lunes, 24 de agosto de 2020

VER CON LOS OJOS. UNAMUNO. CUENTO.


Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa; verano como corona de un invierno duro.El campo estaba sobre fondo verde vestido de florecillas rojas, y el día convidando a tenderse en mangas de camisa a la sombra de alguna encina y besar al cielo cerrando los ojos. Los muchachos reían y cuchicheaban bajo los árboles, y sobre éstos reían y cuchicheaban también los pájaros. La gente iba a misa mayor, y al encontrarse saludaban los unos a los otros como se saludan las gentes honradas. Iban a dar a Dios gracias porque les dio en la pasada semana brazos y alegría para el trabajo, y a pedirle favor para la venidera. No había más novedad en el pueblo que la sentida muerte del buen Mateo, a los noventa y dos años largos de edad, y de quien decían sus convecinos: «¡Angelito! Dios se lo ha llevado al cielo. ¡Era un infeliz, el pobre...!» ¿Quién no sabe que ser un infeliz es de mucha cuenta para gozar felicidad?
Si todos estaban alegres, si por ser domingo bailoteaba en el pecho de las muchachas el corazón con más gana y alborozo, si cantaban los pájaros y estaba azul el cielo y verde el campo, ¿por qué el pobre Juan estaba triste? Porque Juan había sido alegre, bullicioso e infatigable juguetón; porque a Juan nadie le conocía desgracia y sí abundantes dones del buen Dios, ¿no tenía acaso padres de que enorgullecerse, hermanos de que regocijarse, no escasa fortuna y deseos cumplidos?
Desde que había vuelto de la capital en que cursó sus estudios mayores, Juan vivía taciturno, huía todo comercio con los hombres y hasta con los animales, buscaba la soledad y evitaba el trato.
Por el pueblo rodaban de boca en boca sus extraños dichos, o mejor, dicharachos, amargos y sombríos, pensamientos teñidos no con el verde de los campos de su aldea, sino con el triste color de las callejuelas de la capital. Lo menos veinte veces diarias en otros tantos días habíanle oído decir: «La vida, ¿merece la pena de que se la viva?» Sólo hablaba del dolor y de la pena; eran sus relatos tristes y sus conversaciones amargas. Aumentaba la extrañeza de los cándidos aldeanos de cada día, porque era bien extraño un joven que hacía alarde de sentimientos hostiles a las creencias de sus convecinos, y, a renglón seguido de negar todo más allá del más allá, les enjaretaba una larga homilía a cuenta de la vanidad de las cosas humanas.
Su padre empezó preocupándose y acabó por dejar perder su buen humor, y la madre empezó perdiéndolo y acabó escaldándose los ojos a puro llorar. Porque Juan a sus solícitas preguntas sólo contestaba: «¡Es manía!» Si no tengo nada..., si estoy triste será porque así nací...; unos ven en claro, otros en negro.» Consultaron al médico, respetable viejecito que sabía mucho más de lo que creía saber, y contestó: «¡Bah! Eso no es nada; déjenle y ya vendrá a su tiempo el remedio. Este muchacho se ha empeñado en no levantar la vista del suelo..., casualmente aquí..., aquí donde hay un cielo tan azul. Y, sobre todo..., ¿dónde habrá unos ojos como los que por acá menudean...? ¡Bah, bah, bah! Déjenle que tope con sus ojos... ¡Vaya, vaya, ojos necesita, ojos...! ¡No quiere ver con los suyos!»
No era pequeña la ojeriza que mi buen Juan había tomado al médico, implacable socarrón, hombre vulgar y despiadado que jamás topó con el aburrido estudiante sin pincharle con alguna irónica observación. Era realmente cargante y molesto aquel vulgarote de médico de aldea, que se reía de la honda tristeza de un alma infeliz y no comprendida. «¡Tristezas teóricas, Juanito, tristezas teóricas...! ¡Ojos...!, ¡ooooojos!, ¡te faltan ojos para mirar al cielo!» Y Juanito pasaba bufando y añadiendo al terrible torcedor de un espíritu que se carcomía a sí mismo los sarcasmos de un mundo imbécil que aguza el dolor y embota la sombra de la escasa dicha. Aquel médico era el mundo, no cabe duda; la encarnación del mundo.
Juan se encerraba a solas larguísimas horas y leía y releía y volvía a releer. ¿Qué leía? Sus padres nunca lo supieron; vieron, sí, unos librotes en enrevesado gringo, con títulos enmarañados, muchas sch y pf y otras letras igualmente armoniosas y algún que otro tomo de versos. En uno de ellos se representaba en una viñeta un hombre llorando al pie de un sauce llorón, y otras cosas de tan pésimo gusto.
A la caída de la tarde, cuando el sol se acostaba en la montaña y los viejos salían con sus nietos a jugar ante las puertas, Juan salía también a pasear sus tristezas por el pueblo alegre, como un mendigo pasea sus harapos por las calles. «¡Adiós, Juanito!», le decían éstos. «¡Adiós, don Juan!», decíanle aquéllos, unos y otros con la sonrisa en la boca y la compasión en el alma. «¡Adiós!», contestaba secamente el desdichado.
Había a la salida del pueblo y al borde del camino una casita con un emparrado delantero y bajo el emparrado un banco de nogal. Allí Magdalena servía un refrigerio a los paseantes y a los viajeros.
Como a Magdalena se le había muerto el padre, quedó su madre viuda, y, lo que es peor que quedarse viuda, siéndolo ya, enfermó y quedó paralítica, dejando a su hija sin amparo. Era joven ésta cuando murió su padre, lo era menos cuando enfermó su madre, y se encontró en el cielo azul por techo, y por suelo y cama el campo verde. Los amigos de su padre le tendieron sus callosas manos y le pusieron aquella cantina, con cuyos escasos recursos atendía a su madre y se atendía.
¡Cuidado si era alegre la muchacha! Cuentan que nació la chica bajo aquel mismo emparrado; cuentan que era en un día de cielo azul y campo verde, y cuentan, además, que el viento tibio agitaba los racimos al compás que la niña sus manecitas. Añaden que su primer llanto fue llanto que parecía risa; cuentan que en aquella alma puso Dios todos los colores bellos, todos los perfumes suaves.
Juan venía a sentarse en aquel banco, y allí refrescaba su garganta, ya que no la sequedad de su alma. Era para el triste un verdadero misterio aquella muchacha alegre en una vida trabajosa, siempre sonriendo a la suerte que le ponía cara seria.
Buenas tardes, don Juan. ¿Quiere usted algo?
Trae lo que ayer.
Ya van acortando los días y alargando las noches.
Es natural.
—¡Si usted viera cuánto siento que se vaya el verano!
Pues tiene que irse. A mí me aburre tanto sol; calienta los cascos y no deja hacer nada.
—¡Si usted viera cómo juegan los mosquitos con ese rayo de luz que suele pasar por la ventana! ¡Hasta el polvo se ve!
Mejor es el día nublado.
A mí me gustan las nubes cuando se rompen y se ve un cachito de cielo, tan azul..., tan azul...
—¡Ilusión óptica...!
—¿Ilusión... qué?
No he dicho nada, muchacha.
Pero... ¿qué le pasa a usted, don Juan?
—¡Mira! Llámame Juan, o Juanito, o como quieras; pero don Juan no..., el don es feo.
Y  oyó una voz:
Vamos, Juanito, vamos... ¡A ver si encuentras los ojos, vamos, hombre! Mira qué hermosas están las uvas... ¡Bah, bah, bah! ¡Si el mundo es detestable!
Era el implacable médico, que pasaba.
Ese hombre me revienta.
—¿Por qué, don Juan? Si es muy bueno... y tan alegre. A mí me gustan los viejos alegres.
—¿Pues no decía usted ayer que es mejor no discurrir?
A poder ser, sí.
Y  etc., etc., etc., Juan apuraba su vaso, pagaba y se marchaba, diciéndose para sus adentros: «¡Pobre muchacha! Debe sufrir aunque lo oculta.» Y la pobre Magdalena se quedaba cabizbaja y meditando: «Cuando está tan triste, ¿qué tendrá?»
Juan al siguiente día volvía y tornaba a volver, y se hizo ya asiduo parroquiano del banco de nogal.

