martes, 16 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta III-EL PODER DE PERSUASIÓN


III

EL PODER DE PERSUASIÓN
Querido amigo:
Tiene usted razón. Mis cartas anteriores, con sus vagas hipótesis sobre la vocación literaria y la fuente de donde brotan los temas de un novelista, así como mis zoológicas alegorías —la solitaria y el catoblepas—, pecan de abstractas y tienen la incómoda característica de ser inverificables. De modo que ha llegado el momento de pasar a cosas menos subjetivas, más específicamente enraizadas en lo literario.
Hablemos, pues, de la forma de la novela, que, por paradójico que parezca, es lo más concreto que ella tiene, ya que es a través de su forma que una novela toma cuerpo, naturaleza tangible. Pero, antes de zarpar por esas aguas deleitables para quienes, como usted y yo, amamos y practicamos la artesanía de que también están hechas las ficciones, vale la pena dejar establecido lo que usted sabe de sobra, aunque no esté tan claro para muchos lectores de novelas: que la separación entre fondo y forma (o tema y estilo y orden narrativo) es artificial, sólo admisible por razones expositivas y analíticas, y no se da jamás en la realidad, pues lo que una novela cuenta es inseparable de la manera como está contado. Esta manera es lo que determina que la historia sea creíble o increíble, tierna o ridícula, cómica o dramática. Desde luego, es posible decir que Moby Dick refiere la historia de un lobo de mar obsesionado por una ballena blanca a la que persigue por todos los mares del mundo y que el Quijote narra las aventuras y desventuras de un caballero medio loco que trata de reproducir en las llanuras de la Mancha las proezas de los héroes de las ficciones caballerescas. Pero ¿alguien que haya leído aquellas novelas reconocería en esa descripción de sus «temas» los infinitamente ricos y sutiles universos que crearon Melville y Cervantes? Naturalmente que, para explicar los mecanismos que hacen vivir una historia, se puede hacer esta escisión entre tema y forma novelesca, a condición de precisar que ella no se da nunca, por lo menos no en las buenas novelas —en las malas, en cambio, sí, y por eso es que son malas— donde lo que ellas cuentan y el modo en que lo hacen constituye una indestructible unidad. Esas novelas son buenas porque gracias a la eficacia de su forma han sido dotadas de un irresistible poder de persuasión.
Si a usted, antes de leer La metamorfosis, le hubieran contado que el tema de aquella novela era la transformación de un modesto empleadito en una repulsiva cucaracha, probablemente se habría dicho, bostezando, que se exoneraba de inmediato de leer una idiotez semejante. Sin embargo, como usted ha leído esa historia contada con la magia con que lo hace Kafka, «cree» a pie juntillas la horrible peripecia de Gregorio Samsa: se identifica, sufre con él y siente que lo ahoga la misma angustia desesperada que va aniquilando a ese pobre personaje, hasta que, con su muerte, se restablece aquella normalidad de la vida que su desdichada aventura trastornó. Y usted se cree la historia de Gregorio Samsa porque Kafka fue capaz de encontrar para relatarla una manera —unas palabras, unos silencios, unas revelaciones, unos detalles, una organización de los datos y del transcurrir narrativo— que se impone al lector, aboliendo todas las reservas conceptuales que éste pudiera albergar ante semejante suceso.
Para dotar a una novela de poder de persuasión es preciso contar su historia de modo que aproveche al máximo las vivencias implícitas en su anécdota y personajes y consiga transmitir al lector una ilusión de su autonomía respecto del mundo real en que se halla quien la lee. El poder de persuasión de una novela es mayor cuanto más independiente y soberana nos parece ésta, cuando todo lo que en ella acontece nos da la sensación de ocurrir en función de mecanismos internos de esa ficción y no por imposición arbitraria de una voluntad exterior. Cuando una novela nos da esa impresión de autosuficiencia, de haberse emancipado de la realidad real, de contener en sí misma todo lo que requiere para existir, ha alcanzado la máxima capacidad persuasiva. Logra entonces seducir a sus lectores y hacerles creer lo que les cuenta, algo que las buenas, las grandes novelas, no parecen contárnoslo, pues, más bien, nos lo hacen vivir, compartir, por la persuasividad de que están dotadas.
Usted conoce, sin duda, la famosa teoría de Bertolt Brecht sobre la distanciación. Él creía que, para que el teatro épico y didáctico que se propuso escribir alcanzara sus objetivos, era indispensable desarrollar, en la representación, una técnica —una manera de actuar, en el movimiento o el habla de los actores y en el propio decorado— que fuera destruyendo la «ilusión» y recordando al espectador que aquello que veía en el escenario no era la vida, sino teatro, una mentira, un espectáculo, de los que, sin embargo, debía sacar conclusiones y enseñanzas que lo indujeran a actuar, para cambiar la vida. No sé qué piensa usted de Brecht. Yo pienso que fue un gran escritor, y que, aunque a menudo estorbado por la intención propagandística e ideológica, su teatro es excelente, y bastante más persuasivo, por fortuna, que su teoría de la distanciación.
El poder de persuasión de una novela persigue exactamente lo contrario: acortar la distancia que separa la ficción de la realidad y, borrando esa frontera, hacer vivir al lector aquella mentira como si fuera la más imperecedera verdad, aquella ilusión la más consistente y sólida descripción de lo real. Ése es el formidable embauque que perpetran las grandes novelas: convencernos de que el mundo es como ellas lo cuentan, como si las ficciones no fueran lo que son, un mundo profundamente deshecho y rehecho para aplacar el apetito deicida (recreador de la realidad) que anima —lo sepa éste o no— la vocación del novelista. Sólo las malas novelas tienen ese poder de distanciación que Brecht quería para que sus espectadores pudieran asimilar las lecciones de filosofía política que pretendía impartirles con sus obras de teatro. La mala novela que carece de poder de persuasión, o lo tiene muy débil, no nos convence de la verdad de la mentira que nos cuenta; ésta se nos aparece entonces como tal, una «mentira», un artificio, una invención arbitraria y sin vida propia, que se mueve pesada y torpe como los muñecos de un mediocre titiritero, y cuyos hilos, que manipula su creador, están a la vista y delatan su condición de caricaturas de seres vivos, cuyas hazañas o padecimientos difícilmente pueden conmovernos, ¿pues acaso los viven, siendo meros embelecos sin libertad, vidas prestadas dependientes de un amo omnipotente?
Naturalmente, la soberanía de una ficción no es una realidad, es también una ficción. Mejor dicho, una ficción es soberana de una manera figurada, y por eso me he cuidado mucho, al referirme a ella, de hablar de una «ilusión de soberanía», «una impresión de ser independiente, emancipada del mundo real». Alguien escribe las novelas. Ese hecho, que no nazcan por generación espontánea, hace que sean dependientes, que todas tengan un cordón umbilical con el mundo real. Pero no sólo por el hecho de tener un autor se hallan las novelas unidas a la vida verdadera; también, porque, si ellas, en lo que inventan y relatan no opinaran sobre el mundo tal como lo viven sus lectores, para éstos una novela sería algo remoto e incomunicable, un artificio impermeabilizado contra su propia experiencia: jamás tendría poder de persuasión, nunca podría hechizarlos, seducirlos, convencerlos de su verdad y hacerlos vivir lo que les cuenta como si lo experimentaran en carne propia.
Esta es la curiosa ambigüedad de la ficción: aspirar a la autonomía sabiendo que su esclavitud de lo real es inevitable y sugerir, mediante esforzadas técnicas, una independencia y autosuficiencia que son tan ilusas como las de las melodías de una ópera separadas de los instrumentos o gargantas que las interpretan.
La forma consigue estos milagros cuando es eficaz. Aunque, como en el caso de tema y forma, se trata de una entidad inseparable en términos prácticos, la forma consta de dos elementos igualmente importantes, que, aunque van siempre fundidos, pueden también diferenciarse por razones analíticas y explicativas: el estilo y el orden. Lo primero se refiere, claro está, a las palabras, la escritura con que se narra la historia, y, lo segundo, a la organización de los materiales de que ésta consta, algo que, simplificando mucho, tiene que ver con los grandes ejes de toda construcción novelesca: el narrador, el espacio y el tiempo narrativos.
Para no alargar excesivamente esta carta, dejo para la próxima algunas consideraciones sobre el estilo, las palabras en que está contada la ficción, y la función que tiene en ese poder de persuasión del que depende la vida (o la muerte) de las novelas.
Un abrazo.

Fuente:
MARIO VARGAS LLOSA
CARTAS A UN JOVEN NOVELISTA
Colección: La Línea del Horizonte

 Mario Vargas Llosa, 1997 
 Editorial Planeta, S. A., 1997. 

lunes, 15 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa: Cartas a un joven novelista. Carta II.


