jueves, 18 de octubre de 2018

CARLOS FUENTES, CUENTOS. AGUA QUEMADA,1. El día de las madres a Teodoro Cesarman


Cuatro historias urbanas convergen en un solo destino, trazado por manos inexorables en lugares famosos o recónditos de la ciudad de México. 
La Ciudad de México -espacio mítico, ambiguo y luminoso- es el escenario de Agua Quemada, un sube y baja social que en la pluma de Carlos Fuentes da vértigo y hechiza al lector. 
Esta historia está hecha de cuatro relatos donde se narran momentos decisivos para los protagonistas, quienes descubren que la vida no es aquello que imaginaron. Sus personajes transitan por espacios y momentos trágicos y festivos, como ellos mismos: un general nostálgico ante la revolución mexicana, cada vez más corrompida, una anciana olvidada y su oscura relación con un niño paralítico de las vecindades del centro, un solterón acaudalado que no alcanza a comprender la pobreza ni la desaparición del mito fundador de su status, y un lumpen que, mientras traba un combate con las palabras, termina como guardaespaldas de quien le ha causado tanto dolor... La grandeza de ayer es la ruina de hoy, y nada lo demuestra mejor que la propia Ciudad de México y sus habitantes.

***

1. El día de las madres

a Teodoro Cesarman

 
Todas las mañanas el abuelo mezcla con fuerza su taza de café instantáneo. Empuña la cuchara como en otros tiempos la difunta abuelita doña Clotilde el molinete o como él mismo, el general Vicente Vergara, empuñó la cabeza de la silla de montar que cuelga de una pared de su recámara. Luego destapa la botella de tequila y la empina hasta llenar la mitad de la taza. Se abstiene de mezclar el tequila y el Nescafé. Que se asiente solo el alcohol blanco. Mira la botella de tequila y ha de pensar qué roja era la sangre derramada, qué límpido el licor que la puso a hervir y la inflamó para los grandes encuentros, Chihuahua y Torreón, Celaya y Paso de Gavilanes, cuando los hombres eran hombres y no había manera de distinguir entre la alegría de la borrachera y el arrojo del combate, sí señor, ¿por dónde se iba a colocar el miedo, si el gusto era la pelea y la pelea el gusto?
Casi dijo todo esto en voz alta, entre sorbo y sorbo del cafecito con piquete. Ya nadie sabía hacerle su café de olla, sabor de barro y piloncillo, de veras nadie, ni la pareja de criados traídos del ingenio azucarero de Morelos. Hasta ellos bebían Nescafé; lo inventaron en Suiza, el país más limpio y ordenado del mundo. El general Vergara tuvo una visión de montañas nevadas y vacas con campanas, pero no dijo nada en voz alta porque no se había puesto los dientes falsos que dormían en el fondo de un vaso de agua, frente a él. Esta era su hora preferida: paz, ensueño, memorias, fantasías sin nadie que las desmintiera. Qué raro, suspiró, que hubiera vivido tanto y ahora la memoria le regresara como una dulce mentira. Siguió pensando en los años de la revolución y en las batallas que forjaron al México moderno. Entonces escupió el buche que hacía circular en su lengua de lagartija y sus encallecidas encías.
Esa mañana vi a mi abuelito más tarde, de lejos, chancleteando como siempre a lo largo de los vestíbulos de mármol, limpiándose con un paliacate las permanentes lagañas y las lágrimas involuntarias de sus ojos color de maguey. Lo miraba así, de lejos, era como una planta del desierto, nomás que moviéndose. Verde, correoso, seco como los llanos del Norte, un viejo cacto engañoso, que iba reservando en su entraña la escasa lluvia de uno que otro verano, fermentándola: se le salía por los ojos, no alcanzaba a bañar los mechones blancos del cráneo, que parecían pelos de elote muerto. En las fotos, a caballo, se veía alto. Cuando chancleteaba, ocioso y viejo, por las salas de mármol del caserón del Pedregal, se veía chiquito, enjuto, puro hueso y piel desesperada por no separarse del esqueleto: viejito tenso, crujía. Pero no se doblaba, eso no, a ver quién se atreve.
Volví a sentir el malestar de todas las mañanas, la angustia de ratón arrinconado que me cogía al ver al general Vergara recorrer sin propósito las salas y vestíbulos y pasillos que a estas horas olían a zacate y jabón, después de que Nicomedes y Engracia los lavaban, de rodillas. La pareja de criados se negaba a usar los aparatos eléctricos. Decían que no con una gran dignidad, humilde, muy de llamar la atención. El abuelo les daba la razón, le gustaba el olor de zacate enjabonado y por eso Nicomedes y Engracia fregaban todas las mañanas metros y más metros de mármol de Zacatecas, aunque el licenciado Agustín Vergara, mi padre, dijera que lo había importado de Carrara, pero dedo sobre la boca, que nadie se entere, eso está prohibido, me ensartan un ad valorem, ya ni fiestas se pueden dar, sales a colores en el periódico y te quemas, hay que ser austero y hasta sentir vergüenza de haber trabajado duro toda la vida para darle a los tuyos todo lo que
Salí corriendo de la casa, poniéndome la chamarra Eisenhower. Llegué a la cochera y subí al Thunderbird rojo, lo puse en marcha, el portón levadizo del garaje se abrió automáticamente al ruido del motor y arranqué a ciegas. Algo, un mínimo sentido de la precaución, me dijo que Nicomedes podía estar allí, en el camino entre el garaje y la maciza puerta de entrada, recogiendo la manguera, tonsurando el pasto artificial entre las losas de piedra. Imaginé al jardinero volando por los cielos, hecho pedazos por el impacto del automóvil y aceleré. La puerta de cedro despintada por las lluvias del verano, hinchada, crujiente, también se abrió sola al pasar el Thunderbird junto a los dos ojos eléctricos insertados en la roca y ya estuvo: rechinaron las llantas cuando viré velozmente a la derecha, creí ver la cima nevada del Popocatépetl, era un espejismo, aceleré, la mañana era fría, la niebla natural del altiplano ascendía para encontrarse con la capa de smog aprisionada por el circo de montañas y la presión del aire alto y frío.
Aceleré hasta llegar al ingreso del Anillo Periférico, respiré, aceleré, pero ahora tranquilo, ya no tenía de qué preocuparme, podía dar la vuelta, una, dos, cien veces, cuantas veces quisiera, a lo largo de miles de kilómetros, con la sensación de no moverme, de estar siempre en el lugar de partida y al mismo tiempo en el lugar de arribo, el mismo horizonte de cemento, los mismos anuncios de cerveza, aspiradoras eléctricas, las que odiaban Nicomedes y Engracia, jabones, televisores, las mismas casuchas chatas, verdes, las ventanas enrejadas, las cortinas de fierro, las mismas tlapalerías, talleres de reparación, misceláneas con la nevera a la entrada repleta de hielo y gaseosas, los techos de lámina corrugada, una que otra cúpula de iglesia colonial perdida entre mil tinacos de agua, un reparto estelar sonriente de personajes prósperos, sonrosados, recién pintados, Santa Claus, la Rubia de Categoría, el duendecito blanco de la Coca-Cola con su corona de corcholata, Donald Duck y abajo el reparto de millones de extras, los vendedores de globos, chicles, billetes de lotería, los jóvenes de playera y camisa de manga corta reunidos cerca de las sinfonolas, mascando, fumando, vacilando, albureando, los camiones materialistas, las armadas de Volkswagen, el choque a la salida de Fray Servando, los policías en motocicleta, los tamarindos, la mordida, el tapón, los claxons, las mentadas, otra vez el arranque libre, idéntico, la segunda vuelta, el mismo recorrido, los tinacos, Plutarco, los camiones de gas, los camiones de leche, el frenón, los peroles de leche caen, ruedan, se estrellan sobre el asfalto, en las barandillas del periférico, contra el Thunderbird rojo, la marea de leche. El parabrisas blanco de Plutarco. Plutarco en la niebla. Plutarco cegado por la blancura inmensa, líquida, ciega ella misma, invisible, haciéndolo invisible a él, un baño de leche, mala leche, leche aguada, leche de tu madre, Plutarco.
