jueves, 14 de marzo de 2019

FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS. DEFENSA DE EPICURO.

Resta la defensa de Epicuro: no la hago yo; refiero lo que hicieron hombres grandes, ni en este caso es mi caridad la primera con este nombre. Arnaudo, en su libro que llama Juegos, la imprimió, mas dejando lugar a que yo no perdiese el tiempo en ésta.
No es culpa de los modernos tener a Epicuro por glotón, y hacerle proverbio de la embriaguez y deshonesta lascivia; lo mismo precedió en la común opinión a Séneca: execrable maldad fue en los primeros, que le hicieron proverbio vil para los que les siguieron necesariamente después; la infamia ajena más fácilmente se cree que se dice, y peor, pues siempre se añade. Diógenes Laercio dice que Diotimo, Estoico, de envidia fingió muchos escritos torpes y blasfemos, y le achacó otros a Epicuro, y los publicó para difamarle y desacreditar la escuela. Pocos hay en murmurar de otro, que no les parezca poco lo que oyen y verdad lo que creen. Esto sucedió a Epicuro con los demás filósofos, con la intervención de las ruindades de la envidia. Epicuro puso la felicidad en el deleite, y el deleite en la virtud, doctrina tan estoica, que el carecer de este nombre no la desconoce; desembarazó la atención de sus discípulos, como de trastos, de la dialéctica sofística, de la cual habló sola, porque la lógica en lo escolástico es grande y valiente, parte de la teología; y el condenar la dialéctica (entiéndese sofística) en que fundaban su mayor pompa los otros filósofos, fue ocasión de aborrecer y difamar a Epicuro. Con felicísimo estilo le defiende el primer fragmento de Petronio Arbitro; mucho pierde quien me obliga a traducir sus palabras: estas cosas fueran tolerables, si hicieran lugar a quien se encamina a la elocuencia: ahora con la hinchazón de las cosas y el vanísimo rumor de las sentencias, sólo aprovechan para que cuando vengan a la corte sospechen que han sido llevados a otro orbe de la tierra; por esto me persuado que los muchachos se hacen ignorantísimos en las escuelas, pues ninguna cosa de las que no son en uso, oyen ni ven.
Poco es para esta defensa voz elegante; oigamos voz elegante, doctísima y sagrada. San Jerónimo sobre la epístola de San Pablo a Tito: «Los Dialécticos, de quienes Aristóteles es príncipe, suelen tender redes de argumentos y concluir la vaga libertad de la retórica en las zarzas de los silogismos: si esto hacen aquellos de quienes la contención es arte propia, ¿qué debe hacer el cristiano, sino huir la contienda?» San Ambrosio en el Exameron: «De la manera que el agua (como dicen) puede estar sobre el orbe, revolviéndose el orbe; tal es la astucia dialéctica. Dame cosa a que te pueda responder, porque si no me la das, no responderé palabra.» San Agustín contra Cresconio, gramático: «Esta arte que llaman dialéctica, la cual no hace otra cosa sino demostrar con la conclusión, o la verdad a las verdades, o la mentira a las mentiras.» San Ambrosio, de Fide ad Tratianum: «Los herejes fundan toda la fuerza de su veneno en la arte dialéctica, la cual, por sentencia de los filósofos, se define arte que no tiene fuerza de instruir los estudios, sino de destruirlos.» No hubo otros filósofos sino los Epicúreos que dijesen que la dialéctica destruía, y no instruía los estudios. Sígase, que pues Epicuro con razón desechó la dialéctica sofística, y que con la verdad indignó contra si todos los filósofos, que valiéndose de la palabra deleite, en que ponía la felicidad, callando la virtud en que decía consistir el deleite, difamaron al filósofo más sobrio y más severo. Que Epicuro dijese quo no había deleite sin virtud, Séneca lo dice en el libro IV de Beneficios, cap. II: «La virtud ministra los deleites; no hay deleite sin virtud.» El mismo, en el libro de la Vida bienaventurada, cap. XII: «No se dan a la lujuria impelidos de epicuros; antes entregados a los vicios abrigaron en los retiramientos de la filosofía su lujuria, y acuden donde oigan alabar el deleite, ni buscan aquel deleite de Epicuro: así lo siento por ser sobrio y seco.» Y en el cap. XIII: «De verdad éste es mi parecer (diré a pesar de nuestro vulgo): Epicuro enseñó doctrina santa y recta, y así te acercas triste.» Estas palabras por sí tienen soberanía, dichas por nuestro Séneca, ¡cuan grande estimación solicitan a Epicuro! ¡Cuán justa indignación contra los ignorantes que le difamaron, y particularmente contra Leonides, autor de condenada memoria, por su libro, en que llama a Epicuro Tersites de los filósofos; y estudiando en su mengua oprobios que decir al gran filósofo, gasta su pluma en distraimientos de la envidia. Este inútil escritor griego le trata con tal ignominia, cuando Lucrecio en sus versos, consolando al hombre de que ha de morir, con referir que murieron los príncipes y los sabios, por último encarecimiento del poder de la muerte, dice:
Murió el mismo Epicuro fenecido
El curso de su vida, el que en ingenio
Todo el género humano aventajaba,
Como sol celestial a las estrellas
A todos los demás oscurecía.
Mi Juvenal, que a mi juicio escribió la política en versos con nombre de sátiras (no sin cuidado), pues este género de filosofía más necesita de lo sátiro que de lo comendable, porque más veces está el bien en lo que se deja de hacer que en lo que se hace, reprendiendo los glotones y desordenados, pone por ejemplo de los sobrios y abstinentes en todo rigor a Epicuro, sátira 13:
Y quien ni lee los Cínicos, ni estudia
Dogmas de los Estoicos, que difieren
Solamente en la capa de los Cínicos,
Ni a Epicuro contenta con legumbres
Del huerto pobre.
Y en la sátira 14:
Si me pregunta alguno la medida
Del censo que será bastante, digo
Que cuanto pide hambre, sed y frío,
Y cuanto a ti, Epicuro, te bastaba
En los huertos pequeños.
Constante cosa es que se sustentaba el Epicuro de agua y hierbas. En una carta suya que cita Laercio, dice que pan y agua le sustenta, y pide un poco de queso para regalarse. Plinio dice fue el primero que introdujo huertos en la ciudad. Séneca habla de Epicuro con suma veneración, y se alaba de que no habla de él como el inútil y rabioso Cleomedes, libro de la Vida bienaventurada, cap. XIV: «Yo no digo lo que muchos de los nuestros, que la secta de Epicuro es maestra de maldades; empero digo: mal nombre tiene, infamada está, mas sin razón.» Sabía Séneca lo que Diógenes Laercio refiere en la vida de Epicuro, con estas palabras: «Diótimo Estoico, por aborrecimiento que le tenía, le difamó cruelmente publicando por de Epicuro quinientas cartas lascivas y deshonestas, y achacándole las que andan con nombre de Crisipo.» En todo tiempo ha habido hombres infames que han tenido en más precio infamar a los famosos, que hacerse famosos siendo infames; en Epicuro ya lo hemos visto; en Homero ya se vio en Zoilo, que hubiera sido el más vil ignorante si Julio Escalígero siguiéndole, y a Escalígero otros abominables idiotas, no hubieran excedido su afrenta. ¡Oh postrera impiedad! Hacer en Epicuro proverbio de los vicios, las virtudes; de la deshonestidad, al continente; de la gula, al abstinente; de la embriaguez, al sobrio; de los placeres reprensibles, al tristemente retirado en estudio, ocupado en honesta enseñanza. Muchos hombres doctos, muchos padres cristianos y santos le nombraron con esta nota, no porque Epicuro fue deshonesto y vicioso, sólo porque le hallaron común proverbio de vicio y deshonestidad: en ellos no fue ignorancia, fue gravamen a la culpa que tenían los que con sus imposturas le introdujeron en hablilla. Séneca, cuyas palabras todos los hombres grandes reparten por joyas en sus escritos, repartió en las suyas las de Epicuro, donde se leen con blasón las estrellas. Cicerón llamó al libro que se intitula Canon entre las obras de Epicuro, libro que cayó del cielo. Escribió tantos libros, que dice Laercio fueron infinitos, y que excedió en el número a todos los filósofos; los títulos de todos son útiles, son decentes, son, como es lícito decir en un gentil, santos: entre otros, escribió el libro de Apetencia y fuga, que es toda la doctrina estoica que Epicteto abrevió en las dos palabras Sustine et abstine. Esto movió a Séneca en el libro de la Vida Bienaventurada, cap. XXX, a decir: «En esto difieren dos sectas, la Epicúrea y la Estoica, mas cualquiera encamina al ocio por diferente camino. Dice Epicuro: el sabio no se llegará a la República sino cuando interviniere causa. Zenón dice: llegaráse a la República el sabio si no se lo impidiere alguna cosa: el uno apreció el propósito; el otro la causa.» Igualmente se apiadaron del sabio Zenón y Epicuro en dificultarle los cargos políticos; parece que no puede admitirlos sin aventurarse; puestos son más apetecidos del asunto que del sabio. Más frecuente es Epicuro en las obras de Séneca, que Sócrates y Platón, y Aristóteles y Zenón. Él aprecia mucho de hacerlo, y da la razón en la epístola VIII: «Puede ser que me preguntes por qué de Epicuro refiero tantas cosas bien dichas, y no de los nuestros. ¿Por qué razón juzgas que estas voces son de Epicuro, y no públicas? Muchos poetas dicen lo que dijeron los filósofos o debieron decir.» Por esto en veinte epístolas Séneca le cita todas las veces que necesita de socorro en las materias morales que escribe: dice en la VII: «A Metrodoro, a Erimacho, a Polieno, varones grandes, no los aprovechó la escuela de Epicuro, sino el trato.» Calificaba alabanza de la vida de Epicuro, aprovechar más con el ejemplo que con la doctrina. En la IX refiere que dijo Epicuro: «Si a alguno no le parece bastante lo que posee, aunque sea de todo el mundo señor, es miserable.» ¿Quién puede ser sabio que no diga estas palabras? ¿Quién bueno que no las obre? En la XII dice que Epicuro dijo:  «¿Qué tienes tú que embarazarte con lo ajeno? Lo que es verdad es