miércoles, 27 de febrero de 2019

Las metamorfosis del vampiro Margo Glantz.


Las metamorfosis del vampiro
Margo Glantz

El vampiro es un mito legendario. Deambula por la historia de Fausto y Don Juan; es más, el
vampiro es una extraña mezcla de Fausto y de Don Juan; ha pactado con el diablo y persigue
a las doncellas para destruirlas. Don Juan las priva de su honor y el vampiro de su sangre; la
fama del Don Juan se determina por el número de víctimas deshonradas y la vida del vampiro
se sostiene por la sangre de las vírgenes. Tanto el Don Juan como el vampiro aman a las
doncellas débiles, a las virtuosas y pálidas mujeres que, hipnotizadas, se les entregan. El
vampiro no sólo ha pactado con el diablo, es su imagen.
Pero como dice Barthes en Mitologías, el mito es una forma y no se define por el objeto de su
mensaje sino por la manera como lo profiere. El mito del vampiro que resucita en la literatura
cada vez que sus detractores lo guillotinan y le clavan la estaca fratricida en el pecho, es
aparentemente eterno. Aparentemente, porque lleva una veintena de siglos de existencia y
sigue reproduciéndose como los demonios aniquilados para siempre en las hogueras.
Parecería que su existencia y su aniquilación fueran eternas, y que su eternidad vinculada con
la palabra siempre definiese al vampiro como una modalidad esencial del hombre. La agonía
romántica se instala en galerías monstruosas evocadoras de ciertos estremecimientos
convulsos y deliciosos emparentados con esa inquietante aparición del temor que Freud define
en Totem y tabú: «Las fuentes verdaderas del tabú deben ser buscadas más profundamente
que en los intereses de las clases privilegiadas; nacen en el lugar de origen de los instintos
primitivos y, a la vez, más duraderos del hombre, en el temor a la acción de fuerzas
demoníacas». Pero lo demoniaco está asociado muchas veces con el sexo y el vampiro es un
mito en el que sexo se emboza mitigado por la negra capa que lo encubre y exacerba en la
blancura de los colmillos afilados que lo revelan como mito y lo ligan con la sangre.
Más como el propio Freud lo asienta, «ni el miedo ni los demonios pueden ser considerados
en psicología, como causas primeras, más allá de las cuales sería imposible remontarse» y es
que a su vez tanto el miedo como los demonios están asociados con lo sagrado y con lo
impuro y por ello son venerados y execrados, como la figura del vampiro. Las doncellas que
le temen se le entregan y una vez vampirizadas caen en el vampirismo; así se cumple el patrón
señalado por Freud cuando determina el poder contagioso inherente en el tabú por la facultad
que posee de inducir en tentación e impeler a la imitación.
Mito vivo pues, o mito que resucita periódicamente como la figura que lo engendra o que lo
simboliza, mito que reviste ciertas características, constituye una historia, define un
significado, se nos entrega con sus atributos: El vampiro es un ser que se alimenta de sangre
de seres vivos y mantiene la vida propia a costa de la vida ajena: El vampiro es nocturno y su
presencia despierta una sigilosa concupiscencia, un terror extraño, y provoca furtivas
complacencias y heladas sensualidades; su presencia hipnotiza, congela, atemoriza; su aspecto
es a la vez atrayente y repulsivo; su simpatía es satánica y su relación con el otro mundo se
sospecha y se persigue; su sustancia es la muerte, su presencia garantía de sacrificio
ritualmente consumado. La evocación simple de la palabra que lo define nos devuelve su
sentido, aunque éste se haya devaluado a veces como en la palabra vamp que nos remite al
star system jolivudesco. Pero lo que aquí nos preocupa es su presencia extraña, su engañosa
«eternidad», su capacidad de supervivencia, su existencia de gato diabólico, ser proteico,
engendro de sí mismo, su asociación con el demonio, con lo oscuro, con el abismo. Esa
presencia que engendra un sentido se mantiene aún; «postula un saber, al decir de Barthes,
determina un pasado, una memoria, un orden comparativo de hechos, de ideas, de
decisiones». Pero esta memoria, esta historicidad concentrada en la palabra que evoca su
sentido, se revierte en formas incesantemente renovadas y produce nuevas versiones estéticas
del mito que ahondan en su sentido y aclaran, entenebreciéndola, su embozada red de extrañas
implicaciones. Producen esa «extrañeza inquietante» con la que Freud trató de hacerle frente a
ciertos problemas psicoanalíticos escurridizos y ambivalentes. El mito del vampiro renace en
cada nueva forma que lo engendra y recrea su nuevo acontecer. La historia de las formas que
el vampiro ha revestido regenera su sentido y refuerza el carácter de su mito, lo vuelve un ser
resplandeciente de eternidad.
Veamos algunas de las formas de su genealogía.
1. El vampiro y la agonía romántica
La presencia del vampiro es innegable desde finales del siglo XVIII, aunque existe desde
antes, como las brujas, pero oculto, vergonzante. El siglo romántico lo exhibe. De la famosa
novela gótica o negra arranca una serie de presencias perseguidas por la mentalidad popular.
El castillo de Otranto de Horace Walpole fija el estereotipo del espacio lúgubre, ese espacio
fortaleza que esconde viejas tumbas y seres monstruosos que se cuelan por misteriosos
pasadizos escondidos y practicados por antiguos arquitectos que han pactado con el diablo.
Los misterios de Udolfo de Ann Radcliff y otras novelas de la misma autora, rescatan para la
novela gótica la pareja víctima-verdugo que había puesto en circulación el puritano
Richardson en su Clarissa, y estudia en su problemática más profunda e inconfesable el
Marqués de Sade. Mary Shelley construye su Frankenstein, tan poderoso en su genealogía
como el Vampiro. El Monje de Lewis y Melmoth de Maturin determinan uno de los más altos
momentos de este tipo de novelística que será imitada y transformada durante el siglo
romántico: La castidad angélica enfrentada a la pasión luciferina, la platitud del bien y la
deslumbrante agonía del mal, la fascinación del abismo, el prestigio de la muerte y la belleza
de lo horrible. Melmoth y el Monje son los antecedentes de Maldoror de Lautréamont.
Melmoth y el Monje encuentran su encarnación fascinadora en una de las figuras más
románticas del Romanticismo, Lord Byron. Melmoth será alabado por Baudelaire quien en
Los paraísos artificiales dirá entusiasmado: «Recordemos a Melmoth, este admirable
emblema. Su espantoso sufrimiento surge de la desproporción entre sus maravillosas
facultades, adquiridas instantáneamente por un acto satánico, y el medio, dónde, como
creatura divina, se ve condenado a vivir. Ninguno de aquellos a quienes quiere seducir
consiente en comprarle su terrible privilegio bajo las mismas condiciones. En efecto, todo
hombre que no acepta las condiciones de la vida, vende su alma. Es fácil establecer la relación
que existe entre las creaciones satánicas de los poetas y las creaturas vivas que se han
entregado a la droga. El hombre ha querido ser Dios, y helo aquí que pronto y debido a una
ley moral incontrolable, ha caído más bajo que su naturaleza real. Es un alma que se vende al
menudeo».
El satanismo es una de las condiciones del vampirismo. La elegante figura de Byron, su
palidez, su defecto físico, su vida escandalosa en la que destacan el adulterio y el incesto y su
muerte apasionada corporifican la leyenda. Es la representación carnal del Don Juan pero su
satanismo implacable lo liga con el vampiro y su poesía acaba de redondear el parecido. En
1819 aparece en Francia una novela atribuida a Byron llamada El Vampiro, pero en realidad
la ha escrito el Doctor Polidori. Charles Nodier, romántico francés de principios de siglo
aprovecha la ocasión para defender este tipo de novelas: «La fábula de los vampiros es la más
universal de nuestras supersticiones... Carga con la autoridad de la tradición. No carece ni de
la teología ni de la medicina... El vampirismo es probablemente una combinación bastante
natural pero afortunadamente muy rara del sonambulismo y la pesadilla». Pero la moda del
vampirismo es mucho más vieja y en su Diccionario filosófico Voltaire le consagra un
