jueves, 4 de abril de 2019

EL HOMRE DE LOS DOS SACOS. E. PHILLIPS OPPENHEIM


Edward Phillips Oppenheim (1866-1946), self-styled "Prince of story tellers", best-selling popular English novelist, and a pioneer in the thriller genre wrote The Great Impersonation (1920).

EL HOMBRE DE LOS DOS SACOS

E. Phillips Oppenheim

E
S el primer juicio oral que presencio en mi vida —susurró Jennerton, detective amateur, al oído de su compañero, el detective oficial Hewson, durante una pausa.
¿Y qué le parece? —preguntóle Hewson.
—Un poco aburrido —respondióle el otro, con tono de decepción—. Es la historia de un asesinato referida de segunda mano. Falta sensación… dramatismo.
—Le diré por qué —repuso el detective profesional, sonriendo—. No hay elemento humano. En el banquillo no se sienta el criminal, y se nota la falta de nerviosismo y de la inquietud que siempre muestra el que ha tomado parte directa en el asunto. Los que estudiamos los hechos criminales tenemos algo de vampiros. Observamos el miedo a la muerte que se aproxima lenta y seguramente… Esto, tan terrible, ya es en sí una tragedia. Esto es lo más saliente de todo suceso criminal. El acto, en sí, ya da que pensar; pero al ponerse en acción el propio cerebro, uno se siente excitado al recibir la impresión del drama. Es como si leyésemos una tragedia en vez de verla representar en escena.
Indudablemente, el entourage de la pequeña sala de justicia, y la misma vista de la causa, eran cosas sin importancia en comparación con el crimen que los había precedido. Pero lo cierto era que los allí presentes sintieron helárseles la sangre en las venas cuando los señores del Jurado volvieron a ocupar sus asientos habituales después de haber examinado el cuerpo del hombre asesinado. El propio médico forense y los tres testigos parecían insensibles al horror de la situación.
Miles Goschen, profesor de Arqueología, septuagenario e impedido, había sido encontrado en la escalera de su casita, situada en el extremo de una de las avenidas que hay entre Hampstead y Goldeer Green, con el cráneo partido por un terrible golpe, dado sin duda por los ladrones que habían asaltado su vivienda para llevarse una colección de antiguos objetos de plata, georgianos, de inapreciable valor. El médico que había sido llamado se limitó a decir que el golpe debieron dárselo con uno de los hierros del pasamano de la escalera, que por estar seguramente fuera de su alvéolo, sería arrancado con facilidad. Un joven flacucho, con un impermeable de tono oscuro, había identificado el cadáver de quien declaró ser tío suyo y al que no había visto desde hacía más de quince días. El tercer testigo fue el único que interesó, porque fue llevado ante el tribunal en una silla, ayudado a sentarse en el sitio de los testigos y escuchando las preguntas con ayuda de una trompetilla. Este individuo era de constitución frágil, ojos azules y pequeños, y cuando declaró que tenía ochenta y un años y que era el mayordomo del difunto, por la sala corrió un murmullo de incredulidad.
—¿Qué edad tiene usted, Joyce? —inquirió el magistrado.
—Ochenta y uno, señor.
—¿Y todavía sirviendo?
—He estado con él cincuenta y dos años, señor —replicó el viejo—. No podía pasarse sin mí.
—¿Y usted oyó algo la noche del pasado jueves?
—Señor, estoy bastante sordo y duermo bien. Duermo hasta que la señora Adams… la mujer que viene a hacer la limpieza de la casa… me despierta, trayéndome una taza de té, a las siete de la mañana. Luego me vestía y le llevaba al amo su té. El no podía soportar a ninguna mujer.
—Entonces, ¿usted no oyó ruido alguno aquella noche? ¿No sospechó que hubiera ladrones en la casa y que su amo estuviese en peligro?
—Ningún ruido llegó a mí, señor —contestó con tristeza el viejo—. Duermo como un tronco, y antes de tener esta trompetilla hubiera necesitado un terremoto para despertarme.
Todo aquello fue la única evidencia que se pudo obtener. La policía nada tenía que decir. Los jurados, sin abandonar sus sitios, pronunciaron el veredicto de «Asesinato realizado por alguna persona o personas desconocidas», y la pequeña asamblea de curiosos se retiró. Jennerton y su acompañante se separaron fuera, diciendo el primero:
—Muy bien. Muchas gracias por haberme traído aquí. Debo reconocer que esta primera experiencia me ha desilusionado. Pero, de todos modos, me alegro de haberlo presenciado.
El detective asintió.
—No fue un gran espectáculo, es verdad —admitió—. Un caballero que se va a vivir a un barrio solitario, sin protección alguna, siendo poseedor de una colección de objetos de plata de gran valor, parece buscar ese fin.
—¿Tienen ustedes alguna sospecha? —preguntó Jennerton con curiosidad.
Su compañero hizo una mueca.
—Estamos vigilando a dos hombres, y quizás haya otro mezclado en esto. Lo raro es el arma.
—Pues parece lo más natural —observó Jennerton—. ¿No dijo el viejo que la barra estaba fuera del alvéolo desde hacía unos días y que las otras estaban en su sitio?
—Cierto —asintió el detective—; pero el hombre que comete un asesinato, generalmente emplea un arma más afilada que ésa. Sin embargo, creo que dentro de una semana podremos decirle lo que haya. Creo que esta vez no tendremos que pedirle ayuda, míster Jennerton.
Los dos hombres se estrecharon las manos sonriendo. Se notaba, sin embargo, que el detective tenía pocas esperanzas.
Estaba Jennerton sentado, solo, a su mesa de trabajo después de las horas normales de oficina, un atardecer, pocos días después, cuando de pronto se detuvo a la mitad de una carta que estaba escribiendo, y escuchó. Sin duda algo casi siniestro trascendía del ruido que producían aquellas pisadas que lentamente subían y que se oían con claridad a través de la puerta medio cerrada. Era una hora intempestiva para visitas y no era corriente que alguien subiera de cuatro en cuatro los escalones de piedra con pasos perfectamente regulares. Llegaron al último tramo y todavía continuaron. El suave tictac que producían sobre el piso duro era misterioso, y despertó en Jennerton una sensación, no de temor, pero sí de inquietud. Abrió un cajón de la mesa y de su fondo extrajo una pistola automática para hacer uso inmediato de ella si lo precisaba. Luego volvió a tomar su primitiva actitud, sólo con sus músculos en tensión. Sus ojos no se separaban de la puerta… El visitante que llegaba, sin embargo, no venía con malévolas intenciones, como luego se vio. Llamó cortésmente y no entró hasta que Jennerton le invitó a hacerlo. Pasó lentamente, y cuanto más le miraba, más se burlaba Jennerton en su interior, de la inquietud que sintió minutos antes. El visitante era un pequeño y cadavérico individuo, vestido pulcramente de negro. Cada gesto suyo era una apología. Los cautos pasos no necesitaban explicación. Con el sombrero en la mano saludó, inclinándose torpemente, preguntando al mismo tiempo:
—¿Es usted Mr. Jennerton?
—Ese es mi nombre. ¿Qué desea de mí?
El recién llegado miró a todas partes, antes de contestar, como para asegurarse de que no había nadie más que ellos. Luego cerró la puerta, diciendo:
—Es una pequeña precaución.
Jennerton miró su reloj. Eran más de las ocho.
—No son horas de oficina —observó.
Su probable cliente tosió, y dijo confidencialmente:
—Nuestro trabajo suele hacerse a altas horas de la noche, señor. Vi luz aquí desde la calle, y pensé que podría hallarle. He estado indeciso algún tiempo hasta que esta noche me decidí a hacerlo. Quería hallarle solo, porque el público no me interesa.
—¿Cuál es su trabajo? ¿Quién es usted y qué desea? —preguntó Jennerton, indicándole, al mismo tiempo, que se sentara.
El visitante volvió a toser, depositó el hongo en el suelo y se sentó en el borde de la silla que le había ofrecido.
—De profesión, señor… —confesó—, soy ladrón…, ladrón pulcro, científico, moderno. Garantizo poder abrir cualquier caja de caudales de cualquier fabricación que se me señale, con mis propios medios, mis propias herramientas y tiempo suficiente. Mi nombre es Hyams… Len Hyams. La otra parte de su pregunta será contestada cuando usted, me aclare algo.
Jennerton miró con asombro, un momento y en silencio, a su extraño visitante. No era, en modo alguno, un ejemplar típico de la profesión a la cual decía pertenecer. Pero, por otra parte, y a pesar de su aire de completa respetabilidad, tenía cierta expresión muy curiosa en los ojos y en la boca, un tono y unas maneras especiales que daban cierta verosimilitud a su relato.
—Bien, continúe, Mr. Hyams —le invitó Jennerton.
—Yo infiero, señor, que usted es miembro de una firma de detectives particulares, técnicos. ¿Ustedes no tienen relaciones íntimas con la poli?
—Ciertamente, no…, trabajo por mi cuenta. No tengo relación con ninguna firma de esa clase.
Mr. Hyams aclaró su garganta, y dijo:
—Quiero presentarle a usted el asunto de la siguiente manera, señor. Hay momentos, cuando uno de nosotros no tiene suerte, en que hay que consultar a un abogado. Por ejemplo, Slim Bennett. ¿Conoce usted a Slim Bennett?
—Sé a quien se refiere —añadió Jennerton con sequedad.
—Bien. Pues a un hombre como ése, no puede írsele con cuentos. Usted ha de decirle toda la verdad y no andarse por las ramas; con él no caben los rodeos, pues ha de saber si usted realiza el trabajo o si la policía lo está preparando para usted. A menos que usted no vaya recto, no se moverá. Muy bien. Nada de lo que yo le diga debe salir de esta oficina. ¿Me comprende, señor?
—Creo que sí.
—Y de estas cuatro paredes…
Jennerton quedó pensativo unos momentos.
