CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
martes, 18 de agosto de 2020
UNAMUNO. LAS MÁSCARAS DE LO TRÁGICO.
PRÓLOGO
Ante el vasto, vario y hondo contenido de este libro, ineludiblemente me han venido a las mientes los dos versos finales del poemilla que Unamuno dirigió a sus futuros lectores:
Cuando vibres por entero soy yo, lector, que en ti vibro;
porque desde que, tras su muerte, comenzó a escribirse seriamente sobre 'él —el Miguel de Unamuno de Julián Marías, publicado en 1943, cuando tan difícil era hablar de él con verdad y justicia, fue pionero en ese noble empeño—, no sé si ha habido un libro en el que tan penetrante y vigorosa sea la vibración del hombre de carne y hueso que don Miguel de Unamuno fue, ese que tan apasionada y acongojadamente pensaba, sentía, quería, hablaba y actuaba para ser él mismo. Cogito ut $Ím Michael de Unamuno, dijo, transcartesiana- mente, desde lo más hondo de sí. Una serie de sucesivas o simultáneas máscaras trágicas, no ocultadoras o desfiguradoras, como las del carnaval, sino sinceramente expresivas de su más personal intimidad fueron, en efecto, los varios modos de ser hombre que se vio obligado a ser y a la vez quiso ser a lo largo de su vida, hecho y deshecho por el «duro bregar» que según confesión propia esa vida fue. Alquitarando conceptual y estilísticamente un barroquísimo párrafo de fray Jerónimo de San José, enseñó Ortega que la historia —la historia escrita, se entiende— debe ser «un entusiasta ensayo de resurrección». Desde la primera a la última página, esto es el espléndido libro de Pedro Cerezo. En él resucita en su plenitud y en su detalle el hombre Miguel de Unamuno; documentalmente desde que comenzó a ver el mundo en el Bilbao de la última guerra carlista hasta que en Salamanca dejó de verlo durante la última de nuestras contiendas civiles, y desiderativamente en su vida trans-mortal, en ese non omnis moriar que en todos los sentidos de la frase, no sólo
en el horaciano, fue la clave central del vivir terrenal de su protagonista. Y Pedro Cerezo resucita a Unamuno cumpliendo de modo magistral las tres principales reglas de la historiografía, cuando su tema es la mostración de una vida humana: la documentación, la ordenación y la comprensión. Documentación: conocimiento riguroso y fiel de todo lo que objetivamente pueda informarnos acerca de la vida del resucitado: mundo en que vivió, eventos personales y obras de toda índole; juicios, valoraciones e interpretaciones sobre su persona emitidos antes y después de su muerte; declaraciones suyas tocantes a sí mismo y a su mundo... Teniendo en cuenta la inmensa producción escrita de Unamuno —constantemente surgen textos nuevos—, no sé si algún día podrá lograrse un conocimiento exhaustivo de cuanto exige la rápida enumeración precedente; pero en la actualidad, considerando lo mucho que desde hace medio siglo vamos conociendo, no creo que sea superable la masa de información que da fundamento y consistencia a este libro. Ordenación: establecimiento de un orden inteligible y coherente en el conjunto de los documentos recogidos. Más de una vez he propuesto dos pautas para cumplir este menester: una de carácter diacrónico, discernir las «vidas sucesivas» que sin mengua de su radical unidad ,se hayan dado en el curso biográfico de la persona en cuestión, y otra de índole sincrónica, distinguir las «vidas complementarias» en que, también sin mengua de su unidad esencial, se haya realizado la vocación de tal persona. Completando la serie que el propio don Miguel dio por buena, y atenido en primer término a la cambiante situación de su héroe ante sí mismo y ante su mundo, Pedro Cerezo ve en el curso de la aventura espiritual de Unamuno —«de mi tragedia íntima», dice éste— cuatro actos, que denomina racionalismo humanista (el que subsiguió a la pérdida de la fe religiosa de la infancia), agonismo (el iniciado por el descubrimiento del carácter agónico de su existencia personal, cuando Unamuno advierte que ésta es en sí misma una lucha trágica entre dos posibilidades, llegar a ser plena y definitivamente y dejar totalmente de ser, «quedar en nada»; tal fue el nervio de la honda crisis espiritual de 1897), utopismo (la realización del agonismo cuando en él domina una voluntad heroica: Vida de Don Quijote y Sancho, epílogo de Del sentimiento trágico de la vida) y nadismo (el cariz del agonismo cuando en él parece imponerse la perspectiva de la aniquilación; la actitud existencia! subyacente a San Manuel Bueno, mártir). Más o menos utopista o nadista, agónica fue la vida personal de Unamuno desde la nunca bien resuelta crisis del racionalismo humanista propuesto en las páginas de En tomo al casticismo. Asimismo, pero menos temáticamente, son discernidas por Pedro Cerezo las vidas complementarias de don Miguel: el analista de sí mismo, el pensa
dor-poeta, el aspirante a reformador de España, el universitario, el hombre familiar. Comprensión: teniendo en cuenta los datos así ordenados, intelección de la única e intransferible realidad de la persona cuya resurrección se intenta: qué y quién fue esa persona para sí misma y qué y quién ha sido para el mundo en que existió y para cuantos seriamente la han estudiado. En este caso: mostrar la interna conexión de esos cuatro actos en que transcurrió la existencia del hombre Miguel de Unamuno; lo cual, dice textualmente Pedro Cerezo, sólo puede alcanzarse evitando «una hermenéutica más propensa a juzgar que a comprender». Quien juzga a una persona, intencionalmente la mata, porque la reduce a ser lo que en relación con la materia juzgada está siendo; quien la comprende, en cambio, la tiene ante sí con toda la complejidad y todos los matices de su vida. Dicho lo cual, rotundamente afirmo que, con su certera comprensión de la persona de Unamuno, Pedro Cerezo la ha resucitado íntegra y verdaderamente. «Sí, éste tuvo que ser, éste fue el hombre de carne y hueso que vivió queriendo ser Miguel de Unamuno», dirá, estoy seguro, el lector de este libro. El juvenil proyecto de construir un sistema filosófico en el que armoniosamente se juntasen Hegel, Spencer, la historia y el saber científico; la total estructura de la crisis espiritual de 1897; el cambiante sentido del quijotismo unamuniano; la consistencia de cuanto en la vida son el sentimiento trágico, y como complemento suyo —menos importante, pero real— el sentimiento cómico; la intención y los avatares de su pugna por la reforma espiritual de España; la entraña intencional de su poesía y de su prosa literaria —a título de ejemplo, léase la honda y luminosa comprensión de El Cristo de Velázquez, Niebla, El otro y San Manuel Bueno, mártir—; la sutil penetración psicológica en la intimidad de don Miguel, antes y después del patético 12 de octubre de 1936... Con alma generosa, amplísimo saber filosófico, literario y religioso, mente clara y acerado rigor intelectual, tales son, si no todos, sí los más importantes temas de la hazaña resucitadora de Pedro Cerezo. Con deslumbradora nitidez aparece así ante nosotros lo que real e históricamente fue don Miguel de Unamuno: un gigante que apasionada y desmesuradamente vivió, sin lograr resolverlos, problemas que por el hecho de ser hombre todo hombre lleva consigo, y que de un modo o de otro, cuando no ha caído en ser irremediablemente frívolo, alguna vez se plantea en su intimidad: ser siempre o dejar de ser, ser todo o ser nada, la oposición o la complementariedad entre el corazón y la cabeza, el sentido o el sinsentido de la vida y la muerte, la universalidad y la individualidad de cada cual, tantos más. He aquí uno de ellos: el tocante a la relación entre la fe y la razón, tan debatido en el mundo moderno desde su mismo origen.
