrece en la segunda
parte y acaba como un descastado, en el limbo habitado por Shylock
y al cual se sumará el pobre Malvolio. No obstante lo cual es todo
lo que William Hazlitt consideraba que era: la cumbre de la realización
cómica en la literatura, como corresponde a una figura que compite con
Hamlet y Rosalinda en astucia, inteligencia y agudeza psicológica.
Siguiendo sus instintos, Shakespeare escribió comedia hasta que las
sombras cayeron sobre Troiloy Cressida, A buen fin no hay mal principio
y Medida por medida, el scherzo que destruyó el género. Compuso tragedias
contra la corriente, hasta que con Timón de Atenas el género, una
vez más, se agotó para él. Nos hemos equivocado con la última fase al
adoptar la denominación de Edward Dowden, el crítico irlandés de finales
del siglo xix que llamó “ romances tardíos” a sus últimas obras. En
realidad las partes shakespearianas de Pericles, príncipe de Tiro y, al puro
final, de Los dos hidalgos de Verona son tragicómicas, como lo son Cimbelino,
El cuento de invierno y La tempestad. Todas estas son comedias
con una diferencia, pero comedias al fin y al cabo.
Es de suponer que el paso de Shakespeare de un drama a otro fue
guiado por una mezcla de ideas comerciales y personales, aunque es
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poco probable que lleguemos a conocer los elementos personales. Sin
embargo nos encontramos ante la conciencia más descomunal y el intelecto
más incisivo de la literatura, uno que supera incluso al de Dante.
Aunque Shakespeare, a diferencia de Ben Jonson, siempre mezclaba los
géneros y rompió todas las reglas, no es probable que no haya sido consciente
de los infinitos alcances de sus propios poderes. Los histriones
anticuados y el muchedumbramiento actual de defensores, entre los académicos
y los directores, del Shakespeare francés (o sea de las obras
como las hubiese escrito Foucault) han opacado las complejidades literarias
de las obras principales.
Aunque ignorásemos los cuartos -los autorizados y los pirateados-,
si nosotros mismos leyéramos a Shakespeare con atención sabríamos que
esperaba que lo leyeran. Nosotros nos ahogamos en los medios visuales;
y los espectadores de Shakespeare, entrenados en las iglesias, estaban
más capacitados para absorber las minucias de lo que oían. Sin
embargo, hasta los más perspicaces habrían tenido muchas dificultades
para aprehender el parlamento crucial del Actor rey en la obra dentro
de la obra (acto m, escena 2,183-209), 26 líneas de un denso argumento
que concluye así:
...nuestras voluntades y nuestros destinos corren por tan opuestas
sendas, que siempre quedan derrumbados nuestros planes. Somos dueños
de nuestros pensamientos; su ejecución, sin embargo, nos es ajena2.
Para meditar sobre el genio es necesario reflexionar sobre la verdadera
originalidad y sobre las primacías creativas. Shakespeare fue tardío
en relación con Homero o con la Biblia, pero ni el Homero de Chapman
ni la Biblia de Ginebra fueron más que libros de consulta para él, mucho
menos importantes en la práctica que Ovidio. Shakespeare siempre admitió
alegremente la contaminación de sus antecesores excepto durante
sus primeros años como dramaturgo, cuando Marlowe representaba un
problema. Pero la creación de Hamlet y de Falstaff lo liberó de cualquier
vestigio de Marlowe, excepto aquellos que quiso preservar como instrumentos
de parodia. La prosa de Falstaff y la poesía y la prosa de Hamlet
son una celebración por parte de Shakespeare de su propio genio.
Hay otros personajes en la literatura mundial, además de los de
Shakespeare, que parecen haber estado ahí siempre, mucho antes de que
sus autores los tíajeran a la vida. Y sin embargo una de las peculiarida[
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des de la presencia triunfal de Shakespeare es que sus hombres y sus
mujeres, y se cuentan por decenas, nos crean la ilusión de que Shakespeare
es su criatura, o al menos de que es uno de ellos. De Falstaff,
William Hazlitt dijo que “ es un actor en sí mismo casi tanto como lo es
sobre el escenario” . Me gusta casi todo ío que Falstaff dice, pero lo que
más me gusta es su declaración a Hal:
¡Oh! Repites mis palabras de un modo condenable, y en verdad que
eres capaz de tentar a un santo. Me has hecho mucho perjuicio, Hal...