II
(En la gráfica en el orden usual: Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez, Pepe Donoso).
EL CATOBLEPAS

Querido amigo:
El trabajo excesivo de estos últimos días me ha impedido contestarle con la celeridad debida, pero su carta ha estado rondándome desde que la recibí. No sólo por su entusiasmo, que comparto, pues yo también creo que la literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderse contra el infortunio; asimismo, porque el asunto sobre el que me interroga, «¿De dónde salen las historias que cuentan las novelas?», «¿Cómo se le ocurren los temas a un novelista?», me sigue intrigando, después de haber escrito buen número de ficciones, tanto como en los albores de mi aprendizaje literario.    
Tengo una respuesta, que deberá ser muy matizada para no resultar una pura falacia. La raíz de todas las historias es la experiencia de quien las inventa, lo vivido es la fuente que irriga las ficciones. Esto no significa, desde luego, que una novela sea siempre una biografía disimulada de su autor; más bien que en toda ficción, aun en la de imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima, visceralmente ligado a una suma de vivencias de quien la fraguó. Me atrevo a sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la invención químicamente pura no existe en el dominio literario. Que todas las ficciones son arquitecturas levantadas por la fantasía y la artesanía sobre ciertos hechos, personas, circunstancias, que marcaron la memoria del escritor y pusieron en movimiento su fantasía creadora, la que, a partir de aquella simiente, fue erigiendo todo un mundo, tan rico y múltiple que a veces resulta casi imposible (y a veces sin casi) reconocer en él aquel material autobiográfico que fue su rudimento, y que es, en cierta forma, el secreto nexo de toda ficción con su anverso y antípoda: la realidad real.
En una conferencia juvenil traté de explicar este mecanismo como un  striptease invertido. Escribir novelas sería equivalente a lo que hace la profesional que, ante un auditorio, se despoja de sus ropas y muestra su cuerpo desnudo. El novelista ejecutaría la operación en sentido contrario. En la elaboración de la novela, iría vistiendo, disimulando bajo espesas y multicolores prendas forjadas por su imaginación aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo. Este proceso es tan complejo y minucioso que, muchas veces, ni el propio autor es capaz de identificar en el producto terminado, esa exuberante demostración de su capacidad para inventar personas y mundos imaginarios, aquellas imágenes agazapadas en su memoria —impuestas por la vida— que activaron su fantasía, alentaron su voluntad y lo indujeron a pergeñar aquella historia.
En cuanto a los temas, creo, pues, que el novelista se alimenta de sí mismo, como el catoblepas, ese mítico animal que se le aparece a san Antonio en la novela de Flaubert (La tentación de San Antonio) y que recreó luego Borges en su Manual de Zoología Fantástica. El catoblepas es una imposible criatura que se devora a sí misma, empezando por sus pies. En un sentido menos material, desde luego, el novelista está también escarbando en su propia experiencia, en pos de asideros para inventar historias. Y no sólo para recrear personajes, episodios o paisajes a partir del material que le suministran ciertos recuerdos. También, porque encuentra en aquellos habitantes de su memoria el combustible para la voluntad que se requiere a fin de coronar con éxito ese proceso, largo y difícil, que es la forja de una novela.
Me atrevo a ir algo más lejos respecto a los temas de la ficción. El novelista no elige sus temas; es elegido por ellos. Escribe sobre ciertos asuntos porque le ocurrieron ciertas cosas. En la elección del tema, la libertad de un escritor es relativa, acaso inexistente. Y, en todo caso, incomparablemente menor que en lo que concierne a la forma literaria, donde, me parece, la libertad —la responsabilidad— del escritor es total. Mi impresión es que la vida —palabra grande, ya lo sé— le inflige los temas a través de ciertas experiencias que dejan una marca en su conciencia o subconciencia, y que luego lo acosan para que se libere de ellas tornándolas historias. Apenas si es necesario buscar ejemplos de la manera como los temas se les imponen a los escritores a través de lo vivido, porque todos los testimonios suelen coincidir en este punto: esa historia, ese personaje, esa situación, esa intriga me persiguió, obsesionó, como una exigencia venida de lo más íntimo de mi personalidad, y debí escribirla para librarme de ella. Desde luego, el primer nombre que se le viene a cualquiera es el de Proust. Verdadero escritor-catoblepas ¿no es verdad? Quién otro se alimentó más y con mejores resultados de sí mismo, hurgando como un prolijo arqueólogo en todos los recovecos de su memoria, que el moroso constructor de En busca del tiempo perdido, monumental recreación artística de su propia peripecia vital, su familia, su paisaje, sus amistades, relaciones, apetitos confesables e inconfesables, gustos y disgustos, y, al mismo tiempo, de los misteriosos y sutiles encaminamientos del espíritu humano en su afanosa tarea de atesorar, discriminar, enterrar y desenterrar, asociar y disociar, pulir o deformar las imágenes que la memoria retiene del tiempo ido. Los biógrafos (Painter, por ejemplo) han podido establecer prolijos inventarios de cosas vividas y seres reales, escondidos detrás de la suntuosa invención en la saga novelesca proustiana, ilustrándonos de manera inequívoca sobre la manera como esa prodigiosa creación literaria fue erigiéndose con materiales de la vida de su autor. Pero lo que, en verdad, nos muestran esos inventarios de los materiales autobiográficos desenterrados por la crítica es otra cosa: la capacidad creadora de Proust, quien, valiéndose de aquella introspección, de ese buceo en su pasado, transformó los episodios bastante convencionales de su existencia en un esplendoroso tapiz, en deslumbrante representación de la condición humana, percibida desde la subjetividad de la conciencia desdoblada para la observación de sí misma en el transcurrir de la existencia.
Lo que nos lleva a otra comprobación, no menos importante que la anterior. Que, aunque el punto de partida de la invención del novelista es lo vivido, no es ni puede serlo el de llegada. Éste se halla a una distancia considerable y a veces astral de aquél, pues en ese proceso intermedio —vaciado del tema en un cuerpo de palabras y un orden narrativo—, el material autobiográfico experimenta transformaciones, es enriquecido (a veces empobrecido), mezclado con otros materiales recordados o inventados y manipulado y estructurado —si la novela es una verdadera creación— hasta alcanzar la autonomía total que debe fingir una ficción para vivir por cuenta propia. (Las que no se emancipan de su autor y valen sólo como documentos biográficos, son, desde luego, ficciones frustradas.) La tarea creativa consiste en la transformación de aquel material suministrado al novelista por su propia memoria en ese mundo objetivo, hecho de palabras, que es una novela. La forma es la que permite cuajar en un producto concreto esa ficción, y, en ese dominio, si esta idea del quehacer novelístico es cierta (tengo dudas de que lo sea, le repito), el novelista goza de plena libertad y por lo tanto es responsable del resultado. Si lo que está leyendo entre líneas es que, a mi juicio, un escritor de ficciones no es responsable de sus temas (pues la vida se los impone) pero lo es de lo que hace con ellos al convertirlos en literatura y por lo tanto se puede decir que él es en última instancia el único responsable de sus aciertos o fracasos —de su mediocridad o de su genio—, sí, eso es exactamente lo que pienso.
¿Por qué, entre los infinitos hechos que se acumulan en la vida de un escritor, hay algunos cuantos que resultan tan extraordinariamente fértiles para su imaginación creadora, y otros muchísimos en cambio desfilan por su memoria sin convertirse en desencadenantes de la inspiración? No lo sé con seguridad. Tengo apenas una sospecha. Y es que las caras, anécdotas, situaciones, conflictos, que se imponen a un escritor incitándolo a fantasear historias, son precisamente los que se refieren a esa disidencia con la vida real, con el mundo tal como es, que, según le comenté en mi carta anterior, sería la raíz de la vocación del novelista, la recóndita razón que empuja a una mujer o a un hombre a desafiar al mundo real mediante la simbólica operación de sustituirlo con ficciones.
Entre los innumerables ejemplos que se podrían mencionar para ilustrar esta idea elijo el de un escritor menor —pero frondoso hasta la incontinencia— del XVIII francés: Restif de la Bretonne. Y no lo elijo por su talento —no lo tenía en exceso— sino por lo gráfico que resulta su caso de rebelde con el mundo real, que optó por manifestar su rebeldía reemplazando a aquél en sus ficciones por otro construido a imagen y semejanza del que su disidencia hubiera preferido.
En las innumerables novelas que escribió Restif de la Bretonne —la más conocida es su voluminosa autobiografía novelesca, Monsieur Nicolas— la Francia dieciochesca, la rural y la urbana, aparece documentada por un sociólogo detallista, observador riguroso de los tipos humanos, las costumbres, las rutinas cotidianas, el trabajo, las fiestas, los prejuicios, los atuendos, las creencias, de tal modo que sus libros han sido un verdadero tesoro para los investigadores, y tanto historiadores como antropólogos, etnólogos y sociólogos se han servido a manos llenas de ese material recogido por el torrencial Restif de la cantera de su tiempo. Sin embargo, al pasar a sus novelas, esta realidad social e histórica tan copiosamente descrita experimentó una transformación radical y es por eso que se puede hablar de ella como de una ficción. En efecto, en este mundo prolijo tan parecido en tantas cosas al mundo real que lo inspiró, los hombres se enamoran de las mujeres, no por la belleza de sus rostros, la gracia de sus cinturas, su esbeltez, finura, encanto espiritual, sino, fundamentalmente, por la hermosura de sus pies o la elegancia de sus botines. Restif de la Bretonne era un fetichista, algo que hacía de él, en la vida real, un hombre más bien excéntrico al común de sus contemporáneos, una excepción a la regla, es decir, en el fondo, un «disidente» de la realidad. Y esa disidencia, seguramente el impulso más poderoso de su vocación, se nos revela en sus ficciones, en las que la vida aparece enmendada, rehecha a imagen y semejanza del propio Restif. En ese mundo, como le ocurría a éste, lo acostumbrado y normal era que el atributo primordial de la belleza femenina, el más codiciado objeto de placer para el varón —para todos los varones— fuera esa delicada extremidad y, por extensión, sus envoltorios, las medias y los zapatos. En pocos escritores se puede advertir tan nítidamente ese proceso de reconversión del mundo que opera la ficción, a partir de la propia subjetividad —los deseos, apetitos, sueños, frustraciones, rencores, etcétera— del novelista, como en este polígrafo francés.
Aunque de manera menos visible y deliberada, en todos los creadores de ficciones ocurre algo parecido. Algo hay en sus vidas semejante al fetichismo de Restif, que los hace desear ardientemente un mundo distinto a aquél en el que viven —un altruista ideal de justicia, un egoísta empeño de satisfacer los más sórdidos apetitos masoquistas o sádicos, un humano y razonable anhelo de vivir la aventura, un amor inmarcesible, etcétera—, un mundo que se sienten inducidos a inventar a través de la palabra, y en el que, de manera generalmente cifrada, queda impreso su entredicho con la realidad real y aquella otra realidad con la que su vicio o generosidad hubieran querido reemplazar a la que les tocó.
Quizás, amigo novelista en ciernes, sea éste el momento oportuno para hablar de una peligrosa noción aplicada a la literatura: la autenticidad. ¿Qué es ser un escritor auténtico? Lo cierto es que la ficción es, por definición, una impostura —una realidad que no es y sin embargo finge serlo— y que toda novela es una mentira que se hace pasar por verdad, una creación cuyo poder de persuasión depende exclusivamente del empleo eficaz, por parte del novelista, de unas técnicas de ilusionismo y prestidigitación semejantes a las de los magos de los circos o teatros. De modo que ¿tiene sentido hablar de autenticidad en el dominio de la novela, género en el que lo más auténtico es ser un embauque, un embeleco, un espejismo? Sí lo tiene, pero de esta manera: el novelista auténtico es aquel que obedece dócilmente aquellos mandatos que la vida le impone, escribiendo sobre esos temas y rehuyendo aquellos que no nacen íntimamente de su propia experiencia y llegan a su conciencia con carácter de necesidad. En eso consiste la autenticidad o sinceridad del novelista: en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus fuerzas.
El novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos o temas de una manera racional, porque piensa que de este modo alcanzará mejor el éxito, es inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea también un mal novelista (aunque alcance el éxito: las listas de bestsellers están llenas de muy malos novelistas, como usted sabe de sobra). Pero me parece difícil que se llegue a ser un creador —un transformador de la realidad— si no se escribe alentado y alimentado desde el propio ser por aquellos fantasmas (demonios) que han hecho de nosotros, los novelistas, objetores esenciales y reconstructores de la vida en las ficciones que inventamos. Creo que aceptando esa imposición —escribiendo a partir de aquello que nos obsesiona y excita y está visceral, aunque a menudo misteriosamente integrado a nuestra vida— se escribe «mejor», con más convicción y energía, y se está más equipado para emprender ese trabajo apasionante, pero, asimismo, arduo, con decepciones y angustias, que es la elaboración de una novela.
Los escritores que rehúyen sus propios demonios y se imponen ciertos temas, porque creen que aquéllos no son lo bastante originales o atractivos, y estos últimos sí, se equivocan garrafalmente. Un tema de por sí no es nunca bueno ni malo en literatura. Todos los temas pueden ser ambas cosas, y ello no depende del tema en sí, sino de aquello en que un tema se convierte cuando se materializa en una novela a través de una forma, es decir de una escritura y una estructura narrativas. Es la forma en que se encarna la que hace que una historia sea original o trivial, profunda o superficial, compleja o simple, la que da densidad, ambigüedad, verosimilitud a los personajes o los vuelve unas caricaturas sin vida, unos muñecos de titiritero. Ésa es otra de las pocas reglas en el dominio de la literatura que, me parece, no admite excepciones: en una novela los temas en sí mismos nada presuponen, pues serán buenos o malos, atractivos o aburridos, exclusivamente en función de lo que haga con ellos el novelista al convertirlos en una realidad de palabras organizadas según cierto orden.
Me parece, amigo, que podemos quedarnos aquí.
Un abrazo.
Fuente:
Colección: La Línea del Horizonte