Un día de tantos estuvo revolviendo papelotes, que se llevó en los bolsillos, leyéndolos y corrigiéndolos, y al recogerlos para pagar y marcharse cayósele uno.
Cuando ya se hubo alejado, Magdalena notó en el suelo y recogió el olvidado papel. Era mujer y lo leyó:
«La vida es un monstruo que se devora; sufre al sentirse devorada, y goza al devorar. Los placeres se olvidan luego; persisten los dolores, amargando la vida. Mañana, cuando esté más sereno el día, más claro el cielo y más tibio el aire, se extinguirá la lámpara, y, perdidos en nuevas combinaciones, rodarán los elementos de la conciencia. Dices ¡ya viene!, ¡ya viene!; y cuando extiendes los brazos, vuelves la frente mustia y exclamarás: ¡es tarde, ya pasó! Da vueltas el mundo y al año vuelve al punto que partió, siempre en torno del Sol, sin alcanzarle nunca, que si acaso le alcanzara nos reduciríamos a polvo. ¿Por qué será el mundo como es? ¡Libertad, libertad! ¡Ah, necios! ¿Quién nos libertará de nosotros mismos? Sombra de sombra es todo, y la luz que se proyecta, luz fría y fuego fatuo. Ver todos los días salir el sol para hundirse, y hundirse para volver a salir. Yo pagaré con minutos como horas mis pasadas horas como minutos; el tiempo no perdona. Nací, vi el mundo, no me gustó, ¿es esto tan extraño? ¡Triste del alma que camina sola! Y ¿dónde encontrar un alma hermana? Comer para vivir y vivir para comer, horrible círculo vicioso. ¡Quién pudiera vegetar! Como un parásito que se agarra a un árbol para nutrirse, así se han agarrado a las últimas telas de mi cerebro estas ideas para atormentarme. No hay cosa más hermosa que dormir, cerrar los ojos y perderse. Hay más bocas que pan, hay más deseos que dichas. Tú sufrirás, y cuando hayas acabado de sufrir volverás a sufrir de nuevo. Consuelos y no ciencia me hacen falta. Yo soy mi mayor enemigo, yo amargo mis alegrías, yo aguzo mis pesares. ¿Dónde están el cielo de mi aldea, los pájaros que anidaban en mi casa? Tú que tienes en tu mano el sueño, déjalo caer sobre mí y no me lo quites nunca; dame un sueño sin despertar...»
Magdalena no siguió leyendo; inclinó su cabeza hermosa y secó en vano con el extremo del delantal sus ojos, porque tuvo que volverlos muchas veces a secar. Ella apenas comprendía lo que estaba leyendo, pero lo sentía, y sintió también un nudo en la garganta y como una bola caliente que por su interior chocara contra el pecho y se hiciera polvo, derramándose en escalofríos por el cuerpo. No hubo ya buen humor para la muchacha, y al través de sus lágrimas mal curadas vio descomponerse la luz como nunca había visto.
Por la tarde murió el sol, y Juan llegó como siempre a sentarse en el banco de nogal. Magdalena no estaba allí como otros días.
—¡Magdalena!
—¡Señorito...!
La muchacha apareció más triste, más taciturna, llevando con incierto pulso el diario refresco, que colocó sobre la mesa.
—¿Qué te pasa? Hoy tienes algo.
Tome, señor.
Y alargó a Juan el pícaro papel origen de la pena.
Más fuerte que ella fue su dolor, más fuerte que el sombrío espíritu del parroquiano, que se infiltró en aquella alma de azul celeste; inclinó su cabeza y corrieron sus lágrimas por sus mejillas rojas, mientras el hipo la ahogaba.
Juan tomó el papel, vio lo que era, lo estrujó, miró entre sombrío y avergonzado a la joven y dejó descansar su fatigada cabeza en sus ociosas manos. Todos los vientos de tempestad se desencadenaron sobre aquel espíritu perdido en las tinieblas; vaciló, cayó, se alzó, para volver a caer, a tornar a levantarse; pasaron en revuelto maridaje los pájaros que anidaban en su casa y los murciélagos de la callejuela, el sol de mediodía y la oscuridad de la noche; toda la angustia le llenó el alma; sintió el único verdadero dolor que en años no había sentido, y sus lágrimas acrecieron el contenido del vaso.
A través de ellas vio pasar por el camino como una flecha un ágil viejecillo. Juan se secó los ojos con la manga, se levantó, arrugó el ceño para ponerse sereno, pagó y se marchó, sin probar el olvidado refrigerio, diciendo: «¡Hasta mañana!»
Cuando quedó sola Magdalena, secó también sus ojos y, como tenía ardiente y seca la garganta, apuró de un trago aquel refresco bañado con las primeras lágrimas de un pesimista. En su alma renació la luz y la alegría; esperó y se serenó.
A la entrada del pueblo encontró Juan al médico, al implacable médico, que esta vez le pareció más amable, más simpático y dulce.
—¡Olé, Juanito, olé! ¿Qué tienes, hombre, qué tienes, que traes tan encendidos los ojos? ¡Ya los has encontrado...! Mira, mira el cielo; mañana estará muy claro... Mañana es domingo..., irás a misa... y luego al banco de nogal...
Y, acercándose al oído, añadió:
—¡Tienes que secarte las lágrimas, bárbaro, bárbaro, más que bárbaro! ¿Dónde has aprendido a hacer daño al prójimo? ¡Conque es malo el mundo, y tú quieres hacerlo peor...! Ya estás salvo..., esto se cura llorando... Mañana mirarás al cielo con sus ojos, pero hoy a la noche quemarás todas esas imbecilidades que has ido ensartando. ¡Anda tontuelo, dame la mano... y a dormir!
La mano temblorosa y débil del joven oprimió la fuerte y tranquila del anciano.
—¡A dormir se ha dicho!
Para despertar mañana.
Al día siguiente, Juan llegó muy temprano al banco de nogal y volvió más tarde; al mes, sus padres habían recobrado la calma y la alegría, y el pesimista era el más alegre, enredador y campechano de toda la comarca. Le saludaban con más amabilidad, se detenía en todas partes, y tenía la debilidad de creer que bajo aquel emparrado se veía mejor el cielo, y que los ojos de Magdalena habían convertido el detestable mundo en un paraíso y ahogado al monstruo de la vida que le devoraba. No eran los ojos, yo lo sé; era el alma de la muchacha, en que Dios había puesto su santa alegría, los colores más claros y los perfumes más suaves.
Lo que debía seguir vino de reata, era obligado.
Juan aprendió a esperar, y esperando unió lo venidero a lo presente, la dicha del perenne mañana de este mundo a la dulzura del dejarse vivir y el dejarse querer.
Cuando en adelante tuvo penas, y penas reales, no las ocultó, que dando el placer de que le consolaran recibió el de ser consolado. La verdadera abnegación no es guardarse las penas, es saberlas compartir.