—Lo mismo creo —respondió al fin—. Claro está, si se refiere a un delito ordinario. Si fuese un crimen… un asunto serio, ¿sabe?, como, por ejemplo, un asesinato o algo parecido… yo no aceptaría confidencia de ningún cliente. Yo aceptaría, prestaría mi ayuda a un cliente que reconociese su culpabilidad en un robo, para evitar el ser detenido; pero si la confesión de robo era sólo parte del asunto, yo no me comprometería a ayudarle.
—¿Usted me ha comprendido, señor?
—Quiero decirle que yo no le delataría —explicó Jennerton.
Su visitante, durante unos minutos, no supo qué decir, dándole vueltas al sombrero como si estuviera mirando el nombre del fabricante fijado en el interior. Luego, de pronto, levantó la vista y Jennerton sorprendió una expresión en sus ojos que, por un momento, le sorprendió… Una expresión de intenso terror. Los dedos del hombre temblaban. El temor se había apoderado de su corazón.
—¿Sabe lo de la avenida Forest?
—Ya lo creo —exclamó Jennerton—. Estuve presente en el Tribunal. Aquello no era un caso de robo. Fue un asesinato.
—¡Demasiado tarde! —prorrumpió con desesperación el hombrecillo, con una leve contracción en su boca al mismo tiempo que su frente se cubría de sudor—. ¡Me está saliendo! ¡Lo tengo en mis labios! ¡Me volveré loco si no hablo! Que Dios me ayude. Le aseguro que yo nunca toqué al viejo. La operación fue realizada después que me marché, una vez hecho el robo, ¡todavía tengo los objetos malditos! ¡De haber sabido lo que vendría después, los hubiera tirado al río!
Jennerton contemplaba a su visitante con incredulidad. El robo y el asesinato de la avenida Forest, para el público y para los periódicos, tenían una relación indisoluble. Muchos criminalistas, incluyendo al mismo Jennerton, habían pasado horas tratando de llegar a una solución del crimen. Algo había manifiestamente oscuro en la cruda confesión de aquel hombre.
—Me extraña lo que dice —hizo notar Jennerton—. Me hubiera agradado que usted no hubiese venido aquí con ese cuento. ¿De qué le serviría acudir a mí? ¿Qué espera que haga yo?
—Atrapar al asesino —repuso con ansiedad el visitante—. Alguien mató al viejo aficionado a los ídolos. Yo no fui, ¿sabe usted?
Jennerton se acariciaba el mentón, pensativo.
—Difícilmente convencería a un jurado de que lo que dice es verdad, solamente con lo que me ha confesado —expresó.
—¿Y no es por eso por lo que estoy aquí? —exclamó el hombrecito, excitado—. ¿No comprende, no ve —continuó, temblando de miedo— que si se me encerrase por esto no habría nadie que creyera que mientras yo estaba «trabajando» otro despachaba al viejo? La policía sospecha de mí porque sabe que yo estuve en el asunto de Burton Hill, aunque no pudieron probármelo… Señor, aquí estamos dos hombres, frente a frente. Usted debe creerme. No llevo pistola cuando «trabajo». No tengo valor. He sido toda mi vida un ratero y un ladrón de cajas de caudales. Eso es lo que he sido… y lo que soy. Jamás hago un trabajo si no tengo asegurada la salida.
Aquí se detuvo para limpiarse el sucio sudor que le humedecía la frente. Hombre silencioso por hábito, el temor le había hecho locuaz.
—Nunca, antes de ahora, he tenido miedo de que me encerrasen —dijo—. Corría y aceptaba el riesgo, como los demás. De ser detenido, hubiera marchado a la cárcel con la sonrisa en los labios. Pero esta vez estoy horrorizado. No puedo dormir, no puedo estarme quieto un momento ni tomarme una cerveza tranquilo. Si veo a alguien de la poli, mis rodillas tiemblan.
—Si usted no despachó al viejo, ¿tiene alguna idea de quién pudo ser el autor? —preguntó Jennerton—. Tenga presente que Usted cuenta una hermosa historia; pero tiene que haber algo más que se reserva.
—¡Esta es toda la verdad, así Dios me salve! —dijo Hyams febrilmente—. Bajaba la escalera precisamente cuando yo estaba llenando el segundo saco. Iba en pijama, y solo. Entreabrió la puerta, y atisbo. Yo iba a precipitarme a la ventana cuando noté que él no llevaba pistola alguna y estaba más asustado que yo.
»—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó desde la entreabierta puerta.
»—¿A usted que le importa? Váyase a la cama —le dije yo—. Allí estará más seguro.
»—Usted está robando mi plata —gruñó como un niño que ha perdido sus juguetes—. No contesté; pero me dirigí a él, y, a pesar de ser viejo, como era, sus piernas le llevaron, y subió la escalera más aprisa de lo que yo mismo lo hubiera podido hacer. Aquello me sirvió estupendamente. No había teléfono y me di cuenta de que él estaba tan asustado que no tendría fuerzas para gritar, al menos durante cierto tiempo. Así, pues, recogí los sacos, cerré la puerta de la calle al salir y me largué avenida abajo, hasta donde mi compañero estaba esperándome en un taxi. Cuando a la mañana siguiente leí que el anciano había sido despachado, no podían creerlo mis ojos. «Robo y asesinato brutal», decían los periódicos. ¡Dios mío!
Jennerton, recostado en la silla, estudiaba a su visitante con detenimiento. Aun siendo tan improbable la historia, se inclinaba a creerla. La mise en scène de aquel sórdido drama adquirió de pronto perfiles dramáticos. Era espeluznante pensar en la casa saqueada, en el viejo temblando en lo alto de la escalera y en la furtiva llegada del verdadero asesino; todo terriblemente improbable; pero los crímenes más grandes de la historia han revestido semejantes características.
—Veamos —continuó Jennerton, pensativo—. En la casa dormía un criado, de ochenta y un años de edad, más viejo y más enfermo, en efecto, que su amo y sordo como un poste. Las criadas, una criada para todo y su ayudanta, llegaban juntas por la mañana, a las siete. Ellas fueron las que descubrieron el crimen. El mayordomo aún dormía. ¿Es así?
—Así es, señor. El vejete tenía que ser despertado por las mujeres para servirle el té, cada mañana, antes de levantarse.
—Usted sabe algo más que no me ha querido decir —insistió Jennerton—. Tal como se encuentran las cosas, ya no tiene remedio. Dígame el resto.
—No hay mucho más; pero le diré la verdad, señor —respondió el otro, algo desalentado—. Toda la verdad. Cuando salí a la calle aquella noche, cerrando la puerta tras de mí, lo primero que hice fue mirar arriba y abajo por la avenida. No vi a nadie. Entonces fui en busca de Jimmy, que me estaba esperando en un taxi. Yo llevaba un saco en cada mano, bastante pesados los dos. Llegué casi corriendo. Jimmy me tomó los sacos y los arrojó al coche. Sólo por un momento, antes de subir, yo me quité el sombrero… Estaba sudando… En la otra parte de la calle, mirando con interés, no a mí, sino a la casa que yo acababa de abandonar… había un individuo alto, delgado, con un impermeable oscuro.
—¡Con un impermeable oscuro! —repitió Jennerton, maquinalmente.
—Usted debió verle, señor —gritó el hombrecito con vehemencia—. Usted estuvo en la vista con un detective.
—Sí, estuve —confesó Jennerton—. ¿Fue usted también?
Yo no me meto el cuello en un nudo corredizo —repuso Len Hyams sin alterarse—; pero me lo dijeron. El que identificó el cadáver, el sobrino, el mismo que compareció en el estrado, dijo que no había visto a su tío desde hacía quince días. Pues bien, era él el que yo vi en la parte opuesta de la avenida. Cruzó la calle y entró en la casa después de haber salido yo. Y no olvide que el vejete estaba aún vivo. Él es el heredero, el que ha de recoger el dinero. ¿Qué hizo en la casa después de abandonarla yo? Me vio salir de la casa. Me vio perfectamente cuando yo iba con los dos sacos. Sabía exactamente lo que aquello significaba. ¿Qué podía importarle a él? El caso es que me dejó marchar con el producto del robo. Entonces entró, despachó al viejo, y se fue. Al día siguiente los periódicos titulaban la información del hecho: «Robo y asesinato». Ese maldito lo previo todo. Lo cierto es que si yo cometí el robo, él realizó el asesinato.
A este discurso sucedió un corto, pero tirante silencio. El hombrecito, recostado en su silla, producía extraños sonidos en su garganta, con los ojos fijos en el grave rostro del joven Jennerton, a pesar de la viva emoción que aquello le había producido, se inclinaba a desear que le hubieran ahorrado la visita de aquel singular cliente.
—Dígame, Hyams, exactamente, lo que quiere que yo haga por usted —le rogó.
—¿No es fácil adivinarlo? —replicó febrilmente—. Usted sabe ya quién realizó el hecho. Se lo he dicho. Fije su atención en el caso. Lo que usted debiera hacer, señor —continuó, cambiando el tono de voz, ahora apasionada—, es intervenir en el asunto y salvarme a mí. Si lo hace le entregaré todo lo cogido; de lo contrario, me entregaré a la policía, declarándome autor del robo. Tres o cuatro años, sin duda; pero sólo pensar en lo otro se me hiela la sangre en el corazón. Me da escalofríos.
—¿Tiene motivos para suponer que sospechan de usted? —inquirió Jennerton.
Su visitante gruñó, y dijo:
—Me vigilan continuamente desde aquella noche. Pero no pueden acusarme. Jimmy es demasiado inteligente. Nosotros nos escurrimos, y el taxi, a estas horas, ya no es taxi. No hay un alma que me haya visto; pero los chicos, aunque astutos, andan mareados. Están esperando a ver si saco de lo robado. Pasaba yo la otra noche por los almacenes de Pat Nathan…, Nathan, el comprador de objetos robados, ¿sabe? Pues allí había uno vigilando. Yo llevaba las manos en los bolsillos, como cosa casual, y entré en el bar de la esquina. No he tocado nada de lo robado. Tengo dinero, aparte de aquello, señor. Sus honorarios están seguros. Dígame la suma y se la entregaré en seguida. Dinero honrado, ¿eh?
