jueves, 18 de abril de 2019

Geoffrey Household.

Geoffrey Household , en su totalidad Geoffrey Edward West Household (nacido el 30 de noviembre de 1900 en Bristol , Gloucestershire, Inglaterra, falleció el 4 de octubre de 1988 en Banbury , Oxfordshire), novelista británico más conocido por Rogue Male (1939; también publicado como Man Hunt ) , un thriller psicológico sobre un aristocrático cazador de caza mayor que rastrea a un dictador como Adolf Hitler.
Household fue educado en el Clifton College en Bristol (1914–19) y en Magdalen College en Oxford (1919–22), donde ganó honores en literatura inglesa . Después de trabajar en Rumania (1922–26), España (1926–29) y la ciudad de Nueva York (1929), regresó a Inglaterra para vender tinta de impresora en toda Europa, Oriente Medio y América del Sur, todos ajustes posteriores para sus novelas. . Durante este tiempo, escribió historias para The Atlantic Monthly que tuvieron un éxito considerable, y en 1935 comenzó a escribir a tiempo completo. Su primera novela , El terror de Villadonga (1936; revisada y reeditada como La cueva española), es una obra para niños. Después de publicar The Third Hour(1937), The Salvation of Pisco Gabar (1938) y Rogue Male , se desempeñó en el Cuerpo de Inteligencia en Grecia , Palestina, Siria e Irak y obtuvo el rango de teniente coronel. Escribió más de 20 novelas, así como varias colecciones de cuentos, libros juveniles y una autobiografía, Contra el viento (1958). Rogue Justice , una secuela de Rogue Male , se publicó en 1982.https://www.britannica.com/biography/Geoffrey-Household

UN FORASTERO AMABLE

 

 

            Geoffrey Household

            RESULTA para mí un pensamiento extraño —hoy día, más inconfesable que molesto—que sea yo el responsable de todos los desastres de los últimos cuarenta años: de la guerra de 1914 a 1918, de la revolución rusa, etc. Ni siquiera un marciano que llegara del espacio exterior podría haber cambiado un mundo que marchaba tranquilo en un engranaje tan atrozmente devastador como es hoy. Y, lo mismo que en los cuentos de niños con moraleja, todo por culpa de una desobediencia.
            Mi padre tenía un viejo amigo llamado Von Lech, que era subsecretario del Ministerio de Educación del Imperio Austro-Húngaro. En realidad poca cosa tenían en común mi padre y Von Lech, aparte del confiado liberalismo de su tiempo y un interés apasionado por el arte de la enseñanza. Ambos creían que Utopía sería una realidad en el momento en que todos los europeos —el resto del mundo ya seguiría después—llegaran a cursar la enseñanza secundaria. Lo cual no parecía entonces un credo tan disparatado y cómico como pudiera parecer hoy.
            Era un vínculo de idealismo lo bastante fuerte como para que se hicieran visitas el uno al otro y como para que sus respectivas esposas se soportaran mutuamente.
            Von Lech era un diligente administrador que mantenía a su servicio dos criados, pero que no tenía coche ni carruaje alguno. Mi padre mantenía exactamente la misma postura. Ambos podían vivir confortable y justamente en el cargo que su Emperador y Rey respectivo les habían destinado; cargos en los que las vacaciones no constituían gran dificultad y en cambio las enfermedades eran lo peor de todo.
            Por lo tanto era natural que cuando Von Lech descubrió en Ilidze —desconocido lugar de veraneo en la Bosnia austríaca— un hotel barato y bueno, le escribiera a mi padre recomendándoselo. Von Lech sabía qué mi padre se hallaba convaleciente
            de una larga enfermedad y que el médico de cabecera le había ordenado que se fuera al extranjero para descansar una temporada. Frau von Lech también le escribió a mi madre en formal y diplomático francés. Yo pienso que fue el uso del francés en lugar del alemán o del inglés lo que venció la desconfianza de mi madre. Ilidze parecía sonar a lugar de moda, que no era, y a romántico, que era.
            Mis padres nada sabían referente a Bosnia. Pero mi padre, siempre aceptaba una opinión autorizada. Von Lech clasificaba a Bosnia, simplemente, como una provincia normal del Imperio Austro-Húngaro. Las provincias del Imperio eran civilizadas y disciplinadas. Así, pues, habría constituido un indiscutible abuso de imaginación el considerar aventurada una visita a Ilidze.
            Decidieron partir a mediados de junio y por tanto dejé el colegio seis semanas antes de final de curso. Supongo que ni les había pasado por la imaginación marchar ellos primero y que yo fuese después; lo cierto es que yo, a los trece años, era absurdamente desvalido.
            Fuimos en tren hasta Trieste y luego en barco Adriático abajo. Encontramos Ilidze intensamente excitado por la próxima visita del Archiduque Francisco Fernando y de su hermosa mujer Sofía, duquesa de Hohenberg. Yo no recuerdo si ella era realmente hermosa. Incluso para un ojo sofisticado, una realeza femenina resulta deslumbrante. El Archiduque me impresionó profundamente, todavía puedo verlo en mi imaginación. Era el futuro Emperador, pero era además una edición más altiva, más imponente, más severa, del director de mi colegio.
            La pareja permaneció en Ilidze tres noches mientras el Archiduque se hacía cargo de las maniobras. El 28 de junio tenían planeada una visita oficial a la vecina ciudad de Sarajevo; y los Von Lech, que apoyaban sin reserva los visos de firme liberalismo del Archiduque, determinaron en señal de lealtad y aprobación ir allí para aplaudirle. Por supuesto, nosotros fuimos con ellos.
            Observábamos desde el balcón de un primer piso en la Ribera Appel. La casa estaba situada a unas cincuenta yardas del cruce formado por la calle de Francisco José con el puente Latino, y pertenecía a alguien conocido de los Von Lech —una vieja señora de negro que nos obsequiaba con pastelitos y un vino
            servido en vasos de colores. Creo que esta señora debía pertenecer a una clase más bien modesta; quizá fuera una nativa de Bosnia, pero no lo sé, porque no recuerdo de ella más que sus vasos coloreados.
            La Ribera Appel era una calle larga y recta flanqueada a un lado por casas y al otro por el río. Era domingo y por lo tanto una gran cantidad de público se congregaba en las aceras.
            Cuando el cortejo empezaba a enfilar la Ribera, aún a distancia de nuestro balcón, se oyó una explosión muy fuerte. Los coches pararon. La muralla de gente se abalanzó hacia delante, pero fue contenida por la policía.
            Las mujeres de nuestra reunión creyeron que quizás habría sido una bomba. Mi madre observó a frau Von Lech para ver si sería oportuno desmayarse. Frau Von Lech no obstante decidió que mi madre hiciera gala de la famosa flema inglesa y determinó imitarla. La vieja señora rezaba y me fascinó con los complicados gestos que hacía para santiguarse.
            Los hombres ejercieron su conocida influencia de sentido común. Von Lech, que no estaba todavía habituado a los coches, sugería que el ruido había sido ocasionado por el estallido de un neumático o de un tanque de gasolina. Mi padre decía que no se debería permitir al público la adquisición, de armas de fuego.
