Cuatro
historias urbanas convergen en un solo destino, trazado por manos
inexorables en lugares famosos o recónditos de la ciudad de
México.
La Ciudad de México -espacio mítico, ambiguo y luminoso- es el escenario de Agua Quemada, un sube y baja social que en la pluma de Carlos Fuentes da vértigo y hechiza al lector.
Esta historia está hecha de cuatro relatos donde se narran momentos decisivos para los protagonistas, quienes descubren que la vida no es aquello que imaginaron. Sus personajes transitan por espacios y momentos trágicos y festivos, como ellos mismos: un general nostálgico ante la revolución mexicana, cada vez más corrompida, una anciana olvidada y su oscura relación con un niño paralítico de las vecindades del centro, un solterón acaudalado que no alcanza a comprender la pobreza ni la desaparición del mito fundador de su status, y un lumpen que, mientras traba un combate con las palabras, termina como guardaespaldas de quien le ha causado tanto dolor... La grandeza de ayer es la ruina de hoy, y nada lo demuestra mejor que la propia Ciudad de México y sus habitantes.
La Ciudad de México -espacio mítico, ambiguo y luminoso- es el escenario de Agua Quemada, un sube y baja social que en la pluma de Carlos Fuentes da vértigo y hechiza al lector.
Esta historia está hecha de cuatro relatos donde se narran momentos decisivos para los protagonistas, quienes descubren que la vida no es aquello que imaginaron. Sus personajes transitan por espacios y momentos trágicos y festivos, como ellos mismos: un general nostálgico ante la revolución mexicana, cada vez más corrompida, una anciana olvidada y su oscura relación con un niño paralítico de las vecindades del centro, un solterón acaudalado que no alcanza a comprender la pobreza ni la desaparición del mito fundador de su status, y un lumpen que, mientras traba un combate con las palabras, termina como guardaespaldas de quien le ha causado tanto dolor... La grandeza de ayer es la ruina de hoy, y nada lo demuestra mejor que la propia Ciudad de México y sus habitantes.
***
1. El día de las madres
a Teodoro Cesarman
Todas las mañanas el abuelo
mezcla con fuerza su taza de café instantáneo. Empuña la cuchara
como en otros tiempos la difunta abuelita doña Clotilde el molinete
o como él mismo, el general Vicente Vergara, empuñó la cabeza de
la silla de montar que cuelga de una pared de su recámara. Luego
destapa la botella de tequila y la empina hasta llenar la mitad de la
taza. Se abstiene de mezclar el tequila y el Nescafé. Que se asiente
solo el alcohol blanco. Mira la botella de tequila y ha de pensar qué
roja era la sangre derramada, qué límpido el licor que la puso a
hervir y la inflamó para los grandes encuentros, Chihuahua y
Torreón, Celaya y Paso de Gavilanes, cuando los hombres eran hombres
y no había manera de distinguir entre la alegría de la borrachera y
el arrojo del combate, sí señor, ¿por dónde se iba a colocar el
miedo, si el gusto era la pelea y la pelea el gusto?
Casi dijo todo esto en voz
alta, entre sorbo y sorbo del cafecito con piquete. Ya nadie sabía
hacerle su café de olla, sabor de barro y piloncillo, de veras
nadie, ni la pareja de criados traídos del ingenio azucarero de
Morelos. Hasta ellos bebían Nescafé; lo inventaron en Suiza, el
país más limpio y ordenado del mundo. El general Vergara tuvo una
visión de montañas nevadas y vacas con campanas, pero no dijo nada
en voz alta porque no se había puesto los dientes falsos que dormían
en el fondo de un vaso de agua, frente a él. Esta era su hora
preferida: paz, ensueño, memorias, fantasías sin nadie que las
desmintiera. Qué raro, suspiró, que hubiera vivido tanto y ahora la
memoria le regresara como una dulce mentira. Siguió pensando en los
años de la revolución y en las batallas que forjaron al México
moderno. Entonces escupió el buche que hacía circular en su lengua
de lagartija y sus encallecidas encías.
Esa mañana vi a mi abuelito
más tarde, de lejos, chancleteando como siempre a lo largo de los
vestíbulos de mármol, limpiándose con un paliacate las permanentes
lagañas y las lágrimas involuntarias de sus ojos color de maguey.
Lo miraba así, de lejos, era como una planta del desierto, nomás
que moviéndose. Verde, correoso, seco como los llanos del Norte, un
viejo cacto engañoso, que iba reservando en su entraña la escasa
lluvia de uno que otro verano, fermentándola: se le salía por los
ojos, no alcanzaba a bañar los mechones blancos del cráneo, que
parecían pelos de elote muerto. En las fotos, a caballo, se veía
alto. Cuando chancleteaba, ocioso y viejo, por las salas de mármol
del caserón del Pedregal, se veía chiquito, enjuto, puro hueso y
piel desesperada por no separarse del esqueleto: viejito tenso,
crujía. Pero no se doblaba, eso no, a ver quién se atreve.
Volví a sentir el malestar de
todas las mañanas, la angustia de ratón arrinconado que me cogía
al ver al general Vergara recorrer sin propósito las salas y
vestíbulos y pasillos que a estas horas olían a zacate y jabón,
después de que Nicomedes y Engracia los lavaban, de rodillas. La
pareja de criados se negaba a usar los aparatos eléctricos. Decían
que no con una gran dignidad, humilde, muy de llamar la atención. El
abuelo les daba la razón, le gustaba el olor de zacate enjabonado y
por eso Nicomedes y Engracia fregaban todas las mañanas metros y más
metros de mármol de Zacatecas, aunque el licenciado Agustín
Vergara, mi padre, dijera que lo había importado de Carrara, pero
dedo sobre la boca, que nadie se entere, eso está prohibido, me
ensartan un ad valorem, ya ni fiestas se pueden dar, sales a colores
en el periódico y te quemas, hay que ser austero y hasta sentir
vergüenza de haber trabajado duro toda la vida para darle a los
tuyos todo lo que
Salí corriendo de la casa,
poniéndome la chamarra Eisenhower. Llegué a la cochera y subí al
Thunderbird rojo, lo puse en marcha, el portón levadizo del garaje
se abrió automáticamente al ruido del motor y arranqué a ciegas.
Algo, un mínimo sentido de la precaución, me dijo que Nicomedes
podía estar allí, en el camino entre el garaje y la maciza puerta
de entrada, recogiendo la manguera, tonsurando el pasto artificial
entre las losas de piedra. Imaginé al jardinero volando por los
cielos, hecho pedazos por el impacto del automóvil y aceleré. La
puerta de cedro despintada por las lluvias del verano, hinchada,
crujiente, también se abrió sola al pasar el Thunderbird junto a
los dos ojos eléctricos insertados en la roca y ya estuvo:
rechinaron las llantas cuando viré velozmente a la derecha, creí
ver la cima nevada del Popocatépetl, era un espejismo, aceleré, la
mañana era fría, la niebla natural del altiplano ascendía para
encontrarse con la capa de smog aprisionada por el circo de montañas
y la presión del aire alto y frío.
Aceleré hasta llegar al
ingreso del Anillo Periférico, respiré, aceleré, pero ahora
tranquilo, ya no tenía de qué preocuparme, podía dar la vuelta,
una, dos, cien veces, cuantas veces quisiera, a lo largo de miles de
kilómetros, con la sensación de no moverme, de estar siempre en el
lugar de partida y al mismo tiempo en el lugar de arribo, el mismo
horizonte de cemento, los mismos anuncios de cerveza, aspiradoras
eléctricas, las que odiaban Nicomedes y Engracia, jabones,
televisores, las mismas casuchas chatas, verdes, las ventanas
enrejadas, las cortinas de fierro, las mismas tlapalerías, talleres
de reparación, misceláneas con la nevera a la entrada repleta de
hielo y gaseosas, los techos de lámina corrugada, una que otra
cúpula de iglesia colonial perdida entre mil tinacos de agua, un
reparto estelar sonriente de personajes prósperos, sonrosados,
recién pintados, Santa Claus, la Rubia de Categoría, el duendecito
blanco de la Coca-Cola con su corona de corcholata, Donald Duck y
abajo el reparto de millones de extras, los vendedores de globos,
chicles, billetes de lotería, los jóvenes de playera y camisa de
manga corta reunidos cerca de las sinfonolas, mascando, fumando,
vacilando, albureando, los camiones materialistas, las armadas de
Volkswagen, el choque a la salida de Fray Servando, los policías en
motocicleta, los tamarindos, la mordida, el tapón, los claxons, las
mentadas, otra vez el arranque libre, idéntico, la segunda vuelta,
el mismo recorrido, los tinacos, Plutarco, los camiones de gas, los
camiones de leche, el frenón, los peroles de leche caen, ruedan, se
estrellan sobre el asfalto, en las barandillas del periférico,
contra el Thunderbird rojo, la marea de leche. El parabrisas blanco
de Plutarco. Plutarco en la niebla. Plutarco cegado por la blancura
inmensa, líquida, ciega ella misma, invisible, haciéndolo invisible
a él, un baño de leche, mala leche, leche aguada, leche de tu
madre, Plutarco.