Su mano se dirigió hacia el bolsillo del pecho. Jennerton movió la cabeza en sentido negativo, diciendo:
—Dejaremos la cuestión de los honorarios hasta qué veamos lo que se puede hacer. Haré averiguaciones sobre ese individuo del impermeable oscuro. Vuelva el jueves por la noche a las nueve. No quiero que me dé su dirección.
El hombrecillo se levantó de mala gana, diciendo:
—Señor, usted me cree sólo a medias; pero juro ante Dios, como si fuera a morirme esta noche, que yo no lo hice. Pesqué los objetos, es cierto; pero no toqué al viejo. No me dio ocasión; pero tampoco le hubiera tocado si me la hubiese dado. Eso no entra en mi trabajo. Y la policía lo sabe.
—Trataré de hacerlo —le prometió Jennerton.
Dos días después, Jennerton, al final de una jornada muy atareada, aún tuvo tiempo para estudiar un informe que le habían entregado hacía una hora poco más o menos. Era de carácter tranquilizador:
«STEPHEN GOSCHEN. Corredor en esta plaza de Almacenistas de Comestibles, casado, con cuatro hijos, residente en calle Sur, Camberwell. Nunca ha estado apurado económicamente, nada se conoce en contra suya; pero se cree que tiene deudas. Buenos informes de sus jefes. Se dice que recientemente ha recibido de la herencia de Miles Goschen, de Forest Avenue, Hamstead, la víctima del célebre asesinato y robo. Sus movimientos en la noche del 22 de noviembre, difíciles de trazar; pero se sabe que estuvo en casa a las nueve para cenar; luego salió a dar un paseo, tomando un vaso de cerveza en Cat and Fiddle, calle Royston. Llegó al trabajo a la hora de costumbre, a la mañana siguiente.»
Jennerton quedó muy desilusionado al leer el informe.
Acababa de leerlo por segunda vez cuando oyó un golpe en la puerta, presentándose, inmediatamente, el «botones» de la oficina, diciendo:
—Un caballero desea verle, señor. No quiere dar su nombre.
—¿Qué clase de persona es?
La expresión del muchacho era de reserva.
—Ordinaria. Más bien mal vestido, y usa impermeable oscuro.
En los ojos de Jennerton apareció cierta señal de interés, y ordenó:
—Que entre.
Un hombre alto, delgado, llevando un impermeable oscuro que le llegaba casi a los talones, hizo su entrada. Iba muy afeitado; parecía cansado y sin distinción. Llevaba en la mano un maletín negro de los que usan los viajantes. Jennerton contestó a su saludo con una inclinación de cabeza, indicándole una silla y esperó a que fuese cerrada la puerta. Entonces, preguntó:
—¿Por qué no ha dado su nombre?
El visitante se sentó y depositó el maletín en el suelo, a su lado.
—Mi asunto es confidencial. Mi nombre es Stephen Goschen.
—¿Tiene algún parentesco con el difunto Mr. Goschen de Forest Avenue?
El individuo se estremeció. En sus ojos apareció el mismo temor que había observado en los ojos de Len Hyams.
—Sobrino.
—¿Su heredero?
—Lo que ha dejado me pertenece. La mitad de sus bienes desaparecieron la noche en que fue asesinado. Se calcula en unas seis mil libras el valor de los objetos de plata que se llevó el ladrón.
—Tenga la bondad de decirme qué desea de mí.
El presunto cliente vaciló un momento. Luego repitió:
¿Lo que le diga será considerado como confidencial?
—En absoluto —le aseguró Jennerton—. Yo no soy policía oficial.
Muy bien —continuó el joven del impermeable—. Esto es lo que vengo a referirle. En la misma noche del crimen, después de cenar, salí y tomé un vaso de cerveza en un bar, y luego pensé ir a visitar a mi tío Miles. Tengo esposa y cuatro niños y mi salario es de cuatro libras diez chelines a la semana. Mi esposa ha estado enferma y ha tenido que ser asistida por una enfermera y cuando ya estaba bien, los niños enfermaron del sarampión. Yo no pude hacer frente a aquellos gastos y debía el alquiler de la casa. Yo sabía que mi tío Miles era un tacaño. Se vanagloriaba de no dar nunca limosnas. Nunca recibí de él ni un céntimo. Pero aquella noche pensé que estando unidos por la misma sangre tenía, hasta cierto punto, obligación de ayudarme, o de lo contrario…
—¿Qué? —preguntó Jenrierton, intrigado.
Su visitante se inmutó visiblemente. Se quedó pálido como la cera, con el aspecto de un hombre enfurecido contra sí mismo por haber hablado demasiado.
—En mi casa no había ni un chelín —prosiguió—. Tenía el propósito de insistir hasta sacarle por lo menos lo necesario para pagar el alquiler.
—¿Insistir cómo? —inquirió Jennerton.
—¡Cállese! Déjeme contar la historia a mi manera.
—Pero le advierto que en su confidencia puede haber algo que no me comprometo a olvidar.
—Adivino lo que usted quiere decir. Le aseguro que yo no lo maté. Lo digo aquí y lo diré en todas partes. Yo no lo maté. ¿Comprendido?
—Continúe.
—Eso es lo que quiero. Me fui a Forest Avenue. Al llegar frente al número 19 vi que salía un hombre de corta estatura con dos sacos… muy pesados para él. Permanecí parado en la parte opuesta de la calle, espiando. Miró arriba y abajo, sin prisas, pero con precaución, sin llegar a verme porque me protegía la sombra de un tilo. De momento no pensé que pudiera ser un ladrón. Mi tío no tenía escrúpulos en cuanto a la adquisición de objetos de plata antiguos, y bien podía ser que tratase con aquel sujeto una operación de compra o venta… De pronto, el hombrecito recogió los sacos que había dejado en el suelo y se encaminó hacia un taxi parado en la esquina próxima. Esto ya empezó a llamarme la atención, porque encontré raro que el auto no le aguardase en la puerta. Seguidamente crucé la calle, y aunque la puerta estaba cerrada vi que no habían echado el pasador por dentro. Así es que pude entrar, sin dificultad… ¡Dios mío!… En el vestíbulo había un charco de sangre. Mi tío yacía muerto en el primer escalón, con las piernas encogidas y la cabeza abierta.
El visitante se cubrió el rostro con las manos. Lanzó un hondo suspiro y sollozó.
Jennerton se le quedó mirando, y cuando le vio repuesto, preguntó:
—¿Y por qué no refirió esto al tribunal?
—Por miedo —respondió el extraño visitante—, por desconfiar de todos. En la avenida no había nadie, y además, ¿cómo justificarme de no haber detenido al ladrón al verle salir de casa de mi tío con dos fardos ni de haber dado la alarma al verle escapar en el taxi? Se sabía… o se hubiera sabido tan pronto como me hubiesen detenido, que pasaba apuros monetarios. De haber acudido a la policía, ésta no hubiese creído ni una sola palabra de mi historia. Me hubieran detenido por sospechoso. Me habría pasado la noche en un calabozo. ¡Para volverme loco! ¡Sólo Dios sabe lo que me hubiera pasado! No hice ningún mal al entrar en la casa. Yo no podía devolverle la vida a mi tío, ni aun pidiendo ayuda. Ya lo pondría todo en claro la justicia. Así es que me limité a escapar en silencio.
—Pero se ha comprometido a callar todo eso ante el tribunal —le reconvino Jennerton, secamente.
—Lo supongo —admitió, el otro.
Jennerton permaneció un momento pensativo. Lo que aquel individuo acababa de decirle podía ser verdad; pero no era convincente del todo.
—Dígame exactamente por qué ha acudido a mí —le rogó el detective.
—Vengo a verle porque no me atrevo a presentarme a la policía, y porque algo hay que hacer —replicó el visitante, impaciente y nervioso—. Es demasiado tarde para contarle a la policía lo del hombrecito de los dos sacos y lo del taxi; pero a usted se lo debo contar todo. Usted no me denunciará. El asunto vale la pena.
¿No lo cree usted así? Puedo darle detalles del sujeto y del taxi. No le podré pagar sus honorarios hasta que disponga de lo que el viejo ha dejado; pero, aparte de eso, el Daily Standard ha ofrecido un premio de mil libras para quien descubra al asesino. ¿No le tienta eso?
Jennerton, reclinado en el sillón, observaba sagazmente al hombre que tenía delante.
—Bien; pero supongamos que una vez descubierto, ese pequeño sujeto de los dos sacos, jura y perjura que dejó al viejo vivito y coleando.
—Puede ser. Pero yo entré en la casa cinco minutos después de haber salido él.
—Pero usted no podría negar que fue testigo del hecho.
—¿Y qué importancia tiene eso? El que yo me limitase a observar desde la puerta no pudo causar daño a nadie. Repito que mi tío fue asesinado minutos antes de asomarme yo, y nadie que tenga normales sus cinco sentidos puede dudar de que lo hizo el hombre de los dos sacos. ¿Lo buscará usted, Mr. Jennerton, o debo acudir a otra firma de detectives?
—Lo buscaré —prometió Jennerton—. Venga a verme el viernes por la tarde, a las cinco.
A la hora exacta del día señalado compareció Stephen Goschen. Era otro hombre, tanto en su aspecto físico como en el porte. Había prescindido del impermeable oscuro. Llevaba un terno gris de buen corte y una camisa irreprochable. Sus maneras eran desenvueltas. En la mano llevaba un periódico de la mañana, en cuya primera página, bajo grandes titulares, se insertaban noticias que habían impresionado a un millón de lectores a la hora del desayuno.
