jueves, 27 de agosto de 2020

3 Discurso sobre la estética[3] PAUL VALÉRY.



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Discurso sobre la estética[3]

Señores,
Su Comité no teme la paradoja, puesto que ha decidido que hable aquí —como se colocaría una obertura de música fantástica al comienzo de una gran ópera— un simple aficionado muy azorado ante los representantes más eminentes de la Estética, delegados de todas las naciones.
Pero, quizá, este acto soberano, y ante todo bastante sorprendente, de sus organizadores, se explica por una consideración que les expongo, que permitiría transformar la paradoja de mi presencia parlante en este lugar, en el momento solemne de la apertura de los debates de este Congreso, en una medida de significado y de alcance bastante profundos.
Con frecuencia he pensado que en el desarrollo de toda ciencia constituida y ya bastante alejada de sus orígenes, podía ser en ocasiones útil, y casi siempre interesante, interpelar a un mortal entre los mortales, invocar a un hombre suficientemente profano en esta ciencia, y preguntarle si tiene alguna idea del objeto, de los medios, de los resultados, de las aplicaciones posibles de una disciplina, de la que admito que conoce el nombre. Lo que respondería no tendría por lo general ninguna importancia, pero garantizo que esas preguntas dirigidas a un individuo que sólo cuenta con su simplicidad y su buena fe, se reflejarían de algún modo en su ingenuidad y volverían a los sabios hombres que le preguntan para reavivar en ellos ciertas dificultades elementales o ciertas convenciones iniciales, de aquellas que se olvidan, y que se borran con tanta facilidad del espíritu, cuando se avanza en las delicadezas y en la fina estructura de una investigación apasionadamente perseguida e intensificada.
Una persona que le dijera a otra (con la cual represento una ciencia): ¿Qué hace? ¿Qué busca? ¿Qué quiere? ¿Dónde piensa llegar? En resumen, ¿quién es usted?, sin duda obligaría al espíritu interrogado a un fructuoso examen retrospectivo sobre sus intenciones primeras y sus fines últimos, sobre las raíces y el principio motor de su curiosidad, y por último, sobre la sustancia misma de su saber. Y esto puede no carecer de interés.
Si es ese, Señores, el papel de ingenuo al que el Comité me destina, me tranquilizo de inmediato, y sé lo que vengo a hacer: vengo a ignorar en voz alta.
Declaro en primer lugar que el solo nombre de la Estética siempre me ha realmente maravillado, y que sigue produciendo en mí un efecto de turbación, si no de intimidación. Hace vacilar mi espíritu entre la idea extrañamente seductora de una «Ciencia de lo Bello», que, por una parte, nos haría discernir sin duda alguna lo que hay que amar, lo que hay que odiar, lo que hay que aclarar, lo que hay que destruir; y que, por otra parte, nos enseñaría a producir, sin duda alguna, obras de arte de un incontestable valor; y enfrente de esa primera idea, la idea de una «Ciencia de las Sensaciones», no menos seductora, y tal vez aún más seductora que la primera. Si tuviera que elegir entre el destino de ser un hombre que sabe cómo y porqué una cosa es eso que llamamos «bella», y el de saber lo que es sentir, creo que elegiría la última, con la reserva mental de que este conocimiento, si fuera posible (y me temo que no sea ni tan siquiera concebible), me revelaría enseguida todos los secretos del arte.
Pero, en esta confusión, me ayuda el pensamiento de un método muy cartesiano (ya que hay que honrar y seguir a Descartes, este año) que, basándose en la observación pura, me dará una noción precisa e irreprochable de la Estética.
Me esforzaré por hacer una «enumeración muy completa» y una revisión de las más generales, como se aconseja en el Discurso. Me coloco (pero ya estoy colocado) fuera del recinto donde se elabora la Estética, y observo lo que sale. Me ocupo de tomar nota de los temas; intento clasificarlos, y consideraré que el número de mis observaciones basta para mi propósito cuando vea que ya no necesito formar una nueva clase. Entonces decretaré ante mí mismo que la Estética, en esa fecha, es el conjunto así reunido y ordenado. En verdad, ¿puede ser otra cosa o puedo yo hacer algo más seguro y sensato? Pero lo que es seguro y sensato no siempre es lo más conveniente ni lo más claro, y pienso que ahora debo, para construir una noción de la Estética que me sirva para algo, intentar resumir en pocas palabras el objeto común de todos esos productos del espíritu. Mi tarea es consumir esta inmensa materia… Compulso; hojeo… ¿Qué es lo que encuentro? El azar me ofrece primero una página de Geometría pura, otra que es de la jurisdicción de la Morfología biológica. He aquí un gran número de libros de Historia. Y ni la Anatomía, ni la Fisiología, ni la Cristalografía, ni la Acústica faltan en la colección; ésta con un capítulo, aquélla con un párrafo, casi no hay ciencia que no pague tributo.
¡Y todavía estoy muy lejos de la verdad!… Abordo el infinito innumerable de las técnicas. De la talla de las piedras a la gimnástica de las bailarinas, de los secretos de la vidriera al misterio de los barnices de los violines, de los cánones de la fuga a la fundición de la cera perdida, de la dicción de los versos a la pintura al encauste, al corte de los trajes, a la marquetería, al trazado de los jardines, ¡qué de tratados, de álbumes, de tesis, de trabajos de toda dimensión, de toda edad, de todo formato!… La enumeración cartesiana se hace irrisoria ante esta prodigiosa diversidad en la que la habilidad manual avecinda con la sección aúrea. Parece no haber límites a esta proliferación de investigaciones, de procedimientos, de contribuciones, que sin embargo tienen, todos, alguna relación con el objeto que pienso, y del que pido la idea clara. Medio desalentado abandono la explicación de la cantidad de las técnicas… ¿Qué me queda por consultar? Dos montones de desigual importancia: uno me parece formado por obras en las que la moral interpreta un gran papel. Entreveo que se trata de las relaciones intermitentes del Arte y del Bien, y me aparto de inmediato de esa pila, atraído como estoy por un bien más importante. Algo me dice que mi última esperanza de fraguar en unas palabras alguna definición de la Estética se encuentra en éste…
Vuelvo en mí y ataco ese lote reservado, que es una pirámide de producciones metafísicas.
Ahí es, Señores, donde creo que encontraré el germen y la primera palabra de su ciencia. Todas sus investigaciones, en tanto que pueden agruparse, se refieren a un acto inicial de la curiosidad filosófica. La Estética nació un día de una observación y de un apetito de filósofo. Sin duda este acontecimiento no fue del todo accidental. Era casi inevitable que en su empresa de ataque general de las cosas y de transformación sistemática de todo aquello que sucede en el espíritu, el filósofo, procediendo de pregunta en respuesta, esforzándose por asimilar y reducir a un tipo de expresión coherente que está en él la variedad del conocimiento, encontrara ciertas cuestiones que no se alineaban ni entre las de la Inteligencia pura, ni en la esfera de la simple sensibilidad, ni tampoco en los campos de la acción ordinaria de los hombres; pero que provienen de esas modas diversas y las combinan tan estrechamente que hubo que considerarlas aparte de todos los otros temas de estudio, atribuirles un valor y una significación irreductibles, buscarles un destino, encontrarles una justificación ante la razón, un fin como una necesidad, en el plan de un buen sistema del mundo.
La Estética así decretada, primeramente y durante mucho tiempo, se desarrolló in abstracto en el espacio del pensamiento puro, y fue construida en hiladas, a partir de los materiales brutos del lenguaje común, por el curioso e industrioso animal dialéctico que los disgrega lo mejor que puede, aísla los elementos que cree simples, emparejando y contrastando los inteligibles, y se desvive para edificar la morada de la vida especulativa.
En la base de los problemas que había tomado por suyos, la naciente Estética consideraba una cierta clase de placer.
El placer, como el dolor (a los que no aproximo, entre sí si no es para adaptarme a la costumbre retórica, pero cuyas relaciones, si existen, deben ser bastante más sutiles que la de «hacer pareja») son elementos siempre bastante molestos en una construcción intelectual. De todos modos son indefinibles, inconmensurables, incomparables. Ofrecen el carácter mismo de esta confusión, o de esta dependencia recíproca del observador y de la cosa observada, que está a punto de convertirse en la desesperación de la física teórica.
No obstante el placer de especie común, el hecho puramente sensorial, había recibido con bastante facilidad un papel funcional honorable y limitado: se le había asignado una función generalmente útil en el mecanismo de la conservación del individuo, y de toda confianza en el de la propagación de la raza; y no contradigo. En resumen, el fenómeno Placer estaba salvado a los ojos de la razón, por argumentos de finalidad bastante sólidos, antaño…
Pero hay placer y placer. Todo placer no se deja reconducir tan fácilmente a un lugar bien determinado en un buen orden de las cosas. Los hay que no sirven para nada en la economía de la vida y que, por otra parte, no pueden ser mirados como simples aberraciones de una facultad de sentirse necesario al ser viviente. Ni la utilidad ni el abuso los explican. Eso no es todo. Esa clase de placer es indivisible de desarrollos que exceden el ámbito de la sensibilidad, y la vinculan siempre a la producción de modificaciones afectivas, de aquellas que se prolongan y se enriquecen en las vías del intelecto y que conducen en ocasiones a emprender acciones exteriores sobre la materia, sobre el sentido o sobre el espíritu de otro, exigiendo el ejercicio combinado de todas las potencias humanas.
Ese es el punto. Un placer que se ahonda a veces hasta comunicar una ilusión de comprensión íntima del objeto que la causa; un placer que excita la inteligencia, la desafía, y le hace amar su derrota; aún más, un placer que puede exacerbar la extraña necesidad de producir, o de reproducir la cosa, el acontecimiento o el objeto o el estado, al que parece vinculado, y que se convierte con ello en una fuente de actividad sin término cierto, capaz de imponer una disciplina, un celo, tormentos a toda una vida, y de llenarla, si no desbordarla, propone al pensamiento un enigma singularmente especioso que no podía escapar al deseo y al abrazo de la hidra metafísica. Nada más digno de la voluntad de poder del Filósofo que este orden de hechos en el que encontraba el sentir, el coger, el querer y el hacer enlazados por una relación esencial, que acusaba una reciprocidad notable entre esos términos, y se oponía al esfuerzo escolástico, si no cartesiano, de división de la dificultad. La alianza de una forma, de una materia, de un pensamiento, de una acción y de una pasión; la ausencia de un fin determinado y de ningún acabamiento que pueda expresarse en nociones finitas; un deseo y su recompensa regenerándose el uno por el otro; ese deseo convirtiéndose en creador y por ello, causa de sí; y apartándose a veces de toda creación particular y de toda satisfacción última, para revelarse deseo de crear por crear, todo ello animó el espíritu de metafísica: aplicó la misma atención que aplica a todos los demás problemas que acostumbra a forjarse para ejercer su función de reconstructor del conocimiento en forma universal.