mío, perseveraré en introducirte a Epicuro.» Al que Séneca quiere aprovechar con Epicuro le asiste. En la XIII:  «¿Qué cosa hay más vergonzosa que el viejo que empieza a vivir? No añadiera el autor de esta sentencia si no fuera retirada entre los dichos de Epicuro, los cuales yo me precio de alabar y apropiarme.» ¡Oh grande Séneca, que te precias de lo que te aprovechas, que nombras al autor ignorado de la sentencia que te ilustra! Eres lo que se ve raras veces, fiel y docto. En la XVIII: «Tenía ciertos días señalados aquel maestro del deleite, Epicuro, en que escasamente satisfacía la hambre, para ver si faltaba algo del gusto consumado y lleno, y cuánto, y si era digna la falta de ser recompensada con grande trabajo: no gastaba un dinero cabal todo el sustento de Metrodoro, que no había arribado a tanta perfección.» Esta acción más facciones tiene de ayuno que de glotonería: más muestran a Epicuro y a Metrodoro penitentes que bacanales. En la epístola XIX: «Según lo pide el discurso nos hemos de valer de Epicuro, que dice: antes debes considerar con quién comes y bebes, que no lo que comes y bebes.» Primero quiere se aseguren las costumbres en la compañía, que satisfacer el apetito en la mesa. Epístola XXI: «¿Referiré el ejemplo de Epicuro escribiendo a Idomeneo, y queriéndole reducir al cambio ancho (así lo leo yo, no vida, ni vía especiosa, sino espaciosa) a la gloria fiel y permanente, siendo rígido ministro del poder, y ocupado en grandes negocios. Díjole: si eres ambicioso de gloria, más fama te darán mis cartas, que todas estas cosas que reverencias, y por que te reverencian. ¿Acaso mintió'? ¿Quién conociera a Idomeneo, si Epicuro con sus cartas no le hubiera ilustrado? Todos aquellos grandes magistrados y sátrapas, y el propio rey, de quien el titulo de Idomeneo se derivaba, alto olvido los sepulta.» Poderosa virtud, que con una carta reduce un tirano de la licencia del poder a la gloria segura de la virtud, y con una cláusula en que le nombra, le da la memoria que no pudo guardar del olvido su mismo príncipe. En la propia epístola: «A este Epicuro escribió aquella notable sentencia, con la cual le aconseja a Pythoclea no le enriquezca por el público y dudoso camino. Si quieres, dijo, enriquecer a Pythoclea, no le has de añadir dinero, sino quitarle la codicia.» ¡0h alma grande y generosamente docta, fecunda de partos tan felices! ¿Cuál seso humano sin luz de fe, encaminó al espíritu riqueza tan decente? Bien admiró nuestro Séneca estas palabras, pues consecutivamente dijo: «Tan clara es esta sentencia, que no necesita intérprete; tan docta, que no ha menester esfuerzo.» Y más abajo pocos renglones, bien a propósito de Cleomedes, y otras lechuzas ciegas de esta luz de Epicuro, dice Séneca: «Por eso de mejor voluntad refiero las admirables sentencias de Epicuro; porque aquellos que a su nombre disfamado se acogen llevados de mala esperanza, imaginando hallar rebozo de sus maldades, experimenten que en cualquier parte que se acogieren han de vivir bien.» Con este propio fin refiero todas las palabras de Epicuro, con el mismo le defiendo, deseo que nadie halle acogida en hombre tan admirable para su desenvoltura, rescato de poder de los vicios el talento admirable que se debe a los virtudes. No pudo ser tan eminente varón secuaz de las abominaciones; no lo fue, fue su reprensión, fue su desengaño. En la XXIII pudo responderte con la voz de tu Epicuro, y calificar esta carta: «Molesto es empezar siempre la vida, o si de esta manera se declara más este sentir; mal vive quien siempre empieza a vivir.» Esta voz no pudo salir por garganta frecuentada de ahítos y embriagueces, no pudo ser paso de oráculos y de glotonerías. Quien decía que vivía mal, quien siempre empezaba a vivir, no podía vivir como quien no piensa morirse. En la XXIV reprende Epicuro no menos aquellos que desean la muerte, que a los que la temen: «Qué cosa tan ridícula como apetecer la muerte, cuando con el miedo de la muerte inquietas tu vida.» En pocas palabras condena con suma elegancia Epicuro la opinión de algunos estoicos que referiremos, afirmando que el sabio puede y debe darse la muerte. Olvidóse Séneca que le citaba contra sí: no empero es falta de memoria, antes sobra de ingenuidad. No rehusó citar la verdad contra sí. En afirmar que se debía dar muerte el sabio, se mostró estoico, y en contradecirse, buen estoico. ¡Oh grande Séneca! Cuán felizmente sabes acertar, aun cuando te contradices. En la XXV: «Agua y pan desea la naturaleza, nadie es pobre de esto: pues quien en estas cosas descansó su deseo, puede competir en felicidad con Jove, como dice Epicuro, de quien alguna voz mezclaré en esta carta, de tal manera (dice) haz todas las cosas, como si alguno te viese.» Y pocos renglones mas abajo: «Lo mismo aconseja Epicuro. Entonces principalmente te retira a ti mismo, cuando eres forzado a estar en la multitud.» Estando sólo conocía Epicuro que eran testigos de sus acciones su conciencia dentro de él, y sobre él Dios; quería que el hombre obrase a solas como si fuera espectáculo de todos. Aconsejaba por más importante soledad la que se tenía en los propios concursos. Ninguno dijo primero que Epicuro que el mejor solitario era el que sabía estar solo entre la gente. En la XLVI, tratando de un libro que le envió Lucilo, y alabándole encarecidamente dice: Quam dissertus fuerit ex hoc intelligas, licet levis mihi visus est, cum esset nec mei, nec tui temporis, sed qui primo aspectu, aut Titi Livii, aut Epicuri posset videri. He trasladado las palabras latinas, porque como reconocerá el docto que tiene ingenio, están erradas, yo las leo y restituyo así; Brevis mihi visus est, nec esse mei, nec tui temporis: lo que confirma el sed, que con relación comparativa le juzga por digno de Tito Livio, o de Epicuro: Levis mihi visus est, Ieí brevis; que la mayor señal de que en libro es bueno, es que parezca breve, y el error fue fácil. Esta es la versión del lugar, como lo he leído. «De esto podrás entender cuán docto me pareció tu libro, parecióme breve, que no era de tu tiempo, ni del mío, sino que a la primera vista podía parecer de Tito Livio, o de Epicuro.» Bien encarecido queda el alto espíritu de Lucilo, de donde se conoce lo sublime del estilo de Epicuro, pues porque creyese la oración, le nombra Séneca después de Livio. En la LIV dice Epicuro: «Hay algunos que se encaminan a la verdad sin socorro de otro, de si hicieron camino para sí; éstos alaba sumamente, a los cuales asistió su propia inclinación, que ellos mismos se aventajaron; otros necesitan de ayuda ajena, que no fueran a la verdad, si alguno no les precediera; empero siguen bien: de éstos, dice, es Metrodoro.» No gasta Epicuro palabras en otros sujetos, que en la virtud, en el virtuoso y en la verdad. En el LXVII: «Daréte en Epicuro división de los bienes, semejante a la nuestra. En su opinión hay algunos bienes que él deseara tener, como la quietud del cuerpo, libre de toda incomodidad, la remisión del ánimo, contento con la contemplación de sus bienes. Otros hay, que si bien no los desea, los alaba y aprueba, como la falta de salud, que ya dije, y la molestia de gravísimos dolores y enfermedades, en la cual estuvo Epicuro, aquel día suyo postrero fortunadísimo: dice que padecía de la vejiga y úlceras del vientre, dolores que no podían aumentarse, y con todo llama bienaventurado aquel día.» Reconoce Séneca a Epicuro por estoico en la división de los bienes: yo le reconozco por el mejor estoico en la tolerancia de los últimos dolores. Quien de todos los días que vivió llamó sólo bienaventurado aquel en que combatido de excesivos dolores moría, ¿cómo fue creíble que tenía por bienaventuranza los desórdenes del vientre? El grande Epicuro, ni despreció la muerte, ni la temió, ni los dolores se la hicieron desear, ni aborrecer. Hizo lo que dijo, murió como decía que se había de morir, vivió para poder morir, como lo dijo. Epístola XCIII: «¿Acaso no te parece igualmente increíble, que quien está padeciendo sumos tormentos diga soy bienaventurado? Y con todo, esta voz se oyó en la misma oficina de los deleites: Bienaventurado es este día en que espiro, dijo Epicuro, cuando las úlceras de los intestinos y el dolor insuperable de la orina le atormentaban.» Repetir Séneca cuatro veces esta acción y palabras de Epicuro en sus epístolas, no es proligidad, sino admiración. No es pobreza de noticia de otro ejemplo, es pobreza de otro ejemplo, en otro que Epicuro. Verdad es que es decir una misma cosa, más algo más trae, cuanto se repite más. No se contenta Séneca con decirlo, vuélvelo a decir para persuadirlo. Muchas veces se ha de decir la cosa, que pocos hacen alguna vez, y que todos deben hacer muchas. En el libro de la pobreza a Lucio, por empezarle Séneca con majestad, dice: «Dice Epicuro que es honesta cosa la pobreza alegre.» ¿Qué cosa pudo decir más honesta Epicuro, ni se pudo oír con mayor alegría? En otros muchos lugares cita Séneca a Epicuro, que dejo por no crecer en libro este cuaderno, donde lo que Diógenes Laercio, Séneca, Petronio y Juvenal dijeron de Epicuro muestra su grande doctrina, su encarecida virtud, su alta elocuencia, su rica pobreza, su abstinencia y su constancia, y juntamente la causa de que los otros filósofos le envidiasen, hasta fingir obras deshonestas e infames, y publicarlas por de Epicuro. Grande es esta defensa donde bastaba nombrar a Séneca; empero mayor es el haber yo referido lo que él enseñó y dijo, como Séneca lo cita. Dará fin a esta defensa la autoridad del Sr. de Montaña, en su libro, que en francés escribió, y se intitula Essais ó Discursos, libro tan grande, que quien por verle dejara de leer a Séneca y a Plutarco, leerá a Plutarco y a Séneca. En el cap. II de le crueldad, lib. II: «Parece que el nombre de la virtud