LA TRAGEDIA DE LA FOREST AVENUE
Detención sensacional
«En la mañana de ayer detuvo la policía en la calle Bow a un individuo llamado Len Hyams, al que se acusa del robo de la casa número 19 de la Forest Avenue y del asesinato de su dueño Mr. Goschen. El acusado, que se desmayó al ser interrogado, ha quedado detenido e incomunicado. También ha sido detenido un taxista, al que se acusa de encubridor»
—¿Es esto obra suya? —preguntó Goschen.
—Nada tengo que ver con esto —replicó Jennerton, reforzando lo dicho con un enérgico ademán—. Es cosa de la policía.
El visitante se balanceaba en su silla, sin dar muestras de inquietud. Ya no era el visitante tembloroso y acobardado.
—De todos modos, ha sido una lástima. Usted hubiera podido embolsarse las mil libras adelantándose a la policía.
—Eso es lo que menos me preocupa. El dinero, cuando hay sangre por medio, no me interesa.
—¡Vaya una filosofía! —exclamó el visitante sorprendido—. El hombre que comete un asesinato es merecedor de todo lo que le sobrevenga.
—Ciertamente —asintió Jennerton.
—Bueno, dígame lo que le debo —rogó Stephen Goschen, tras una corta pausa—. Sin duda habrá tenido gastos en las averiguaciones practicadas.
—Ninguno, en absoluto.
—Pues no quiero molestarle más —dijo el joven, poniéndose de pie para marcharse.
Jennerton pulsó el timbre que había sobre la mesa, y apareció el «botones».
—Le agradezco que se vaya —expresó Jennerton esbozando una inclinación de cabeza y sin sacar las manos de los bolsillos—. Hoy he tenido un trabajo abrumador —añadió en tono perentorio.
Al despedirse, Stephen Goschen no parecía tan arrogante como al entrar.
Exactamente una semana después de esta entrevista, Jennerton, acompañado de su amigo Hewson, dejaba su coche en la esquina de Great North Road y entraba en el callejón de Hertfordshire, y luego de caminar unos minutos abría la puerta de la cerca de una casita pintada de blanco. El pequeño jardín estaba lleno de flores; las abejas, zumbando sobre las plantas, daban animación a aquel rinconcito. Una atmósfera de paz campesina se notaba por todas partes. Antes de que pudieran llegar a la puerta de la casa, una mujer la abrió y preguntó, desabridamente:
—¿Qué desean ustedes?
—Solamente queremos hacerle una pregunta a Mr. Ricardo Joyce —respondió Jennerton.
—Entonces no pueden hacerlo —replicó con sequedad la mujer—. Esta mañana vino el médico a verle, y ordenó: «Ni un visitante, ni una palabra». Es mi hermano, y no puedo permitir que se le moleste.
Jennerton miró hacia el otro extremo de un camino enladrillado, en donde había un hombrecito envuelto en mantas. Parecía feliz, de cara al sol, fumando su pipa, y mirándoles con amable interés.
—Lo siento, señora —dijo Jennerton—; pero este caballero que viene conmigo está relacionado con la policía y sólo queremos hacer una pregunta sobre algo que pasó la infortunada noche en que su amo fue asesinado.
—¡La policía! —exclamó la mujer, con amargura—. ¡Me lo figuraba! Cuando los vi abrir la puertecilla, me dije: Viene a molestar a un pobre viejo que ya tiene un pie en la tumba. Ya declaró en la vista. Ya les dijo todo lo que sabía. Les aseguro que no está en condiciones de hablar. Está descansando. Tan pronto llegamos aquí, perdió la memoria.
La mujer no supo cómo; pero en un momento de descuido los dos hombres avanzaron hacia el viejo. Este, al acercarse los visitantes, tocó su sombrero a modo de saludo, y dijo:
—Caballeros, buenos días. Me gustan las visitas. ¿Qué desean ustedes?
Jennerton miró en torno suyo, y luego dijo:
—Bien, Joyce; ha encontrado usted una casita muy agradable, muy bonita.
—Y a tiempo —replicó el otro, quejumbroso—. Cincuenta y dos años, caballero, trabajando para tener este trocito de casa, y treinta años sin cobrar salario. Sólo tenía lo que podía agenciarme en mis ratos perdidos. Toda una vida, caballeros. Toda una vida esperando… y ha llegado un poco tarde…, un poco tarde.
Cuando acabó de hablar, el vejete se quedó contemplando los campos circundantes con sus ojos pitarrosos y azules, que despedían un extraño y siniestro fulgor. La mujer, a corta distancia, daba muestras de agitación.
—Me hizo esperar mucho tiempo, caballeros —prosiguió el viejo, convulso—. Me debía el sueldo de veinte años. Le reclamaba la deuda semana tras semana. Le decía: «Mr. Goschen, estoy cansado de trabajar tanto. Deme lo que es mío y déjeme marchar. Quiero una silla y un jardincito, un jarro de cerveza y mi pipa. Eso es cuanto deseo. Ya no puedo trabajar». Pero no me hacía caso. ¡Oh! ¡Era muy duro, muy duro! Duro de corazón, eso es. Pero tuvo lo que se merecía. ¡Cuánto le odiaba! Aquella noche…
—¡Ricardo! —le gritó la mujer para que callara; pero los visitantes la agarraron de un brazo para que no le interrumpiera.
—Aquella noche —prosiguió el viejo, impertérrito, indiferente al hecho de que sus visitantes sujetaran a su acompañanta—, oí ruido abajo, aunque declaré que nada oí. Me dirigí a la escalera y vi al amo espiando al hombrecito que salía con los dos sacos. Luego el amo me miró como dándome a entender que habiendo sido robado ya no podría pagarme porque le habían dejado sin su preciosa plata. Entonces cogí aquella barra de hierro que no quiso que pusieran en su sitio para evitarse el gasto, y… Dios o el diablo… quien fuera… no sé… me devolvió las fuerzas que tenía de joven, y, al tiempo de asomarme a la puerta… para pedir socorro, creo yo…, me arrastré hacia él y le di un golpe. ¡Si ustedes le hubieran visto caer!… Yo le miraba, le miraba, le miraba… ¡Me sentí feliz en aquel momento! Al fin había realizado lo que desde muchos años pensaba hacer; pero siempre me faltó el valor. ¡Cuánto le odiaba!

La mujer lanzó un grito de espanto. Hewson llegó a tiempo para sostener la silla. El rostro del viejo se había contraído; sus labios estaban llenos de espuma. A Jennerton le pareció que el drama que se desarrollaba en aquel lúgubre patio vibraba en el aire perfumado de las madreselvas.

miércoles, 3 de abril de 2019

Freeman Wills Crofts. LITERATURA DE RESCATE.





Freeman Wills Crofts

Irlanda ( 
1879 - 1957 )

Freeman Wills Crofts nació en Dublín y trabajó en ingeniería ferroviaria. Escribió detectives de ficción en su tiempo libre hasta que se mudó a Inglaterra. A partir de entonces escribió a tiempo completo. A sus argumentos trajo una mente entrenada en matemáticas, especializada en la coartada y los horarios de transporte aparentemente irrompibles. Su personaje más conocido es el inspector Joseph French. El francés logra sus resultados a través de la persistencia persistente. 
Raymond Chandler elogió los planes de Crofts y lo llamó "el mejor constructor de todos". 
***
EL CUADRO DE GREUZE
El señor Nicolás Lumley, agente de comisiones, dejó la estilográfica sobre el escritorio, se incorporó, con un suspiro de satisfacción, y miró el reloj. Díjose, contento, que había concluido un día de duro trabajo y que dentro de pocos minutos debía abandonar la oficina, si deseaba volver a su casa en el tren de costumbre.
Pero el destino lo había dispuesto de otro modo. En el momento en que Lumley se levantaba, el chico del despacho entró, presentándole una tarjeta. Don Silas S. Snaith, de 105, Hall’s Building, Broadway, N. Y., deseaba ver al agente comisionista.
—Hazle pasar —dijo Lumley, disimulando su contrariedad.
El señor Snaith, resultó ser un hombre alto, delgado, de unos treinta y cinco años, de facciones acusadas y finas. Sus ojos azules examinaron la habitación, como si quisieran conocer todos sus detalles. El hombre vestía un traje oscuro de buen corte americano, pero el grueso rubí de su sortija y su pulsera de diamantes delataban en él más riqueza que gusto. Llevaba en la mano una cartera de desusadas dimensiones, que depositó con precaución junto a la silla donde Lumley le invitó a sentarse.
—El señor Nicolás Lumley, ¿no? —dijo hablando con ligero acento americano, algo arrastrado—. Encantado de conocerle, señor.
Tendió la mano, que Lumley estrechó murmurando unas cuantas frases corteses.
—Suele usted encargarse de ciertos negocios, ¿eh? Me refiero a asuntos algo delicados, ¿no?
Lumley admitió la posibilidad.
—Entonces le encargaré una cosa, ¿sabe? Y si la arregla ganará usted una buena comisioncita.
—¿De qué se trata, señor Snaith?
—Se lo diré en un par de minutos, mi amigo. Pero ha de entenderse que es cosa confidencial.
—Casi siempre lo son las que me encargan.
Lumley hablaba con cierta frialdad que el otro notó.
—No se ofenda, señor Lumley… ¿Quiere un sigarro, diga?
Sacó dos del chaleco y tendió uno al agente.
—Pues verá —continuó Snaith—. Yo tengo un negosio de maderas y soy de aquellos que no puede desirse que anden mal de sentavos, ¿eh? Tengo una casa en la Quinta Avenida, y demás… Me sobra más tiempo del que quisiera y, aunque le parezca mentira, soy muy afisionado a los cuadros. He andado por Europa adquiriendo liensos y no he tenido mala suerte… Mi museo particular vale unos cuantos dólares, ¿no? El año pasado, en Poitiers, en Fransia, encontré un cuadro que me costó mil dólares. Los valía. Es un cuadrito de Greuze, cosa de un pie por diez pulgadas, con una maravillosa cabesa de muchacha. Pero el vendedor me dijo que el lienzo formaba parte de un díptico, y ahora ando buscando la pareja. ¡Y la he hallado!