El creyente adocenado, sea su fe la del carbonero o la del teólogo —del mal teólogo, claro está—, vive habitual y cómodamente instalado en ella; es decir, como si ese problema no existiera. A su vez, el increyente adocenado, sea inercia! o genuina su increencia, la profesa sin advertir que ésta no es un simple «no creer», un valiente deshacerse de la carga de creer en Dios, cuando realmente es otra creencia; quien dice «no creo en la existencia de Dios», en rigor está diciendo «creo que Dios no existe». Dos creencias contrapuestas, que una de dos: o son vividas sin reflexión, adocenadamente, o exigen preguntarse con cierto rigor lo que la creencia es; por tanto, distinguir con cuidado entre el «saber por evidencia» y el «saber por creencia». Pues bien: ya Platón nos hizo ver —muy bien lo conocía Unamuno, y más de una vez aparece en este libro su recuerdo de la sentencia platónica— que el acto de creer, cualquiera que sea el contenido de la creencia, la tocante a la inmortalidad del alma, en este caso, lleva consigo «un bello riesgo», el riesgo de que no sea cierto lo que creemos; pero riesgo bello, porque la resolución de afrontarlo da sentido a la existencia terrena del hombre. Y desde santo Tomás de Aquino, sabemos, por otra parte, algo que desconocen o no mencionan los teólogos adocenados —repito: los malos teólogos— y que Unamuno no debió de conocer, porque de otro modo no habría dejado dé aducirlo en apoyo de la licitud de sus dudas; más aún, del carácter últimamente trágico de su más central problema: dar por cierto que el ejercicio de la razón —tal como él, con su tiempo, la entendía— excluye a radice la posibilidad de creer en un Dios sustentador, y viviendo en sí mismo el hecho de que la más enérgica voluntad de creer no era capaz de llegar al asentimiento, digámoslo con Newman, en que la fe consiste; el «querer y no poder/creer, creer y creer» de Antonio Machado. Dice, en efecto, el teólogo santo Tomás, tras distinguir la existencia de tres modos en el hecho de pensar: «el acto de creer supone la firme adhesión a una parte (aquella en que se cree, por oposición a la que se rechaza), en lo cual el creyente conviene con lo que sabe e intelige; pero no logra un conocimiento perfecto, en cuanto que no procede de visión manifiesta, en lo cual el que cree conviene con el que duda, el que sospecha y el que opina; razón por la cual el acto de creer se distingue de todos los actos intelectuales tocantes a lo verdadero y lo falso» (S. theol. II, II, q. 2, a. 1). Quede no más que aludida la ulterior discusión de si el creer es una actividad primariamente intelectual o atañe a la totalidad de la existencia humana; lo importante ahora es recoger la afirmación de que la creencia, en cuanto actividad vital, de algún modo conviene con la duda, la sospecha y la opinión. Hecho éste desconocido por un doble absolutismo: el cómodo absolutismo del creyente adocenado y del teólogo polemista, para los cuales, en materia de fe,
la duda es nefanda, y el absolutismo ambicioso e impaciente de Unamuno, que en la fe que buscaba quería encontrar, a fuerza de desearla y esperarla, una total certidumbre del apoyo de su finita realidad personal en la infinita realidad de Dios. Más de una vez he recordado que san Alberto Magno, próximo ya a su muerte, solía preguntarse: N um quiddurabo«¿Es que voy a perdurar?». Interrogación que debe ser entendida refiriéndola tanto a su perseverancia final en la fe cristiana como a la remota, pero innegable posibilidad de que Dios, en uso de su potencia absoluta, reduzca a la nada toda realidad distinta de él. La visión de la nada como horizonte de lo real, básica para la filosofía occidental desde la difusión del cristianismo, y tan profunda y rigurosamente estudiada por Zubiri en su libro postumo Los problemas fundamentales de la metafísica occidental, era el nervio central en esa dramática interrogación del cristiano Alberto de Bollstádt. A esta luz, ¿cómo no comprender antropológica y cristianamente, aunque no se comparta, la tensión trágica con que el problema de la razón y la fe fue vivido en la intimidad y en la pluma de Unamuno? Porque tragedia es esa tensión, angustiosa tragedia, cuando se la vive como irreductible contraposición de una necesidad humana, pensar racionalmente, y un no menos humano menester, vivir con esperanza de plenitud. Y por otra parte, ¿cómo no echar de menos, con Unamuno, la vigencia social de un cristianismo en que la fe, sin detrimento de su firmeza, no sea para el creyente fanática seguridad, sino don que no excluye la duda, la sospecha y la opinión, y que por la vía del amor comprende la existencia de quienes no creen lo que él y como él? Pienso, en fin, que el patético drama de Unamuno debe ser estudiado dentro del ámbito que se abre ante la también patética interrogación de Heidegger: «¿Tiene sentido concebir al hombre, desde el fundamento de su más íntima finitud, como creador, y por tanto como infinito?». La necesidad de apelar al misterio de la realidad, la del interrogante y la del mundo, como punto de partida para formular una respuesta a su problema personal y a la punzante interrogación de Heidegger fue bien tempranamente descubierta por Unamuno. Pero la apelación al misterio sólo puede ser filosóficamente válida cuando en la mente del pensador se ha producido un difícil equilibrio entre la humana avidez de interrogar y seguir interrogando y la también humana humildad de admitir que hay preguntas a las que no es posible dar respuesta evidente, porque ante ellas sólo caben la entrega al agnosticismo, la osadía de asentir a una creencia, como enseñó Platón, y la resignación ante el hecho de que la creencia, por hermosa que sea, algo tiene que ver con la duda, la sospecha y la opinión, como Tomás de Aquino hizo ver. No parece ilícito pensar que a Unamuno, genial pionero en el descubrimiento de la necesidad intelectual del misterio, e insaciable, como pensador, en el ejer
cicio de preguntar, porque toda pregunta tiene como fundamento un menester, le faltó, como hombre, el punto de humildad necesario para admitir que no puede haber creencias evidentes y saciadoras. Mientras haya cristianos reflexivos, seguirá existiendo la reflexión acerca del acto de fe, y así lo hace ver, desde san Agustín hasta hoy, la historia de la teología cristiana. Vuelvo a lo dicho. Con este libro, Pedro Cerezo ha resucitado entero y verdadero al gigante del pensamiento, de la creación literaria y de la españolía que don Miguel de Unamuno fue. Así lo experimentarán, estoy seguro, cuantos con sensibilidad intelectual y literaria lo lean. ¿Qué es leer, sino dialogar? Quevedo nos lo enseñó, hablando de sí mismo en tanto que lector:
vivo en conversación con ios difuntos y escucho con los ojos a los muertos.