¡Dios te perdone! Antes de conocerte, todo lo ignoraba, Hal; y ahora, si
he de hablar con franqueza, soy poco menos que un malvado3.
¿Acaso hay alguien en toda la literatura que disfrute tanto de lo que
dice como Falstaff? Y esto es exactamente lo que quiere decir Hazlitt:
Falstaff es una actor además de ser el papel para un actor. Falstaff siempre
representa el papel de sir Juan Falstaff, así como Cleopatra, su hermana
en Shakespeare, nunca deja de representar el papel de la antigua
serpiente del Nilo. Siempre acabo meneando la cabeza maravillado
cuando trato de recordarme a mí mismo que Falstaff y Cleopatra son
papeles para actores, y el recordatorio a duras penas funciona.
Y no debería. La realidad del personaje literario y dramático es un
complemento necesario, si es que el lector ha de conservar el contacto
con su propia realidad. Contrario a lo que predica el egregio Foucault,
no hay tal cosa como la muerte del autor. A los 71, no puedo menos que
sentirme impaciente con aquellos que insisten en reducir a los autores
a energías sociales, a los lectores a respigadores de fonemas y a Falstaff,
Hamlet y Cleopatra a papeles para actores y actrices. Nuestra muerte
es todo lo real que se puede: ¿deberían ser menos reales nuestras vidas?
Lo único que Hamlet, Falstaff y Cleopatra exigen de usted es que no
los aburra.
¿En qué altar deberíamos arrodillarnos? ¿Quién más hay? Si uno
fuera Sancho Panza o don Quijote quizás escogería a Cervantes, pero
esas dos sublimidades sólo se tienen la una a la otra. ¿Con qué frecuencia
podemos representar un papel que no sea de Shakespeare? O quizás
debería decir: ¿un papel que no sea ya de Shakespeare? Emerson consideraba
que el creador de Falstaff era el maestro de la humanidad en
materia de juergas. Pero hasta Emerson tuvo que hacer un guiño: Falstaff
compite con el Sócrates de Montaigne como sabio de la conciencia
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humana. A pesar de los elogios calificados del doctor Johnson, y del
entusiasmo de Hazlitt, Swinburne, A.C. Bradley y Harold Goddard,
Falstaff me sigue pareciendo -en relación con sus dotes y sus méritosel
personaje más subestimado de toda la literatura occidental. Así que
me explayaré en el genio de sir Juan Falstaff.
Aunque sublimemente encantador, el persistente buen humor de
Falstaff corresponde más a su carisma que a su genio, cualquier que sea
el sentido que demos a esta palabra. Aunque Falstaff es preciso al ensalzarse
por su “ ingenio” -un término más amplio entonces que ahora-,
sir Juan no es más ingenioso en sí mismo que Hamlet, Rosalinda o
Cleopatra, o Yago y Edmundo -en su versión aterradora-. Como siempre,
Falstaff no se equivoca cuando afirma que no sólo es ingenioso en
sí mismo sino que es fuente de ingenio para otros hombres. Falstaff es
un maestro y enseña ingenio, aunque muy a expensas de sí mismo. Su
variopinta compañía de humoristas de toda calaña está compuesta por
estudiantes poco aventajados, porque no son más que sus imitadores.
Pero sí tiene un estudiante estrella: el magnífico, frío, hipócrita, desalmado
y maquiavélico príncipe Hal -un estudiante de auténtico genio-.
Antes de que empiece Enrique iv, parte i. Hal ya ha completado sus estudios
y a juicio del príncipe el extravagante profesor —irrefrenable y
omnipresente- debe ser exterminado en la horca, de ser posible con el
mayor daño posible. Shakespeare no podía soportar la idea de entregar
a Falstaff al verdugo. De hecho no podía tolerar la idea de que Falstaff
(¡o Macbeth!) muriera sobre el escenario. Pero Hal desea apasionadamente,
necesita, para ser exactos, que Falstaff abandone el escenario porque
mientras él siga distrayéndonos Hal no podrá ser la estrella. A lo
largo de Enrique iv., parte r, Hal lucha por convertir la obra en parte de
su trilogía, destruyendo a Hotspur y usurpando, por tanto, sus “ honores”
, y tratando de opacar a Falstaff por todos los medios posibles. Hal,
un rival formidable, siente: ¿quién puede derrotar a Falstaff? Hal y Shakespeare
son más sabios en la segunda parte, donde Hal comparte (¡y
esta difícilmente es la palabra adecuada!) con Falstaff apenas dos escenas.