Pero un espíritu que aspira a ese grado sublime, donde espera establecerse en estado de supremacía, da forma al mundo que sólo cree representar. Es demasiado poderoso para no ver lo que se ve. Se le induce a apartarse insensiblemente de su modelo del que rechaza el verdadero rostro, que le propone solamente el caos, el desorden instantáneo de las cosas observables: se siente tentado a descuidar las singularidades e irregularidades que se expresan penosamente y que atormentan la uniformidad distributiva de los métodos. Analiza lógicamente lo que se dice. Aplica la cuestión y extrae, del adversario mismo, lo que éste no sospechaba que pensaba. Le muestra una invisible sustancia bajo lo visible, que es accidente; le cambia lo real en apariencia; se complace creando los nombres que faltan al lenguaje para satisfacer los equilibrios formales de las proposiciones: si falta algún sujeto, lo hace engendrar por un atributo; si la contradicción amenaza, la distinción se desliza en el juego, y salva la partida…
Y todo marcha bien —hasta un cierto punto.
Así, ante el misterio del placer del que hablo, el Filósofo justamente preocupado por encontrarle un lugar categórico, un sentido universal, una función inteligible; seducido, pero intrigado, por la combinación de voluptuosidad, de fecundidad, y de una energía bastante comparable a la que se desprende del amor, que estaba descubriendo; no pudiendo separar en ese nuevo objeto de su mirada la necesidad de lo arbitrario, la contemplación de la acción, ni la materia del espíritu, no dejó sin embargo de querer reducir con sus medios ordinarios de agotamiento y de división progresiva, a ese monstruo de la Fábula Intelectual, esfinge o grifón, sirena o centauro, en quien la sensación, la acción, el sueño, el instinto, las reflexiones, el ritmo y la desmesura se componen tan íntimamente como los elementos químicos en los cuerpos vivientes; que en ocasiones nos es ofrecido por la naturaleza, pero como al azar, y otras veces está formado, al precio de inmensos esfuerzos del hombre, que de hecho lo produce con todo lo que puede gastar de espíritu, de tiempo, de obstinación y, en suma, de vida.
La Dialéctica, persiguiendo apasionadamente esa presa maravillosa, la acosó, la acorraló, la acució en el bosque de las Nociones Puras.
Allí es donde capturó la Idea de lo Bello.
Pero la caza dialéctica es una caza mágica. Al bosque encantado del Lenguaje, los poetas van expresamente a perderse, a embriagarse de extravío, buscando las encrucijadas de significado, los ecos imprevistos, los encuentros extraños, no temen ni los rodeos, ni las sorpresas, ni las tinieblas. Pero el montero que se excita yendo a la caza de la «verdad», siguiendo una vía única y continua, en la que cada elemento sea el único que debe tomar para no perder ni la pista, ni la victoria del camino recorrido, se expone a no capturar por último más que su sombra. Gigantesca, en ocasiones; pero sombra al fin y al cabo.
Sin duda la aplicación del análisis dialéctico a problemas que no se encierran en un campo bien determinado, que no se expresan en términos exactos, fatalmente habían de producir «verdades» interiores al recinto convencional de una doctrina, y bellas realidades insumisas habían de venir siempre a perturbar la soberanía del Bello Ideal y la serenidad de su definición.
No digo que el descubrimiento de la Idea de lo Bello no haya sido un acontecimiento extraordinario y que no haya engendrado consecuencias positivas de importancia considerable. Toda la historia del Arte occidental pone de manifiesto todo lo que se le debió, durante más de veinte siglos, en materia de estilos y de obras de primer orden. El pensamiento abstracto se ha mostrado en este caso no menos fecundo de lo que lo fue en la edificación de la ciencia. Pero, con todo, esta idea llevaba en sí el vicio original e inevitable al que acabo de hacer alusión.
Pureza, generalidad, rigor, lógica eran en esta disciplina virtudes generadoras de paradojas, y ésta es la más admirable: ¡la Estética de los metafísicos exigía que se separase lo Bello de las cosas bellas!…
Ahora bien, si es cierto que no existe la ciencia de lo particular, no hay acción ni producción que no sea, por el contrario, esencialmente particular, y no hay sensación que subsista en lo universal. Lo real rechaza el orden y la unidad que el pensamiento quiere infligirle. La unidad de la naturaleza sólo aparece en los sistemas de signos expresamente hechos para este fin, y el universo no es más que una invención más o menos cómoda.
El placer, por último, no existe más que en el instante, nada más individual, más incierto, más incomunicable. Los juicios que hacemos no permiten ningún razonamiento, pues lejos de analizar su sujeto, por el contrario, y en verdad, añaden un atributo de indeterminación: decir de un objeto que es bello es darle valor de enigma.
Pero ya ni siquiera habrá ocasión de hablar de un bello objeto, puesto que hemos aislado lo Bello de las cosas bellas. No sé si se ha observado lo bastante esta sorprendente consecuencia: que la deducción de una Estética Metafísica, que tiende a sustituir un conocimiento intelectual por el efecto inmediato y singular de los fenómenos y por su resonancia específica, tiende a dispensarnos de la experiencia de lo Bello, en tanto que se encuentra en el mundo sensible. Una vez alcanzada la esencia de la belleza, escritas sus fórmulas generales, consumidos la naturaleza junto con el arte, superados, sustituidos por la posesión del principio y por la certidumbre de sus desarrollos, todas las obras y todos los aspectos que nos encantaban pueden desaparecer, o sólo servir de ejemplos, de medios didácticos, provisionalmente exhibidos.
Esta consecuencia no está reconocida —no lo dudo—, tampoco es confesable. Ninguno de los didácticos de la Estética aceptará no necesitar de sus ojos y de sus oídos más allá de las ocasiones de la vida práctica. Y aún más, ninguno de ellos pretenderá que podría, gracias a sus fórmulas, entretenerse en ejecutar —o al menos en definir con toda precisión— incontestables obras maestras, sin poner de sí mismos otra cosa que la aplicación de su espíritu a una especie de cálculo.
Por lo demás, no todo es imaginario en esta suposición. Sabemos que algún sueño de ese género ha atormentado a más de una cabeza, y no de las menos poderosas; y sabemos, por otra parte, cómo la crítica, antaño, sentando preceptos infalibles, ha usado y abusado, en la estimación de las obras, de la autoridad que consideraba tener de sus principios. Y es que no existe tentación más grande que la de decidir soberanamente en materias inciertas.
La simple proposición de una «Ciencia de lo Bello» debía ser fatalmente invalidada por la diversidad de las bellezas producidas en el mundo y en la duración. Tratándose de placer no hay más que cuestiones de hecho. Los individuos gozan como pueden y de lo que pueden; y la malicia de la sensibilidad es infinita. Los consejos más fundados fracasan por ella, aun cuando sean el fruto de las observaciones más sagaces y de los razonamientos más sutiles.
¿Hay algo más justo, por ejemplo, y más satisfactorio para el espíritu que la famosa regla de las unidades, tan conforme a las exigencias de la atención y tan favorable a la solidez, a la densidad de la acción dramática?
Pero un Shakespeare, entre otros, lo ignora y triunfa. Aquí me permitiría, de paso, manifestar una idea que me viene y que doy, como me viene, en el estado frágil de fantasía: Shakespeare, tan libre en el teatro, ha compuesto, por otra parte, ilustres sonetos, conforme a todas las reglas y visiblemente cuidados; ¿quién sabe si ese gran hombre no concedía mucho más valor a esos estudiados poemas que a las tragedias y a las comedias que improvisaba y modificaba en el mismo escenario, y para un público casual?
Pero el desprecio o el abandono que acabaron por extenuar la Regla de los Antiguos, no significa que los preceptos que la componen estén desprovistos de valor, sólo que se les atribuía un valor que era únicamente imaginario, el de las condiciones absolutas del efecto más deseable de una obra. Entiendo por «efecto más deseable» (es una definición de circunstancia) el que produciría una obra de la que la impresión inmediata que se recibe, el choque inicial, y el juicio que se hace con tranquilidad, la reflexión, el examen de su estructura y de su forma, se opusieran lo menos posible entre ellos. En la que, por el contrario, concordasen, confirmando el análisis y el estudio la satisfacción del primer contacto.
A muchas obras les sucede (y es también el objeto restringido de ciertas artes) que no pueden dar otra cosa que los efectos de primera intención. Si nos detenemos en ellos, encontramos que sólo existen al precio de alguna inconsecuencia, o de alguna imposibilidad o de algún prestigio, que pondrían en peligro una mirada prolongada, preguntas indiscretas o una curiosidad excesiva. Hay monumentos de arquitectura que proceden exclusivamente del deseo de levantar un decorado impresionante que sea visto desde un punto elegido, y esta tentación conduce con frecuencia al constructor a sacrificar determinadas cualidades, cuya ausencia y carencia aparecen si uno se aparta un poco del lugar favorable previsto. El público confunde demasiado a menudo el arte restringido del decorado, en el que las condiciones se establecen con relación a un lugar bien definido y limitado, y requieren una perspectiva única y una determinada iluminación, con el arte completo en el que la estructura, las relaciones, hechas sensibles, de la materia, de las formas y de las fuerzas son dominantes, reconocibles desde todos los puntos de vista del espacio, e introducen, de alguna manera, como una presencia del sentimiento de la masa, de la potencia estática, del esfuerzo y de los antagonismos musculares que nos identifican con el edificio por una cierta consciencia de todo nuestro cuerpo.
Pido disculpas por esta digresión. Vuelvo a esa Estética de la que decía que ha recibido de los hechos casi tantos desmentidos como ocasiones en las que ha creído poder dominar el gusto, juzgar definitivamente el mérito de las obras, imponerse a los artistas y al público, y obligar a la gente a amar lo que no amaban y aborrecer lo que amaban.
Pero únicamente echó por tierra su pretensión. Era mejor que su sueño. Su error, a mi entender, sólo se refería a ella misma y a su verdadera naturaleza, a su verdadero valor y a su función. Se creía universal, por el contrario, era maravillosamente ella misma, es decir, original. ¿Hay algo más original que oponerse a la mayoría de las tendencias, de los gustos y de las producciones existentes o posibles, que condenar la India y China, lo «gótico» y también lo morisco, y repudiar casi toda la riqueza del mundo por requerir y producir otra cosa: un objeto sensible de deleite que estuviera en un acuerdo perfecto con los recovecos y los juicios de la razón, y una armonía del instante con aquello que descubre con tiempo la duración?