presupone dificultad y contraste, y que no se puede ejercitar sin padecer. ¿Esto acaso puede ser causa por la cual nosotros llamamos a Dios bueno, fuerte, liberal, justo? Empero nosotros no le llamamos virtuoso: sus operaciones son todas puras y sin contraste. De los filósofos, no sólo los estoicos, sino los epicúreos, y a éstos yo les defiendo de la opinión común, que es falsa, no obstante aquel mote sutil, de quien le dijo, eran infinitos los que pasaban de su escuela a la de Epicuro y ninguno al contrario. Yo creo bien, que de los gallos se hacen muchos capones, más de los capones nunca se hizo un gallo; porque a la verdad, en firmeza y rigor de opiniones y preceptos, la secta epicúrea no cede en ninguna manera a la estoica.» Y en el propio libro, cap. X de los libros: «Plutarco tiene las opiniones platónicas, dulces y acomodadas a la compañía civil: el otro las tiene estoicas y epicúreas, más apartadas del uso común, según mi parecer, más acomodadas en particular, y más firmes.» Cicerón, De natura deorum, libro I, manda que Epicuro sea tenido en reverencia; éstas son sus palabras: «El solo vio primero que hay dioses, cuya razón, fuerza y utilidad, recibimos de aquel libro suyo celestial, De la regla y del juicio.» Y en el primero de las Cuestiones tusculanas, dijo: «No sólo de los epicúreos, a los cuales yo no desprecio, antes, no sé por qué, del hombre docto son despreciados.» Severo el Sr. de Montaña, juzga que en lo verdadero, rígido y robusto no cede la doctrina de Epicuro a la estoica: no dice que la excede, no, porque no es verdad, sino porque no era fácil de creerse; dice que Plutarco era platónico, cuyas opiniones son opuestas a las estoicas y epicúreas; esto es, descubrir la causa, porque tan esclarecido varón como Plutarco, vencido de la pasión de su secta, contradijo con tanta pasión la estoica.
He procurado desempeñarme de las promesas de esta introducción previa a la doctrina estoica. La secta es fuera del común sentir, mejor diré, contraria; los términos con que se declara son forasteros a los espíritus vulgares, más altos de lo que puede percibir la oreja: por eso dijo Séneca, XIII: «No hablo contigo en la lengua estoica, sino en otra más baja»; es lengua no sólo diferente, sino extraña la de la verdad; es amarga, óyese, y en vez de aprenderse se teme: en esta lengua escribió Epicteto, en esta escribió Epicuro, no en la que le achacaron a la gula y embriaguez los que no conocieron su culpa en no obedecerla. Difamáronle, los torpes filósofos idólatras. Admiróle Séneca, admiróle: con él deshonra al grande cordobés, quien no lo creyere en esto, quien no le siguiere. No soy quien le defiende, oficio para mí desigual; soy quien junta su defensa, porque no pueda blasonar el vicio, que fue tan admirable filósofo su secuaz. Errores tuvo Epicuro como gentil, no como bestia: aquéllos le condenan los católicos; éstos le achacaron los envidiosos, y después por hallarle ya común proverbio y único de los vicios, los doctos y los santos le advirtieron por escándalo: San Crisólogo, sermón V: Epicuro se tradunt, ultimo de sperationis et voluptatis autore. Comunmente se dice negó la inmortalidad del alma; este error tan feo no se colige de su vida ni de sus palabras, ni de llamar bienaventurado el día en que moría atormentado de inmensos dolores: antes es confesión de lo contrario, según las señas que da el Espíritu Santo, de los que no creen otra vida en el Libro de la Sabiduría. Las señas de hombre sin Dios, son gozar de todos los placeres y gustos, porque no creen otros; empero no gozar de ninguno y abstenerse de todos, y llamar bienaventurado el día de la muerte, señas son de creer otra vida. Acúsanle de que negó la Providencia divina: yo trato este punto en mi libro que intitulo: Historia teologítica, política de la divina Providencia. Sea que erró en esto, mas diga la causa el grande Padre Agustino, en su libro de Las ochenta y tres cuestiones, donde prueba que la ceguedad de la mente no puede ver a Dios: «De la manera que la vista de los ojos, si está enferma, juzga que no hay lo que no ve, por demás la imagen presente asiste a los ojos cuando tienen cataratas, así Dios, que en todas partes está, no puede ser visto de los ánimos cuya mente está ciega.» Por esto no vio Epicuro a Dios y a su providencia; porque su mente no alcanzó la vista, que a nosotros nos da la fe que alcanzamos. Y, pues, por misericordia de Dios tenemos la luz que le faltó a él y a todos los filósofos gentiles, estimemos lo que vieron, y no les acusemos lo que dejaron de ver; cuando lo condenáremos no difamemos su memoria, sí contradijéremos sus escritos. Oigamos por Epicuro a Eliano de varia historia, lib. VI, en el título Epicuri sententia et fælicitas. Epicuro Gargecio decía: «A quien poco no le basta, nada le basta.» El mismo decía que se atrevería a competir de la felicidad con Júpiter, si tuviera agua y pan. Habiendo tenido Epicuro este sentimiento, otra vez trataremos con qué intención alabó el deleite.
Nada dejó por decir Eliano en defensa de Epicuro, y aunque no declaró, como lo promete, de qué deleite hablaba, en Cicerón se lee repetidamente, L, De natura Deorum: «Nosotros los epicúreos ponemos la bienaventuranza de la vida en la paz del alma, y en carecer de todas las dádivas.» Y en el tercero de las Tusculanas: «Niega Epicuro que se puede vivir bien sin virtud. Niega que la fortuna tenga alguna fuerza en el sabio, antepone la comida pobre a la espléndida. Niega que hay algún tiempo en que el sabio no sea bienaventurado.» Y en el primero de Tusculanas: «Vienen no sólo catervas de epicúreos, que contradicen, a los cuales no desprecio: más no sé cómo cualquiera doctísimo lo desprecia.» Yo me admiro de lo que se admiró Cicerón en el segundo De Finib. «Epicuro siempre dice que el sabio es bienaventurado, tiene fin en las codicias, desprecia la muerte, siente sin algún miedo la verdad de los dioses inmortales, no duda si será mejor salir así de la vida: instruido con estas cosas, siempre está en deleite.» Y en el segundo De Finibus: «Niega Epicuro (ésta es vuestra luz) que nadie pueda vivir con deleite, que no viva honestamente.» Y en el tercero de las Tusculanas: «No sin causa se atrevió a decir Epicuro, siempre goza de muchos bienes el sabio, porque siempre está en deleite.» Y hablando Cicerón en la proposición capital que acerca de la Providencia divina le acusan, dice en el tercero de las Tusculanas: «Con verdad pronunció Epicuro aquella sentencia: Lo que es eterno y bienaventurado, ni padece negocio ni le hace padecer.» Si esto ha de ser verdad, es forzoso que se regule con la fe santa y católica, entendiendo que Dios, aunque cuida de todo, él no padece cuidado ni ocupación de toda su Providencia, que le embarace o sea molesta, achaques de los que los hombres llaman negocios, cuidados y ocupaciones.
No ignoro que el propio Cicerón acusó a Epicuro en muchas cosas, y le contradijo en muchas opiniones. Sucede a Cicerón contradecirse, así lo dice Quintiliano, libro III, cap. XIII: paulum in his secum etiam Cicero dissentit: mas con reverencia de tan grande varón, oso decir que Cicerón fue muy interesado en sus opiniones, y que padeció en su defensa la terquedad de causídico, que procuran por el precio, no sólo disculpar los delitos, sino defender las virtudes y méritos. Y es cierto que en los libros de la filosofía mostró Cicerón más su oficio que su seso: quien los leyere me disculpará con lo que leyere, y verá son estas palabras menos de mi pluma que de la suya. En el primero De natura Deorum, dice : «Y de verdad, no entiendo por qué razón Epicuro quiso más decir que los dioses eran semejantes a los hombres, que decir que los hombres eran semejantes a los dioses.»
Admírame que Cicerón ignorase cosa a que le puede responder cualquier ignorante, como en mí lo verifico: fue la causa que como no se ve, ni alcanza, ni puede comprender la naturaleza de Dios, y la del hombre se ve y entiende por advertencia científica, declarar lo no conocido por lo conocido a nuestro modo de entender, y lo contrario, era irracional axioma repetido. Cristiano es: «Por las cosas que fueron hechas, se ven las cosas que se entienden.» Enséñanos esto la Iglesia católica con la sagrada adoración de las imágenes de Dios Padre, y del Espíritu Santo, y de las almas y ángeles, pintándolas a semejanza de los hombres, para que nuestros sentidos sean capaces de lo incomprensible, a nuestro modo de entender.