Seguro, el nombre se presta a guasas y en la escuela me habían dicho todo aquello de ¿quequé?, ¿a poco?, ¿repite?, y Verga rara y alabío, alabau, alabimbombá, Verga, Verga, ra, ra, ra, y cuando pasaban lista nunca faltaba un chistoso que dijera Vergara Plutarco, presente y parada, o chiquita, o dormidita. Luego había trancazos a la hora del recreo y cuando me dio por leer novelas, a los quince años, descubrí que un autor italiano se llamaba Giovanni así, pero eso no iba a impresionar a la bola de cabroncitos relajientos de la Prepa nacional. No fui a escuela de curas porque primero el abuelo dijo que eso nunca, o para qué había habido revolución, y mi papá el licenciado dijo que okey, el viejo tenía razón, había tantísimo comecuras en público que era mocho en casa, era mejor para la imagen. Pero yo hubiera querido hacer como mi abuelito don Vicente, que le hicieron una vez esa broma y mandó castrar al chistoso. Usté es pura pirinola, puro pizarrín arrugado, puro pajarito coyón, le dijo el prisionero, y el general Vergara, que lo capen, pero ahoritita. Desde entonces lo llamaron el General Tompiates, cuídate los aguacates, ríete pero no me mates, y otros estribillos que corrieron durante la gran campaña de Pancho Villa contra los Federales, cuando Vicente Vergara, entonces muy jovencito pero ya fogueado, militaba con el Centauro del norte, antes de pasarse a las filas de Obregón cuando la vio perdida en Celaya.
Ya sé lo que cuentan. Tú sácale el mole al que te diga que tu abuelo cambió de chaqueta.
Pero si nadie me ha dicho nada.
Óyeme, chamaco, una cosa era Villa cuando salió de la nada, de las montañas de Durango, y él solito arrastró a todos los descontentos y organizó esa División del Norte que acabó con la dictadura del borracho Huerta y sus Federales. Pero cuando se puso contra Carranza y la gente de ley, ya fue otra cosa. Quiso seguir guerreando, a como diera lugar, porque ya no podía detenerse. Después de que Obregón lo derrotó en Celaya, el ejército se le desbandó a Villa y todos sus hombres volvieron a sus milpas y a sus bosques. Entonces Villa fue a buscarlos uno por uno, a convencerlos de que había que seguir en la bola, y ellos decían que no, que mirara el general, ya habían regresado a sus casas, ya estaban otra vez con sus mujeres y sus hijos. Entonces los pobres oían unos disparos, se volteaban y miraban sus casas en llamas y sus familias muertas. “Ya no tienes ni casa, ni mujer, ni hijos —les decía Villa— mejor síguele conmigo.”
Quizás quería mucho a sus hombres, abuelo.
Que nadie diga que fui un traidor.
Nadie lo dice. Ya se olvidó todo eso.
Me quedé pensando en lo que acababa de decir. Pancho Villa amó mucho a sus hombres, no podía imaginar que sus soldados no le correspondieran igual. En su recámara, el general Vergara tenía muchas fotos amarillas, algunas meros recortes de periódico. Se le veía acompañando a todos los caudillos de la revolución, pues anduvo con todos y a todos sirvió, por turnos. Como iban cambiando los jefes, iba cambiando el atuendo de Vicente Vergara, asomado entre la multitud que sumergía a don Panchito Madero el famoso día de la entrada a la capital del pequeño y frágil e ingenuo y milagroso apóstol de la Revolución, que tumbó al omnipotente don Porfirio con un libro en un país de analfabetos, no me digas que no fue un milagro, ahí estaba el jovencito Chente Vergara, con su sombrerillo de fieltro arrugado, sin listón, y su camisa sin cuello duro, un peladito más, encaramado en la estatua ecuestre del rey Carlos IV, ese día en que hasta la tierra tembló, igual que cuando murió Nuestro Señor Jesucristo, como si la apoteosis de Madero fuese ya su calvario.
Después del amor a la Virgen y el odio a los gringos, nada nos une tanto como un crimen alevoso, así es, y todo el pueblo se levantó contra Victoriano Huerta por haber asesinado a don Panchito Madero.
Y luego el capitán de dorados Vicente Vergara, el pecho cruzado de cananas y el sombrero de paja y los calzones blancos, comiéndose un taco con Pancho Villa junto a un tren sofocado, y luego el coronel constitucionalista Vergara, muy jovencito y pulcro con su sombrero tejano y su uniforme kaki, muy protegido por la figura patriarcal y distante de don Venustiano Carranza, el primer jefe de la Revolución, impenetrable detrás de sus espejuelos ahumados y su barba que le daba hasta la botonadura de la túnica, esa parecía casi foto de familia, un padre justo pero severo y un hijo respetuoso y bien encarrilado, que no era el mismo Vicente Vergara, coronel obregonista, pronunciado en Agua Prieta contra el personalismo de Carranza, liberado de la tutela del padre acribillado a balazos mientras dormía sobre un petate en Tlaxcalantongo.
¡Qué jóvenes se murieron todos!, Madero no alcanzó a cumplir los cuarenta y Villa tenía cuarenta y cinco, Zapata treinta y nueve, hasta Carranza que parecía bien vetarro apenas tenía sesenta y uno, mi general Obregón cuarenta y ocho. Dime si no soy un sobreviviente, pura suerte chamaco, si mi destino era morir joven, por puritita chiripa no estoy enterrado por ahí, en un pueblo de zopilotes y cempazúchiles, y tú ni hubieras nacido.
Este coronel Vergara sentado entre el general Álvaro Obregón y el filósofo José Vasconcelos en una comida, este coronel Vergara de bigotes a la káiser, uniforme de parada, oscuro, cuello alto y galones dorados.
Un fanático católico nos mató a mi general Obregón, chamaco. Ay. Asistí al entierro de todos, todititos los que ves aquí, que todos murieron de muerte violenta, menos al de Zapata, que lo enterraron en secreto para poder decir que sigue vivo,
que tampoco era el general Vicente Vergara, ahora vestido de civil, a punto de despedirse de la juventud, muy cuidado, muy esmerado, con su traje de gabardina clara y su perla en la corbata, muy serio, muy solemne, porque sólo así se le daba la mano a ese hombre con rostro de granito y mirada de tigre, el jefe máximo de la Revolución, Plutarco Elías Calles.
Ese era un hombre, chamaco, un humilde profesor de escuela que llegó a Presidente. Nadie podía sostenerle la mirada, nadie, ni los que habían pasado por la tremenda prueba de los fusilamientos de a mentiras creyendo que les llegaba la hora y ni siquiera pestañearon, ni esos. Tu niño Plutarco. Tu padrino, chamaco. Míralo, mírate nomás en sus brazos. Míranos, el día que te bautizó, el día de la unidad nacional, cuando mi general Calles regresó del destierro.
¿Por qué me bautizó? ¿No era un terrible perseguidor de la iglesia?
¿Qué tiene que ver una cosa con otra? Ni modo que te dejáramos sin nombre.
No, abuelo, usted también dice que la Virgen nos une a los mexicanos, ¿quihubo?
La guadalupana es una virgen revolucionaria que lo mismo aparece en los estandartes de Hidalgo, en la Independencia, que en los de Zapata, en la Revolución, una virgen a toda madre, pues.
Pero oiga, gracias a usted no fui a escuela de curas.
La iglesia nomás sirve para dos cosas, para bien nacer y para bien morir, ¿está claro? Pero entre la cuna y la tumba, que no se meta en lo que no le importa y que se dedique a bautizar escuincles y a rezar por las almas.
Los tres hombres que vivíamos en la casota del Pedregal sólo nos reuníamos para la merienda, que seguía siendo la que ordenaba el general mi abuelo. Sopa aguada, sopa seca, frijoles refritos, chilindrinas y champurrado. Mi padre, el licenciado don Agustín Vergara, se vengaba de estas cenas rústicas con largas comidas de tres a cinco en Jena o Rívoli, donde podía ordenar filetes Diana y crêpes Suzette. Lo que más le repugnaba de las meriendas era un hábito peculiar del general. Al terminar de comer, el viejillo se sacaba la dentadura postiza y la dejaba caer en un medio vaso de agua caliente. Luego le añadía medio vaso de agua fría. Esperaba un minuto y vaciaba la mitad de ese vaso en otro. Volvía a añadirle una porción de agua caliente al primer vaso, vaciaba la mitad en un tercero y volvía a llenar el primero con el agua tibia del segundo. Enfrentado a las tres mezclas turbias donde nadaban retazos de ropavieja y tortilla, sacaba los dientes del primer vaso, los remojaba en el segundo y el tercero y habiendo obtenido la temperatura deseada, se colocaba los dientes en la boca y los apretaba con las mandíbulas como quien cierra un candado.
Bien templaditos —decía—, hociquito de león, ah qué caray.
Es de dar vergüenza —dijo esta noche mi papá el licenciado Agustín, limpiándose los labios con la servilleta y arrojándola luego con desdén sobre el mantel.
Miré con asombro a mi padre. Nunca había dicho nada y el abuelo llevaba años de repetir la ceremonia de la dentadura. El licenciado Agustín debía retener la náusea que le provocaba la paciente alquimia del general. Pero a mí mi abuelito se me hacía muy cotorro.
Debía darle vergüenza, es un asco —repitió el licenciado.
Újule —lo miró con sorna el general—, ¿de cuándo acá no puedo hacer mi regalada gana en mi propia casa? Mi casa, dije, y no la tuya, Tin, ni la de tus cuatezones popoff…
Jamás podré invitarlos aquí, a menos que antes lo esconda a usted en un clóset bajo llave.
¿Te dan guácara mis dientes pero no mi lana? A ver, cómo está eso.