Mario Vargas Llosa, 1997
Editorial Planeta, S. A., 1997.


domingo, 14 de mayo de 2017

MARIO VARGAS LLOSA CARTAS A UN JOVEN NOVELISTA I PARÁBOLA DE LA SOLITARIA


MARIO VARGAS LLOSA
CARTAS A UN JOVEN NOVELISTA
 I
PARÁBOLA DE LA SOLITARIA
Querido amigo:
Su carta me ha emocionado, porque, a través de ella, me he visto yo mismo a mis catorce o quince años, en la grisácea Lima de la dictadura del general Odría, exaltado con la ilusión de llegar a ser algún día un escritor, y deprimido por no saber qué pasos dar, por dónde comenzar a cristalizar en obras esa vocación que sentía como un mandato perentorio: escribir historias que deslumbraran a sus lectores como me habían deslumbrado a mí las de esos escritores que empezaba a instalar en mi panteón privado: Faulkner, Hemingway, Malraux, Dos Passos, Camus, Sartre.
Muchas veces se me pasó por la cabeza la idea de escribir a alguno de ellos (todos estaban vivos entonces) y pedirle una orientación sobre cómo ser un escritor. Nunca me atreví a hacerlo, por timidez, o, acaso, por ese pesimismo inhibitorio —¿para qué escribirles, si sé que ninguno se dignará contestarme?— que suele frustrar las vocaciones de muchos jóvenes en países donde la literatura no significa gran cosa para la mayoría y sobrevive en los márgenes de la vida social, como quehacer casi clandestino.
Usted no ha experimentado esa parálisis puesto que me ha escrito. Es un buen comienzo para la aventura que le gustaría emprender y de la que espera —estoy seguro, aunque en su carta no me lo diga— tantas maravillas. Me atrevo a sugerirle que no cuente demasiado con ello, ni se haga muchas ilusiones en cuanto al éxito. No hay razón alguna para que usted no lo alcance, desde luego, pero, si persevera, escribe y publica, pronto descubrirá que los premios, el reconocimiento público, la venta de los libros, el prestigio social de un escritor, tienen un encaminamiento sui géneris, arbitrario a más no poder, pues a veces rehúyen tenazmente a quienes más los merecerían y asedian y abruman a quienes menos. De manera que quien ve en el éxito el estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la literatura. Ambas cosas son distintas.
Tal vez el atributo principal de la vocación literaria sea que quien la tiene vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como consecuencia de sus frutos. Esa es una de las seguridades que tengo, entre muchas incertidumbres sobre la vocación literaria: el escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir, con prescindencia de las consecuencias sociales, políticas o económicas que puede lograr mediante lo que escribe.
La vocación me parece el punto de partida indispensable para hablar de aquello que lo anima y angustia: cómo se llega a ser un escritor. Es un asunto misterioso, desde luego, cercado de incertidumbre y subjetividad. Pero ello no es obstáculo para tratar de explicarlo de una manera racional, evitando la mitología vanidosa, teñida de religiosidad y de soberbia, con que la rodeaban los románticos, haciendo del escritor el elegido de los dioses, un ser señalado por una fuerza sobrehumana, trascendente, para escribir aquellas palabras divinas a cuyo efluvio el espíritu humano se sublimaría a sí mismo, y, gracias a esa contaminación con la Belleza (con mayúscula, por supuesto), alcanzaría la inmortalidad.
Hoy nadie habla de esta manera de la vocación literaria o artística, pero, a pesar de que la explicación que se ofrece en nuestros días es menos grandiosa o fatídica, ella sigue siendo bastante huidiza, una predisposición de oscuro origen, que lleva a ciertas mujeres y hombres a dedicar sus vidas a una actividad para la que, un día, se sienten llamados, obligados casi a ejercerla, porque intuyen que sólo ejercitando esa vocación —escribiendo historias, por ejemplo— se sentirán realizados, de acuerdo consigo mismos, volcando lo mejor que poseen, sin la miserable sensación de estar desperdiciando sus
vidas.*
No creo que los seres humanos nazcan con un destino programado desde su gestación, por obra del azar o de una caprichosa divinidad que distribuiría aptitudes, ineptitudes, apetitos y desganos entre las flamantes existencias. Pero, tampoco creo, ahora, lo que en algún momento de mi juventud, bajo la influencia del voluntarismo de los existencialistas franceses —Sartre, sobre todo—, llegué a creer: que la vocación era también una elección, un movimiento libre de la voluntad individual que decidía el futuro de la persona. Aunque creo que la vocación literaria no es algo fatídico, inscrito en los genes de los futuros escritores, y pese a que estoy convencido de que la disciplina y la perseverancia pueden en algunos casos producir el genio, he llegado al convencimiento de que la vocación literaria no se puede explicar sólo como una libre elección. Ésta, para mí, es indispensable, pero sólo en una segunda fase, a partir de una primera disposición subjetiva, innata o forjada en la infancia o primera juventud, a la que aquella elección racional viene a fortalecer, pero no a fabricar de pies a cabeza.
Si no me equivoco en mi sospecha (hay más posibilidades de que me equivoque de que acierte, por supuesto), una mujer o un hombre desarrollan precozmente, en su infancia o comienzos de la adolescencia, una predisposición a fantasear personas, situaciones, anécdotas, mundos diferentes del mundo en el que viven, y esa proclividad es el punto de partida de lo que más tarde podrá llamarse una vocación literaria. Naturalmente, de esa propensión a apartarse del mundo real, de la vida verdadera, en alas de la imaginación, al ejercicio de la literatura, hay un abismo que la gran mayoría de seres humanos no llega a franquear. Los que lo hacen y llegan a ser creadores de mundos mediante la palabra escrita, los escritores, son una minoría, que, a aquella predisposición o tendencia, añadieron ese movimiento de la voluntad que Sartre llamaba una elección. En un momento dado, decidieron ser escritores. Se eligieron como tales. Organizaron su vida para trasladar a la palabra escrita esa vocación que, antes, se contentaba con fabular, en el impalpable y secreto territorio de la mente, otras vidas y mundos. Ese es el momento que usted vive ahora: la difícil y apasionante circunstancia en que debe decidir si, además de contentarse con fantasear una realidad ficticia, la materializará mediante la escritura. Si decide hacerlo, habrá dado un paso importantísimo, desde luego, aunque ello no le garantice aún nada sobre su futuro de escritor. Pero, empeñarse en serlo, decidirse a orientar la vida propia en función de ese proyecto, es ya una manera —la única posible— de empezar a serlo.
¿Qué origen tiene esa disposición precoz a inventar seres e historias que es el punto de partida de la vocación de escritor? Creo que la respuesta es: la rebeldía. Estoy convencido de que quien se abandona a la elucubración de vidas distintas a aquella que vive en la realidad manifiesta de esta indirecta manera su rechazo y crítica de la vida tal como es, del mundo real, y su deseo de sustituirlos por aquellos que fabrica con su imaginación y sus deseos. ¿Por qué dedicaría su tiempo a algo tan evanescente y quimérico —la creación de realidades ficticias— quien está íntimamente satisfecho con la realidad real, con la vida tal como la vive? Ahora bien: quien se rebela contra esta última valiéndose del artilugio de crear otra vida y otras gentes puede hacerlo impulsado por sinnúmero de razones. Altruistas o innobles, generosas o mezquinas, complejas o banales. La índole de ese cuestionamiento esencial de la realidad real que, a mi juicio, late en el fondo de toda vocación de escribidor de historias no importa nada. Lo que importa es que ese rechazo sea tan radical como para alimentar el entusiasmo por esa operación —tan quijotesca como cargar lanza en ristre contra molinos de viento— que consiste en reemplazar ilusoriamente el mundo concreto y objetivo de la vida vivida por el sutil y efímero de la ficción.
Sin embargo, pese a ser quimérica, esta empresa se realiza de una manera subjetiva, figurada, no histórica, y ella llega a tener efectos de largo aliento en el mundo real, es decir, en la vida de las gentes de carne y hueso.
Este entredicho con la realidad, que es la secreta razón de ser de la literatura —de la vocación literaria—, determina que ésta nos ofrezca un testimonio único sobre una época dada. La vida que las ficciones describen —sobre todo, las más logradas— no es nunca la que realmente vivieron quienes las inventaron, escribieron, leyeron y celebraron, sino la ficticia, la que debieron artificialmente crear porque no podían vivirla en la realidad, y por ello se resignaron a vivirla sólo de la manera indirecta y subjetiva en que se vive esa otra vida: la de los sueños y las ficciones. La ficción es una mentira que encubre una profunda verdad; ella es la vida que no fue, la que los hombres y mujeres de una época dada quisieron tener y no tuvieron y por eso debieron inventarla. Ella no es el retrato de la Historia, más bien su contracarátula o reverso, aquello que no sucedió, y, precisamente por ello debió de ser creado por la imaginación y las palabras para aplacar las ambiciones que la vida verdadera era incapaz de satisfacer, para llenar los vacíos que mujeres y hombres descubrían a su alrededor y trataban de poblar con los fantasmas que ellos mismos fabricaban.