            La bomba como arma política era inconcebible para aquellos ciegos creyentes en el Progreso; daban por supuesto que —exepto en Rusia—resultaba inconcebible para todo el mundo.
            Yo mismo, con la superioridad que me confería una preparación escolar dogmática, aceptaba su confianza básica sin ninguna imaginación y creía que el incidente era trivial. El deshinchado cortejo —formado por tres coches ahora, en vez de cuatro— se puso nuevamente en marcha y pasó apresuradamente por debajo de nuestro decorado balcón. El vitoreo era tan débil que se podían distinguir muy bien las voces aisladas. Yo quedé decepcionado. Para un resultado tan anodino y pequeño ni siquiera el corto viaje desde Ilidze merecía la pena. La única experiencia que yo tenía comparable a ésa era la visita que hizo Eduardo VII a Gloucester. Allí hubo gran cantidad de alabarderos con deslumbrantes uniformes. La figura genial, en el lando abierto, con la cabeza cubierta por un gorro alto, creaba, por la mera fuerza de su masculinidad expansiva, un aire de festival.
            Cuando el Archiduque pasó, pudimos distinguir el cuarto coche, el que faltaba en el cortejo, arrinconado a un lado de la calzada. Una muchedumbre lo rodeaba, a respetable distancia. Otra multitud más activa, dirigida por la policía, iba siguiendo hacia arriba el seco curso del río. Vimos cómo cogían y arrastraban un muñequito renqueante e indiscernible.
            Von Lech, dejando que transcurriera un intervalo suficiente para que la paralizada civilización se pusiera nuevamente en marcha, se asomó al balcón e hizo averiguaciones. Sí, había sido una bomba; un coronel del último coche había sido herido; los responsables eran, al parecer, unos estudiantes bosnios. Von Lech y mi padre admitieron que la educación secundaria estaba expuesta a tener que soportar las molestias de su dentición.
            Yo permanecía silencioso y otra vez desengañado. Uno lee cosas de bombas en los periódicos. Algunos anarquistas que usaban bombas en determinadas ocasiones, se hacían explotar ellos mismos (pero no a los otros), por lo menos así ocurría en la revista Nosotros Muchachos. Y ahora habían arrojado una bomba, prácticamente delante de mis narices, y yo ni siquiera lo había visto.
            La reunión entró en la casa para tomar refrescos. Las mujeres hacían grandes exclamaciones. Mi padre y Von Lech discutían de bombas con filosófico despego. Nadie se fijaba en mí. Yo notaba que era allí un estorbo, entonces me dijeron que podía ir al jardín a ver la carpa dorada hasta que el Archiduque volviera a pasar por la Ribera, pero que por ningún motivo debía abandonar la casa.
            A sangre fría yo nunca me hubiera atrevido a internarme por las calles de una ciudad extraña para mí; pero la curiosidad de la bomba pudo más qua todo. Estaba tan ansioso de hacerme con detalles horripilantes para podérselos contar a mis amigos del colegio, como cualquier reportero de encontrar buenas nuevas para entregárselas a su editor. Silenciosamente abrí y cerré de nuevo la puerta principal y salí a la Ribera. Anduve, manteniéndome muy junto a las casas, pues podía suceder que alguien saliera al balcón y me viera. Crucé la calle de Francisco José y ya con bastante terreno entre el balcón y yo, crucé al lado del río en la Ribera Appel.
            No había muchas cosas dignas de ser vistas en el coche. La rueda y el guardabarros derecho de atrás parecían como si hubieran recibido un gran golpe —un aspecto mucho más familiar ahora que antes. La imaginación añadía unas gotas de sangre en la calzada. O quizás las había, realmente.
            Anduve vagando a lo largo del embarcadero entretenido en buscar pistas en el lecho del río que hubieran podido delatar al presunto asesino. No había ni una, y yo me encontré a un cuarto de milla de casa sin ninguna compensación. Me di cuenta de mi apariencia de forastero y me avergoncé. En honor del Archiduque me habían obligado a ponerme el traje de Eton —que entonces llevaban todos los muchachitos los domingos y en ocasiones solemnes. Yo no sé si en Sarajevo habían visto anteriormente un equipo parecido, pero el caso es que nadie parecía suponer que yo me hubiera escapado de un circo, lo que me hizo pensar que quizá no resultaba tan extravagante como yo mismo creía.
            Mientras me distraje por allí, soñando despierto, las dos murallas de policía y público frente a nuestro balcón habían otra vez engrosado. El Archiduque tenía que volver a pasar. Había también una tercera muralla de público que atravesaba la Ribera Appel en donde el cortejo tenía que torcer a la derecha hacia la calle de Francisco José. Yo quedaba completamente aislado de mi casa.
            No me agradaba la idea de cruzar la calle, ancha y vacía, ante la mirada de todo el mundo. Y sin embargo tenía que volver al balcón antes de que descubrieran mi ausencia. Semiconscientemente, pasé a través de las líneas de gente hacia el espacio abierto, pero en seguida un policía me rechazó hacia atrás. Su reacción debió de ser de completa sorpresa, pues estaba incomprensiblemente nervioso.
            Otro espectador fue casi al mismo tiempo que yo rechazado también hacia atrás; un joven de facciones muy marcadas sólo un poco más alto que yo, que era bastante desarrollado. También intentaba cruzar la calle, pero lo había dejado para demasiado tarde. Cambiamos miradas. Recuerdo sus ojos azul brillante en su rostro pálido. Se inclinó hacia mí y dijo en alemán (yo lo entendía, aunque sólo un caso forzado me inducía a hablarlo):
            —Ven conmigo. Yo te ayudaré a atravesar.
            Luego le preguntó al policía si no se daba cuenta de que yo era un forastero de buena familia, inofensivo. De su tono podía deducirse que él era mi acompañante o servidor. Con un brazo en torno a mis hombros, quitándome con su pobreza de clase media la vergüenza de mi resplandeciente uniforme de Eton, me acompañó al otro lado de la calle.
            Nos mezclamos con la muchedumbre situada entre la Ribera Appel y la calle de Francisco José. Llegó primero el coche de la policía, después el que llevaba al Archiduque Francisco Fernando y a su mujer. Recuerdo que el conde Harrach estaba de pie en el estribo izquierdo del coche protegiendo al Archiduque con su cuerpo. Pero no se me ocurrió que el motivo de que estuviera allí era realmente aquél. Parecía solamente una manera galante y presumida de acompañamiento.
            Los coches dieron la vuelta hacia la calle de Francisco José. Vi como mi amable acompañante apuntaba delante suyo y disparaba dos veces seguidas. Yo estaba a cierta distancia, y, de momento, no me di cuenta de lo que estaba haciendo. En 1914 todavía no habíamos sido educados a base de guerra y cine. Nada de espectacular sucedió, excepto que el duque se cayó de espaldas. Sofía puso la cabeza sobre sus rodillas. Después la muchedumbre se abalanzó sobre Gabriel Princip. Por encima de cabezas y hombros pude apreciar cómo el conde Harrach ponía un pañuelo sobre la boca del Archiduque y que el pañuelo, de repente, como si se tratara de un juego mágico, se teñía de rojo intenso. Cuando llegaba a las puertas de casa, los Von Lech y mis padres salían precipitadamente y no se dieron cuenta de que me había unido a ellos cuando estaban ya en la calle.