artículo satírico: «fue en Polonia, en Hungría, en Silesia, en Moravia, en Austria, en Lorena
cuando los muertos tuvieron esta manía. Nunca se oyó hablar de vampiros en Londres ni
siquiera en París. Confieso que en esas dos ciudades haya habido tratantes y comerciantes que
bebieron la sangre del pueblo en pleno día, pero no estaban muertos, eran corruptos. Estas
verdaderas sanguijuelas no vivían en los cementerios sino en palacios muy hermosos».
Quizás en el siglo XVIII la Razón de los Ilustrados les impidiese creer en los vampiros, pero a
fines de ese mismo siglo, la moda irrumpe y pulveriza a los románticos; sin embargo como la
novela gótica, la moda de los vampiros parece declinar hacia 1830 y Theóphile Gautier la
fulmina diciendo: «es una literatura de depósitos de cadáveres y presidios, pesadilla de
verdugo, alucinación de carnicero ebrio y de mozo de cordel enardecido. El siglo amaba la
carroña y prefería el osario al tocador».
Estas declaraciones no terminan con la moda. El vampiro espera su turno y acostado en el
cementerio deja pasar el tiempo soñando con la sangre fresca que lo devolverá a la vida
milagrosa. La mentalidad decadente de fines del XIX lo retoma y el mito se encarna siguiendo
nuevas modalidades. El propio Gautier publica en 1836 «La muerte amorosa», relato de
vampiros, después de haberlos fulminado en 1830, y aprovecha varios de los clisés
diseminados hábilmente por los primeros románticos, entre los que se encuentran justamente
los criticados por él: los depósitos de cadáveres, las alucinaciones, la carroña, es decir la
necrofilia. Además su Clarimonda es una vampiresa que al ser besada en su lecho de muerte
por un joven cura pronuncia palabras desde ultratumba y dice: «ahora estamos prometidos,
podré verte y amarte». Desde ese momento el joven monje lleva una doble vida, su vida
eclesiástica y su vida con la muerta. Pronto advierte que Clarimonda tiene un gusto bizarro y
la descubre picándole el cuello con un alfiler y bebiendo su sangre. Los famosos colmillos del
vampiro han sido sustituidos por un alfiler, que también tiene su tradición en la historia de la
brujería.
El vampirismo que los franceses conocen a través de la novela del Doctor Polidori tiene sus
antecedentes definitivos en Lord Byron como se había dicho antes. En su poema The Giaour
avisa que este personaje ha sido enviado a la tierra como Vampiro para rondar tenebroso su
vieja tumba y beber la sangre de toda su estirpe y en especial la de las mujeres de la familia, la
esposa, la hija, la hermana. Este verso que aparece en el poema publicado en 1813 se
desarrolla mas tarde siguiendo un plan elaborado por el propio Byron y algunos de sus
amigos: En 1816 se reúne en Ginebra con el poeta Shelley, con el Doctor Polidori y con
Claire Clairmont y Mary Shelley y una noche deciden escribir sobre vampiros. Byron escribe
un cuento de horror que publica como fragmento en 1819, la señora Shelley concibe su
Frankenstein y Polidori publica también en ese año su cuento macabro, El Vampiro, inspirado
en el fragmento de Byron y en la novela autobiográfica de Carolyn Lamb en la que esta
amante del poeta lo había representado como el pérfido Lord Glenarvon, fatal a sus amantes y
presa finalmente del diablo. Este cuento, publicado en el New Monthly Magazine bajo el
nombre de Byron por un error de su editor, fue considerado por Goethe como la obra maestra
del poeta inglés. Este juicio de Goethe responde sin duda a las inclinaciones románticas del
autor del Werther que en 1797 en su Braut von Korinth había dado forma literaria a leyendas
sobre vampiros que habían surgido en Iliria durante el siglo XVIII.
Esta moda por lo frenético, cultivada en Inglaterra, tiene antecedentes en Francia también y el
René de Chateaubriand se vuelve al morir una especie de vampiro: «El genio fatal de René,
dice el novelista de las Memorias de ultratumba, perseguía todavía a Celuta como esos
fantasmas nocturnos que viven de la sangre de los mortales». Próspero Mérimée también se
deja arrastrar por la moda, a pesar de que como Goethe es más bien un escritor clásico y en su
cuento «La Guzla» de 1826 le da a su vampiro todo el encanto de un hombre fatal a la Byron
y lo describe diciendo: «Quién podría evitar la fascinación de su mirada?... Su boca era
sangrienta y sonreía como la de un hombre adormilado y atormentado por un amor horrible».
En otro de sus cuentos, «La bella Sofía», una joven que por razones de dinero ha rechazado a
su novio y se ha casado con un hombre rico, es atacada en su recámara nupcial por el espectro
de su novio que se ha suicidado y que la muerde en la garganta. Charles Nodier, cuentista y
teórico de esta moda declara de nuevo: «Los vampiros visitarán con su horrible amor los
sueños de todas las mujeres; y pronto, sin duda, ese monstruo apenas exhumado prestará su
máscara inmóvil, su voz sepulcral, su ojo de un gris mortecino..., toda su parafernalia de
melodrama a la Melpómene de los bulevares, donde tendrá un enorme éxito».
En 1825 aparece otro cuento llamado La vampira del barón de Lamothe Langon, que
utilizando datos históricos de actualidad en ese momento los mezcla a lo sobrenatural: Un
oficial de Napoleón conoce a una joven húngara durante una de las campañas del Emperador.
Al regresar a Francia olvida sus juramentos y se casa. En medio de una felicidad tranquila
irrumpe la primera novia y empiezan los desastres. Al morir su esposa y su hijo, decide
casarse con la joven húngara y en la iglesia, al tomarle la mano, advierte que es la de un
esqueleto.
Al referirme a la tendencia tan marcada que el primer romanticismo tiene por lo macabro y
por tanto por los vampiros, he utilizado la palabra moda. Pero ¿es posible minimizar a ese
grado esta propensión y banalizarla aplicándole ese término? ¿Es posible manejar esta
problemática atribuyéndole apenas el sentido de una moda? Es cierto que lo fantástico
horrible, o lo frenético como se le llamaba, es muy peculiar del siglo XIX y que una de las
características del Romanticismo fue este gusto singular por lo macabro. Decirlo es con todo
describirlo y no explicarlo, aunque lo haya explicado tanto Mario Praz.
2. Satán y el vampiro
Las leyendas de vampiros son tan viejas como las leyendas del Fausto o las de Don Juan. Ya
lo decía al empezar este escrito. Se remontan por lo menos al medioevo, aunque tienen
antecedentes en las literaturas clásicas. El hombre lobo, el hombre murciélago que se alimenta
de cadáveres aparecen muy pronto en la historia de la literatura y Petronio tiene un cuento que
lleva precisamente ese nombre, «El lobo». En ese cuento hay dos de las características típicas
del vampiro: sus transformaciones nocturnas y la sangre que mana del cuello. Uno de los
animales habitualmente asociados con el vampiro es el lobo y sus apariciones son nocturnas y
al serlo están conectadas con el diablo. Vampiro es muerte y es satanismo. Es más, el
vampirismo es uno de los símbolos tradicionales que el hombre ha construido para explicar su
ansia de inmortalidad. Ser inmortal no significa resucitar de entre los muertos el día del Juicio
Final; aliarse con el diablo significa adelantar ese momento. El que sobrevive gracias a esa
alianza sobrevive concretamente en esta tierra, pertenece al mundo de los vivos y no espera
esa resurrección de la carne que se efectuará al final de los tiempos. El vampiro vive en el
presente, un presente que la sangre le compra y su vitalidad se adquiere a través del amor,
aunque su amor destruya a los demás seres vivos.
Acudir a Satán para liberarse de la muerte es también liberarse de las ataduras que Dios le
impone al hombre. Satán es el gran rebelde y su figura ocupa un lugar destacado en el
universo cristiano. Satán y sus misas negras, Satán y sus hechiceras, Satán y los aquelarres,
Satán y la Naturaleza pueblan los libros de horas y los grandes frescos de las iglesias
medievales; Satán aparece, detrás de los capiteles de las columnas románicas, Satán
deslumbra en los vitrales góticos y se enfrenta descarado a los ángeles. Satán es el héroe
caído, el príncipe de las Tinieblas, Lucifer, el personaje más fascinante del Paraíso perdido. Y
desde su aparición en los versos de la Jerusalem libertada de Tasso se habla de «su hórrida
