Emilio Ortiz, un joven chileno de clase
media, lleva una vida relajada en París, donde estudia un posgrado en
Lingüística. Sus días transcurren entre su afán por averiguar sobre una
misteriosa chica que le obsesiona, y el pequeño hotel en que ejerce de conserje
y donde llega a conocer a personajes de la más variada ralea.
Ha puesto así distancia física y emocional con una familia conservadora con la cual poco tiene en común, y con un país herido, que atraviesa los traumáticos últimos años de una larga dictadura. Su tranquilidad se derrumba, sin embargo, cuando descubre la amistad de su padre con los principales dirigentes de la represión en Chile y una serie de sucesos que podrían cambiar lo que sabían del final de su padre: su supuesto suicidio.
Ha puesto así distancia física y emocional con una familia conservadora con la cual poco tiene en común, y con un país herido, que atraviesa los traumáticos últimos años de una larga dictadura. Su tranquilidad se derrumba, sin embargo, cuando descubre la amistad de su padre con los principales dirigentes de la represión en Chile y una serie de sucesos que podrían cambiar lo que sabían del final de su padre: su supuesto suicidio.
***
Mauricio Electorat nació en Santiago en 1960. En 1981, tras cursar dos años de Periodismo y Literatura en la Universidad de Chile, se trasladó a Barcelona, donde se licenció en Filología Hispánica. En 1995, su primera novela, El Paraíso tres veces al día, recibió los dos premios anuales más importantes que se otorgan en Chile: el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, y el Premio Municipal de Literatura que concede la ciudad de Santiago. En 1999, su libro de cuentos Nunca fui a Tijuana y otros relatos, fue distinguido con los mismos galardones. Su segunda novela, La burla del tiempo, obtuvo en 2004 el reput ado Premio Biblioteca Breve Traducida al francés como Sartre et la Citroneta, obtuvo el Prix Rhône Alpes a la mejor novela extranjer a publicada en Francia en 2006. Las islas que van quedando (Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura a la mejor novela edi tada en 2009), el libro de relatos Alguien soñará con nosotros (Lima, 2014) y los libros de poemas Un buey sobre mi lengua (París, 1987) y Fuerte mientre lorando (Barcelona, 1989), componen el resto de su obra. El crítico Michel Polac, de Charlie Hebdo, escogió La burla del tiempo como una de las sesenta mejores novelas publicadas en la primera década del sigl o XXI. En la actualidad es profesor de Literatura en la Universidad Diego Portales, columnista de El Mercurio y traductor. No hay que mirar a los muertos es su cuarta novela.
Mauricio Electorat nació en Santiago en 1960. En 1981, tras cursar dos años de Periodismo y Literatura en la Universidad de Chile, se trasladó a Barcelona, donde se licenció en Filología Hispánica. En 1995, su primera novela, El Paraíso tres veces al día, recibió los dos premios anuales más importantes que se otorgan en Chile: el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, y el Premio Municipal de Literatura que concede la ciudad de Santiago. En 1999, su libro de cuentos Nunca fui a Tijuana y otros relatos, fue distinguido con los mismos galardones. Su segunda novela, La burla del tiempo, obtuvo en 2004 el reput ado Premio Biblioteca Breve Traducida al francés como Sartre et la Citroneta, obtuvo el Prix Rhône Alpes a la mejor novela extranjer a publicada en Francia en 2006. Las islas que van quedando (Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura a la mejor novela edi tada en 2009), el libro de relatos Alguien soñará con nosotros (Lima, 2014) y los libros de poemas Un buey sobre mi lengua (París, 1987) y Fuerte mientre lorando (Barcelona, 1989), componen el resto de su obra. El crítico Michel Polac, de Charlie Hebdo, escogió La burla del tiempo como una de las sesenta mejores novelas publicadas en la primera década del sigl o XXI. En la actualidad es profesor de Literatura en la Universidad Diego Portales, columnista de El Mercurio y traductor. No hay que mirar a los muertos es su cuarta novela.