Seguro, el nombre se presta a
guasas y en la escuela me habían dicho todo aquello de ¿quequé?,
¿a poco?, ¿repite?, y Verga rara y alabío, alabau, alabimbombá,
Verga, Verga, ra, ra, ra, y cuando pasaban lista nunca faltaba un
chistoso que dijera Vergara Plutarco, presente y parada, o chiquita,
o dormidita. Luego había trancazos a la hora del recreo y cuando me
dio por leer novelas, a los quince años, descubrí que un autor
italiano se llamaba Giovanni así, pero eso no iba a impresionar a la
bola de cabroncitos relajientos de la Prepa nacional. No fui a
escuela de curas porque primero el abuelo dijo que eso nunca, o para
qué había habido revolución, y mi papá el licenciado dijo que
okey, el viejo tenía razón, había tantísimo comecuras en público
que era mocho en casa, era mejor para la imagen. Pero yo hubiera
querido hacer como mi abuelito don Vicente, que le hicieron una vez
esa broma y mandó castrar al chistoso. Usté es pura pirinola, puro
pizarrín arrugado, puro pajarito coyón, le dijo el prisionero, y el
general Vergara, que lo capen, pero ahoritita. Desde entonces lo
llamaron el General Tompiates, cuídate los aguacates, ríete pero no
me mates, y otros estribillos que corrieron durante la gran campaña
de Pancho Villa contra los Federales, cuando Vicente Vergara,
entonces muy jovencito pero ya fogueado, militaba con el Centauro del
norte, antes de pasarse a las filas de Obregón cuando la vio perdida
en Celaya.
—Ya sé lo que cuentan. Tú
sácale el mole al que te diga que tu abuelo cambió de chaqueta.
—Pero si nadie me ha dicho
nada.
—Óyeme, chamaco, una cosa
era Villa cuando salió de la nada, de las montañas de Durango, y él
solito arrastró a todos los descontentos y organizó esa División
del Norte que acabó con la dictadura del borracho Huerta y sus
Federales. Pero cuando se puso contra Carranza y la gente de ley, ya
fue otra cosa. Quiso seguir guerreando, a como diera lugar, porque ya
no podía detenerse. Después de que Obregón lo derrotó en Celaya,
el ejército se le desbandó a Villa y todos sus hombres volvieron a
sus milpas y a sus bosques. Entonces Villa fue a buscarlos uno por
uno, a convencerlos de que había que seguir en la bola, y ellos
decían que no, que mirara el general, ya habían regresado a sus
casas, ya estaban otra vez con sus mujeres y sus hijos. Entonces los
pobres oían unos disparos, se volteaban y miraban sus casas en
llamas y sus familias muertas. “Ya no tienes ni casa, ni mujer, ni
hijos —les decía Villa— mejor síguele conmigo.”
—Quizás quería mucho a sus
hombres, abuelo.
—Que nadie diga que fui un
traidor.
—Nadie lo dice. Ya se olvidó
todo eso.
Me quedé pensando en lo que
acababa de decir. Pancho Villa amó mucho a sus hombres, no podía
imaginar que sus soldados no le correspondieran igual. En su
recámara, el general Vergara tenía muchas fotos amarillas, algunas
meros recortes de periódico. Se le veía acompañando a todos los
caudillos de la revolución, pues anduvo con todos y a todos sirvió,
por turnos. Como iban cambiando los jefes, iba cambiando el atuendo
de Vicente Vergara, asomado entre la multitud que sumergía a don
Panchito Madero el famoso día de la entrada a la capital del pequeño
y frágil e ingenuo y milagroso apóstol de la Revolución, que tumbó
al omnipotente don Porfirio con un libro en un país de analfabetos,
no me digas que no fue un milagro, ahí estaba el jovencito Chente
Vergara, con su sombrerillo de fieltro arrugado, sin listón, y su
camisa sin cuello duro, un peladito más, encaramado en la estatua
ecuestre del rey Carlos IV, ese día en que hasta la tierra tembló,
igual que cuando murió Nuestro Señor Jesucristo, como si la
apoteosis de Madero fuese ya su calvario.
—Después del amor a la
Virgen y el odio a los gringos, nada nos une tanto como un crimen
alevoso, así es, y todo el pueblo se levantó contra Victoriano
Huerta por haber asesinado a don Panchito Madero.
Y luego el capitán de dorados
Vicente Vergara, el pecho cruzado de cananas y el sombrero de paja y
los calzones blancos, comiéndose un taco con Pancho Villa junto a un
tren sofocado, y luego el coronel constitucionalista Vergara, muy
jovencito y pulcro con su sombrero tejano y su uniforme kaki, muy
protegido por la figura patriarcal y distante de don Venustiano
Carranza, el primer jefe de la Revolución, impenetrable detrás de
sus espejuelos ahumados y su barba que le daba hasta la botonadura de
la túnica, esa parecía casi foto de familia, un padre justo pero
severo y un hijo respetuoso y bien encarrilado, que no era el mismo
Vicente Vergara, coronel obregonista, pronunciado en Agua Prieta
contra el personalismo de Carranza, liberado de la tutela del padre
acribillado a balazos mientras dormía sobre un petate en
Tlaxcalantongo.
—¡Qué jóvenes se murieron
todos!, Madero no alcanzó a cumplir los cuarenta y Villa tenía
cuarenta y cinco, Zapata treinta y nueve, hasta Carranza que parecía
bien vetarro apenas tenía sesenta y uno, mi general Obregón
cuarenta y ocho. Dime si no soy un sobreviviente, pura suerte
chamaco, si mi destino era morir joven, por puritita chiripa no estoy
enterrado por ahí, en un pueblo de zopilotes y cempazúchiles, y tú
ni hubieras nacido.
Este coronel Vergara sentado
entre el general Álvaro Obregón y el filósofo José Vasconcelos en
una comida, este coronel Vergara de bigotes a la káiser, uniforme de
parada, oscuro, cuello alto y galones dorados.
—Un fanático católico nos
mató a mi general Obregón, chamaco. Ay. Asistí al entierro de
todos, todititos los que ves aquí, que todos murieron de muerte
violenta, menos al de Zapata, que lo enterraron en secreto para poder
decir que sigue vivo,
que tampoco era el general
Vicente Vergara, ahora vestido de civil, a punto de despedirse de la
juventud, muy cuidado, muy esmerado, con su traje de gabardina clara
y su perla en la corbata, muy serio, muy solemne, porque sólo así
se le daba la mano a ese hombre con rostro de granito y mirada de
tigre, el jefe máximo de la Revolución, Plutarco Elías Calles.
—Ese era un hombre, chamaco,
un humilde profesor de escuela que llegó a Presidente. Nadie podía
sostenerle la mirada, nadie, ni los que habían pasado por la
tremenda prueba de los fusilamientos de a mentiras creyendo que les
llegaba la hora y ni siquiera pestañearon, ni esos. Tu niño
Plutarco. Tu padrino, chamaco. Míralo, mírate nomás en sus brazos.
Míranos, el día que te bautizó, el día de la unidad nacional,
cuando mi general Calles regresó del destierro.
—¿Por qué me bautizó? ¿No
era un terrible perseguidor de la iglesia?
—¿Qué tiene que ver una
cosa con otra? Ni modo que te dejáramos sin nombre.
—No, abuelo, usted también
dice que la Virgen nos une a los mexicanos, ¿quihubo?
—La guadalupana es una virgen
revolucionaria que lo mismo aparece en los estandartes de Hidalgo, en
la Independencia, que en los de Zapata, en la Revolución, una virgen
a toda madre, pues.