majestad que en su feroz aspecto aumenta el terror y aumenta su soberbia... y como negro
abismo su boca se abre, obscena e infectada de sangre negra». Y en el Marino, el poeta
barroco, Satán lleva en los ojos la tristeza y el signo de la muerte y en ellos brilla una luz
escarlata y confusa. «Su mirada oblicua y sus destellos parecen cometas o relámpagos que
iluminan su mirada. Y de su nariz y sus pálidos labios vomita y expele niebla y pestilencia;
furioso, soberbio y desesperado, sus gemidos son truenos, su aliento, un relámpago». El
Lucifer de Milton es cercano a esta concepción italiana del Demonio y Schiller declara que
Milton es un panegirista del Infierno mientras Shelley expresa su admiración con estas
palabras: «El Diablo de Milton es superior como ser moral a su Dios». Satán hipnotiza y su
representante en la tierra, el Vampiro, petrifica a sus víctimas que avanzan hacia él y se
entregan a un sonambulismo amoroso que las pierde. Sus destellos erizados y magníficos son
más fuertes que el pálido resplandor de la virtud y los ángeles con réplicas desvaídas de ese
Paraíso insulso que el Ángel de las Tinieblas combate.
Al provenir como los otros mitos medievales del inconsciente colectivo, el vampiro se
regenera en la literatura y a sus muertes definitivas y constantes suceden sus resurrecciones
triunfadoras. Gautier lo ha declarado muerto, los irónicos racionalistas franceses lo entierran
con una sonrisa torcida en los labios, pero a pesar de la guillotina que cercena su cabeza y de
la estaca que lacera su pecho, el vampiro resucita. El Drácula de Bram Stocker con su traje
negro, sus afilados y blancos colmillos, su sensual, repugnante y encendida boca, su mirada
viperina y su andar de lobo crea una nueva progenie de esta mal llamada moda. La
cinematografía se apropia de su imagen y los repetitivos rituales se enriquecen reiterando los
estereotipos. Aparece Nosferatu y lo sigue Drácula y el terror se apodera de los ojos; las
películas acaban agotando su arsenal terrorífico y la cursilería aniquila al miedo, pero Drácula
sigue vivo y Polanski y Warhol se apropian su mitología y la condensan haciéndolo girar en
sanguinolenta danza. Ahora es Werner Herzog.
3. El vampiro en la ficción latinoamericana
La ficción latinoamericana no olvida a los vampiros y los transforma a su manera,
conservando bajo la apariencia de algo muy distinto los viejos símbolos utilizados dentro de
rituales de nueva representación.
En los cuentos fantásticos de Leopoldo Lugones ya aparecen los vampiros entre otras fuerzas
sobrenaturales y en «El almohadón de plumas» de Horacio Quiroga se desliza el aguijóndiente
que desangrará a una joven recién casada. La mentalidad decadente de Quiroga lo
emparenta con esos escritores que Rubén Darío llamó los raros y es en este cuento donde la
morbidez de lo delicuescente se presenta con mayor maestría. La genealogía obvia de este
cuento pasa por Poe y Maupassant, autores ardientemente admirados por el maestro uruguayo,
pero su origen más definitivo se encuentra en L'Araignée-crabbe de Erckman-Chatrian. Una
araña-cangrejo se oculta en una gruta y desde su escondite acecha a los imprudentes visitantes
que se aventuran por sus pasadizos siniestros. El animal tiene el grosor de una cabeza humana
y parece una vejiga inflada de sangre; esta descripción es exactamente la misma que hace
Quiroga al descubrir dentro del almohadón de plumas al enorme insecto que ha desangrado
lenta y voluptuosamente a la joven recién casada. Pero el parecido no queda allí; lo irracional,
lo satánico parecen esfumarse debido a la explicación naturalista que con afán científico tanto
el cuento francés como el de Quiroga otorgan al animal. Ambos coinciden en identificar al
insecto como un monstruo perfectamente conocido por los entomólogos. De esta manera lo
sobrenatural parece esfumarse y la explicación racionalista contenta a la mentalidad positiva
que exige el naturalismo, pero en realidad este monstruoso animal, injerto diabólico de dos
seres dispares que ha producido la naturaleza es una de las metamorfosis que el vampiro
adopta a influjo del Padre de la Naturaleza, Satanás.
Este satanismo con disfraz naturalista reviste también los fulgores del demonio miltoniano. La
joven Alicia se entrega sin reservas al demonio que la succiona para escapar mediante la
voluptuosidad de la muerte a la glacial figura de su esposo, el distante y frío Jordán que la
encierra en su casa de mármol, enorme museo de hielo dentro del que se esconde el monstruo
del delirio, el insecto que enciende la sangre y liquida a la doncella. Quiroga es víctima
también de la cinematografía. Y fascinado por ella, crea nuevos vampiros en sus cuentos,
vampiros que saliendo de la pantalla, vivifican como el Nosferatu o el Drácula, el viejo mito
en su versión directa. En el cuento que lleva ese nombre, un inventor, fanático del cine, se
enamora de una actriz y logra rescatarla de la pantalla. La mujer se materializa pero no
totalmente y «en la tiniebla de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y
diminuto, el fantasma de una mujer». La tiniebla de los ojos del narrador reproduce la tiniebla
de la sala de proyecciones y sus ojos son a la vez el lente que proyecta. Al lograr que su ojo
reproduzca la doble función de oscuridad y reflejo, el inventor materializa el fantasma. El
mecanismo es descrito así: «Yo estaba seguro de mi observación cuando me halló usted en el
cinematógrafo. Era "ella" precisamente. La gran cantidad de vida delatada en su expresión me
había revelado la posibilidad del fenómeno. Una película inmóvil es la impresión de un
instante de vida, y esto lo sabe cualquiera. Pero desde el momento en que la cinta empieza a
correr bajo la excitación de la luz, del voltaje y de los rayos, toda ella se transforma en un
vibrante trozo de vida, más vivo que la realidad fugitiva y que los más vivos recuerdos que
guían hasta la muerte misma nuestra carrera terrenal». La captación del instante en la
fotografía lo inmortaliza, pero esta inmortalidad precaria es inmóvil y el inventor del cuento
no se conforma con ella. La mujer reproducida, silueta espectral que atraviesa paredes y
cristales, vive la paz de la actriz que la representa. Para apresarla definitivamente el inventor
la mata en la pantalla, pero al apuñalarla, o mejor dicho al atravesar con un puñal la imagen
reflejada, sólo consigue reproducir un fantasma sin vida, un cuerpo de huesos y de yeso. «Yo
partí del entusiasmo de una sala a oscuras, continúa el inventor, por una alucinación en
movimiento. Yo vi algo más que un engaño en el hondo latido de pasión que agita a los
hombres ante una amplia y helada fotografía. El varón no se equivoca hasta ese punto, advertí
a usted. Debe haber allí más vida que la que simulan un haz de luces y una cortina metalizada.
Que la había, ya lo ha visto usted. Pero yo creé estérilmente, y éste es el error que cometí. Lo
que hubiera hecho la felicidad del más pesado espectador, no ha hallado bastante calor en mis
manos: frías y se ha desvanecido... El amor no hace falta en la vida; pero es indispensable
para golpear ante las puertas de la muerte. Si por amor yo hubiera matado, mi criatura
palpitaría hoy de vida en el diván». La materialización del instante es apenas un fantasma de
la inmortalidad. La única posibilidad de inmortalidad está en el amor, pero en el amor que se
liga a la muerte. Este argumento repite uno de los argumentos destilados más pérfidamente
durante el siglo de sensualidad romántica que en su agonía asocia siempre el amor con la
muerte y no con la vida. El Don Juan byroniano destruye y se destruye por amor, bebe sangre
para sobrevivir, ama en la sangre, en el asesinato y sus víctimas se le inmolan, pero en algún
grado él va perdiendo su vida al quitárselas. El vampiro de Quiroga es, primero, el inventor,
pero al querer materializar en vida una forma de la muerte, el espectro se vuelve su verdugo y
de imagen transparente se transforma en deseo que calcina: «Vi entonces pasar por sus ojos
fijos en él la más insensata llama de pasión que por hombre alguno haya sentido una mujer...