«Où
furent les grandes actions de guerre,
déjà
blanchit la mâchoire d'âne...»
(Donde ocurrieron las grandes
acciones de guerra,
blanquea ahora la quijada del
asno)
SAINT-JOHN PERSE
Para
Gabriel Electorat y Mateo Electorat
Comienza así
—Así es que tú eres el que vive
en París —dijo Yákelin.
—Sí.
A unos pocos metros de la
terraza, del otro lado de la baranda de madera, una camioneta vetusta, hundida
bajo el peso de un cargamento de melones y sandías, se detuvo con un crujido de
latas junto a los surtidores de gasolina. Una bandada de cormoranes irrumpió en
el cielo diáfano. Volaban en fila india hacia el norte, contra un fondo de
cumbres lejanas.
—Espera que voy a atender —dijo
Yákelin.
Pedí otra cerveza. El chico vino.
Supuse que era el hermano de Yákelin. Limpió la cubierta con un trapo sucio,
puso una Escudo fría y chorreante y aprovechó de limpiar las otras dos mesas,
que estaban vacías. Yákelin terminó de cargar el estanque de la camioneta,
intercambió algunas frases con el chofer —un tipo obeso, con polera y jockey de
los Chicago Bulls— y regresó a sentarse a mi lado. Me miró, abrió
desmesuradamente los ojos y dijo:
—Qué romántico.
Me dio risa.
—¿Que romántico qué?
—No sé —dijo ella—, París, la
ciudad del amor... debe ser hermosa.
—A veces —dije yo.
—¿No me quieres contar?
—¿Qué quieres saber?
Ella sonrió, sus mejillas se
colorearon con un ligero rubor, clavó sus ojos morenos en los míos y dijo:
—Todo.
Todo (o casi)
1
Ella tiene un nombre romántico, o
que suena romántico: Chloé. Él no es Dafnis. Ni mucho menos Longo, porque esta
no es una novelita pastoril del siglo II, aunque a lo mejor... quién sabe...
Pero no, digamos que no. Él se llama Emilio. Emilio Ortiz Bulnes. Hay otra
chica. Una coreana: Young-ae Kim. Pronúnciese Yungué. A Emilio siempre le
pareció un nombre de personaje de dibujo animado, Young-ae Kim: una bella
sonrisa de dientes nacarados en un rostro de pómulos altos y ojos rasgados,
enmarcado por la mancha negra del cabello muy liso, cortado, se diría, con
regla. Hay también un departamento en las afueras de París. En Colombes. Rue
Buffon, número 15. Tres habitaciones, más sala de estar, una cocina bastante
diminuta, un baño. Claro que tiene un parqué de tablas anchas que cruzan de un
extremo a otro las piezas. Un bonito parqué a la antigua. Pero los cuartos no
son muy amplios. Y además dan a un cementerio. Lo primero que hará Emilio será
preguntar por el nombre: Cementerio comunal de Colombes, le dirán, también
llamado Cementerio de La Cerisaie. Esto a Emilio al comienzo le parecerá más
bien lúgubre. Todas esas tumbas al despertar... antes de acostarse. Claro que
con el tiempo se acostumbrará. Y, la verdad, le llegará a gustar esa vista:
abrir de par en par las ventanas de la sala por la noche y fumar un cigarrillo
contemplando el cementerio bajo la luna. Y no podrá evitar pensar en la
cercanía entre los vivos y los muertos. La calle Buffon es bastante estrecha:
los edificios por un lado, entre los cuales el que lleva el número 15, los
autos estacionados a ambos lados de la calzada y al otro lado, tras un muro de
piedra, más bien marrón, más bien alto, tres metros, tres metros y medio, la
silenciosa extensión de tumbas, callejones, pasajes, mausoleos, algunos
cipreses, no muchos, cinco o seis... Esa situación también le recordará un
título: Los grandes cementerios bajo la
luna. Un libro de Bernanos que estaba en casa de su tía Amalia, porque en
casa de su tía Amalia, entre otras cosas, había una biblioteca. En la suya no.