—Pero oiga, gracias a usted
no fui a escuela de curas.
—La iglesia nomás sirve para
dos cosas, para bien nacer y para bien morir, ¿está claro? Pero
entre la cuna y la tumba, que no se meta en lo que no le importa y
que se dedique a bautizar escuincles y a rezar por las almas.
Los tres hombres que vivíamos
en la casota del Pedregal sólo nos reuníamos para la merienda, que
seguía siendo la que ordenaba el general mi abuelo. Sopa aguada,
sopa seca, frijoles refritos, chilindrinas y champurrado. Mi padre,
el licenciado don Agustín Vergara, se vengaba de estas cenas
rústicas con largas comidas de tres a cinco en Jena o Rívoli, donde
podía ordenar filetes Diana y crêpes Suzette. Lo que más le
repugnaba de las meriendas era un hábito peculiar del general. Al
terminar de comer, el viejillo se sacaba la dentadura postiza y la
dejaba caer en un medio vaso de agua caliente. Luego le añadía
medio vaso de agua fría. Esperaba un minuto y vaciaba la mitad de
ese vaso en otro. Volvía a añadirle una porción de agua caliente
al primer vaso, vaciaba la mitad en un tercero y volvía a llenar el
primero con el agua tibia del segundo. Enfrentado a las tres mezclas
turbias donde nadaban retazos de ropavieja y tortilla, sacaba los
dientes del primer vaso, los remojaba en el segundo y el tercero y
habiendo obtenido la temperatura deseada, se colocaba los dientes en
la boca y los apretaba con las mandíbulas como quien cierra un
candado.
—Bien templaditos —decía—,
hociquito de león, ah qué caray.
—Es de dar vergüenza —dijo
esta noche mi papá el licenciado Agustín, limpiándose los labios
con la servilleta y arrojándola luego con desdén sobre el mantel.
Miré con asombro a mi padre.
Nunca había dicho nada y el abuelo llevaba años de repetir la
ceremonia de la dentadura. El licenciado Agustín debía retener la
náusea que le provocaba la paciente alquimia del general. Pero a mí
mi abuelito se me hacía muy cotorro.
—Debía darle vergüenza, es
un asco —repitió el licenciado.
—Újule —lo miró con sorna
el general—, ¿de cuándo acá no puedo hacer mi regalada gana en
mi propia casa? Mi casa, dije, y no la tuya, Tin, ni la de tus
cuatezones popoff…
—Jamás podré invitarlos
aquí, a menos que antes lo esconda a usted en un clóset bajo llave.
—¿Te dan guácara mis
dientes pero no mi lana? A ver, cómo está eso.
—Eso está muy mal, muy muy…
—dijo mi papá meneando la cabeza con una melancolía que nunca le
habíamos visto. No era un hombre grave, sólo un poquitín pomposo,
aun en su frivolidad. Su sincera tristeza, sin embargo, se disipó en
seguida y miró al abuelo con un helado desafío y una mínima mueca
de burla que no alcanzamos a comprender.
Más tarde el abuelo y yo
evitamos comentar todo esto en la recámara del general, tan distinta
del resto de la casa. Mi papá el licenciado Agustín dejó todos los
arreglos en manos de un decorador profesional que nos llenó el
caserón de muebles Chippendale, arañas gigantescas y falsos Rubens
cobrados como si fuesen de a devis. El general Vergara dijo que le
importaba un pito todo eso y se reservó el derecho de amueblar su
recámara con los objetos que siempre usaron él y su difunta doña
Clotilde, cuando construyeron su primera casa en la Colonia Roma,
allá por los veinte. La cama era de metal dorado y a pesar de que
había un clóset moderno, el general lo condenó instalando un
ropero viejo y pesado, de caoba y espejos, que quedó atrancado
contra la puerta del clóset. Miró con cariño su viejo armario.
—Cada que lo abro, siento
todavía el olor de la ropa de mi Clotilde, tan hacendosa, las
sábanas bien planchadas, todo bien almidonado.
Abundan en esta recámara cosas
que nadie usa ya, como una cómoda de aseo con tapa de mármol,
aguamanil de porcelana y altas jarras llenas de agua. Escupidera de
cobre y mecedora de mimbre. El general siempre se ha bañado de
noche, y ésta de los misterios de mi papá me pidió que lo
acompañara y fuimos los dos juntos al baño, el general con su
jícara de patitos y flores pintadas a mano y su jabón Castillo,
porque odiaba los jabones perfumados y con nombres impronunciables
que ahora se usaban, decía que él no era ni estrella de cine ni
maricón. Yo lo ayudé con su bata, su piyama y sus pantuflas
forradas. Cuando se metió a la tina de agua tibia, enjabonó un
zacatón y comenzó a fregarse vigorosamente. Me dijo que era bueno
para la circulación de la sangre. Le dije que prefería una ducha y
me contestó que eso era para los caballos. Luego, sin que me lo
pidiera, lo enjuagué con la jícara, vaciándole el agua sobre los
hombros.
—Me quedé pensando, abuelo,
en lo que me dijo de Villa y sus dorados.
—Yo también en lo que me
contestaste, Plutarco. Puede que sí. Qué falta nos hacen a veces
los demás. Todos se han ido muriendo. Y no le hace que nazcan nuevas
gentes. Cuando se te mueren los amigos con los que viviste y
peleaste, te quedas solo, de plano.
—Usted se acuerda de muchas
cosas muy padres y a mí me encanta oírlas.
—Eres mi amiguito. Pero no es
lo mismo.
—Haga de cuenta que yo anduve
con usted en la Revolución, abuelo. Haga de cuenta que yo…
Me entró un extraño bochorno
y el viejo sentado en la tina, bien enjabonado otra vez, me interrogó
con las cejas blancas de espuma. Luego me agarró la mano con la suya
mojada y me la apretó mucho, antes de cambiar rápidamente de tema.
—¿Qué se trae tu jefe,
Plutarco?
—Quién sabe. Conmigo nunca
habla. Usted lo sabe bien, abuelo.
—Nunca ha sido respondón.
Hasta me gustó cómo me contestó a la hora de la cena.
El general se rió y pegó un
manotazo en el agua. Dijo que mi papá siempre había sido un güevón
que se encontró con la mesa puesta, con negocios honrados, cuando el
general Cárdenas les hizo el honor a los callistas de barrerlos del
gobierno. Contó, mientras se lavaba la cabeza, que hasta entonces él
había vivido de su sueldo de oficial. Cárdenas lo obligó a vivir
fuera del presupuesto y a ganarse la vida en los negocios. Las viejas
haciendas no producían. Los campesinos las habían quemado antes de
irse a la bola. Dijo que mientras Cárdenas repartía la tierra,
había que producir. Se juntaron los hombres de Agua Prieta para
comprar los cachos no afectados de las haciendas, como pequeños
propietarios.
—Sembramos caña en Morelos,
jitomate en Sinaloa y algodón en Coahuila. El país pudo comer y
vestirse mientras Cárdenas echaba a andar sus ejidos, que nunca
arrancaron porque lo que quiere cada hombre del campo es su pedacito
de tierra propio, a título personal, ¿ves? Yo puse en marcha las
cosas, tu papá nomás administró cuando yo me fui haciendo viejo.
Que se acuerde de eso cuando se me pone alzado. Pero palabra que me
gustó. Le ha de estar saliendo la espina dorsal. ¿Qué se traerá?
Me encogí de hombros, no me
han interesado nunca los negocios ni la política, ¿qué riesgo hay
en todo eso?, ¿qué riesgo comparable a lo que antes vivió mi
abuelo, las cosas que sí me interesaban?
Entre tantísima foto con los
caudillos, la de mi abuelita doña Clotilde es algo aparte. Tiene una
pared para ella sola y al lado una mesa con un florero lleno de
margaritas. Si el abuelo fuese creyente le pondría veladoras, creo.
El marco es ovalado y la foto está firmada en 1915 por el fotógrafo
Gutiérrez, de León, Gto. Esta señorita antigua que fue mi abuela
parece una muñeca. El fotógrafo coloreó la foto con tonos de rosa
pálido y sólo los labios y las mejillas de doña Clotilde están
incendiados con una mezcla de rubor y sensualidad. ¿Fue realmente
así?