Esa rebeldía es muy relativa, desde luego. Muchos escribidores de historias ni siquiera son conscientes de ella, y, acaso, si tomaran conciencia de la entraña sediciosa de su vocación fantaseadora, se sentirían sorprendidos y asustados, pues en sus vidas públicas no se consideran en absoluto unos dinamiteros secretos del mundo que habitan. De otro lado, es una rebeldía bastante pacífica a fin de cuentas, porque ¿qué daño puede hacer a la vida real el oponerle las vidas impalpables de las ficciones? ¿Qué peligro puede representar, para ella, semejante competencia? A simple vista, ninguno. Se trata de un juego ¿no es verdad? Y los juegos no suelen ser peligrosos, siempre y cuando no pretendan desbordar su espacio propio y enredarse con la vida real. Ahora bien, cuando alguien —por ejemplo, don Quijote o madame Bovary— se empeña en confundir la ficción con la vida, y trata de que la vida sea como ella aparece en las ficciones, el resultado suele ser dramático. Quien actúa así suele pagarlo en decepciones terribles.
Sin embargo, el juego de la literatura no es inocuo. Producto de una insatisfacción íntima contra la vida tal como es, la ficción es también fuente de malestar y de insatisfacción. Porque quien, mediante la lectura, vive una gran ficción —como esas dos que acabo de mencionar, la de Cervantes y la de Flaubert— regresa a la vida real con una sensibilidad mucho más alerta ante sus limitaciones e imperfecciones, enterado por aquellas magníficas fantasías de que el mundo real, la vida vivida, son infinitamente más mediocres que la vida inventada por los novelistas. Esa intranquilidad frente al mundo real que la buena literatura alienta, puede, en circunstancias determinadas, traducirse también en una actitud de rebeldía frente a la autoridad, las instituciones o las creencias establecidas.
Por eso, la Inquisición española desconfió de las ficciones, las sometió a estricta censura y llegó al extremo de prohibirlas en todas las colonias americanas durante trescientos años. El pretexto era que esas historias descabelladas podían distraer a los indios de Dios, la única preocupación importante para una sociedad teocrática. Al igual que la Inquisición, todos los gobiernos o regímenes que aspiran a controlar la vida de los ciudadanos han mostrado igual desconfianza hacia las ficciones y las han sometido a esa vigilancia y domesticación que es la censura. No se equivocaban unos y otros: bajo su apariencia inofensiva, inventar ficciones es una manera de ejercer la libertad y de querellarse contra los que —religiosos o laicos— quisieran abolirla. Ésa es la razón por la que todas las dictaduras —el fascismo, el comunismo, los regímenes integristas islámicos, los despotismos militares africanos o latinoamericanos— han intentado controlar la literatura imponiéndole la camisa de fuerza de la censura.
Pero, con estas reflexiones generales nos hemos apartado algo de su caso concreto. Volvamos a lo específico. Usted ha sentido en su fuero interno esa predisposición y a ella ha superpuesto un acto de voluntad y decidido dedicarse a la literatura. ¿Y ahora, qué?
Su decisión de asumir su afición por la literatura como un destino deberá convertirse en servidumbre, en nada menos que esclavitud. Para explicarlo de una manera gráfica, le diré que acaba usted de hacer algo que, por lo visto, hacían en el siglo XIX algunas damas espantadas con el grosor de su cuerpo, que, a fin de recobrar una silueta de sílfide, se tragaban una solitaria. ¿Ha tenido usted ocasión de ver a alguien que lleva en sus entrañas ese horrendo parásito? Yo sí, y puedo asegurarle que aquellas damas eran unas heroínas, unas mártires de la belleza. A comienzos de los años sesenta, en París, yo tenía un magnífico amigo, José María, un muchacho español, pintor y cineasta, que padeció esa enfermedad. Una vez que la solitaria se instala en un organismo se consubstancia con él, se alimenta de él, crece y se fortalece a expensas de él, y es dificilísimo expulsarla de ese cuerpo del que medra, al que tiene colonizado. José María enflaquecía a pesar de que debía comer y beber líquidos (leche, sobre todo) constantemente, para aplacar la ansiedad del animal aposentado en sus entrañas, pues, si no, su malestar se volvía insoportable. Pero, todo lo que comía y bebía no era para su gusto y placer, sino para los de la solitaria. Un día, que estábamos conversando en un pequeño bistrot de Montparnasse, me sorprendió con esta confesión: «Nosotros hacemos tantas cosas juntos. Vamos al cine, a exposiciones, a recorrer librerías, y discutimos horas de horas sobre política, libros, películas, amigos comunes. Y tú crees que yo estoy haciendo esas cosas como las haces tú, porque te divierte hacerlas. Pero, te equivocas. Yo las hago para ella, la solitaria. Ésa es la impresión que tengo: que todo en mi vida, ahora, no lo vivo para mí, sino para ese ser que llevo adentro, del que ya no soy más que un sirviente.»
Desde entonces, me gusta comparar la situación del escritor con la de mi amigo José María cuando llevaba adentro la solitaria. La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas victimas) unos esclavos. Como mi amigo de París, la literatura pasa a ser una actividad permanente, algo que ocupa la existencia, que desborda las horas que uno dedica a escribir, e impregna todos los demás quehaceres, pues la vocación literaria se alimenta de la vida del escritor ni más ni menos que la longínea solitaria de los cuerpos que invade. Flaubert decía: «Escribir es una manera de vivir.» En otras palabras, quien ha hecho suya esta hermosa y absorbente vocación no escribe para vivir, vive para escribir.
Esta idea de comparar la vocación del escritor a una solitaria no es original. Acabo de descubrirlo, leyendo a Thomas Wolfe (maestro de Faulkner y autor de dos ambiciosas novelas: Del tiempo y el río y El ángel que nos mira), quien describió su vocación como el asentamiento de un gusano en su ser: «Pues el sueño estaba muerto para siempre, el piadoso, oscuro, dulce y olvidado sueño de la niñez. El gusano había penetrado en mi corazón, y yacía enroscado alimentándose de mi cerebro, mi espíritu, mi memoria. Sabía que finalmente había sido atrapado en mi propio fuego, consumido por mis propias lumbres, desgarrado por el garfio de ese furioso e insaciable anhelo que había absorbido mi vida durante años. Sabía, en breve, que una célula luminosa, en el cerebro o en el Corazón o en la memoria, brillaría por siempre, de día, de noche, en cada despertar o instante de sueño de mi vida; que el gusano se alimentaría y la luz brillaría; que ninguna distracción, comida, bebida, viajes de placer o mujeres podrían extinguirla y que nunca más, hasta que la muerte cubriera mi vida con su total y definitiva oscuridad, podría yo librarme de ella.
»Supe que al fin me había convertido en escritor: supe al fin qué le sucede a un hombre que hace de su vida la de un escritor.»
Creo que sólo quien entra en literatura como se entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un escritor y escribir una obra que lo trascienda. Esa otra cosa misteriosa que llamamos el talento, el genio, no nace —por lo menos, no entre los novelistas, aunque sí se da a veces entre los poetas o los músicos— de una manera precoz y fulminante (los ejemplos clásicos son, por supuesto, Rimbaud y Mozart), sino a través de una larga secuencia, años de disciplina y perseverancia. No hay novelistas precoces. Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción. Es muy alentador, ¿no es cierto?, para alguien que empieza a escribir, el ejemplo de aquellos escritores, que, a diferencia de un Rimbaud, que era un poeta genial en plena adolescencia, fueron construyendo su talento.
Si este tema, el de la gestación del genio literario, le interesa, le recomiendo la voluminosa correspondencia de Flaubert, sobre todo las cartas que escribió a su amante Louise Colet entre 1850 y 1854, años en que escribía Madame Bovary, su primera obra maestra. A mí me ayudó mucho leer esa correspondencia cuando escribía mis primeros libros; Aunque Flaubert era un pesimista y sus cartas están llenas de improperios contra la humanidad, su amor por la literatura no tuvo límites. Por eso asumió su vocación como un cruzado, entregándose a ella de día y de noche, con una convicción fanática, exigiéndose hasta extremos indecibles. De este modo consiguió vencer sus limitaciones (muy visibles en sus primeros escritos, tan retóricos y ancilares respecto de los modelos románticos en boga) y escribir novelas como Madame Bovary y La educación sentimental, acaso las dos primeras novelas modernas.
Otro libro que me atrevería a recomendarle sobre el tema de esta carta es el de un autor muy distinto, el norteamericano William Burroughs: Junkie. Burroughs no me interesa nada como novelista: sus historias experimentales, psicodélicas, siempre me han aburrido sobremanera, al extremo de que no creo haber sido capaz de terminar una sola de ellas. Pero, el primer libro que escribió, Junkie, factual y autobiográfico, donde relata cómo se volvió drogadicto y cómo la adicción a las drogas —una libre elección añadida a lo que era sin duda cierta proclividad— hizo de él un esclavo feliz, un sirviente deliberado de su adicción, es una certera descripción de lo que, creo yo, es la vocación literaria, de la dependencia total que ella establece entre el escritor y su oficio y la manera como éste se nutre de aquél, en todo lo que es, hace o deja de hacer.
Pero, mi amigo, esta carta se ha prolongado más de lo recomendable, para un género —el epistolar— cuya virtud principal debería ser precisamente la brevedad, así que me despido.
Un abrazo.
Fuente:
Colección: La Línea del Horizonte