Y ante aquel vértigo de amor femenino expresado sin reserva el hombre palideció».
El espectro encarnado vive del otro y se transforma en vampiro; la imagen rescatada a la
pantalla se ha desdoblado y la actriz real es distinta de la actriz fotografiada que en imagen de
diva, en hermoso traje de vampiresa, subsiste a costa de la sangre de aquél que quiso ser un
doble de Pigmalión.
La aventura de Quiroga en este mundo de vampiros y de cine se prolonga en otro de sus
cuentos intitulado «El espectro». Un triángulo clásico, un adulterio tradicional se transforma
en algo sobrenatural gracias de nuevo al cine. Una pareja comete adulterio después de muerto
el marido: «Debo decirlo, asegura el narrador y protagonista: en la muerte de Wyoming yo no
vi sino la liberación de la terrible águila enjaulada en nuestro corazón, que es el deseo de una
mujer a nuestro lado que no se puede tocar. Yo había sido el mejor amigo de Wyoming, y
mientras él vivió, el águila no deseó su sangre; se alimentó, la alimenté con la mía propia.
Pero entre él y yo se había levantado algo más consistente que una sombra. Su mujer fue
mientras él vivió, y lo hubiera sido eternamente, intangible para mí. Pero él había muerto. No
podía Wyoming exigirme el sacrificio de la Vida en que él acababa de fracasar. Y Enid era mi
vida»...
La vida, que Quiroga pone con mayúscula, se alimenta de sangre y de la Muerte. Los amantes
reviven el adulterio vivo asistiendo a la proyección de las películas de Wyoming; en la
pantalla se vive un adulterio y en ella Wyoming se venga matando al amante de su mujer. La
ficción proyectada es vivida por los amantes como realidad proyectada y la imagen vengadora
de Wyoming acaba corporificándose y matando desde la imagen a los amantes. La cinta
filmada se violenta y calcina a los culpables, éstos vuelven como espectros a la vida a
alimentarse de la sangre filmada de Wyoming. «Enid y yo ocupamos ahora, en la niebla
invisible de lo incorpóreo, el sitio privilegiado de acecho que fue toda la fuerza de Wyoming
en el drama anterior. Si sus celos persisten todavía; si se equivoca al vernos y hace en la
tumba el menor movimiento hacia afuera, nosotros nos aprovecharemos. La cortina que
separa la vida de la muerte no se ha descorrido únicamente en su favor, y el camino está
entreabierto. Entre la Nada que ha disuelto lo que fue Wyoming y su eléctrica resurrección,
queda un espacio vacío. Al más leve movimiento que efectúe el actor, apenas se desprenda de
la pantalla, Enid y yo nos deslizaremos como por una fisura en el tenebroso corredor. Pero no
seguiremos el camino hacia el sepulcro de Wyoming; iremos hacia la Vida, entraremos en ella
de nuevo».
La posibilidad de recorrer al revés el camino habitual que va de la Vida a la Muerte se
realizará para estos amantes en este cuento en una cinta que protagoniza el marido engañado y
que lleva por título «Más allá de lo que se ve». La pasión de inmortalidad que obsesiona al
hombre, una pasión que pretende la resurrección de los cuerpos en esta vida y no la
resurrección de los cuerpos después de un juicio final, es la que mueve al vampiro a nutrirse
de la sangre de los vivos, para que él, un muerto, recorra a la inversa el camino tradicional de
la muerte.
Este tema y tratado dentro de este contexto es el de La invención de Morel de Adolfo Bioy
Casares. Morel ha detenido la vida y en un simulacro de eternidad ha reproducido
eternamente ocho días felices. Esos días insertan dentro de un marco feliz y utópico a una
mujer enigmática, especie de Mona Lisa contemplando como la de Leonardo de Vinci los
crepúsculos. Esa mujer, Faustine, inmortalizada por el cine, puede ser la moderna imagen de
la dama que fascina al que la mira. Es la moderna representación del viejo arquetipo
petrarquiano, Laura o La Dama simplemente. La Dama que ha transformado su forma de
representación y que aparece primero en los versos de los trovadores, luego en la pintura de
Leonardo y más tarde en la imagen enigmática del mito cinematográfico: quizás Greta Garbo.
Poseer la belleza de la imagen pero recreándola en su acontecer vital es una de las facetas de
la invención de Morel. Morel y el narrador del manuscrito se perpetúan en imagen
eternamente reproducida junto a su amada Faustine y su presencia nunca será enturbiada por
la experiencia cotidiana, al tiempo que esa existencia disimula su presencia. La eternidad de la
imagen filmada por Morel es la eternidad de una utopía realizada dentro de los límites del
ocio; pero esa eternidad que reproduce y corporifica la imagen como si estuviera viva está
hecha de la sangre calcinada de quienes estuvieron vivos. Los que la cámara retrata para
eternizarlos, son inmolados por ella y su inventor, vampiro tecnificado, consigue el mismo
efecto que los macabros vampiros de la cinta de celuloide. Nosferatu y Drácula definen su
inexistencia dentro de la proyección de su imagen; Faustine se perpetúa en esa misma
proyección pero para eternizarla, su adorador la priva de su sangre, como los vampiros
proyectados por la pantalla privan de su sangre a las víctimas propicias para su resurrección.
4. Aura, los vampiros y las brujas
Esta progenie salamándrica que oculta una presencia proteica se eterniza y la volvemos a
encontrar transcrita en la escritura de Aura, breve novela de Carlos Fuentes. De esta obra se
nos dice que es «algo más que una intensa historia de fantasmas: es una lúcida y alucinada
exploración de lo sobrenatural, en encuentro de esa vaga frontera entre la irrealidad y lo
tangible, esa zona del arte donde en horror engendra la hermosura» y en «La máscara y la
transparencia» advierte Octavio Paz «no es extraña la obsesión de Fuentes con el rostro
arrugado y desdentado de una vieja tiránica, loca y enamorada. Es el antiguo vampiro, la
bruja, la serpiente blanca de los cuentos chinos: la señora de las pasiones sombrías, la
desterrada. El erotismo es inseparable del horror y Fuentes se sobrepasa a sí mismo en el
horror: el erótico y el grotesco». Y el propio Fuentes confiesa que su obsesión por el
personaje de Aura encontró su carnalidad en un personaje histórico mexicano: «Esa obsesión
nació en mí cuando tenía siete años y después de visitar el castillo de Chapultepec y ver el
cuadro de la joven Carlota de Bélgica, encontré en el archivo Casasola la fotografía de esa
misma mujer, ahora vieja, muerta, recostada dentro de un féretro acojinado, adornada con una
cofia de niña, la Carlota que murió loca en un castillo. Son las dos Carlotas: Aura y
Consuelo».
Esa mujer doble, a la vez niña y vieja, se le aparece a Fuentes en su lugar habitual, el
sepulcro, pero ese sepulcro está acojinado, es más bien un lecho donde reposa y su cofia de
niña es su resurrección. Esa imagen, esta mujer acostada, ya envejecida, ya delirante, ya
muerta en apariencia, sugiere de inmediato la reiterada imagen del vampiro que yace en su
féretro esperando la ocasión.
La gran progenie de vampiros suele adoptar la figura clásica del Nosferatu es decir, el
vampiro suele revestir la figura masculina, pero abundan también mujeres que ejercen ese
oficio y esas mujeres están conectadas con la bruja. Es también larga su descendencia.
Enumero algunas, aunque ya cité también vampiras: La mujer que muere y espera en su ataúd
la ocasión para resucitar apropiándose de otro cuerpo es muy característica en la obra de
Edgar Allan Poe; Morella muere, es enterrada, pero su nombre puesto a su hija provoca la
muerte de la niña y la resurrección de la madre y, como en los cuentos de vampiros, al
enterrar el protagonista del cuento a su hija en la tumba donde ha estado la madre «lanza una
amarga carcajada al no hallar huellas de la primera Morella en el sepulcro donde depositó a la
segunda». El incesto se reafirma clásico en Poe. La madre se engendra de nuevo en la hija
pero estableciendo la trinidad con el hombre que es a la vez padre, hijo, amante.
En «Ligea», Poe revive el mito casi literalmente y la primera esposa muerta, la propia Ligea,
la, morena, oscura, hechicera Ligea se alimenta de la segunda esposa, la rubia y ojiazul Lady
Rowena y en el lecho de muerte se efectúa la transfiguración vampírica. El contraste de