—Fue de película, me dice el
general. Era huérfana de madre y a su papá lo fusiló Villa porque
era agiotista. Por donde pasaba, Villa suprimía las deudas de los
pobres. Pero no le bastaba. Mandaba fusilar a los prestamistas, como
escarmiento. Yo creo que la única escarmentada fue mi pobre
Clotilde. Recogí a una huerfanita que hubiera aceptado al primer
hombre que le ofrecía protegerla. La de huérfanas de esa región
que acabaron de putas de los soldados o, con suerte, de artistas de
variedades, con tal de sobrevivir. Luego aprendió a quererme mucho.
—¿Usted la quiso siempre?
El abuelo asintió, bien
arropado en la cama.
—¿Usted no se aprovechó
porque la vio desamparada?
Ahora me lanzó una mirada de
cólera y apagó violentamente la luz. Me sentí ridículo, sentado
en la oscuridad, meciéndome en la silla de mimbre. Sólo se escuchó,
un rato, el ruido de la silla. Después me levanté y caminé de
puntas, dispuesto a irme sin decirle buenas noches al general. Me
detuvo una imagen bien dolorosa y bien sencilla. Vi a mi abuelo
muerto. Amanecía muerto, una mañana de estas, ¿por qué no?, y yo
nunca pude decirle lo que quería, nunca más. Él se enfriaba rápido
y mis palabras también. Corrí a abrazarlo en la oscuridad y le
dije:
—Lo quiero mucho, abuelo.
—Está bien, chamaco. Lo
mismo digo.
—Oiga, yo no quiero empezar
la vida con la mesa puesta, como usted dice.
—Ni modo. Todo está a mi
nombre. Tu papá nomás administra. Cuando me muera, todo te lo dejo
a ti.
—No lo quiero, abuelo,
abuelo, quisiera empezar de nuevo, como empezó usted…
—Ya no son los mismos
tiempos, ¿qué ibas a hacer?
Sonreí apenas: —Me hubiera
gustado castrar a alguien, como usted…
—¿Todavía cuentan ese
cuento? Pues sí, así fue. Sólo que esa decisión no la tomé solo,
¿ves?
—Usted dio la orden, cápenlo
pero ahoritita mismo.
El abuelo me acarició la
cabeza y dijo que lo que nadie sabe es cómo se toman esas
decisiones, que nunca se toman a solas. Recordó una noche de
fogatas, en las afueras de Gómez Palacio, antes de la batalla de
Torreón. Ese hombre que lo había insultado era un prisionero, pero
además era un traidor.
—Había sido de los nuestros.
Se pasó a los Federales y les contó cuántos éramos, cómo
veníamos armados. Mis hombres lo hubieran matado de todos modos. Yo
nomás me les adelanté. Era la voluntad de ellos. Se volvió la mía.
Me dio la oportunidad con su insulto. Ahora cuentan esa historia muy
pintoresca, ah qué cabrón mi general Vergara, el mero general
Tompiates, sí señor. No, qué va. No fue así de fácil. Lo
hubieran matado de todos modos y con derecho, si era un traidor. Pero
también era un prisionero de guerra. Esas son cosas del honor
militar como yo lo entiendo, chamaco. Por más despreciable que fuera
ese tipo, ahora era prisionero de guerra. Salvé a mis hombres de
matarlo. Creo que eso los hubiera deshonrado a ellos. Yo no los podía
contener. Creo que eso me hubiera deshonrado a mí. Mi decisión fue
la de todos y la de todos fue la mía. Así pasan esas cosas. No hay
manera de saber dónde empieza tu voluntad y dónde empieza la de tus
hombres.
—Regresé a decirle que me
hubiera gustado nacer al mismo tiempo que usted para haberlo
acompañado.
—No fue un bonito
espectáculo, qué va. Ese hombre desangrándose hasta el amanecer
sobre el polvo del desierto. Luego se lo comió el sol y los
zopilotes lo velaron. Y nosotros nos fuimos, sabiendo en secreto que
lo que habíamos hecho lo habíamos hecho todos. En cambio, si lo
hacen ellos y yo no, ni yo soy el jefe ni ellos se hubieran sentido
tranquilos para la batalla. No hay nada peor que matar a un pobre
tipo solitario al que le estás mirando los ojos antes de matar a
muchos tipos sin cara, que ni conoces sus miradas. Así son esas
cosas.
—Qué ganas, abuelo…
—No te hagas ilusiones. No
volverá a haber una revolución así en México. Eso pasa una sola
vez.
—¿Y yo, abuelo?
—Pobrecito mi chamaco,
abráceme fuerte, mijito, lo entiendo, palabra que lo entiendo…
¡Qué ganas de volverme joven yo para andar contigo! La que
armaríamos, Plutarco, tú y yo juntos, ah qué caray.
Con mi padre el licenciado yo
hablaba pocas veces. Ya he dicho que los tres sólo nos reuníamos
para la merienda y allí el general llevaba la voz cantante. Mi papá
me llamaba de vez en cuando a su despacho, para preguntarme cómo iba
en la escuela, qué tal mis calificaciones, qué carrera iba a
seguir. Si le hubiera dicho que no sabía, que me la pasaba leyendo
novelas, que me gustaba irme a mundos lejanos, la Siberia de Miguel
Strogoff, la Francia de d’Artagnan, que me interesaba muchísimo
más saber lo que nunca podría ser que lo que quisiera ser, mi papá
no me hubiera regañado, ni siquiera con desilusión. Simplemente, no
me habría comprendido. Conocía bien su mirada perpleja cuando se
decía algo que escapaba por completo a su inteligencia. Eso me dolía
a mí mucho más que a él.
—Entraré a Derecho, papá.
—Muy bien, muy acertado. Pero
luego especialízate en administración de negocios. ¿Te ilusionaría
ir al Harvard Business School? Es difícil el ingreso, pero puedo
mover palancas.
Yo me hacía el disimulado y me
quedaba mirando los tomos, idénticamente empastados de rojo, de la
biblioteca. No había nada interesante, salvo la colección completa
del Diario Oficial, que siempre empieza con los permisos para usar
condecoraciones extranjeras. La Orden de las Estrellas Celestes de
China, la del Libertador Simón Bolívar, la Legión de Honor
francesa. Sólo en ausencia de mi padre me atrevo a entrar, como
espía, a su recámara alfombrada y forrada de madera. Allí no hay
ningún recuerdo, ni siquiera una foto de mi madre. Ella murió
cuando yo tenía cinco años, no la recuerdo. Una vez al año, el 10
de mayo, vamos los tres al Panteón Francés, donde están enterradas
juntas mi abuelita Clotilde y mi mamá, Evangelina se llamaba. Tenía
trece años cuando un compañero de la secundaria “Revolución”
me mostró una foto de una muchacha en traje de baño, y es la
primera vez que sentí una excitación. Igual que doña Clotilde en
su foto, sentía gusto y vergüenza al mismo tiempo. Me puse colorado
y mi compañero, con grandes risotadas, me dijo te la regalo, es tu
mamacita. Una banda de seda le cuelga del hombro a la muchacha de la
foto, le cruza los pechos y se le ajusta a la cadera. La leyenda dice
“Reina del Carnaval de Mazatlán”.
—Mi papá dice que era un
cuero tu jefa, me dijo carcajeándose mi compañero de escuela.
—¿Cómo era mi mamá,
abuelo?
—Guapa, Plutarco. Demasiado
guapa.
—¿Por qué no hay ninguna
foto de ella en la casa?
—Por puritito dolor.
—No quiero quedarme fuera del
dolor, abuelo.
El general me miró muy raro
cuando le dije esto; cómo no iba a recordar su mirada y mis palabras
esa noche famosa, cuando me despertaron las voces levantadas, en esta
casa donde no se oía un ruido después de que mi padre salía
acabando de cenar, manejando su Lincoln Continental y, regresaba muy
temprano, como a las seis, a bañarse y rasurarse y a desayunar en
piyama, como si hubiera pasado la noche en casa, ¿a quién
engañaba?, si a cada rato lo veía fotografiado en las páginas
sociales acompañado siempre de una viuda riquísima, cincuentona
como él, pero la podía mostrar, yo no pasaba de irme de putas los
sábados, solo, sin cuates. Quería ligarme a una señora de a
deveras, madura, como la amante de mi papá, no a las niñas bien que
conocía en fiestas de otros riquillos como nosotros. ¿Dónde estaba
mi Clotilde para rescatarla, protegerla, enseñarla a quererme, cómo
era Evangelina, la soñaba, con su traje de baño blanco, de satín,
marca Jantzen?