No es que no hubiese libros; los había como suele haber libros en las casas de
la gente que no tiene ninguna costumbre de leer: un par de novelas de Arthur
Hailey, Aeropuerto y Hotel, cree recordar. Un ejemplar de El padrino, de Mario Puzo, con la foto
de Marlon Brando en la portada. También estaba La cabaña del tío Tom y Mujercitas
en edición juvenil, unos libros rojos, de formato pequeño. Y un ejemplar
desencuadernado de Adiós al Séptimo de
Línea, que era el único libro que había leído su padre. Si hace memoria le
parece que eso era todo. Bueno, todo no, en realidad estoy omitiendo algo
esencial: la Enciclopedia Salvat. Eso —precisamente— lo salvó. Quiero decir:
eso lo transformó en un lector, o sea, lo salvó de ser un analfabeto más. Era
maravilloso: Afganistán, Albania, Artigas... con fotos en color, dibujos, esquemas...
Lo salvó eso y, claro, la biblioteca de la tía Amalia. Donde encontró el libro
de Bernanos, Los grandes cementerios bajo
la luna: denuncia virulenta de la sociedad burguesa, de su pacto sordo con
los fascismos en auge en los años treinta, de la tibieza de los políticos
franceses ante la arremetida de Franco contra la República española. Se lo
devoró. Pero antes, obviamente, fue a mirar en la enciclopedia: «Bernanos,
Georges (1888-1948), escritor francés, católico, ferviente antifascista...» Es que
tenía una martingala: cada domingo, antes de acostarse, se obligaba a leer la
enciclopedia por lo menos una media hora si quería evitar que le fuese mal en
el colegio durante la semana. Media hora, cada domingo, digamos de los ocho a
los quince años, ya es bastante. ¿Leía la enciclopedia?: se sacaba excelentes
notas; si se escapaba durante el recreo a fumar a Américo Vespucio, no lo
pillaban y cuando en las fiestas de los sábados tocaba «declararse», como se
dice en Chile, le iba bien con las chicas, a él que habitualmente era incapaz
de sacarlas a bailar de puro tímido. ¿No leía la enciclopedia?: se sacaba solo
tres y cuatros, fijo que lo pillaban fumando y ni hablar de salir el sábado...
con las notas que había traído. O sea que leyó bastante la enciclopedia. Claro
que ha olvidado todo sobre la Brújula, la Combustión, la Osteoporosis, los
Urales... Pero no se le ha olvidado leer. En fin, me fui demasiado lejos. Dije
que comenzaríamos por el principio. Y el principio es un wáter. Porque Emilio
ya está en París. Y tiene un vago empleo de portero de noche. Y tiene también
la suma que la tía Amalia le envía regularmente. Una suma modesta, pero algo es
algo. Aunque ahora último la tía Amalia ha dejado de enviarle la suma en
cuestión, un problema pasajero que se resolverá pronto. De más está decir que
él nunca le ha pedido ni un céntimo. Es ella la que le ha estado enviando
dinero desde que él se vino a París con la intención de hacer un máster en
lingüística, primero, y luego —si puede, si le alcanzan el ánimo y el dinero—
un doctorado en semiótica. Bueno, desde que se vino a París no, pero casi. Es
que la tía Amalia estaba tan orgullosa... Por fin un miembro de la familia iba
a abandonar esta repugnante raza de comerciantes, decía ella. La «repugnante
raza de comerciantes» estaba formada por su padre, que era dueño de una
concesionaria de automóviles, su madre, dueña de las famosas Tortas Teresita
(El letrero decía: «Tortas Teresita» y abajo: «son deliciosas, son
exquisitas»), allí en Echeñique con Loreley, casi al llegar a Tobalaba y, sin
ir más lejos, por la propia tía Amalia, que era una de las mejores... qué digo
una de las mejores, la mejor modista de Santiago. Ahora ya no, claro, ahora
está retirada, pero en ese entonces le
tout Santiagó se hacía ropa con ella. Amalia Bulnes, prêt-à-porter se llamaba la tienda. Era un departamento en Orrego
Luco, cerca de Providencia. Llegaban las señoras con sus patrones sacados de
las revistas de moda, Dior, Gucci, Chanel... y la tía Amalia les hacía los
modelos igualitos, ni que se los hubiesen comprado en la avenue Georges V o en
la via Condotti o en la Quinta Avenida, ay, qué regio ese vestido, galla, ¿te
gusta?, me lo hizo la Amalia Bulnes, ah, claro, es que es otra cosa... Era otra
cosa, en efecto. Y ganaba mucha plata. Pero últimamente ha tenido problemas.