En la época (que no ha prescrito) en la que surgieron grandes debates entre los poetas, unos defendiendo los versos llamados «libres», otros los versos de la tradición, que están sometidos a diversas reglas convencionales, me decía en ocasiones que la pretendida audacia de los unos, la pretendida servidumbre de los otros, no eran más que una cuestión de pura cronología, y que si hasta entonces sólo hubiera existido la libertad prosódica, y hubiéramos visto a algunas cabezas absurdas inventar de repente la rima y el alejandrino con cesura, hubiéramos gritado con locura o con la intención de mistificar al lector… Es bastante fácil, en las artes, concebir la permutación de los antiguos y los modernos, considerar a Racine como llegado un siglo después de Víctor Hugo…
Nuestra Estética rigurosamente pura me parece por lo tanto una invención que se ignora en tanto que tal, y se ha tomado por deducción invencible de algunos principios evidentes. Boileau creía dejarse guiar por la razón: era insensible a toda la extravagancia y particularidad de los preceptos. ¿Hay algo más caprichoso que la proscripción del hiato? ¿Algo más sutil que la justificación de las ventajas de la rima?
Observemos que no hay nada más natural y puede que más inevitable que tomar lo que parece simple, evidente y general por otra cosa que el resultado local de una reflexión personal. Todo lo que se cree universal es un efecto particular. Todo universo que formamos, responde a un punto único, y nos encierra.
Pero, lejos de quitar importancia a la Estética razonada, le reservo, por el contrario, un papel positivo y de la mayor importancia real. Una Estética emanada de la reflexión y de una voluntad continua de la comprensión de los fines del arte, que lleve su pretensión hasta prohibir ciertos medios o a prescribir condiciones para el goce lo mismo que para la producción de las obras, puede rendir y ha rendido, de hecho, inmensos servicios a determinado artista o a determinada familia de artistas, a título de participación, de formulario de un cierto arte (y no de todo arte). Da las leyes bajo las cuales es posible alinear las numerosas convenciones y de las cuales pueden derivarse las decisiones de detalle que una obra reúne y coordina. Tales fórmulas pueden, además, tener en ciertos casos virtud creadora, sugerir muchas ideas que nunca se hubieran tenido sin ellas. La restricción es inventiva al menos tantas veces como la superabundancia de las libertades puede serlo. No llegaré a decir con Joseph de Maistre que todo lo que incomoda al hombre le fortifica. Tal vez De Maistre no pensaba que hay zapatos demasiado estrechos. Pero, tratándose de las artes, me respondería, sin duda bastante bien, que los zapatos demasiado estrechos nos harían inventar nuevas danzas.
Se puede observar que considero lo que llamamos el Arte clásico, que es el Arte armonizado con la Idea de lo Bello, como una singularidad y no como la forma de Arte más general y más pura. No digo que no sea ese mi sentimiento personal, pero no doy a esta preferencia otro valor que el de ser mía.
El término idea previa que he utilizado significa, en mi pensamiento, que los preceptos elaborados por el teórico, el trabajo de análisis conceptual que ha realizado para pasar del desorden de los juicios al orden, del hecho al derecho, de lo relativo a lo absoluto, y de establecerse en una posesión dogmática, en lo más elevado de la consciencia de lo Bello, se convierten en utilizables en la práctica del Arte, a título de convención elegida entre otras igualmente posibles, por un acto no obligatorio, y no bajo la presión de una necesidad intelectual ineluctable, a la que no podemos sustraernos una vez que hemos comprendido de qué se trataba.
Pues lo que obliga a la razón sólo a ella obliga.
La razón es una diosa que creemos que vigila, pero que más bien duerme en alguna gruta de nuestro espíritu: algunas veces se nos aparece aconsejándonos calcular las diversas probabilidades de las consecuencias de nuestros actos. Nos sugiere, de vez en cuando (pues la ley de esas apariciones de la razón a nuestra consciencia es del todo irracional), simular una perfecta igualdad de nuestros juicios, una distribución de previsión exenta de preferencias secretas, un buen equilibrio de argumentos; y todo esto nos exige lo que más repugna a nuestra naturaleza: nuestra ausencia. Esta augusta Razón querría que intentáramos identificarnos con lo real con el fin de dominarlo, imperare imperando, pero somos reales nosotros mismos (o nada lo es), y lo somos especialmente cuando actuamos, lo que exige una tendencia, es decir, una desigualdad, es decir, una especie de injusticia, cuyo principio, casi invencible, es nuestra persona, que es singular y diferente de todas las demás, lo que es contrario a la razón. La razón ignora o asimila a las personas, que, en ocasiones, le pagan con la misma moneda. Se ocupa solamente de tipos y de comparaciones sistemáticas, de jerarquías ideales de valores, de enumeración de hipótesis simétricas, y todo ello, cuya formación la define, sucede en el pensamiento, y no en otra parte.
Pero el trabajo del artista, incluso en el espacio exclusivamente mental de ese trabajo, no puede reducirse a operaciones de pensamiento directriz. Por una parte, la materia, los medios, el momento mismo, y una multitud de accidentes (los cuales caracterizan lo real, al menos para el no filósofo) introducen en la fabricación de la obra una cantidad de condiciones que, no solamente tienen importancia en lo imprevisto y en lo indeterminado en el drama de la creación, sino que concurren a hacerla racionalmente inconcebible, pues la inscriben en el dominio de las cosas, donde se hace cosa; y de pensable pasa a ser sensible.
Por otra parte, quiéralo o no, el artista no puede en absoluto distanciarse del sentimiento de lo arbitrario. Procede de lo arbitrario hacia una cierta necesidad, y de un cierto desorden hacia un cierto orden; y no puede prescindir de la sensación constante de esa arbitrariedad y de ese desorden, que se oponen a lo que nace bajo sus manos y que se le aparece como necesario y ordenado. Es ese contraste el que le hace sentir que crea, puesto que no puede deducir lo que le llega de lo que tiene.
Su necesidad es por ello muy diferente de la del lógico. Está toda en el instante mismo de ese contraste, y obtiene su fuerza de las propiedades de ese instante de resolución, que se tratará de recuperar a continuación, o de transponer o de prolongar, secundum artem.
La necesidad del lógico proviene de una cierta imposibilidad de pensar, que no permite la contradicción: tiene por fundamento la conservación rigurosa de las convenciones de notación —definiciones y postulados—. Pero esto excluye del dominio dialéctico todo aquello que es indefinible o mal definible, todo aquello que no es esencialmente lenguaje, ni reductible a expresiones mediante el lenguaje. No existe contradicción sin dicción, es decir, fuera del discurso. El discurso es por consiguiente un fin para el metafísico, y no es más que un medio para el hombre que aspira a los actos. El metafísico, habiéndose preocupado en primer lugar de lo Verdadero, en lo cual ha puesto todas sus complacencias y al cual reconoce por su ausencia de contradicciones, cuando luego descubre la Idea de lo Bello, cuya naturaleza y consecuencias quiere desarrollar, no puede dejar de recordar la búsqueda de su Verdad; y he aquí que persigue bajo el nombre de lo Bello, algo Verdadero de segunda especie: inventa, sin percatarse, una Verdad de lo Bello; y de ese modo, como ya he dicho, separa lo Bello de los momentos y de las cosas, entre ellos los bellos momentos y las bellas cosas…
Cuando vuelve a las obras de arte, se siente tentado a juzgarlas según principios, pues su espíritu está domesticado para buscar la conformidad. Ante todo tiene que traducir su impresión en palabras, y enjuiciará con palabras, especulará sobre la unidad, la variedad y otros conceptos. Plantea la existencia de una Verdad en el orden del placer, conocible y reconocible por toda persona: decreta la igualdad de los hombres ante el placer, dictamina que hay verdaderos placeres y falsos placeres, y que pueden formarse jueces para decidir el derecho con toda infalibilidad.
No exagero. No cabe duda que la firme creencia en la posibilidad de resolver el problema de la subjetividad de los juicios en materia de arte y de gustos, haya estado más o menos establecida en el pensamiento de todos aquellos que han soñado, intentado o llevado a cabo la edificación de una Estética dogmática. Reconozcamos, Señores, que ninguno de nosotros escapa a esa tentación, y se desliza lo bastante a menudo de lo singular a lo universal, fascinado por las promesas del demonio dialéctico. Ese seductor nos hace desear que todo se reduzca y se acabe en términos categóricos, y que el Verbo se encuentre en el fin dé todas las cosas. Pero hay que responderle con esta simple observación: que la acción misma de lo Bello sobre alguien consiste en dejarle mudo.
Mudo, primero. Pero pronto observaremos esta extraordinaria consecuencia del efecto producido: si, sin la menor intención de juzgar, intentamos describir nuestras impresiones inmediatas del acontecimiento de nuestra sensibilidad que acaba de afectarnos, esta descripción exige de nosotros el empleo de la contradicción. El fenómeno nos obliga a estas expresiones escandalosas: la necesidad de lo arbitrario, la necesidad por lo arbitrario.
Situémonos entonces en el estado preciso: aquel al que nos transporta una obra que sea de aquellas que nos obligan a desearlas tanto más cuanto más las poseemos (no tenemos más que consultar nuestra memoria para encontrar, eso espero, un modelo de semejante estado). Nos encontraremos entonces una curiosa mezcla, o mejor, una curiosa alternancia de sentimientos nacientes, de los que creo que la presencia y el contraste son característicos.
Sentimos, por una parte, que la fuente o el objeto de nuestra voluntad nos viene tan bien que no podemos concebirla diferente. Incluso en ciertos casos de supremo contento comprobamos que nos transformamos, de una manera profunda, para convertimos en aquel cuya sensibilidad general es capaz de tal extremo o plenitud de delicia.
Pero no notamos menos, ni menos fuertemente, y como por otro sentido, que el fenómeno que causa y desarrolla en nosotros ese estado, y que nos inflige su potencia indivisible, habría podido no ser, e incluso, hubiera debido no ser, y se clasifica en lo improbable. Mientras que nuestro goce o nuestra alegría es fuerte como un hecho, la existencia y la formación del medio, del instrumento generador de nuestra sensación, nos parecen accidentales: esta existencia nos parece el efecto de un azar muy afortunado, de una suerte, de un don gratuito de la Fortuna. Es en aquello en que, observémoslo, se descubre una analogía particular entre el efecto de una obra de arte y el de un aspecto de la naturaleza, debido a algún accidente geológico, a una combinación pasajera de luz y de vapor de agua en el cielo, etc.
A veces, no podemos imaginar que un hombre como nosotros sea el autor de un bien tan extraordinario, y la gloria que le concedemos es la expresión de esta impotencia.