Soñaba con mi madre cuando me
despertaron las voces que rompían los horarios de la casa, me senté
en la cama, me puse instintivamente los calcetines para bajar sin
hacer ruido, claro, en mi sueño había escuchado al abuelo
chancletear, no había sido sueño sino verdad, no, yo era el único
en esta casa que sabía que el sueño es la verdad, eso me iba
diciendo mientras caminaba en silencio hacia la sala, de allí venían
las voces, la Revolución no era verdad, era un sueño de mi
abuelito, mi mamá no era verdad, era un sueño mío, y por eso eran
ciertas, sólo mi papá no soñaba, por eso era de a mentiras.
Mentiras, mentiras, eso gritaba
el abuelo cuando me detuve sin entrar a la sala, me quedé escondido
detrás de la reproducción tamaño natural de la Victoria de
Samotracia que el decorador había mandado poner allí, como una
diosa guardiana de nuestro hogar, de la sala a la que nadie entraba
nunca, era de exposición, ni una pisada, ni una colilla de cigarro,
ni una mancha de café y ahora el escenario de este pleito a la
medianoche entre mi abuelo y mi padre, gritándose, mi abuelo el
general con la voz que le imaginaba al ordenarle a un soldado,
cápenlo, pero ahoritita mismo, quémenlo, fusílenlo, primero lo
matamos y luego averiguamos, el mero general Tompiates, mi padre el
licenciado con una voz que jamás le había escuchado.
Me imaginé que el abuelo, a
pesar de su coraje, estaba gozando que al final el hijo le saliera
respondón, lo estaba maltratando como a un cabo borracho, si hubiera
tenido un fuete a la mano le deja la cara como crucigrama a mi papá,
de hijo de la chingada no lo bajaba, y mi papá de viejo pendejo al
general, y el abuelo que pendejo no había más que uno en esta
familia, le había entregado una fortuna sólida, honrada, nomás
para que la administrara, con los mejores abogados y cepetés, no
tenía que hacer nada más que firmar y cobrar rentas y meter tantito
al banco y otro tantito reinvertirlo, ¿cómo que no quedaba nada?,
dése de santos, viejo pendejo, dése de santos, por lo menos no voy
a la cárcel, yo no firmé nada, muy abusado, dejé que los abogados
y los contadores firmaran todo por mí, al menos puedo decir que todo
se hizo a mis espaldas pero que yo respondo de las deudas, yo también
fui víctima del fraude, igual que los accionistas, hijo de la
chingada, yo te entregué una fortuna sólida, sana, la riqueza de la
tierra es la única riqueza segura, el dinero es puro papel si no se
basa en la tierra, mequetrefe, puro bilimbique, quién te manda
levantar un imperio de pura saliva, financieras fantasmas, venta de
acciones balín, cien millones de pesos sin nada que los respalde,
andar creyendo que mientras más deudas se tiene más seguro el
asunto y más intocable, pendejo, no se apure, general, le digo que
el proceso se seguirá contra los abogados y contadores, a mí me
engañaron también, eso mantendré, mantendrás madre, tienes que
responder con la tierra, con las propiedades de Sinaloa, los cultivos
de jitomate, jitomate, jitomate, cómo se ríe mi padre, nunca le he
oído reírse así, ah qué bruto será usted, mi general, jitomates,
¿se le ocurre que con jitomates construimos esta casa y compramos
los coches y nos damos la gran vida?, ¿cree usted que soy placera de
la Merced?, ¿qué cree usted que se da mejor en Sinaloa, el jitomate
o la amapola?, qué más da, campos rojos, desde el aire ni quien
diga que no son jitomates, ¿ahora por qué se queda callado?,
¿quiere saberlo todo?, si respondo a las deudas con los campos, eso
tiene que salir al aire, entonces quema pronto los cultivos, cabrón,
arrasa y di que te cayó el chahuistle, ¿qué esperas?, ¿y usted se
anda creyendo que me van a dejar hacer eso?, cómo será usted un
viejo tarugo, los gringos que me compran el producto y lo
comercializan, pues, mis socios de California, donde se vende la
heroína, ¿qué cree usted?, se van a cruzar de brazos, cómo no,
ahora dígame de dónde saco cien millones de pesos para reembolsar a
los accionistas, dígame nomás entre la casa y los coches apenas
arañamos los diez millones y en la cuenta de Suiza habrá otro
tanto, pobre diablo, ni a la droga le sacaste jugo, te babosearon los
yanquis.
Luego el general se quedó
callado y el licenciado hizo un ruido de desesperación con la
garganta.
—Cuando te casaste con una
puta, sólo te deshonraste a ti mismo, dijo finalmente el abuelo.
Pero ahora me has deshonrado a mí.
Eso no quería oírlo, que no
siguieran, rogué, amparado por las alas de la Victoria, eso era
ridículo, una escena de mala película mexicana, de telenovela de la
caja idiota, yo escondido detrás de una cortina oyendo a los mayores
decirse las verdades, escena de Libertad Lamarque y Arturo de
Córdova, clásica, el abuelo salió con paso militar de la sala, yo
me adelanté, lo agarré del brazo, mi padre nos miró estupefacto,
le dije al abuelo:
—¿Trae usted lana?
El general Vergara me miró
derecho y se acarició el cinturón. Era su viborilla llena de
centenarios de oro.
—Hecho. Véngase conmigo.
Nos fuimos, yo abrazando al
viejo, mientras mi padre nos gritaba desde la sala:
—¡A nadie le voy a dar el
gusto de verme vencido!
El general le dio un empujón
al gigantesco florero de vidrio cortado del vestíbulo, que cayó y
se hizo pedazos. Dejamos detrás de nosotros un reguero de alcatraces
de plástico y arrancamos en el Thunderbird rojo, yo con mi piyama y
mis calcetines, el general muy compuesto con su traje de gabardina
clara, su corbata marrón con una perla de alfiler clavada debajo del
nudo, y acariciando continuamente el cinturón lleno de oro: ahora sí
daba gusto, arrancarse a lo largo del periférico a la una de la
mañana, sin tránsito, sin paisaje, vía libre a la eternidad, eso
le dije al abuelo, agárrese fuerte, mi general, que voy a hundir el
fierro hasta ciento veinte, cuacos más broncos he montado, rió mi
abuelo, vamos a ver a quién le cuenta usted sus recuerdos, vamos a
encontrar gente que lo oiga, vamos a botarnos los centenarios, vamos
a empezar de vuelta, abuelito, chamaco, seguro, desde cero, otra vez.