            Nunca les dije nada de lo ocurrido. Jamás conté en el colegio ni una sola palabra de mi aventura, siempre tuve sensación de culpabilidad, aunque desde hace muchos años admití que Gabriel Princip, aprovechándose de una oportunidad, me había utilizado a mí para lograr, pese a la policía, atravesar entre la multitud de la calle de Francisco José. Si no hubiese sido por mí, hubiese tenido que disparar desde algún punto cuando ya hubiese atravesado el cortejo, o por detrás del cuerpo del conde Harrach, un tiro de tan escasas probabilidades que quizás en vez de una pistola hubiese sacado un paquete de cigarrillos.

miércoles, 17 de abril de 2019

EL FUGITIVO Y LOS CLÉRIGOS J. S. Fletcher




J.S. FLETCHER.




Nacido
en Halifax, West Yorkshire, Reino Unido 
07 de febrero de 1863

Murió
30 de enero de 1935

Género



Joseph Smith Fletcher (1863 - 1935) fue un periodista, escritor y miembro británico de la Royal Historical Society. Estudió derecho antes de dedicarse al periodismo. 

Su carrera literaria abarcó aproximadamente 200 libros sobre una amplia variedad de temas que incluyen ficción, no ficción, historias, ficción histórica y misterios. Fue conocido como uno de los principales escritores de ficción de detectives en la Edad de Oro

https://www.goodreads.com/author/show/1462007.J_S_Fletcher 


EL FUGITIVO Y LOS CLÉRIGOS

 

 

            J. S. Fletcher

 I

 

 

            Para un hombre que acababa de huir de la cárcel, la población de Brychester, en las tempranas horas de una madrugada de otoño, presentaba posibilidades y oportunidades que Medhurst, inteligente ciudadano del mundo antes de convertirse en criminal, podía percibir muy pronto y aprovechar con diligencia. Brychester era, para el caso, única en su especie. Es una de la más pequeñas ciudades episcopales inglesas, ocupa muy poco espacio y por tanto es posible dar, en media hora, una vuelta completa a su recinto. Sólo tiene dos calles principales, una de norte a sur y otra de este a oeste, las cuales se cruzan en el centro de la ciudad, dividiéndola en cuatro distritos. En cada uno de éstos hay callejuelas y vías secundarias, y también, a espaldas de los antiguos edificios, se abren jardines amplios y umbrosos. En uno de ellos, desierto en absoluto, se ocultó Medhurst sobre las tres de la madrugada, después de huir de la prisión de la ciudad, que se alzaba aproximadamente a una milla de distancia del casco urbano.
            No había sido muy difícil la fuga. Medhurst, recientemente condenado a un largo período de trabajos forzados, se hallaba en la prisión de Brychester en espera de ser trasladado a Dartmoor o Portland, y no había cesado de observar bien cuanto le rodeaba desde el momento en que cambió su elegante apariencia anterior, por la parda e inconfundible ropa de presidiario. Era hombre ingenioso y de recursos y anhelaba escapar a las desagradables consecuencias de sus culpas. La prisión de Brychester era antigua y los celadores algo negligentes en sus deberes. Medhurst acechó la oportunidad y, mediante algún trabajo en la cerradura de su puerta, una observación cuidadosa de los movimientos de los guardianes nocturnos y un estudio detenido del exterior de la prisión, logró evadirse de ésta con escaso esfuerzo. Y a la sazón,
            en una madrugada de octubre, hallábase, tiritando un poco, pero alegre y dispuesto, en el invernadero de un frondoso jardín, reflexionando sobre cuáles debían ser sus pasos sucesivos.
            La primera y máxima preocupación de Medhurst era la misma de todos los presidiarios fugitivos: sus ropas. Había otra en forma, de falta de dinero, pero la cuestión de ropas era la más inmediata. De tener un traje corriente, podría irse de allí, aunque fuera sin dinero. Claro que, de tener dinero, todo se arreglaría con mayor facilidad, mas esto no obstaba a que el problema de ropas fuese el más acuciante. Además, debían ser prendas de calidad. Medhurst era un hombre de muy buena presencia, alto, bien formado, casi distinguido, como muchos observaran en el patio de la cárcel. Le convenía, pues, no el atuendo de un marinero o labrador, sino el de un hombre elegante, con el que llamaría la atención mucho menos. En todo caso, había un hecho positivo: antes de que apuntase el día necesitaba encontrar ropas que le permitieran salir de Brychester. Por razones que no es menester detallar, Medhurst confiaba en que su fuga no fuese descubierta hasta las seis de la mañana, y en consecuencia, tenía tres horas por delante para proceder. Y, pensando que, de hacer algo, le convenía hacerlo cuanto antes, salió de su escondite y empezó a examinar los contornos. Pudo advertir que el antiguo jardín en que se hallaba pertenecía a una serie de jardines sitos a espaldas de varios edificios de primorosas techumbres, incluidos en el perímetro de los muros de la catedral. De hecho, en aquellas casas vivían las principales dignidades eclesiásticas de la población. Medhurst presumió que debía haber medios de penetrar en una de aquellas tranquilas mansiones y conseguir prendas adecuadas. Mas, aun en el caso de que no las hubiera, dada su necesidad de ropa, resolvió ensayarlo.
            Reinaba una gran quietud, una quietud casi inquietante, en los claustrales recintos que Medhurst recorría. Un par de veces oyó el grito de un búho, acogido sin duda a algún edificio ruinoso de las afueras, y de cuando en cuando percibía el silbido lejano de un tren. Cada cuarto de hora, la campana argentina del reloj de la catedral desgranaba una nota. Pero, en cambio, no se oían las fuertes pisadas de los policías de servicio. En aquellos tranquilos jardines había poco temor de ser molestado. Medhurst saltó un par de tapias y una empalizada o dos y examinó los accesos traseros de algunas casas, siempre cauto y vigilante. Y de pronto, en uno de los edificios más grandes, halló una ventana abierta. O, mejor dicho, entornada, dejando sólo un resquicio angosto. Esto bastaba para los propósitos de Medhurst. Deslizó la mano, alzó el picaporte y al momento saltaba al interior de lo que parecía ser un pasillo cubierto de blanda alfombra.
            Medhurst había estado tanto rato en la oscuridad que ya empezaba a acostumbrarse a ella. Esto es cosa al alcance de todo el que quiera conseguirla: basta aguardar en tinieblas lo suficiente para darse cuenta de que no son tan impenetrables como parecía. Los objetos se revelan, particularmente cuando hay al fondo una ventana, y se advierten gradaciones en la negrura. Medhurst, poniendo en juego toda su destreza, halló un pasillo lateral que le condujo a un vestíbulo de donde arrancaba una ancha escalera. Las alfombras de corredores, habitaciones y escalera, parecían extraordinariamente suaves y espesas, pero, sin embargo, Medhurst se sentó en el último escalón para quitarse su calzado de presidiario. Quería ir al piso superior, porque en Inglaterra las ropas suelen estar en los dormitorios y éstos en los pisos altos.
            A pesar de lo corpulento que era, Medhurst subió los peldaños más silenciosamente que un gato. Bendijo al constructor de la escalera al notar que las maderas no crujían por ningún sitio. Bendijo también al habitante de la casa, muy aficionado sin duda a las buenas alfombras de terciopelo. Y comenzaba a lamentar no tener una luz cuando vio una.
            Era solamente un hilo de luz que surgía por una puerta entornada. Medhurst se acercó en medio de un silencio tan profundo como el que reinaba sin duda en las naves de la contigua catedral. Tenía nuevos motivos para congratularse, ya que, al parecer, los moradores de la casa eran gentes de sueño pesado. En la puerta, escuchó. Luego, mirando por el resquicio, vio que la claridad procedía de una estufa de petróleo. Ocurriéndosele que tal vez fuese aquél un cuarto de niños, escuchó, procurando percibir la débil respiración de algún pequeño. Pero al fin, no oyendo nada, empujó .suavemente la puerta, introdujo la cabeza y vio que la estancia era un guardarropa. Titubeó, escuchó de nuevo e intensamente y cruzó el umbral.
            Medhurst, siempre listo en medir las posibilidades de una cosa, advirtió de una sola ojeada las espléndidas oportunidades que le brindaba aquel cuarto. ¡Estaba en el palacio del lord obispo de Brychester! Allí, colocados en perchas y roperos, se veían los atavíos episcopales: el calzón corto, las polainas, la levita de severo corte. Y también una ropa interior impecablemente blanca, el cuello redondo, y todo… Sin duda el obispo no tenía, para vestirse, otra cosa que hacer sino entrar por la mañana en aquella habitación bien caldeada y ponerse sus ropas.