El príncipe espía a Falstaff mientras este corteja, vulgar y conmovedoramente,
a la ramera DollTearsheet, y al final rechaza y humilla a su antiguo
compañero con horrible crueldad moralizante. En un epílogo,
Shakespeare promete traer a Falstaff a Francia en Enrique v, pero lo
pensó mejor. Incluso un Falstaff rechazado le robaría a Hal su propia
obra. Sir Juan convertiría la batalla de Agincourt en un repetición de la
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batalla de Shrewsbury, y ya no habría obra. ¿Imaginan a Enrique v
perorando “nuestro pequeño ejército, nuestro feliz pequeño ejército”
(acto iv, escena 3, monólogo de San Crispín) ante un grupo en el que se
encuentra Falstaff? Es inconcebible. Agincourt no es el tipo de pelea
en la que uno entra con una botella de vino español en la pistolera. Y ni
el dramaturgo ni los espectadores tolerarían que sir Juan reemplazara
al pobre Bardolph en la horca para alentar a los otros.
Aunque Shakespeare no podía permitir que Falstaff muriera sobre
el escenario, sí le asignó las mejores líneas de Enrique va la Hostelera,
quien entona una soberbia aria en prosa popular sobre la muerte de sir
Juan Falstaff:
No; de seguro que no está en el infierno; está en el seno de Arturo, si
algún hombre ha ido alguna vez al seno de Arturo. Ha tenido un fin hermoso,
y partió como hubiese partido un niño recién bautizado. Partió
justamente entre el mediodía y la una, en el preciso momento en que la
marea comenzaba a descender; pues cuando le vi juguetear con sus sábanas,
jugar con las flores y sonreír a las puntas de sus dedos, comprendí
que no había más que un camino para él, porque su nariz estaba afilada
como una pluma, y despotricaba sobre una mesa de verdes praderas. “ ¡Vamos,
sir Juan -le dije-, vamos, hombre, alegraos!” . En seguida exclamó:
“ ¡Dios, Dios, Dios!” , tres o cuatro veces. Entonces, para confortarle, le
aconsejé que no pensara en Dios; esperaba que aún no tenía necesidad de
perturbarse con tales pensamientos. En aquel instante me ordenó ponerle
más ropa a los pies. Metí la mano dentro de la cama y se los toqué, y estaban
fríos como una piedra. Entonces le toqué sus rodillas, y después, más
arriba, y luego más arriba, y todo estaba tan frío como una piedra4.
“Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores” ,
canta el rey David en el salmo 23, y de allí sale “la mesa de verdes praderas”
\a toble o f green fields] de la confundida Hostelera, que el erudito
Teobaldo corrigió equivocadamente como “ el murmullo de las verdes
praderas” [and'a babbled o f green fields]. Así, a su muerte se le concede
a sir Juan una música que rivaliza con la de Hamlet mientras Shakespeare
murmulla con añoranza “dejémoslo” , refiriéndose a sus más
grandes creaciones.
Pero yo no estoy dispuesto a dejar el genio educativo de Falstaff, el
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Sócrates de Eastcheap, que también muere envenenado. Enrique v destruye
todo lo que hay de mortal en sir Juan con tanta contundencia como
al deslumbrante Hotspur. Pero Sócrates tenía a su demonio o a su genio
y también Falstaff lo tiene, y el genio es un dios que está más allá del
alcance vengativo de Hal. Tanto Wyndham Lewis como William Epson
insinuaron que había una relación homoerótica previa entre Falstaff y
Hal, pero yo no he podido desentrañarla en el texto de Shakespeare.
Alcibiades nos cuenta que intentó seducir a Sócrates pero fracasó. Parece
improbable que Hal hubiese corrido tan grotesco riesgo en el largo preludio
de la falstaffiada. Las sugerencias homoeróticas en la relación
antagonista entre Hal y Hotspur son más convincentes, pero el estilo
docente de Falstaff es muy diferente del de Sócrates. Sócrates profesa
una sabia ignorancia, pero sir Juan se conoce a sí mismo en todos los
aspectos y enseña mediante el exceso, por desbordamiento más que por
ascesis. Falconbridge el Bastardo de El rey Juan y el grandiosamente
subestimado Bottom de El sueño de una noche de verano son los precursores
de Falstaff. Más allá de estos antecesores, Falstaff desafía todos los
reveses y triunfa hasta que muere por amor: y yo haría énfasis en el hecho
de que es el amor de un maestro.