coloraciones en las mujeres es la polaridad de sombras y luces que determina este doble
contexto que no hace mucho tiempo coexistía normal en las cosmogonías pero que ahora tiene
que apartarse con violencia maniquea. La Aura de Carlos Fuentes retoma ese mito de las dos
mujeres que se sobreponen a la vida y a la muerte a través de una Trinidad sacrílega ejercida
entre el Hombre-Padre-Amante y La Madre-Vieja-Doncella que también aparece en la Reina
de espadas de Pushkin.
Fuentes, como Henry James declaró su fascinación por un personaje femenino, Mary
Clairmont, ex amante de Byron y que alguna vez vivió cerca de la residencia del mismo
James en Florencia. Curiosamente la inspiración de James es byroniana y aunque la figura del
poeta inglés no aparezca sino a través de esos papeles que siempre permanecen incógnitos, su
presencia indirecta es definitiva y dobla la presencia de aquél que quiere comprar sus
manuscritos, así como la presencia de la antigua amante se desdobla en la figura de la joven y
la vieja, vieja que adquiere la misteriosa aureola de la hechicera. Byron es un personaje
inspirador de vampiros. Lo he reiterado, pero aquí el vampiro se ha trasmutado en bruja,
aunque la narración de James nos detenga púdicamente en ese umbral de lo fantástico sin que
podamos cruzarlo. No pasa lo mismo con Poe, tampoco con Fuentes.
Esta figura de la bruja es de nuevo El hada de las migajas de Charles Nodier. Un joven
enamorado de una doncella puede tenerla gracias a los oficios de un hada, pero estos oficios
cesarán si el hada no se procura una bebida hecha de una planta maravillosa, que le devuelva
sus poderes. La Aura de Fuentes cultiva la belladona, planta mágica que ha recibido ese
nombre del que se les daba a las hechiceras de la Edad Media. La bruja horrible, envejecida,
montada en su escoba o aún la Celestina, es imagen paródica de la bella donna medieval que
libera a los hombres de sus cuidados. Hada y bruja se juntan, en sus metamorfosis, la bruja se
ha vuelto una harpía, o mejor dicho recupera esa fase demoníaca que siempre ha tenido en las
antiguas mitologías. La hechicera es hada y demonio. El hada del cuento de Nodier lo ratifica.
La dualidad Aura-Consuelo también como la de los Aspern Papers de James, la Ligea y la
Morella de Poe.
En su Diccionario general etimológico de la lengua española, publicado en Madrid en 1881,
Don Roque Barcia da una definición de la palabra bruja: «Ave nocturna, semejante a la
lechuza» y al citar el diccionario de la Academia de 1726 agrega que en esa edición la palabra
se define así: «Tiene el pico corvo como ave de rapiña. Vuela de noche y tiene el instinto de
chupar a los niños que maman». Y en uno de los cuentos de Carlos Fuentes la bruja de origen
náhuatl ostenta «un perfil de pico corvo, facciones de halcón, mejillas hundidas». Las
asociaciones se enriquecen: al ataúd clásico donde yace el vampiro o el ser proteico que lo
representa, se añaden las apariciones nocturnas y la relación con animales que vuelan, aquí la
lechuza, el ave de rapiña o el halcón y en otros casos el murciélago. Su nocturnidad y sus
perfiles corvos, aguzados, su cercanía con la sangre y la acción de succionar son familiares; el
carácter infame, incestuoso del vampiro, apoderándose de seres inocentes, tan cercanos a la
madre que los amamanta y la pose estatuaria del vampiro que se inclina y bebe la sangre
hundiendo el colmillo filoso y sibilino en el blanco cuello de la víctima, recuerda al niño
succionando voluptuosamente el blanco pecho de la madre, recién parida. La misma acción,
pero en una se da la vida, en otra la muerte. La dualidad entrevista en la bruja, su doncellez y
su decrepitud, su cuerpo nocturno transformado en ave de rapiña, en lechuza o en murciélago
sugiere la metamorfosis y el renacimiento continuos del vampiro.
Brujas y vampiros son representación de un viejo mito. Su paso por formas distintas del
mismo sentido explican la pervivencia del mito y la necesidad obsesiva que persigue a los que
lo cultivan y le dan forma. Fuentes ha declarado indignado contra los que le acusan de haber
tornado una u otra de las novelas anteriores a Aura para escribirla: «He buscado a las brujas y,
fíjese bien, puesto que he tenido que ir a bus carlas no he ido con un papel en la mano para
tomar notas». Las brujas son, están adentro y afuera del que las persigue, las brujas son bellas
y son repugnantes, las brujas son ambiguas, son machos o son hembras, son aves o doncellas,
son vampiros o lechuzas. Jung encuentra en el inconsciente colectivo la persistente presencia
del anima y el animus dentro de los que se contienen respectivamente el hombre en la mujer y
la mujer en el hombre. El ánima es esencialmente ambigua, siempre asociada con la oscuridad
y la bipolaridad. El vampiro era primero mujer; la oscuridad de la noche, su cercanía con las
mujeres que amamantan, el vientre caótico y fecundo, la fertilidad oscura de la tierra, su
carácter mohoso, húmedo, escurridizo, laberíntico, la asocian con la escultórica figura del
vampiro, deslizando su reiterada sombra negra sobre la luz marfilina de sus contornos y sus
dientes, -los blancos dientes de la Berenice de Poe en los que Egeo detiene su poder-. El
ánima -bruja-vampiro- es positiva y negativa alternativamente, es hada, es bruja; es doncella,
es vieja, es megera, es grácil y delicada. Es una mujer envilecida o es la musa, es un diablo o
una diosa y suele padecer de inmortalidad.
Quizás Jung nos lo aclare: «El artista a través de su activación y elaboración de la imagen
arquitípica la traduce al idioma del presente y así nos facilita una manera de volver a
encontrar las fuentes más profundas de la vida. Es ahí donde se encuentra el significado social
del arte. Los antojos insatisfechos del artista vuelven a la imagen primordial en el
inconsciente, que está más dotado para comprender la inadecuación y unilateralidad del
presente». Al volver arquetípicas las obsesiones, tanto el vampiro como la bruja parecen
inmortales y el mito se renueva en el continuo ritual de la escritura.
En su extraordinario estudio sobre las Brujas, el romántico Michelet declara: «La naturaleza
las hace hechiceras. En el genio propio el temperamento de la mujer, nace ya hada: por el
cambio regular de la exaltación, es sibila, por el amor, maga. Por su agudeza, por su astucia, a
menudo fantástica y benéfica, es hechicera y da la suerte, o a lo menos adormece, engaña los
males... Así para las religiones, la mujer es madre, solícita nutriz y guardadora fiel. Los dioses
son como los hombres: nacen y mueren en su seno» y Michelet cita a Saga, la hechicera y
Fuentes le da al conejo, animal propicio a la reproducción y a la sensualidad por la molicie de
su piel, el nombre de Saga y le ofrece la belladona que cultiva en su jardín antiguo, y al
ofrecérsela ratifica el nombre que siempre se le ha dado a la bruja y que la desdobla en hada,
en la buena mujer, en la hermosa, la bella donna del Renacimiento.
El protagonista de Fuentes se llama Felipe y los diablos que solían ayuntarse con las brujas en
las aquelarres medievales eran llamados Felipes. Felipe hace el amor con Aura y Aura, como
las brujas de Michelet se le ofrece como un altar abierto sobre el que se realiza la doble
cópula, la cópula de los cuerpos y el pacto con el diablo; y ese pacto se nutre como entre los
vampiros de la sangre. Aura bebe un vino rojo y espeso y sirve una mesa diaria de vísceras
sangrientas, en ceremonia reiterada, que luego perpetra desollando a sus víctimas invisibles
frente a un espejo que parece no reflejarla en su realidad cotidiana, sino en la del aquelarre
infinito. Felipe advierte la dicotomía y acepta a la mujer amada como doncella virginal y
como Madre Terrible, imagen incandescente de esta novela y, en última instancia, aprehende
en su propia carne la Trinidad señalada: Aura-Consuelo-Felipe, trinidad sacra y sacrílega,
guía infinita del laberinto que confunde a la Madre con el Vampiro y a la amada con la Vieja,
llevando en los cuernos terribles del Toro pecaminoso la imagen trasmutada de hombre y
animal, de hombre y mujer, del Andrógino, pues en hada y bruja conviven también el Diablo
y el Vampiro.