En este caso, a un muerto inmortal.
Abril de 1995
Ped r o L aín E n tr a lg o
Fuente:
Pedro Cerezo Galán, 1996
Pedro Laín Entralgo, para el prólogo, 1996
Editorial Trotta, SA, 1996 Sagasta, 33. 28004 Madrid Teléfono: 593 90 40 Fax 593 91 II
Diseño Joaquín Gallego
ISBN: 84-8164-068-9 . / • Depósito Legal: VA-7/96
Impresión ' Simancas Ediciones, SA Po!. Ind. San Cristóbal O Estaño, parcela 152 47012 Valladolid
lunes, 17 de agosto de 2020
Miguel de Unamuno Tres novelas ejemplares y un prólogo
Publicados
unitariamente en 1920 bajo el título de Tres
novelas ejemplares y un prólogo, los admirables relatos que forman este
volumen «Dos madres», «El marqués de Lumbría» y «Nada menos que todo un hombre»
fueron escritos por Miguel de Unamuno (1864-1936) en la segunda década del
siglo XX. Precedidos por un prólogo en el cual el autor resume sus ideas básicas
sobre la teoría del relato y la creación de personajes, se caracterizan por la
exploración del mundo interior, la escasez de los elementos descriptivos, el
desarrollo interno de la trama en un tiempo psicológico y la importancia de los
diálogos, rasgos que comparte, como apunta en la introducción al volumen
Demetrio Estébanez Calderón, con las corrientes expresionistas vigentes en la época.
Miguel
de Unamuno
Tres
novelas ejemplares y un prólogo
ePub r1.0
Titivillus 14.05.17
Miguel
de Unamuno, 1920
Editor
digital: Titivillus
ePub
base r1.2
PRÓLOGO
I
¡TRES
NOVELAS EJEMPLARES Y UN PRÓLOGO! Lo mismo pude haber puesto en la portada de
este libro Cuatro novelas ejemplares.
¿Cuatro? ¿Por qué? Porque este prólogo es también una novela. Una novela,
entendámonos, y no una nívola; una
novela.
Eso
de nívola, como bauticé a mi novela —¡y
tan novela!— Niebla, y en ella misma,
página 158, lo explico—, fué una salida que encontré para mis… —¿críticos?
Bueno; pase— críticos. Y lo han sabido aprovechar porque ello favorecía su
pereza mental. La pereza mental, el no saber juzgar sino conforme a
precedentes, es lo más propio de los que se consagran a críticos.
Hemos
de volver aquí en este prólogo —novela o nívola— más de una vez sobre la
nivolería. Y digo hemos de volver así en episcopal primera persona del plural,
porque hemos de ser tú, lector, y yo, es decir, nosotros, los que volvamos
sobre ello. Ahora, pues, a lo de ejemplares.
¿Ejemplares?
¿Por qué?
Miguel
de Cervantes llamó ejemplares a las novelas que publicó después de su Quijote, porque, según en el prólogo a
ellas nos dice, «no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo
provechoso». Y luego añade: «Mi intento ha sido poner en la gloria de nuestra
república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse sin daño
de barras, digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios
honestos y agradables antes aprovechan que dañan.» Y en seguida: «Sí; que no
siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre
se asiste a los negocios por calificados que sean; horas hay de recreación,
donde el afligido espíritu descanse; para este efecto se plantan las alamedas,
se buscan las fuentes, se allanan las cuestiones y se cultivan con curiosidad
los jardines.» Y agrega: «Una cosa me atreveré a decirte: que si por algún modo
alcanzara que la lección de estas novelas pudiera inducir a quien las leyera a
algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí que
sacarlas en público; mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al
cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano.»
De
lo que se colige: primero, que Cervantes más buscó la ejemplaridad que hoy
llamaríamos estética que no la moral en sus novelas, buscando dar con ellas
horas de recreación donde el afligido espíritu descanse, y segundo, que lo de
llamarlas ejemplares fué ocurrencia posterior a haberlas escrito. Lo que es mi
caso.
Este
prólogo es posterior a las novelas a que precede y prologa como una gramática
es posterior a la lengua que trata de regular y una doctrina moral posterior a
los actos de virtud o de vicio que con ella tratan de explicarse. Y este prólogo
es, en cierto modo, otra novela; la novela de mis novelas. Y a la vez la
explicación de mi novelería. O si se quiere, nivolería.
Y
llamo ejemplares a estas novelas porque las doy como ejemplo —así, como suena—,
ejemplo de vida y de realidad.
¡De
realidad! ¡De realidad, sí!
Sus
agonistas, es decir, luchadores —o si queréis los llamaremos personajes—, son
reales, realísimos, y con la realidad más íntima, con la que se dan ellos
mismos, en puro querer ser, o en puro querer no ser, y no con la que le den los
lectores.
II
Nada
hay más ambiguo que eso que se llama realismo en el arte literario. Porque, ¿qué
realidad es la de ese realismo?
Verdad
es que el llamado realismo, cosa puramente externa, aparencial, cortical y
anecdótica, se refiere al arte literario y no al poético o creativo. En un
poema —y las mejores novelas son poemas—, en una creación, la realidad no es la
del que llaman los críticos realismo. En una creación, la realidad es una
realidad íntima, creativa y de voluntad. Un poeta no saca sus criaturas —criaturas
vivas— por los modos del llamado realismo. Las figuras de los realistas suelen
ser maniquíes vestidos, que se mueven por cuerda y que llevan en el pecho un
fonógrafo que repite las frases que su Maese Pedro recogió por calles y
plazuelas y cafés y apuntó en su cartera.
¿Cuál
es la realidad íntima, la realidad real, la realidad eterna, la realidad poética
o creativa de un hombre? Sea hombre de carne y hueso, o sea de los que llamamos
ficción, que es igual. Porque Don Quijote es tan real como Cervantes; Hamlet o
Macbeth tanto como Shakespeare, y mi Augusto Pérez tenía acaso sus razones al
decirme, como me dijo —véase mi novela (¡y tan novela!) Niebla, páginas 280 a 281— que tal vez no fuese yo sino un pretexto
para que su historia y las de otros, incluso la mía misma, lleguen al mundo.