Pero sé de algunos escépticos que cuestionan este amor. Y es que,
¿qué es el amor de un maestro? En el mundo académico angloparlante,
estrechamente regido por los puritanos del campus, contamos con los
grupos de tejido de las madames Defarges, que esperan sádicamente el
espectáculo de la guillotina, castigo más que adecuado para el “ acoso
sexual” , esa pobre parodia del eros socrático. Aunque tengo 71 años, lo
cual me convierte en alguien para quien la virtud y el agotamiento son
sinónimos, sigo creyendo que un eros aun más dualista que el de
Sócrates es el más indicado, de hecho es esencial, para una enseñanza
eficaz. Emerson les recordó alegremente a los estadounidenses (y a todos
los demás) que sólo lo trascendental y lo extraordinario bastan.
Sobre el Gólgota dijo lo siguiente: “Fue una gran Derrota -exigimos
una Victoria, una victoria para los sentidos y una victoria para el alma” .
La extravagancia de Emerson es falstaffiana de los pies a la cabeza: también
sir Juan exige la victoria, en todas partes excepto en el campo de
batalla, hacia donde se arrastra al despreciador del honor en contra de
su voluntad. ¿Por qué? Los motivos del príncipe Hal son lo suficientemente
claros: una muerte honorable redimiría al maestro que se ha
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vuelto incómodo. Shakespeare replica, junto con Falstaff: “ ¡Sir Walter
Blunt! ¡He aquí un honor para vos! [...] No quiero una mueca de honor
como la de sir Walter. Dadme la vida” .
Falstaff no podría ser nombrado profesor de planta de West Point
ni de Sandhurst. ¿Lo nombraría usted en Yale? Aunque lograra con maña
y talento entrar a formar parte de ese cuerpo de profesores, tendría
que conformarse con ser un departamento de uno, un profesor sin colegas
-aunque con bastantes estudiantes-. Las instituciones exigen que
sus maestros sean “buenos ciudadanos académicos” , lo que significa
votar con frecuencia y entre los primeros y seguir la moda, cualquiera
que esta sea. Falstaff es un votante errático, pero aparecerá sin falta en
la taberna que es su salón de clase y le enseñará a quien esté lo suficientemente
calificado para aprenderlo que el significado empieza a existir
cuando uno se oye a sí mismo por casualidad, con la vitalidad de la mente,
y que empieza a existir también para que la comedia pueda florecer.
Falstaff o Hamlet: ¿cuál de los dos es más el centro de Shakespeare? En
una cruel burla de sí mismo, Orson Wells fantaseó con la partida de
Hamlet a Inglaterra, donde se volvió viejo y gordo y se convirtió en sir
Juan Falstaff. Bernard Shaw, que detestaba tanto a la Cleopatra de Shakespeare
como a su Falstaff, despachó a este a Egipto, lo sometió a una
dieta estricta y a una operación de cambio de sexo y convirtió a sir Juan,
el sabio de Eastcheap, en la serpiente del Nilo. Falstaff, Hamlet, Cleopatra:
si añadimos a Rosalinda, Yago y Macbeth, y el cuarteto formado
por Lear, Edmundo, Edgardo y el Bufón, tendremos a aquellos que a
mi juicio se prestan para una reflexión interminable. No quiero decir
con ello que esté dispuesto a prescindir de Falconbridge el Bastardo,
Bottom, Julieta, Feste, Viola, Leontes, Imogen, Próspero y un par de
docenas más, pero meditar sobre Shylock me resulta demasiado doloroso,
y otro tanto me sucede con Otelo, Desdémona, Antonio, Coriolano,
Timón, y algunos otros.