            —Sin duda —reflexionó Medhurst—los obispos tienen varios trajes de repuesto. En todo caso, milord el obispo no va a encontrar aquí estas prendas cuando venga a buscarlas.
            Medhurst acababa de descubrir la magnífica posibilidad que se le ofrecía. Iba a salir de Brychester vestido de obispo. Conocía a éste de vista, ya que el prelado había visitado la prisión local cuando Medhurst estaba en ella, y por tanto al fugitivo le constaba que él no difería mucho, físicamente, del dignatario eclesiástico. Ambos eran altos, esbeltos y atléticos. El caso era excelente, excelente… En la penumbra de una madrugada de otoño nadie sería capaz de distinguir al obispo falso del auténtico en los breves minutos necesarios para llegar a la estación del ferrocarril. Era un verdadero favor de la providencia.
            Sin dejar de mantener atentos los oídos, Medhurst se despojó rápidamente de su atuendo de presidiario y se vistió con las ropas episcopales. Halló algunas dificultades con las polainas, las medias y el cuello, pero era hombre hábil y en pocos instantes resolvió todos los problemas. En un rincón de la habitación había un espejo de cuerpo entero. A la semiclaridad despedida por la estufa, Medhurst, vestido ya del todo, se miró al espejo y sonrió, complacido. Pero aún sonrió con más satisfacción cuando, dirigiéndose a una mesita, vio, sobre el nítido tapete, un soberano, un medio soberano y algunas monedas de plata. Guardó sin ruido las monedas en el bolsillo del calzón episcopal y celebró que el dueño de aquellos objetos hubiese vaciado sus bolsillos antes de acostarse. De nuevo parecía ayudarle la Providencia.
            A Medhurst sólo le faltaban ahora unas pocas cosas: una bufanda, un abrigo y el sombrero de doctor en teología que siempre usan los obispos. Medhurst reflexionó que todo ello debía hallarse en el vestíbulo. Y ya salía a buscarlo cuando se dio cuenta de que dejaba atrás sus ropas de presidiario. No podía abandonarlas. Claro era que no tardaría mucho en saberse que un preso había huido de la cárcel y desaparecido vistiendo las ropas del obispo de la ciudad, pero Medhurst deseaba aplazar y restringir lo más posible la difusión de aquella noticia. Y, otra vez, se le presentaron una oportunidad y una inspiración. A un lado del guardarropa había un maletín negro, corriente y muy usado, en el que se leía, en desvaídas letras blancas, «Obispo de Brychester». Poniendo el maletín sobre una silla, lo abrió. Contenía un traje completo de golf, de tela gris oscura, con gorra de lo mismo, y un equipo de camisas, calcetines y corbatas. Era, sin duda, el atuendo usado por el obispo cuando iba a jugar al golf. En todo caso, lo oportuno parecía cargar con aquello, puesto que ofrecía amplias oportunidades futuras. Medhurst guardó sus ropas de forzado en el espacio libre del maletín, cerró éste y bajó con su equipaje al vestíbulo.
            Allí, Medhurst osó correr un cierto riesgo. Tras permanecer un rato al pie de la escalera, encendió una cerilla. La leve luz mostrole un abrigo, una bufanda y un sombrero de obispo. Púsose todo a oscuras. Ni de arriba ni de en torno llegaba sonido alguno. La casa seguía tan quieta como antes. Y Medhurst, ya plenamente equipado para su viaje, sentóse en una silla dispuesto a esperar.
            Conocía Brychester. Cuando aún no era un malhechor, había visitado la ciudad varias veces. Incluso había pasado allí una semana antes de ser detenido. Le constaba, pues, que a las cuatro y diez de la madrugada salía de Brychester un expreso que llegaba a la Estación Victoria minutos antes de las seis. Y se proponía viajar en aquel tren en calidad de obispo de la diócesis. Según sus presunciones, en el palacio episcopal nadie debía levantarse antes de las seis, y aún pasaría algún tiempo antes de que se descubriese el robo de las prendas. Y cuando se produjera el consiguiente tumulto, Medhurst estaría ya a salvo en Londres. Bastaba, pues, esperar a que el reloj de la catedral diese las cuatro, momento en que, saliendo tranquilamente del recinto catedralicio, Medhurst no tenía sino llegar a la estación, tomar el billete y entrar en el tren.
            Ninguna dificultad halló para llevar a la práctica su plan. Abrió con cuidado la puerta frontera y, empuñando el maletín, cruzó el pórtico externo y por las desiertas calles dirigiose a la estación. Todo transcurrió todavía mejor de lo que esperaba. Habíase calado mucho su sombrero episcopal, alzándose la bufanda episcopal hasta la nariz y levantado el cuello de su episcopal abrigo. En la mal alumbrada estación había poca gente, y ni el taquillero ni el empleado que tomó obsequiosamente el maletín de Medhurst y abrió la portezuela de un departamento de primera clase, tuvieron la menor duda de que aquel caballero era el obispo de Brychester.
            «¡Casi estoy por creer que lo soy de verdad! —díjose, risueño, Medhurst, mientras el exprés corría, veloz, por el campo en sombras—. En todo caso he de serlo durante dos horas. ¿Y después?»
            Como un preliminar de ulteriores operaciones, registrose todos los bolsillos. Nada halló, salvo unas tarjetas en una gastada cartera. El hallazgo le satisfizo: las tarjetas podían serle útiles más adelante, Volvió a escudriñar el maletín y no encontró más que lo que había visto y su propio atuendo de presidiario. Reflexionó si le convendría arrojar aquellas prendas acusadoras por la ventanilla o esconderlas bajo los cojines del coche, pero, pensándolo mejor, las dejó guardadas con el norfolkiano traje de deporte del obispo.
            Aquel traje le dio una nueva idea. Se proponía ir a casa de un antiguo amigo, en Kent, amigo en quien podía confiar y que sin duda le arreglaría el modo de viajar en secreto hasta el Continente. Aquel hombre vivía cerca de Sevenoaks, en una aldea pequeña cuyos habitantes se hubiesen sentido no poco revueltos de ver comparecer en la localidad a un obispo. Pero en cambio no repararían en un señor corriente, vestido con chaqueta de Norfolk y calzón de golf. Por lo tanto, era preciso realizar otro cambio de indumentaria.
            Cuando el expreso entró en la Estación Victoria, Medhurst, asiendo su maletín, se dirigió a un taxi parado casi frente al lugar donde se había detenido el vagón en que viajaba el supuesto obispo. La temprana luz mañanera era débil y el chófer estaba medio dormido. El hombre, viendo lo que le pareció un alto dignatario eclesiástico con polainas y un sombrero extravagante, acudió a abrir la portezuela.
            —Lléveme al hotel —dijo Medhurst, con episcopal compostura, tras su bufanda.
            El chófer condujo el taxi al Hotel Grosvenor. Medhurst empuñó su maletín y ordenó:
            —Espéreme.
            El chófer se llevó la mano a la gorra. Medhurst fue recibido en el vestíbulo del hotel por un amable dependiente, que sabía conocer a un obispo a primera vista.
            —Deseo —dijo Medhurst—un cuarto para cambiarme de ropa. ¿Puede enviarme una taza de café? Quiero… Bien: pienso ir a jugar esta mañana una partida de golf y deseo ponerme un traje más adecuado para el caso. Dejaré aquí mi maletín y vendré a buscarlo, y a cambiarme de ropa, esta tarde, al anochecer. Puede cargarme, desde luego, el precio de la habitación por todo el día.
            A la media hora, Medhurst, mucho más a sus anchas en su traje de seglar, cruzaba el vestíbulo, camino del taxi. Pero se detuvo en seco, puesta la mano en el picaporte. A través de los cristales de la puerta veía alejarse el taxi, y en él, arrellanado en los cómodos cojines… un obispo.
            Medhurst miró con cautela a su alrededor. No había nadie en el vestíbulo, salvo un par de sirvientes entregados a sus ocupaciones domésticas. En el mostrador del despacho estaba el registro de viajeros. Medhurst, tomándolo, alzó las pesadas tapas y buscó los asientos recientes. Con fecha del día antes vio una anotación que para él resaltaba vivamente entre las demás:
            «Señor Obispo de Tuscaloosa y señora Sharpe-Benham.»
            Medhurst cerró el grueso libro y salió, riendo para sí. Pensando en la situación dio gracias a su buena estrella de que una mañana insólitamente oscura, un chófer soñoliento y un prelado colonial, que sin duda deseaba asistir a algún oficio matutino, contribuyeran a facilitar tanto sus pasos sucesivos. Con un sentimiento de inmensa satisfacción lanzose, desde el hotel, a la libertad de las amplias calles.