¿Qué
es lo más íntimo, lo más creativo, lo más real de un hombre?
Aquí
tengo que referirme una vez más a aquella ingeniosísima teoría de Oliver
Wendell Holmes —en su The autocrat of the
breakfast table, III— sobre los tres Juanes y los tres Tomases. Y es que
nos dice que cuando conversan dos, Juan y Tomás, hay seis en conversación, que
son:
Tres
Juanes:
El
Juan real; conocido sólo para su Hacedor.
El
Juan ideal de Juan; nunca el real, y a menudo muy desemejante de él.
El
Juan ideal de Tomás; nunca el Juan real ni el Juan de Juan, sino a menudo muy
desemejante de ambos.
Tres
Tomases:
El
Tomás real.
El
Tomás ideal de Tomás.
El
Tomás ideal de Juan.
Es
decir: el que uno es, el que se cree ser y el que le cree otro. Y Oliver
Wendell Holmes pasa a disertar sobre el valor de cada uno de ellos.
Pero
yo tengo que tomarlo por otro camino que el intelectualista yanqui Wendell
Holraes. Y digo que además del que uno es para Dios —si para Dios es uno
alguien—, y del que es para los otros y del que se cree ser, hay el que
quisiera ser. Y que éste, el que uno quiere ser, es en él, en su seno, el
creador, y es el real de verdad. Y por el que hayamos querido ser, no por el
que hayamos sido, nos salvaremos o perderemos. Dios le premiará o castigará a
uno a que sea por toda la eternidad lo que quiso ser.
Ahora
que hay quien quiere ser y quien quiere no ser, y lo mismo en hombres reales
encarnados en carne y hueso que en hombres reales encarnados en ficción
novelesca o nivolesca. Hay héroes del querer no ser, de la noluntad.
Mas
antes de pasar más adelante cúmpleme explicar que no es lo mismo querer no ser
que no querer ser.
Hay,
en efecto, cuatro posiciones, que son: dos positivas: a) querer ser; b) querer
no ser; y dos negativas: c) no querer ser; d)
no querer no ser. Como se puede: creer que hay Dios; creer que no hay Dios; no
creer que hay Dios, y no creer que no hay Dios. Y ni creer que no hay Dios es
lo mismo que no creer que hay Dios, ni querer no ser es no querer ser. De uno
que no quiere ser, difícilmente se saca una criatura poética, de novela; pero
de uno que quiere no ser, sí. Y el que quiere no ser, no es, ¡claro!, un
suicida.
El
que quiere no ser lo quiere siendo.
¿Qué?
¿Os parece un lío? Pues si esto os parece un lío, y no sois capaces, no ya sólo
de comprenderlo, mas de sentirlo y de sentirlo apasionada y trágicamente, no
llegaréis nunca a crear criaturas reales, y, por tanto, no llegaréis a gozar de
ninguna novela, ni de la de vuestra vida. Porque sabido es que el que goza de
una obra de arte es porque la crea en sí, la re-crea y se recrea con ella. Y
por eso Cervantes en el prólogo a sus Novelas
Ejemplares hablaba de «horas de recreación». Y yo me he recreado con su
Licenciado Vidriera, recreándolo en mí al re-crearme. Y el Licenciado Vidriera
era yo mismo.
III
Quedamos,
pues —digo, me parece que hemos quedado en ello…—, en que el hombre más real, realis, más res, más cosa, es decir, más causa —sólo existe lo que obra—, es el
que quiere ser o el que quiere no ser, el creador. Sólo que este hombre que
podríamos llamar, al modo kantiano, numénico, este hombre volitivo e ideal —de
idea-voluntad o fuerza— tiene que vivir en un mundo fenoménico, aparencial,
racional, en el mundo de los llamados realistas. Y tiene que soñar la vida que
es sueño. Y de aquí, del choque de esos hombres reales, unos con otros, surgen
la tragedia y la comedia y la novela y la nívola. Pero la realidad es la íntima.
La realidad no la constituyen las bambalinas ni las decoraciones, ni el traje,
ni el paisaje, ni el mobiliario, ni las acotaciones, ni…
Comparad
a Segismundo con Don Quijote, dos soñadores de la vida. La realidad en la vida
de Don Quijote no fueron los molinos de viento, sino los gigantes. Los molinos
eran fenoménicos, aparenciales; los gigantes eran numénicos, sustanciales. El
sueño es el que es vida, realidad, creación. La fe misma no es, según San
Pablo, sino la sustancia de las cosas que se esperan, y lo que se espera es sueño.
Y la fe es la fuente de la realidad, porque es la vida. Creer es crear.
¿O
es que la Odisea, esa epopeya que es
una novela, y una novela real, muy real, no es menos real cuando nos cuenta
prodigios de ensueño que un realista excluiría de su arte?
IV
Sí,
ya sé la canción de los críticos que se han agarrado a lo de la nívola; novelas de tesis, filosóficas, símbolos,
conceptos personificados, ensayos en forma dialogada… y lo demás.
Pues
bien; un hombre, y un hombre real, que quiere ser o que quiera rio ser, es un símbolo,
y un símbolo puede hacerse hombre. Y hasta un concepto. Un concepto puede
llegar a hacerse persona. Yo creo que la rama de una hipérbola quiere —¡así,
quiere!— llegar a tocar a su asíntota y no lo logra, y que el geómetra que
sintiera ese querer desesperado de la unión de la hipérbola con su asíntota nos
crearía a esa hipérbola como a una persona, y persona trágica. Y creo que la
elipse quiere tener dos focos. Y creo en la tragedia o en la novela del binomio
de Newton. Lo que no sé es si Newton la sintió.
¡A
cualquier cosa llaman puros conceptos o entes de ficción los críticos!
Te
aseguro, lector, que si Gustavo Flaubert sintió, como dicen, señales de
envenenamiento cuando estaba escribiendo, es decir, creando, el de Erna Bovary,
en aquella novela que pasa por ejemplar de novelas, y de novelas realistas,
cuando mi Augusto Pérez gemía delante de mí —dentro de mí más bien—: «Es que yo
quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir…» —Niebla, página 287— sentía yo morirme.
«¡Es
que Augusto Pérez eres tú mismo…!» —se me dirá—. ¡Pero no! Una cosa es que
todos mis personajes novelescos, que todos los agonistas que he creado, los
haya sacado de mi alma, de mi realidad íntima —que es todo un pueblo— y otra
cosa es que sean yo mismo. Porque, ¿quién soy yo mismo? ¿Quién es el que se
firma Miguel de Unamuno? Pues… uno de mis personajes, una de mis criaturas, uno
de mis agonistas. Y ese yo último e íntimo y supremo, ese yo trascendente —o
inmanente— ¿quién es? Dios lo sabe… Acaso Dios mismo…
Y
ahora os digo que esos personajes crepusculares —no de medio día ni de media
noche— que ni quieren ser ni quieren no ser, sino que se dejan llevar y traer,
que todos esos personajes de que están llenas nuestras novelas contemporáneas
españolas no son, con todos los pelos y señales que les distinguen con sus
muletillas y sus tics y sus gestos, no son en su mayoría personas, y que no
tienen realidad íntima. No hay un momento en que se vacíen, en que desnuden su
alma.