 Mario Vargas Llosa, 1997
 Editorial Planeta, S. A., 1997.
Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España).

viernes, 12 de mayo de 2017

Julio Herrera y Reissig. Movimiento literario: Modernismo.


(Montevideo, 1875-1910) Poeta uruguayo, considerado una de las cumbres del modernismo, y uno de `los cuatro delfines` y herederos de R. Darío, junto a L. Lugones, A. Nervo y R. Jaimes Freyre).

"“Abomino la promiscuidad de catálogo. ¡Solo y conmigo mismo!
Proclamo la inmunidad literaria de mi persona.
Ego sum imperatur. Me incomoda que ciertos peluqueros de la
Crítica me hagan la barba... ¡Dejad en paz a los Dioses!
Yo, Julio".
Torre de los Panoramas”. Julio Herrera y Reissig.
***
Los éxtasis de la montaña
de  Julio Herrra y Reissig
(Fragmento).

LOS ÉXTASIS DE LA MONTAÑA
Eglogánimas

El despertar


Alisia y Cloris abren de par en par la puerta
y torpes, con el dorso de la mano haragana,
restréganse los húmedos ojos de lumbre incierta,
por donde huyen los últimos sueños de la mañana

La inocencia del día se lava en la fontana,
el arado en el surco vagaroso despierta
y en torno de la casa rectoral, la sotana
del cura se pasea gravemente en la huerta...

Todo suspira y ríe. La placidez remota
de la montaña sueña celestiales rutinas.
El esquilón repite siempre su misma nota

de grillo de las cándidas églogas matutinas.
Y hacia la aurora sesgan agudas golondrinas
como flechas perdidas de la noche en derrota.





El regreso

La tierra ofrece el ósculo de un saludo paterno
Pasta un mulo la hierba mísera del camino
y la montaña luce, al tardo sol de invierno,
como una vieja aldeana, su delantal de lino.

Un cielo bondadoso y un céfiro tierno...
La zagala descansa de codos bajo el pino,
y densos los ganados, con paso paulatino,
acuden a la música sacerdotal del cuerno.

Trayendo sobre el hombro leña para la cena,
el pastor, cuya ausencia no dura más de un día,
camina lentamente rumbo de la alquería.

Al verlo la familia le da la enhorabuena...
Mientras el perro, en ímpetus de lealtad amena,
describe coleando círculos de alegría.





El almuerzo

Llovió. Trisca a lo lejos un sol convaleciente,
haciendo entre las piedras brotar una alimaña
y al son de los compactos resuellos del torrente,
con áspera sonrisa palpita la campaña...

Rumia en el precipicio una cabra pendiente;
una ternera rubia salta entre la maraña,
y el cielo campesino contempla ingenuamente
la arruga pensativa que tiene la montaña.

Sobre el tronco enastado de un abeto de nieve,
ha rato que se aman Damócaris y Hebe;
uno con su cayado reanima las pavesas,

otro distrae el ocio con pláticas sencillas...
Y de la misma hortera comen higos y fresas,
manjares que la Dicha sazona en sus rodillas.





La siesta

No late más un único reloj: el campanario,
que cuenta los dichosos hastíos de la aldea,
el cual, al sol de enero, agriamente chispea,
con su aspecto remoto de viejo refractario...

A la puerta, sentado se duerme el boticario...
En la plaza yacente la gallina cloquea
y un tronco de ojaranzo arde en la chimenea,
junto a la cual el cura medita su breviario.

Todo es paz en la casa. Un cielo sin rigores,
bendice las faenas, reparte los sudores...
Madres, hermanas, tías, cantan lavando en rueda

las ropas que el domingo sufren los campesinos...
Y el asno vagabundo que ha entrado en la vereda
huye, soltando coces, de los perros vecinos.





La velada

La cena ha terminado: legumbres, pan moreno
y uvas aún lujosas de virginal rocío...
Rezaron ya. La Luna nieva un candor sereno
y el lago se recoge con lácteo escalofrío.

El anciano ha concluido un episodio ameno
y el grupo desanúdase con un placer cabrío...
Entre tanto, allá fuera, en un silencio bueno,
los campos demacrados encanecen de frío.

Lux canta. Lidé corre. Palemón anda en zancos.
Todos ríen... La abuela demándales sosiego.
Anfión, el perro, inclina, junto al anciano ciego,

ojos de lazarillo, familiares y francos...
Y al son de las castañas que saltan en el fuego
palpitan al unísono sus corazones blancos.





El alba

Humean en la vieja cocina hospitalaria
los rústicos candiles... Madrugadora leña
infunde una sabrosa fragancia lugareña;
y el desayuno mima la vocación agraria...

Rebota en los collados la grita rutinaria
del boyero que a ratos deja la yunta y sueña...
Filis prepara el huso. Tetis, mientras ordeña,
ofrece a Dios la leche blanca de su plegaria.

Acongojando el valle con sus beatos nocturnos,
salen de los establos, lentos y taciturnos,
los ganados. La joven brisa se despereza...

Y como una pastora, en piadoso desvelo,
con sus ojos de bruma, de una dulce pereza,
el Alba mira en éxtasis las estrellas del cielo.





La vuelta de los campos

La tarde paga en oro divino las faenas...
Se ven limpias mujeres vestidas de percales,
trenzando sus cabellos con tilos y azucenas
o haciendo sus labores de aguja en los umbrales.
Zapatos claveteados y báculos y chales...
Dos mozas con sus cántaros se deslizan apenas.
Huye el vuelo sonámbulo de las horas serenas.
Un suspiro de Arcadia peina los matorrales...

Cae un silencio austero... Del charco que se nimba
estalla una gangosa balada de marimba.
Los lagos se amortiguan con espectrales lampos,

las cumbres, ya quiméricas, corónanse de rosas...
Y humean a lo lejos las rutas polvorosas
por donde los labriegos regresan de los campos.





La huerta

Por la teja inclinada de las rosas techumbres
descienden en silencio las horas... El bochorno
sahúma con bucólicas fragancias el contorno
ufano como nunca de vistosas legumbres.

Hécuba diligente da en reparar las lumbres...
Llegan por el camino cánticos de retorno.
Iris, que no ve casi, abandona su torno,
y suspira a la tarde, libre de pesadumbres.

Oscurece. Una mística Majestad unge el dedo
pensativo en los labios de la noche sin miedo...
No llega un solo eco, de lo que al mundo asombra,

a la almohada de rosas en que sueña la huerta...
Y en la sana vivienda se adivina la sombra
de un orgullo que gruñe como un perro a la puerta.





Claroscuro

En el dintel del cielo llamó por fin la esquila.
Tumban las carrasqueñas voces de los arrieros
que el eco multiplica por cien riscos y oteros,
donde laten bandadas de pañuelos en fila...

El humo de las chozas sube en el aire lila;
las vacas maternales ganan por los senderos;
y al hombro sus alforjas, leñadores austeros,
tornan su gesto opaco a la tarde tranquila...