En la Plaza Garibaldi, a la una
y cuarto de la mañana, lo primero es lo primero, chamaco, unos
mariachis que la sigan con nosotros toda la noche, ni preguntes
cuánto, nomás si saben tocar “La Valentina” y “Camino de
Guanajuato”, a ver muchachos, qué tal templan el guitarrón, el
abuelo lanzó un aullido de coyote, Valentina, Valentina, yo te
quisiera decir, éntrenle con nosotros al Tenampa, vamos a empinarnos
unos tequilas, con eso me desayuno yo, muchachos, a ver quién
aguanta más, así me templé para el encuentro de Celaya, cuando le
echamos los villistas la caballería encima a Obregón, una pasión
me domina, y es la que siento por ti, y frente a nosotros sólo
veíamos el llano inmenso y al fondo las artillerías y los jinetes
inmóviles del enemigo y aquí las bandejas abolladas llenas de
cervezas y nos lanzamos a todo galope, seguros de la victoria, con
unos bríos de tigres salvajes, y entonces los mariachis nos miran
con sus ojos de piedra, como si mi abuelito y yo no existiéramos y
entonces de las loberas invisibles en el llano salieron de golpe mil
bayonetas, muchachos, en esos hoyos estaban escondidos los yaquis
fieles a Obregón, cuidado, no derramen las frías así de raro nos
miraban, un viejito hablantín y un chamaco en piyama, ¿qué se
traen?, nomás nos iban clavando las bayonetas en las panzas de
nuestros caballos, manteniéndolas firmes hasta rajarles las tripas,
esos yaquis con arracadas en las orejas y las cabezas cubiertas de
pañoletas rojas bañadas de sangre y tripa y cojón de caballo, otra
vuelta, seguro, la noche es joven, nos espantamos, cómo no nos
íbamos a espantar, quién iba a imaginarse esa táctica tan tremenda
de mi general Obregón, allí comencé a respetarlo, palabra que sí,
¿a qué hora cantamos?, ¿no nos contrató para cantarle, señor?,
nos miraban diciendo estos no traen ni morralla, retrocedimos,
atacamos con cañones, pero ya estábamos vencidos por la sorpresa,
Celaya era un campo de humo y sangre y caballiza agonizante, humo de
cigarrillos “Delicados”, un mariachi aburrido le untó sal y le
exprimió un limón a mi abuelo en el puño cerrado, le volamos un
brazo al general Obregón, así de dura estuvo la cosa, allí me
dije, contra éste no se puede, se encogió de hombros y le untó la
sal a la boca de la trompeta y comenzó a juguetear con ella, a
sacarle tristezas, Villa es pura fuerza desatada, sin rumbo, Obregón
es fuerza inteligente, es el más chingón, ya estaba dispuesto a
meterme en ese campo de batalla como quien se mete a un rastro, a
buscar el brazo que le volamos a Obregón, para devolvérselo
diciéndole mi general, usted es el mero chingón, aquí tiene su
bracito y dispense, ah qué caray, aunque ustedes ya saben lo que
pasó, ¿no?, ¿nadie sabe?, ¿no les importa saber?, pues que el
propio general Obregón lanzó un centenario de oro al aire, así, y
el brazo mutilado se levantó volando de la tierra, el puño
sangriento pescó al aire la moneda, así, ah que caray, te gané,
mariachazo, ¿ahora sí te interesó mi historia?, te gané, igual
nos ganó Obregón y así recuperó su brazo en Celaya, si me han de
matar mañana, que me maten de una vez, quiero que me quieran,
muchachos, nomás, quiero que me sean fieles, aunque sea esta noche,
nomás.
A las dos de la mañana, en el
Club de los Aztecas pintado de plata, la sensacional Ricky Rola reina
del chachachá, cubas libres para todos, aquí los muchachos son mis
cuates, cómo que no pueden sentarse, usted es un pinche gato sangre
de limón, mírese nomás qué verdes ojeras se trae, pinche
barrendero de tapancos, cállese el hocico o lo dejo bien exprimido,
cómo que mi nieto en piyama no, si es su único trajecito, si nomás
vive de noche, si se la pasa durmiendo con tu mamacita toditito el
día, está bien cansadito, cómo que van a protestar los músicos,
también mis mariachis son de la CTM, siéntense muchachos, se los
ordena el general Vergara, ¿qué dices, pinche asistente?, que a sus
órdenes mi general, aprende, cara de limón, vete a mear vinagre,
luces amarillas, color de rosa, azules, la inmarcesible Azucena reina
del bolero sentimental, se metió con calzador el traje de
lentejuelas, mire mi general, se levantó las chichis con grúa
después de jugar futbol con ellas, ésta es de las que se meten
goles solas, ha de tener el ombligo del tamaño de la plaza de toros,
le dieron ocho manitas de pintura antes de salir, mi general, mire
nomás esas pestañas que parecen persianas negras, te vendes, ¿no
me digas?, ¿cuánto cuestan tus ojitos de luto, gorda?, hipócrita,
¿a quién le canta esas canciones de padrotes, muchachos?, a ver, al
asalto, mis tigrillos, sencillamente hipócrita, te burlaste de mí,
una canción de machos, súbanse allí al templete, nalgada a la
inmarcesible Azucena, a pelar chayotes, gorda, ah qué chillido,
respeto para los artistas, a bañarse, sudorosa, despíntese la cara
de payaso, no grite, si es por su bien, al asalto mi tropa, cante mi
general, y nuestro México febrero dieciséis, nos manda Wilson diez
mil americanos, venga la guitarra que suena a llanto, venga la
trompeta que sabe a sal, tanques cañones y hartos aeroplanos,
buscando a Villa, queriéndolo matar, bájese pinche viejito, al
rastro mariachones balines, y ese puto de piyama, pabajo, aquí nomás
tocan los músicos sindicalizados, puros jotos envaselinados con
corbatita de moño y esmokin brillante de tanta planchada, planchados
te voy a dejar los güevos, vejestorio, órale mis muchachos, ya me
bravearon y eso no, por la santísima virgen que no, cápalos,
abuelito, pero ahoritita mismo, una patada al tambor, guitarrón
contra las baterías, sáquenle las tripas al piano como a los
caballos de Celaya, cuídese abuelito del tipo del saxofón,
descontón a la panza, clávele la cabeza en el tambor a ese pelado,
Plutarco, duro, mis tigrillos, quiero ver la sangre de estos
chamizcleros en la pista de baile, ese de la batería usa peluquín,
Plutarco, arráncaselo, ora sí, cabecita de huevo, que te pasen por
agua antes de que yo te pase por mis cojones, patada al culo,
Plutarco, y a correr todos que el Limonadas ya llamó a los azules,
róbense el arpa, muchachos, no quedó una tecla en su lugar, tome,
mi general, las pestañas de la cantante y ahí les dejo este reguero
de centenarios para pagar los desperfectos.
Pasaditas las tres, en casa de
la Bandida, donde yo era bien conocido y la mera dueña nos dio la
bienvenida, qué chulo piyama Plutarco y se sintió muy honrada de
que el famoso general Tompiates y qué idea tan a todo dar traerse a
los mariachis y que nos toquen el “Siete Leguas”, ella misma, la
Señora, lo iba a cantar, porque era composición suya, Siete Leguas
el caballo que Villa más estimaba, escancien los rones, pásenle
muchachas, todas recién llegaditas de Guadalajara, todas muy
jovencitas, será usted cuando mucho el segundo que las toca en su
vida mi general y si prefiere le traigo a una virgencita como quien
dice, qué buena idea tuviste, Plutarco, así, así, en las
rodillitas de mi general, Judith, no te hagas la remolona, ay, es que
está deatiro pa los liones, doña Chela, ni mi abuelito está tan
carcas, oye tú pinche enana, es mi abuelito y me lo respetas, no me
hace falta que me defiendas, Plutarco, ahora va a ver esta
mariposilla nocturna que Vicente Vergara no está para los leones
sino que yo soy el mero león, véngase, Judicita, a ver dónde dejó
su petate, va a ver lo que es un macho, lo que quiero es ver el color
de los centavos, ahí te va, péscalo, me lleva, un centenario de
oro, doña Chela, óigame, el viejito viene forrado, cuando oía
pitar los trenes, se paraba y relinchaba, escojan, muchachos, les
dijo mi abuelito a los mariachis, recuerden que son mi tropa de
tigrillos, ni regateen.
Me quedé esperando en la sala,
oyendo discos. Entre mi abuelo y los mariachis acapararon a todas las
muchachas. Me bebí una cuba y conté los minutos. Cuando pasaron más
de treinta, comencé a preocuparme. Subí por la escalera al segundo
piso y pregunté dónde trabajaba Judith. La toallera me llevó hasta
la puerta. Toqué y Judith abrió, chiquitita sin sus tacones,
encuerada. El general estaba sentado al filo de la cama, sin
pantalones, con los calcetines detenidos por unas viejas ligas rojas.
Me miró con los ojos llenos de esa agua que a veces se le salía sin
querer de su cabeza de biznaga vieja. Me miró con tristeza.
—No pude, Plutarco, no puede.
Agarré de la nuca a Judith, le
torcí el brazo detrás de la espalda, la puta me llegaba al hombro,
chillaba, no fue mi culpa, le hice su show, todo lo que me pidió,
hice mi trabajo, le cumplí, no lo robé, pero que ya no me mire así,
si quiere le devuelvo el centenario, pero que ya no me mire triste,
por favor, no me hagas daño, suéltame.
Le torcí todavía más el
brazo, le jalé todavía más el pelo ensortijado, veía en el espejo
su cara de gatita salvaje, chillando, con los ojos muy cerrados, los
pómulos altos y la boca pintada con polvo plateado, los dientes
chiquititos pero filosos, sudorosa la espalda.
—¿Así era mi mamá, abuelo?
¿Una huila así? ¿Eso quiso usted decir?
Solté a Judith. Salió
corriendo, tapándose con una toalla. Fui a sentarme junto al abuelo.
No me contestó. Lo ayudé a vestirse. Murmuró:
—Ojalá, Plutarco, ojalá.