A
un hombre de verdad se le descubre, se le crea, en un momento, en una frase, en
un grito. Tal en Shakespeare. Y luego que le hayáis así descubierto, creado, lo
conocéis mejor que él se conoce a sí mismo acaso.
Si
quieres crear, lector, por el arte personas, agonistas-trágicos, cómicos o
novelescos, no acumules detalles, no te dediques a observar exterioridades de
los que contigo conviven, sino trátalos, excítalos si puedes, quiérelos sobre
todo, y espera a que un día —acaso nunca— saquen a luz y desnuda el alma de su
alma, el que quieren ser, en un grito, en un acto, en una frase, y entonces
toma ese su momento, mételo en ti y deja que como un germen se te desarrolle en
el personaje de verdad, en el que es de veras real. Acaso tú llegues a saber
mejor que tu amigo Juan o que tu amigo Tomás quién es el que quiere ser Juan o
el que quiere ser Tomás o quién es el que cada uno de ellos quiere no ser.
Balzac
no era un hombre que hacía vida de mundo ni se pasaba el tiempo tomando notas
de lo que veía en los demás o de lo que les oía. Llevaba el mundo dentro de sí.
V
Y
es que todo hombre humano lleva dentro de sí las siete virtudes y sus siete
opuestos vicios capitales; es orgulloso y humilde, glotón y sobrio, rijoso y
casto, envidioso y caritativo, avaro y liberal, perezoso y diligente, iracundo
y sufrido. Y saca de sí mismo lo mismo al tirano que al esclavo, al criminal
que al santo, a Caín que a Abel.
No
digo que Don Quijote y Sancho brotaron de la misma fuente porque no se oponen
entre sí, y Don Quijote era Sancho-pancesco, y Sancho Panza era quijotesco como
creo haber probado en mi Vida de Don
Quijote y Sancho. Aunque no falte acaso quien me salte diciendo que el Don
Quijote y el Sancho de esa obra no son los de Cervantes. Lo cual es muy cierto.
Porque ni Don Quijote ni Sancho son de Cervantes ni míos, sino que son de todos
los que los crean y recrean. O mejor, son de sí mismos, y nosotros, cuando los
contemplamos y creamos, somos de ellos.
Y
yo no sé si mi Don Quijote es otro que el de Cervantes, o si siendo el mismo he
descubierto en su alma honduras que el primero que nos le descubrió, que fué
Cervantes, no las descubrió. Porque estoy seguro, entre otras cosas, de que
Cervantes no apreció todo lo que en el sueño de la vida del Caballero significó
aquel amor vergonzoso y callado que sintió por Aldonza Lorenzo. Ni Cervantes
caló todo el quijotismo de Sancho Panza.
Resumiendo:
todo hombre humano lleva dentro de sí las siete virtudes capitales y sus siete
vicios opuestos, y con ellos es capaz de crear agonistas de todas clases.
Los
pobres sujetos que temen la tragedia, esas sombras de hombres que leen para no
enterarse o para matar el tiempo —tendrán que matar la eternidad—, al
encontrarse en una tragedia o en una comedia o en una novela, o en una nívola
si queréis, con un hombre, con nada menos que todo un hombre, o con una mujer,
con nada menos que una mujer, se preguntan: «¿Pero de dónde habrá sacado este
autor esto?» A lo que no cabe sino una respuesta, y es: «¡De ti, no!» Y como no
lo ha sacado uno de él, del hombre cotidiano y crepuscular, es inútil presentárselo,
porque no lo reconoce por hombre. Y es capaz de llamarle símbolo o alegoría.
Y
ese sujeto cotidiano y aparencial, ese que huye de la tragedia, no es mi sueño
de una sombra, que es como Píndaro llamó al hombre. A lo sumo será sombra de un
sueño, que dijo el Tasso. Porque el que siendo sueño de una sombra y teniendo
conciencia de serlo sufra con ello y quiera serlo o quiera no serlo, será un
personaje trágico y capaz de crear y de recrear en sí mismo personajes trágicos
—o cómicos—, capaz de ser novelista; esto es: poeta y capaz de gustar de una
novela, es decir, de un poema.
VI
¿Está
claro?
La
lucha, por dar claridad a nuestras creaciones, es otra tragedia.
Y
este prólogo es otra novela. Es la novela de mis novelas, desde Paz en la Guerra y Amor y Pedagogía, y mis cuentos —que novelas son— y Niebla y Abel Sánchez —ésta acaso la más trágica de todas—, hasta las TRES
NOVELAS EJEMPLARES que vas a leer, lector. Si este prólogo no te ha quitado la
gana de leerlas.
¿Ves,
lector, por qué las llamo ejemplares a estas novelas? ¡Y ojalá sirvan de
ejemplo!
Sé
que en España, hoy, el consumo de novelas lo hacen principalmente mujeres. ¡Es
decir, mujeres, no!, sino señoras y señoritas. Y sé que estas señoras y señoritas
se aficionan principalmente a leer aquellas novelas que les dan sus confesores
o aquellas otras que se las prohíben; o sensiblerías que destilan mangla o
pornografías que chorrean pus. Y no es que huyan de lo que les haga pensar;
huyen de lo que les haga conmoverse. Con conmoción que no sea la que acaba en… ¡Bueno,
más vale callarlo!
Esas
señoras y señoritas se extasían, o ante un traje montado sobre un maniquí, si
el traje es de moda, o ante el desvestido o semi-desnudo; pero el desnudo
franco y noble les repugna. Sobre todo el desnudo del alma.
¡Y
así anda nuestra literatura novelesca!
Literatura…
sí, literatura. Y nada más que literatura. Lo cual es un género de
subsistencia, sujeta a la ley de la oferta y la demanda, y a exportación e
importación, y a registro de aduana y a tasa.
Allá
van, en fin, lectores y lectoras, señores, señoras y señoritas, estas tres
novelas ejemplares, que aunque sus agonistas tengan que vivir aislados y
desconocidos, yo sé que vivirán. Tan seguro estoy de esto como de que viviré
yo.
¿Cómo?
¿Cuándo? ¿Dónde? Dios sólo lo sabe…
domingo, 16 de agosto de 2020
Ortega y Unamuno en la España de Franco El debate intelectual durante los años cuarenta y cincuenta
Ortega
y Unamuno en la España de Franco
El
debate intelectual durante los años cuarenta y cincuenta
PRÓLOGO
Durante la primera parte del
régimen de Franco se desarrolló una fuerte polémica en torno a los límites de
la apertura cultural, cuestión que fundamentalmente giraba en torno a Miguel de
Unamuno y a José Ortega y Gasset. Un asunto que resulta casi extraño a la
mayoría de nuestros coetáneos, pero de recuerdo en modo alguno inoportuno, dada
la influencia de ambas personalidades.