 II

 

 

            El chófer a quien Medhurst mandara esperar no había reparado mucho en el porte de su cliente. No estaba muy familiarizado con los detalles del atavío eclesiástico y no sabía distinguir un deán de un arcediano ni un arcediano de un obispo. No sabía sino que ciertos dignatarios de la Iglesia anglicana llevaban polainas y sombreros de alas apuntadas y que solían vivir espléndidamente.
            Vio a su cliente entrar en el hotel y creyó que era el mismo el que salió del hotel a toda prisa veinte minutos más tarde, saltando al coche y mandando al conductor que le llevara a la catedral de San Pablo. El buen chófer no sabía ni remotamente que este clérigo no era su primer viajero, sino el obispo de Tuscaloosa, prelado colonial de paso en Inglaterra y que, debiendo hallarse a las siete menos cinco en la catedral de San Pablo y habiéndose dormido más de la cuenta, se precipitó al primer taxi que vio a mano.
            Al apearse ante San Pablo el prelado auténtico, el chófer siguió convencido de que era el mismo a quien recogiera en la Estación Victoria, donde su cliente se había apeado del humeante expreso de Brychester. El obispo de Tuscaloosa miró el reloj de San Pablo y dijo al chófer:
            —Espéreme aquí. No tardaré mucho y necesito que me lleve a otro sitio después.
            El taxista no notó en monseñor nada diferente. Miró cómo la figura del obispo (alta y atlética, pues Sharpe-Benham se había distinguido en los campos de deportes antes de emprender su carrera en las colonias) subía los peldaños del templo; encendió su pipa, compró a un vendedor de prensa un diario matutino de a medio penique y se preparó a esperar que el obispo cumpliera sus deberes religiosos. Y estaba leyendo las últimas noticias sobre las carreras cuando, cuarenta minutos después de penetrar en la catedral, el obispo salió de ella, acompañado de otro eclesiástico. Éste, viendo el taxi parado, hizo alguna broma sobre la mundana vanidad de dejar un coche esperando mientras el taxímetro corre a toda prisa.
            —Ya lo sé, ya lo sé —dijo el obispo—. Pero tengo que ir a un punto distante del este de Londres, y este coche es tan bueno y cómodo que he resuelto seguir usándolo.
            El otro sacerdote rió, estrechó la mano del obispo y entró en el deanato. El prelado interpeló al chófer.
            —Deseo —indicó—que me lleve a la iglesia de Santa Eduvigis, en East Ham. Está lejos, ¿no?
            El chófer dobló el periódico y se lo guardó en el bolsillo.
            —Muy lejos, señor —repuso—. ¿Y dónde queda esa iglesia?
            —Ya lo preguntaremos en East Ham —contestó el obispo—. Pero quizá me conviniese desayunar antes de ir a tal distancia.
            Miró, reflexionando, los altos edificios próximos.
            —¿No hay por aquí cerca algún hotel o cosa parecida? —preguntó.
            —En la misma esquina está la fonda de la Estación de Cannon Street —sugirió el chófer—. Sirven desayunos.
            —Pues lléveme allí primero —dijo el obispo, entrando en el coche.
            El taxista condujo a su cliente al lugar ordenado, le indicó la entrada y se dispuso a esperar. El obispo, que era hombre bondadoso, miró al conductor.
            —¿Quiere usted ir también a desayunar, entretanto? Yo pasaré aquí unos tres cuartos de hora. Tiene usted tiempo.
            —Gracias, señor —dijo el chófer, sonriente, mirando el reloj—. Realmente no he desayunado tampoco. Estaré de vuelta a las nueve menos veinte.
            El obispo, sonriendo a su vez, asintió, y entró en la fonda. Le guiaron al café con toda la cortesía debida a su dignidad, encargó el desayuno, pidió el «Times», se instaló cómodamente ante las vituallas y empezó a consumirlas con parsimonia. El camarero le había ofrecido un asiento junto a la chimenea, y el obispo, atento a sus propios asuntos, no reparaba en las demás personas que había en el café. No se fijó, pues, en un hombre corpulento, de cara sería, que acababa de entrar y, aparentando mirar a su alrededor con indiferencia, escrutaba atentamente el rostro del obispo.
            A las nueve menos cuarto, el obispo dejó a un lado el diario y a otro la servilleta y hundió los dedos en el bolsillo donde solía guardar el dinero. Horrorizado, descubrió que no había allí dinero alguno. Buscó a toda prisa la cartera, donde llevaba siempre un par de billetes en previsión de posibles necesidades inesperadas. Pero no tenía la cartera y todos sus bolsillos estaban vacíos. Y de pronto recordó que, con las prisas de aquella mañana, habíase dejado la cartera, el monedero y cuanto solía llevar, sobre el tocador. Era desagradable, pero no cosa importante, al fin y
            al cabo. Llamó al jefe de camareros, que se adelantó, respetuoso, con la factura.
            —Lo siento —dijo el obispo—, pero he olvidado la cartera y todo lo que suelo llevar encima, en el Hotel Grosvenor, donde me alojo. Salí de prisa esta mañana, porque tenía que estar en la catedral de San Pablo, y… Pero tengo un taxi en la puerta y puedo enviar al chófer a buscar dinero.
            El camarero repuso que lo hiciera así y no se apurara, y el obispo salió del salón, lamentando el retraso con que se había despertado. Ya descendía la escalera, en busca del taxi que le esperaba, cuando el hombre serio que le mirara desde la puerta del café y que había cambiado unas palabras con el jefe de camareros al ver salir al prelado, surgió junto a éste y le saludó con una reverencia cortés, pero fría.
            —¿Me permite unas palabras, señor?
            El obispo se volvió, sorprendido. En la voz de su interpelante había una firmeza que parecía convertir su ruego en una orden. El obispo, hombre vehemente, se sonrojó.
            —¿Qué quiere decirme?
            —Sírvase pasar aquí —contestó el otro, indicando un cuarto lateral, y haciendo una inclinación de cabeza—. Siento preguntárselo —continuó, ya dentro, con el mismo tono frígido y firme—, pero ¿es cierto que no ha pagado usted su factura?
            El rubor del obispo se intensificó.
            —¡Esto es el colmo…! —empezó.
            Mas se dominó en seguida. La culpa era suya.
            —Si es usted el gerente, sepa que ya he dicho a uno de sus camareros el incidente que he tenido. Olvidé mi dinero en el tocador de mi alcoba, y voy a enviar al chófer a buscarlo.
            El hombre de aspecto serio y oficial permaneció impertérrito, mirando las vestiduras episcopales.
            —¿Es usted el obispo de…? —empezó.
            —De Tuscaloosa —contestó el eclesiástico con cierta aspereza.
            —¿Dónde está esa diócesis? —preguntó el inquiridor, más firmemente que nunca.
            —¡Parece mentira! —protestó el obispo—. ¿Es posible, buen hombre, que sugiera usted…?
            —No sugiero nada —respondió el otro—. Me limito a pedirle informes. Ha venido usted aquí, no paga la factura y… En resumen, le seré franco: soy agente de policía…
            Otra persona, de imponente aspecto, entró en la habitación. El primero continuó:
            —El caso es que esta noche un presidiario fugado ha entrado en el palacio episcopal de Brychester y se cree que ha huido en el expreso de las cuatro y diez vistiendo las ropas del obispo. Y las señas de usted coinciden con las de ese hombre.
            El prelado, por un momento, no pudo articular palabra. Luego rió.
            —¡Señor mío! —exclamó—. Esto es ridículo. ¡Inmensamente ridículo! Soy el obispo de Tuscaloosa, en Canadá. Me hospedo en el Hotel Grosvenor y vengo ahora de la catedral de San Pablo, donde me conocen muchos miembros del Cabildo. El chófer que me espera le dirá que me ha recogido en el Hotel Grosvenor y…
            El primer hombre hizo un signo al segundo, el cual, saliendo, volvió al instante con el chófer. El primero de ambos hombres preguntó al taxista, mirando al obispo:
            —¿Dónde ha recogido usted a este señor?
            El chófer miró a los tres con recelo.
            —Ahora le he recogido en la catedral de San Pablo y antes en el Hotel Grosvenor —declaró—, y antes de eso en la Estación Victoria.
            El obispo dio un salto en su asiento.
            —¡En la Estación Victoria! ¡Usted no me ha recogido nunca en la Estación Victoria, buen hombre! ¡Usted…!
            El recelo del chófer creció. El obispo no le había pagado nada todavía y además el coche llevaba veinte minutos esperando.
            —¡Que no le he recogido! —exclamó—. No dirá que no se ha apeado usted en el andén de llegada de la Estación Victoria, de donde le he conducido al Hotel Grosvenor. Ha salido usted del hotel a los veinte minutos, ¿no?
            Asumió una expresión despectiva, en vista del sesgo que el asunto tomaba, y se volvió a los dos agentes.
            —Este señor ha llegado en el expreso de Brychester —dijo—. Faltaban unos minutos para las seis. ¡Ya lo creo que sí!
            Los agentes se volvieron al infeliz obispo, seguros de haber logrado una importante, aunque fortuita captura. Y, según entraba en él orden lógico de las cosas, condujeron a su cautivo al más cercano puesto de policía.