(El Noticiero Bilbaíno, Bilbao, 25-X-1886)



â Este cuento, firmado con el seudónimo «Yo Mismo», se publicó en la hoja literaria de El Noticiero Bilbaíno el 25 de octubre de 1886, teniendo su autor veintidós años.— N. del E.

domingo, 23 de agosto de 2020

Miguel de Unamuno ABEL SÁNCHEZ UNA HISTORIA DE PASIÓN.


PRÓLOGO A ESTA SEGUNDA EDICIÓN


Al corregir las pruebas de esta segunda edición de mi Abel Sánchez: Una historia de pasión -acaso estaría mejor: historia de una pasión- y corregirlas aquí, en el destierro fronterizo, a la vista pero fuera de mi dolorosa España, he sentido revivir en mí todas las congojas patrióticas de que quise librarme al escribir esta historia congojosa. Historia que no había querido volver a leer.
La primera edición de esta novela no tuvo en un principio, dentro de España, buen suceso. Perjudicóle, sin duda, una lóbrega y tétrica portada alegórica que me empeñé en dibujar y colorear yo mismo; pero perjudicóle acaso más la tétrica lobreguez del relato mismo. El público no gusta que se llegue con el escalpelo a hediondas simas del alma humana y que se haga saltar pus.
Sin embargo, esta novela, traducida al italiano, al alemán y al holandés, obtuvo muy buen suceso en los países en que se piensa y siente en estas lenguas. Y empezó a tenerlo en los de nuestra lengua española. Sobre todo después que el joven crítico José A. Balseiro en el tomo II de El vigía le dedicó un agudo ensayo. De tal modo que se ha hecho precisa esta segunda edición.
Un joven norteamericano que prepara una tesis de doctorado sobre mi obra literaria me escribía hace poco preguntándome si saqué esta historia del Caín de lord Byron, y tuve que contestarle que yo no he sacado mis ficciones novelescas -o nivolescas- de libros, sino de la vida social que siento y sufro -y gozo- en tomo mío y de mi propia vida. Todos los personajes que crea un autor, si los crea con vida; todas las criaturas de un poeta, aun las más contradictorias entre sí -y contradictorias en sí misma~, son hijas naturales y legítimas de su autor -¡feliz si autor de sus siglos!-, son partes de él.
Al final de su vida atormentada, cuando se iba a morir, decía mi pobre Joaquín Monegro: «¿Por qué nací en tierra de odios? En tierra en que el precepto parece ser: “Odia a tu prójimo como a ti mismo.” Porque he vivido odiándome; porque aquí todos vivimos odiándonos. Pero... traed al niño.» y al volver a oírle a mi Joaquín esas palabras, por segunda vez y al cabo de los años -¡Y qué años!- que separan estas dos ediciones, he sentido todo el horror de la calentura de la lepra nacional española, y me he dicho: «Pero... traed al niño.» Porque aquí, en esta mi nativa tierra vasca -francesa o española es igual- a la que he vuelto de largo asiento después de treinta y cuatro años que salí de ella, estoy reviviendo mi niñez. No hace tres meses escribía aquí:

Si pudiera recogerme del camino
y hacerme uno de entre tantos como he sido;
si pudiera al cabo darte, Señor mío,
el que en mí pusiste cuando yo era niño...!

Pero ¡qué trágica mi experiencia de la vida española! Salvador de Madariaga, comparando ingleses, franceses y españoles, dice que en el reparto de los vicios capitales de que todos padecemos, al inglés le tocó más hipocresía que a los otros dos, al francés más avaricia y al español más envidia. Y esta terrible envidia, phthonos de los griegos, pueblo democrático y más bien demagógico, como el español, ha sido el fermento de la vida social española. Lo supo acaso mejor que nadie Quevedo; lo supo fray Luis de León. Acaso la soberbia de Felipe II no fue más que envidia. «La envidia nació en Cataluña», me decía una vez Cambó en la plaza Mayor de Salamanca. ¿Por qué no en España? Toda esa apestosa enemiga de los neutros, de los hombres de sus casas, contra los políticos, ¿qué es sino envidia? ¿De dónde nació la vieja Inquisición, hoy rediviva?
Y al fin la envidia que yo traté de mostrar en el alma de mi Joaquín Monegro es una envidia trágica, una envidia que se defiende, una envidia que podría llamarse angélica; pero, ¿y esa otra envidia hipócrita, solapada, abyecta, que está devorando a lo más indefenso del alma de nuestro pueblo?, ¿esa envidia colectiva?, ¿la envidia del auditorio que va al teatro a aplaudir las burlas a lo que es más exquisito o más profundo?
En estos años que separan las dos ediciones de esta mi historia de una pasión trágica -la más trágica acaso-, he sentido enconarse la lepra nacional y en estos cerca de cinco años que he tenido que vivir fuera de mi España he sentido cómo la vieja envidia tradicional -y tradicionalista- española, la castiza, la que agrió las gracias de Quevedo y las de Larra, ha llegado a constituir una especie de partidillo político, aunque, como todo lo vergonzante e hipócrita, desmedrado; he visto a la envidia constituir juntas defensivas, la he visto revolverse contra toda natural superioridad. y ahora, al releer, por primera vez, mi Abel Sánchez para corregir las pruebas de esta su segunda -y espero que no última- edición, he sentido la grandeza de la pasión de mi Joaquín Monegro y cuán superior es, moralmente, a todos los Abeles. No es Caín lo malo; lo malo son los cainitas. y los abelitas.
Mas como no quiero hurgar en viejas tristezas, en tristezas de viejo régimen -no más tristes que las del llamado nuevo- termino este prólogo escrito en el destierro, pero a la vista de mi España, diciendo con mi pobre Joaquín Monegro: «¡Pero... traed al niño!»

MIGUEL DE UNAMUNO.

En Hendaya. el 14 de julio de 1928. 

sábado, 22 de agosto de 2020

Miguel de Unamuno Cómo se hace una novela. (Fragmento).