Sobre la magnitud y relevancia de
tal controversia sólo cabe decir que, planteada en sus primeras fases como una
cuestión iniciada por eclesiásticos —imposible separar la cuestión del hecho de
tener España en aquellos momentos un estado confesional—, terminan participando
obispos a través de cartas pastorales, la Conferencia de Metropolitanos con
declaraciones al respecto, y, finalmente, la Congregación para la Doctrina de
la Fe llevando dos textos de Unamuno al Indice
de Libros Prohibidos en 1957. Ello desde el lado de la Iglesia oficial.
Pues además habría que considerar las intervenciones de destacados miembros de
instituciones religiosas como la Asociación Católica Nacional de Propagandistas
o el Opus Dei. Y por otro lado intervendrán las relevantes personalidades
políticas e intelectuales que veremos.
La prensa y las publicaciones de
la época han dejado interesantes rastros de las posturas de cada uno, con
expresiones que, con cierta frecuencia, se ha buscado posteriormente silenciar
o enmascarar. Ello como consecuencia de haberse efectuado tales manifestaciones
en una época que, tanto en lo político como en lo religioso difiere
radicalmente de la actual. Es más, ya en los años sesenta algunos de los
participantes intentaban desvincularse de lo expresado por ellos mismos muy
poco tiempo antes. La explicación es muy simple: tanto la situación política
como la religiosa habían pasado a ser ambientalmente muy distintas.
En lo político, el cambio de
gobierno de febrero de 1957 inicia el desmontaje paulatino del esquema vigente
durante la primera mitad del régimen, y progresivamente muchos empiezan a
modificar su tendencia. Pero hay, sobre todo, un hecho que cambiará la
perspectiva de muchos criterios emitidos desde el mundo de la Iglesia: el 25 de
enero de 1959 Juan XXIII anunciaba la futura convocatoria del concilio
ecuménico Vaticano II. Pocos años más tarde la Iglesia era otra en muchos
aspectos. La exigencia de apertura al mundo dejaba de lado a quienes poco antes
mantenían actitudes que, cuando menos, podían interpretarse como intentos de
enviar al Indice a los autores
denostados. Así, cuando a finales de los cincuenta la polémica parecía alcanzar
su clímax intelectual, de repente se quedó vieja y desactualizada.
Fueron momentos de grandes
sorpresas ante las nuevas posiciones que muchos adoptaban, siendo quizás las
más chocantes las provenientes de algunos eclesiásticos. De denostar a Ortega y
a Unamuno pasaron, en brevísimo plazo, no a interesarse por ellos, sino a
coquetear con tendencias marxistas u otras que la propia doctrina de la Iglesia
llevaba más de un siglo condenando como heterodoxias ultraliberales.
Y no menos radicales fueron los
cambios, como veremos, de algunos que participaron en la polémica, tanto en lo
político como en lo intelectual, aunque también hubiera notables casos de
continuidad en los criterios. De todo ello he ofrecido, como no podía ser de
otro modo, mi personal interpretación. Pero, en términos generales, he
preferido quedar en un segundo plano y dejar que sean los propios participantes
en la polémica los que hablen. Para empezar porque las propias exposiciones de
los autores —figuras de primer rango intelectual en bastantes casos— son
sumamente interesantes, y porque entiendo que el sentir de la época se refleja
mucho mejor a través de las palabras de quienes intervinieron que por mi propia
visión de los hechos.
En segundo lugar porque se trata
también de recrear una época difícil de interpretar desde la nuestra, y para
ello nada mejor que reproducir la propia voz de los partícipes. Como es
natural, la extensa colección de textos y revistas consultadas me ha obligado a
presentar las afirmaciones que me han parecido más significativas, siempre
buscando la mayor objetividad posible. La defensa habitual de quienes, ante
este tipo de exposiciones, buscan descolgarse de las contradicciones o
inconveniencias derivadas de sus propias palabras, suele ser siempre la misma:
que se sacan las afirmaciones de contexto. Creo que no vale aquí tal
argumentación, pues se ha intentado presentar el contexto general con la
suficiente amplitud como para que no queden dudas acerca de que las
afirmaciones seleccionadas son bien expresivas del medio ambiente intelectual
en que cada uno actuaba.
Se ha efectuado la observación de
que, al poco de anunciarse la convocatoria del Concilio, la polémica pasó a
quedar rancia; cuando se lean los textos se podrá comprobar que la polémica
como tal es algo a lo que pocos, salvo subsistentes y polvorientos casos de
militante ranciedad, se reengancharían. Mas, siendo vetusto el debate,
permanece vigente una cuestión para el mundo cristiano: ¿qué hacer ante la
cultura? Y permanece vigente porque, frente a lo que opinen algunos hoy y
bastantes más en aquellos años, la cuestión, guste o deje de gustar, se renueva
todos los días. No basta responder —veremos que algunos así lo hicieron y lo
siguen haciendo— que la polémica ya se dio por cerrada en el siglo XIX o en el
siglo XIII, no quedando nada por añadir a lo que ya señalaron ciertas figuras
canónicas.
Figuras canónicas que, en su
momento, eran la avanzada cultural de la época, y todo lo contrario de
sedicentes discípulos especializados en la repetición maquinal de citas,
resulten adecuadas o no al caso. No cabe negarles la buena intención, pero su
cristianismo intelectual es un museo de citas, de cierta validez como
recordatorio ocasional, pero al final no otra cosa sino agua estancada que
tiende a evaporarse o simplemente a mantener un añorante recuerdo de épocas de
fertilidad.
Es curioso, aun siendo hecho
reiterado históricamente, que fueran precisamente algunos de los pertenecientes
al sector antiaperturista quienes, huyendo de la propia asfixia que generaban,
pasaron a las posturas más extremas y heterodoxas, deseosos de borrar sus
propias huellas. De nuevo el reiterado reestreno del caso Lammenais, pasando
del integrismo a la heterodoxia, tantas veces representado. Aunque, como
tendremos ocasión de rememorar, las salidas hacia la heterodoxia religiosa se
terminaron produciendo desde ambos lados de la polémica. Un debate que dejó por
medio anatemas eclesiásticos, caídos políticos, zancadillas y ceses académicos,
además de una larga serie de heridas y rencores, pues se trataban cuestiones de
profundidad, tanto referidas a lo religioso como a los criterios sobre lo
político.