Fuente:
Antología de novela negra.

martes, 26 de febrero de 2019

MAURICIO ELECTORAT. PEQUEÑOS CEMENTERIOS BAJO LA LUNA.


Emilio Ortiz, un joven chileno de clase media, lleva una vida relajada en París, donde estudia un posgrado en Lingüística. Sus días transcurren entre su afán por averiguar sobre una misteriosa chica que le obsesiona, y el pequeño hotel en que ejerce de conserje y donde llega a conocer a personajes de la más variada ralea.
Ha puesto así distancia física y emocional con una familia conservadora con la cual poco tiene en común, y con un país herido, que atraviesa los traumáticos últimos años de una larga dictadura. Su tranquilidad se derrumba, sin embargo, cuando descubre la amistad de su padre con los principales dirigentes de la represión en Chile y una serie de sucesos que podrían cambiar lo que sabían del final de su padre: su supuesto suicidio.
***
Mauricio Electorat nació en Santiago en 1960. En 1981, tras cursar dos años de Periodismo y Literatura en la Universidad de Chile, se trasladó a Barcelona, donde se licenció en Filología Hispánica. En 1995, su primera novela, El Paraíso tres veces al día, recibió los dos premios anuales más importantes que se otorgan en Chile: el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, y el Premio Municipal de Literatura que concede la ciudad de Santiago. En 1999, su libro de cuentos Nunca fui a Tijuana y otros relatos, fue distinguido con los mismos galardones. Su segunda novela, La burla del tiempo, obtuvo en 2004 el reput ado Premio Biblioteca Breve Traducida al francés como Sartre et la Citroneta, obtuvo el Prix Rhône Alpes a la mejor novela extranjer a publicada en Francia en 2006. Las islas que van quedando (Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura a la mejor novela edi tada en 2009), el libro de relatos Alguien soñará con nosotros (Lima, 2014) y los libros de poemas Un buey sobre mi lengua (París, 1987) y Fuerte mientre lorando (Barcelona, 1989), componen el resto de su obra. El crítico Michel Polac, de Charlie Hebdo, escogió La burla del tiempo como una de las sesenta mejores novelas publicadas en la primera década del sigl o XXI. En la actualidad es profesor de Literatura en la Universidad Diego Portales, columnista de El Mercurio y traductor. No hay que mirar a los muertos es su cuarta novela.

 Fuente:
Dr: Enrico Pugliatti.

(Fragmento).
«Où furent les grandes actions de guerre,
déjà blanchit la mâchoire d'âne...»
(Donde ocurrieron las grandes acciones de guerra,
blanquea ahora la quijada del asno)
SAINT-JOHN PERSE


 Para Gabriel Electorat y Mateo Electorat



Comienza así




—Así es que tú eres el que vive en París —dijo Yákelin.
—Sí.
A unos pocos metros de la terraza, del otro lado de la baranda de madera, una camioneta vetusta, hundida bajo el peso de un cargamento de melones y sandías, se detuvo con un crujido de latas junto a los surtidores de gasolina. Una bandada de cormoranes irrumpió en el cielo diáfano. Volaban en fila india hacia el norte, contra un fondo de cumbres lejanas.
—Espera que voy a atender —dijo Yákelin.
Pedí otra cerveza. El chico vino. Supuse que era el hermano de Yákelin. Limpió la cubierta con un trapo sucio, puso una Escudo fría y chorreante y aprovechó de limpiar las otras dos mesas, que estaban vacías. Yákelin terminó de cargar el estanque de la camioneta, intercambió algunas frases con el chofer —un tipo obeso, con polera y jockey de los Chicago Bulls— y regresó a sentarse a mi lado. Me miró, abrió desmesuradamente los ojos y dijo:
—Qué romántico.
Me dio risa.
—¿Que romántico qué?
—No sé —dijo ella—, París, la ciudad del amor... debe ser hermosa.
—A veces —dije yo.
—¿No me quieres contar?
—¿Qué quieres saber?
Ella sonrió, sus mejillas se colorearon con un ligero rubor, clavó sus ojos morenos en los míos y dijo:
—Todo.