Miguel de Unamuno
Cómo se hace
una novela






Cuando escribo estas líneas, a finales del mes de mayo de 1927, cerca de mis sesenta y tres, y aquí, en Hendaya, en la frontera misma, en mi nativo país vasco, a la vista tantálica de Fuenterrabía, no puedo recordar sin un escalofrío de congoja aquellas infernales mañanas de mi soledad de París, en el invierno, del verano de 1925, cuando en mi cuartito de la pensión del número 2 de la rue Laperouse me consumía devorándome al escribir el relato que titulé: Cómo se hace una novela. No pienso volver a pasar por experiencia íntima más trágica. Revivíanme para torturarme con la sabrosa tortura —de «dolor sabroso» habló santa Teresa—  de la producción desesperada, de la producción que busca salvarnos en la obra, todas las horas que me dieron «El sentimiento trágico de la vida». Sobre mí pesaba mi vida toda, que era y es mi muerte. Pesaban sobre mí no sólo mis sesenta años de vida individual física, sino más, mucho más que ellos; pesaban sobre mí siglos de una silenciosa tradición recogidos en el más recóndito rincón de mi alma; pesaban sobre mí inefables recuerdos inconscientes de ultra–cuna. Porque nuestra desesperada esperanza de una vida personal de ultra–tumba se alimenta y medra de esa vaga remembranza de nuestro arraigo en la eternidad de la historia.
¡Qué mañanas aquellas de mi soledad parisiense! Después de haber leído, según costumbre, un capítulo del Nuevo Testamento, el que me tocara en turno, me ponía a aguardar, y no sólo a aguardar sino a esperar, la correspondencia de mi casa y de mi patria y luego de recibida, después del desencanto, me ponía a devorar el bochorno de mi pobre España estupidizada bajo la más cobarde, la más soez y la más incivil tiranía.
Una vez escritas, bastante de prisa y fébrilmente, las cuartillas de Cómo se hace una novela se las leí a Ventura García Calderón, peruano, primero, y a Juan Cassou, francés —y tanto español como francés—, después, y se las di a éste para que las tradujera al francés y se publicasen en alguna revista francesa. No quería que apareciese primero el texto original español por varias razones y la primera que no podría ser en España donde los escritos estaban sometidos a la más denigrante censura castrense, a una censura algo peor que de analfabetos, de odiadores de la verdad y de la inteligencia. Y así fue, que una vez traducido por Cassou mi trabajo se publicó con el título de Comment on fait un roman y precedido de un Portrait d’Unamuno, del mismo Cassou, en el número del 15 de mayo de 1926 —n.o 670, 37e année, tome CLXXXVIII— de la vieja revista Mercure de France. Cuando apareció esta traducción me encontraba yo ya aquí, en Hendaya, a donde había llegado a fines de agosto de 1925 y donde me he quedado en vista del empeño que puso la tiranía pretoriana española en que el gobierno de la República Francesa me alejase de la frontera, a cuyo efecto llegó a visitarme de parte de monsieur Painlevé, presidente entonces del Gabinete francés, el prefecto de los Bajos Pirineos, que vino al propósito desde Pau, no consiguiendo, como era natural, convencerme de que debía alejarme de aquí. Y algún día contaré con detalles la repugnante farsa que armó en la frontera esta, frente a Vera, la abyecta policía española al servicio del pobre vesánico —epiléptico— general don Severiano Martínez Anido, hoy todavía ministro de la Gobernación y vice–presidente del Consejo de asistentes de la Tiranía Española, para fingir una intentona comunista —¡el coco!— y ejercer presión en el Gobierno francés para que me internase. Y aun ahora, cuando escribo esto, no han renunciado esos pobres diablos de la que se llama Dictadura a su tema de que se me saque de aquí.
Al salir yo de París Cassou estaba traduciendo mi trabajo y después que lo tradujo y envió al Mercure no le reclamé el original mío, mis primitivas cuartillas escritas a pluma —no empleo nunca la mecanografía—, que se quedó en su poder. Y ahora, cuando al fin me resuelvo a publicarlo en mi propia lengua, en la única en que sé desnudar mi pensamiento, no quiero recobrar el texto original. Ni sé con qué ojos volvería a ver aquellas agoreras cuartillas que llené en el cuartito de la soledad de mis soledades de París. Prefiero retraducir de la traducción francesa de Cassou y es lo que me propongo hacer ahora. Pero ¿es hacedero que un autor retraduzca una traducción que de alguno de sus escritos se haya hecho a otra lengua? Es una experiencia más que de resurrección de muerte, o acaso de re–mortificación. O mejor de rematanza.
Eso se llama en literatura producción es un consumo, o más preciso: una consunción. El que pone por escrito sus pensamientos, sus ensueños, sus sentimientos los va consumiendo, los va matando. En cuanto un pensamiento nuestro queda fijado por la escritura, expresado, cristalizado, queda ya muerto y no es más nuestro que será un día bajo tierra nuestro esqueleto. La historia, lo único vivo, es el presente eterno, el momento huidero que se queda pasando, que pasa quedándose, y la literatura no es más que muerte. Muerte de que otros pueden tomar vida. Porque el que lee una novela puede vivirla, revivirla —y quien dice una novela dice una historia—, y el que lee un poema, una criatura —poema es criatura y poesía creación— puede re–crearlo. Entre ellos el autor mismo. Y ¿es que siempre un autor al volver a leer una pasada obra suya, vuelve a encontrar la eternidad de aquel momento pasado que hace el presente eterno? ¿No te ha ocurrido nunca, lector, ponerte a meditar a la vista de un retrato tuyo, de ti mismo, de hace veinte o treinta años? El presente eterno es el misterio trágico, es la tragedia misteriosa, de nuestra vida histórica o espiritual. Y he aquí porque es trágica tortura la de querer rehacer lo ya hecho, que es deshecho. En lo que entra retraducirse a sí mismo. Y sin embargo...
Sí, necesito para vivir, para revivir, para asirme de ese pasado que es toda mi realidad venidera, necesito retraducirme. Y voy a retraducirme. Pero como al hacerlo he de vivir mi historia de hoy, mi historia desde el día en que entregué mis cuartillas a Juan Cassou, me va a ser imposible mantenerme fiel a aquel momento que pasó. El texto, pues, que dé aquí, disentirá en algo del que traducido al francés apareció en el número de 15 de mayo de 1926 del Mercure de France. Ni deben interesar a nadie las discrepancias. Como no sea a algún erudito futuro.
Como en el Mercure mi trabajo apareció precedido de una especie de prólogo de Cassou titulado Portrait d’Unamuno, voy a traducir éste y a comentarlo luego brevemente.