Snaith, callando un momento, apartó el cigarro, que, a guisa de pipa, mantenía en la comisura de la boca.
—En este viajesito fui a visitar a lord Arturo Wentworth, de Wentworth Hall, en Durham. ¡Palabra que es una propiedad de las buenas! Yo tenía que tratar con este señor sobre unos acres de bosque, porque él posee tierras en el estado de Nueva York, ¿no? Me llevó a un cuarto donde guardaba los planos y yo (curiosidad, ¿sabe?) miré todo el despacho. ¡Y que me maten si detrás de mí, en la pared, no estaba el otro lienso que faltaba a mi díptico! Lo reconocí porque había visto fotografías de él ¿no? Imaginé que podía ser una copia, pero lo miré bien mientras lord Arturo salía en busca de no me acuerdo qué, y me pareció que el cuadrito debía ser auténtico, aunque sin serteza pura… Antes de que volviese su señoría tomé un par de placas del cuadro, con mi Kodak. Luego lord Arturo y yo hablamos de las maderas. Es un verdadero aristócrata inglés, ¿entiende?, y aunque párese más frágil que una brisna de paja, sabe lo que trae entre manos y no es fásil de engañar.
—¿Le habló usted algo del cuadro? —interrumpió Lumley.
—No le dije nada pero no hice más que pensar, todo el tiempo, si sería auténtico. De vuelta a Londres, visité al perito más acreditado en la profesión, Frank L. Mitchell, de Pall Mall. Lo que Mitchell no sepa de pintura no lo sabe nadie. Y se comprometió a ver el cuadro, en nombre mío. Fue al día siguiente. Esperó a que lord Arturo y sus amigos salieran de casería, ¿no?, y, entonces, untando al mayordomo, consiguió que éste le dejase ver el cuadro. Y se convensió de que era auténtico. Entre los profesionales siempre se sabe qué personas tienen en su poder los cuadros de mérito, y Mitchell, consultando sus notas, supo que el cuadrito de Greuse había sido comprado, hase sincuenta años, por el padre de lord Arturo, que lo pagó como original. Y es verosímil que el propietario actual lo sepa, aunque no estoy seguro. Mitchell opina que ese pedaso de lona puede valer tres mil libras, quinse mil dólares. Y yo, señor Lumley, deseo ese cuadro y quiero que lo compre usted para mí.
Y el americano, recostándose en la silla, miró a Lumley interrogativamente. El interés del comisionista, despertando al principio por el relato de su visitante, se desvaneció en un momento.
—Eso es más fácil de decir que de hacer —adujo—. Apuesto diez contra uno a que lord Wentworth no venderá el cuadro.
—Yo opino que sí. Verá. —Y Snaith empezó a contar con los dedos—. Primero: tenemos un aristócrata muy apretado de dinero. De esto estoy seguro. Le cuesta gran trabajo mantener su rango. Tres mil libras no serán mucho, pero al verlas le hará pensar en lo lamentable que sería renunsiar a ellas. ¿Por qué cree usted que no ha de vender el cuadro? Porque es hombre orgulloso. No querrá venderlo para que sus amigos y sus criados noten que la pared de su despacho ha quedado despojada del cuadrito. Y esto lo he remediado yo.
Snaith abrió su voluminosa cartera y extrajo un objeto envuelto en papel y lo puso sobre la mesa del agente. Con sus dedos delgados y nerviosos quitó la envoltura, y mostró al sorprendido Lumley un cuadrito, al óleo, en un ancho marco dorado de primorosa ornamentación.
El cuadro, encantador, leve, elegantemente, representaba la cabeza de una muchacha muy bella, con los ojos azules, el rostro blanco y largo cabello de un rubio algo rojizo. Pero no era la belleza de la muchacha lo que subyugaba al observador, sino el alma que parecía latir en ella. La joven miraba a la lejanía, con una semisonrisa en los labios, como si estuviese sumida en un sueño celestial o de amor. Lumley contempló con admiración la pintura.
—Buen trabajo, ¿eh? —dijo Snaith, ponderativo—. ¡Y eso que sólo es una copia! Es un cuadro muy célebre y se han hecho copias de él a montones. Tan buena es ésta —y miró de soslayo a Lumley—, que yo casi no la distingo del original y dudo de que la distinga usted o lord Wentworth, ¿no?
Lumley sintió una ligereza desazón, aunque no podía concretar por qué. En todo caso notaba en el visitante alguna cosa extraña que hería los nervios, muy sensibles, del agente comisionista.
—Mi proposición es la siguiente —siguió el americano—. Vea usted a lord Arturo y enséñele este cuadrito. Dígale que es una copia, pero tan buena que pocas personas serían capaces de distinguirla del original. Que él mismo la compare. Y ofrézcale dos mil libras, ¿no?, a cambio de su cuadro, quedándose él con éste.
—¿Por qué no hace usted directamente el trato?
—En primer lugar, porque ese señor no simpatisa nada conmigo, y no me mira más que como un comersiante de maderas. Aunque estuvo cortés, comprendí bien que deseaba dejar de verme cuanto antes, ¿sabe? Además tengo que resolver un negosio en París mañana, y sólo pasaré por Londres, de regreso a los Estados Unidos, el viernes que viene.
Como Lumley no contestara, Snaith prosiguió, con animación:
—Lord Arturo acsederá, porque nesesita dinero. Nadie sabrá el trato y esta copia pareserá a todos el original. Y hasta, de descubrirse que el cuadrito es una copia, todos pensarán que el error se hizo hace cincuenta años. La soberbia de lord Arturo quedará a salvo. Si usted ve que dos mil libras no le convensen, ofresca tres mil, ¿sabe? Necesito el cuadro y no me importan cien libras más o menos. La comisión de usted, si me arregla el asunto, será la que usted diga. ¿Le parece bien doscientas libras y gastos pagados?
—Me parece, no sólo bien, sino casi excesivo —contestó Lumley.
—Bien: entonces trato hecho. Usted me resolverá el negosio. Ahora, otra cosa. Yo he tomado informes de usted y son satisfactorios. Pero usted no me conose y preferirá sentavos a presentasiones. De forma que como garantía voy a dejarles dos mil libras en billetes. Si el presio sube más, antisípelo con confianza. Usted se quedará con el lienzo en garantía hasta que yo le pague la diferencia. ¿Le parece?
Lumley meditó con rapidez. La cosa resultaba sencilla, clara y remuneradora. En todo caso, él no perdía nada. Hablaría con franqueza a lord Arturo y procuraría conseguir la venta.
—Me parece bien, señor Snaith. Haré todo lo posible.
—Bien. Cuente, mi amigo, cuente…
El visitante sacó del bolsillo un fajo de billetes del Banco de Inglaterra y apartó veinte, de cien libras cada uno.
—Conforme —dijo Lumley, firmando el recibo.
—Dos cosas más —indicó Snaith—. En primer término, no diga mi nombre a lord Wentworth. Ya le expliqué que sólo hemos tratado de una venta de maderas, y no hay por qué inclinarle desde el prinsipio a no venderme el cuadro. Dígale sólo que representa usted a un americano rico, ¿no? Ahora anote mi direcsión de los próximos días. Esta noche salgo para París donde me tendrá usted a su disposisión, en el Hotel Inglaterra, hasta la mañana del viernes. El viernes haré el viaje de vuelta, vendré a las seis de la tarde por el cuadro y saldré a las siete en el tren que enlasa con el barco de América. Comprendido, ¿no?
—Sí —dijo Lumley—. Tengo, pues, dos días para hacer la gestión. Déjeme su cartera para llevar el cuadro.
Cuando el americano salió, Lumley permaneció ante su escritorio unos instantes, pensando en la misión, un tanto insólita, que le habían confiado. Se le encargaba con frecuencia la compra de cuadros, pero esta vez se introducía en la gestión un elemente nuevo. La idea de substituir el original por la copia era ingeniosísima, y si en realidad lord Wentworth tenía apuros económicos, parecía probable que consintiese en la operación. Fuera de aquel detalle peculiar, la transacción era una de tantas. Y, con todo, Lumley no se sentía satisfecho. Era, o creía ser, buen juez del carácter humano y su instinto le aconsejaba precaverse contra Snaith. Y al darse cuenta de ello recordó los relatos oídos sobre robos fundados en la demostración de una falsa confianza por parte de los malhechores.
Pero debía emprender su cometido, y resolvió hacerlo dejándose de reflexionar en si sería prudente o no. No podía perder tiempo; a las once de aquella noche partió de King’s Cross camino del norte. Mas, como al famoso rey, sus pensamientos le turbaban impidiéndole dormir. Acaso ello fuera debido a haber cenado más de la cuenta —el señor Lumley padecía ligeramente del estómago— pero en todo caso cierta impresión deprimente y agorera pesaba sobre su ánimo.
Y de pronto se le ocurrió una idea. ¿No serían falsificados los billetes de que Snaith se desprendió con tanta facilidad? Los sacó del bolsillo y los examinó, febril. No se notaba en ellos nada anómalo. No obstante, resolvió asegurarse en un banco, cuando llegase a Durham, por la mañana.
Luego le vino a la mente una posible explicación de la conducta de Snaith; una explicación ante la cual se desvanecieron sus semipesadillas de insomnio. A medida que aquella idea penetraba en su atemorizado cerebro, Nicolás Lumley comenzó a saber lo que era la tentación.
Hasta entonces había creído que el americano pensaba recompensar la gestión de su agente con doscientas libras. Mas ahora Lumley creía ver claro. No le ofrecían doscientas libras, sino dos mil o tres mil doscientas, y no por comprar un cuadro, sino por robarlo.