Ahora bien, ese sentimiento contradictorio existe en el grado más elevado en el artista: es una condición de toda obra. El artista vive en la intimidad de su arbitrariedad y en la espera de su necesidad. La pide en todo instante; la obtiene en las circunstancias más imprevistas, las más insignificantes, y no hay ninguna proporción, ninguna uniformidad de relación entre la grandeza del efecto y la importancia de la causa. Espera una respuesta absolutamente precisa (puesto que debe engendrar un acto de ejecución) a una pregunta esencialmente incompleta: desea el efecto que producirá en él aquello que de él puede nacer. En ocasiones el don precede a la petición, y sorprende a un hombre que se encuentra colmado, sin preparación. Ese caso de gracia repentina es el que manifiesta más fuertemente el contraste del que acabamos de hablar entre las dos sensaciones que acompañan a un mismo fenómeno; lo que nos parece haber podido no ser se impone a nosotros con la misma potencia de lo que no podía no ser, y que debía ser lo que es.
Les confieso, Señores, que nunca he podido adelantar más en mis reflexiones sobre estos problemas, a menos de arriesgarme más allá de las observaciones que podía hacer sobre mí. Si me he extendido sobre la naturaleza de la Estética propiamente filosófica, es porque nos ofrece el tipo mismo de un desarrollo abstracto aplicado o infligido a una diversidad infinita de impresiones concretas y complejas. De ello se deduce que no habla de aquello que cree hablar y de lo que, además, no está demostrado que se pueda hablar. En todo caso fue incontestablemente creadora. Trátese de las reglas del teatro, de las de la poesía, de los cánones de la arquitectura o de la sección áurea, la voluntad de configurar una Ciencia del arte, o al menos de instituir los métodos, y, de alguna manera, organizar un terreno conquistado, o que creemos definitivamente conquistado, ha seducido a los más grandes filósofos. Es por lo que antaño me sucedió el confundir esas dos razas, y tal desvío no ha dejado de valerme algunos reproches bastante severos. He creído ver en Leonardo un pensador, en Spinoza, un estilo de poeta o arquitecto. Sin duda me he equivocado. Sin embargo me parecía que la forma de expresión exterior de un ser fue a veces menos importante que la naturaleza de su deseo y el modo de encadenamiento de sus pensamientos.
Sea como fuere, no tengo necesidad de añadir que no he encontrado la definición que buscaba. No odio ese resultado negativo. Si hubiera encontrado esa buena definición, podría haberme sentido tentado a negar la existencia de un objeto que le corresponde, y pretender que la Estética no existe. Pero lo que es indefinible no es necesariamente negable. Nadie, que yo sepa, se ha vanagloriado de definir las Matemáticas, y nadie duda de su existencia. Algunos han intentado definir la vida; pero el éxito de su esfuerzo fue siempre bastante vano: la vida no lo es menos.
La Estética existe; e incluso hay estetas. Voy, para terminar, a proponerles algunas ideas o sugestiones, que tendrán a bien considerarlas como las de un ignorante o de un ingenuo, o una acertada combinación de ambos.
Vuelvo al montón de libros, de tratados o de memorias que he considerado y explorado hace poco, y en el que he encontrado la diversidad que ya saben. ¿No podríamos clasificarlos como voy a decir?
Formaré un primer grupo que bautizaré: Estésica, y pondré todo lo que se relaciona con el estudio de las sensaciones; pero más particularmente se colocarían los trabajos que tienen por objeto las excitaciones y las reacciones sensibles que no tienen un papel fisiológico uniforme y bien definido. Estas son, en efecto, las modificaciones sensoriales de las que el ser viviente puede prescindir, y de las que el conjunto (que contiene, a título de rarezas, las sensaciones indispensables o utilizables) es nuestro tesoro. En él reside nuestra riqueza. Todo el lujo de nuestras artes ha bebido de sus recursos infinitos.
Otro montón reuniría todo lo que concierne a la producción de las obras; y una idea general de la acción humana completa, desde sus raíces psíquicas y fisiológicas, hasta sus empresas sobre la materia o sobre los individuos, permitiría subdividir ese segundo grupo, que denominaría Poética, o mejor Poiética. En una parte el estudio de la invención y de la composición, el papel del azar, el de la reflexión, el de la imitación; el de la cultura y del medio; en otra parte, el examen y el análisis de las técnicas, procedimientos, instrumentos, materiales, medios y agentes de acción.
Esta clasificación es bastante burda. Es también insuficiente. Hace falta al menos un tercer montón en el que se acumularían las obras que tratan de los problemas en los que mi Estésica y mi Poiética se enredan.
Pero esta observación que me hago me hace temer que mi propósito sea ilusorio, y sospecho que cada una de las comunicaciones que se van a producir aquí demostrará su inanidad.
¿Qué me queda entonces de haber ensayado durante unos instantes el pensamiento estético, y puedo yo, a falta de una idea clara y resolutoria, al menos resumirme la multiplicidad de mis tanteos?
Ese examen retrospectivo sobre mis reflexiones sólo me aporta proposiciones negativas, notable resultado en suma. ¿No hay números que el análisis sólo define por negaciones?
Esto es lo que me digo:
Existe una forma de placer que no se explica; que no se circunscribe; que no se acantona ni en el órgano del sentido en el que nace, ni siquiera en el dominio de la sensibilidad; que difiere de naturaleza, de intensidad, de importancia y de consecuencia, según las personas, las circunstancias, las épocas, la cultura, la edad y el medio; que excita a acciones sin causa universalmente válida, y ordenadas para fines inciertos, a individuos distribuidos como al azar en el conjunto de un pueblo; y esas acciones engendran productos de orden diverso cuyo valor de uso y valor de cambio dependen muy poco de lo que son. Finalmente, última negativa: todo el trabajo que nos hemos tomado para definir, regularizar, reglamentar, medir, estabilizar o asegurar ese placer y su producción ha sido vano e infructuoso hasta el momento; pero como es necesario que todo, en ese campo, sea imposible de circunscribir, han sido vanas sólo imperfectamente, y su fracaso no ha dejado de ser en ocasiones curiosamente creador y fecundo…
No oso decir que la Estética es el estudio de un sistema de negaciones, si bien hay alguna brizna de verdad en ello. Si cogemos los problemas de frente, como en un cuerpo a cuerpo, problemas que son el del goce y el de la potencia para producir el goce, las soluciones positivas, e incluso los simples enunciados, nos desafían.
Deseo, por el contrario, expresar un pensamiento muy distinto. Veo en sus investigaciones un porvenir maravillosamente vasto y luminoso.
Considérenlo: todas las ciencias más desarrolladas invocan o reclaman hoy, incluso en su técnica, la ayuda o la cooperación de consideraciones o de conocimientos cuyo estudio exacto les pertenece a ustedes. Los matemáticos sólo hablan de la belleza de estructura de sus razonamientos y de sus demostraciones. Sus descubrimientos se desarrollan mediante la percepción de analogía de formas. Al término de una conferencia dada en el Instituto Poincaré, el Sr. Einstein dijo que para acabar su construcción ideal de símbolos, se había visto obligado a «introducir algunos puntos de vista de arquitectura»…
La Física, por otra parte, se encuentra en la actualidad en la crisis de la imaginería inmemorial que, desde siempre, le ofrecía la materia y el movimiento bien claros; el lugar y el tiempo, bien discernibles y reparables en cualquier escala; y disponía de las grandes facilidades que dan lo continuo y la similitud. Pero sus poderes de acción han superado todas las previsiones, y desbordan todos nuestros medios de representación figurada, invalidan incluso nuestra venerables categorías. Con todo la Física tiene nuestras sensaciones y nuestras percepciones por objeto fundamental. No obstante, las considera como sustancia de un universo exterior sobre el que tenemos alguna acción, y repudia o descuida aquellas de nuestras impresiones inmediatas a las que no puede hacer corresponder una operación que permite reproducirlas en condiciones «mensurables», es decir, vinculadas a la permanencia que atribuimos a los cuerpos sólidos. Por ejemplo, el color es solamente una circunstancia accesoria para el físico, únicamente retiene una indicación burda de frecuencia: en cuanto a los efectos de contraste, a los complementarios, y otros fenómenos del mismo orden, los aparta de sus caminos. Y se llega así a esta interesante constatación: en tanto que para el pensamiento del físico la impresión coloreada tiene el carácter de un accidente que se produce por tal valor o tal otro de una sucesión creciente e indefinida de números, el ojo del mismo sabio le ofrece un ejemplo restringido y cerrado de sensaciones que se corresponden dos a dos, de tal modo que si una se da con cierta intensidad y cierta duración, es inmediatamente seguida por la producción de la otra. Si alguien no hubiera visto nunca el verde, le bastaría mirar el rojo para conocerlo.
Me he preguntado a veces, pensando en las nuevas dificultades de la física, en todas las creaciones bastante inciertas que se ve obligada a hacer y rehacer todos los días, medio entidades, medio realidades, si, después de todo, la retina no tendría, también ella, sus opiniones sobre los fotones y su teoría de la luz, si los corpúsculos del tacto y las maravillosas propiedades de la fibra muscular y de su inervación no serían interesados muy importantes en el gran asunto de la fabricación del tiempo, del espacio y de la materia. La Física debería volver al estudio de la sensación y de sus órganos.
¿Pero no es todo esto Estésica? Y si introdujéramos en la Estésica ciertas desigualdades y ciertas relaciones, ¿no estaríamos muy próximos a nuestra indefinible Estética?
Acabo de invocar ante ustedes el fenómeno de los complementarios que nos muestra, de la manera más simple y más fácil de observar, una auténtica creación. Un órgano cansado por una sensación parece huirla al emitir una sensación simétrica. Encontraríamos, igualmente, cantidad de producciones espontáneas, que se nos ofrecen a título de complementos de un sistema de impresiones sentido como insuficiente. No podemos ver una constelación en el cielo sin preveer de inmediato el trazado que une a los astros, y no podemos oír sonidos bastante próximos sin establecer una consecuencia y encontrarle un efecto en nuestros aparatos musculares que sustituya la pluralidad de esos elementos distintos por un proceso de generación más o menos complicado.
Se encuentran allí otras tantas obras elementales. Quizá el Arte esté hecho de la combinación de tales elementos. La necesidad de completar, de responder, o por lo simétrico o por lo semejante, la de llenar un tiempo vacío o un espacio desnudo, la de colmar una laguna, una espera, o la de ocultar el presente desgraciado con imágenes favorables, tantas manifestaciones de una potencia que, multiplicada por las transformaciones que sabe operar el intelecto, armado de una multitud de procedimientos y de medios tomados de la experiencia de la acción práctica, ha podido elevarse a esas grandes obras de algunos individuos que alcanzan aquí y allá el grado más alto de necesidad que pueda obtener la naturaleza humana de la posesión de su arbitrariedad, como en respuesta a la variedad misma y a la indeterminación de todo lo posible que hay en nosotros.