En otra parte dice Cicerón, se espanta que Homero quisiese más pintar a los dioses como hombres, que a los hombres como dioses. Pues Cicerón repite esta (a su parecer) advertencia; preciado estaba de ella, o empeñado en acreditarla, cosa aun a su elegante persuasión difícil. Yo no califico a Epicuro, refiero las calificaciones que hallo escritas de su doctrina y costumbres, en los mayores hombres de la gentilidad; diligencia hecha primero por Diógenes Laercio, por Eliano, por Séneca, por Cicerón, y en nuestros tiempos por Arnaudo, en que yo que los junto soy el sexto, que no pudiendo añadir autoridad a esta defensa, la añado un número. Dos cosas, empero, añado, y pongo en consideración a los lectores: que Cicerón para impugnar en algunas partes la doctrina que fue de Epicuro, se vale de lo que falsamente le impusieron sus envidiosos con cartas fingidas. La otra que se lee frecuentemente, que desterraron de diferentes repúblicas los Epicúreos, más nunca a Epicuro: antes Cicerón dice que por veneración de su memoria se traía su retrato en los dedos en anillos, y Laercio, que se le hicieron estatuas, y se le señalaron fiestas. De esto, tengo por causa que Epicuro, para atraer fáciles a los hombres a la virtud, la llamó deleite, nombre que hace más gente en nuestra naturaleza que el de virtud y autoridad y filosofía. Los viciosos, que fueron los Epicúreos desterrados, acudieron al nombre deleite, para autorizar sus vicios y desautorizar a Epicuro. Lo que consiguieron, sin culpa de los que le nombran proverbio de gula y deshonestidad; no de otra manera que ha sucedido en nuestra España a Juan de la Encina, que, siendo un sacerdote docto y ejemplarísimo, cuerdo y pío, como consta de sus obras impresas, en que se leen muchas de seria erudición, a quien llevó en su compañía el excelentísimo señor Marqués de Tarifa cuando fue en voto a visitar la Casa Santa, que, no sólo le honró con su lado, sino imprimiendo en el libro que Su Excelencia hizo de su viaje, el propio viaje escrito en verso por el mismo sacerdote Juan de la Encina; sólo porque entre otras obras de versos suyos imprimió un juguete que llamó Disparates, se ha quedado injustamente por la tiranía del vulgo en proverbio de disparates, tan recibido, que para motejar de necedades las de cualquiera, es el común y universal modo de decir, son disparates de Juan de la Encina. A mi ver, es tan ajustado el caso, que se pueden consolar el uno con el otro, y desengañar a todos del agravio, sin razón de entrambos. Clemente Alejandrino, stromatum I, llama a Epicuro príncipe de los autores impíos, y San Agustín en muchas partes. Empero, hablan del Epicuro que hallaron introducido en proverbio de la maldad y de la doctrina impía, que al nombre de Epicuro atribuyó falsamente Diotimo.
Temo, escarmentado, que unos hombres que en este tiempo viven de hazañeros del estudio, cuya suficiencia es gestos y ademanes, han de ladrar el haber osado yo moderar a Cicerón las alabanzas en la filosofía; quiero entretenerles los dientes con las palabras del Diálogo de los oradores, cuya posesión anda dudosa entre Tácito y Quintiliano: en las obras del uno se imprime con nombre del otro. Dice así, hablando de Cicerón: «Porque sus primeras oraciones no carecen de vicios de la antigüedad, es lento en los principios, largo en las narraciones, ocioso en los fines, tarde se conmueve, raramente se enciende.» Y aunque estas acusaciones no son pocas, ni leves, añade muchas más. Consideren estos doctores en tropelía que, si en la arte oratoria, que fue su blasón y su oficio, y toda su presunción, fue tan reprensible, que no es considerable que lo sea en la filosofía, ni yo soy el que sólo en esta parte no le admito. Léase a Hortensio Laudio en sus paradojas; léase Mayaxio cuán sólidamente opugna las paradojas de Cicerón.
Y si estos censores avinagrados, que apoyan lo auténtico de sus embustes en las rugas de su frente, hubieran leído al propio Cicerón, y todo el primer libro de Los fines de bienes y males, frenaran en estas palabras sus lenguas: «Accurate autem quondam á L. Torquato, homine omni doctriná erudito defensa est Epicuri sententia de voluptate.» «Con gran cuidado en otro tiempo fue defendida la sentencia de deleite de Epicuro por L. Torcuato, hombre erudito en toda doctrina.» Conocieran a su pesar cuán antigua es la defensa de Epicuro, y cuán grandes hombres la hicieron , y si leyeran todo el libro hasta el fin, vieran erudita, eficaz, honesta y verdadera la defensa de Epicuro, según él la enseñaba, no como se la inficionaron los envidiosos, que le impusieron cartas y tratados disolutos y sacrílegos. Y si bien en el segundo libro Cicerón impugna la defensa hecha en el primero por Torcuato a las opiniones de Epicuro, son, leídas con seso, réplicas que sólo condenan el que las hace.
Sexto Empírico hace en sus obras muy frecuente mención de Epicuro, Adversus Mathematicos, al principio dice: «De una propia suerte parece que sienten los Epicúreos y los Pyrrhónicos, más no con una propia acción.» Y pocos renglones más abajo: «En muchas cosas es avisado de ignorante Epicuro, y por no puro en el común hablar, puedo ser la causa el aborrecer a Platón y a Aristóteles, y a otros semejantes que se preciaban del conocimiento de muchas disciplinas.» No dice Sexto Empírico que fue tenido por ignorante, porque lo era, sino porque tenía por ignorantes a Platón y a Aristóteles.
Y en el propio libro, cap. III, cuyo título es ¿Que es la gramática? empieza: «Siendo así que de parecer del sabio Epicuro no es lícito inquirir, ni dudar, sin anticipación, será conveniente, antes todo, considerar qué es gramática». Y en el capítulo XIII dice: «Averíguase que Epicuro aprendió sus principales dogmas de los poetas.» Y los verifica con Homero y con Epicharmo. Y en el propio capítulo dice: «Epicuro no tomó de Homero el decir que el término de la grandeza era el deleite: muy diferente es decir que algunos cesaron de comer y beber y haber satisfecho su apetito, como decir:
Después que el apetito fue vencido
De comer y beber
»Ha de decir que es el término de las grandezas en los deleites la carencia de dolor.» Más benignamente declara esta opinión Sexto Empirico que Cicerón. En este sentido prometió declararla Eliano. Prosigue tres renglones más abajo: «Decir que la muerte es nada, Epicharmo lo dijo, mas demostrólo Epicuro, y lo admirable no fue decirlo, sino demostrarlo.» En el libro VII contra los matemáticos, dice: «Cuentan a Epicuro con éste, como quien desterraba la lógica contemplación. Otros hubo que afirmaron que no desterraba en universal la lógica, sino sólo la de los estoicos.» Y en el libro X, folio 466: «Decía Epicuro que la filosofía era operación que con razones y argumentos hacía la vida bienaventurada.» No dijo que la embriaguez y lascivia, sino la filosofía. Y estos méritos reconoció aquel verso que se lee en Petronio:
Ipse pater veri doctus Epicurus in arte.
Blasón que, si bien en Petronio está profanado, cuya ironía ocasionó Cleomedes, llamándole inventor de la verdad, cuando falsamente afirmando dijo, que el sol se apagaba chirriando en el mar, como una lucerna. Empero es tan único Epicteto en la gentilidad, que no se lee de otro hombre a quien aquellas almas erradas que mancilló la idolatría llamasen padre de la verdad, sino sólo a Epicuro: que le llamaron así por aclamación consta. Y la razón la colijo yo de Sexto Empírico contra los matemáticos, pág. 197: «Como a Epicuro, por razón de que muchos a una voz dicen de él que halló la verdad.» Hallo que Lactancio, De divino premio, libro VII, cap. I, dice estas palabras: «Sólo Epicuro, según Demócrito, fue verdadero; en ésta, pues, dice, que el mundo tuvo principio y tendrá fin.»
Yo bien sé que no halló la verdad, y que sólo la halla quien halla a Cristo Nuestro Señor, que es verdad, camino y vida. Bien sé que no fue padre de la verdad; porque sé que Dios es sólo verdadero, y que es Dios verdadero de Dios verdadero. Y sé por las palabras del Apóstol: «Que Dios es verdadero, y todo hombre mentiroso, como está escrito.» Condeno en Epicuro todas las palabras y opiniones que condena la santa y sola verdadera Iglesia católica romana.
Defiendo su opinión infamada por los envidiosos, no con mis palabras, sino como se ha leído con las de Diógenes Laercio, con las de L. Torcuato, con algunas de Cicerón, con Eliano, con toda la pluma de nuestro gran Séneca, con la severidad de Juvenal, con el peso elegante y admirable del juicio del Sr. Montaña, con la diligencia de Arnaudo. Advierta, pues, el interesado en su terquedad, que en no restituir a Epicuro, condena a todos los referidos por peores que Epicuro, según él se acusa. Repare en el nombre de Séneca venerable, empeñado en esta defensa: reverencie en sus escritos toda la majestad de la filosofía idólatra: no se constituya reo de tan facineroso desprecio, que será juntar a lo idiota lo profano.
Y porque se conozca que son antiguos estos oprobios a los que difaman a Epicuro, referiré las palabras de Diógenes Laercio, con que responde a todos aquellos que refiere. Decían de Epicuro era bebedor, y que tenía su felicidad en el deleite, y el deleite en la glotonería y embriaguez y rameras. En el lib. X, al principio, dice Sed hi profecto insaniunt. «Más de verdad éstos no saben lo que dicen; porque afirman muchos fue este varón increíblemente agradable a todos. Testifícalo su patria, que le honró con estatuas de metal, y la inmensa cantidad de amigos que todas las ciudades llenaba, los discípulos que le asistían, a quien instruyeron aquellas dogmáticos sirenas, menos un Metrodoro Estratonicense, que se pasó de él a Carneades, sin duda porque le era pesada de aquel incomparable varón la bondad inmensa, y la perpetua sucesión de su escuela, que despoblándose las demás todas permaneció sola, continuándose con repetidos concursos. Tuvo suma piedad para sus padres, fue bienhechor de sus hermanos, clementísimo con sus esclavos, como se lee en su testamento, pues juntamente con él filosofaron, entre los cuales fue clarísimo el que referimos, fue su apacibilidad extremada para con todos. ¿Qué diré del culto de los dioses?» Palabras son éstas fielmente traducidas de Laercio en el lugar citado, en que se conoce cuáles razones movieron a nuestro Séneca a alabar tanto su doctrina y a preciarse de ella, y juntamente con las postreras palabras que encarecen en Epicuro el culto de los dioses, me acuerdo de lo que dijo Séneca en el lib. IV De los beneficios, cap. IV: «No da Dios beneficios; mas seguro y descuidado, apartado del mundo hace otra cosa (o lo que Epicuro juzga por mayor felicidad), nada hace.» De estas razones coligen todos que Epicuro sintió que no había Providencia; y siendo así, como Laercio dijo, que cuidó del culto de los dioses, parece, como lo tengo declarado, que no quiso decir que no hacía nada, sino que lo hacía sin padecer cuidado en hacerlo, o solicitud embarazada; nuestra manera de hablar en español me declara: decimos de quien hace algo sin cuidado, parece que no hace nada, nada hace en hacerlo.