¡Y aquello era tan fácil! Bastaba introducirse en el despacho pidiendo ver a Wentworth con cualquier pretexto, haber preparado de antemano una llamada telefónica o cosa semejante, para que Wentworth saliese del despacho durante la entrevista, y entonces sustituir el cuadro original por la copia. Tras de lo cual saldría con toda calma y cobraría sus tres mil doscientas libras. O acaso hasta cuatro mil…
¡Cuatro mil libras! Cuatro mil libras bien colocadas representaban doscientas cincuenta anuales. Lumley no era rico y doscientas cincuenta libras más al año significaban la diferencia que media entre una economía continua y abrumadora y el desahogo.
—¡Dios mío! —murmuró enjugándose el sudor que bañaba su frente.
Snaith no diría nada. Acaso sonriera, comprensivo, pero tomaría su cuadro y lo pagaría.
Toda la noche se torturó Lumley con aquellas ideas. Por la mañana salió, pálido y ojeroso, del hotel donde había desayunado. En el Banco disiparon uno de sus temores. Los billetes eran legítimos.
Una hora después se apeaba de un taxi a la puerta de Wentworth, y le pasaron a un saloncito, rogándole que esperase. A los pocos minutos compareció lord Wentworth, hombre de edad, muy flaco y algo encorvado, en cuyo rostro se marcaban arrugas que parecían denunciar preocupaciones y sufrimientos.
Dijérasele un hombre con una enfermedad incurable y para quien la vida es una pesada carga. Pero no había en él muestra alguna de acritud. Sus maneras, cuando hizo sentarse a Lumley, no sólo eran corteses, sino hasta muy amables.
—Como habrá visto por mi tarjeta —empezó Lumley—, soy agente de comisiones y he sido encargado por un rico cliente americano de hacerle a usted una proposición que yo, sinceramente, espero que encuentre usted razonable. Para explicarle mi situación le diré que mi cliente me ha ofrecido doscientas libras en caso de que consiga satisfacer sus deseos. De aquí deducirá usted —y Lumley sonrió— el interés que tengo en que preste usted plena atención a mi propuesta.
Lord Wentworth pareció complacido de la sinceridad del visitante.
—Desde luego que le atenderé —repuso—. ¿Qué desea su cliente?
Por toda respuesta, Lumley sacó de la cartera la copia de Greuze.
—¡Dios mío! —exclamó lord Wentworth cuando el cuadro quedó libre del papel que lo envolvía—. ¡Si es mi Greuze! ¿Cómo lo ha conseguido usted? —preguntó, mirando con cierto, recelo a su interlocutor.
Lumley se apresuró a disipar aquellos temores.
—No es su cuadro, lord Wentworth. Es sólo una copia. Dígame qué le parece.
—De no darme usted esa certeza —contestó el anciano, inclinándose sobre el lienzo—, yo creería que era el mismo cuadro.
¡Hasta el marco es idéntico! Vayamos al despacho a compararlo.
Lumley, tras envolver el cuadro y restituirlo a la cartera, siguió al propietario de la casa hasta una estancia espaciosa y ventilada, abierta a la terraza. Lord Arturo, cerrando la puerta, mostró a su acompañante el lienzo que pendía de la pared sobre la chimenea.
Aunque Lumley esperaba el caso, quedó, empero, sorprendido. Del muro colgaba lo que parecía ser el mismo cuadro que le diera Snaith.
—Pongámoslos juntos —propuso Wentworth.
Lumley apoyó su lienzo en el muro, junto al otro. Ambas pinturas parecían idénticas. La más minuciosa investigación no permitía descubrir diferencia ni siquiera en los marcos.
—¡Parece increíble! —exclamó Wentworth tras largo escrutinio—. ¡Pero siéntese, siéntese y dígame qué desea!
Lumley guardó su copia y se sentó.
—Mi cliente —dijo— es un coleccionista apasionado. Ha comprado el cuadro que hace pareja con éste y desea tener los dos. Por lo tanto, quisiera saber si estaría usted dispuesto a cederle el original del cuadro a cambio de esta copia y de la suma que usted diga. Él sugiere dos mil libras, pero deja a su elección el señalar la cifra.
—¡Palabra que este asunto es extraordinario! —comentó lord Arturo, sorprendido. Y tras reflexionar unos minutos, añadió—: ¿Y si pido tres mil libras?
—Estoy autorizado a pagarlas.
Wentworth hizo un gesto de extrañeza.
—¡Extraordinario! —repitió—. ¿Y cómo sabe su cliente que mi cuadro es el original?
—No puedo, por desgracia, explicarlo, porque mi cliente no me lo ha dicho. Pero él parece estar perfectamente seguro de la autenticidad del cuadro.
—Pues lo está más que yo. Siempre he considerado mi cuadro como una copia. Y aunque fuese el original, no creo que valga una suma semejante. Reconozco que entiendo poco de pintura, pero opino que mil libras serían un precio más que suficiente.
—Entonces, lord Wentworth —alegó, sonriendo, Lumley—, ¿hacemos el trato en mil libras?
—No digo eso. Mas sí me gustaría una explicación de lo que no puedo menos de considerar una proposición extraordinaria, ¿no le parece raro que haya quien ofrezca por la copia de un cuadro un precio doble al valor del original?
—Recuerde, lord Arturo, que en casos así el valor intrínseco de una pintura puede no representar su valor positivo. Puede tener un valor sentimental suplementario. Puede ser un recuerdo de familia. Podía ocurrir que no quisiese usted tener la copia, sino precisamente el original. Mi cliente toma en cuenta estas consideraciones, que de hecho serían reconocidas como válidas a todo efecto legal.
—Cierto —admitió Wentworth—. Y, entendiéndolo así, ¿está de acuerdo si le pido dos mil libras por el cuadro?
—No sólo de acuerdo, sino agradecido.
—¿Tiene usted el dinero?
Lumley contestó desplegando sobre la mesa los veinte billetes de a cien libras. Lord Arturo los cogió.
—Dado el extraordinario carácter de la transacción, no se ofenda si le pregunto esto: ¿cómo puedo tener la certeza de que estos billetes son legítimos y, de serlo, que no proceden de robo?
—Tiene usted derecho a preguntarlo. Envíe a su criado, al Banco, con los billetes, y hasta que no se averigüe su legitimidad dejemos el trato en suspenso.
Lord Wentworth, sin replicar, acercose a la mesa y redactó un documento, que tendió a Lumley, diciéndole:
—Firme esto, y el cuadro es suyo.
El papel decía: «He recibido de lord Arturo Wentworth, de Wentworth Hall, la copia del cuadro de Greuze, «Una jovencita», que hasta ahora ha tenido dicho señor en la pared de su despacho, a cambio de una copia de dicha pintura que el firmante entrega en esta fecha, y de la suma de dos mil libras pagadas en veinte billetes del Banco de Inglaterra, números A61753E a A61772E.»
—No deseo tomar el dinero de su cliente con falsos pretextos —declaró lord Wentworth—, y, en consecuencia, si en el término de un mes el comprador se convence de que ha adquirido una copia, le devolveré sus dos mil libras y su cuadro a cambio del mío. Entretanto, si él desea pagar por el trueque, no veo razones para rechazar el dinero. Pero deseo que advierta a ese caballero que le creo en un error y que no tengo ninguna responsabilidad en ello. Y dígale, además, de mi parte, que ha desempeñado usted muy discretamente su cometido.
Lumley, tras expresar su agradecimiento, firmó el recibo del cuadro, recogió otro por el dinero, procedió al cambio de ambas pinturas, guardó en la cartera la adquirida y se despidió, muy satisfecho. Había cumplido su encargo debidamente y había salido sin mácula del asunto, y ambos extremos le complacían.
Mientras fumaba un cigarro en el expreso que le conducía a Kings’s Cross, preguntábase quién —Snaith o Wentworth— tendría razón en lo de la autenticidad del cuadro. Cierto que a él no le importaba mucho. Había hecho lo que le pedían, relataría a Snaith todo lo sucedido, recibiría la comisión que le habían asignado y asunto terminado.
Y entonces se produjo una de esas coincidencias que sólo se suponen ocurridas en los libros, pero que, de hecho, suceden con mayor frecuencia en la vida real. Y fue que en Grantham subió al departamento en donde hasta entonces viajara Lumley solo, un pasajero más: Dobbs, perito reconocido en materia de cuadros. Lumley y Dobbs habían jugado al golf algunas veces y tenían cierta amistad.
Hablaron varios minutos de diversos temas y luego Lumley, pensando que la opinión de Dobbs sobre su Greuze sería muy valiosa, sacó el cuadro y se lo mostró al perito.
—¿Qué le parece esto? —le preguntó.
—Aunque no tengo bastante luz para juzgar —repuso el otro—, me parece una copia muy buena.
—¿Una copia?
—Sí. Es un cuadro muy conocido. A menos —y Dobbs sonrió— de que vuelva usted de una expedición de robo en el extranjero, porque este cuadro está en París, en el Louvre.
—¿Está usted seguro, Dobbs? —exclamó Lumley, boquiabierto.
—Completamente. Ningún entendido en pintura lo ignora. Hasta recuerdo la sala y la pared en que está colgado. Lo he visto muchas veces. No habrá tomado éste por el original, ¿eh?
—No sé nada por mi parte, pero el comprador de este lienzo cree haber adquirido el original.
—¡Hum! ¿Cuánto ha pagado, si no es indiscreto preguntarlo?
—Dos mil libras.
Dobbs quedó pasmado.
—¡Dios mío! —exclamó—. Es posible que hable usted en serio. El original de este cuadro no vale más de mil doscientas libras. Y por esta copia —y la tocó con el dedo— pagar cuarenta libras sería ya pagar mucho.
Lumley sintió que el mundo se hundía bajo él.