miércoles, 26 de agosto de 2020

2 Cuestiones de poesía[2]. PAUL VALÉRY. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA.



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Cuestiones de poesía[2]

Desde hace unos cuarenta y cinco años he visto a la Poesía pasar por muchas tentativas, someterse a experiencias sumamente diversas, ensayar vías desconocidas, volver en ocasiones a ciertas tradiciones; participar, en suma, en las bruscas fluctuaciones y en el régimen de frecuente novedad que parecen característicos del mundo actual. La riqueza y la fragilidad de las combinaciones, la inestabilidad de los gustos y las transmutaciones rápidas de valores, en fin, la creencia en los extremos y la desaparición de lo duradero son los rasgos de esta época, que serían todavía más sensibles si no respondieran muy exactamente a nuestra propia sensibilidad, que se hace cada vez más obtusa.
Durante este último medio siglo se han pronunciado una sucesión de fórmulas o de modas poéticas, desde el tipo estricto y fácilmente definible del Parnaso, hasta las producciones más disolutas y las tentativas más auténticamente libres. Es conveniente, y es importante, añadir a este conjunto de invenciones, ciertas recuperaciones, a menudo muy afortunadas: imitaciones, en los siglos XVI, XVII y XVIII, de formas puras o cultas, cuya elegancia es quizás imprescriptible.
Todas esas investigaciones se han instituido en Francia, lo que es bastante notable, al tener fama este país de poco poético, a pesar de haber dado más de un poeta de renombre. Es cierto que, desde hace aproximadamente trescientos años, se ha enseñado a los franceses a desconocer la verdadera naturaleza de la poesía y a tomar por caminos que conducen en dirección contraria a su morada. Enseguida lo demostraré fácilmente. Lo cual explica porqué los accesos de poesía que, de vez en cuando, se han dado entre nosotros, han debido producirse en forma de revuelta o de rebelión, o bien, por el contrario, se han concentrado en un pequeño número de cabezas fervientes, celosas de sus secretas certidumbres.
Pero, en esta misma nación poco melodiosa, se ha manifestado, durante el último cuarto de siglo pasado, una sorprendente riqueza de invenciones líricas. Hacia 1875, vivo todavía Victor Hugo, accediendo a la gloria Leconte de Lisle y los suyos, hemos visto nacer los nombres de Verlaine, de Stéphane Mallarmé, de Arthur Rimbaud, esos tres Reyes Magos de la poética moderna, portadores de presentes tan preciosos y de aromas tan raros que el tiempo transcurrido desde entonces no ha alterado ni el brillo ni la potencia de esos dones extraordinarios.
La extrema diversidad de sus obras añadida a la variedad de los modelos ofrecidos por los poetas de la generación precedente ha permitido y permite concebir, sentir y practicar la poesía en una formidable cantidad de maneras muy diferentes. Hoy los hay que siguen sin duda a Lamartine, otros prolongan a Rimbaud. La misma persona puede cambiar de gusto y estilo, quemar a los veinte años lo que adoraba a los diez y seis, no sé qué íntima trasmutación permite deslizar de un maestro a otro el poder de encantar. El aficionado a Musset se afina y lo abandona por Verlaine. Alguien, precozmente alimentado de Hugo, se dedica por entero a Mallarmé.
Tales pasajes intelectuales se hacen, en general, en un cierto sentido antes que en el otro, que es mucho menos probable: debe ser rarísimo que el Bateau ivre transporte a la larga a Le Lac. En revancha, no puede perderse por amor a la pura y dura Hérodiade el gusto por la Priere d’Esther.
Esos desafectos, esos flechazos del amor o de la gracia, esas conversiones y sustituciones, esa posibilidad de estar sucesivamente sensibilizados por la acción de los poetas incompatibles son fenómenos literarios de primera importancia. Nunca se habla de ello.
Pero ¿de qué hablamos al hablar de «Poética»?
Admiro que no exista aspecto de nuestra curiosidad en el cual la observación de las cosas mismas esté más descuidada.
Sé que es así en toda disciplina en la que se puede temer que la mirada completamente pura distraiga o desencante su objeto. He visto, no sin interés, el excitado descontento por lo que no hace mucho he escrito sobre la Historia, que se reducía a simples constataciones que todo el mundo puede hacer. Esa pequeña ebullición era muy natural y fácil de prever, ya que es más fácil reaccionar que reflexionar, y que ese mínimum debe necesariamente triunfar en la mayor parte de los espíritus. En cuanto a mí, me cuido siempre de seguir ese arrebato de las ideas que huye al objeto observable, y, de signo en signo, vuela a enardecer el sentimiento particular… Considero que hay que desaprender a sólo considerar lo que la costumbre y, sobre todo, la más poderosa de todas, el lenguaje, nos hacen considerar. Hay que intentar detenerse en otros puntos que los indicados por las palabras, es decir, por los otros.
Así pues voy a intentar mostrar cómo la costumbre trata a la Poesía, y cómo hace de ella lo que no es, a expensas de lo que es.
No podemos decir casi nada sobre la «Poesía» que no sea directamente inútil para todas las personas en cuya vida íntima esta singular potencia que la hace desear o darse a conocer se pronuncia como una pregunta inexplicable de su ser, o bien como su respuesta más pura.
Esas personas sienten la necesidad de lo que comúnmente no sirve para nada, y perciben una especie de rigor en ciertas combinaciones de palabras completamente arbitrarias para otros ojos.
Las mismas no se dejan con facilidad enseñar a amar lo que no aman, ni a no amar lo que aman: algo que fue, antes y ahora, el esfuerzo principal de la crítica.
En cuanto a aquellos que de la Poesía no sienten fuertemente ni la presencia ni la ausencia, no es, sin duda, para ellos más que algo abstracto y misteriosamente admitido: algo tan vano como se quiera —aunque una tradición que es conveniente respetar atribuye a esta entidad uno de esos valores indeterminados, como algunos que fluctúan en el espíritu público—. La consideración que se le otorga a un título de nobleza en una nación democrática puede servir aquí dé ejemplo.
Valoro de la esencia de la Poesía que sea, según las diversas naturalezas de los espíritus, o de valor nulo o de importancia infinita: lo que la asimila al mismo Dios.
Entre esos hombres sin gran apetito de Poesía, que no sienten la necesidad y que no la habrían inventado, la desgracia quiere que figuren un buen número de aquellos cuyo cargo o destino es juzgar, discurrir, excitar y cultivar el gusto; y, en suma, dispensar lo que no tienen. Con frecuencia le dedican toda su inteligencia y todo su celo: cuyas consecuencias hay que temer.
Se ven inevitablemente o conducidos u obligados a considerar bajo el nombre magnífico y discreto de «Poesía» objetos muy diferentes de aquel del que piensan que se ocupan. Todo les es válido, sin ellos saberlo, para esquivar o eludir inocentemente lo esencial. Les es válido todo lo que no lo es.
Se enumeran, por ejemplo, los medios aparentes de los que se sirven los poetas; se marcan las frecuencias y las ausencias en su vocabulario; se denuncian sus imágenes favoritas; se señalan las semejanzas de una y otra, y las imitaciones. Algunos intentan restituir sus secretos designios, y leer, en una engañosa transparencia, las intenciones o las alusiones en sus obras. Escrutan gustosamente, con una complacencia que deja ver cómo se extravían, lo que se sabe (o que se cree saber) de la vida de los autores, como si de ésta se pudiera conocer la verdadera deducción íntima y por otra parte como si las bellezas de la expresión, el acorde delicioso, siempre… providencial, de los términos y de los sonidos, fueran los efectos bastante naturales de las vicisitudes encantadoras o patéticas de una existencia. Pero todo el mundo ha sido feliz o desgraciado; y los extremos de la alegría lo mismo que aquellos del dolor no les han sido negados a las más toscas y menos melodiosas de las almas. Sentir no supone hacer sensible —y todavía menos: bellamente sensible…
¿No es admirable que se busquen y se encuentren tantas maneras de tratar un tema sin tan siquiera rozar el principio, y demostrando por los métodos que se emplean, por los modos de la atención que se aplican, e incluso por el trabajo que se infligen, un desconocimiento pleno y perfecto de la verdadera cuestión?
Más aún: en la cantidad de eruditos trabajos que, desde hace siglos, se han consagrado a la Poesía, vemos maravillosamente pocos (y digo «pocos» para no ser absoluto) que no impliquen una negación de su existencia. Los caracteres más sensibles, los problemas más reales de este arte tan compuesto están así exactamente ofuscados por la clase de miradas que se fijan en él.
¿Qué se hace? Se trata al poema como si fuera divisible (y debiera serlo) en un discurso de prosa que se basta a sí mismo y consiste por sí mismo, o bien en un fragmento de una música particular, más o menos próxima a la música propiamente dicha, como la que puede producir la voz humana. Pero la nuestra no se eleva hasta el canto, el cual, por lo demás, no conserva las palabras, no se dedica más que a las sílabas.
En cuanto al discurso de prosa —es decir: discurso que puesto en otros términos desempeñaría la misma función—, a su vez es dividido. Se considera que se descompone, por una parte, en un pequeño texto (que puede reducirse en ocasiones a una sola palabra o al título de la obra) y, por otra parte, en una cantidad cualquiera de palabra accesoria: ornamentos, imágenes, figuras, epítetos, «detalles bellos», cuya característica común es poder ser introducidos, multiplicados, suprimidos ad libitum…
Y en cuanto a la música de poesía, esa música particular de la que hablaba, para unos es imperceptible, para la mayoría, desdeñable, para algunos, objeto de investigaciones abstractas, en ocasiones sabias, generalmente estériles. Sé que se han dedicado honorables esfuerzos contra las dificultades de esta materia; pero me temo que las fuerzas hayan sido mal aplicadas. Nada más engañoso que los métodos llamados «científicos» (y las medidas o en particular los registros) que permiten siempre responder con un «hecho» a una pregunta incluso absurda o mal planteada. Su valor (como el de la lógica) depende de la manera de utilizarlos. Las estadísticas, los trazados sobre la cera, las observaciones cronométricas que se invocan para resolver preguntas de origen o de tendencia completamente «subjetivos», expresan algo —pero en este caso sus oráculos, lejos de sacarnos del apuro y de cerrar toda discusión, no hacen sino introducir, bajo las apariencias y el aparato del material de la física, toda una metafísica ingenuamente encubierta.
Por más que contemos los pasos de la diosa, anotemos la frecuencia y la longitud media, no extraemos el secreto de su gracia instantánea. No hemos visto, hasta ahora, que la loable curiosidad que se ha prodigado para escrutar los misterios de la música propia del lenguaje «articulado» nos haya aportado producciones de nueva y capital importancia. Pero ahí reside todo. La única prueba del saber real es el poder: poder de hacer o poder de predecir. Todo el resto es Literatura…
Sin embargo he de reconocer que esas investigaciones que encuentro poco fructuosas al menos tienen el mérito de perseguir la precisión. La intención es excelente… El aproximadamente contenta con facilidad a nuestra época, siempre que la materia no está en juego. Nuestra época se siente a la vez más precisa y más superficial que ninguna otra: más precisa a su pesar, más superficial por sí sola. El accidente le resulta más precioso que la sustancia. Las personas le divierten y el hombre le aburre; y teme por encima de todo ese bienaventurado tedio, que en tiempos más tranquilos, y más vacíos, nos engendraba profundos, difíciles y deseables lectores. ¿Quién, y para quién, sopesaría hoy sus menores palabras? Qué Racine interrogaría a su Boileau familiar para obtener la licencia de sustituir por la palabra miserable la palabra infortunado, en un verso, lo cual no le fue concedido.
Puesto que me propongo separar un poco la Poesía de tanta prosa y espíritu de prosa que la abruma y la vela de conocimientos inútiles para el conocimiento y posesión de su naturaleza, bien puedo observar el efecto que esos trabajos producen sobre más de un espíritu de nuestra época. Sucede que el hábito de la exactitud extrema alcanzada en ciertos campos (convertida en familiar para la mayoría debido a la mucha aplicación en la vida práctica), tiende a convertir en vanas, si no insoportables, muchas especulaciones tradicionales, muchas tesis y teorías, que, sin duda, pueden todavía entretenernos, irritarnos un poco el intelecto, hacer escribir, e incluso hojear, más de un libro excelente, pero de los que sentimos, por otra parte, que nos bastaría una mirada un poco más activa, o algunas preguntas imprevistas, para ver cómo se resuelven en simples posibilidades verbales las ilusiones abstractas, los sistemas arbitrarios y las vagas perspectivas. En lo sucesivo todas las ciencias que cuentan únicamente con lo que dicen se encuentran «virtualmente» depreciadas por el desarrollo de aquellas en las que se comprueban y utilizan a cada instante los resultados.
Imaginemos pues los juicios que pueden surgir en una inteligencia acostumbrada a cierto rigor cuando se le proponen ciertas «definiciones» y ciertos «desarrollos» que pretenden introducirla en la comprensión de las Letras y en particular de la Poesía. ¿Qué valor conceder a los razonamientos que se hacen sobre el «Clasicismo», el «Romanticismo», el «Simbolismo», etc., cuando tanto nos costaría unir los caracteres singulares y las cualidades de ejecución, que son el premio y asegurarían la conservación de determinada obra en estado vivo, a las pretendidas ideas generales y a las tendencias «estéticas» que se presume designan esos bellos nombres? Son términos abstractos y aceptados: pero convenciones que no son otra cosa que «cómodas», ya que el desacuerdo de los autores sobre sus significados es, de alguna manera, un requisito indispensable, y parecen hechos para provocarlo y dar pretexto a infinitas disensiones.
Es demasiado evidente que todas esas clasificaciones y esas opiniones ligeras nada añaden al goce de un lector capaz de amor, ni acrecientan en un hombre enterado la inteligencia de los medios que los maestros han empleado: no enseñan ni a leer ni a escribir. Además, apartan y eximen al espíritu de los problemas reales del arte; y sin embargo permiten a muchos ciegos discurrir admirablemente sobre el color. ¡Cuántas facilidades se escribieron por la gracia de la palabra «Humanismo», y qué de necedades para hacer creer a la gente en la invención de la «Naturaleza» por Rousseau!… Claro es que una vez adoptadas y absorbidas por el público, entre mil fantasmas que le ocupan vanamente, esas apariencias de pensamientos adquieren un modo de existencia y dan pretexto y materia a una multitud de combinaciones de cierta originalidad escolar. Se descubre ingeniosamente un Boileau. En Víctor Hugo, un romántico en Corneille, un «psicólogo» o un realista en Racine… Todas ellas cosas que no son ni verdaderas ni falsas —y que por lo demás no pueden serlo.