Lo cierto es que los tiempos eran
otros, y las actitudes necesariamente también distintas de las que hoy
juzgaríamos aceptables. Era una etapa de posguerra, llena de vivencias trágicas
que hoy nos son ajenas. Pero en aquellos momentos estaban vivas y formaban
parte de lo cotidiano. Sin esta constatación y la de que se vivía en un régimen
confesional, pues así lo había querido la propia Iglesia, es difícil captar por
qué las actitudes fueron las que veremos.
La cuestión ha sido, por
supuesto, aludida en bastantes obras que tratan sobre la historia de esos años,
siendo dignas de considerar las aportaciones de varios autores. José Luis
Abellán, en su Historia crítica del
pensamiento español, efectúa una síntesis que centra las líneas esenciales
de la polémica; también se recoge el ambiente de la época en su obra Ortega y Gasset y los orígenes de la
transición democrática. Javier Tusell en su importante trabajo Franco y los católicos trata el período
que va de 1945 a 1957, teniendo bien en cuenta el ambiente en que se desarrolla
el debate, aportando sustanciosas referencias sumamente ilustrativas sobre la
importancia del asunto. José Andrés-Gallego ha tratado igualmente la cuestión
en ¿Fascismo o Estado católico? y Los españoles, entre la religión y la
política, obra ésta escrita en colaboración con los profesores Pazos y Luis
de Llera.
Por su parte, Luis Suárez
Fernández no deja de mencionar el debate en sus textos sobre el régimen de
Franco, por ejemplo en Francisco Franco y
su tiempo. Álvaro Ferrary en El
franquismo: minorías políticas y conflictos ideológicos (1936-1956) dedica
un notable conjunto de páginas a investigar los enfrentamientos. Por último, el
libro de Gregorio Morán El maestro en el
erial centra la cuestión en la persona de Ortega y su entorno, con
interesantes aportaciones. Como no puede ser de otro modo, pues es uno de los
sujetos que intervienen, Julián Marías es fuente imprescindible, y trata del
tema en varias de sus obras. Aun desde distintos puntos de vista, no ha podido
soslayarse lo destacado de la confrontación, y todos los autores dan cuenta del
alcance que adquirió en su época, vistas las implicaciones políticas que la
polémica tuvo. Pero es también observable que, según las afinidades o
antipatías hacia los personajes e instituciones que aparecen y hacia tal o cual
línea de pensamiento, es asunto que sigue generando ciertas incomodidades. Lo
que no hace sino probar su importancia, pues es una expresión bastante exacta
de los sentimientos reales de aquella fase de la vida intelectual de España,
tan poco conocida hoy.
Como ha quedado dicho, es
ineludible mencionar aquellos enfrentamientos, pues nos encontramos ante uno de
los elementos esenciales del conjunto ambiental de la época. Se ha pretendido
aquí ofrecer una visión lo más amplia posible de tal debate histórico, con
antecedentes, exposiciones y epílogos no tratados en otras obras. Incluyendo,
claro es, los textos del momento para podernos aproximar con la máxima
objetividad a los hechos, la época y los personajes.
Finalmente algo debe quedar
claro: nadie cedió en el debate, todos se mantuvieron en sus trece y casi nadie
concedió nada al rival. Españoles al fin, clérigos y laicos, mantuvieron a
rajatabla la clásica norma de la casa: «Procure siempre acertarla el honrado y
principal. Pero si la acierta mal, sostenedla y no enmendadla». Hubo sonadas
deserciones posteriores y algún escandaloso caso de oportunismo, pero nadie se
desdijo de lo anteriormente afirmado. Así la polémica como tal fue infecunda,
al menos en su momento, pues no hubo intentos de acercamiento ni de concordia
en ningún punto debatido.
Mas también, frente a posturas de
serio radicalismo, hubo —en ambos lados y con todos los matices que se quieran—
actitudes respetuosas tanto en lo personal como en lo intelectual. Quedaron
serias exposiciones por ambas partes, dignas de ser consideradas como conjuntos
de argumentos a valorar y a seguir utilizando. Pero falló en general la
actitud, que podría haber conducido a resultados feraces —no necesariamente de
síntesis— si se hubiera seguido la línea que en su momento uno de los
participantes recordó: el recto criterio humanista In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas.
viernes, 14 de agosto de 2020
Rabate Colette Y Jean Claude - Miguel De Unamuno
Colette Rabaté es profesora
honoraria de Lengua, Literatura y Civilización Española en la Universidad
François Rabelais de Tours. Es autora de numerosos artículos dedicados a la
literatura y a la historia cultural españolas contemporáneas publicados en
revistas francesas y españolas y de obras como Le Temps de Goya (1746-1828) (Nantes, 2006), ¿Eva o María? Ser mujer en la época isabelina, 1833-1868
(Salamanca, 2007).
Jean-Claude Rabaté es catedrático
emérito de Civilización Española en la Universidad de la Sorbonne-Nouvelle,
París III y autor de numerosos artículos acerca de la historia cultural de la
España de la Restauración publicados en distintas revistas españolas y
extranjeras. Entre sus obras destacan 1900
en Salamanca (Universidad de Salamanca, 1997), Guerra de ideas en el joven Unamuno (Biblioteca Nueva, 2001) y una
edición crítica de En torno al casticismo
(Cátedra, 2005). Ambos son autores de Miguel
de Unamuno. Biografía (Taurus, 2009), de una edición de Cartas del destierro de Miguel de Unamuno
(Universidad de Salamanca, 2012), del primer volumen de su correspondencia, Epistolario I, 1880-1899 (Universidad de
Salamanca, 2017) por el que recibieron el Premio Nacional de Edición
Universitaria (2018) y de En el
torbellino. Unamuno en la Guerra Civil (Marcial Pons Historia, 2018),
además de comisarios de la exposición «Yo, Unamuno» en la Biblioteca Nacional
de España (2015). Son también autores de una edición crítica del último texto
de Miguel de Unamuno, El resentimiento
trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil españolas
(Pre-textos, en prensa).
Esta nueva biografía recoge lo esencial de la vida privada y pública de Miguel de Unamuno fundándose rigurosamente en sus palabras: diarios, epistolarios y obra periodística.
Ofrece
datos nuevos gracias a documentos inéditos que ayudan a revisitar su vida y
personalidad aclarando momentos clave de su existencia, esencialmente los años
de la Segunda República y el famoso «discurso» del 12 de octubre de 1936.
El
libro destaca también la gran coherencia de los dichos y hechos de un hombre
seguro de su misión de «caballero andante de la palabra», que traducen hasta
sus últimos días la doble voluntad de usar el «verbo español» y su pluma para
convencer a los hombres y vencer a la muerte «sembrando semillas de eternidad».