Todo (o casi)




 1


Ella tiene un nombre romántico, o que suena romántico: Chloé. Él no es Dafnis. Ni mucho menos Longo, porque esta no es una novelita pastoril del siglo II, aunque a lo mejor... quién sabe... Pero no, digamos que no. Él se llama Emilio. Emilio Ortiz Bulnes. Hay otra chica. Una coreana: Young-ae Kim. Pronúnciese Yungué. A Emilio siempre le pareció un nombre de personaje de dibujo animado, Young-ae Kim: una bella sonrisa de dientes nacarados en un rostro de pómulos altos y ojos rasgados, enmarcado por la mancha negra del cabello muy liso, cortado, se diría, con regla. Hay también un departamento en las afueras de París. En Colombes. Rue Buffon, número 15. Tres habitaciones, más sala de estar, una cocina bastante diminuta, un baño. Claro que tiene un parqué de tablas anchas que cruzan de un extremo a otro las piezas. Un bonito parqué a la antigua. Pero los cuartos no son muy amplios. Y además dan a un cementerio. Lo primero que hará Emilio será preguntar por el nombre: Cementerio comunal de Colombes, le dirán, también llamado Cementerio de La Cerisaie. Esto a Emilio al comienzo le parecerá más bien lúgubre. Todas esas tumbas al despertar... antes de acostarse. Claro que con el tiempo se acostumbrará. Y, la verdad, le llegará a gustar esa vista: abrir de par en par las ventanas de la sala por la noche y fumar un cigarrillo contemplando el cementerio bajo la luna. Y no podrá evitar pensar en la cercanía entre los vivos y los muertos. La calle Buffon es bastante estrecha: los edificios por un lado, entre los cuales el que lleva el número 15, los autos estacionados a ambos lados de la calzada y al otro lado, tras un muro de piedra, más bien marrón, más bien alto, tres metros, tres metros y medio, la silenciosa extensión de tumbas, callejones, pasajes, mausoleos, algunos cipreses, no muchos, cinco o seis... Esa situación también le recordará un título: Los grandes cementerios bajo la luna. Un libro de Bernanos que estaba en casa de su tía Amalia, porque en casa de su tía Amalia, entre otras cosas, había una biblioteca. En la suya no. No es que no hubiese libros; los había como suele haber libros en las casas de la gente que no tiene ninguna costumbre de leer: un par de novelas de Arthur Hailey, Aeropuerto y Hotel, cree recordar. Un ejemplar de El padrino, de Mario Puzo, con la foto de Marlon Brando en la portada. También estaba La cabaña del tío Tom y Mujercitas en edición juvenil, unos libros rojos, de formato pequeño. Y un ejemplar desencuadernado de Adiós al Séptimo de Línea, que era el único libro que había leído su padre. Si hace memoria le parece que eso era todo. Bueno, todo no, en realidad estoy omitiendo algo esencial: la Enciclopedia Salvat. Eso —precisamente— lo salvó. Quiero decir: eso lo transformó en un lector, o sea, lo salvó de ser un analfabeto más. Era maravilloso: Afganistán, Albania, Artigas... con fotos en color, dibujos, esquemas... Lo salvó eso y, claro, la biblioteca de la tía Amalia. Donde encontró el libro de Bernanos, Los grandes cementerios bajo la luna: denuncia virulenta de la sociedad burguesa, de su pacto sordo con los fascismos en auge en los años treinta, de la tibieza de los políticos franceses ante la arremetida de Franco contra la República española. Se lo devoró. Pero antes, obviamente, fue a mirar en la enciclopedia: «Bernanos, Georges (1888-1948), escritor francés, católico, ferviente antifascista...» Es que tenía una martingala: cada domingo, antes de acostarse, se obligaba a leer la enciclopedia por lo menos una media hora si quería evitar que le fuese mal en el colegio durante la semana. Media hora, cada domingo, digamos de los ocho a los quince años, ya es bastante. ¿Leía la enciclopedia?: se sacaba excelentes notas; si se escapaba durante el recreo a fumar a Américo Vespucio, no lo pillaban y cuando en las fiestas de los sábados tocaba «declararse», como se dice en Chile, le iba bien con las chicas, a él que habitualmente era incapaz de sacarlas a bailar de puro tímido. ¿No leía la enciclopedia?: se sacaba solo tres y cuatros, fijo que lo pillaban fumando y ni hablar de salir el sábado... con las notas que había traído. O sea que leyó bastante la enciclopedia. Claro que ha olvidado todo sobre la Brújula, la Combustión, la Osteoporosis, los Urales... Pero no se le ha olvidado leer. En fin, me fui demasiado lejos. Dije que comenzaríamos por el principio. Y el principio es un wáter. Porque Emilio ya está en París. Y tiene un vago empleo de portero de noche. Y tiene también la suma que la tía Amalia le envía regularmente. Una suma modesta, pero algo es algo. Aunque ahora último la tía Amalia ha dejado de enviarle la suma en cuestión, un problema pasajero que se resolverá pronto. De más está decir que él nunca le ha pedido ni un céntimo. Es ella la que le ha estado enviando dinero desde que él se vino a París con la intención de hacer un máster en lingüística, primero, y luego —si puede, si le alcanzan el ánimo y el dinero— un doctorado en semiótica. Bueno, desde que se vino a París no, pero casi. Es que la tía Amalia estaba tan orgullosa... Por fin un miembro de la familia iba a abandonar esta repugnante raza de comerciantes, decía ella. La «repugnante raza de comerciantes» estaba formada por su padre, que era dueño de una concesionaria de automóviles, su madre, dueña de las famosas Tortas Teresita (El letrero decía: «Tortas Teresita» y abajo: «son deliciosas, son exquisitas»), allí en Echeñique con Loreley, casi al llegar a Tobalaba y, sin ir más lejos, por la propia tía Amalia, que era una de las mejores... qué digo una de las mejores, la mejor modista de Santiago. Ahora ya no, claro, ahora está retirada, pero en ese entonces le tout Santiagó se hacía ropa con ella. Amalia Bulnes, prêt-à-porter se llamaba la tienda. Era un departamento en Orrego Luco, cerca de Providencia. Llegaban las señoras con sus patrones sacados de las revistas de moda, Dior, Gucci, Chanel... y la tía Amalia les hacía los modelos igualitos, ni que se los hubiesen comprado en la avenue Georges V o en la via Condotti o en la Quinta Avenida, ay, qué regio ese vestido, galla, ¿te gusta?, me lo hizo la Amalia Bulnes, ah, claro, es que es otra cosa... Era otra cosa, en efecto. Y ganaba mucha plata. Pero últimamente ha tenido problemas. Emilio no sabe qué clase de problemas. Le ha escrito una postal. Querido Emilio, dice. Estoy atravesando por unos meses de dificultades financieras. Espero que puedas suplir con otras fuentes los pocos dólares que te mando. Es una postal muy cariñosa. Pero no entra en detalles. Antes de despedirse, agrega que apenas pueda volverá a enviarle la remesa a su sobrino preferido. Que espera que sepa perdonarla. Que lo quiere mucho. Un beso. Y, en una posdata, que trate de portarse lo más mal posible. Eso es todo. Ante esa situación... ante esa situación ¿qué? Ante esa situación, nada.