—¿Corneó a mi papá?
—Como venadito lo dejó.
—¿Y qué?
—No le hacía falta, como a
ésta.
—Entonces lo hacía por
placer. ¿Qué tiene de malo?
—Fue una ingratitud.
—Seguro que mi papá no le
cumplió.
—Se hubiera metido al cine,
no a mi hogar.
—¿De manera que le hicimos
el gran favor? Mejor se lo hubiera hecho mi papá en la cama.
—Yo nomás sé que deshonró
a tu papá.
—Por necesidad, abuelo.
—Cuando recuerdo a mi
Clotilde.
—Le digo que lo hizo por
necesidad, igual que esta puta.
—Yo tampoco le cumplí,
chamaco. Ha de ser la falta de práctica.
—Déjeme enseñarle, déjeme
refrescarle la memoria.
Ahora que ya rebasé la
treintena, recuerdo esa noche de mis diecinueve años como entonces
la sentí, la noche de mi liberación. Eso sentí mientras me cogía
a Judith con los mariachis en la recámara, bien zumbos, dale y dale
al corrido del caballo de Pancho Villa, en la estación de Irapuato,
cantaban los horizontes, mi abuelo sentado en una silla, triste y
silencioso, como si mirara la vida renacer y ya no fuese la suya ni
pudiese serlo nunca más, la Judith colorada de vergüenza, nunca lo
había hecho así, con música y todo, helada, avergonzada, fingiendo
emociones que yo le sabía falsas porque su cuerpo era el de la noche
muerta y sólo yo vencía, la victoria era sólo para mí y nadie
más, por eso no me supo a nada, no era como esos actos de todos de
los que hablaba el general, quizás por eso la tristeza de mi abuelo
era tan grande y tan grande fue, para siempre, la melancolía de la
libertad que entonces creí ganarme.
Llegamos como a las seis de la
mañana al Panteón Francés. El abuelo le entregó otro de los
centenarios que traía en su viborilla cuajada al guardián tullido
de frío y nos dejó entrar. Quería llevarle serenata a doña
Clotilde en su tumba y los mariachis cantaron “Camino de
Guanajuato” con el arpa que se robaron del cabaret, no vale nada la
vida, la vida no vale nada. El general los acompañó, era su canción
preferida, le traía tantos recuerdos de su juventud, camino de
Guanajuato, que pasas por tanto pueblo.
Les pagamos a los mariachis,
quedamos en vernos todos pronto, cuates hasta la muerte, y regresamos
a la casa. Aunque había poco tránsito a esa hora, yo no tenía
ganas de correr. Íbamos los dos, el abuelo y yo, de regreso a
nuestra casa en ese cementerio involuntario que se levanta al sur de
la Ciudad de México: el Pedregal. Mudo testigo de cataclismos que
nadie documentó, el negro terreno vigilado por los volcanes extintos
es una Pompeya invisible. Hace miles de años, la lava inundó la
noche de burbujas ardientes; nadie sabe quién murió aquí, quién
huyó de aquí. Algunos, como yo, piensan que nunca debió tocarse
ese perfecto silencio que era como un calendario de la creación.
Muchas veces, de niño, cuando todavía vivíamos en la Colonia Roma
y vivía mi mamá, pasé por allí para visitar la pirámide de
Copilco, piedra corona de la piedra. Recuerdo que todos,
espontáneamente, guardábamos silencio al mirar ese paisaje muerto,
dueño de un crepúsculo propio que jamás disiparían las mañanas
(entonces) luminosas de nuestro valle, ¿se acuerda, abuelo? Es lo
primero que yo recuerdo. Íbamos de día de campo, porque entonces el
campo estaba muy cerca de la ciudad. Yo viajaba siempre sentado en
las rodillas de la criada, ¿era mi nana?, Manuelita se llamaba.
Ahora que regresaba a la casa
del Pedregal con mi abuelito humillado y borracho, recordé cómo se
construyeron los edificios de la Ciudad Universitaria y la roca
volcánica fue maquillada, el Pedregal se puso anteojos de vidrio
verde, toga de cemento, se pintó los labios de acrilita, se incrustó
de mosaicos las mejillas y venció la negrura de la tierra con una
sombra de humo aún más negra. El silencio se rompió. Del otro lado
del vasto estacionamiento de automóviles de la Universidad, se
parcelaron los Jardines del Pedregal. Se definió un estilo que
unificara la construcción y el paisaje del nuevo barrio residencial.
Muros altos, blancos, azul añil, bermejón, amarillo. Vivos colores
mexicanos de la fiesta, abuelo, y tradición española de la
fortaleza, ¿me oye usted? La roca fue sembrada de plantas
dramáticas, desnudas, sin más adorno que algunas flores agresivas.
Puertas cerradas como cinturones de castidad, abuelo, y flores
abiertas como heridas genitales, como el coño de la puta Judith, que
usted ya no se pudo coger y yo sí y para qué, abuelito.
Ya vamos llegando juntos a los
Jardines del Pedregal, a las mansiones que debieron ser todas
iguales, detrás de los muros, Japón pasado por Bauhaus, modernas,
de un solo piso, techos bajos, ventanales amplios, piscinas, jardines
de roca. ¿Se acuerda, abuelo? La totalidad del fraccionamiento fue
circundada por murallas y el acceso limitado a cierto número de
rejas anaranjadas custodiadas por guardias. Qué lastimoso intento de
castidad urbana en una capital como la nuestra, despierte, abuelito,
mírela de noche, México, ciudad voluntariamente cancerosa,
hambrienta de extensión anárquica, pintaviolines de toda intención
de estilo, ciudad que confunde la democracia con la posesión, pero
también el igualitarismo con la vulgaridad: mírela ahora, abuelo,
como la vimos esa noche que nos fuimos de mariachis y de putas,
mírela ahora que usted ya se murió y yo pasé la treintena,
presionada por sus anchísimos cinturones de miseria, legiones de
desempleados, inmigrantes del campo y millones de niños concebidos,
abuelo, entre un aullido y un suspiro: nuestra ciudad, abuelo,
otorgará escasa vida a los oasis de exclusividad. Mantener el de los
Jardines del Pedregal era como cuidarse las uñas mientras el cuerpo
se gangrenaba. Cayeron las rejas, se fueron los guardias, el capricho
de la construcción rompió para siempre la cuarentena de nuestro
elegante leprosario y mi abuelo tenía la cara gris como los muros de
concreto del periférico. Se quedó dormido y cuando llegamos a la
casa tuve que bajarlo cargado, como a un niño. Qué ligero, enjuto,
piel pegada al esqueleto, qué extraña mueca de olvido en su cara
tan cargada de memorias. Lo recosté en su cama y mi papá me
esperaba en el umbral.
Mi padre el licenciado me hizo
un gesto para que lo siguiera por los vestíbulos de mármol hasta la
biblioteca. Abrió el gabinete lleno de cristalería, espejos y
botellas. Me ofreció un coñac y le dije que no con la cabeza. Rogué
que no me preguntara dónde habíamos andado, qué habíamos hecho,
porque habría tenido que contestarle con una de esas cosas que él
no entendía y eso, ya lo dije, me dolía a mí más que a él. Le
rechacé el coñac como le hubiera rechazado sus preguntas. Era la
noche de mi libertad y no la iba a perder aceptando que mi padre
podía interrogarme. Yo tenía la mesa puesta, ¿no?, para qué
andaba tratando de averiguar, nuevamente, para mí nada más, qué
cosa era amor, ser valiente, ser libre.
—¿Qué me reprochas,
Plutarco?
—Que me hayas dejado fuera de
todo, hasta del dolor.
Me dio lástima mi papá cuando
le dije esto. Se paró y se fue caminando hasta el ventanal que daba
sobre el patio interior rodeado de cristales y con una fuente de
mármol en el centro. Apartó las cortinas con un gesto melodramático
en el momento mismo en que Nicomedes puso a correr el agua, como si
lo hubiera ensayado. Me dio pena: eran gestos que había aprendido en
el cine. Todo lo que hacía era aprendido en el cine. Todo lo que
hacía era aprendido y pomposo. Lo comparé con el relajo espontáneo
que sabía armar mi abuelito. Llevaba años de codearse con
millonarios gringos y marqueses con títulos inventados. Su propia
cédula de nobleza era salir fotografiado en las páginas de fiestas
de los periódicos bigote a la inglesa peinado para arriba, pelo
entrecano, traje discreto, gris, pañuelo llamativo brotándole del
pecho, como a las flores de las plantas secas del Pedregal. Como para
muchos mexicanos ricachones de su generación, el modelo era el Duque
de Windsor, la corbata de nudo grueso, pero nunca encontraron a su
señora Simpson. Pobres: codeándose con un tejano vulgar que vino a
comprarse un hotel en Acapulco o con un vendedor de sardinas español
que le compró la aristocracia a Franco, cosas de esas. Era un hombre
muy ocupado.