—No comprendo —dijo, con voz lenta—. Me han encargado de que comprase esta cuadro precisamente. Me autorizaron a pagar dos o tres mil libras, y de hecho todo lo que pidieran, para que lo consiguiese.
—¿Ha sido un trato confidencial?
—Sí, pero no creo quebrantar ninguna confianza si digo que quien me lo encargó fue un americano, un «nuevo rico» característico.
Dobbs movió la cabeza, con desprecio.
—Eso lo explica todo —respondió, con una risa breve. Y la conversación se encauzó por otros derroteros.
Pero, si bien Lumley no se sentía responsable del posible error, no por ello dejaba de aguijonearle cierta inquietud en torno al asunto. Y aquella misma noche hizo un descubrimiento que aumentó su perplejidad.
Había estado dando vueltas en su mente al problema de cómo Snaith, que debía conocer todos los museos de Europa, no había visto en el Louvre el original de aquel cuadro, y de pronto pensó que Snaith no era el único confundido. El americano había consultado a la mejor autoridad de Londres en materia de cuadros: Mitchell, de Pall Mall. Si bien Mitchell era desconocido para Lumley, debía, notoriamente, ser doctor en la materia, y Mitchell al parecer, ignoraba la existencia del original de aquel cuadro en el Louvre.
Una vez que hubo llegado a su oficina y guardado en la caja de caudales el cuadro, Lumley tomó el Anuario de Londres, dispuesto a ver si Mitchell proyectaba alguna luz sobre el asunto. Pero ninguna luz pudo proyectar Mitchell, porque en todo Pall Mall no se encontraba nadie de tal apellido.
Lumley lanzó un silbido. Su ligera inquietud se convertía en grave preocupación. En aquel trato debía haber algo extraño.
Cerró su despacho y, lisonjeado hasta cierto punto por la idea de que estaba gestionando la solución de una cosa insólita, se dirigió a uno de los hoteles del Embankment más frecuentado por los americanos ricos. Pidió allí un anuario de Nueva York y buscó el nombre de Silas Snaith.
No se mencionaba a tal señor ni en la Quinta Avenida ni en ningún sitio. Buscó también en Hall’s Buidings, de Broadway. Tampoco.
—¡Ya está! —murmuró Lumley, secándose el sudor que le bañaba la frente—. Todo esto era una añagaza. No existen Snaith ni Mitchell. Pero ¿qué motivos se encierran en un asunto así?
Sentóse en el salón de lectura del hotel y se entregó a sus reflexiones. Gradualmente, cosas menudas en que antes no había reparado fueron perfilándose ante él, con la nitidez de hechos concretos. Aunque apenas lo notase, ya, en su entrevista, Snaith le había desconcertado. No la conversación de Snaith, sino la persona de éste. Su lenguaje, su presentación, eran —ahora lo advertía Lumley— algo incoherente. En ocasiones había sido un americano completo —o más bien un americano de novela— en su modo de hablar, pronunciar y presentarse, mientras en otros su lenguaje y su continente habían sido tan ingleses como los del propio Lumley. Cuanto más lo pensaba, más creía el agente comisionista que Snaith le había ocultado su identidad y que no era americano, ni mucho menos.
Se le ocurrió una solución posible. ¿Pretendería Snaith, mediante la copia, robar el original del Louvre? Había hablado, sí, de un viaje a París. ¿Sería su plan destruir el cuadro de lord Wentworth y luego jurar que el original que poseía había sido adquirido al mismo Wentworth? En tal caso podría apoyarse en la evidencia incontrovertible de la compra. Lumley se sentía muy inclinado a aceptar esta hipótesis como buena. En cuyo caso, cabía que a él se le considerase cómplice de un delito.
¿Cómo probar su inocencia y cómo quedar satisfecho ante sí mismo?
Resolvió ir a Scotland Yard, explicar lo ocurrido y hacer lo que le aconsejasen allí. De este modo se libraba de toda responsabilidad.
Miró el reloj. Eran las diez en punto. Salió del hotel y se encaminó, por el Embankment, al Yard.
—Deseo ver al inspector de guardia —dijo.
Le introdujeron en un despachito donde un hombre alto, reposado y de aspecto sagaz, le preguntó qué deseaba.
—Me ha ocurrido una cosa extraña, inspector —dijo Lumley—. Desde luego, no puedo presumir que haya ningún delito en lo que me inquieta, pero hallando sospechosas ciertas circunstancias, he decidido solicitar la opinión de ustedes.
—Muy bien hecho. Explíquemelo todo.
Lumley refirió sus aventuras. El inspector le escuchó cortésmente y en silencio hasta que oyó mencionar el nombre de lord Arturo. Entonces un interés mayor se pintó en sus ojos y escuchó el relato con mayor atención. Mas no interrumpió, esperando a que Lumley concluyese la narración a su manera.
—Ha hablado usted con mucha claridad, caballero —dijo al fin—, y creo que tendrá motivos de felicitarse por haber acudido a nosotros. ¿Me dispensa un momento?
Salió para volver a los pocos instantes con otros funcionario, cargado de papeles.
—Le presento al inspector Niblock, señor Lumley —dijo—, y espero, aunque no lo sé, que lo que usted me ha contado le interese a él todavía más que a mí. ¿Tendría usted la bondad de repetírselo?
Por segunda vez relató Lumley su aventura. Si el primero de ambos inspectores había mostrado interés en la historia, a Nibloek costábale trabajo disimular su agitación bajo la aparente calma profesional. Repitió las felicitaciones de su colega y examinó su fajo de papeles. De entre éstos extrajo varias fotografías que presentó a Lumley.
—¿Quiere mirarlas, señor? —le invitó.
Lumley lo hizo. Eran retratos de hombres y mujeres de aspecto muy común. Pero a la cuarta fotografía quedó sorprendidísimo al advertir que reproducía con toda claridad a su cliente el americano.
—¿Qué? ¿Le reconoce? —rió Niblock, frotándose las manos—. Creo, señor Lumley, que ha tenido usted un acierto mucho mayor de lo que se figura. Y ahora —continuó, recobrando su gravedad— preparemos nuestros planes, porque no debe perderse un momento.
Los dos inspectores hablaron un instante en voz baja. Luego Niblock se volvió al comisionista.
—¿Tiene usted el cuadro en su caja, señor Lumley, tal y como estaba cuando se lo entregó lord Arturo Wentworth?
—Sí.
—Pues hará el favor de entregárnoslo, ¿verdad? Podemos ir en un taxi a su oficina y recoger el lienzo. Luego el taxi puede servirle para volver a su casa.
Los tres hombres salieron de Scotland Yard y mandaron parar un taxi que pasaba. Ya en su despacho, Lumley condujo a los agentes hasta la caja y, tras correr las cortinas de la ventana, sacó el cuadro. Los dos inspectores examinaron la pintura.
—¿Tendrá la bondad de dejarnos el cuadro y la cartera? —sugirió Niblock—. Se lo devolveremos mañana a las cinco. ¿Adonde conduce esta otra puerta?
—A un trastero.
—¡Magnífico! Si usted nos permite ocultarnos ahí, podremos acudir en su ayuda en caso de que su entrevista con Snaith no transcurra de un modo satisfactorio. Porque vendrá mañana a buscar el cuadro, ¿no es eso?
Lumley pidió más detalles, pero Niblock se los negó, alegando que la actitud de ignorancia de Lumley ante Snaith sería más convincente de ser auténtica.
—En caso —añadió el inspector— de que Snaith llegase antes de la hora convenida, dígale que ha dejado usted el cuadro en custodia en su banco, y que se lo traerán antes de las seis. Si hallamos a Snaith aquí fingiremos ser empleados del banco. Y entonces aguardaremos en el pasillo.
Por la tarde, hallándose Lumley sentado ante su pupitre, llegaron los inspectores, acompañados por un sargento de uniforme.
—Tome el cuadro —dijo Niblock tras saludar—. Se halla intacto, pero con un marco nuevo. Por un accidente lamentable, se nos cayó y el marco se rajó por un ángulo; mire.
Y Niblock abrió un ancho envoltorio que llevaba, mostrando el marco, con un ángulo hendido, en efecto.
—De notar Snaith el hecho —continuó Niblock—, dígale lo sucedido, aunque afirmando que fue a usted a quien se le cayó el cuadro al suelo. Exprese su sentimiento por el percance, y dígale que ha conservado el marco viejo, para que él lo vea. Lo demás corre de nuestra cuenta. Y ahora vamos a encerrarnos en ese cuarto de trastos, porque conviene que usted esté solo cuando llegue su visitante.
Los tres policías penetraron en el cuarto, cuya puerta quedó ligeramente entornada. Lumley, nervioso y muy conturbado, sentóse tras la mesa. Ignoraba cómo podría transcurrir la esperada entrevista y le molestaba que los funcionarios no le hubiesen confiado plenamente la situación. Pensaba que, de saberlo todo, se habría sentido más seguro.
Los minutos transcurrían lentamente, tan lentamente que más de una vez Lumley se acercó el reloj al oído, para cerciorarse de que las manecillas seguían andando. Al fin llegaron las seis y muy poco después Snaith.
—¡Qué trenes tienen ustedes! —quejóse—. Llegó ahora de París… Cuarenta minutos de retraso, ¿no?
Sentóse y se desabotonó el recio gabán. Se le notaba inquieto.
—¿Qué? ¿Cómo ha resultado la transacsión?
—Bien, señor Snaith, y con pocas dificultades. Lo único raro es que lord Arturo asegura que el cuadro no es el original, sino una copia.
Snaith le miró fijamente.
—Pero lo ha traído usted, ¿no?
A pesar de sus evidentes esfuerzos, seguía pareciendo desazonado.
—Sí, está en mi caja de caudales. Pero cuando me dijeron que era una copia, dudé…
—No se preocupe, mi amigo. Ya le dije que aquel señor quizá no supiera que el cuadro es auténtico. Ahora, déme no más la pintura y yo le daré el dinero, y trato concluido, ¿eh? ¿Qué ha pagado?