SAN Agustín se inquieta con una especie de frenética angustia al concebir lo que podía haber sido antes del despertar de su conciencia. Más tarde se asombra de la muerte de un amigo que había sido otro él mismo. No me parece que Miguel de Unamuno, que se detiene en todos los puntos de sus lecturas, haya citado jamás estos dos pasajes. Se re–encontaría en ellos sin embargo. Hay de san Agustín en él, y de Juan Jacobo, de todos los que absortos en la contemplación de su propio milagro, no pueden soportar el no ser eternos.
El orgullo de limitarse, de recoger a lo íntimo de la propia existencia la creación entera, está contradicho por estos dos insondables y revolvientes misterios: un nacimiento y una muerte que repartimos con otros seres vivientes y por lo que entramos en un destino común. Es este drama único el que ha explorado en todos sentidos y en todos los tonos la obra de Unamuno.
Sus ventajas y sus vicios, su soledad imperiosa, una avaricia necesaria y muy del terruño —de la tierra vasca— la envidia, hija de aquel Caín cuya sombra, según un poema de Machado, se extiende sobre la desolación del desierto castellano; cierta pasión que algunos llaman amor y que es para él una necesidad terrible de propagar esta carne de que se asegura que ha de resucitar en el último día —consuelo más cierto que el que nos trae la idea de la inmortalidad del espíritu—; en una palabra, todo un mundo absorbente y muy de él, con virtudes cardinales y pecados, que no son del todo los de la teología ortodoxa..., hay que penetrar en ello; es esta humanidad la que confiesa, la que no cesa de confesar, de clamar y proclamar, pensando así conferirla una existencia que no sufra la ley ordinaria, hacer de ella una creación de la que no sólo no se perdería nada sino que su agregación misma quedase permanente, sustancia y forma, organización divina, deificación, apoteosis.
Por estos perpetuos análisis y sublimación de sí, Miguel de Unamuno atestigua su eternidad: es eterno como toda cosa es en él eterna, como lo son los hijos de su espíritu, como aquel personaje de Niebla que viene a echarle en cara el grito terrible de: «¡Don Miguel, no quiero morir!», como Don Quijote más vivo que el pobre cadáver llamado Cervantes, como España, no la de los príncipes, sino la suya, la de don Miguel, que transporta consigo en sus destierros, que hace día a día, y de que hace en cada uno de sus escritos, la lengua y el pensar, y de la que puede en fin decir que es su hija y no su madre.
A Shakespeare, a Pascal, a Nietzsche, a todos los que han intentado retener a su trágica aventura personal un poco de esta humanidad que se escurre tan vertiginosamente, viene a añadir Miguel de Unamuno su experiencia y su esfuerzo. Su obra no palidece al lado de esos nobles nombres: significa la misma avidez desesperada.
No puede admitir la suerte de Polonio y que Hamlet arrastrando su andrajo por los sobacos lo eche fuera de la escena: «¡Vamos,  venga, señor!». Protesta. Su protesta sube hasta Dios, no a esa quimera fabricada a golpes de abstracciones alejandrinas por metafísicos ebrios de logomaquía, sino al Dios español, al Cristo de ojos de vidrio, de pelo natural, de cuerpo articulado, hecho de tierra y de palo, sangriento, vestido, en que una faldilla bordada en oro disimula las vergüenzas, que ha vivido entre las cosas familiares y que, como dijo santa Teresa, se le encuentra hasta en el puchero.
Tal es la agonía de don Miguel de Unamuno, hombre en lucha, en lucha consigo mismo, con su pueblo y contra su pueblo, hombre hostil, hombre de guerra civil, tribuno sin partidarios, hombre solitario, desterrado, salvaje, orador en el desierto, provocador, vano, engañoso, paradójico, inconciliable, irreconciliable, enemigo de la nada y a quien la nada atrae y devora, desgarrado entre la vida y la muerte, muerto y resucitado a la vez, invencible y siempre vencido.
***
No le gustaría el que en un estudio consagrado a él se hiciera el esfuerzo de analizar sus ideas. De los dos capítulos de que se compone habitualmente este género de ensayos —el Hombre y sus ideas— no logra concebir más que el primero. La ideocracia es la más terrible de las dictaduras que ha tratado de derribar. Vale más en un estudio del hombre conceder un capítulo a sus palabras que no a sus ideas. «Los sentidos —ha dicho Pascal antes que Buffon— reciben de las palabras su dignidad en vez de dárselas»[1]. Unamuno no tiene ideas: es él mismo, las ideas que los otros se hacen en él, al azar de los encuentros, al azar de sus paseos por Salamanca donde encuentra a Cervantes y a fray Luis de León, al azar de esos viajes espirituales que le llevan a Port Royal, a Atenas o a Copenhague, patria de Sören Kjerkegaard, al azar de ese viaje real que le trajo a París donde se mezcló, inocentemente y sin asombrarse ni un momento, a nuestro carnaval.
Esta ausencia de ideas, pero este perpetuo monólogo en que todas las ideas del mundo se mejen para hacerse problema personal, pasión viva, hirviente, patético egoísmo, no ha dejado de sorprender a los franceses, grandes amigos de conversaciones o cambios de ideas, prudente dialéctica, tras de la cual se conviene en que la inquietud individual se vele cortésmente hasta olvidarse y perderse; grandes amigos también de interviús y de encuestas en que el espíritu cede a las sugestiones de un periodista que conoce bien a su público y sabe los problemas generales y muy de actualidad a que es absolutamente preciso dar una respuesta, los puntos sobre que es oportuno hacer nacer escándalo y aquellos al contrario que exigen una solución apaciguadora. Pero ¿qué tiene
que hacer aquí el soliloquio de un viejo español que no quiere morirse?
Prodúcese en la marcha de nuestra especie una perpetua y entristecedora degradación de energía: toda generación se desenvuelve con una pérdida más o menos constante del sentido humano, de lo absoluto humano. Tan sólo se asombran de ello algunos individuos que en su avidez terrible no quieren perder nada sino, lo que es más aún, ganarlo todo. Es la cuita de Pascal que no puede comprender que se deje uno distraer de ello. Es la cuita de los grandes españoles para quienes las ideas y todo lo que puede constituir una economía provisora —moral o política— no tiene interés alguno. No tienen economía más que de lo individual y por lo tanto, de lo eterno. Y así, para Unamuno hacer política es, todavía, salvarse. Es defender su persona, afirmarla, hacerla entrar para siempre en la historia. No es asegurar el triunfo de una doctrina, de un partido, acrecentar el territorio nacional o derribar un orden social. Así es que Unamuno si hace política no puede entenderse con ningún político. Los decepciona a todos y sus polémicas se pierden en la confusión, porque es consigo mismo con quien polemiza. El Rey, el Dictador; de buena gana haría de ellos personajes de su escena interior. Como lo ha hecho con el Hombre Kant o con Don Quijote.