¿Dónde encontrar a Shakespeare en Shakespeare? Todos quisiéramos
hallarlo en los sonetos, pero él es demasiado astuto para nosotros y
habría que ser el mismo diablo para toparse con Shakespeare allí. Fue
el Fantasma de Hamlet, y el viejo Adán, el criado, en A vuestro gusto. Quizás
también desempeñó el papel de ambos Antonios, el de El mercader
de Venecia y el de Noche de Epifanía, o lo que queráis, y el de un puñado
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de reyes y nobles envejecidos además -Julio César, Enrique iv, el conde
de Gloster-, pero les aseguro que estas no son más que suposiciones.
James Joyce pensaba que Shakespeare se sentía más a gusto como el
Fantasma del padre de Hamlet, y quizás tenía razón. Dos fantasmas
rondan a Poldy Bloom, el sustituto de Joyce: el de su padre y el de su
hijo. El padre de Shakespeare y su único hijo murieron antes de que se
pusiera en escena la versión definitiva de Hamlet. Hamlet es un hombre
atormentado hasta que logra deshacerse del fantasma de su padre
en el mar, y regresa, soberbiamente transformado, para sobrellevar la
catástrofe del quinto acto.
El desarrollo de Hamlet, de estudiante atormentado a maestro del
histrionismo, no es tan diferente del de Shakespeare, pero este es un
asunto muy menor. Lo que sí fue importante para el arte de Shakespeare
fue la influencia que sobre él ejerció Falstaff y que hizo posible a Hamlet.
Aún más importante fue la subsiguiente influencia de Hamlet sobre
Shakespeare, que hizo posible todo lo demás.
El Wilhelm Meister de Goethe intenta desarrollar plenamente su
propia persona dirigiéndose en el papel del príncipe de Dinamarca en
una representación de Hamlet, obra que él considera en parte una novela.
Con ironía nada despreciable, Goethe centra completamente esta
supuesta faceta novelística de Hamlet en el Fantasma. Un misterioso extraño
encapuchado, con todo y capa blanca, se pone su armadura y hace
el Fantasma frente al Hamlet de Wilhelm. Este, convencido de que se
trata de su propio padre muerto, se supera a sí mismo como actor, pues
por fin puede actuar en el papel de sí mismo.
Quizás Goethe, en relación con Shakespeare, por fin desempeña el
papel de sí mismo en el curioso ensayo de 1815 “ Schákespear und kein
Ende!” , en el que aparentemente Shakespeare se convierte en el fantasma
del padre de Goethe. El padre real, Johann Caspar Goethe, quien
había muerto en 1782, había acumulado riquezas suficientes para comprar
un escudo de armas, pero su ascenso social llegó hasta allí. De modo
que Caspar Goethe se concentró en su hijo, cuyos triunfos culturales
se convirtieron en la obsesión del padre. No ha habido un triunfo cultural
equiparable al que alcanzó el poeta-sabio Goethe en vida, y sin embargo
jamás dejaron de atormentarlo Shakespeare y, en particular, Hamlet.
Goethe no podía saber que Shakespeare se había adjudicado el papel
de fantasma del padre de Hamlet, pero quizás habría apreciado la ironía
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del gesto. Goethe tampoco sabía que John Shakespeare, el padre de William,
había caído de su posición de caballero con escudo de armas, y
que William lo restituyó.
Goethe tuvo la inmensa ventaja de carecer de grandes precursores
en alemán. Aunque la suya es una tradición chauceriana, muy inglesa,
Shakespeare resulta soberbio en alemán, cosa que molestaba a Goethe más
de lo que estaba dispuesto a admitir. La segunda parte de Fausto, de una
extravagancia magnífica, es frecuentemente una parodia de Shakespeare,
en particular de Hamlet. Incapaz de reinventar lo humano como había
hecho Shakespeare, Goethe se vio impelido a ironizar todas las representaciones
de lo humano, incluyendo su Fausto, que resulta un zombi
al lado de Hamlet. Esto no le importaba a Goethe, pues su propia personalidad
trascendía cualquier inventiva de la que fuese capaz. Shakespeare
está escondido en su obra, detrás de su obra; y aun en la segunda
parte de Fausto se ve el esfuerzo de Goethe por estar a la altura.
A él le debemos la refrescante idea -tan impopular en el mundo angloparlante-
de que es más provechoso leer a Shakespeare que verlo en
escena. Goethe simplemente acertó, y su reflexión de que las grandes
obras de teatro trascienden el género también es esencialmente correcta.