Eso está muy mal, muy muy… —dijo mi papá meneando la cabeza con una melancolía que nunca le habíamos visto. No era un hombre grave, sólo un poquitín pomposo, aun en su frivolidad. Su sincera tristeza, sin embargo, se disipó en seguida y miró al abuelo con un helado desafío y una mínima mueca de burla que no alcanzamos a comprender.
Más tarde el abuelo y yo evitamos comentar todo esto en la recámara del general, tan distinta del resto de la casa. Mi papá el licenciado Agustín dejó todos los arreglos en manos de un decorador profesional que nos llenó el caserón de muebles Chippendale, arañas gigantescas y falsos Rubens cobrados como si fuesen de a devis. El general Vergara dijo que le importaba un pito todo eso y se reservó el derecho de amueblar su recámara con los objetos que siempre usaron él y su difunta doña Clotilde, cuando construyeron su primera casa en la Colonia Roma, allá por los veinte. La cama era de metal dorado y a pesar de que había un clóset moderno, el general lo condenó instalando un ropero viejo y pesado, de caoba y espejos, que quedó atrancado contra la puerta del clóset. Miró con cariño su viejo armario.
Cada que lo abro, siento todavía el olor de la ropa de mi Clotilde, tan hacendosa, las sábanas bien planchadas, todo bien almidonado.
Abundan en esta recámara cosas que nadie usa ya, como una cómoda de aseo con tapa de mármol, aguamanil de porcelana y altas jarras llenas de agua. Escupidera de cobre y mecedora de mimbre. El general siempre se ha bañado de noche, y ésta de los misterios de mi papá me pidió que lo acompañara y fuimos los dos juntos al baño, el general con su jícara de patitos y flores pintadas a mano y su jabón Castillo, porque odiaba los jabones perfumados y con nombres impronunciables que ahora se usaban, decía que él no era ni estrella de cine ni maricón. Yo lo ayudé con su bata, su piyama y sus pantuflas forradas. Cuando se metió a la tina de agua tibia, enjabonó un zacatón y comenzó a fregarse vigorosamente. Me dijo que era bueno para la circulación de la sangre. Le dije que prefería una ducha y me contestó que eso era para los caballos. Luego, sin que me lo pidiera, lo enjuagué con la jícara, vaciándole el agua sobre los hombros.
Me quedé pensando, abuelo, en lo que me dijo de Villa y sus dorados.
Yo también en lo que me contestaste, Plutarco. Puede que sí. Qué falta nos hacen a veces los demás. Todos se han ido muriendo. Y no le hace que nazcan nuevas gentes. Cuando se te mueren los amigos con los que viviste y peleaste, te quedas solo, de plano.
Usted se acuerda de muchas cosas muy padres y a mí me encanta oírlas.
Eres mi amiguito. Pero no es lo mismo.
Haga de cuenta que yo anduve con usted en la Revolución, abuelo. Haga de cuenta que yo…
Me entró un extraño bochorno y el viejo sentado en la tina, bien enjabonado otra vez, me interrogó con las cejas blancas de espuma. Luego me agarró la mano con la suya mojada y me la apretó mucho, antes de cambiar rápidamente de tema.
¿Qué se trae tu jefe, Plutarco?
Quién sabe. Conmigo nunca habla. Usted lo sabe bien, abuelo.
Nunca ha sido respondón. Hasta me gustó cómo me contestó a la hora de la cena.
El general se rió y pegó un manotazo en el agua. Dijo que mi papá siempre había sido un güevón que se encontró con la mesa puesta, con negocios honrados, cuando el general Cárdenas les hizo el honor a los callistas de barrerlos del gobierno. Contó, mientras se lavaba la cabeza, que hasta entonces él había vivido de su sueldo de oficial. Cárdenas lo obligó a vivir fuera del presupuesto y a ganarse la vida en los negocios. Las viejas haciendas no producían. Los campesinos las habían quemado antes de irse a la bola. Dijo que mientras Cárdenas repartía la tierra, había que producir. Se juntaron los hombres de Agua Prieta para comprar los cachos no afectados de las haciendas, como pequeños propietarios.
Sembramos caña en Morelos, jitomate en Sinaloa y algodón en Coahuila. El país pudo comer y vestirse mientras Cárdenas echaba a andar sus ejidos, que nunca arrancaron porque lo que quiere cada hombre del campo es su pedacito de tierra propio, a título personal, ¿ves? Yo puse en marcha las cosas, tu papá nomás administró cuando yo me fui haciendo viejo. Que se acuerde de eso cuando se me pone alzado. Pero palabra que me gustó. Le ha de estar saliendo la espina dorsal. ¿Qué se traerá?
Me encogí de hombros, no me han interesado nunca los negocios ni la política, ¿qué riesgo hay en todo eso?, ¿qué riesgo comparable a lo que antes vivió mi abuelo, las cosas que sí me interesaban?
Entre tantísima foto con los caudillos, la de mi abuelita doña Clotilde es algo aparte. Tiene una pared para ella sola y al lado una mesa con un florero lleno de margaritas. Si el abuelo fuese creyente le pondría veladoras, creo. El marco es ovalado y la foto está firmada en 1915 por el fotógrafo Gutiérrez, de León, Gto. Esta señorita antigua que fue mi abuela parece una muñeca. El fotógrafo coloreó la foto con tonos de rosa pálido y sólo los labios y las mejillas de doña Clotilde están incendiados con una mezcla de rubor y sensualidad. ¿Fue realmente así?
Fue de película, me dice el general. Era huérfana de madre y a su papá lo fusiló Villa porque era agiotista. Por donde pasaba, Villa suprimía las deudas de los pobres. Pero no le bastaba. Mandaba fusilar a los prestamistas, como escarmiento. Yo creo que la única escarmentada fue mi pobre Clotilde. Recogí a una huerfanita que hubiera aceptado al primer hombre que le ofrecía protegerla. La de huérfanas de esa región que acabaron de putas de los soldados o, con suerte, de artistas de variedades, con tal de sobrevivir. Luego aprendió a quererme mucho.
¿Usted la quiso siempre?
El abuelo asintió, bien arropado en la cama.
¿Usted no se aprovechó porque la vio desamparada?
Ahora me lanzó una mirada de cólera y apagó violentamente la luz. Me sentí ridículo, sentado en la oscuridad, meciéndome en la silla de mimbre. Sólo se escuchó, un rato, el ruido de la silla. Después me levanté y caminé de puntas, dispuesto a irme sin decirle buenas noches al general. Me detuvo una imagen bien dolorosa y bien sencilla. Vi a mi abuelo muerto. Amanecía muerto, una mañana de estas, ¿por qué no?, y yo nunca pude decirle lo que quería, nunca más. Él se enfriaba rápido y mis palabras también. Corrí a abrazarlo en la oscuridad y le dije:
Lo quiero mucho, abuelo.
Está bien, chamaco. Lo mismo digo.
Oiga, yo no quiero empezar la vida con la mesa puesta, como usted dice.
Ni modo. Todo está a mi nombre. Tu papá nomás administra. Cuando me muera, todo te lo dejo a ti.
No lo quiero, abuelo, abuelo, quisiera empezar de nuevo, como empezó usted…
Ya no son los mismos tiempos, ¿qué ibas a hacer?
Sonreí apenas: —Me hubiera gustado castrar a alguien, como usted…
¿Todavía cuentan ese cuento? Pues sí, así fue. Sólo que esa decisión no la tomé solo, ¿ves?
Usted dio la orden, cápenlo pero ahoritita mismo.
El abuelo me acarició la cabeza y dijo que lo que nadie sabe es cómo se toman esas decisiones, que nunca se toman a solas. Recordó una noche de fogatas, en las afueras de Gómez Palacio, antes de la batalla de Torreón. Ese hombre que lo había insultado era un prisionero, pero además era un traidor.
Había sido de los nuestros. Se pasó a los Federales y les contó cuántos éramos, cómo veníamos armados. Mis hombres lo hubieran matado de todos modos. Yo nomás me les adelanté. Era la voluntad de ellos. Se volvió la mía. Me dio la oportunidad con su insulto. Ahora cuentan esa historia muy pintoresca, ah qué cabrón mi general Vergara, el mero general Tompiates, sí señor. No, qué va. No fue así de fácil. Lo hubieran matado de todos modos y con derecho, si era un traidor. Pero también era un prisionero de guerra. Esas son cosas del honor militar como yo lo entiendo, chamaco. Por más despreciable que fuera ese tipo, ahora era prisionero de guerra. Salvé a mis hombres de matarlo. Creo que eso los hubiera deshonrado a ellos. Yo no los podía contener. Creo que eso me hubiera deshonrado a mí. Mi decisión fue la de todos y la de todos fue la mía. Así pasan esas cosas. No hay manera de saber dónde empieza tu voluntad y dónde empieza la de tus hombres.
Regresé a decirle que me hubiera gustado nacer al mismo tiempo que usted para haberlo acompañado.
No fue un bonito espectáculo, qué va. Ese hombre desangrándose hasta el amanecer sobre el polvo del desierto. Luego se lo comió el sol y los zopilotes lo velaron. Y nosotros nos fuimos, sabiendo en secreto que lo que habíamos hecho lo habíamos hecho todos. En cambio, si lo hacen ellos y yo no, ni yo soy el jefe ni ellos se hubieran sentido tranquilos para la batalla. No hay nada peor que matar a un pobre tipo solitario al que le estás mirando los ojos antes de matar a muchos tipos sin cara, que ni conoces sus miradas. Así son esas cosas.