 III

 

 

            Medhurst, reflexionando, se dirigió desde el hotel hacia Victoria Street. Su primer paso debía tender a procurarse una libertad definitiva. Sus andanzas nocturnas en el palacio episcopal de Brychester debían haber sido descubiertas ya. La policía local tardaría poco en comunicar con Londres. Se averiguaría fácilmente que el fugitivo había salido de Brychester en el tren de las 4,10, sí; pero, con todo, Medhurst llevaba una hora o dos de adelanto sobre sus posibles perseguidores. En primer lugar debía entrevistarse con su amigo de confianza. Y de repente acordose de que aquel amigo tenía un despacho en Londres, junto a Mansión House. ¿Por qué no acudir allí en vez de arrostrar los peligros de un viaje por ferrocarril a Kent? Las estaciones principales estarían pronto vigiladas y le convenía mantenerse lejos de ellas mientras no cambiase de ropa.
            Por tanto se dirigió a la City. Tomó un billete del Metropolitano hasta Mansion House. Entre la apiñada multitud matutina que se precipitaba hacia tiendas y despachos, se sentía seguro. Por mucha solicitud que pusiera la policía en buscarle, no iban a situar agentes en todas las calles de Londres. Daría una vuelta por la City hasta las nueve, ya que, según recordaba Medhurst, su amigo era un tipo madrugador y acudía al trabajo en uno de los primeros trenes. Medhurst no sentía temor alguno. Pensaba que todo iba a resultar bien.
            En el Metropolitano, hizo un interesante descubrimiento. En el bolsillo alto de la chaqueta de golf halló una cigarrera, conteniendo cuatro puros excepcionalmente buenos. Encendió uno con el goce y ahínco de un hombre que no probaba tabaco hacía largas y ominosas semanas. Pero, examinando la cigarrera antes de volverla a guardar, encontró en ella algo más importante: en un pequeño departamento de la tapa, claramente destinado a contener sellos y cosas semejantes, había un par de cheques en blanco contra el «Brychester and County Bank». Evidentemente el obispo era hombre previsor, que deseaba estar siempre presto a contingencias insólitas. Si éstas llegaban, ¿quién no aceptaría en pago el cheque de un obispo?
            El hallazgo hizo reír a Medhurst. No obstante, la cosa no tenía de momento gran trascendencia para él y así devolvió los cheques a su lugar y la cigarrera al bolsillo, y prosiguió fumando, satisfecho, hasta la estación de Mansion House. Salió a la calle y empezó" a deambular por las aceras, ya muy concurridas.
            En la hora que aproximadamente le quedaba por delante, dábale igual hacer una cosa que otra. Por lo tanto decidió andar sin rumbo, pero cuidando de no detenerse, como si se dirigiera a un punto determinado. Pasó a lo largo del Bank, ante el Guildhall, por Aldersgate, y, siguiendo calles secundarias, alcanzó Smithfield. Desde allí, girando hacia el sur, anduvo por Ludgate Hill. Detúvose ante el escaparate de una librería y de improviso se halló mirando la portada de un libro expuesto en un anaquel. El título indicaba que aquella obra se refería a los deportes en relación con la juventud cristiana y el autor era el obispo de Brychester. En la cubierta campeaba un retrato del prelado, con el facsímil de su firma al pie.
            Medhurst, hombre de mente despierta, tenía el instinto de aprovechar las oportunidades. Y ahora se le ofrecía una excelente. Llevaba en el bolsillo dos cheques en blanco del obispo de Brychester, y ante él aparecía una buena reproducción de la firma del mismo reverendo. La ocasión resultaba excepcional, en efecto, porque Medhurst sabía imitar perfectamente las firmas ajenas. De hecho, era esa habilidad la que le había puesto en contacto con la ley. Y los representantes de ésta habían encontrado tan pasmosa la facultad caligráfica de Medhurst, que habían resuelto confinarle por muchos años en regiones donde semejante destreza tiende a embotarse. El juez que había pronunciado la sentencia añadió en tono seco y lacónico que ya se habían dado casos de falsificadores condenados al cadalso y al verdugo.
            Medhurst penetró en la librería, manoseando el dinero suelto que. llevaba. Su vivo humorismo le hizo sonreír al pensar que iba a comprar el libro del obispo con el propio dinero del obispo. El volumen, pequeño y sencillo, contenía dos o tres conferencias pronunciadas por el prelado ante los jóvenes. Medhurst lo deslizó en el bolsillo de la chaqueta y salió. Persistiendo en su plan inicial, proseguía andando por las calles, abajo y arriba, sin alejarse mucho de la manzana de casas donde, cerca de Mansion House, tenía su amigo de confianza la indicada oficina. Pero antes de ver a aquel amigo, Medhurst quería ejecutar otro trabajo, un trabajo dimanado de su habilidad delictuosa de falsificar firmas.
            Entró en una sala de té y encargó un desayuno ligero. Mientras esperaba que se lo trajesen estudió la firma del obispo. Era una firma simple, sin peculiaridades difíciles de imitar. No la firma de un intelectual o un literato, sino la de un hombre de negocios, poco amigo de floreos, curvas y trazos alargados. Cuando terminó el desayuno, Medhurst había, por decirlo así, fotografiado tan bien aquella firma en su cerebro, que se sentía capaz de extender un cheque con tan perfecta semejanza de letra que al mismo obispo le costaría trabajo notar la falsificación.
            Puso manos a la obra. Ya había pensado en una conocida joyería de Cheapside, donde podía hacer lo que deseaba, con la ventaja de hallarse casi puerta por medio de Mansion House y de la casa donde se proponía desaparecer tan pronto como concluyese su transacción. Entró con gran aplomo en la joyería, cuyo propietario, viendo el cuello clerical del cliente, le juzgó un párroco rural vistiendo su acostumbrado traje campesino. Pero Medhurst sacó en seguida al joyero de tal error. Sacando el usado tarjetero episcopal, depositó sobre el mostrador de mármol una tarjeta. El joyero inclinose muy cortésmente y ofreció una silla al visitante.
            —He visto anunciados sus relojes con frecuencia;—dijo el supuesto obispo—, y como tengo poco tiempo libre antes de acudir a la partida de golf en que me esperan, he resuelto darles ahora una ojeada. Deseo hacer un regalo a mi capellán, que acaba de obtener una prebenda, y me parece que nada será más apropiado que un reloj. De oro, por supuesto… Lo mejor que pueda tener… Ya le digo que he leído sus anuncios y me parece que tiene usted buenos relojes de oro por menos de cuarenta libras, ¿no?
            El joyero extendió ante su parroquiano varios relojes de oro de diversos precios. Medhurst los examinó todos con interés y cuidado, hablando entretanto con simpatía. Al fin eligió un cronómetro elegante y útil de un valor de 33 guineas. Y sacó uno de los cheques en blanco.
            —Voy a firmarle un cheque —dijo—. Pero el caso es que lo había llenado con la cifra de cincuenta libras. ¿Tiene inconveniente en darme el cambio?
            —No, milord —repuso el joyero—. ¡Con sumo gusto!
            No se le ocurrió duda alguna sobre la identidad de su cliente. ¿No había visto la tarjeta del prelado? ¿No veía junto a los guantes de aquel señor el libro «El Deporte y la juventud cristiana», con la firma autógrafa del obispo en la cubierta? Alargó las quince libras y siete chelines restantes y dio gracias al nuevo parroquiano por su compra.
            Medhurst se inclinó con su más digna reverencia y exhibió su más meliflua sonrisa. Luego, fijándose en un reloj colocado tras el mostrador, exclamó:
            —¡Válgame Dios! ¡Me queda el tiempo justo para tomar el tren en Cannon Street! Tengo que darme prisa.
            El joyero, saliendo del mostrador, abrió la puerta, se curvó en una inclinación profunda y dijo:
            —No tiene más que doblar la esquina, milord. Llegará en dos minutos.
            Medhurst, sonriendo, dobló en efecto la esquina. Pero en seguida dobló otra, y otra más. Y luego se hundió en un edificio cuyos despachos parecían responder al principio arquitectónico profesado por los constructores de conejeras. Cinco minutos después de salir de la joyería, estaba en la oficina de su amigo de confianza, quien acababa de llegar y se apresuró a cerrar la puerta tras ellos.
            Entretanto el joyero, después de ver desaparecer al obispo por la esquina, volvióse a su tienda frotándose las manos de satisfacción. ¡Empezaba bien el día!
            Y entonces divisó los guantes y el libro que Medhurst, por olvido, había dejado en el mostrador. Cogiolos, dio una voz a sus dependientes, y corrió tras el parroquiano. Pasó Bucklersbury a la carrera, atravesó como un tiro Queen Victoria Street, galopó por Walbrook, y precipitose en la estación de Cannon Street. Casi sin aliento llegó al andén de partida y miró por todas partes.
            —¿Ha visto pasar a un obispo? —preguntó al hombre que picaba los billetes—. Es un señor alto, el obispo de Brychester…
            El empleado miró al joyero.
            —Esta mañana han detenido aquí a un tío que decía que era un obispo —gruñó—. No pagó la cuenta de la fonda, ni ná. Puede que le encuentre usté en la comisaría.
            El joyero sintió un vértigo. Le giraba la cabeza. Alejose. Y de pronto reaccionó súbitamente. Era imposible que el hombre de la fonda de la estación fuese el mismo que había estado en su casa, un momento antes. ¡Imposible! No obstante, resolvió ir a la comisaría, donde tenía conocidos. Fue, pues, allí y explicó su historia. Lo que más le intrigaba era saber cómo se había producido tan extraordinaria coincidencia.
            El agente que escuchó el relato guardó silencio por unos minutos.
            —¿Cuándo le ha sucedido eso? —preguntó al fin.
            —Hace media hora —repuso el joyero. Y añadió, con una sonrisa animada—: Desde luego, mi obispo era el auténtico. Pero ¿y el impostor al que han detenido ustedes?
            El agente le hizo un signo con el dedo.
            —Venga por aquí.
            Y condujo al joyero a una habitación donde el infortunado obispo de Tuscaloosa seguía discutiendo con sus incrédulos apresores. Pero, mientras el joyero y su acompañante entraban por una puerta, sobrevino por otra un altísimo dignatario eclesiástico, tan conocido en la ciudad como la misma catedral de San Pablo, y al ver al cual todos los que estaban presentes saludaron con el mayor respeto.
            El eclesiástico avanzó hacia el prelado colonial con las manos extendidas.
            —¡Mi querido obispo! —exclamó—. ¡Qué lamentable y ridículo error! ¡Qué desdichado…!
            El agente que había conducido al joyero arrastró de pronto a éste fuera de la estancia.
            —¡De prisa, de prisa! —dijo—. Descríbame al individuo que ha estado en su tienda. ¡Ése es el verdadero impostor! ¿Adonde le contó que se dirigía? ¿A Cannon Street? ¡Vamos! Aunque desde luego no iría allí ni mucho menos… ¡Un hombre así! ¡Quizá!
            Tenía razón. En aquel mismo momento, Medhurst, ya vestido de otra manera, se alejaba tranquilamente hacia una verosímil perspectiva de libertad absoluta.