Así es que Unamuno se encuentra en una continua mala inteligencia con sus contemporáneos. Político para quien las fórmulas de interés general no representan nada, novelista y dramaturgo a quien hace sonreír todo lo que se puede contar sobre la observación de la realidad y el juego de las pasiones, poeta que no concibe ningún ideal de belleza soberana, Unamuno, feroz y sin generosidad, ignora todos los sistemas, todos los principios, todo lo que es exterior y objetivo. Su pensamiento, como el de Nietzsche, es imponente para expresarse en forma discursiva. Sin llegar hasta a recogerse en aforismos y forjarse a martillazos es, como la del poeta filósofo, ocasional y sujeta a las acciones más diversas. Sólo el suceso personal lo determina, necesita de un excitante y de una resistencia; es un pensamiento esencialmente exegético. Unamuno, que no tiene una doctrina propia, no ha escrito más que libros de comentarios; comentarios al Quijote, comentarios al Cristo de Velázquez, comentarios a los discursos de Primo de Rivera. Sobre todo comentarios a todas esas cosas en cuanto afectan a la integridad de don Miguel de Unamuno, a su conservación, a su vida terrestre y futura.
Del mismo modo, Unamuno poeta es por completo poeta de circunstancia —aunque, claro está que en el sentido más amplio de la palabra—. Canta siempre algo. La poesía no es para él ese ideal de sí misma tal como podía alimentarlo un Góngora. Pero, tempestuoso y altanero como un proscrito del Risorgimento, Unamuno siente a las veces la necesidad de clamar, bajo forma lírica, sus recuerdos de niñez, su fe, sus esperanzas, los dolores de su destierro. El arte de los versos no es para él una ocasión de abandonarse. Es más bien por el contrario, una ocasión, más alta sólo y como más necesaria, de reducirse y de recogerse. En las vastas perspectivas de esta poesía oratoria, dura, robusta y romántica, sigue siendo el mismo más poderosamente todavía y como gozoso de ese triunfo más difícil que ejerce sobre la materia verbal y sobre el tiempo.
Nos hemos propuesto el arte como un canon que imitar, una norma que alcanzar o un problema que resolver. Y si nos hemos fijado un postulado no nos agrada que se aparte alguien de él. ¿Admitiremos las obras que escribe este hombre, tan erizadas de desorden al mismo tiempo que ilimitadas y monstruosas que no se las puede encasillar en ningún género y en las que nos detienen a cada momento intervenciones personales, y con una truculenta y familiar insolencia, el curso de la ficción–filosófica o estética —en que estábamos a punto de ponernos de acuerdo—?
Cuéntase de Luis Pirandello, a cuyo idealismo irónico se le han reprochado a menudo ciertos juegos unamunianos, que ha guardado largo tiempo consigo, en su vida cotidiana, a su madre loca. Una aventura parecida le ha ocurrido a Unamuno que ha vivido su existencia toda en compañía de un loco, y el más divino de todos: Nuestro Señor Don Quijote. De aquí que Unamuno no pueda sufrir ninguna servidumbre. Las ha rechazado todas. Si este prodigioso humanista, que ha dado la vuelta a todas las cosas conocibles, ha tomado en horror dos ciencias particulares: la pedagogía y la sociología, es, sin duda alguna, a causa de su pretensión de someter la formación del individuo y lo que de más profundo y de menos reductible lleva ello consigo, a una construcción a priori. Si se quiere seguir a Unamuno hay que ir eliminando poco a poco de nuestro pensamiento todo lo que no sea su integridad radical, y prepararnos a esos caprichos súbitos, a esas escapadas de lenguaje por las que esa integridad tiene que asegurarse en todo momento de su flexibilidad y de su buen funcionamiento. A nosotros nos parece que no aceptar las reglas es arriesgarnos a caer en el rídiculo. Y precisamente Don Quijote ignora este peligro. Y Unamuno quiere ignorarlo. Los conoce todos, salvo ese. Antes que someterse a la menor servidumbre prefiere verse reducido a esa sima resonante de carcajadas.
***
Habiendo apartado de Unamuno todo lo que no es él mismo, pongámonos en el centro de su resistencia: el hombre aparece, formado, dibujado, en su realidad física. Marcha derecho, llevando, a donde quiera que vaya, o donde quiera que se pasee, en aquella hermosa plaza barroca de Salamanca,
o en las calles de París, o en los caminos del país vasco, su inagotable monólogo, siempre el mismo, a pesar de la riqueza de las variantes. Esbelto, vestido con el que llama su uniforme civil, firme la cabeza sobre los hombros que no han podido sufrir jamás, ni aun en tiempo de nieve, un sobretodo, marcha siempre hacia delante, indiferente a la calidad de sus oyentes, a la manera de su maestro que discurría ante los pastores como ante los duques, y prosigue el trágico juego verbal del que, por otra parte, no se deja sorprender. Y ¿no atribuye también la mayor importancia trascendental a ese arte de las pajaritas de papel que es su triunfo? ¿Todo ese conceptismo lo expresarán, lo prolongarán más esos jugueteos filológicos? Con Unamuno tocamos al fondo del nihilismo español. Comprendemos que este mundo depende hasta tal punto del sueño que ni merece ser soñado en una forma sistemática. Y si los filósofos se han arriesgado a ello es sin duda por un exceso de candor. Es que han sido presos en su propio lazo. No han visto la parte de sí mismos, la parte de ensueño personal que ponían en su esfuerzo. Unamuno, más lúcido, se siente obligado a detenerse a cada momento para contradecirse y negarse. Porque se muere.
Pero ¿para qué las coyunturas del mundo habrían de haber producido este accidente: Miguel de Unamuno, si no es para que dure y se eternice? Y balanceado entre el polo de la nada y el de la permanencia, sigue sufriendo ese combate de su existencia cotidiana donde el menor suceso reviste la importancia más trágica; no hay ninguno de sus gestos que pueda someterse a ese ordenamiento objetivo y convenido por que reglamos los nuestros. Los suyos están bajo la dependencia de un más alto deber; refiérelos a su cuita de permanecer.
Y así nada de inútil, nada de perdido en las horas en medio de las cuales se revuelve, y los instantes más ordinarios, en que nos abandonamos al curso del mundo él sabe que los emplea en ser él mismo. Jamás le abandona su congoja, ni aquel orgullo que comunica esplendor a todo cuanto toca, ni esa codicia que le impide escurrirse y anonadarse sin conocimiento de ello. Está siempre despierto y si duerme es para recogerse mejor ante el sueño de la vela y gozar de él. Acosado por todos lados por amenazas y embates que sabe ver con una claridad bien amarga, su gesto continuo es el de atraer a sí todos los conflictos, todos los cuidados, todos los recursos. Pero reducido a ese punto extremo de la soledad y del egoísmo, es el más rico y el más humano de los hombres. Pues no cabe negar que haya reducido todos los problemas al más sencillo y el más natural y nada nos impide mirarnos en él como en un hombre ejemplar: encontraremos la más viva de las emociones. Desprendámonos de lo social, de lo temporal, de los dogmas y de las costumbres de nuestro hormiguero. Va a desaparecer un hombre: todo está ahí. Si rehúsa, minuto a minuto, esa partida, acaso va a salvarnos. A fin de cuentas es a nosotros a quienes defiende defendiéndose.
Jean Cassou