Cuando se las lee juntas, las dos partes de Enrique /^constituyen una
obra de teatro y una extraordinaria novela, con tanto derecho a ser considerada
el ancestro de Los hermanos Karamázovi como Hamlet de ser
el precursor de Crimen y castigo. ¿Qué puede hacer un espectador en un
teatro con las alusiones obsesivas de Falstaff a la parábola del leproso y
el rico glotón? Shakespeare mantiene vivo este patrón en la escena de
rechazo con la que termina la segunda parte de Enrique iv y después lo
lleva a una extraordinaria apoteosis en la narración de la hostelera de la
muerte de sir Juan Falstaff en Enrique v. Y los aspectos novelísticos de
Hamlet van mucho más allá de las preocupantes exigencias del Fantasma.
La invención de lo humano por parte de Shakespeare fue un elemento
tan importante en la invención de la novela como la transformación que
logra Cervantes de lo picaresco en el análisis que surge en la relación
del Don y Sancho.
¿Dónde empieza nuestro yo? Goethe, que era una autoridad en el
tema del desarrollo, da por sentado que él se origina en sí mismo. Pero
ese formidable psicólogo que fue Shakespeare nos inventó un nuevo
origen, basado en la idea más luminosa que un poeta haya descubierto
o inventado jamás: el propio reconocimiento de oírse a sí mismo. ¿Dónde
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empezamos? ¿Acaso el Fantasma de Hamlet engendró no sólo a Shakespeare
y a Goethe sino a todos los escritores de caletre desde entonces?
¿Acaso el crimen de Claudio, que es el crimen de Caín, nos procreó a
todos, en especial en estos últimos dos siglos? ¿Nos oiríamos a nosotros
mismos, obligándonos a cambiar ante el impacto de lo escuchado, si no
nos confrontara el fantasma de nuestro padre, prefigurado en el Fantasma
del rey Hamlet?
He descubierto que se me malinterpreta con facilidad en lo que tiene
que ver con esta idea, y se me antoja elaborarla. John Stuart Mili observó
que la poesía se oye más que escucharse, y aunque no somos el príncipe
Hamlet, por momentos nos oímos a nosotros mismos y nos sobresaltamos.
¿Es porque alcanzamos una nueva conciencia de nosotros mismos
o simplemente es que nos damos cuenta de que no somos lo que creíamos
ser? ¿Verdaderamente se sorprende Hamlet tanto con el espíritu
de su padre en armas como con los rumores que vienen de sí mismo?
¡Dios mío! Podría estar yo encerrado en una cáscara de nuez, y me
tendría por rey del espacio infinito, si no fuera por los malos sueños que
tengo5.
Este es el origen del Ham de Fin de partida de Samuel Beckett y de
Beckett mismo, mediado por Joyce y por Proust pero en últimas mediado,
como todos nosotros, por Hamlet, el maestro oidor. Kierkegaard,
quien hubiera querido aprender sus ironías de la dificultad de convertirse
en cristiano, en realidad las absorbió del hábito frecuente de Hamlet
de no decir lo que piensa ni pensar lo que dice. Proust, ese otro ironista
soberbio, escribió un ensayo extraordinario sobre la lectura como una
forma de oír pasivamente, en el prólogo a su traducción de Sesame and
Lilies [Ajonjolí y azucenas], de John Ruskin. La lectura, dice Proust,
no es una conversación con otro. La diferencia radica
... en que cada uno de nosotros recibe la comunicación del pensamiento
de otro, pero mientras permanecemos solos, mientras seguimos disfrutando
del poder intelectual que tenemos cuando estamos en soledad y que
la conversación disipa de inmediato.
El poder intelectual del príncipe Hamlet nunca se disipa porque el
príncipe habla con todo el mundo pero no escucha a nadie, excepto qui[
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zás al Fantasma. No estoy seguro de que haya nadie en Shakespeare que
realmente escuche a otro. Otelo es destruido por el genio de Yago para
la sugerencia y la insinuación, pero si escuchara más atentamente a Yago
no estaría tan convencido. Después de escuchar brevemente a su esposa,
Macbeth está tan inmerso en sus propias palabras que casi no se da cuenta
de que la ha perdido, primero por su demencia y después por su muerte.
Antonio y Cleopatra están tan sordos a lo que no sea ellos mismos
que resulta gracioso. El pobre Antonio exclama, “ ¡Muero, Egipto, muero!