Cerca del Cementerio -más allá de las granjas-,
el crepúsculo ha puesto largos toques naranjas.
Almizclan una abuela paz de las Escrituras

los vahos que trascienden a vacunos y cerdos...
Y palomas violetas salen como recuerdos
de las viejas paredes arrugadas y oscuras.

Fuente: LIBRODOT.COM

jueves, 11 de mayo de 2017

LEOPOLDO LUGONES. Prosa. Movimiento literario: Modernismo.


DISCURSO

¿Quién es ése que murió en pequeña lejana ciudad, durante el cataclismo más espantoso de la historia, sin cargo importante ni fortuna, antes empobrecido por todas las miserias de la existencia; y que, no obstante, entristeció al desaparecer, veinte naciones representadas en la ocasión por sus más bellas almas: con lo cual sonaron para lamentar como bronces doli-dos, los sendos idiomas ibéricos que hablan cien millones de hombres? ¿Quién es ése más grande, así, que los reyes, porque no teniendo corona de mandar, mereció entre los pueblos los funerales de Alejandro? ¿Quién es ése que de tal modo representaba como la expansión de un nuevo helenismo? Ése no es sobre la tie-rra sino esta cosa de apariencia sutil y fugaz: un alma que canta. Y él mismo habíase defi-nido de esta suerte:

Yo soy aquel que ayer no más decía
El verso azul y la canción profana,
 Y en cuya noche un ruiseñor había
Que era alondra de luz por la mañana.