En el lib. IV De los beneficios, cap. II, son estas las palabras de Séneca: «En esta parte tenemos controversia con la turba delicada y umbrática de los epicúreos, en su convivio, de los que filosofan acerca de ellos, la virtud es ministra de los deleites, a ellos obedece, a ellos sirve, vélos sobre sí, dice, no hay deleite sin virtud.»
Esta cláusula no razona contra Epicuro, sino contra la turba de los epicúreos. Ya tenemos dicho cuán diferentes son. Advierto empero que las palabras de los epicúreos son: «La virtud es ministra de los deleites.» Esto impugna Séneca. Las palabras de Epicuro son: «No hay deleite sin virtud.» Cicerón, en el lugar citado lo confesó. Honesta ilación es, que si no hay deleite sin virtud, que el deleite que hay es virtuoso. Séneca aquí, más útil que sólido, dice contra los epicúreos: «No hay virtud si puede seguir; sus principales partes son guiar, debe reinar y estar en el sumo lugar: tú la mandas que siga.» Y pocas palabras más abajo: «De esto sólo se disputa si la virtud es causa del sumo bien, o si es el sumo bien. ¿Juzgas que preguntar esto es sólo inversión del orden? Mas ésta es confusión, y manifiesta ceguedad preferir lo postrero a lo primero. No me indigna que después del deleite se ponga la virtud, sino que totalmente se mezcla con el deleite.» Bien a propósito me valdré de Agelio en dos lugares expresos, en que contra Plutarco defiende a Epicuro, en razón de acusarle la misma colocación de términos en los silogismos. Lícito es responder a Séneca con lo que se responde, y aun se reprende a Plutarco por la doctrina de Epicuro, Agelio, lib. II, cap. VIII: «Plutarco, en el segundo libro de los que compuso de Homero, dice de Epicuro: necia e ineficazmente usó del silogismo»; y cita las propias palabras de Epicuro: «La muerte no nos toca, porque lo desatado no siente, y lo que no siente no nos toca.» Acusa Plutarco que dejó pasar lo que en primer lugar había de decir. La muerte es disolución del alma y del cuerpo: demás de esto, habiendo olvidado el antecedente que debía poner primero, usa de él como si lo hubiera puesto para sacar la conclusión. Perfectamente en esta parte este silogismo, si no precede esta mayor, no puede concluir. Con verdad concluyó Plutarco esto tratando de la forma y orden del silogismo; porque si se ha de discurrir conforme el orden y método lógico, así se debía discurrir. La muerte es disolución del alma y del cuerpo. Lo disuelto no siente, lo que no siente no nos toca. Más Epicuro, siendo tal hombre, no dejó por ignorancia aquella parte del silogismo ni pretendió formar el silogismo con todos sus números y fines, como en la escuela de los filósofos: antes por ser evidente la separación del alma y del cuerpo en la muerte, no le pareció necesario expresarla, por ser cosa notoria a todos: de la misma suerte puso la conclusión del silogismo, no en el fin, sino en el principio. ¿Quién no echa de ver que no se hizo por ignorancia? También en los escritos de Platón hallarás silogismos defectuosos.»
En el cap. IX el propio Agelio dice así: «En el propio libro Plutarco reprende al propio Epicuro, que usó de una palabra poco propia y de impropia significación. Estas son las palabras de Epicuro. Definición de la magnitud de los deleites, carencia de todo dolor: no debió decir de todo dolor, sino de toda cosa congojosa y triste: dice que la carencia se ha de significar del dolor, no del dolorido. Demasiada menudencia y casi frialdad es la de Plutarco en acusar a Epicuro, observando las dicciones. Estos cuidados de palabras y elegancias, no sólo no las afecta Epicuro, antes las condena.» Hasta aquí son palabras de Agelio, y con ellas hemos respondido a la delgada contradicción de nuestro Séneca a los epicúreos, y añadido otro defensor a Epicuro en la antigüedad.
Advierto que Séneca, hablando de la turba epicúrea, la llamó delicata et umbratica, palabra de reprensión, como se ve en Petronio: «Nondum umbraticus doctor in Xevia deleverat.» Que a Epicuro ya hemos visto que le llama sabio, y a su doctrina santa.
Lactancio, en el libro III De falsa sapientia, capítulo VII, dice: «Epicuro decía que el sumo bien estaba en el deleite del ánima. Aristipo, en el deleite del cuerpo.» Por este lugar se conoce que Epicuro no ponía la felicidad en el deleite del cuerpo; parece se ha de enmendar este lugar en Lactancio, y leer Crisipo donde se lee Aristipo, pues consta de Diógenes Laercio en la vida de Epicuro, escribió cartas lascivas y deshonestas, que Diotimo impuso a Epicuro, y murió de beber, y se emborrachaba, si bien Aristipo fue viciosísimo, y como refiere Diógenes Laercio en su vida, Xenophón le aborreció, y escribió un libro contra el deleite, por ser Aristipo defensor del deleite, que es lo que Lactancio le atribuye, lo cual defiende la lección y prueba en favor de Epicuro; empero yo, si se ha de enmendar, antes lo enmendaría en Laercio, leyendo Aristipo, movido de las palabras referidas y de la disolución de sus acciones, que son las que acusan a Epicuro, y no se leen de Crisipo.
No es mía sola la opinión de que son diferentes doctrinas la de los que llaman epicúreos y la de Epicuro, y que aquélla fue condenada y ésta admirada. El doctísimo español Francisco Sánchez de las Brozas, en su prólogo a Epicteto, lo dice con estas palabras, en que defiende acérrimamente la doctrina y virtud de Epicuro, prefiriéndola a la estoica y a la peripatética.
«Otros, como fueron los epicúreos, dijeron que, pues no había más que nacer y morir, que todo regalo corporal se debía preferir.
»Tres opiniones que más tocaron la verdad quiero examinar, y después veremos cuál siguió Epicteto. La primera y la mejor de todas fue la del filósofo Epicuro, si bien se entendiera, fue que puso la felicidad y la bienaventuranza en el deleite y contento. Aristóteles, en el libro X de sus Morales, declara esta opinión, y la aprueba mucho, diciendo que este deleite y gozo se entiende en el ánimo; porque dice que los dioses del cielo se llaman propiamente Machares, que es decir muy gozosos; así, que el deleite del ánimo es el que da la bienaventuranza. Esta opinión de Epicuro vino a ser tan abominable, por ser mal entendida de sus secuaces, y tomada corporalmente, y en afrenta de su inventor, porque él fue muy abstinente y muy buen hombre.»
El maestro Gonzalo Correas, en sus notas a la tabla de Cebes, tiene esta opinión con tales palabras: «Epicúreos los que siguieron a Epicuro, que puso la felicidad en el deleite, y entendiéndolo él del ánimo, se lo interpretó el vulgo por el deleite corporal.»
Juan Bernacio, hombre docto, que en nuestro tiempo ha sido el solo comentador juicioso, asistiendo a la mente y al texto filosófico del autor, cuando todos se ocupan en confundir con manuscritos y borrar con enmendaciones los autores en las cosas, que ignoradas no hacen falta a la doctrina, creciendo el volumen y la nota en examinar si uno se llamó Liberio, o Niberio, o Linerio, como si hubieran de casar con él una hija sin importar a la sentencia, en su comentario a Boecio, en el libro admirable De Consolación, libro III, prosa 2.ª, tiene esta opinión por la inocencia de Epicuro, con estas palabras: «Epicuro es tenido por maestro de maldades: Preguntará alguno si con razón, siendo así que el deleite de Epicuro se refiere a lo poco y a lo tenue, y la que nosotros llamamos virtud llama él deleite.»
Responde Bernarcio en esta cláusula con Séneca, en el libro De la vida bienaventurada, cap. XIII, y añade el lugar de Eliano ya citado por mí.
Oberto Gifanio, sobre Lucrecio, en la carta a Juan Sambuco, tratando de las cosas que escribió tocantes al ánimo en deleites y vicios, dice:
«De ijs profecto tam escribit copiosè, et sanctè , ut verum esse videatur, id quod de Epicuro scribit Diogenes, falso accusari eum à quibusdam, quod voluptati nimium tribuerit; meramque eorum esse calumniam, qui ea, quœ vir ille de animi tranquillitate intellexisset, ad corporis voluptates detorquerent, quâ de re, etiam initio libri secundi poëta noster elegantissimis canit versibus: et clarissimus Imperator Cassius Epicuri ac Philosophiæ studiossus ad Cicer. ij, inquit, qui à nobis vocantur, sunt omnesque virtutes, et colunt et retinent, ut ipsius Epicuri verbis ibidem commemorat Cassius. Cicero ipse huic hœresi, maximè inimicus, multis tamen locis bonos viros epicureos, nullosque ex Philosophis minus maliciosos esse ait.»
Si se persuadiesen unos hombres que son graduados por sí propios, de que Gifanio habla con su presunción, dando un tapaboca al chisme que oyeron, y apoyan en las palabras de Cicerón, que de Epicuro habló con discursos, unos desmentidos de otros, no juzgaría haber perdido el tiempo, si bien tengo por difícil reducir hombres catedráticos de su ignorancia, que pasan lo lego por profeso, sin saber otra facultad que la de que usan, para juzgar y reprender. Empero, si despreciando la autoridad de tantos y tan graves autores perseveraren en difamar a Epicuro, disculpado estará quien a ellos los despreciare, y desesperando de la persuasión les doy por consejo que se abstengan de la reprensión de las costumbres que los Griegos envidiosos achacaron a Epicuro, por no condenar inadvertidos las suyas propias, de que pueden prometerse crédito, y no defensa.
Señor licenciado Rodrigo Caro, Vm. que sólidamente defendió la opinión de Flavio Dextro, poniéndose docto a la vulgar noticia, atenderá con experiencia piadosa y bien informada al aparato de calumnias que me prevengo en las bocas, que tiene dedicadas la milicia a ladrar y morder; mastines de los libros, que, asalariados de la rabia contra el estudio, ponen la suficiencia en el veneno de sus dientes, en tanto que la verdad, saludador efectivo, los mata a soplos.
Clemens Alejandrino, Strom., lib. I.
Nullam enim existimo scripturam adeo fortunatam prœcœdere, cui nullus omnino contradicat: sed illam existimandum est, esse ratione consentaneam, cui nemo jure contradicit.