Emilio no sabe qué clase de problemas. Le ha escrito una postal. Querido
Emilio, dice. Estoy atravesando por unos meses de dificultades financieras.
Espero que puedas suplir con otras fuentes los pocos dólares que te mando. Es
una postal muy cariñosa. Pero no entra en detalles. Antes de despedirse, agrega
que apenas pueda volverá a enviarle la remesa a su sobrino preferido. Que
espera que sepa perdonarla. Que lo quiere mucho. Un beso. Y, en una posdata,
que trate de portarse lo más mal posible. Eso es todo. Ante esa situación...
ante esa situación ¿qué? Ante esa situación, nada.
2
Una tarde vi en la puerta de un
hotel un letrero: «Se necesita portero de noche, referencias exigidas». Junto a
la entrada había una placa: «Aquí vivieron Francis Picabia, Tristan Tzara, Man
Ray, Rainer Maria Rilke, Vladimir Maiakovski, Louis Aragon y Elsa Triolet».
Todo el mundo había vivido allí. Claro, era el Montparnasse de los años veinte.
Más abajo, un poema de Aragon: Ne
s’éteint que ce qui brilla/ lorsque tu descendais de l’hôtel Istria/ tout était
différent rue Campagne Première/ En mil neuf cent vingneuf, vers l’heure de
midi... Me quedé un rato tratando de traducir, incluso me decidí a escribir
en un pedazo de papel. La cosa daba algo parecido a esto: «Se extingue solo lo
que refulgía/ cuando bajabas del hotel Istria/ todo era diferente en la calle
Campagne Première/ En mil novecientos veintinueve, hacia mediodía...»
¿«Refulgía» por «brilló»? ¿Pero cómo hacer rimar con «mediodía»? Bueno, tampoco
era para la imprenta la cuestión... Entré. El dueño era como un personaje de
novela. No me pregunten por qué, aunque seguramente la razón es que durante mi
primer año en París yo casi únicamente leía a Balzac y estaba especialmente
fascinado por la trilogía que conforman Papá
Goriot, Ilusiones perdidas y Esplendor y miseria de las cortesanas.
El asunto es que vi al dueño del hotel y me dije: Vautrin. Un tipo bajo, moreno
y fornido, con unas manazas y unos antebrazos de presidiario (que uno imaginaba
llenos de tatuajes, aunque llevara terno y corbata) y unas patillas a lo
Bernardo O’Higgins. De alguna parte salió su mujer. Era bonita, aunque ya no
tan joven, digamos de unos cuarenta y algo, pero había conservado toda la
lozanía de la juventud. Ella se llamaba Marie-Laure, usaba unos vestidos de
escote cuadrado y tenía algo... algo indefinible... No sé... Vautrin y su mujer
estuvieron encantados de que yo fuese estudiante. Es lo que buscamos, dijo él.