Como la alondra y el ruiseñor, simultánea-mente encarnados en él, Rubén Darío, poeta absoluto, es un ser constituido de alas, melo-día y luz. Alas que viven de volar; melodía que de callar muriera; luz que prolongado su infi-nitud de amor la noche de Julita, así evocada, trasmuta la plata del plenilunio en el oro de la aurora. Poeta absoluto. Nada más que poeta, sí señor. Como si dijéramos: nada más que es-trella...
Estas consagraciones honran, así, a la espe-cie humana. Un instinto superior parece que le revelara en ellas la desnudez de la verdad im-plícita, como al estremecerse el agua resalta su cristal en la estría pasajera. Lo que es, efecti-vamente, un poeta, la gente no sabría decirlo. Cuando el trajín diario la rebaja a la condición de acémila, y así pasa cargando su triste vida, furiosa de afán, resoplante bajo su saco de oro, suele creerlo inútil porque canta. En vez de alegrarse con aquel regalo de belleza cuyo obje-to es conservar un poco de dignidad humana sobre la turba así embrutecida, arroja una pie-dra al pájaro o le reprocha con vileza los cuatro granos que come sin pagar. El rebajamiento po-see un perverso instinto de rebajarlo todo, y la injusticia de la opresión torna injusta al opri-mido. Entonces ocurre este fenómeno conmove-dor: el pájaro herido canta todavía; porque, pe-na y regocijo, todo es para él un perpetuo cantar. Y un día cuando se muere, tal cual mueren los pájaros, como del aire, y entonces viene a verse cuán poco estorbaba en realidad, y que ni era para reprochárselo por lo mucho y bien que cantó, el vago asombro de la gente pa-rece contener un remordimiento tardío. Ella desearía saber lo que es un poeta, y cómo resul-ta inmortal nada más que con un poco de ritmo y de rima en los cuales no se contiene una ley científica, ni un principio filosófico, ni una má-xima moral, ni una prescripción politica como esas que en substanciosos frutos la prosa le madura. ¡Un poeta! ¿Qué será un poeta?
Es esto:
Por los campos antiguos en que, campo de libertad ella misma, nuestra Argentina se dila-taba sin catastros ni alambres, solía el cami-nante extraviado meterse de noche al seno de un bosque incógnito. No había percance más temible, porque el bosque es el laberinto donde se puede andar hasta la muerte siguiendo la pista de sí mismo, el palacio abierto que no tie-ne salida, morada de las hadas maléficas que escamotean el rumbo en un rayo de luna, y el grito de auxilio en una vaguedad rumorosa más enorme que el mar, calabozo sin paredes, pues no hay encierro como la falta de horizon-te. La única salvación era, entonces, dar con agua; no sólo porque la sed solía reinar bajo la espinosa fronda, sino porque la fuente, el ja-güel, el charco, presuponen la existencia de sendas, de animales que las trazan con la fre-cuencia de venir, de hombres quizá. Agua y ca-mino resultaban, pues, términos correspon-dientes. Y el río que los revelaba era, según la ciencia del desierto, el pájaro matinal. Bosque donde no cantaban pájaros al amanecer, esta-ba lejos del agua. Aquella ausencia aparente-mente baladí, imprimía un horror trágico al percance. ¡Con qué ansiedad esperaba el tran-seúnte en peligro ese gorjeo salvador, ensimis-mado en la fatalidad de la noche aciaga, como enterrado ya en el silencio y en la soledad fu-nesta que formaban con las tinieblas un blo-que inconmovible hasta la eternidad, y negro, negro hasta la desesperación mientras el mon-te erizándose al contorno parecía retorcerle en la garganta su aspérrima amargura! ¡Ah, deso-lación la del alba sin trinos sobre el ramaje polvoriento que estaba como arruinándose bajo cenizas desabridas y heladas; miedo de aquella luz fatal, color de salitre; anonadamiento de condena entre la patibularia trabazón de esos leños, derrumbe de ser en las espaldas seme-jantes a desmoronados adobes, en las rodillas que se desencajan, en el corazón que se sume allá adentro como una piedra. Pero también qué salto de alegría en el alma, cuando al pintar la luz como una humedad celeste las ra-mitas extremas, y conmoverse a aquel contacto el férreo corazón de la selva todavía trágica en el terror nocturno, arrancaba el jilguero, do-rándose ya con la aurora, de alto que se ponía, su canto valeroso que iba así purgando, para vaciarlo de sus estrellas, el saco de la noche, y tallando al mismo tiempo en cristalina tritura-ción el puro diamante de la mañana, y anun-ciando por último al hombre triste, con la cer-canía del agua bullente en el gorjeo, la seguridad, la dirección, la libertad, la salud, la vida.
El idioma, es decir el espíritu mismo he-cho palabra, era en América ese perdido. Re-petición vacía de una retórica, ya muerta, em-pecinábase en esta quimera anticientífica y antinatural: que el nuevo mundo siguiese ha-blando como España. Solamente para el idio-ma que es la más noble de las funciones huma-nas, no había existido emancipación. El falso purismo de la Academia, la belleza formulada en recetas de curandero, la parálisis rítmica, la indigencia de la rima, el verso blanco y la li-cencia poética, la abundancia declamatoria: to-dos esos accidentes que no son sino justifica-ciones de la ignorancia y autorizaciones a la mediocridad, constituían nuestro código, o me-jor dicho, códex en materia de idioma. Imitar, imitar siempre a los clásicos inimitables, era la prescripción: es como los muertos en un mundo de vivos...
He aquí dos principios útiles en la materia. Para imitar con éxito a un artista superior, se necesita ser otro artista superior; pero cuando se es esta cosa excelente, ya no se imita a na-die: se crea. Los métodos de un artista supe-rior, no le sirven más que a él; pues, o son inaccesibles al mediocre por la misma razón de su mediocridad, o resultan inútiles para otro artista superior, porque éste no los necesita. Y de ahí que toda forma superior del arte sea ne-cesariamente original. Imitar, pues, a los artis-tas superiores, que por esto llegan a ser clási-cos, resulta, precisamente, lo contrario de lo que se quiere hacer. Vivir un hombre, no es para él repetir el cuerpo de otro hombre: el cadá-ver, que según dijo profundamente un estoico, lleva el alma a cuestas en el transcurso de la vida; sino diferenciarse de todos los hombres, ser distinto, ser desigual. En esto consiste todo el fenómeno de la vida; y así, hasta los seres más colectivizados nos enseñan que no hay dos hojas idénticas en el mismo árbol, ni dos abe-jas iguales en la misma colmena.
Rubén Darío fue el anunciador de esa fuente de vida, y esto tiene ahora una prueba irrefra-gable: la poesía joven de España, es rama de su tronco. Así resulta el hombre significativo de un Renacimiento que interesa a cien millo-nes de hombres, el último libertador de Améri-ca, el creador de un nuevo espíritu. Sólo la pre-miosa superficialidad de nuestra vida nos impide ver que andamos entre prodigios, como éste de codearnos con seres que tienen el don divino de crear espíritus inmortales. La obra de arte que sobrevive a su autor y sigue con ello despertando interés, simpatía, emocio-nes; engendrando obras análogas, suscitando vida en una palabra, es, sin duda, un ser vi-viente. Y cuando se incorpora al ser de una ra-za modificando su orientación, resulta espíritu inmortal.
Pero, ¿qué importa de positivo y general, di-rá tal vez alguno, esa transformación de la poe-sía? Nada menos, señores, que una etapa de la civilización.
Sabemos ya por la ciencia del lenguaje y por la historia, que la evolución de los idiomas se inicia con la poesía. Así, cuando cambia la ex-presión poética, es que empieza a modificarse la orientación espiritual. Y esto reviste una importancia tan grande, porque la civilización no es otra cosa que el conjunto de ciertas in-venciones, comunicaciones y convenios cuya expresión irreemplazable es la palabra. Falte la palabra, y todo aquello ya no existe. No hay cómo comunicarlo ni concertarlo. El hombre ha desaparecido como ser social. Por esto la pala-bra es el distintivo de su superioridad entre los seres. Poseer un idioma bien organizado es, pues, para los pueblos, la cosa más importante que existe; y tener poetas que lo vivifiquen y organicen progresivamente, constituye un fe-nómeno de la más alta civilización.
Para mayor grandeza de Rubén Darío, la ex-pansión del castellano en las Américas predes-tinábalo a ser el poeta de un mundo. Por esto dije que veía en él al representante de un nue-vo helenismo.
Y es maravillosa también cómo lo practicó.
Qué cosa más sencilla en sus elementos.
Todo ello consiste en dejar que la emoción poética venga con su palabra, sin reato alguno a fórmulas; y de esta suerte, que sea ella la autora de la expresión correspondiente, no la prisionera de moldes preconcebidos. Y en cuanto a la imaginación que es la otra facultad activa en el fenómeno poético, dejarla también andar como quien divaga por un vergel sin ca-minos, y así va y traza el suyo simplemente con ir recogiendo flores, pues en los jardines dispuestos por mano ajena, ya no hay nada que hacer, sino recrearse sin tocar ni salirse de los senderos como la urbanidad prescribe. Nadie es dueño sino de sus flores; y si no las sabe producir, no se dedique a jardinero.
Ahora, si se mira bien, aquel doble fenóme-no de la nueva poesía, resulta no ser otra cosa sino el ejercicio de la libertad de imaginar y la disposición natural de las expresiones con que la emoción se manifiesta. Así todo sale bien, porque todo viene a su tiempo, cosa para lo cual basta dejarlo venir tal como va naciendo en el alma. Es exactamente lo que sucede con los colores del cielo; pues así como todos ellos existen en la masa del aire que lo constituye, y no aparecen sino cuando es debido, conforme a la naturaleza de aquél, la belleza está en el al-ma, cuyos diversos estados son los que la reve-lan. De esta suerte llegué un día a comprender el secreto del arte griego, y por qué sobrevive en su propia ruina el Partenón, y el idioma de Homero se conserva inmortal cuando hasta los dioses contemporáneos han muerto. Es que en una y otra construcción todo se dispuso como de suyo, porque todo se subordinó al sistema proporcional que es el organismo de un hom-bre vivo, para conseguir lo cual no hay sino un método: vivir. Verbo sublime, expresión de la síntesis arquetípica, a cuya virtud vemos con-fundirse en este caso el instinto genial con el supremo raciocinio.
Y aquí hay otro hecho tan significativo como aquel ya citado de la influencia de Darío en la moderna poesía española: después de él, todos cuantos fuimos juventud cuando él nos reveló la nueva vida mental, escribimos de otro modo que los de antes. Los que siguen hacen y harán lo propio. América dejó ya de hablar como Espa-ña, y, en cambio, ésta adopta el verbo nuevo. El pájaro azul cantaba y detrás de él venía el sol.
Todo eso explica también las nuevas expre-siones y las nuevas formas. La miseria de la literatura americana había consistido en que nos obstinábamos en hablar como España, pensando de un modo enteramente distinto. -No bien nació el poeta que restableciera la ar-monía vital entre pensamiento y palabra, cuando el verso, aunque contase las mismas sí-labas, sonó ya de otro modo. El estilo se animó con nuevos colores. Una música más delicada y sutil coordinó los elementos verbales. El idio-ma poético subordinóse enteramente a la mú-sica en que consiste. De esta música emana-ron, y no al revés, la emoción y la idea. Sufrió la prosa al instante la misma influencia liber-tadora y personal. Comprendióse que poesía y prosa, aun cuando el objeto de aquélla sea re-velar la emoción y el de ésta formular la no-ción, están gobernadas por el ritmo. Éste no es, en suma, sino la manifestación del tono vi-tal que en cada hombre rige la circulación de la vida. De esta suerte, en el acento peculiar que caracteriza su voz, tiene cada hombre su música. Por esto, cuando lo oímos sin verlo, de-cimos con certeza: la voz de Fulano. Hay en to-do eso, como se ve, una razón profunda.
Aquellas formas nuevas no fueron todas hermosas ni aceptables. La verdad es que al calor de la lucha y al retozo de algún epigrama antiacadémico, hubo a veces alguna exagera-ción. Pero, eso sí, aquello fue espontáneo, so-bre todo en nuestro poeta. Quienes lo hemos visto trabajar, sabemos que su labor era el co-rrer del agua feliz en la fuente generosa. Y así, para mayor gracia, la profunda revolución, que fue a la vez revelación genial, la hizo con poe-sías breves como el cuerpo del pájaro y la masa de la perla. ¿Pero no basta un ascua para en-cender todas las hogueras del mundo, un beso para torcer el curso de la vida, una sola estre-lla para embellecer la tarde? He oído cantar en mi sierra al pájaro llamado rey del bosque. Canta solo, en la serenidad vespertina, desde algún sotillo cerrado que favorece su lírica abs-tracción. Y con ser tan grande la dulzura del canto, su prodigiosa claridad llena toda la montaña. La delicia que infunde dilátase casi temerosa en una fragilidad de pureza extrema. Y el alma se pone tan buena, que parece que va a llorar. No hay un rizo en la inmensidad celeste. Dijérase que el silencio y la luz son una misma cosa divina. La montaña aclárase y profundízase a la vez en una transparencia de zafiro. Entonces el gorjeo del pájaro nos revela una maravilla: la montaña está encantada y el mundo se ha vuelto azul.
Azul... fue el primer libro revelador de Ru-bén Darío.
No entiendo, dijo, la retórica. Para las al-mas duras, nada hay tan difícil de entender co-mo las cosas sencillas. Así el necio no puede ver el agua tranquila sin arrojarle una piedra. Es que no la entiende. En aquellos regocijados tiempos, nuestros clásicos de infantería ligera, que otros no conocí, declaraban con transpa-rente astucia no entender a Verlaine, por su-puesto que sin haberlo leído. Es lo que debe pensarse por consideración a su inteligencia. Con eso evitaban nombrar al monstruo, que era para ellos tanto como anonadarlo y le re-prochaban en su admiración a Verlaine el con-sabido galicismo.
Porque claro está que ese libertador, ese griego de alma, ese creador del mucho espíritu en la poca materia, fue un hijo espiritual de Francia. Así repetíanse en él dos fenómenos por vez primera correlacionados para el máxi-mo efecto: la renovación de la literatura espa-ñola, que desde los tiempos del Romancero procede siempre de Francia, y las revoluciones libertadoras de América, que son también cosa francesa. No hay por ello nada más falso y más cursi que el horror académico al galicismo. Si algún país debe legítimamente influir sobre la cultura española, es el de Francia, por genero-so, y por hermano. Reconocerlo es una prueba de sencillo buen gusto; negarlo, un grosero alarde para llamar la atención, violando la co-nocida regla en cuya virtud la verdadera ele-gancia consiste en no hacerse notar, o una an-tigualla reaccionaria. No hay obra humana de belleza o de bondad que prospere sin su grano de sal francesa. Este grano de sal es perla que ha germinado en siglos y siglos de labor, de do-lor, de heroísmo, de genio, de arte, de gloria. Y por esto, porque constituye la síntesis, excelen-te entre todas, del espíritu humano bajo su concepto superior, a todo comunica con la mis-ma eficacia las propiedades substanciales de la sal: la claridad, la franqueza, la sobriedad, el sabor, la sazón, la fuerza.
He aquí por qué la influencia de Darío fue superior a la de Martí, genio, héroe y mártir. Es que este último, en su propia magnificen-cia, escribió todavía el castellano académico. Hizo las del Cid, que es decir, cosas grandes entre las más excelsas; pero no habló como él. Pues el Campeador de las Españas cometía ga-licismos...
Amar a Francia es ya una obra de belleza. Gloriarse de ello ahora, es un acto de dignidad humana. Su heroico dolor ha sido la revelación de esta grandeza: que la justicia de la humani-dad es la justicia de Francia. En el peligro de Francia fermenta en sangre la barbarie de Eu-ropa. Y nosotros no podemos desentendernos de ello, sin renegar nuestra propia civilización. La miserable neutralidad de los pueblos que se llaman libres, aun cuando con ella se exhiben esclavos del miedo, es una aceptación anticipa-da de la felonía, el terrorismo y la infamia. La esperanza, este bien supremo que ilumina la existencia del último miserable, es una flor de Francia: una intrépida amapola de sus campi-ñas, en cuya seda ligera palpita el hervor de hierro de la sangre de Francia. Y dijérase que en el estremecimiento de la flor, el gallo de las Galias yergue su cresta mordida.
Esto que ahora se ve tan claro, fue lo que el gran poeta nos anticipara en su anunciación de belleza. Y para que se note cómo es cierto que en todo gran poeta hay el vate de los anti-guos, el ser profético para quien se anticipa el día en la altura de su espíritu, recordaré aquel magnífico grito de alarma, lanzado una tarde, hace veintisiete años, por Rubén Darío, quien percibió desde el Arco del Triunfo, en la suges-tión clarividente de la gloria, el avance de la horda gigantesca sobre su Francia negligente y hermosa:

¡Los bárbaros, Francia. Los bárbaros, ca-ra Lutecia!

Así, resucitando en su lengua nueva el viejo pentámetro de Roma, cual si despertara en su ser uno de aquellos latinos del siglo V, y enca-britara a modo de corcel el verso para más ver la horrenda gente, ha sentido:


El viento que arrecia del lado del férreo Berlín.

Y entonces clama con precisión maravillosa:

Suspende, Bizancio, tu fiesta mortal y  divina;
¡Oh Roma, suspende la fiesta divina y mortal!
Hay algo que viene como una invasión aquilina
Que aguarda temblando la curva del Ar-co Triunfal,
TANNHAUSER! Resuena la estrofa marcial y argentina.
Y verse a lo lejos la gloria de un casco imperial.