Todo lo que en este libro he escrito, sujeto a la corrección de la santa y sola y verdadera Iglesia Romana, con rendimiento católico, y dispuesto a reconocer mi ignorancia en todo lo que no concordare con la verdad de la fe, o contradijere el buen ejemplo.

miércoles, 13 de marzo de 2019

FRANCISCO DE QUEVEDO, PROSA SATÍRICA. INTRODUCCIÓN.

     
       
Escritor de profundo aliento senequista, Quevedo es particularmente conocido por sus obras satíricas, que en su época le granjearon la cuota de fama que el respeto de sus textos más serios no le otorgó. Henchidos de un sarcasmo a veces desengañado, como correspondía a su carácter, desfilan por sus textos todas las miserias y necedades de esa parte del género humano que pudo conocer, impregnadas siempre de la agudeza, mordacidad y extraordinaria riqueza lingüística del autor.
Lo demuestra Quevedo: el humor, la sonrisa y hasta la carcajada residen a veces en los matices. Por esta razón, Ignacio Arellano, catedrático de la Universidad de Navarra, ha preparado una edición profusamente anotada, atenta a los detalles que dan la clave para la comprensión de las sátiras. Asimismo, incluye un estudio introductorio y unas actividades finales que complementan la lectura.




Francisco de Quevedo

Prosa satírica

Penguin Clásicos







Francisco de Quevedo, 2016
Editor: Ignacio Arellano
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2






 INTRODUCCIÓN

 

 1. PERFILES DE LA ÉPOCA [*]

 