Se apartó de la cortina y me
dijo que de seguro no me iban a impresionar sus argumentos, mi madre
nunca se ocupó de mí, la encandiló la vida social, era la época
en que llegaron los emigrados europeos, el rey Carol y madame Lupescu
con valets y pequineses, era la primera vez que la Ciudad de México
se sentía una capital cosmopolita, excitante, no un poblacho de
indios y cuartelazos. Cómo no iba a deslumbrarse Evangelina, una
provincianita bella que tenía un diente de oro cuando él la
conoció, una de esas hembras de la costa de Sinaloa que se hacen
mujeres pronto, y altas, y blancas, y con ojos de seda y largas
cabelleras negras, que traen metidos el día y la noche en el cuerpo
al mismo tiempo, Plutarco, brillándoles juntos en sus cuerpos, todas
las promesas, todas, Plutarco.
Fue al carnaval de Mazatlán
con unos amigos, abogados jóvenes como él y ella era la reina. La
paseaban por el malecón de las Olas Altas en coche abierto adornado
de gladiolas, todos la cortejaban, las orquestas tocaban “Amor
chiquito acabado de nacer”, lo prefirió a él, ella lo escogió,
la felicidad con él, la vida con él, él no la forzó, no le
ofreció más que los otros, como el general a la abuelita Clotilde
que no tuvo más remedio que aceptar la protección de un hombre
poderoso y valiente. Evangelina no. Evangelina lo besó por primera
vez una noche, en la playa, y le dijo tú me gustas, tú eres el más
tierno, tus manos son bonitas. Yo era el más tierno, lo era,
Plutarco, de veras, quería querer. El mar era tan joven como ella,
los dos acababan de nacer juntos, Evangelina tu madre y el mar, sin
deudas con nadie, sin obligaciones como tu abuelita Clotilde. No tuve
que forzarla, no tuve que enseñarle a quererme, como tu abuelo. Eso
lo sabía el general en su corazón, y le dolía, Plutarco, su
veneración por mi mamá Clotilde, él era como el dicho, nunca
perdía y si perdía arrebataba, mi mamá era parte de su botín de
guerra, por más que quisiera disfrazarlo, ella no lo quería pero
llegó a quererlo, en cambio Evangelina me escogió a mí, yo quería
querer, el abuelo quiere que lo quieran, por eso decidió que
Evangelina debía dejar de quererme, al revés de lo que le pasó a
él, ¿ves?, el día entero la comparaba con su santa Clotilde, todo
era mi difunta Clotilde no lo hubiera hecho así, en tiempos de mi
Clotilde, mi Clotilde que en paz descanse, ella sí sabía llevar una
casa, ella sí era modesta, ella nunca me levantó la voz, mi
Clotilde era modosa, nunca se retrató enseñando las piernas y lo
mismo, más cuando naciste tú, Plutarco, mi Clotilde sí era una
madrecita mexicana, ella sí sabía criar a un niño.
—¿Por qué no le das los
pechos a Plutarco? ¿Tienes miedo de que se te estropeen? ¿Pues para
qué los quieres? ¿Para enseñárselos a los hombres? Se acabó el
carnaval, señorita, ahora a ser señora decente.
Si mi padre logró hacerme
odiar el recuerdo de mi mamá Clotilde, cómo no iba a exasperar a
Evangelina, cómo no iba a aislarse primero tu mamá y luego alejarse
de la casa, ir al dentista, buscar las fiestas, buscar a otro hombre,
si era tan elemental mi Evangelina, deja a tu padre, Agustín, vamos
a vivir solos, vamos a querernos como al principio y el general que
no se te trepe la vieja al cuello, déjala salirse una sola vez con
la suya y te dominará siempre, pero en el fondo estaba deseando que
ella me dejara de querer para que yo tuviera que obligarla a
quererme, igual que él, para que yo no tuviera la ventaja que él no
tuvo. Para que nadie tuviera la libertad que a él le faltó. Si a él
le costaron las cosas, que también nos costaran a mí y luego a ti,
así lo ve él todo, a su manera, nos puso la mesa, como él dice, no
va a haber otra revolución para ganarse de un golpe el amor y el
coraje, ya no, ahora hay que probarse en otros terrenos, ¿por qué
iba a costarle todo a él y a nosotros nada?, él es nuestro eterno
don Porfirio, ¿no ves?, a ver si nos atrevemos a demostrarle que no
nos hace falta, que podemos vivir sin sus recuerdos, sus herencias,
sus tiranías sentimentales. Le gusta que lo quieran, el general
Vicente Vergara es nuestro mero padre, estamos obligados a quererlo y
a emularlo, a ver si podemos hacer lo que él hizo, ahora que es más
difícil.
Tú y yo, Plutarco, qué
batallas vamos a ganar, qué mujeres vamos a domar, qué soldados
vamos a castrar, veme diciendo. Ese es el horrible desafío de tu
abuelito, date cuenta ya pronto o te va a doblar como me dobló a mí,
eso nos dice a carcajadas, a ver si son capaces de hacer lo que yo
hice, ahora que ya no se puede, a ver si saben heredar, además de mi
dinero, algo más difícil.
—Mi violencia impune.
Evangelina era tan inocente,
tan íntimamente indefensa, eso me irritaba más que nada, que no
podía culparla y si ni podía culparla tampoco podía perdonarla.
Eso sí es algo que nunca vivió el abuelo. Sólo con un sentimiento
así podía ganarle para siempre, dentro de mí, aunque me siguiera
manteniendo y burlándose: yo había hecho algo más o algo
diferente. Aún no lo sé. Tampoco lo supo tu mamá, que se ha de
haber sentido culpable de todo menos de lo único que yo la culpaba.
—Su irritante inocencia.
Mi padre
había bebido toda la noche. Más que el abuelo y yo. Fue hasta el
high-fidelity y lo prendió. Avelina Landín cantó cuando los hilos
de plata se asomen en tu juventud, mi padre se dejó caer en un
sillón, como Fernando Soler en La
mujer sin alma.
Ya no me importó si esto también lo había aprendido.
—El parte médico dijo que tu
mamá había muerto atragantada con un pedazo de carne. Así de
sencillo. Esas cosas se arreglan fáciles. Le amarramos tu abuelo y
yo una mascada muy bonita al cuello, para el velorio.
Bebió de un golpe el resto del
coñac, depositó la copa en un anaquel y se quedó mirando largo
rato las palmas abiertas de sus manos mientras Avelina cantaba como
la luna de plata se retrata en un lago azul.
Claro que se arreglaron los
negocios. Los amigos de mi papá en Los Ángeles cubrieron la deuda
de cien millones para que los campos de Sinaloa no fuesen tocados. El
abuelo estuvo encamado un mes después del parrandón que nos echamos
juntos, pero ya estaba muy repuesto para el 10 de mayo, Día de las
Madres, cuando los tres hombres de la casota del Pedregal fuimos
juntos, como todos los años, al Panteón Francés a depositar flores
en la cripta donde están enterradas mi abuelita Clotilde y mi mamá
Evangelina.
Esa cripta de mármol se
parece, en miniatura, a nuestra mansión, Aquí duermen las dos, dijo
el general con la voz quebrada y la cabeza baja, sollozando, con la
cara escondida en un pañuelo. Yo estoy entre mi papá y mi abuelo,
agarrado de sus manos. La mano del abuelo es fría, sin sudor, con
esa piel de lagartija. En cambio, la de mi papá arde como lumbre.
Sollozó de nuevo el abuelo y descubrió su rostro. De haberlo mirado
bien, seguro me habría preguntado por quién lloraba tanto y por
quién lloraba más, si por su esposa o por su nuera. Pero en ese
momento, yo sólo trataba de adivinar mi porvenir. Esta vez fuimos al
cementerio sin mariachis. Me hubiera gustado un poco de música.