martes, 16 de abril de 2019

LA ESTRELLA DE PLATA Thomas Burke


Thomas Burke was a British author. He was born in Eltham, London. His first successful publication was Limehouse Nights, a collection of stories centred on life in the poverty-stricken Limehouse district of London. Many of Burke's books feature the Chinese character Quong Lee as narrator.Wikipedia
BornNovember 29, 1886, Eltham, London, United Kingdom

 LA ESTRELLA DE PLATA

 

 

            Thomas Burke

            «NO ESTOY de acuerdo con usted —dije—. No veo que le quede la menor oportunidad. Éste es un caso completamente claro. La evidencia circunstancial en contra suya es absoluta, inatacable».
            «Estoy dispuesto a admitir —dijo el viejo Quong, mientras tomábamos el té a medianoche— que no tenga la menor oportunidad, pero lo que no admito es que sea un caso perfectamente claro. Y no tiene la menor oportunidad porque, aunque los hombres hagamos de vez en cuando pequeños y débiles intentos de mentir, nunca los hacemos de manera apta y convincente. Se podría intentar mayor perfección, y se intenta, pero no por el hombre. El mejor mentiroso, el más convincente bajo la capa del sol es esa envejecida honorable a quien nunca se invita a subir al estrado de los testigos; su nombre es Evidencia Circunstancial. Ahí tiene usted el caso de nuestro antiguo amigo Red Fargus, que tan cómodamente vivió en estos contornos hasta el día fatal en que la evidencia circunstancial hizo de él un ejemplo…»
            Me serví más té y en el transcurso de tiempo que tarda un paquete de cigarrillos en reducirse a ceniza, fui enterándome de la historia de Red Fargus.
            «Cuando (dijo Quong) la Cantante americana de Verdades Ineludibles expresó cuán fácilmente las cosas se malean, estaba en lo cierto. Generalmente lo estaba. Y era esto lo que a sus rivales y antecesores fracasados les producía más irritación. Un poeta que siempre tiene razón es como un marido que nunca llega tarde, un subalterno que no quiere guerra o un financiero que siempre hablase de beneficio propio en lugar de hablar de utilidad general.
            Tenía tanta razón, que muchas de sus razones se imprimieron en pequeñas tarjetas que uno puede clavar en su escritorio, frente a su cama o en el baño; y les hubiera ido bien a Red Fargus y a Mosey Rubens comprar un montoncito de estas tarjetas, y cuanto más fácil habría sido todo si las hubiesen colgado donde sus no muy sagaces ojos pudieran verlas. Pues aunque ni Red ni Mosey ignoraban las comunes verdades de la vida, nada sabían ni de estas tarjetas, ni de la cantante americana que actuaba como un verdadero poeta, recordando a la gente esas cosas que todos saben pero que nadie tiene presentes. Como la mayoría de nosotros eran positivos conocedores y nulos realizadores, y siendo así ellos adquirieron un paquete-sorpresa.
            Empezó la cosa cuando Mosey echó el guante a los diamantes Carshalton. Lo primero que se debe hacer en asuntos de este tipo es no precipitarse. Esto lo sabía muy bien Mosey, y aunque también estaba enterado de que Amsterdam era el sitio especialmente indicado por los espíritus a los que dirigen esta clase de negocios, se dio cuenta de que, tal como estaban las cosas, lo mejor que podía hacer era retrasar su ida a Amsterdam. Tenía costumbre de trabajar solo pero ante un asunto de tal magnitud, sintió que necesitaba ayuda. Entonces, mirando a su alrededor, examinó la ayuda de que podría disponer.
            Ahora bien, Mosey, como muchos de su clase, tenía el hábito de pensar que pensaba y también el de situarse en lugar de los demás tratando de ver las cosas a través de sus ojos, y así llegaba a olvidarse de que seguía pensando con su propio cerebro. En este caso vio su situación como creyó que la vería otro que fuera, igual que él, un limpio jugador. Buscando a su alrededor entre la gente de juego limpio, seleccionó finalmente a Spike Arabin, el más joven y honrado de los que se dedicaban a estos negocios, y le ofreció un reparto bastante generoso, con la condición de que le encontrara un refugio agradable y seguro donde pasar algunas semanas… Spike escuchó la proposición y dijo, en su habitual lenguaje reposado, que aquello se le podía confiar muy bien. Y Mosey se lo confió. Él creía conocer muy bien a Spike, por tanto no encontró absurdo que una criatura humana hiciese a otra una petición tan disparatada. Si hubiera conocido el mensaje de la cantante americana y meditado cuidadosamente, habría comprobado con antelación que nada ni nadie es seguro, y que tanto el mejor de los hombres como las mejores cosas, fácilmente se corrompen. Por tanto, cuando doce mil libras están en juego, es una locura confiar en nadie —incluso en gente que no conozcáis—. El resultado es siempre fatal y en este caso se confirmó.
            Spike Arabin, bajo el peso de una confianza como nunca le habían depositado —una vida humana y doce mil libras a remolque—, se sintió incómodo. Creyó que debía disponer de algo; y en consecuencia, sin la menor sombra de pesar, abusó de la amistad que le unía a Red Fargus, dueño de la "Estrella de Plata”.
            La "Estrella de Plata” está situada al otro lado del río y en aquellos días —han pasado muchos años desde que esto sucedió— era un sitio confortable, es decir, apacible cuando se era admitido sin reservas. Su aspecto externo era todo menos amable. Estaba al final de un estrecho pasaje que corría paralelo a un tajo profundo que daba entrada desde el río a los muelles. Guarecido de un lado por un alto muro y abierto al hueco del tajo por el otro, el pasaje era nido de muchos ecos, y todos los pasos que se acercaban a la "Estrella de Plata” sobre el chapoteo de las aguas avisaban su llegada. Lo cual era útil a veces… Como también eran útiles las ventanas traseras que daban directamente sobre la ancha curva del río. Vista desde el lado de tierra tenía un aspecto reservado, casi fúnebre. Era negra como boca de lobo y su oscuro enlucido estaba tan deteriorado, que la hacía parecer a punto de derrumbarse. Por las noches no se vislumbraba ningún saludo luminoso en sus ventanas. Un pálido fulgor que daba menos claridad que las eternas estrellas de plata a la tierra era la única señal de que el paisaje contenía algo más que un muro. Pero para los clientes de favor ese tétrico aspecto se suavizaba, y, al igual que ciertos hombres, abrigaba un cálido sentimiento para aquellos que aceptaba, tan fuerte como la frialdad con que se cerraba a los demás. Era igual que su dueño. Red Fargus parecía un saco. A primera vista todo su ser era un borrón insignificante. A segunda vista el Red Fargus esencial se descubría en la perfidia de sus colgantes y abultados labios.