Admito que no se haga ningún caso de la literatura en general, y de la poesía en particular. La belleza es una cuestión privada; la impresión de reconocerla y sentirla en un instante determinado es un accidente más o menos frecuente en una existencia, como sucede con el dolor y la voluptuosidad, pero más casual aún. Nunca es seguro que un objeto concreto nos seduzca, ni que habiendo agradado (o desagradado) en tal ocasión, nos guste (o disguste) en otra. Esta incertidumbre que desbarata todos los cálculos y todos los cuidados y que permite todas las combinaciones de las obras con los individuos, todos los desalientos y todas las idolatrías, hace que la suerte de los escritos participe de los caprichos, de las pasiones y variaciones de cualquier persona. Si alguien realmente aprecia determinado poema, se le admite que hable de ello como de un afecto personal —si es que habla—. He conocido a hombres tan celosos de aquello que admiraban tan perdidamente que soportaban mal el que otros estuvieran prendados e incluso que lo conocieran, considerando que el reparto deterioraba su amor. Preferían ocultar que difundir sus libros preferidos, tratándolos (en detrimento de la gloria general de los autores, y en provecho de su culto), como los sabios maridos de Oriente a sus esposas, a las que rodean de secreto.
Pero si se quiere, como requiere la costumbre, hacer de las Letras una especie de institución de utilidad pública, asociar al renombre de una nación —que es, en resumen, un valor de Estado— los títulos de «obras maestras», que deben inscribirse al lado de los nombres de sus victorias, y si, convirtiendo en medios de educación los instrumentos de placer espiritual, se asigna a esas creaciones una función de importancia en la formación y clase de los jóvenes, además hay que tener cuidado de no corromper con ello el exacto y verdadero sentido del arte. Esa corrupción consiste en sustituir por precisiones vanas y exteriores o por opiniones convencionales la precisión absoluta del placer o del interés directo que provoca una obra, para hacer de esta obra un reactivo al servicio del control pedagógico, una materia de desarrollos parásitos, un pretexto para problemas absurdos…
Todas esas intenciones concurren al mismo efecto: esquivar las cuestiones reales, organizar un error…
Cuando contemplo lo que se hace con la Poesía, lo que se le pide, lo que se contesta a su respecto, la idea que de ella se da en los estudios (y un poco en general), mi espíritu, que se considera (sin duda como consecuencia de la naturaleza íntima de los espíritus) el más simple de los espíritus posibles, se asombra «hasta el límite del asombro».
Se dice: no veo nada en todo esto que me permita leer mejor este poema, aplicarlo mejor para mi goce; ni concebir más distintamente la estructura. Se me incita a algo muy distinto, y se busca todo para apartarme de lo divino. Se me enseñan fechas, biografía, se me entretiene con querellas, con doctrinas que poco me importan, cuando del canto y del arte sutil de la voz portadora de ideas se trata… ¿Dónde se encuentra lo esencial en esas palabras y en esas tesis? ¿Qué se hace con lo que se observa inmediatamente en un texto, con las sensaciones que se las ha arreglado para producir? Llegará el momento de tratar de la vida, de los amores y de las opiniones del poeta, de sus amigos y de sus enemigos, de su nacimiento y de su muerte, cuando hayamos avanzado lo bastante en el conocimiento poético de su poema, es decir, cuando nos hayamos hecho instrumento de la cosa escrita, de manera que nuestra voz, nuestra inteligencia y todos los resortes de nuestra sensibilidad se hayan adaptado para dar vida y poderosa presencia al acto de creación del autor.
A la menor pregunta concreta surge el carácter superficial y vano de los estudios y de las enseñanzas sobre los que acabo de asombrarme. Mientras escucho esas disertaciones en las que no faltan ni los «documentos» ni las sutilezas, no puedo menos de pensar que ni siquiera sé qué es una Frase… Varío en lo que entiendo por un Verso. He leído o forjado veinte «definiciones» del Ritmo, de las que no apruebo ninguna… ¡Qué digo!… Si solamente me detengo a pensar qué es una Consonante, me pregunto, consulto, y no recojo sino apariencias de conocimiento nítido, distribuido en veinte pareceres contradictorios…
Si se me ocurre ahora informarme de esas funciones, o mejor de esos abusos del lenguaje, que se agrupan bajo el nombre vago y general de «figuras», sólo encuentro los vestigios abandonados del muy imperfecto análisis que intentaron los Antiguos de esos fenómenos «retóricos». Ahora bien, esas figuras, tan descuidadas por la crítica de los modernos, desempeñan un papel de primera importancia, no solamente en la poesía declarada y organizada, sino también en ésa poesía perpetuamente activa y organizada que atormenta el vocabulario fijo, dilata o restringe el sentido de las palabras, opera sobre ellas por simetrías o por conversiones, altera a cada instante los valores de esa moneda fiduciaria; y unas veces por las bocas del pueblo, otras veces por las necesidades imprevistas de la expresión técnica, o bien bajo la pluma vacilante del escritor, engendra esa variación de la lengua que la convierte insensiblemente en otra. Nadie parece haberse ni siquiera propuesto reanudar ese análisis. Nadie busca en el examen en profundidad de esas sustituciones, de esas contraídas notaciones, de esos pensados menosprecios y de esos expedientes, hasta ahora tan vagamente definidos por los gramáticos, las propiedades que suponen y que no pueden ser muy diferentes de aquellas que en ocasiones evidencia el genio geométrico y su arte para crearse instrumentos de pensamiento cada vez más ágiles y penetrantes. El Poeta, sin saberlo, se mueve en un orden de relaciones y de transformaciones posibles, de las que no percibe o no persigue más que los efectos momentáneos y particulares que tienen importancia en determinado estado de su operación interior.
Admito que las investigaciones de esta clase son terriblemente difíciles y que su utilidad sólo puede manifestarse a pocos espíritus; y concedo que es menos abstracto, más fácil, más «humano», más «vivo», desarrollar consideraciones sobre las «fuentes», las «influencias», la «psicología», los «medios» y las «inspiraciones» poéticas que consagrarse a los problemas orgánicos de la expresión y de sus efectos. No niego el valor ni pongo en duda el interés de una literatura que tiene a la Literatura misma como decorado y a los autores mismos como sus personajes, pero he de constatar que no he encontrado gran cosa que pueda servirme positivamente. Eso está bien para conversaciones, discusiones, conferencias, exámenes o tesis, y todos los temas exteriores de ese género —cuyas exigencias son bien distintas de las del mano a mano despiadado entre el querer y el poder de alguien—. La Poesía se forma o se comunica en el abandono más puro o en la espera más profunda: si se toma por objeto de estudio es ahí donde hay que mirar: en el ser, y muy poco en sus alrededores.
¡Qué sorprendente es —me dice todavía mi espíritu de simplicidad— que una época que impulsa hasta un punto increíble, en la fábrica, en la construcción, en la palestra, en el laboratorio o en las oficinas, la disección del trabajo, la economía y eficacia de los actos, la pureza y limpieza de las operaciones, rechace en las artes las ventajas de la experiencia adquirida, rehúse invocar otra cosa que la improvisación, el fuego del cielo, el recurso al azar bajo diversos nombres halagüeños!… En ninguna época se ha marcado, expresado, afirmado e incluso proclamado con más fuerza, el desprecio de lo que garantiza la perfección propia de las obras, les da mediante las relaciones de sus partes la unidad y la consistencia de la forma, y todas las cualidades que los golpes más acertados no pueden conferirles. Pero somos instantáneos. Demasiadas metamorfosis, y revoluciones de todas clases, demasiadas transmutaciones rápidas de gustos en disgustos y de cosas en mofa en cosas que no tienen precio, demasiados valores demasiado diversos simultáneamente dados nos acostumbran a contentarnos con los primeros términos de nuestras impresiones. ¿Y cómo soñar en nuestros días con la duración, especular sobre el porvenir, querer legar? Nos parece bastante vano tratar de resistir al «tiempo» y ofrecer a desconocidos que vivirán dentro de doscientos años modelos que puedan conmoverlos.
Encontramos casi inexplicable que tantos grandes hombres hayan pensado en nosotros y que quizás se hayan convertido en grandes hombres por haberlo hecho. En fin, todo nos parece tan precario y tan inestable en todas las cosas, tan necesariamente accidental, que hemos llegado a hacer de los accidentes de la sensación y de la consciencia menos consistente, la sustancia de muchas obras.
En resumen, la superstición de la posteridad, abolida; la preocupación del mañana, disipada; la composición, la economía de medios, la elegancia y la perfección, imperceptibles para un público menos sensible y más ingenuo que en otro tiempo. Es bastante natural que el arte de la poesía y la inteligencia de ese arte se vean (como tantas otras cosas) afectados hasta el punto de impedir toda previsión, e incluso toda imaginación, de su destino incluso próximo. La suerte de un arte está vinculada, por una parte, a la de sus medios naturales, por otra, a la de los espíritus que se pueden interesar, y que encuentran en él la satisfacción de una verdadera necesidad. Hasta ahora, y desde la más lejana antigüedad, la lectura y la escritura eran las únicas formas de intercambio así como los únicos procedimientos de trabajo y de conservación de la expresión mediante el lenguaje. Ya no podemos responder de su futuro. En cuanto a los espíritus, vemos que están solicitados y seducidos por tantos prestigios inmediatos, tantos excitantes directos que les aportan sin esfuerzo las sensaciones más intensas, y les representan la vida misma y la naturaleza en todo, que podemos poner en duda si nuestros nietos encontrarán el menor sabor a las gracias caducas de nuestros más extraordinarios poetas, y a toda la poesía en general.
Siendo mi intención demostrar por la manera en que la Poesía está generalmente considerada hasta qué punto es generalmente desconocida —víctima lamentable en ocasiones de las más poderosas inteligencias, aunque carecen de discernimiento en cuanto a ella—, debo proseguir y dejarme llevar a algunas precisiones.
Citaré en primer lugar al gran d’Alembert: «Esta es, me parece, escribe, la ley rigurosa, pero justa, que nuestro siglo impone a los poetas: ya sólo reconoce como bueno en verso lo que encontraría excelente en prosa».
Esta sentencia es de aquellas en las que lo contrario es exactamente aquello que pensamos que hay que pensar. A un lector de 1760 le habría bastado formular lo contrario para encontrar lo que debía buscarse y disfrutarse en el curso bastante cercano de los tiempos. No digo que d’Alembert se equivocó, ni su siglo. Digo que él creía hablar de Poesía, mientras que bajo ese nombre pensaba en una cosa muy distinta.
¡Bien sabe Dios si desde el enunciado de ese «Teorema de d’Alembert», los poetas se han desvivido para contradecirlo!…
Unos, impulsados por el instinto, han huido, en sus obras, muy lejos de la prosa. Se han deshecho, acertadamente incluso, de la elocuencia, de la moral, de la historia, de la filosofía y de todo aquello que no se desarrolla en el intelecto sino a expensas de las especies de la palabra.
Otros, un poco más exigentes, han intentado, mediante un análisis cada vez más fino y preciso del deseo y del goce poéticos y de sus resortes, construir una poesía que nunca pudiera reducirse a la expresión de un pensamiento, ni traducirse, sin perecer, a otros términos. Supieron que la transmisión de un estado poético que compromete a todo el ser sintiente es una cosa distinta que la de una idea. Comprendieron que el sentido literal de un poema no es, y no cumple, todo su fin; que no es por lo tanto necesariamente único.
Sin embargo, pese a investigaciones y creaciones admirables, el hábito adquirido de juzgar los versos según la prosa y su función, de evaluarlos, en cierto sentido, según la cantidad de prosa que contienen; el temperamento nacional más y más prosaico a partir del siglo XVI; los sorprendentes errores de la enseñanza literaria; la influencia del teatro y de la poesía dramática (es decir, de la acción, que es esencialmente prosa) perpetúan muchos absurdos y muchas prácticas que testimonian la ignorancia más manifiesta de las condiciones de la poesía.
Sería fácil redactar una tabla de los «criterios» del espíritu antipoético. Sería la lista de las maneras de tratar un poema, de juzgarlo y de hablar de él, maniobras directamente opuestas a los esfuerzos del poeta. Trasladadas a la enseñanza, en la que son imperativas, esas vanas y bárbaras operaciones tienden a arruinar desde la infancia el sentido poético, y hasta la noción del placer que podría dar.
Distinguir en el verso el fondo y la forma, un tema y un desarrollo, el sonido y el sentido; considerar la rítmica, la métrica y la prosodia como naturalmente y fácilmente separables de la expresión verbal misma, de las palabras mismas y de la sintaxis, he ahí otros tantos síntomas de no comprensión o de insensibilidad en materia poética. Poner o hacer poner en prosa un poema; hacer de un poema un material de instrucción o de exámenes, no son menores actos de herejía. Es una verdadera perversión ingeniárselas así para tomar en sentido contrario los principios de un arte, cuando se trataría, por el contrario, de introducir a los espíritus en un universo de lenguaje que no es el sistema común de los intercambios de signos por actos o ideas. El poeta dispone de las palabras muy diferentemente de lo que lo hacen la costumbre y la necesidad. Son sin duda las mismas palabras, pero en absoluto los mismos valores. Es el no-uso, el no decir «que llueve» es su quehacer, y todo lo que afirma, todo lo que demuestra que no habla en prosa es bueno para él. Las rimas, la inversión, las figuras desarrolladas, las simetrías y las imágenes, todo ello, hallazgos o convenciones, son otros tantos medios de oponerse a la vertiente prosaica del lector (lo mismo que las famosas «reglas» del arte poético producen el efecto de recordar incesantemente al poeta el universo complejo de este arte). La imposibilidad de reducir a prosa su obra, de decirla, o de comprenderla en tanto que prosa son condiciones imperiosas de existencia, fuera de las cuales esta obra no tiene poéticamente ningún sentido.
Después de tantas proposiciones negativas, debería ahora entrar en lo positivo del tema, pero me parecería poco apropiado hacer preceder una recopilación de poemas, en donde aparecen las tendencias y las formas de ejecución más diferentes, de una exposición de ideas muy personales, pese a mis esfuerzos por mantener y componer observaciones y razonamientos que todo el mundo puede rehacer. Nada más difícil que no ser uno mismo o que no serlo más que hasta donde se quiere.