Dame un poco de vino y permíteme hablar un instante” , a lo que
Cleopatra replica “ ¡No, déjame hablar a mí!” 6. Como Proust después
de él, Shakespeare se hace pocas ilusiones sobre la amistad o el amor.
Oírse a uno mismo es el camino fácil al cambio en Shakespeare.
Hamlet ostentosamente cambia cada vez que se oye hablar a sí mismo,
razón por la cual no hay un pasaje central en esta obra de cuatro mil versos,
de los cuales 500 le corresponden a él. Por todas partes en la obra
es evidente cómo Hamiet se recrea a sí mismo después de oírse, pero voy
a referirme al acto v, escena 1, versos 66-216, esa extraordinaria visión
de Hamlet en el cementerio que culmina con el príncipe contemplando
la calavera de Yorick.
... me llevó a espaldas mil veces, y ahora, ¡cómo me repugna el pensarlo!,
el estómago se me revuelve. Aquí colgaban los labios que besé no
sé cuántas veces.. .7.
El Fantasma nunca habla de haber amado a su hijo y no es probable
que el rey Hamlet haya llevado al príncipe a sus espaldas alguna vez,
mucho menos mil veces. Dudo que el príncipe haya besado a Ofelia y a
Gertrudis “ no sé cuántas veces” . Si el Hamlet niño amó y fue amado a
su vez, esto sólo le incumbió a Yorick. A pesar de sus solemnes declaraciones,
no creo que el Hamlet adulto ame a nadie; y ello sólo hace más
insondable el misterio de por qué nos hemos unido al populacho danés
en el amor hacia este carismàtico demente.
Goethe parodia la escena del cementerio en su narración de la muerte
y el entierro de Fausto, pero Hamlet mismo deja poco qué parodiar:
A
Esa calavera tenía una lengua dentro, y podía cantar en otro tiempo:
¡cómo la tira por tierra ese bribón, como si fuera la quijada de Caín, el
que cometió el primer crimen!8.
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Hasta ahí llega el asesinato cainesco del rey Hamlet por parte de
Claudio, que desaparece en medio de este exceso paródico de exuberancia
negativa. ¿Qué significa afirmar que Hamlet se oye a sí mismo hacer
esta alusión a Caín? ¿Hay alguna diferencia entre escucharse y oírse?
Cuando nos sorprendemos al oír nuestras voces grabadas, ¿estamos escuchando
u oyendo? Los diccionarios definen “ oír” como una actividad
pasiva, que obviamente no es el resultado de la intención o de la
conciencia del hablante. Cuando nos oímos a nosotros mismos, inicialmente
no somos conscientes de ser los hablantes. Esa ignorancia es tan
efímera que aquí “oír” es casi una metáfora; y sin embargo el instante
de literal desconocimiento es auténtico. Shakespeare, seguramente a
partir de una sugerencia de Chaucer, se agarró de ese momento para
componer otra versión de la voluntad de cambio de los seres humanos.
¿Es esta composición lo suficientemente significativa como para
hablar de la invención (o la reinvención) de lo humano? En el más famoso
de sus siete soliloquios, Hamlet se oye contemplando la posibilidad de
tomar las armas contra un océano de conflictos y ponerles fin oponiéndoseles.
Todos los que tenemos intereses literarios heredamos la equívoca
ratificación de Hamlet del poder de la mente del poeta sobre un
océano o un universo de muerte. Lo que Shakespeare inventa - y Hamlet
es su versión más sobresaliente- es esa ratificación interior de la oposición
a la mayor amenaza del eternamente floreciente espíritu del yo. El
estudio que Hamlet hace de sí mismo es un absoluto y empequeñece
todo lo que se encuentre afuera del yo por considerarlo un océano de
problemas. Hamlet medita sobre sus palabras incesantemente, como si
a la vez fueran y no fueran sus propias palabras, y se convierte en el
teólogo de su propia conciencia, tan amplia que es imposible descubrir
su circunferencia.