Qué ganas, abuelo…
No te hagas ilusiones. No volverá a haber una revolución así en México. Eso pasa una sola vez.
¿Y yo, abuelo?
Pobrecito mi chamaco, abráceme fuerte, mijito, lo entiendo, palabra que lo entiendo… ¡Qué ganas de volverme joven yo para andar contigo! La que armaríamos, Plutarco, tú y yo juntos, ah qué caray.
Con mi padre el licenciado yo hablaba pocas veces. Ya he dicho que los tres sólo nos reuníamos para la merienda y allí el general llevaba la voz cantante. Mi papá me llamaba de vez en cuando a su despacho, para preguntarme cómo iba en la escuela, qué tal mis calificaciones, qué carrera iba a seguir. Si le hubiera dicho que no sabía, que me la pasaba leyendo novelas, que me gustaba irme a mundos lejanos, la Siberia de Miguel Strogoff, la Francia de d’Artagnan, que me interesaba muchísimo más saber lo que nunca podría ser que lo que quisiera ser, mi papá no me hubiera regañado, ni siquiera con desilusión. Simplemente, no me habría comprendido. Conocía bien su mirada perpleja cuando se decía algo que escapaba por completo a su inteligencia. Eso me dolía a mí mucho más que a él.
Entraré a Derecho, papá.
Muy bien, muy acertado. Pero luego especialízate en administración de negocios. ¿Te ilusionaría ir al Harvard Business School? Es difícil el ingreso, pero puedo mover palancas.
Yo me hacía el disimulado y me quedaba mirando los tomos, idénticamente empastados de rojo, de la biblioteca. No había nada interesante, salvo la colección completa del Diario Oficial, que siempre empieza con los permisos para usar condecoraciones extranjeras. La Orden de las Estrellas Celestes de China, la del Libertador Simón Bolívar, la Legión de Honor francesa. Sólo en ausencia de mi padre me atrevo a entrar, como espía, a su recámara alfombrada y forrada de madera. Allí no hay ningún recuerdo, ni siquiera una foto de mi madre. Ella murió cuando yo tenía cinco años, no la recuerdo. Una vez al año, el 10 de mayo, vamos los tres al Panteón Francés, donde están enterradas juntas mi abuelita Clotilde y mi mamá, Evangelina se llamaba. Tenía trece años cuando un compañero de la secundaria “Revolución” me mostró una foto de una muchacha en traje de baño, y es la primera vez que sentí una excitación. Igual que doña Clotilde en su foto, sentía gusto y vergüenza al mismo tiempo. Me puse colorado y mi compañero, con grandes risotadas, me dijo te la regalo, es tu mamacita. Una banda de seda le cuelga del hombro a la muchacha de la foto, le cruza los pechos y se le ajusta a la cadera. La leyenda dice “Reina del Carnaval de Mazatlán”.
Mi papá dice que era un cuero tu jefa, me dijo carcajeándose mi compañero de escuela.
¿Cómo era mi mamá, abuelo?
Guapa, Plutarco. Demasiado guapa.
¿Por qué no hay ninguna foto de ella en la casa?
Por puritito dolor.
No quiero quedarme fuera del dolor, abuelo.
El general me miró muy raro cuando le dije esto; cómo no iba a recordar su mirada y mis palabras esa noche famosa, cuando me despertaron las voces levantadas, en esta casa donde no se oía un ruido después de que mi padre salía acabando de cenar, manejando su Lincoln Continental y, regresaba muy temprano, como a las seis, a bañarse y rasurarse y a desayunar en piyama, como si hubiera pasado la noche en casa, ¿a quién engañaba?, si a cada rato lo veía fotografiado en las páginas sociales acompañado siempre de una viuda riquísima, cincuentona como él, pero la podía mostrar, yo no pasaba de irme de putas los sábados, solo, sin cuates. Quería ligarme a una señora de a deveras, madura, como la amante de mi papá, no a las niñas bien que conocía en fiestas de otros riquillos como nosotros. ¿Dónde estaba mi Clotilde para rescatarla, protegerla, enseñarla a quererme, cómo era Evangelina, la soñaba, con su traje de baño blanco, de satín, marca Jantzen?
Soñaba con mi madre cuando me despertaron las voces que rompían los horarios de la casa, me senté en la cama, me puse instintivamente los calcetines para bajar sin hacer ruido, claro, en mi sueño había escuchado al abuelo chancletear, no había sido sueño sino verdad, no, yo era el único en esta casa que sabía que el sueño es la verdad, eso me iba diciendo mientras caminaba en silencio hacia la sala, de allí venían las voces, la Revolución no era verdad, era un sueño de mi abuelito, mi mamá no era verdad, era un sueño mío, y por eso eran ciertas, sólo mi papá no soñaba, por eso era de a mentiras.
Mentiras, mentiras, eso gritaba el abuelo cuando me detuve sin entrar a la sala, me quedé escondido detrás de la reproducción tamaño natural de la Victoria de Samotracia que el decorador había mandado poner allí, como una diosa guardiana de nuestro hogar, de la sala a la que nadie entraba nunca, era de exposición, ni una pisada, ni una colilla de cigarro, ni una mancha de café y ahora el escenario de este pleito a la medianoche entre mi abuelo y mi padre, gritándose, mi abuelo el general con la voz que le imaginaba al ordenarle a un soldado, cápenlo, pero ahoritita mismo, quémenlo, fusílenlo, primero lo matamos y luego averiguamos, el mero general Tompiates, mi padre el licenciado con una voz que jamás le había escuchado.
Me imaginé que el abuelo, a pesar de su coraje, estaba gozando que al final el hijo le saliera respondón, lo estaba maltratando como a un cabo borracho, si hubiera tenido un fuete a la mano le deja la cara como crucigrama a mi papá, de hijo de la chingada no lo bajaba, y mi papá de viejo pendejo al general, y el abuelo que pendejo no había más que uno en esta familia, le había entregado una fortuna sólida, honrada, nomás para que la administrara, con los mejores abogados y cepetés, no tenía que hacer nada más que firmar y cobrar rentas y meter tantito al banco y otro tantito reinvertirlo, ¿cómo que no quedaba nada?, dése de santos, viejo pendejo, dése de santos, por lo menos no voy a la cárcel, yo no firmé nada, muy abusado, dejé que los abogados y los contadores firmaran todo por mí, al menos puedo decir que todo se hizo a mis espaldas pero que yo respondo de las deudas, yo también fui víctima del fraude, igual que los accionistas, hijo de la chingada, yo te entregué una fortuna sólida, sana, la riqueza de la tierra es la única riqueza segura, el dinero es puro papel si no se basa en la tierra, mequetrefe, puro bilimbique, quién te manda levantar un imperio de pura saliva, financieras fantasmas, venta de acciones balín, cien millones de pesos sin nada que los respalde, andar creyendo que mientras más deudas se tiene más seguro el asunto y más intocable, pendejo, no se apure, general, le digo que el proceso se seguirá contra los abogados y contadores, a mí me engañaron también, eso mantendré, mantendrás madre, tienes que responder con la tierra, con las propiedades de Sinaloa, los cultivos de jitomate, jitomate, jitomate, cómo se ríe mi padre, nunca le he oído reírse así, ah qué bruto será usted, mi general, jitomates, ¿se le ocurre que con jitomates construimos esta casa y compramos los coches y nos damos la gran vida?, ¿cree usted que soy placera de la Merced?, ¿qué cree usted que se da mejor en Sinaloa, el jitomate o la amapola?, qué más da, campos rojos, desde el aire ni quien diga que no son jitomates, ¿ahora por qué se queda callado?, ¿quiere saberlo todo?, si respondo a las deudas con los campos, eso tiene que salir al aire, entonces quema pronto los cultivos, cabrón, arrasa y di que te cayó el chahuistle, ¿qué esperas?, ¿y usted se anda creyendo que me van a dejar hacer eso?, cómo será usted un viejo tarugo, los gringos que me compran el producto y lo comercializan, pues, mis socios de California, donde se vende la heroína, ¿qué cree usted?, se van a cruzar de brazos, cómo no, ahora dígame de dónde saco cien millones de pesos para reembolsar a los accionistas, dígame nomás entre la casa y los coches apenas arañamos los diez millones y en la cuenta de Suiza habrá otro tanto, pobre diablo, ni a la droga le sacaste jugo, te babosearon los yanquis.
Luego el general se quedó callado y el licenciado hizo un ruido de desesperación con la garganta.
Cuando te casaste con una puta, sólo te deshonraste a ti mismo, dijo finalmente el abuelo. Pero ahora me has deshonrado a mí.
Eso no quería oírlo, que no siguieran, rogué, amparado por las alas de la Victoria, eso era ridículo, una escena de mala película mexicana, de telenovela de la caja idiota, yo escondido detrás de una cortina oyendo a los mayores decirse las verdades, escena de Libertad Lamarque y Arturo de Córdova, clásica, el abuelo salió con paso militar de la sala, yo me adelanté, lo agarré del brazo, mi padre nos miró estupefacto, le dije al abuelo:
¿Trae usted lana?
El general Vergara me miró derecho y se acarició el cinturón. Era su viborilla llena de centenarios de oro.
Hecho. Véngase conmigo.
Nos fuimos, yo abrazando al viejo, mientras mi padre nos gritaba desde la sala:
¡A nadie le voy a dar el gusto de verme vencido!
El general le dio un empujón al gigantesco florero de vidrio cortado del vestíbulo, que cayó y se hizo pedazos. Dejamos detrás de nosotros un reguero de alcatraces de plástico y arrancamos en el Thunderbird rojo, yo con mi piyama y mis calcetines, el general muy compuesto con su traje de gabardina clara, su corbata marrón con una perla de alfiler clavada debajo del nudo, y acariciando continuamente el cinturón lleno de oro: ahora sí daba gusto, arrancarse a lo largo del periférico a la una de la mañana, sin tránsito, sin paisaje, vía libre a la eternidad, eso le dije al abuelo, agárrese fuerte, mi general, que voy a hundir el fierro hasta ciento veinte, cuacos más broncos he montado, rió mi abuelo, vamos a ver a quién le cuenta usted sus recuerdos, vamos a encontrar gente que lo oiga, vamos a botarnos los centenarios, vamos a empezar de vuelta, abuelito, chamaco, seguro, desde cero, otra vez.
En la Plaza Garibaldi, a la una y cuarto de la mañana, lo primero es lo primero, chamaco, unos mariachis que la sigan con nosotros toda la noche, ni preguntes cuánto, nomás si saben tocar “La Valentina” y “Camino de Guanajuato”, a ver muchachos, qué tal templan el guitarrón, el abuelo lanzó un aullido de coyote, Valentina, Valentina, yo te quisiera decir, éntrenle con nosotros al Tenampa, vamos a empinarnos unos tequilas, con eso me desayuno yo, muchachos, a ver quién aguanta más, así me templé para el encuentro de Celaya, cuando le echamos los villistas la caballería encima a Obregón, una pasión me domina, y es la que siento por ti, y frente a nosotros sólo veíamos el llano inmenso y al fondo las artillerías y los jinetes inmóviles del enemigo y aquí las bandejas abolladas llenas de cervezas y nos lanzamos a todo galope, seguros de la victoria, con unos bríos de tigres salvajes, y entonces los mariachis nos miran con sus ojos de piedra, como si mi abuelito y yo no existiéramos y entonces de las loberas invisibles en el llano salieron de golpe mil bayonetas, muchachos, en esos hoyos estaban escondidos los yaquis fieles a Obregón, cuidado, no derramen las frías así de raro nos miraban, un viejito hablantín y un chamaco en piyama, ¿qué se traen?, nomás nos iban clavando las bayonetas en las panzas de nuestros caballos, manteniéndolas firmes hasta rajarles las tripas, esos yaquis con arracadas en las orejas y las cabezas cubiertas de pañoletas rojas bañadas de sangre y tripa y cojón de caballo, otra vuelta, seguro, la noche es joven, nos espantamos, cómo no nos íbamos a espantar, quién iba a imaginarse esa táctica tan tremenda de mi general Obregón, allí comencé a respetarlo, palabra que sí, ¿a qué hora cantamos?, ¿no nos contrató para cantarle, señor?, nos miraban diciendo estos no traen ni morralla, retrocedimos, atacamos con cañones, pero ya estábamos vencidos por la sorpresa, Celaya era un campo de humo y sangre y caballiza agonizante, humo de cigarrillos “Delicados”, un mariachi aburrido le untó sal y le exprimió un limón a mi abuelo en el puño cerrado, le volamos un brazo al general Obregón, así de dura estuvo la cosa, allí me dije, contra éste no se puede, se encogió de hombros y le untó la sal a la boca de la trompeta y comenzó a juguetear con ella, a sacarle tristezas, Villa es pura fuerza desatada, sin rumbo, Obregón es fuerza inteligente, es el más chingón, ya estaba dispuesto a meterme en ese campo de batalla como quien se mete a un rastro, a buscar el brazo que le volamos a Obregón, para devolvérselo diciéndole mi general, usted es el mero chingón, aquí tiene su bracito y dispense, ah qué caray, aunque ustedes ya saben lo que pasó, ¿no?, ¿nadie sabe?, ¿no les importa saber?, pues que el propio general Obregón lanzó un centenario de oro al aire, así, y el brazo mutilado se levantó volando de la tierra, el puño sangriento pescó al aire la moneda, así, ah que caray, te gané, mariachazo, ¿ahora sí te interesó mi historia?, te gané, igual nos ganó Obregón y así recuperó su brazo en Celaya, si me han de matar mañana, que me maten de una vez, quiero que me quieran, muchachos, nomás, quiero que me sean fieles, aunque sea esta noche, nomás.
A las dos de la mañana, en el Club de los Aztecas pintado de plata, la sensacional Ricky Rola reina del chachachá, cubas libres para todos, aquí los muchachos son mis cuates, cómo que no pueden sentarse, usted es un pinche gato sangre de limón, mírese nomás qué verdes ojeras se trae, pinche barrendero de tapancos, cállese el hocico o lo dejo bien exprimido, cómo que mi nieto en piyama no, si es su único trajecito, si nomás vive de noche, si se la pasa durmiendo con tu mamacita toditito el día, está bien cansadito, cómo que van a protestar los músicos, también mis mariachis son de la CTM, siéntense muchachos, se los ordena el general Vergara, ¿qué dices, pinche asistente?, que a sus órdenes mi general, aprende, cara de limón, vete a mear vinagre, luces amarillas, color de rosa, azules, la inmarcesible Azucena reina del bolero sentimental, se metió con calzador el traje de lentejuelas, mire mi general, se levantó las chichis con grúa después de jugar futbol con ellas, ésta es de las que se meten goles solas, ha de tener el ombligo del tamaño de la plaza de toros, le dieron ocho manitas de pintura antes de salir, mi general, mire nomás esas pestañas que parecen persianas negras, te vendes, ¿no me digas?, ¿cuánto cuestan tus ojitos de luto, gorda?, hipócrita, ¿a quién le canta esas canciones de padrotes, muchachos?, a ver, al asalto, mis tigrillos, sencillamente hipócrita, te burlaste de mí, una canción de machos, súbanse allí al templete, nalgada a la inmarcesible Azucena, a pelar chayotes, gorda, ah qué chillido, respeto para los artistas, a bañarse, sudorosa, despíntese la cara de payaso, no grite, si es por su bien, al asalto mi tropa, cante mi general, y nuestro México febrero dieciséis, nos manda Wilson diez mil americanos, venga la guitarra que suena a llanto, venga la trompeta que sabe a sal, tanques cañones y hartos aeroplanos, buscando a Villa, queriéndolo matar, bájese pinche viejito, al rastro mariachones balines, y ese puto de piyama, pabajo, aquí nomás tocan los músicos sindicalizados, puros jotos envaselinados con corbatita de moño y esmokin brillante de tanta planchada, planchados te voy a dejar los güevos, vejestorio, órale mis muchachos, ya me bravearon y eso no, por la santísima virgen que no, cápalos, abuelito, pero ahoritita mismo, una patada al tambor, guitarrón contra las baterías, sáquenle las tripas al piano como a los caballos de Celaya, cuídese abuelito del tipo del saxofón, descontón a la panza, clávele la cabeza en el tambor a ese pelado, Plutarco, duro, mis tigrillos, quiero ver la sangre de estos chamizcleros en la pista de baile, ese de la batería usa peluquín, Plutarco, arráncaselo, ora sí, cabecita de huevo, que te pasen por agua antes de que yo te pase por mis cojones, patada al culo, Plutarco, y a correr todos que el Limonadas ya llamó a los azules, róbense el arpa, muchachos, no quedó una tecla en su lugar, tome, mi general, las pestañas de la cantante y ahí les dejo este reguero de centenarios para pagar los desperfectos.
Pasaditas las tres, en casa de la Bandida, donde yo era bien conocido y la mera dueña nos dio la bienvenida, qué chulo piyama Plutarco y se sintió muy honrada de que el famoso general Tompiates y qué idea tan a todo dar traerse a los mariachis y que nos toquen el “Siete Leguas”, ella misma, la Señora, lo iba a cantar, porque era composición suya, Siete Leguas el caballo que Villa más estimaba, escancien los rones, pásenle muchachas, todas recién llegaditas de Guadalajara, todas muy jovencitas, será usted cuando mucho el segundo que las toca en su vida mi general y si prefiere le traigo a una virgencita como quien dice, qué buena idea tuviste, Plutarco, así, así, en las rodillitas de mi general, Judith, no te hagas la remolona, ay, es que está deatiro pa los liones, doña Chela, ni mi abuelito está tan carcas, oye tú pinche enana, es mi abuelito y me lo respetas, no me hace falta que me defiendas, Plutarco, ahora va a ver esta mariposilla nocturna que Vicente Vergara no está para los leones sino que yo soy el mero león, véngase, Judicita, a ver dónde dejó su petate, va a ver lo que es un macho, lo que quiero es ver el color de los centavos, ahí te va, péscalo, me lleva, un centenario de oro, doña Chela, óigame, el viejito viene forrado, cuando oía pitar los trenes, se paraba y relinchaba, escojan, muchachos, les dijo mi abuelito a los mariachis, recuerden que son mi tropa de tigrillos, ni regateen.