martes, 25 de agosto de 2020

Paul Valéry Teoría poética y estética. 1 Introducción al conocimiento de la diosa[1]


           
En la actividad creadora de Paul Valéry (1871-1945) tuvo un lugar importante la reflexión sobre la poesía y la estética. Se puso de relieve en artículos, prólogos y conferencias que, con la densidad y penetración que caracterizaron al autor, fueron configurando una verdadera teoría estética y poética. Valéry huye de los lugares comunes, de los usos sociales políticos, pedagógicos, institucionales… de la poesía, en la búsqueda de aquello que le es propio y necesario para ser poesía.




Paul Valéry

 Teoría poética y estética

 













  

 1

Introducción al conocimiento de la diosa[1]

Una duda ha desaparecido del espíritu desde hace unos cuarenta años. Una demostración definitiva ha vuelto a relegar entre los sueños la antigua ambición de la cuadratura del círculo. Felices los geómetras, que resuelven de vez en cuando semejante nebulosa de su sistema; pero los poetas lo son menos; todavía no se han cerciorado de la imposibilidad de cuadrar todo pensamiento en una forma poética.
Como las operaciones que llevan al deseo a construirse una figura de lenguaje, armoniosa e inolvidable, son muy secretas y muy complejas, todavía es lícito —lo será siempre— dudar si la especulación, la historia, la ciencia, la política, la moral, la apologética (y, en general, todos los temas de la prosa), pueden tomar por apariencia la apariencia musical y personal de un poema. Solamente sería una cuestión de talento: ninguna interdición absoluta. La anécdota y su moralidad, la descripción y la generalización, la enseñanza, la controversia: no veo materia intelectual que no se haya visto a lo largo de los tiempos forzada al ritmo y sometida por el arte a extrañas, a divinas exigencias.
Al no estar elucidados ni el objeto exacto de la poesía ni los métodos para dar con él, callando aquellos que los conocen, disertando aquellos que los ignoran, toda nitidez sobre estas cuestiones sigue siendo individual, está permitida la mayor contrariedad en las opiniones, y existen, para cada una de ellas, ilustres ejemplos de experiencias difíciles de controvertir.
Gracias a esta incertidumbre, la producción de poemas aplicados a los temas más diversos ha perseverado hasta nosotros; incluso las más grandes obras versificadas, las más admirables, tal vez, que se nos han transmitido, pertenecen al orden didáctico o histórico. De natura rerum, las Geórgicas, la Eneida, La Divina Comedia, La leyenda de los siglos… extraen una parte de su sustancia y de su interés a las nociones que habría podido recibir la prosa más indiferente. Pueden traducirse sin volverlas insignificantes. Luego era de presentir que llegaría un tiempo en que los vastos sistemas de esta especie cederían a la diferenciación. Puesto que podemos leerlas de varias maneras independientes entre sí, o desunirlas en distintos momentos de nuestra atención, esta pluralidad de lecturas debía conducir un día a una especie de división del trabajo. (Es así como la consideración de un cuerpo cualquiera ha exigido, con el correr del tiempo, la diversidad de las ciencias).
Por último vemos, hacia la mitad del siglo XIX, afirmarse en nuestra literatura una notable voluntad de aislar definitivamente la Poesía de cualquier otra esencia ajena. Semejante preparación de la poesía en estado puro había sido predicha y recomendada con la mayor precisión por Edgar Poe. No es por tanto sorprendente ver como se inicia en Baudelaire ese intento de una perfección preocupada sólo de sí misma.
Al mismo Baudelaire corresponde otra iniciativa. El primero entre nuestros poetas sufre, invoca, interroga a la Música. Con Berlioz y con Wagner, la música romántica había perseguido los efectos de la literatura. Los consiguió superiormente; lo que es fácil de concebir, pues la violencia, si no el frenesí, la exageración de profundidad, de angustia, de brillo o de pureza que eran del gusto de aquellos tiempos, apenas se traducen en el lenguaje sin arrastrar con ellos un sinfín de necedades y de ridículos insolubles en la duración; esos elementos de ruina son menos sensibles en los músicos que en los poetas. Es, tal vez, que la música arrastra con ella una clase de vida que nos impone mediante lo físico, en tanto que los monumentos de la palabra nos requieren, por el contrario, que se la prestemos…
Sea como fuere, llegó una época para la poesía en la que se sintió empalidecer y desvanecer ante las energías y los recursos de la orquesta. El más rico, el más resonante poema de Hugo, está lejos de comunicar a su auditor esas ilusiones extremas, esos estremecimientos, esos transportes; y, en el orden quasi intelectual, esas fingidas lucideces, esos tipos de pensamiento, esas imágenes de una extraña matemática ejecutada, que libera, dibuja o fulmina la sinfonía; que ella extenúa hasta el silencio, o que ella aniquila de improviso, dejando tras sí en el alma la extraordinaria impresión de la omnipotencia y de la mentira… Nunca, quizá, han parecido tan específicamente amenazadas la confianza que los poetas depositan en su genio particular, las promesas de eternidad que han recibido desde la juventud del mundo y del lenguaje, su posesión inmemorial de la lira, y ese primer puesto que se precian de ocupar en la jerarquía de los servidores del universo. Salían abrumados de los conciertos. Abrumados, embelesados; como si, transportados al séptimo cielo, por un cruel favor se les hubiera arrebatado hasta esa altura sólo para que conocieran una luminosa contemplación de posibilidades prohibidas y de maravillas inimitables. Cuanto más agudas e incontestables sentían esas imperiosas delicias, más presente y desesperado era el sufrimiento de su orgullo.
El orgullo los aconsejaba. Él es, en los hombres de espíritu, una necesidad vital.
Inspiró, a cada uno según su naturaleza, el espíritu de la lucha —extraña lucha intelectual—; todos los medios del arte de los versos, todos los artificios de retórica y de prosodia conocidos fueron recordados; muchas novedades conminadas a presentarse a la consciencia sobreexcitada.
Aquello que fue bautizado: el Simbolismo, se resume muy simplemente en la intención común a varias familias de poetas (por otra parte enemigas entre sí) de «recuperar sus bienes de la Música». No es otro el secreto de este movimiento. La oscuridad, las rarezas que tanto se le reprocharon; la apariencia de relaciones demasiado íntimas con las literaturas inglesa, eslava o germánica; los desórdenes sintácticos, los ritmos irregulares, las curiosidades del vocabulario, las figuras continuas…, todo se deduce fácilmente tan pronto como se admite el principio. En vano se aferraban los observadores de tales experiencias, y aquellos mismos que las practicaban, a esa pobre palabra de Símbolo. Sólo contiene lo que uno quiere; si alguien le atribuye su propia esperanza, ¡la encuentra! Pero estábamos nutridos de música, y nuestras cabezas literarias únicamente soñaban con obtener del lenguaje casi los mismos efectos que producían las causas puramente sonoras sobre nuestros entes nerviosos. Unos, Wagner, otros amaban a Schumann. Podría escribir que los odiaban. A la temperatura del interés apasionado, esos dos estados son indiscernibles.
Una exposición de las tentativas de esta época requeriría un trabajo sistemático. Raramente se han consagrado, en tan pocos años, mayor fervor, mayor audacia, mayores investigaciones teóricas, mayor saber, mayor atención piadosa y mayores disputas, al problema de la belleza pura. Se puede decir que fue abordada por todas partes. El lenguaje es algo complejo; su múltiple naturaleza permite a los investigadores la diversidad de ensayos. Algunos, que conservaban las formas tradicionales del Verso francés, se ejercitaban en eliminar las descripciones, las sentencias, las moralidades, las precisiones arbitrarias; purgaban su poesía de casi todos esos elementos intelectuales que la música no puede expresar. Otros daban a todos los objetos significaciones infinitas que suponían una metafísica oculta. Se valían de un delicioso material ambiguo. Poblaban sus parques encantados y sus selvas evanescentes de una fauna ideal. Cada cosa era alusión; nada se limitaba a ser; todo pensaba en esos reinos ornados de espejos; o, al menos, todo parecía pensar… En otra parte, algunos magos más voluntariosos y más razonadores acometían la antigua prosodia. Parecía que para algunos la audición coloreada y el arte combinatorio de las aliteraciones ya no tenían secretos; trasladaban deliberadamente los timbres de la orquesta a sus versos: no siempre se engañaban. Otros recuperaban sabiamente la ingenuidad y las gracias espontáneas de la antigua poesía popular. La filología y la fonética eran citadas en los eternos debates de esos rigurosos amantes de la Musa.
Fue un tiempo de teorías, de curiosidades, de glosas y de explicaciones apasionadas. Una juventud bastante severa rechazaba el dogma científico que empezaba a no estar de moda y no adoptaba el dogma religioso que todavía no lo estaba; creía encontrar en el culto profundo y minucioso del conjunto de las artes una disciplina, y puede que una verdad, sin equívoco. Poco faltó para que se estableciera una especie de religión… Pero las mismas obras de esa época no revelan positivamente esas preocupaciones. Todo lo contrario, hay que observar con detenimiento lo que prohíben, y lo que dejó de aparecer en los poemas, durante el período del que hablo. Parece que el pensamiento abstracto, en otro tiempo admitido en el Verso mismo, habiéndose hecho casi imposible de combinar con las emociones inmediatas que se deseaba provocar a cada instante, exilado de una poesía que se quería reducir a su propia esencia, amedrentado por los efectos multiplicados de sorpresa y de música que el gusto moderno exigía, se hubiera trasladado en la fase de preparación y en la teoría del poema. La filosofía, e incluso la moral, tendieron a huir de las obras para situarse en las reflexiones que las preceden. Se trataba de un auténtico progreso. La filosofía, si se le descubren las cosas vagas y las cosas refutadas, se reduce ahora a cinco o seis problemas, precisos en apariencia, indeterminados en el fondo, negables a voluntad, siempre reducibles a querellas lingüísticas y cuya solución depende de la manera de escribirlos. Pero el interés de esos curiosos trabajos no es tan menguado como se podría pensar: reside en esa fragilidad y en esas mismas querellas, esto es, en la delicadeza del aparato lógico y psicológico cada vez más sutil que exigen que se emplee; ya no reside en las conclusiones. Hacer filosofía ha dejado de ser emitir consideraciones incluso admirables sobre la naturaleza y sobre su autor, sobre la vida, sobre la muerte, sobre la duración, sobre la justicia… Nuestra filosofía está definida por su aparato, y no por su objeto. No puede separarse de sus dificultades propias, que constituyen su forma; y no adoptaría la forma del verso sin perder su ser, o sin corromper el verso. Hablar hoy de poesía filosófica (aun invocando a Alfred de Vigny, Leconte de Lisie y algunos otros) es confundir ingenuamente las condiciones y las aplicaciones del espíritu incompatibles entre sí. ¿No es olvidar que el fin del que especula es el de fijar o crear una noción, es decir, un poder y un instrumento de poder, mientras que el poeta moderno intenta producir en nosotros un estado, y llevar este estado excepcional al punto de un goce perfecto?…