¿Acaso es posible prodigar con Hamlet lo que sin duda ha de ser toda
nuestra inteligencia sin convertirnos de alguna manera en Hamlet? Si
Shakespeare desempeñó el papel del Fantasma y también el papel del
Actor rey-un doble papel natural para cualquier actor-, entonces confrontó
a Hamlet en dos ocasiones: una como padre y otra como estudiante
dramático. El padre de Shakespeare y Hamnet, su único hijo,
estaban muertos cuando puso en escena el Hamlet definitivo de 1600-
1601. Hamlet morirá huérfano y sin hijos, y morirá en el momento en
el que su propio carisma es más intenso, pero no pide la resurrección
ni la inmortalidad poética: lo único que quiere es no llevar un nombre
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execrable. A un nihilista mayor como Yago o como S vidrigailov no le importaría
en absoluto llevar para siempre un nombre execrable.
El Hamlet del acto quinto controla nuestra perspectiva: nosotros no
sabemos más de lo que él sabe y él cree que sabemos menos. ¿Sabía Shakespeare
más que Hamlet? En el sentido hegeliano, Hamlet es el más
libre artista de sí mismo y nos podría decir más sobre lo que representa si
sólo tuviera tiempo. Según mi interpretación, eso quiere decir que Hamlet
es el artista supremo del oír y podría enseñamos al menos los rudimentos
de tan desconcertante arte. Oírnos a nosotros mismos, al menos por un
instante, sin reconocernos es abrir nuestro espíritu a las tempestades del
cambio. Shakespeare descubrió esta apertura esencialmente con Hamlet
y con Falstaff, pero es una constante de su trabajo posterior. El agonizante
Edmundo de El rey Lear me sirve para explicar esto plenamente,
pues su transformación final es la más drástica y la más convincente en
todo Shakespeare.
No hay otro personaje en Shakespeare tan despojado de emociones
como Edmundo, el hijo bastardo del conde de Gloster y medio hermano
de Edgardo, el ahijado de Lear. Yago siente un cierto regocijo travieso
con su propia y hermosa maldad, pero Edmundo está más allá de eso.
Svidrigailov y Stavrogin, los nihilistas de Dostoievski, han aprendido
ciertas lecciones de Edmundo, pero no pueden igualar su frialdad sublime.
Edmundo, amante de Goneril y de Regan -monstruos rivales del
abismo- y traidor de su padre y de su hermano, se supera a sí mismo
cuando ordena la ejecución secreta de Lear y de Cordelia. Ni el remordimiento,
ni la piedad, ni el afecto tienen cabida en la naturaleza de
Edmundo; ni siquiera una cierta lujuria honrada. Yace moribundo en
el suelo después de haber sido herido de muerte por Edgardo, y extrañamente
parece resignarse cuando descubre que el asesino es de su misma
estirpe: “La rueda ha completado el círculo; aquí estoy” . Conmovido
por la narración de Edgardo de la muerte de su padre, Edmundo está casi
listo para cambiar, y esta transformación empieza a suceder sin duda
alguna después de un extraordinario episodio en el que se oye a sí mismo.
Cuando los cuerpos de Goneril y de Regan son arrastrados hasta el escenario,
Edmundo desentraña el rompecabezas:
Pero Edmundo fue amado:
La una envenenó a la otra por mí,
Y después se mató9.
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Tanto lo sorprende su propio “ pero Edmundo fue amado” , que el
hijo bastardo de Gloster sólo puede dar crédito a lo que ha oído si añade
algo dolorosamente obvio: “La una envenenó a la otra por mí, / Y después
se mató” . En este caso, con un Edmundo semiinconsciente y con
pocas intenciones, oírse a sí mismo es todo menos una metáfora. No hay
momentos como este en Homero o en la Biblia, en Virgilio o en Dante.
Estamos ante una introspección nueva que crea el cambio en lugar de
confrontarlo. Tardíamente, y “a pesar de mi propia naturaleza” , Edmundo
intenta salvar a Lear y a Cordelia de sus propias intenciones asesinas.
Es demasiado tarde para Cordelia y Lear, una vez más demente, entra
llevando su cuerpo en brazos. Shakespeare ha llevado la capacidad de
oírse a sí mismo a un nivel de perfección que será decisivo en Chéjov y
Stendhal, en Dostoievski y Proust, y en mucho más. Si la invención del
siempre creciente espíritu interior, incluyendo su capacidad de oírse a
sí mismo, no es la invención de lo humano -tal como conocemos lo
humano desde entonces-, quizás estamos demasiado abrumados por la
historia social y por las ideologías para reconocer nuestra deuda con
William Shakespeare.