La mayoría de los estudiosos que intentan apuntar un rasgo característico para el siglo XVII español se inclinan por señalar el pesimismo, la sensación de crisis, que suele asociarse a la pérdida de la hegemonía española. Se agudiza la despoblación y la pobreza. Las riquezas que llegan de Indias no producen bienestar: las disfunciones en el sistema económico impulsan el aumento de la inflación, y no existen inversiones productivas, bloqueadas por barreras sociales e ideológicas que consideran infame el trabajo manual hasta el punto de que solo los plebeyos pueden ejercerlo. El general sentimiento de desorientación en distintas vertientes de la visión del mundo barroca, influye sin duda en la creación literaria.
Con la subida al poder de Olivares, a la muerte de Felipe III y la coronación de Felipe IV, la situación toma nuevos rumbos. En los Grandes anales de quince días recoge Quevedo algunos detalles de la transición del poder, llena de conflictos y de esperanzas. El Conde Duque de Olivares intenta poner en práctica un conjunto de medidas regeneracionistas, que despiertan muchas expectativas.
Los reinos de Portugal y Cataluña se sublevan en 1640, y la posición del privado se tambalea. El año de 1643 asiste a la derrota de Rocroi y a la caída de Olivares. La Paz de Westfalia de 1648 marca simbólicamente el final del poder español.
Es el Barroco un periodo de honda crisis social. La discriminación de las castas venía de antiguo y sufría altibajos desde la Edad Media. En el XVII se produce un recrudecimiento de los conflictos. La expulsión de los moriscos en 1609 es una significativa manifestación. Para alcanzar determinados rangos y niveles sociales o ingresar en el clero, en los colegios universitarios o en las escalas del funcionariado palatino, es preciso demostrar que se es limpio de sangre, cristiano viejo, sin mezcla de moros o judíos. Frente a los marginados (moriscos, judíos, pero también negros —en el sur, Sevilla, sobre todo, abundan—, pobres, etc.) se erige la clase de la nobleza como cima de la estructura social.
A la vez que se desprecia ideológicamente el dinero (sobre todo el dinero que procede de los negocios, comercio, industria y actividades económicas no agrícolas) se subraya el poder del mismo, enorme sin duda, como siempre, pero sentido de manera extrema por la mentalidad barroca. Poderoso caballero es don Dinero, y el conflicto entre nobleza y riqueza perceptible, aunque sin duda los grandes títulos de la aristocracia concentran ambos.
La sensación de crisis histórica conduce a una solución situada en el plano de la contemplación ascética y el rechazo del mundo y sus tráfagos, con notable frecuencia de los motivos del desengaño y la vanidad de la vida, la conciencia de fugacidad y fragilidad, la impalpable separación entre la realidad y la apariencia, el escepticismo fundado en lo vano de la existencia humana en este mundo. Replegado sobre sí mismo, el hombre del Barroco busca la paz en su despojamiento de las pasiones y de las ambiciones.
Una nueva dicotomía conflictiva se establece entre la llamada de los sentidos y la calidad ilusoria de lo que certifican. Es significativo que una cultura con semejante conciencia de las dimensiones ilusorias de la experiencia, se aficione en extremo a los experimentos de ilusionismo, y en suma, esté marcada por lo que ha llamado Emilio Orozco el desbordamiento expresivo y la teatralización de la vida. El artificio, la elaboración retórica, la sorpresa, todas las modalidades de figuras estilísticas basadas en la antítesis, la metáfora violenta, desempeñan funciones esenciales en los objetivos expresivos del periodo.
La estética barroca valora sobre todo el ingenio. Cuanto más difícil, mayor será la agudeza de un texto y por ende el placer en descifrarlo. Esta doctrina de la dificultad es esencial para modelar la actitud receptiva lectora.
Para descifrar un texto barroco (quevediano) necesitamos conocer las claves que lo han cifrado, tanto en su técnica literaria como en su complejo mundo histórico y cultural. Cualquier personaje, costumbre, objeto o vocablo puede tener para el oyente o lector del XVII un sentido evidente, pero oscuro para el receptor de hoy. Objetos como linternas, mangos de cuchillo, calzadores, o tinteros no podían pasar desapercibidos en su capacidad de aludir al cornudo, pues se hacían de cuerno. La palabra esperar o las menciones de tocino o cerdo aludían al judío, etc. Otra clase de elementos muy vivos en el XVII y bastante perdidos hoy son los materiales folclóricos, empezando por el refranero y siguiendo por alusiones a fiestas, cuentecillos, etc.
Añádase que el poeta del Barroco es generalmente un poeta culto que conoce bien la literatura antigua y quiere lucir su ingenio y su erudición. Quevedo es un caso extremo de esta densidad cultural. Es fundamental tener en cuenta la literatura grecolatina para la literatura moral y satírica; toda la poesía petrarquista italiana para los géneros amorosos; la Biblia y Padres de la Iglesia para la literatura moral, religiosa y de reflexión política; la lírica tradicional y el Romancero viejo como fuentes de textos parodiados o glosados y adaptados en el teatro y en las corrientes de la poesía de tipo popular…
En suma, la tarea de leer los textos del XVII es una tarea difícil, exigente, y que requiere una voluntad de indagación a la que intentarán ayudar, muy limitadamente, las notas al texto de la presente edición.

 

 2. CRONOLOGÍA


AÑO
AUTOR-OBRA
HECHOS HISTÓRICOS
HECHOS CULTURALES
1580
Nace Francisco de Quevedo en Madrid, el 17 de septiembre.
Portugal se incorpora a España.
Muere Jerónimo de Zurita. Fernando de Herrera, Anotaciones a Garcilaso. Nace Ruiz de Alarcón.
1586
Muere su padre, Pedro Gómez de Quevedo. Entra bajo la tutoría de Agustín de Villanueva, del Consejo de Aragón.
Alianza de Isabel de Inglaterra con las Provincias Unidas.
El Greco pinta El entierro del Conde de Orgaz.
1596
Después de haber estudiado con los jesuitas en el Colegio Imperial de Madrid, ingresa en la Universidad.


1599
Debió de recibir su título de bachiller el 4 de octubre, pero no lo recoge hasta el 1 de junio de 1600.
Desembarco anglo holandés en Gran Canaria.
Mateo Alemán: Guzmán de Alfarache. Nace Velázquez.
1600
Después de demostrar que había cursado Filosofía natural y Metafísica, recibió la licenciatura.
Derrota de España en las Dunas.
Nace Calderón de la Barca.
1601
Se traslada a Valladolid; estancia de la corte entre 1601 y 1605.

Nace Gracián.
1603
Figura con 18 poemas en la célebre antología de Pedro de Espinosa, Flores de poetas ilustres, aprobada este año, aunque impresa en 1605.


1605
Vuelve a Madrid con la Corte. Comienza los Sueños, Vida del Buscón, y parte de las obras festivas.
Batalla naval de Dunquerque.
Cervantes publica la primera parte del Quijote.
1609
Comienza el pleito con la Torre de Juan Abad, terminado en 1631.
Expulsión de los moriscos. Combate naval de La Goleta. Tregua de los Doce Años entre España y Holanda.
Lope de Vega: Arte nuevo de hacer comedias.
1610
El padre Antolín Montojo niega el permiso para imprimir el Sueño del Juicio final.
Ravaillac asesina a Enrique IV en Francia.

1612
En la Torre de Juan Abad le dedica a Osuna El mundo por de dentro.

Lope de Vega: Los pastores de Belén.
1613
Le envía a su tía Margarita de Espinosa el Heráclito cristiano. En octubre está en Palermo, con Osuna, virrey de Sicilia.


1615
Elegido embajador por el Parlamento siciliano.

Cervantes: segunda parte del Quijote.
1616
Recibe el hábito de Santiago. El Duque de Osuna virrey de Nápoles; Quevedo se reúne con él en esa ciudad.
Los Países Bajos juran fidelidad a Felipe III.
Cervantes muere.
1617
Visita al Papa en Roma, en misión encomendada por Osuna. Viaja a España en mayo.
Paz de Pavía.

1618
Conjuración de Venecia. Defiende a Osuna ante el Consejo de Estado.
Comienza la Guerra de los Treinta Años.
Vicente Espinel: Marcos de Obregón.
1621
Proceso contra Osuna. Destierro de Quevedo a la Torre.
Muerte de Felipe III. Sube al trono Felipe IV y a la privanza Olivares.

1622
Quevedo se traslada a Villanueva de los Infantes. Remite a «Dª Mirena Riqueza» el Sueño de la Muerte.


1624
Muere Osuna en prisión.
Richelieu ministro de Luis XIII.
Tirso: Los cigarrales de Toledo.
1626
Se publican el Buscón y la Política de Dios.
Tratado de Monzón con Francia. Pérdida de la Valtelina.

1629
Le dedica al Conde Duque su edición de las obras de Fray Luis de León.
Nace el príncipe Baltasar Carlos.

1630
Escribe El chitón de las tarabillas.
Se comienza la construcción del Retiro.
Lope: El laurel de Apolo.
1631
Escribe Marco Bruto, Aguja de navegar cultos.


1634
Se casa con doña Esperanza de Mendoza. Publica la Introducción a la vida devota.
Batalla de Nordlingen.
Lope de Vega: Rimas de Tomé Burguillos.
1636
Se separa de su mujer. Trabaja en la Virtud Militante y dedica a don Álvaro de Monsalve la Hora de todos.


1639
Es detenido en casa del Duque de Medinaceli y llevado prisionero al convento de San Marcos de León.
Desastre español en las Dunas.
Tirso: Historia de la Orden de la Merced.
1643
Caída del Conde Duque. Quevedo es puesto en libertad.


1644
Dedica la Vida de San Pablo a don Juan de Chumacero.
Reconquista de Lérida en la guerra de Cataluña.

1645
Muere el 8 de septiembre en Villanueva de los Infantes.
Victorias francesas en Cataluña.
Calderón compone probablemente El gran teatro del mundo. Rojas Zorrilla: Segunda parte de sus comedias. Quiñones de Benavente: Jocoseria.