 2


Una tarde vi en la puerta de un hotel un letrero: «Se necesita portero de noche, referencias exigidas». Junto a la entrada había una placa: «Aquí vivieron Francis Picabia, Tristan Tzara, Man Ray, Rainer Maria Rilke, Vladimir Maiakovski, Louis Aragon y Elsa Triolet». Todo el mundo había vivido allí. Claro, era el Montparnasse de los años veinte. Más abajo, un poema de Aragon: Ne s’éteint que ce qui brilla/ lorsque tu descendais de l’hôtel Istria/ tout était différent rue Campagne Première/ En mil neuf cent vingneuf, vers l’heure de midi... Me quedé un rato tratando de traducir, incluso me decidí a escribir en un pedazo de papel. La cosa daba algo parecido a esto: «Se extingue solo lo que refulgía/ cuando bajabas del hotel Istria/ todo era diferente en la calle Campagne Première/ En mil novecientos veintinueve, hacia mediodía...» ¿«Refulgía» por «brilló»? ¿Pero cómo hacer rimar con «mediodía»? Bueno, tampoco era para la imprenta la cuestión... Entré. El dueño era como un personaje de novela. No me pregunten por qué, aunque seguramente la razón es que durante mi primer año en París yo casi únicamente leía a Balzac y estaba especialmente fascinado por la trilogía que conforman Papá Goriot, Ilusiones perdidas y Esplendor y miseria de las cortesanas. El asunto es que vi al dueño del hotel y me dije: Vautrin. Un tipo bajo, moreno y fornido, con unas manazas y unos antebrazos de presidiario (que uno imaginaba llenos de tatuajes, aunque llevara terno y corbata) y unas patillas a lo Bernardo O’Higgins. De alguna parte salió su mujer. Era bonita, aunque ya no tan joven, digamos de unos cuarenta y algo, pero había conservado toda la lozanía de la juventud. Ella se llamaba Marie-Laure, usaba unos vestidos de escote cuadrado y tenía algo... algo indefinible... No sé... Vautrin y su mujer estuvieron encantados de que yo fuese estudiante. Es lo que buscamos, dijo él. Y ella: Claro, un estudiante sería ideal. Y, además, estaba eso, digo, esa entelequia que siempre nos favoreció: Chile, o mejor dicho le Chili, Allendé, La Moneda en llamas, los militares quemando libros, todas esas postales que hablaban de un país formidablemente hundido en el sufrimiento y el terror. Ahora son los sirios, los iraquíes, las mujeres afganas, pero en los años ochenta, en Francia, no había mejor cosa que ser chileno. Pensé: el puesto es mío. Pero entonces Vautrin preguntó: ¿Tiene recomendaciones? ¿Recomendaciones? Sí, dijo Vautrin, señalando el cartel en la ventana, son indispensables. Yo no tenía ninguna. Su mujer agregó, como disculpándose: Con una carta de alguien que nos dé confianza bastaría. Claro, aprobó el marido, usted comprende, por los tiempos que corren. Yo comprendía. Muchas gracias, dije, me conseguiré una y regreso. Lo esperamos, contestó Marie-Laure, con su bonita sonrisa, su bonita melena y su bonito vestido estilo años sesenta. ¿Pero a quién le iba a pedir una carta? Aún no tenía amigos, apenas algunos conocidos. Y la mayoría de esas personas era gente que trabajaba en oficios tan subalternos como el de portero de noche, artistas plásticos que se ganaban la vida pintando edificios, sociólogos que acarreaban maletas en estaciones de trenes, ex comandantes revolucionarios que lavaban platos o pelaban papas en restoranes... Había algo así como tipos de oficios según lo que querías ser en el futuro (si tenías futuro) o lo que habías sido en otra vida (es decir, cuando ya habías tenido futuro). Pero ¿cómo iba a presentar una carta firmada, digamos, por un acarreador de maletas? De pronto me acordé de Alfredo Martín. Alfredo era un chileno que estudiaba, se suponía, literatura, se suponía que era poeta, lo único cierto era que trabajaba como portero de noche en un hotel (esto lo sabía porque me habían dicho que las fiestas terminaban muy bien en el hotel de Alfredo, decían que era muy generoso con los botellines de whisky destinados a los minibares). Me metí a una cabina telefónica. Hice dos o tres llamadas hasta que di con sus señas. Curiosamente, trabajaba en el hotel Lenox, que quedaba en la rue Delambre, a un par de cuadras de donde yo estaba. Fui al Lenox con la idea de averiguar cuál de esas noches podría encontrarlo. Era mi día de suerte: estaba detrás de la recepción.
—Huevón, qué estái haciendo aquí —me saludó.
—Me dijeron que trabajabas de noche.
—Sí, pero los martes hago el turno de día.
Le conté lo que me acababa de ocurrir.
—Pensé que una carta tuya podría servir —le dije—, como eres portero de noche.
—¿Una recomendación de un portero de noche para un puesto de portero de noche? —Alfredo casi saltó de su silla—. Tú estás loco.
Pregunté con toda ingenuidad:
—¿Por qué?
—Porque la mayoría de los porteros de noche de esta ciudad son alcohólicos, o depravados, o ambas cosas —continuó Alfredo—, y muy a menudo están metidos en enjuagues con prostitutas, reducidores, policías corruptos, en fin.
—¿Me estás tratando de asustar? —pregunté.
—Ya verás —dijo Alfredo—. No, lo que tú necesitas es una carta de alguien importante.
—Es que justamente, no conozco a nadie importante.
—Sí conoces —me contradijo—, Fernando Undurraga.
—¿Fernando Undurraga? —dije, extrañado—, pero si trabaja en una librería.
Era vendedor en la Librairie Hispanique de la rue Monsieur le Prince, yo solía pasar por allí y conversar con él.
—Ese no es el punto —contestó Alfredo—, el punto es que es hijo de un embajador.
—¿Y?
—Ya verás —profetizó nuevamente Alfredo.

lunes, 25 de febrero de 2019

6. EL LABERINTO URBANO. 100 años de literatura costarricense. Tomo II.


En el país, en el campo de las publicaciones literarias apareció la revista “Brecha”, de orientación más específicamente  literaria  y artística que “Repertorio Americano. “Brecha” circuló entre 1956 y 1962, bajo la dirección del poeta Arturo Echeverría Loría, y en ella publicaron ensayistas y críticos literarios como Cristián Rodríguez, Isaac Felipe Azofeifa, León Pacheco y Abelardo Bonilla, de los que hemos hablado anteriormente. Sirvió a los escritores que empezaban a surgir en la época, como Ana Antillón, Jorge Montero Madrigal y Carmen Naranjo; divulgaba también semblanzas y homenajes sobre escritores desaparecidos, opiniones políticas y traducciones. Se interesaba de manera especial por recuperar los valores de la historia nacional y publicó por ejemplo, “En una silla de ruedas” de Carmen Lyra, ensayos de Mario Sancho, textos inéditos de Carlos Cagini, Roberto Brenes Mesén, Joaquín García Monge y Yolanda Oreamuno. No estaban ausentes las Letras americanas, con nombres como Antonio Caso y José Luis Martínez.

Fuente:
Páginas: 572-573.
100 años de literatura
Costarricense                                                         
Tomo II
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.
2018.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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