—Dos mil libras. Pero dice lord Wentworth, que si usted se convence de que sólo ha adquirido una copia, le reembolsará las dos mil libras, siempre que usted las reclame en el término de un mes.
—¿Sí? Es un hombre muy considerado, ¿verdad? Vamos, déme, déme la cosa acá…
Lumley se levantó, abrió su caja y puso la cartera en el pupitre, ante el visitante. Este, sin cuidarse ya de refrenar su agitación, abrió la cartera, extrajo el cuadro y, con manos temblorosas de emoción, rompió el papel que lo envolvía. Por un momento miró el lienzo con desbordante contento, pero la expresión de su rostro cambió en seguida.
—¡No es éste! —gritó, dirigiendo a Lumley unos ojos en los que al recelo reemplazó muy pronto la amenaza—. ¿Qué me da usted aquí? Si me ha jugado una mala pasada, le aseguro que le haré maldecir el día en que nació. ¿Qué significa esto?
Lumley, fortalecido por la presencia de los cercanos policías, asumió un talante más altivo que el que hubiese desplegado de no ser así.
—Realmente, señor Snaith —dijo frío—, creo que se precipita usted. No acostumbro a dejarme interpelar de esa forma. Cuando me haya presentado excusas continuaré la conversación, pero antes no.
Por un segundo Snaith pareció inclinarse a una solución violenta. Mas luego, como por impulso de una repentina idea, hizo un claro esfuerzo para serenarse y dijo, aunque irritado todavía:
—No se ofenda, no se ofenda. ¡Dan ustedes tanta importancia a la dignidad! Pero explíquese. Este no es el cuadro de lord Wentworth.
—Sí lo es —afirmó, hierático, Lumley.
—Pues ha estado usted haciendo alguna combinación aquí. El marco no es el que tenía.
—No, no es el que tenía, y yo le hubiera presentado ya mil disculpas de haberme tratado usted con más corrección. Confieso que, por un imperdonable descuido, dejé caer el cuadro al suelo, y…
La mirada de Snaith se fijó en Lumley con tremenda intensidad. Al fin estalló:
—¡Al diablo los cumplidos, hombre! ¡Al grano, vamos al grano!
—Ya voy. Como le digo, dejé caer el cuadro y la caída estropeó un ángulo del marco. Mandé poner otro nuevo y he guardado el antiguo.
Snaith se recostó en la silla, calmándose, y se enjugó la frente.
—¿Por qué diablos no lo dijo antes? Deseo el marco antiguo también.
—Tómelo —murmuró, con acento que, teniendo en cuenta el habitual en él, era muy desabrido—. Es el mismo, como ve.
Snaith, cogiendo el marco, lo examinó minuciosamente. Luego volviólo y miró el dorso. Un momento quedó inmóvil, y después, incorporándose de un salto, se inclinó sobre Lumley, lívido de rabia.
—¡Ladrón! —aulló lanzando un rudo juramento—. ¡Ladrón! Si no suelta la cosa antes de diez segundos, le mandó al infierno.
Y el atribulado Lumley se halló ante el cañón de una pistola automática.
Pero entonces sobrevino una interrupción, una voz que dijo, amablemente:
—Vamos, Guillermo Jenkins, no se ponga así. Esta vez ha perdido. Reconózcalo lealmente y dese por vencido como saben hacerlo los hombres en estos casos.
Snaith, anonadado, vio a los inspectores, que le apuntaban con sus armas. Abrió la boca asombrado, después pareció insinuar un movimiento de defensa y en seguida, aflojando los dedos, dejó caer la pistola sobre el pupitre.
—Las esposas, Hughes —dijo Niblock—. Así podremos guardar estos juguetes y hablar con calma.
Snaith parecía aniquilado. No se movió cuando el sargento, tras embolsarse la pistola, puso las esposas al pretendido americano.
Una vez que éste quedó inerme, Niblock se volvió a Lumley.
—Dispénsenos, señor —dijo con cortesía—, que le hayamos sometido a esta situación, pero necesitábamos probar ante testigos que Jenkins buscaba el marco del cuadro y no el lienzo. Gracias a usted, señor Lumley, la cosa se ha probado por completo. Y ahora —agregó, dirigiéndose al detenido—, debo advertirle, Jenkins, que toda declaración que haga desde este instante podrá ser usada en contra suya, no obstante lo cual, si quiere hacer alguna, le escucharemos.
Snaith, abrumado, no contestó nada.
—Puesto que no quiere declarar —siguió Niblock—, vale más que nos vayamos. Con su permiso, señor Lumley, voy a llevarme el cuadro y el marco y luego le daré una explicación que seguramente le asombrará.
Dos días después Lumley acudió a Scotland Yard, invitado por Niblock. Allí estaban los dos inspectores y su jefe así como lord Wentworth. Cuando Lumley entró en el despacho, Wentworth, poniéndose en pie, corrió hacia él, tendidas las manos.
—¡Aquí está el hombre a quien tanto debo! —gritó con calor—. Permítame, señor Lumley, expresarle mi mucha gratitud y estima por lo que ha hecho.
Y Wentworth sacudió con fuerza la mano de Lumley. Este, turbado, dijo:
—Le aseguro, lord Arturo, que ignoro todavía lo que he hecho.
—Ahora lo sabrá. Explíqueselo con todo detalle, inspector. Usted está más informado que yo mismo.
Niblock, inclinándose hacia la mesa, empezó a golpearla con el índice mientras hablaba.
—Señor Lumley —principió—: su amigo Dobbs valoraba el presunto cuadro de Greuze en cuarenta libras y Snaith o Jenkins en dos mil…, al menos ante usted. Pero ambos —y la voz del inspector tornóse grave— se engañaban. El valor real de ese cuadro ascendía a unas cuarenta y cinco mil libras.
Lumley, atónito, abrió la boca.
—Va usted a ver lo que le daba ese valor —añadió Niblock, evidentemente complacido del efecto que causaba.
Abrió un cajón de su pupitre, sacó una cajita y de ella extrajo lo que, extendido sobre la mesa, parecía una cascada de argentina luz.
—¡Un collar de perlas! —exclamó Lumley.
—Un collar, sí. O, mejor dicho, el collar. El célebre collar de perlas de lady Wentworth, que le fue robado hace seis meses.
—¡Ahora recuerdo —exclamó Lumley— haber leído algo de esto en los periódicos! ¿Pero cómo…?
—Se lo explicaré. Hace nueve o diez meses sir Arturo tomó a su servicio un criado llamado Guillermo Jenkins. Este se comportaba como un sirviente fiel, atento y digno de confianza. Mas se trataba del supuesto Silas S. Snaith. Unos tres meses después de esto se celebraba en casa de lord Arturo un baile de gala al que lady Wentworth se proponía concurrir con su collar. Lord Arturo lo sacó de la caja de caudales a las siete de la tarde y se lo dio a su esposa. Como ésta no quería lucirlo en la comida, lo guardó en un cajón de su tocador. Y cuando fue a buscarlo para bajar al baile, el collar había desaparecido.
—¡Oh! —murmuró Lumley.
—Se dio la voz de alarma, y un policía particular encargado por los dueños de la casa de vigilar las joyas practicó las primeras pesquisas. Se telefoneó a la policía y se acordonó inmediatamente el edificio, sin permitirse salir a nadie que no mereciese plena confianza a lord Wentworth. Empezaban a llegar los invitados, pero se les avisó de lo ocurrido y el baile quedó en suspenso. En las investigaciones inmediatas recayeron sospechas sobre Jenkins, por ser el menos antiguo de los criados. No pudieron concretarse sus pasos entre 7 y 8 de la noche, hora en que lady Wentworth subió a su tocador. Pero se mostró con toda claridad que Jenkins no podía haber salido de la casa ni comunicar con nadie de fuera. Después, y en vista de que ninguna de las perlas aparecían en el mercado, dedujimos que debían hallarse en el edificio, mas las búsquedas, aunque minuciosas, no dieron resultado alguno.
Niblock, tras detenerse un momento, siguió:
—Cuando usted nos dijo, señor Lumley, que un hombre, cuyas señas se parecían a las de Jenkins, ofrecía una gruesa suma de dinero por un cuadro sin valor que había en el despacho de lord Arturo, me sentí interesado, y mi interés creció al reconocer usted la fotografía de Jenkins entre las de los otros sirvientes del palacio. Luego usted nos dejó el cuadro y mi colega y yo descubrimos que en la parte posterior del marco había sido practicada una ranura, por la que fue deslizando el collar, metido en una espesa envoltura de crin. Sacamos las perlas e hicimos aquella prueba en el despacho de usted, para cerciorarnos de que era el marco lo que buscaba Jenkins. Este ha confesado ya.
—¿Cómo pudo coger el collar?
—Parece que era amigo de Lucila, la doncella de lady Wentworth, la cual le había hablado del collar a menudo. Jenkins resolvió apropiárselo, esperando vender separadamente las perlas. Hizo amistad con el mayordomo, logró la ayuda de éste y así realizó el robo. Seguro de no poder huir con las perlas encima, preparó el escondite con varias semanas de antelación. La noche del baile, Lucila le dijo que lady Wentworth iba a ponerse el collar. Corrió con éste al despacho y allí escondió su presa. Mientras nosotros practicábamos investigaciones, siguió de sirviente en el palacio, pero a los tres meses se despidió. Necesitaba encontrar un plan para adueñarse del cuadro (ya que presentándose en persona hubiera despertado sospechas) y creo que es difícil trazar una maniobra más hábil que la que se le ocurrió.

Sólo nos falta decir que, poco después, Lumley recibió los mismos veinte billetes de cien libras que había entregado a lord Arturo, así como de un cheque de mil libras más. A esto ascendía la recompensa ofrecida por Wentworth, cuando el robo, a quien recuperase el collar, y a su juicio nadie había ganado mejor el premio que el agente comisionista.

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