Me quedé esperando en la sala, oyendo discos. Entre mi abuelo y los mariachis acapararon a todas las muchachas. Me bebí una cuba y conté los minutos. Cuando pasaron más de treinta, comencé a preocuparme. Subí por la escalera al segundo piso y pregunté dónde trabajaba Judith. La toallera me llevó hasta la puerta. Toqué y Judith abrió, chiquitita sin sus tacones, encuerada. El general estaba sentado al filo de la cama, sin pantalones, con los calcetines detenidos por unas viejas ligas rojas. Me miró con los ojos llenos de esa agua que a veces se le salía sin querer de su cabeza de biznaga vieja. Me miró con tristeza.
No pude, Plutarco, no puede.
Agarré de la nuca a Judith, le torcí el brazo detrás de la espalda, la puta me llegaba al hombro, chillaba, no fue mi culpa, le hice su show, todo lo que me pidió, hice mi trabajo, le cumplí, no lo robé, pero que ya no me mire así, si quiere le devuelvo el centenario, pero que ya no me mire triste, por favor, no me hagas daño, suéltame.
Le torcí todavía más el brazo, le jalé todavía más el pelo ensortijado, veía en el espejo su cara de gatita salvaje, chillando, con los ojos muy cerrados, los pómulos altos y la boca pintada con polvo plateado, los dientes chiquititos pero filosos, sudorosa la espalda.
¿Así era mi mamá, abuelo? ¿Una huila así? ¿Eso quiso usted decir?
Solté a Judith. Salió corriendo, tapándose con una toalla. Fui a sentarme junto al abuelo. No me contestó. Lo ayudé a vestirse. Murmuró:
Ojalá, Plutarco, ojalá.
¿Corneó a mi papá?
Como venadito lo dejó.
¿Y qué?
No le hacía falta, como a ésta.
Entonces lo hacía por placer. ¿Qué tiene de malo?
Fue una ingratitud.
Seguro que mi papá no le cumplió.
Se hubiera metido al cine, no a mi hogar.
¿De manera que le hicimos el gran favor? Mejor se lo hubiera hecho mi papá en la cama.
Yo nomás sé que deshonró a tu papá.
Por necesidad, abuelo.
Cuando recuerdo a mi Clotilde.
Le digo que lo hizo por necesidad, igual que esta puta.
Yo tampoco le cumplí, chamaco. Ha de ser la falta de práctica.
Déjeme enseñarle, déjeme refrescarle la memoria.
Ahora que ya rebasé la treintena, recuerdo esa noche de mis diecinueve años como entonces la sentí, la noche de mi liberación. Eso sentí mientras me cogía a Judith con los mariachis en la recámara, bien zumbos, dale y dale al corrido del caballo de Pancho Villa, en la estación de Irapuato, cantaban los horizontes, mi abuelo sentado en una silla, triste y silencioso, como si mirara la vida renacer y ya no fuese la suya ni pudiese serlo nunca más, la Judith colorada de vergüenza, nunca lo había hecho así, con música y todo, helada, avergonzada, fingiendo emociones que yo le sabía falsas porque su cuerpo era el de la noche muerta y sólo yo vencía, la victoria era sólo para mí y nadie más, por eso no me supo a nada, no era como esos actos de todos de los que hablaba el general, quizás por eso la tristeza de mi abuelo era tan grande y tan grande fue, para siempre, la melancolía de la libertad que entonces creí ganarme.
Llegamos como a las seis de la mañana al Panteón Francés. El abuelo le entregó otro de los centenarios que traía en su viborilla cuajada al guardián tullido de frío y nos dejó entrar. Quería llevarle serenata a doña Clotilde en su tumba y los mariachis cantaron “Camino de Guanajuato” con el arpa que se robaron del cabaret, no vale nada la vida, la vida no vale nada. El general los acompañó, era su canción preferida, le traía tantos recuerdos de su juventud, camino de Guanajuato, que pasas por tanto pueblo.
Les pagamos a los mariachis, quedamos en vernos todos pronto, cuates hasta la muerte, y regresamos a la casa. Aunque había poco tránsito a esa hora, yo no tenía ganas de correr. Íbamos los dos, el abuelo y yo, de regreso a nuestra casa en ese cementerio involuntario que se levanta al sur de la Ciudad de México: el Pedregal. Mudo testigo de cataclismos que nadie documentó, el negro terreno vigilado por los volcanes extintos es una Pompeya invisible. Hace miles de años, la lava inundó la noche de burbujas ardientes; nadie sabe quién murió aquí, quién huyó de aquí. Algunos, como yo, piensan que nunca debió tocarse ese perfecto silencio que era como un calendario de la creación. Muchas veces, de niño, cuando todavía vivíamos en la Colonia Roma y vivía mi mamá, pasé por allí para visitar la pirámide de Copilco, piedra corona de la piedra. Recuerdo que todos, espontáneamente, guardábamos silencio al mirar ese paisaje muerto, dueño de un crepúsculo propio que jamás disiparían las mañanas (entonces) luminosas de nuestro valle, ¿se acuerda, abuelo? Es lo primero que yo recuerdo. Íbamos de día de campo, porque entonces el campo estaba muy cerca de la ciudad. Yo viajaba siempre sentado en las rodillas de la criada, ¿era mi nana?, Manuelita se llamaba.
Ahora que regresaba a la casa del Pedregal con mi abuelito humillado y borracho, recordé cómo se construyeron los edificios de la Ciudad Universitaria y la roca volcánica fue maquillada, el Pedregal se puso anteojos de vidrio verde, toga de cemento, se pintó los labios de acrilita, se incrustó de mosaicos las mejillas y venció la negrura de la tierra con una sombra de humo aún más negra. El silencio se rompió. Del otro lado del vasto estacionamiento de automóviles de la Universidad, se parcelaron los Jardines del Pedregal. Se definió un estilo que unificara la construcción y el paisaje del nuevo barrio residencial. Muros altos, blancos, azul añil, bermejón, amarillo. Vivos colores mexicanos de la fiesta, abuelo, y tradición española de la fortaleza, ¿me oye usted? La roca fue sembrada de plantas dramáticas, desnudas, sin más adorno que algunas flores agresivas. Puertas cerradas como cinturones de castidad, abuelo, y flores abiertas como heridas genitales, como el coño de la puta Judith, que usted ya no se pudo coger y yo sí y para qué, abuelito.
Ya vamos llegando juntos a los Jardines del Pedregal, a las mansiones que debieron ser todas iguales, detrás de los muros, Japón pasado por Bauhaus, modernas, de un solo piso, techos bajos, ventanales amplios, piscinas, jardines de roca. ¿Se acuerda, abuelo? La totalidad del fraccionamiento fue circundada por murallas y el acceso limitado a cierto número de rejas anaranjadas custodiadas por guardias. Qué lastimoso intento de castidad urbana en una capital como la nuestra, despierte, abuelito, mírela de noche, México, ciudad voluntariamente cancerosa, hambrienta de extensión anárquica, pintaviolines de toda intención de estilo, ciudad que confunde la democracia con la posesión, pero también el igualitarismo con la vulgaridad: mírela ahora, abuelo, como la vimos esa noche que nos fuimos de mariachis y de putas, mírela ahora que usted ya se murió y yo pasé la treintena, presionada por sus anchísimos cinturones de miseria, legiones de desempleados, inmigrantes del campo y millones de niños concebidos, abuelo, entre un aullido y un suspiro: nuestra ciudad, abuelo, otorgará escasa vida a los oasis de exclusividad. Mantener el de los Jardines del Pedregal era como cuidarse las uñas mientras el cuerpo se gangrenaba. Cayeron las rejas, se fueron los guardias, el capricho de la construcción rompió para siempre la cuarentena de nuestro elegante leprosario y mi abuelo tenía la cara gris como los muros de concreto del periférico. Se quedó dormido y cuando llegamos a la casa tuve que bajarlo cargado, como a un niño. Qué ligero, enjuto, piel pegada al esqueleto, qué extraña mueca de olvido en su cara tan cargada de memorias. Lo recosté en su cama y mi papá me esperaba en el umbral.
Mi padre el licenciado me hizo un gesto para que lo siguiera por los vestíbulos de mármol hasta la biblioteca. Abrió el gabinete lleno de cristalería, espejos y botellas. Me ofreció un coñac y le dije que no con la cabeza. Rogué que no me preguntara dónde habíamos andado, qué habíamos hecho, porque habría tenido que contestarle con una de esas cosas que él no entendía y eso, ya lo dije, me dolía a mí más que a él. Le rechacé el coñac como le hubiera rechazado sus preguntas. Era la noche de mi libertad y no la iba a perder aceptando que mi padre podía interrogarme. Yo tenía la mesa puesta, ¿no?, para qué andaba tratando de averiguar, nuevamente, para mí nada más, qué cosa era amor, ser valiente, ser libre.