Y ella: Claro, un estudiante sería ideal. Y, además, estaba eso, digo, esa
entelequia que siempre nos favoreció: Chile, o mejor dicho le Chili, Allendé, La
Moneda en llamas, los militares quemando libros, todas esas postales que
hablaban de un país formidablemente hundido en el sufrimiento y el terror.
Ahora son los sirios, los iraquíes, las mujeres afganas, pero en los años
ochenta, en Francia, no había mejor cosa que ser chileno. Pensé: el puesto es
mío. Pero entonces Vautrin preguntó: ¿Tiene recomendaciones? ¿Recomendaciones?
Sí, dijo Vautrin, señalando el cartel en la ventana, son indispensables. Yo no
tenía ninguna. Su mujer agregó, como disculpándose: Con una carta de alguien
que nos dé confianza bastaría. Claro, aprobó el marido, usted comprende, por
los tiempos que corren. Yo comprendía. Muchas gracias, dije, me conseguiré una
y regreso. Lo esperamos, contestó Marie-Laure, con su bonita sonrisa, su bonita
melena y su bonito vestido estilo años sesenta. ¿Pero a quién le iba a pedir
una carta? Aún no tenía amigos, apenas algunos conocidos. Y la mayoría de esas
personas era gente que trabajaba en oficios tan subalternos como el de portero
de noche, artistas plásticos que se ganaban la vida pintando edificios,
sociólogos que acarreaban maletas en estaciones de trenes, ex comandantes
revolucionarios que lavaban platos o pelaban papas en restoranes... Había algo
así como tipos de oficios según lo que querías ser en el futuro (si tenías
futuro) o lo que habías sido en otra vida (es decir, cuando ya habías tenido
futuro). Pero ¿cómo iba a presentar una carta firmada, digamos, por un
acarreador de maletas? De pronto me acordé de Alfredo Martín. Alfredo era un
chileno que estudiaba, se suponía, literatura, se suponía que era poeta, lo
único cierto era que trabajaba como portero de noche en un hotel (esto lo sabía
porque me habían dicho que las fiestas terminaban muy bien en el hotel de
Alfredo, decían que era muy generoso con los botellines de whisky destinados a
los minibares). Me metí a una cabina telefónica. Hice dos o tres llamadas hasta
que di con sus señas. Curiosamente, trabajaba en el hotel Lenox, que quedaba en
la rue Delambre, a un par de cuadras de donde yo estaba. Fui al Lenox con la
idea de averiguar cuál de esas noches podría encontrarlo. Era mi día de suerte:
estaba detrás de la recepción.
—Huevón, qué estái haciendo aquí
—me saludó.
—Me dijeron que trabajabas de
noche.
—Sí, pero los martes hago el
turno de día.
Le conté lo que me acababa de
ocurrir.
—Pensé que una carta tuya podría
servir —le dije—, como eres portero de noche.
—¿Una recomendación de un portero
de noche para un puesto de portero de noche? —Alfredo casi saltó de su silla—.
Tú estás loco.
Pregunté con toda ingenuidad:
—¿Por qué?
—Porque la mayoría de los
porteros de noche de esta ciudad son alcohólicos, o depravados, o ambas cosas —continuó
Alfredo—, y muy a menudo están metidos en enjuagues con prostitutas,
reducidores, policías corruptos, en fin.
—¿Me estás tratando de asustar?
—pregunté.
—Ya verás —dijo Alfredo—. No, lo
que tú necesitas es una carta de alguien importante.
—Es que justamente, no conozco a
nadie importante.
—Sí conoces —me contradijo—,
Fernando Undurraga.
—¿Fernando Undurraga? —dije,
extrañado—, pero si trabaja en una librería.
Era vendedor en la Librairie
Hispanique de la rue Monsieur le Prince, yo solía pasar por allí y conversar
con él.
—Ese no es el punto —contestó
Alfredo—, el punto es que es hijo de un embajador.
—¿Y?
—Ya verás —profetizó nuevamente
Alfredo.
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