Este, a un cuarto de siglo de distancia, y separado de ese día por un abismo de acontecimientos, me parece en conjunto el gran designio de los simbolistas. No sé lo que la posteridad retendrá de sus multiformes esfuerzos, ella que no es necesariamente un juez lúcido y equitativo. Semejantes tentativas van acompañadas de audacias, de riesgos, de crueldades exageradas, de infantilismos… La tradición, la inteligibilidad, el equilibrio psíquico, que son las víctimas ordinarias de los movimientos del espíritu hacia su objeto, han sufrido en ocasiones por nuestra devoción a la más pura belleza. Fuimos tenebrosos a veces; y a veces, pueriles. Nuestro lenguaje no siempre fue tan digno de alabanzas y de duración como nuestra ambición le deseaba; y nuestras innumerables tesis pueblan melancólicamente el dulce infierno de nuestro recuerdo… ¡Valga todavía para las obras, valga para las opiniones y las preferencias técnicas! Pero nuestra Idea misma, nuestro Bien Soberano, ¿no son ya más que pálidos elementos del olvido? ¿Hay que perecer hasta ese punto? ¿Cómo perecer, oh camaradas? ¿Qué es entonces lo que ha alterado tan secretamente nuestras certidumbres, atenuado nuestra verdad, dispersado nuestros ánimos? ¿Se ha llegado al descubrimiento de que la luz puede envejecer? ¿Y cómo puede ser (ahí está el misterio) que aquellos que vinieron después de nosotros, y que se irán igualmente, vanos y desengañados por un cambio muy similar, hayan tenido otros deseos que los nuestros y otros dioses? ¡Nos parecía tan claro que nuestro ideal no tenía defecto! ¿No se deducía de toda la experiencia de las literaturas anteriores? ¿No era ésa la flor suprema, y maravillosamente retardada, de toda la profundidad de la cultura?
Se proponen dos explicaciones de esta especie de ruina. Podemos pensar, en primer lugar, que éramos las simples víctimas de una ilusión espiritual. Una vez disipada, nos quedaría únicamente la memoria de actos absurdos o de una pasión inexplicable… Pero un deseo no puede ser ilusorio. Nada es más específicamente real que un deseo, en tanto que deseo: semejante al Dios de san Anselmo, su idea, su realidad, son indisolubles. Hay por tanto que buscar otra cosa, y encontrar para nuestra ruina un argumento más ingenioso. Hay que suponer, por el contrario, que nuestra vía era la única; que mediante nuestro deseo llegábamos a la esencia misma de nuestro arte, y que verdaderamente habíamos descifrado el significado de conjunto de las labores de nuestros ancestros, recogido lo que se manifiesta más delicioso en sus obras, compuesto nuestro camino con esos vestigios, seguido hasta el infinito esa pista preciosa, favorecida de palmas y de pozos de agua dulce; en el horizonte, siempre, la poesía pura… Allí el peligro; allí, precisamente, nuestra pérdida; y allí mismo, el fin.
Pues una verdad de esta clase es un límite del mundo; no está permitido establecerse. Nada tan puro puede coexistir con las condiciones de la vida. Atravesamos solamente la idea de la perfección como la mano corta impunemente la llama; pero la llama es inhabitable, y las moradas de la serenidad más elevada están necesariamente desiertas. Quiero decir que nuestra tendencia hacia el extremo rigor del arte —hacia una conclusión de las premisas que nos proponían los logros anteriores—, hacia una belleza siempre más consciente de su génesis, siempre más independiente de sus sujetos, y de los incentivos sentimentales vulgares lo mismo que de los burdos afectos de la grandilocuencia —todo ese celo excesivamente ilustrado conducía tal vez a un estado casi inhumano—. Se trata de un hecho general: la metafísica, la moral, e incluso las ciencias, lo han experimentado.
La poesía absoluta sólo puede proceder por maravillas excepcionales: las obras que compone constituyen enteramente lo que se advierte de más raro e improbable en los tesoros imponderables de una literatura. Pero, como el vacío perfecto, y lo mismo que el grado más bajo de la temperatura, que no pueden alcanzarse, que no se dejan aproximar sino al precio de una progresión agotadora de esfuerzos, así la pureza última de nuestro arte exige a los que la conciben tan largas y rudas obligaciones que absorben la alegría natural de ser poeta, para dejar por último únicamente el orgullo de no estar nunca satisfecho. Esta severidad resulta insoportable a la mayoría de los jóvenes dotados del instinto poético; nuestros sucesores no han envidiado nuestro tormento; no han adoptado nuestras delicadezas; en ocasiones han tomado por libertades lo que nosotros habíamos ejercitado como nuevas dificultades; y a veces han desgarrado lo que nosotros sólo pretendíamos disecar. Han reabierto también sobre los accidentes del ser los ojos que nosotros habíamos cerrado para parecemos más a su sustancia… Todo ello era de prever. Pero tampoco la continuación era imposible de conjeturar. ¿No deberíamos intentar algún día vincular nuestro pasado anterior y ese pasado que vino después de él, tomando prestadas de uno y de otro aquellas enseñanzas que son compatibles? Aquí y allá veo hacerse ese trabajo natural en algunos espíritus. La vida no procede de otro modo; y ese mismo proceso que se observa en la sucesión de los seres, y en el que se combinan la continuidad y el atavismo, lo reproduce la vida literaria en sus encadenamientos…
Esto es lo que le decía al Sr. Fabre, un día que había venido a hablarme de sus búsquedas y de sus versos. No sé qué espíritu de imprudencia y de error había inspirado a su alma sabia y clara el deseo de interrogar a otra que no lo es demasiado. Buscábamos explayarnos sobre la poesía, y aunque ese género de conversación pase y repase muy fácilmente por el infinito, lográbamos no perdernos. Es que nuestros pensamientos diferentes, cada uno moviéndose y transformándose en su infranqueable dominio, conseguían mantener una notable correspondencia. Un vocabulario común —el más preciso que existe— nos permitía a cada instante no desavenirnos. El álgebra y la geometría, sobre cuyo modelo me cercioro de que el futuro sabrá construir un lenguaje para el intelecto, nos permitían, de vez en cuando, intercambiar signos precisos. Encontraba en mi visitante uno de esos espíritus por los que el mío siente debilidad. Me gustan esos amantes de la poesía que veneran demasiado lúcidamente a la diosa para dedicarle la flojedad de su pensamiento y el relajamiento de su razón. Saben que no exige el sacrifizio dell’Intelletto. Ni Minerva, ni Palas, ni Apolo cargado de luz aprueban esas abominables mutilaciones que algunos de sus desorientados devotos infligen al organismo del pensamiento; los rechazan con horror, portadores de una lógica sangrienta que acaban de arrancarse y quieren consumir sobre sus altares. Las verdaderas divinidades no gustan de las víctimas incompletas. Sin duda piden hostias; es la exigencia común a todas las potencias supremas, pues tienen que vivir, pero las quieren enteras.
El Sr. Luden Fabre lo sabe bien. No en vano se ha dado una cultura singularmente densa y completa. El arte del ingeniero, al que consagra no la mejor, pero quizás sí la mayor parte de su tiempo, requiere ya largos estudios y conduce al que se distingue a una compleja actividad: hay que manejar al hombre, inspeccionar la materia, toparse con problemas imprevistos, en los cuales la técnica, la economía, las leyes civiles y las leyes naturales introducen exigencias que contradicen las soluciones satisfactorias. Ese género de razonamiento sobre sistemas complejos no se presta a tomar forma general. No existen fórmulas para casos tan particulares, ni emociones entre dos temas tan heterogéneos; nada se hace sobre seguro, e incluso los tanteos no son aquí otra cosa que tiempos perdidos si no los orienta un sentido muy sutil. A los ojos de un observador que sepa ignorar las apariencias, esta actividad, esas dudas meditadas, esa espera en la tensión, esos hallazgos, son bastante comparables a los momentos interiores de un poeta. Pero hay pocos ingenieros, me temo, que sospechen estar tan próximos como sugiero a los inventores de figuras y a los ajustadores de palabras… No hay muchos más que hayan practicado, como lo ha hecho el Sr. Fabre, profundos boquetes en la metafísica del ser. Ha frecuentado las filosofías. La teología misma no le es desconocida. No ha creído que el mundo intelectual fuera tan joven y restringido como el vulgo actual lo imagina. ¿Quizá su espíritu positivo simplemente ha estimado la pequeñez de una probabilidad? ¿Cómo creer sin ser extrañamente crédulo, que los mejores cerebros durante una decena de siglos se hayan agotado, sin fruto alguno, en especulaciones vanas y severas? Pienso, a veces (pero vergonzantemente y en el secreto de mi corazón) que un futuro más o menos lejano contemplará los inmensos trabajos realizados en nuestros días sobre lo continuo, lo transmito, y algunos otros conceptos cantónanos, con ese aire de piedad que nosotros brindamos a las bibliotecas escolares… ¡Pero la teología tiene por materia ciertos textos y el Sr. Fabre no ha reculado ante el hebreo!…
Esa cultura general más esos hábitos de rigor, ese sentido práctico y decisivo, más esos conocimientos gloriosamente inútiles, muestran en conjunto una voluntad que los compone y los ordena. Llega a suceder que se los ordene a la poesía. El caso es relevante, puede esperarse ver un espíritu de tal preparación y de tal nitidez retomar según su naturaleza los problemas eternos sobre los que he dicho unas palabras, unas páginas atrás. Si se redujera a una inteligencia puramente técnica, lo veríamos sin duda innovar brutalmente, y aportar, en un arte antiguo, una energía a las invenciones ingenuas. Los ejemplos pueden encontrarse: el papel tolera todo, el deseo de sorprender es el más natural, el más fácil de concebir de los deseos, permite al último lector descifrar sin esfuerzo el secreto tan simple de muchas obras sorprendentes. Pero en un grado un poco más elevado de consciencia y conocimiento, se ve que el lenguaje no es tan fácilmente perfectible, que la prosodia no se ha producido sin haber sido solicitada de múltiples maneras a lo largo de los siglos; se comprende que toda la atención y todo el trabajo que podemos dedicar a contradecir los resultados de tantas experiencias adquiridas, tienen necesariamente que fallamos en otros puntos. Hay que pagar a un precio desconocido el placer de no utilizar lo conocido. Un arquitecto puede desdeñar la estática, o intentar serle infiel a las fórmulas de la resistencia de los materiales. Eso es burlarse de las probabilidades; la sanción, cien mil veces contra una, no se hará esperar. La sanción, en literatura, es menos pavorosa, es también mucho menos rápida, pero el tiempo, no obstante, se encarga de responder mediante el olvido de una obra al olvido de las reglas más elementales de la psicología aplicada. Así pues, nos interesa calcular nuestras audacias y nuestras prudencias tan correctamente como podamos.
El Sr. Fabre buen calculador no ha ignorado al poeta Luden Fabre. Al haberse propuesto hacer este último lo que hay de más envidiable y difícil en nuestro arte —quiero decir un sistema de poemas formando drama espiritual, y drama acabado que se representa entre las potencias mismas de nuestro ser—, las precisiones y las exigencias del primero encontraban una función natural en esta construcción. El lector juzgará este esfuerzo curiosamente audaz para dar a estas entidades directamente puestas en práctica la vida y el movimiento más apasionado. Eros, el muy bello y muy violento Eros, pero un Eros secretamente sojuzgado a una Razón que desencadena los furores, como ella sabe hacerlo, es el verdadero corifeo de esos poemas. No digo que en ocasiones esta razón no se transluzca un poco demasiado nítidamente en el lenguaje. Me creí en la obligación de discutir al Sr. Fabre algunas palabras de las que se ha servido, y que me parecen difícilmente absorbidas por la lengua poética. Es un reproche bastante inestable el que le hacía, esta lengua cambia como la otra y los términos geométricos que provocaban aquí y allá mis resistencias puede que se fundan a la larga, como lo han hecho tantas otras palabras técnicas, en el metal abstracto y homogéneo del lenguaje de los dioses.
Pero todo juicio que se quiera hacer sobre una obra debe tener en cuenta, ante todo, las dificultades que su autor se ha asignado. Puede decirse que la relación de esas molestias voluntarias, cuando se llegan a reconstruir, revela al instante el nivel intelectual del poeta, la calidad de su orgullo, la delicadeza y el despotismo de su naturaleza. El Sr. Fabre se ha impuesto nobles y rigurosas condiciones, ha querido que sus emociones, por intensas que aparecieran en sus versos, estén estrechamente combinadas entre sí y sometidas al invisible dominio del conocimiento. Tal vez, en algunas partes, esta reina tenebrosa y vidente sufre algunos sobresaltos y ciertas disminuciones de su imperio pues, como dice magníficamente el autor:
La ardiente carne roe sin cesar
las duras promesas por ella juradas.
¿Qué poeta podría quejarse?
Fuentes:
Paul Valéry, 1957
Traducción: Carmen Santos
Editor digital: Titivillus
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