            A esta vieja casa fue donde Spike condujo a Mosey, como sitio de descanso seguro hasta que los signos y presagios fueran propicios para un viaje a Amsterdam.
            Sin embargo, antes de llevar a Mosey, había visitado a Red Fargus; y con sus agudos ojos de pájaro, y su afilada nariz de pájaro junto a la aplastada oreja de Fargus, había deslizado una proposición. Dicha proposición envolvía mucha elocuencia, alrededor de cincuenta por ciento, así como de doce mil libras; de la oportunidad de la puerta trasera al río de la casa de Fargus, y de pesos de hierro y plomo. Míster Fargus había escuchado atentamente y cuando, tras larga disquisición, le preguntó qué opinaba, opinó.
            Por consiguiente, una tarde húmeda y neblinosa, Spike, Mosey y doce mil libras pasaron sin ser vistos por el oscuro pasaje hacia la "Estrella de Plata”.
            A medianoche, Mosey y las doce mil libras estaban en cama. Gozaban libremente de la amorosa hospitalidad que existía tras la desagradable apariencia de la "Estrella de Plata”. Y Mosey estaba en paz. Había encontrado amigos, como siempre encuentran los ricos, si están dispuestos al reconocimiento amistoso de una manera idónea y tenía la sensación de estar bien guardado y de que se preocupaban de él. Estaba en lo cierto. Míster Fargus, en el piso de abajo, le estaba montando guardia igual que una madre vigila a su niño de sueño ligero.
            Míster Fargus estaba sentado en su salita privada, en el lugar más aislado de la casa, silencioso y quieto. Estaba solo. A instancias suyas, Spike Arabin se había marchado poco después de que su huésped se retirara. Míster Fargus sostenía que estas cosas se realizaban siempre con mayor efectividad cuando se hacen a solas, sin la confusión del consejo o de testigos. Estaba solo. Tan reducida era aquella habitación, situada en la parte más aislada de la casa, que ni tenía ruidos propios ni los recibía de fuera. Ningún ruido de tráfico rodado, ningún chapoteo de agua contra las gabarras y las barcas amarradas; ni los bocinazos de los vapores de viaje, ni el lloro de la sirena llegaban allí. Ningún ruido. Estaba sentado ante el fuego, y el fuego y la habitación y todo el mueblaje parecían estar aguardando con él algo determinado. Continuó sentado allí hasta las doce y media. Llegada esta hora se levantó, y, desgraciadamente, se arrastró hasta la puerta y se paró en el umbral. Los brazos le colgaban de los hombros como troncos. Sus manos se abrían lentamente. Tenía la cabeza inclinada hacia delante. Un débil ruido le llegó desde el piso de arriba, y entonces, se volvió a arrastrar dentro de la habitación. Su huésped debía haber tenido un momentáneo despertar. Durante unos quince minutos se mantuvo de pie junto al fuego; después dirigiose otra vez hacia la puerta, salió y se escurrió hacia arriba hasta media escalera. Entraba ahora en la órbita del mundo del río, en medio de los broncos rugidos y bocinazos de la medianoche. Estos ruidos distantes que de repente le alcanzaban, estallaban en sus oídos como una tormenta, y el tic-tac del reloj del desierto bar le parecía el golpeteo de un martillo. Luego se acostumbró y logró concentrarse en los ruidos de la casa. Pero no percibía ninguno, y seguro de ello siguió subiendo tan torpemente ligero como le fue posible.
            En el dormitorio, Mosey yacía en la santidad de la paz. Su fea cabeza estaba inmóvil, sus ágiles dedos, ociosos; no veía ni oía nada. El que estaba subiendo la escalera no existía para él. El rumor de los pasos se acercaba sin titubeos, sin cambiar de ritmo, se acercaba con una regularidad portentosa, era la marcha fúnebre de una marioneta humana. Pero Mosey no lo oía.
            Al otro lado de la puerta, míster Fargus se detuvo con el oído alerta. Ningún ruido venía de la habitación. Giró el picaporte preparado con una excusa por si Mosey se despertaba repentinamente. El picaporte produjo un ligero clic, y la puerta se abrió. Pero en la habitación no hubo rumor alguno. Entró. Conocía la distribución de los muebles, y se movía pesadamente pero con precisión, sin tropiezos. En la oscuridad no podía ver la cara de Mosey; sólo podía distinguir vagamente el bulto de la cama. Con suavidad se dirigió hacia él. Extrajo una linterna del bolsillo del pantalón. Del bolsillo de la americana sacó algo corto y pesado; algo que no iba a ser usado violentamente. Con aquello daría un solo golpe al lado de la cabeza, un golpe suficiente para asegurar un largo descanso nocturno; luego, un saco de lona, algunos pesos, un bote…, y hacia la fuerte corriente del río. Levantó la barra con la mano derecha. Encendió la lámpara. Pero la barra no cayó donde debía haber caído. Cayó en el suelo. La cama estaba, y Mosey estaba. Pero Mosey yacía medio fuera de ella con la cabeza colgando sobre la alfombra. Su cabeza había sido golpeada con una barra de hierro.
            Durante algunos segundos más de los que se imaginaba, míster Fargus estuvo de pie ante la visión aterradora. De pie y mirando hasta que la intensidad de la mirada casi le sumió en el sueño. Ciertamente se encontraba a punto del sueño cuando un fuerte golpe, en el piso de abajo, lo despertó. La silenciosa casa se llenó de crujidos y de golpes, después vino un crujido largo, un: coro de voces y ruidos de pisadas que se extendían cada vez más; luego los oyó escaleras arriba. Antes de que él pudiera esconderse o escapar de la habitación, o tan sólo pensarlo, lo encontraron allí de pie junto al cuerpo, con sangre en las manos y sangre en la barra de hierro, que yacía en el suelo sobre un charquito.
            Hacía algún tiempo que Spike Arabin había transmitido la alarma a un muchachito, con la indicación de que la pasara a la policía; y estaba ya lejos con la carterita de gamuza de Mósey en su bolsillo.

            Murió hace dos años en África, según creo, y me reconforta poder decirle a usted que antes de morir demostró que sentía algún remordimiento por su conducta. En su lecho de muerte reivindicó la ultrajada memoria de Red Fargus, y pagó tributo al poder de la Evidencia Circunstancial haciendo una confesión completa».

Archivo del blog

DE SOBREMESA Rayuela: los yerros del salto En colaboración: Dr. Enrico Pugliatti y J. Méndez-Limbrick

  Rayuela : los yerros del salto 1. El culto al caos disfrazado de libertad Cortázar propone una lectura no lineal, pero el “tablero de dire...

Páginas