 

 

 

3. VIDA Y OBRA DE FRANCISCO DE QUEVEDO

 

El 17 de septiembre de 1580 nace en Madrid don Francisco de Quevedo, de familia hidalga oriunda de la Montaña de Santander. Su padre, don Pedro Gómez de Quevedo, era secretario de doña Ana de Austria, mujer de Felipe II; su madre, doña María de Santibáñez, dama de la reina, también pertenece al ámbito de los servidores de la corte: es, pues, gente de mediana condición social y económica, hidalgos pero no de ilustre aristocracia, situados en un estrato de precisa definición ideológica y social a que responden buena parte de los rasgos que caracterizan al hombre y al escritor Quevedo.
Pablo Tarsia, autor de su primera (y fantasiosa) biografía lo evoca:
«Fue don Francisco de mediana estatura, pelo negro y algo encrespado, la frente grande, sus ojos muy vivos; pero tan corto de vista que llevaba continuamente anteojos; la nariz y demás miembros, proporcionados, y de medio cuerpo arriba fue bien hecho, aunque cojo y lisiado de entrambos pies, que los tenía torcidos hacia dentro; algo abultado, sin que le afease; muy blanco de cara, y en lo más principal de su persona concurrieron todas las señales que los filósofos celebran por indicios de buen temperamento y virtuosa inclinación…»
Se formó en el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, y luego en las universidades de Alcalá y Valladolid: en esta ciudad, sede de la corte desde 1601, inicia su carrera poética y también su larga enemistad con Góngora. En Valladolid, según todos los indicios, redacta el Buscón. De vuelta a Madrid con la corte, va escribiendo algunas de sus obras de índole política y moral, a la vez que continúa con la vocación satírica y burlesca. Diversas crisis de conciencia se han señalado en su trayectoria vital, algunas reflejadas literariamente en obras como el Heráclito cristiano. Clave en su evolución personal es la estancia en Italia (parte en octubre de 1613), donde sirve de secretario y colaborador del duque de Osuna, virrey de Sicilia y Nápoles. La política que pone en práctica le gana muchos enemigos a Osuna, que logran al fin su derrota: entre otras composiciones, Quevedo le dedica el espléndido soneto «Memoria inmortal de don Pedro Girón, duque de Osuna, muerto en la prisión», donde integra una desolada requisitoria contra la ingratitud y la mezquindad de la patria con sus héroes:
Faltar pudo su patria al grande Osuna
pero no a su defensa sus hazañas:
diéronle muerte y cárcel las Españas
de quien él hizo esclava la Fortuna.
Y es que el tiempo de los héroes, como encarnación de una empresa nacional, colectiva, ha terminado: ahora los héroes lo serán a pesar de su nación, y no apoyados en ella, figuras individuales que no encuentran un ámbito de actuación heroica colectiva como todavía era posible en el siglo anterior: el desengaño, más o menos estoico, se impone. Quevedo se retira durante algún tiempo en el pueblo manchego de La Torre de Juan Abad, por cuyo señorío mantiene larguísimo pleito.
En obras como Grandes anales de quince días y Mundo caduco y desvaríos de la edad narra y enjuicia los sucesos posteriores a la muerte de Felipe III, y apunta reformas y proyectos regeneradores que la subida al poder de Olivares podría promover. En su Epístola satírica y censoria, dirigida al nuevo valido, expone literariamente el deseo de un regreso a un utópico medioevo en el que los españoles, castos, severos, valerosos y llenos de las virtudes antiguas puedan vivir una nueva y militar edad dorada, lejos de las corrupciones y la molicie de su propia época.
Defiende también las medidas económicas de Olivares en opúsculos como El chitón de las tarabillas (1630). Pero las iniciales relaciones amistosas con el Conde Duque no perduran. Es una más de las luchas de Quevedo, una de sus múltiples enemistades.
Por el lado literario también acumula enemigos, que atacan sus obras, acusándolas de impiadosas, obscenas y revolucionarias: los autores del Tribunal de la Justa Venganza claman contra él. Luis Pacheco de Narváez, famoso maestro de esgrima del que se burla don Francisco a menudo, dirige en 1630 un memorial a la Inquisición en que denuncia Los sueños, la Política de Dios, el Discurso de todos los diablos y el mismo Buscón. Quevedo multiplica libros serios, ascéticos y morales: La cuna y la sepultura, Introducción a la vida devota, La virtud militante, Marco Bruto… pero su imagen de hombre disoluto y escandaloso no desaparece en las polémicas que mantiene con unos y con otros por multitud de causas. Un matrimonio fracasado, en 1634, con doña Esperanza de Mendoza, añade nuevas melancolías. La virulencia de los ataques políticos a Olivares se muestra ya con transparente clave en La Hora de todos y la Fortuna con seso, donde saca a escena a un caricaturesco Pragas Chincollos (anagrama de Gaspar Conchillos, referencia evidente al privado).
La caída de Osuna, las maquinaciones de las camarillas políticas, el laberinto de las relaciones internacionales y de las ambiciones del poder en la corte de Felipe IV, definen un marco tormentoso en el cual naufraga Quevedo, arrestado definitivamente —tras una serie de destierros y marginaciones— por orden de Olivares y por causas no aclaradas del todo, a fines de 1639.
El poeta permanece prisionero en San Marcos de León hasta mediados de 1643. Solo con el final de Olivares (cuyo gobierno se derrumba en 1643) Quevedo conoce una breve libertad: enfermo y quebrantado cuando sale de su prisión, aguantará unos meses, hasta el 8 de septiembre de 1645 en que muere en Villanueva de los Infantes, en una celda del convento de Santo Domingo.
Hombre de cultura extraordinaria y de enorme erudición, Quevedo se precia de conocedor de lenguas, experto en teologías y filosofías, corresponsal de un humanista tan famoso como el belga Justo Lipsio, traductor de textos clásicos y bíblicos (Anacreonte, Focílides, Epicteto, Las lágrimas de Jeremías…) Sus obras están llenas de referencias, alusiones y citas de autores antiguos y modernos: Juvenal, Marcial, Séneca, Montaigne son algunos de sus favoritos.
De sus defectos físicos, y de otras inferencias psicológicas de discutible probabilidad —supuestamente manifestadas en complejos varios frente a las mujeres, enraizados también en ambiciones frustradas en la política y en la vida cortesana—, diversos biógrafos posteriores, y algunos críticos, han extraído la imagen de un Quevedo contradictorio y laberíntico, marcado por radicales actitudes ideológicas (antisemitismo, conservadurismo ideológico extremo) y por pulsiones psíquicas que entran en el terreno patológico (misoginia exacerbada, timidez excesiva, miedo a la mujer, latente homosexualidad dilaceradora de su psicología, obsesión escatológica…). Dámaso Alonso subrayó también la angustia existencial —tan moderna— que trasluce su literatura, una exasperación —el «desgarrón afectivo»— que es el centro en que habría de situarse el lector que hoy quisiera comprender su obra.
La distancia entre su faceta de poeta serio (con una poesía petrarquista, por ejemplo, ultraidealizadora) y la de poeta satírico y burlesco ha resultado también difícil de asimilar para muchos críticos. Para mí, dejando a un lado dudosas hipótesis indemostrables, lo más característico de su personalidad, sin duda compleja, sería, quizá, la exacerbación —personal y artística— que procede de una poderosa inteligencia y una omnívora curiosidad intelectual, atrabiliaria a veces, impaciente siempre, enfrentada a unas circunstancias a menudo intolerables para una mente lúcida y para una ética igualmente rigurosa, sin que fuera ajena a su actitud de continua violencia la ambición de la gloria literaria y el ansia de reconocimiento de su capacidad de poeta y de hombre público.
El cultivo de diversas áreas (seria, burlesca…) literarias me parece bastante normal en un poeta barroco, obsesionado por la mostración del ingenio y la capacidad de manipulación lingüística, y una vez que esta variedad es explicable, nada de extraño hay en la presencia de los diversos códigos involucrados necesariamente en esas variedades literarias por las mismas prácticas poéticas del tiempo: ninguna dislocación existe entre el poeta que canta a Lisi y el poeta que se burla de las prostitutas tullidas por la sífilis; o entre el autor de la Política de Dios o la Virtud militante y las Cartas del caballero de la Tenaza o las Premáticas de las cotorreras.

Si pretende cultivar todo el espectro literario del XVII habrá de usar tanto los códigos de la idealización como el bajo estilo de la sátira y la burla. En su admirable prosa satírica hallaremos una exhibición de ingenio que no elude ninguna exageración ni violencia expresiva, ninguna caricatura ni ataque, ninguna burla o chiste. De la mayor parte de estas obras se puede decir lo que el propio Quevedo decía sobre su Hora de todos, que tenía cosas de cosquillas, pues hacía reír con enfado y desesperación.

martes, 12 de marzo de 2019

MEDITACIONES. MARCO AURELIO. LIBRO II


2.17 El tiempo de la vida humana es un punto, su esencia fluye, su percepción es oscura, la composición del cuerpo en su conjunto es corruptible, el alma va y viene, la fortuna es difícil de predecir, la fama no tiene juicio, (2) en una palabra, todo lo del cuerpo es un río[203], lo del alma es sueño y un delirio. La vida es una guerra y un exilio, la fama póstuma es olvido. (3) Entonces, ¿qué es lo que puede escoltarnos? Sólo una cosa, la filosofía. (4) Esto es vigilar que el espíritu divino interior esté sin vejación, sin daño, más fuerte que los placeres y los sufrimientos, que no haga nada al azar ni con mentira o fingimiento, que no tenga necesidad de que otro haga o deje de hacer algo. Y además que acepte lo que ocurre y lo que se le ha asignado como algo que viene de allí de donde él vino. Por encima de todo, aguardar la muerte con el pensamiento favorable de que no es otra cosa sino disgregación de los elementos de los que está compuesto cada ser vivo. (5) Si precisamente para los elementos en sí no hay nada terrible en que cada uno se transforme sin interrupción en otro, ¿por qué uno ve con malos ojos la transformación y disgregación de todos? En efecto, se produce según la naturaleza y nada es malo si es según la naturaleza.
Título original: Ad se ipsum / τ ες αυτόν
Marco Aurelio, 179 d. C.
Edición: Francisco Cortés Gabaudán y Manuel J. Rodríguez Gervás
Introducción: Manuel J. Rodríguez Gervás
Traducción y notas: Francisco Cortés Gabaudán

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