¿Qué me reprochas, Plutarco?
Que me hayas dejado fuera de todo, hasta del dolor.
Me dio lástima mi papá cuando le dije esto. Se paró y se fue caminando hasta el ventanal que daba sobre el patio interior rodeado de cristales y con una fuente de mármol en el centro. Apartó las cortinas con un gesto melodramático en el momento mismo en que Nicomedes puso a correr el agua, como si lo hubiera ensayado. Me dio pena: eran gestos que había aprendido en el cine. Todo lo que hacía era aprendido en el cine. Todo lo que hacía era aprendido y pomposo. Lo comparé con el relajo espontáneo que sabía armar mi abuelito. Llevaba años de codearse con millonarios gringos y marqueses con títulos inventados. Su propia cédula de nobleza era salir fotografiado en las páginas de fiestas de los periódicos bigote a la inglesa peinado para arriba, pelo entrecano, traje discreto, gris, pañuelo llamativo brotándole del pecho, como a las flores de las plantas secas del Pedregal. Como para muchos mexicanos ricachones de su generación, el modelo era el Duque de Windsor, la corbata de nudo grueso, pero nunca encontraron a su señora Simpson. Pobres: codeándose con un tejano vulgar que vino a comprarse un hotel en Acapulco o con un vendedor de sardinas español que le compró la aristocracia a Franco, cosas de esas. Era un hombre muy ocupado.
Se apartó de la cortina y me dijo que de seguro no me iban a impresionar sus argumentos, mi madre nunca se ocupó de mí, la encandiló la vida social, era la época en que llegaron los emigrados europeos, el rey Carol y madame Lupescu con valets y pequineses, era la primera vez que la Ciudad de México se sentía una capital cosmopolita, excitante, no un poblacho de indios y cuartelazos. Cómo no iba a deslumbrarse Evangelina, una provincianita bella que tenía un diente de oro cuando él la conoció, una de esas hembras de la costa de Sinaloa que se hacen mujeres pronto, y altas, y blancas, y con ojos de seda y largas cabelleras negras, que traen metidos el día y la noche en el cuerpo al mismo tiempo, Plutarco, brillándoles juntos en sus cuerpos, todas las promesas, todas, Plutarco.
Fue al carnaval de Mazatlán con unos amigos, abogados jóvenes como él y ella era la reina. La paseaban por el malecón de las Olas Altas en coche abierto adornado de gladiolas, todos la cortejaban, las orquestas tocaban “Amor chiquito acabado de nacer”, lo prefirió a él, ella lo escogió, la felicidad con él, la vida con él, él no la forzó, no le ofreció más que los otros, como el general a la abuelita Clotilde que no tuvo más remedio que aceptar la protección de un hombre poderoso y valiente. Evangelina no. Evangelina lo besó por primera vez una noche, en la playa, y le dijo tú me gustas, tú eres el más tierno, tus manos son bonitas. Yo era el más tierno, lo era, Plutarco, de veras, quería querer. El mar era tan joven como ella, los dos acababan de nacer juntos, Evangelina tu madre y el mar, sin deudas con nadie, sin obligaciones como tu abuelita Clotilde. No tuve que forzarla, no tuve que enseñarle a quererme, como tu abuelo. Eso lo sabía el general en su corazón, y le dolía, Plutarco, su veneración por mi mamá Clotilde, él era como el dicho, nunca perdía y si perdía arrebataba, mi mamá era parte de su botín de guerra, por más que quisiera disfrazarlo, ella no lo quería pero llegó a quererlo, en cambio Evangelina me escogió a mí, yo quería querer, el abuelo quiere que lo quieran, por eso decidió que Evangelina debía dejar de quererme, al revés de lo que le pasó a él, ¿ves?, el día entero la comparaba con su santa Clotilde, todo era mi difunta Clotilde no lo hubiera hecho así, en tiempos de mi Clotilde, mi Clotilde que en paz descanse, ella sí sabía llevar una casa, ella sí era modesta, ella nunca me levantó la voz, mi Clotilde era modosa, nunca se retrató enseñando las piernas y lo mismo, más cuando naciste tú, Plutarco, mi Clotilde sí era una madrecita mexicana, ella sí sabía criar a un niño.
¿Por qué no le das los pechos a Plutarco? ¿Tienes miedo de que se te estropeen? ¿Pues para qué los quieres? ¿Para enseñárselos a los hombres? Se acabó el carnaval, señorita, ahora a ser señora decente.
Si mi padre logró hacerme odiar el recuerdo de mi mamá Clotilde, cómo no iba a exasperar a Evangelina, cómo no iba a aislarse primero tu mamá y luego alejarse de la casa, ir al dentista, buscar las fiestas, buscar a otro hombre, si era tan elemental mi Evangelina, deja a tu padre, Agustín, vamos a vivir solos, vamos a querernos como al principio y el general que no se te trepe la vieja al cuello, déjala salirse una sola vez con la suya y te dominará siempre, pero en el fondo estaba deseando que ella me dejara de querer para que yo tuviera que obligarla a quererme, igual que él, para que yo no tuviera la ventaja que él no tuvo. Para que nadie tuviera la libertad que a él le faltó. Si a él le costaron las cosas, que también nos costaran a mí y luego a ti, así lo ve él todo, a su manera, nos puso la mesa, como él dice, no va a haber otra revolución para ganarse de un golpe el amor y el coraje, ya no, ahora hay que probarse en otros terrenos, ¿por qué iba a costarle todo a él y a nosotros nada?, él es nuestro eterno don Porfirio, ¿no ves?, a ver si nos atrevemos a demostrarle que no nos hace falta, que podemos vivir sin sus recuerdos, sus herencias, sus tiranías sentimentales. Le gusta que lo quieran, el general Vicente Vergara es nuestro mero padre, estamos obligados a quererlo y a emularlo, a ver si podemos hacer lo que él hizo, ahora que es más difícil.
Tú y yo, Plutarco, qué batallas vamos a ganar, qué mujeres vamos a domar, qué soldados vamos a castrar, veme diciendo. Ese es el horrible desafío de tu abuelito, date cuenta ya pronto o te va a doblar como me dobló a mí, eso nos dice a carcajadas, a ver si son capaces de hacer lo que yo hice, ahora que ya no se puede, a ver si saben heredar, además de mi dinero, algo más difícil.
Mi violencia impune.
Evangelina era tan inocente, tan íntimamente indefensa, eso me irritaba más que nada, que no podía culparla y si ni podía culparla tampoco podía perdonarla. Eso sí es algo que nunca vivió el abuelo. Sólo con un sentimiento así podía ganarle para siempre, dentro de mí, aunque me siguiera manteniendo y burlándose: yo había hecho algo más o algo diferente. Aún no lo sé. Tampoco lo supo tu mamá, que se ha de haber sentido culpable de todo menos de lo único que yo la culpaba.
Su irritante inocencia.
Mi padre había bebido toda la noche. Más que el abuelo y yo. Fue hasta el high-fidelity y lo prendió. Avelina Landín cantó cuando los hilos de plata se asomen en tu juventud, mi padre se dejó caer en un sillón, como Fernando Soler en La mujer sin alma. Ya no me importó si esto también lo había aprendido.
El parte médico dijo que tu mamá había muerto atragantada con un pedazo de carne. Así de sencillo. Esas cosas se arreglan fáciles. Le amarramos tu abuelo y yo una mascada muy bonita al cuello, para el velorio.
Bebió de un golpe el resto del coñac, depositó la copa en un anaquel y se quedó mirando largo rato las palmas abiertas de sus manos mientras Avelina cantaba como la luna de plata se retrata en un lago azul.
Claro que se arreglaron los negocios. Los amigos de mi papá en Los Ángeles cubrieron la deuda de cien millones para que los campos de Sinaloa no fuesen tocados. El abuelo estuvo encamado un mes después del parrandón que nos echamos juntos, pero ya estaba muy repuesto para el 10 de mayo, Día de las Madres, cuando los tres hombres de la casota del Pedregal fuimos juntos, como todos los años, al Panteón Francés a depositar flores en la cripta donde están enterradas mi abuelita Clotilde y mi mamá Evangelina.
Esa cripta de mármol se parece, en miniatura, a nuestra mansión, Aquí duermen las dos, dijo el general con la voz quebrada y la cabeza baja, sollozando, con la cara escondida en un pañuelo. Yo estoy entre mi papá y mi abuelo, agarrado de sus manos. La mano del abuelo es fría, sin sudor, con esa piel de lagartija. En cambio, la de mi papá arde como lumbre. Sollozó de nuevo el abuelo y descubrió su rostro. De haberlo mirado bien, seguro me habría preguntado por quién lloraba tanto y por quién lloraba más, si por su esposa o por su nuera. Pero en ese momento, yo sólo trataba de adivinar mi porvenir. Esta vez fuimos al cementerio sin mariachis. Me hubiera gustado un poco de música.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Tirso de Molina El burlador de Sevilla.