La
vida de este intelectual heterodoxo, padre y esposo púdico, pedagogo
empedernido, traductor y filólogo, descubridor de Hispanoamérica, rector
controvertido, excursionista incansable, dramaturgo desilusionado, poeta
fecundo, novelista inconformista, orador y periodista comprometido,
anticolonialista, aliadófilo y pacifista, opositor feroz a la Monarquía, al
militarismo, al clericalismo y a la dictadura de Miguel Primo de Rivera, se
convierte en un testimonio de primer orden acerca de la historia política y
cultural de España desde la última guerra carlista hasta los primeros meses de
la Guerra Civil. Su pensamiento sigue hoy más vigente que nunca.
Prólogo
Salamanca, 12 de octubre de 1936, por la
tarde
Miguel
de Unamuno, sentado como siempre en «el sillón frailero» de su cuarto de
estudio, rodeado de sus libros, vuelve a pensar en los acontecimientos
terribles que acaba de vivir. A pesar de la presencia de Miguelín y de sus dos
hijos, Rafael y Felisa, se siente solo, abandonado y sobre todo vencido…
vencido después de su último combate por la razón y la paz… No puede olvidar el
aciago acto del paraninfo en que oyó los aullidos contra la anti-España, los
vivas a la muerte y mueras a los intelectuales traidores; no puede olvidar los
abucheos y amenazas de un público excitado y hostil cuando se dirigió a Millán
Astray para decirle que vencerán la fuerza brutal, el odio y el resentimiento,
pero no convencerán y no llegará la paz, sino la victoria; no puede olvidar los
insultos y gritos de odio de unos socios del casino que lo rechazaron como si
fuera un perro rabioso y un criminal.
Hace
varias semanas que ya sabe cuán inútil es su pluma para combatir por la
compasión, la convivencia, la libre opinión y contra una irreprimible locura
colectiva; en esta salvaje guerra incivil donde los hunos y los hotros están
perdiendo toda humanidad, tiene miedo a quedar atrapado en el torbellino de
odio y de resentimiento y solo puede confiar su dolor y su desengaño a sus
«hijos de papel»… Ya entiende que la guerra civil de su niñez era un sueño y
que no habrá paz en la guerra.
Hoy
le han quitado brutalmente el derecho a expresarse públicamente. Ha perdido su ardiente
palabra, «la espada del espíritu», y quizá se diga como en 1917 y en otras
tantas ocasiones: «fundamentalmente, no soy más que palabra; el no hablar es
morir». Pero es poco probable que agregue como antes «y, francamente, morir, a
morir no estoy dispuesto» ante el huracán de odio y de violencia que lo arrasa
todo en este terrible otoño de 1936.
Para
él se acaban cincuenta años de combates en los que siempre defendió el derecho
contra la fuerza… Sí, cincuenta años del mismo combate de un liberal que acaba
de entender que sus ideas ya no tienen ningún poder… Y esta experiencia es aún
más dolorosa porque significa el fracaso de un intelectual convencido del poder
de las ideas incluso sobre los «hechos». Al repensar en el «vencer no es
convencer» que opuso a las amenazas de Millán Astray, quizá se acuerde de lo
que escribió en 1886 para una conferencia titulada «El derecho y la fuerza» en
que ya exaltaba la libertad de pensar por encima de cualquier forma de
violencia o de coacción:
Cada
cual es libre en su esfera, libre de asociarse y de dejar la asociación, libre
para pactar y libre para romper el pacto, únicamente no es libre para atacar la
libertad ajena, luchen las libertades en el contrato, no las voluntades en la
fuerza, al vencimiento que es el sucumbir de la libertad sustituya el
convencimiento que es el sucumbir de la voluntad.1
Miguel
de Unamuno entiende que no podrá agitar los espíritus como lo hizo tantas veces
a partir de los sermones laicos que sembraba por toda la península cuando declaraba,
fuera de cualquier programa y dogma al final de su conferencia en el teatro de
La Zarzuela en marzo de 1906:
Yo,
que no soy un hombre de partido, no he venido a traeros un programa […]; no he
querido más que animar, si es posible, los espíritus; activar las entrañas y
verter, donde quiera que me llamen y hasta donde no me llamen, oportuna y sobre
todo inoportunamente, el sacramento de la palabra (IX, 181).
Desengañado,
dolorido y sumamente pesimista no deja de confiar en El resentimiento trágico de la vida: «los motejados de
intelectuales les estorban tanto a los hunos
como a los hotros. Si no les fusilan
los fascistas les fusilarán los marxistas». De hecho, si bien este eterno
caballero andante de la palabra no consigue convencer a los que predican la
violencia como única forma de combate, no sale vencido de sus innumerables
combates por la cultura, la paz, la justicia, la convivencia, la libertad
individual y, en suma, por la Verdad, su verdad.
El
relato de una vida tan apasionante como fecunda traduce la permanencia y la
sorprendente actualidad de su voz, más que nunca en los años agitados que
vivimos. Nos enseña que, a pesar de los errores y vacilaciones, accesos de ira
y remordimientos propios de cualquier ser humano, Miguel de Unamuno ha conseguido
vencer a la Esfinge y colmar su anhelo de «sembrar semillas de eternidad», ya
presente desde los años de niñez y mocedad bilbaínos.
1.
Miguel de Unamuno, El derecho y la fuerza,
edición de Eugenio Luján Palma, Sevilla, Punto Rojo Libros, 2017. El libro
recalca la sorprendente coherencia del pensamiento unamuniano y prueba que en
la conferencia de 1886 se encuentra «en germen» la famosa frase pronunciada el
12 de octubre de 1936.
Fuente:
Publicado por:
Galaxia
Gutenberg, S.L.
Av.
Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Edición
en formato digital: septiembre de 2019
jueves, 13 de agosto de 2020
Escribir un libro erótico Silvia Adela Kohan
Entre lo erótico y lo pornográfico
Lo que puede ser pornográfico para unos, puede no serlo para otros. Para algunos no existe ninguna diferencia. Pero, en general, la pornografía es la descripción simple de los placeres carnales; en tanto el erotismo es la descripción más compleja, supeditado a una idea del amor y a lo que el escritor pretende transmitir.
En principio, conviene plantearse si se quiere escribir erótica o pornografía. ¿Cuál es la frontera entre erotismo y pornografía?
Mientras que el erotismo mantiene el misterio, la pornografía está cargada de obviedad.
El erotismo es delicado y sensual, sugiere más que muestra, emplea imágenes ricas y analiza sentimientos.
La pornografía o "descripción de lo obsceno" es más instintiva y ruda, muestra todo, utiliza un lenguaje directo y simple.
El sexo es una forma de comunicación, la pornografía no lo es.
Lo erótico dota al acto sexual de una visión, un decorado, una teatralidad y lo coloca en una dimensión artística.
La pornografía no tiene valor literario, no reúne las condiciones para ser un hecho estético. Recurre a la monotonía del porno, es lineal.
El texto erótico debe alcanzar un nivel estético que lo diferencie del discurso obsceno y grotesco de la pornografía tanto por el manejo del lenguaje como por el tratamiento del tema.
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