[1] El corolario de este pensamiento: «Las palabras alineadas de otro modo dan un sentido diverso y los sentidos diversamente alineados hacen un efecto diferente», ha sido comentado en todas las ediciones clásicas Hachette, la grande y la pequeña, por estos ejemplos que da un profesor: «Tal la diferencia entre grand homme y homme grand, galant homme y homme galant, etc., etc.». Mas esta monstruosa tontería no indignará a Unamuno, profesor él mismo —otra contradicción de este hombre amasado con antítesis— pero que profesa ante todo el odio a los profesores.

viernes, 21 de agosto de 2020

Miguel de Unamuno La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez. Fragmento.


Miguel de Unamuno
La novela de don Sandalio,
jugador de ajedrez


Alors une faculté pitoyable se développa dans leur esprit, celle de voir la bêtise et de ne plus la tolérer.
(G. Flaubert, Bouvard et Pécuchet)

Prólogo

No hace mucho recibí carta de un lector para mí desconocido, y luego copia de parte de una correspondencia que tuvo con un amigo suyo y en que éste le contaba el conocimiento que hizo con un Don Sandalio, jugador de ajedrez, y le trazaba la característica del Don Sandalio.
“Sé —me decía mi lector— que anda usted a la busca de argumentos o asuntos para sus novelas o nivolas, y ahí va uno en estos fragmentos de cartas que le envío. Como verá, no he dejado el nombre lugar en que los sucesos narrados se desarrollaron, y en cuanto a la época, bástele saber que fue durante el otoño e invierno de 1910. Ya sé que no es usted de los que se preocupan de situar los hechos en lugar y tiempo, y acaso no le falte razón”.
Poco más me decía, y no quiero decir más a modo de prólogo o aperitivo.

I

31 de agosto de 1910
Ya me tienes aquí, querido Felipe, en este apacible rincón de la costa y al pie de las montañas que se miran en la mar; aquí, donde nadie me conoce ni conozco, gracias a Dios, a nadie. He venido, como sabes, huyendo de la sociedad de los llamados prójimos o semejantes, buscando la compañía de las olas de la mar y de las hojas de los árboles, que pronto rodarán como aquéllas.
Me ha traído, ya lo sabes, un nuevo ataque de misantropía, o mejor de antropofobia, pues a los hombres, más que los odio, los temo. Y es que se me ha exacerbado aquella lamentable facultad que, según Gustavo Flaubert, se desarrolló en los espíritus de su Bouvard y su Pécuchet, y es la de ver la tontería y no poder tolerarla. Aunque para mí no es verla, sino oírla; no ver la tontería —bêtise—, sino oír las tonterías que día tras día, e irremisiblemente, sueltan jóvenes y viejos, tontos y listos. Pues son los que pasan por listos los que más tonterías hacen o dicen.
Aunque sé bien que me retrucarás con mis propias palabras, aquellas que tantas veces me has oído, de que el hombre más tonto es el que se muere sin haber hecho ni dicho tontería alguna.
Aquí me tienes haciendo, aunque entre sombras humanas que se me cruzan alguna vez en el camino, de Robinsón Crusoe, de solitario. ¿Y no te acuerdas cuando leímos aquel terrible pasaje del Robinsón de cuando éste, yendo una vez a su bote, se encontró sorprendido por la huella de un pie desnudo de hombre en la arena de la playa? Quedóse como fulminado, como herido por un rayo —thunderstruck—, como si hubiera visto una aparición. Escuchó, miró en torno de sí sin oír ni ver nada. Recorrió la playa, ¡y tampoco! No había más que la huella de un pie, dedos, talón, cada parte de él. Y volvióse Robinsón a su madriguera, a su fortificación, aterrado en el último grado, mirando tras de sí a cada dos o tres pasos, confundiendo árboles y matas, imaginándose a la distancia que cada tronco era un hombre, y lleno de antojos y agüeros.

¡Qué bien me represento a Robinsón! Huyo, no de ver huellas de pies desnudos de hombres, sino de oírles palabras de sus almas revestidas de necedad, y me aíslo para defenderme del roce de sus tonterías. Y voy a la costa a oír la rompiente de las olas, o al monte a oír el rumor del viento entre el follaje de los árboles. ¡Nada de hombres! ¡Ni de mujer, claro! A lo sumo algún niño que no sepa aún hablar, que no sepa repetir las gracias que les han enseñado, como a un lorito, en su casa, sus padres.

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