En este caso, el don Juan Tenorio de Tirso de Molina va a presentarse como un caballero mas cruel tanto en sus desafíos con sus enemigos como en el trato con las mujeres ya que, al contrario del de Zorrilla, en el que existirá un amor incluso más allá de la muerte, aquí aparece un personaje más cruel e inhumano, en el que no se atisba ninguna clase de sentimiento positivo hacia las mujeres sino que se va a aprovechar de ellas sin piedad y tratándolas de manera despectiva. 

La acción comienza con un intento para seducir a la duquesa Isabela, prometida del duque Octavio, creyendo la incauta de que se trata de éste. Sin embargo, descubierto el engaño, el rey ordena a don Diego Tenorio, embajador de España y padre de don Juan, que descubra al farsante y que acabe con él. Pero don Diego, enterado de que se trata de su hijo, va en su busca y le recomienda marcharse a Nápoles para salvar su vida.

Al mismo tiempo el embajador va en busca del duque Octavio advirtiéndole que es sospechoso por el rey de este episodio por lo que recomienda también marchar. 

Don Juan pues, en su periplo hacia el destierro seduce a varias mujeres, entre ellas a una pescadora, a una mujer casadera y a la prometida del marqués de la Mota, doña Ana de Ulloa, resultando muerto en un duelo con don Juan su padre el comendador don Gonzalo. 

Mientras, en Castilla, el rey Alfonso XI promete la mano de doña Ana a don Juan Tenorio, desconociendo las andanzas de éste. Recibe también al duque Octavio y , demostrada la inocencia de éste y reconocida la culpa de don Juan, le promete pues promete la mano de doña Ana de Ulloa. 

Como resultado del episodio de la seducción a doña Ana y posterior muerte de su padre, el duque de la Mota queda sospechoso. 

Don Juan, por otro lado, descubre el sepulcro de don Gonzalo y reta a su espíritu a cenar en su casa, cita a la que el espectro se presenta, desatándose un feroz duelo del que don Juan resultará muerto. 

Así, con don Juan muerto, el rey Alfonso XI permite que la duquesa Isabela se case con el duque Octavio y doña Ana de Ulloa con el duque de la Mota. 

Es pues, una obra mucho más cruenta y apasionada que la de José Zorrilla, en la que aparecerán casi los mismos personajes y en la que quizás deje en el lector cierto sentimiento de cierto rechazo hacia la figura de don Juan Tenorio.

***
Escrito hacia 1630, El burlador de Sevilla significa la irrupción en la literatura de uno de sus grandes mitos, el de don Juan, el aristócrata amoral, cínico, con un punto de depravación, que conquista mujeres no por deseo sexual, sino por el mero hecho de conquistarlas. De todas las versiones del personaje, la de Tirso es la más despiadada: ostenta que el mayor «gusto que en mí puede haber/ es burlar a una mujer/ y dejarla sin honor, con lo que a la ofensa une la crueldad: desprecia las leyes divinas y humanas e incluso se mofa de la otra vida. La carrera de don Juan es la de un transgresor, no solo de la moral, sino del orden social que se gana el eterno castigo, del que también se había burlado. Obra compleja, de múltiples sentidos, es sobre todo una lectura apasionante que no ha perdido ni un ápice de su actualidad.
***
Tirso de Molina fue el seudónimo de Fray Gabriel Téllez (Madrid, 1584 - Almazán, 1648), un dramaturgo español que estuvo entre los grandes del Siglo de Oro español. En su obra dramática se mantuvo fiel a Lope de Vega, del que sólo se diferencia por el análisis más profundo de la psicología de sus protagonistas, en especial en los tipos femeninos, cuya variedad y matización es poco usual en el teatro español de la época. 

Pocos datos se conocen respecto de la biografía de Tirso de Molina. Se sabe que se ordenó en el convento mercedario de Guadalajara (1601), que vivió en el monasterio de Estercuel (1614-1615) y que viajó a Santo Domingo en 1616, de donde regresó dos años más tarde. Una Junta de Reformación le condenó a destierro de la corte por escribir comedias profanas. En 1626 estaba de nuevo en la corte y fue nombrado comendador del convento de Trujillo, siendo confinado en el convento de Cuenca por orden del Padre Salmerón, visitador general, al parecer por las mismas causas que promovieron su destierro. En 1632 fue nombrado cronista de su orden, en 1645 le nombraron comendador del convento de Soria, y al año siguiente, definidor provincial de Castilla. 

Fue un autor muy fecundo. Dejó unas 300 comedias, que se imprimieron en cinco partes: `Primera parte` (Sevilla, 1627), `Segunda parte` (Madrid, 1635), `Tercera parte` (Tortosa, 1634), `Cuarta parte` (Madrid, 1635), y `Quinta parte` (Madrid, 1636). Como dramaturgo religioso, escribió varios autos sacramentales (`El colmenero divino`, `No le arriendo la ganancia`, `El laberinto de Creta`), comedias bíblicas (`La mujer que manda en casa`, sobre la historia de Acab y Jezabel, `La mejor espigadera`, sobre Ruth, `La vida y muerte de Herodes`, `La venganza de Tamar`) y comedias hagiográficas (la trilogía de `La Santa Juana`, `La ninfa del cielo`, `La dama del olivar`). 

Extrajo de las historias y leyendas nacionales argumentos de numerosas comedias: la trilogía de los Pizarro (`Todo es dar en una cosa`, `Amazonas en las Indias` y `La lealtad contra la envidia`), la historia de Martín Peláez (`El cobarde más valiente`), o la de María de Molina (`La prudencia en la mujer`). Entre las comedias de carácter destacan `Marta, la piadosa` y `El vergonzoso en palacio`. Al grupo de comedias de intriga pertenecen `La villana de Vallecas`, `Desde Toledo a Madrid`, `Por el sótano y el torno` y `Don Gil de las calzas verdes`. 

Se le atribuyen, aunque no se incluyeron en las `Partes` de sus comedias, dos obras de contenido filosófico de gran importancia: `El burlador de Sevilla` y convidado de piedra`, que introdujo el tema del libertino don Juan Tenorio en la literatura universal, y `El condenado por desconfiado`, en la que trató el tema de la arrogancia del hombre frente a la gracia divina y la importancia del libre albedrío. 

Su obra en prosa incluye una `Historia de la orden de la Merced` y dos obras misceláneas: `Cigarrales de Toledo` (1621) y `Deleitar aprovechando` (1635).

Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
(Fragmento).

Tirso de Molina

El burlador de Sevilla


Personas que hablan en ella

Don DIEGO Tenorio, viejo
Don JUAN Tenorio, su hijo
CATALINÓN, lacayo
El REY de Nápoles
El Duque OCTAVIO
Don PEDRO Tenorio, tío
El Marqués de la MOTA
Don GONZALO de Ulloa
El REY de Castilla, ALFONSO XI
FABIO, criado
ISABELA, Duquesa
TISBEA, pescadora
BELISA, villana
ANFRISO, pescador
CORIDÓN, pescador
GASENO, labrador
BATRICIO, labrador
RIPIO, criado
Doña ANA de Ulloa
AMINTA, labradora
ACOMPAÑAMIENTO
CANTORES
GUARDAS
CRIADOS
ENLUTADOS
MÚSICOS
PASTORES ESCADORES

ACTO PRIMERO

(Salen don JUAN Tenorio e ISABELA, duquesa)




ISABELA:
Duque Octavio, por aquí
podrás salir más seguro.
JUAN:
Duquesa, de nuevo os juro
de cumplir el dulce sí.
ISABELA:
Mi gloria, ¿serán verdades
promesas y ofrecimientos,
regalos y cumplimientos,
voluntades y amistades?
JUAN:
Sí, mi bien.
ISABELA:
Quiero sacar
una luz.
JUAN:
Pues, ¿para qué?
ISABELA:
Para que el alma dé fe
del bien que llego a gozar.
JUAN:
Mataréte la luz yo.
ISABELA:
¡Ah, cielo! ¿Quién eres, hombre?
JUAN:
¿Quién soy? Un hombre sin nombre.
ISABELA:
¿Que no eres el duque?
JUAN:
No.
ISABELA:
¡Ah de palacio!
JUAN:
Detente.
Dame, duquesa, la mano.
ISABELA:
No me detengas, villano.
¡Ah del rey! ¡Soldados, gente!
(Sale el REY de Nápoles, con una vela en un candelero)




REY:
¿Qué es esto?
ISABELA:
¡Favor! ¡Ay, triste,
que es el rey!
REY: ¿Qué es?
JUAN:
¿Qué ha de ser?
Un hombre y una mujer.
REY:
(Ap[1]. Esto en prudencia consiste).
¡Ah de mi guarda! Prendé
a este hombre.
ISABELA: ¡Ay, perdido honor!
(Sale don PEDRO Tenorio, embajador de España, y GUARDA)




PEDRO:
¿En tu cuarto, gran señor
voces? ¿Quién la causa fue?
REY:
Don Pedro Tenorio, a vos
esta prisión os encargo.
Si ando corto, andad vos largo.
Mirad quién son estos dos.
Y con secreto ha de ser,
que algún mal suceso creo;
porque si yo aquí los veo,
no me queda más que ver.
(Vase el REY)




PEDRO:
Prendedle.
JUAN:
¿Quién ha de osar?
Bien puedo perder la vida;
mas ha de ir tan bien vendida
que a alguno le ha de pesar.
PEDRO:
Matadle.
JUAN:
¿Quién os engaña?
Resuelto en morir estoy,
porque caballero soy.
El embajador de España
llegue solo, que ha de ser
él quien me rinda.
PEDRO:
Apartad;
a ese cuarto os retirad
todos con esa mujer.

(Vanse los otros)

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