Conocí a Rubén Darío acá, en el apogeo de su gloria. Que nuestra tierra tuvo ese honor, retribuido por el gran poeta con gratitud ina-gotable.
Pero, gloria de artista, suele no ser más que tirante medianía en la casa de huéspedes y en el empleo subalterno que le dan por compa-sión. Tal fue siempre, y más bien peor con fre-cuencia, la situación del maestro bien amado. Y todavía enrostrábansela de vez en cuando, y nada era tan inseguro como sus propias coloca-ciones de la burocracia o del periodismo. Así solía recordar que La Nación fue la única mo-rada cómoda para su talento; pues, como si fuera casa propia, igual se le conservaba en la ausencia. Allá hizo también algunas de sus mejores amistades. París y Buenos Aires re-sultábanle, según muchas veces lo repitió, las únicas ciudades donde vivía a gusto. Tenía de nuestro país una idea altísima y gloriosa. De-cía que para él era algo en este mundo ser transeúnte habitual de la calle Florida.
Hallábase en el período más brillante y so-noro de su campaña intelectual. Ricardo Jai-mes Freyre era su hermano de armas. La Re-vista de América, que para mayor poesía tuvo la vida de las rosas, acababa de ser el estan-darte, o mejor dicho, el tirso alzado por los dos poetas, pues llevó el color de aquéllos, mien-tras ellos, con sus versos, pusiéronle el perfu-me. No obstante, escribíase con entusiasmo, discutíase con ardor, y algunos jóvenes poetas ingresaban como novicios al grupo.
Darío, que era de una excesiva timidez, pre-fería aquella fácil sociedad a los halagos que nuestros salones le brindaban. Aquel evocador de princesas, sentíase horriblemente cohibido ante las damas; y el protocolo hubo de sufrir en las manos del diplomático que a veces fue, fracasos monumentales. No obstante, eran perfectas su distinción, su delicadeza y su ele-gancia. Nunca, ni en sus peores momentos, le vi brutal o innoble. La discreción era en él lo que la suavidad callada del terciopelo. Muy perspicaz en la ironía, dejábala pasar habi-tualmente, bajo una sonrisa que ya era compa-sión. Reservadísimo en sus afectos, era enor-memente fácil de explotar por los parásitos de la bolsa y del talento que abundaban siempre en torno suyo. Creo que los dejaba hacer, por no reparar en una fealdad y mancharse, así, a su contacto. Por otra parte, como todo hombre realmente superior, no daba importancia algu-na a que le engañase un vil. Que esto es condi-ción de la vileza, y fuera necio extrañar, como dice el proverbio árabe, que salga perro el hijo de perro. Su vida iniciada con terribles con-trastes, en la orfandad precoz, la pasión instin-tiva, el ambiente ingrato, fue, bajo este concep-to, muy dura con él. Padeció destierro perpe-tuo en el seno de la canalla. Y tal fue el estado en que arraigó la enfermedad terrible que lo ha llevado a la tumba. Errabundo por los pue-blos, una fatalidad ciertamente invencible por-que constituía la orientación inicial de su exis-tencia desviada, sometíalo al poder de la chusma. Chusma de las letras, de la sociedad, del amor, a cuyo contacto padecía tormentos espantosos. Así, el vicio no es su mancha, por-que no constituyó su placer, sino su martirio. Yo lo he visto combatir como un desesperado, aprovechando para ello la primer coyuntura que la amistad le brindaba. Pero la red de sus propias complicaciones, pronto volvía a reatar-lo y aislarlo. El aislamiento era como un cala-bozo que llevaba consigo, y resultaba la causa inmediata de sus caídas.
Atribuyo en gran parte a aquel cautiverio, sin que esta suposición quite nada a su fe, res-petable como ninguna, la religiosidad de Ru-bén Darío. Fue siempre católico, y con ello, mo-nárquico de convicción: pues como no había menester de utilitarias conciliaciones, declara-ba sin esfuerzo la evidente incompatibilidad del catolicismo con la república. Su pretendida conversión al morir, calumnia, pues, su fe de cristiano. La integridad del dogma, no ha teni-do acatamiento más constante que el suyo.
No necesito añadir que, entonces, su despre-ocupación de la popularidad era absoluta, su desinterés de la gloria mayoritaria, alto y frío como un Ande bajo su manto azul.
Llevaba entonces barbado el rostro de cálida palidez, la cual dilatábase como soñando en la marmórea culminación de la frente. El cabello crespo y negrísimo, que nunca se infló en me-lena, iba regular sin compostura. Los ojos fau-nescos encendíanse de alegre franqueza que fácilmente oblicuaba en chispa irónica; pero su mirada era, sobre todo, fraternal. La ancha na-riz, la ruda boca, repetían la máscara verle-niana. Durante sus momentos de distracción, invadíala una placidez monacal. El talante del poeta era de una elegancia varonil. Su tronco recio, su andar reposado. Todo en él manifesta-ba una virilidad casi brutal, salvo las manos bellísimas que parecían de jazmín. Vestía con sobria elegancia y expresábase lo mismo. Cuando, tras ocho años de separación, vile de nuevo, la rasura que desnudaba todo el rostro parecía haberlo fundido en el bronce grave de una escultura azteca. Pero todo esto nada vale ya. Alma que canta es, con notoria frecuencia, alma que llora. Y aquél pasó la vida, llorando sin lágrimas por estética dignidad. Su triste carne humana, es lo que no importa. Su alma bella nos queda para siempre, florecida en ver-sos sencillos e inmortales. Los rasgos impresos por el dolor en aquel rostro que al envejecer se iba a lo trágico, y que según un cronista, trans-figuráronse al morir en esa efigie dantesca que trajera del infierno el gibelino, se fueron a la tumba con su siniestro escultor.
La muerte, a quien había temido como un niño a la oscuridad, fue a él sin que apenas la notara, con su paso ligero y su palidez celeste. Y así, en el seno del hogar recobrado, en su pueblo natal que es donde es bueno morir, ma-duro para el descanso como quien dio tanta flor y ninguna espina, recibió para decirlo con palabras de la Ilíada inmortal, "la gracia del sueño"...
Entonces empezó la apoteosis. El pueblo gastó para sus exequias lo que jamás le habría dado para vivir: pues tal hacen todos los pue-blos con sus hijos ilustres. Cosa horrible, en verdad: solamente los déspotas suelen ser oportunos en su socorro. Así Rubén Darío de-bió a Núñez, el de Colombia, a Zelaya, el de Nicaragua, a Porfirio Díaz, aquellos vagos con-sulados y plenipotencias cuyo ocio es propicio al genio desde los tiempos de Cicerón: ali-quam legationem, aut... cessationem... libe-ram et otiosam, dice Atico en el primer libro De las Leyes: alguna legación o jubilación libre y ociosa, para que el orador sublime compusie-ra con despacio sus cosas eternas.
Pero los pueblos no son generosos sino con sus amos. Con sus libertadores, nunca. Para éstos el bronce póstumo, el catafalco monu-mental que tampoco les otorgarían si con eso ellos mismos no se glorificaran. Para el amo, la sangre, el oro, el honor y el provecho en vida, el sufragio, la adulación. ¡Y eso se llama o se cree soberano!
¡Ah, si los pueblos no tuvieran el dolor, el dolor que aun a las bestias ennoblece, no me-recerían sino desprecio. Su amor y su odio constituyen, pues, la misma cosa insípida para el hombre libre. Su justicia nunca llega cuando debe llegar; y así, conforme a la intención pro-fundamente amarga de la leyenda, lo que glo-rifica al héroe y al dios es morir crucificado.
Esto que hacemos ahora es, pues, por noso-tros mismos, no por el gran muerto que ya nada necesita, mientras nosotros necesitaremos cada vez más de él. La Argentina de su predilección debíase, en esta forma, un homenaje a cuyo fa-vor recordaríamos, por ejemplo, que él la inmor-talizó, única entre las naciones de América, con un excelso canto: aquel canto del centenario que es una erección de torres marmóreas y campanas de plata sobre la pampa de oro.
Mas he aquí que al fin es necesario callar; y que, como si el silencio sobreviniente saliera de su tumba, entra recién en mi ánimo la cer-tidumbre de su muerte. Pues suele ser que al principio de estos grandes dolores, un estupor de piedra me embota el alma, el muro de la muerte que se interpone. Y después, un día viene la cosa triste, como al azar, y las lágri-mas que también precisa esconder, porque son feas y puras como diamantes brutos. Y luego este deber terrible de la elocuencia, que mejor quisiera ser silencio y llorar; la cláusula medi-da en homenaje de belleza; la regla de bronce estoico sobre el ínclito mármol.
Pero no, no es esto, nada de esto lo que yo quería decirte. Óyelo, amigo bien amado, por- que ahora hablo sólo para tí; "hermano en el misterio de la lira" como tú me dijiste una vez que con mi dicha fuiste dichoso. Tú sabes que soy fuerte, y no obstante, esto es lo cierto, me falló el corazón. Tú sabes que no ando con mis penas para que las compadezcan, sacándolas a luz, como un mendigo con sus llagas; que tengo una voluntad; que sé imponer al mismo dolor el deber de la belleza; y no sé, cómo, al notar que ya con estas palabras me despedía, el al-ma se me derramó en lágrimas casi felices de venir, del propio modo que una noche primave-ral en un reguero de estrellas.
Fuente:Leopoldo Lugones Obras en prosa. Aguilar. 1962
Leopoldo Lugones. Obras en prosa. 1962. 1349 páginas. México-Madrid.

miércoles, 10 de mayo de 2017

CUENTOS FATALES Leopoldo Lugones. Corriente literaria: Modernismo.


 Francesca


  Conocílo en Forli, adonde había ido para visitar el famoso salón municipal decorado por Rafael.
  Era un estudiante italiano, perfecto en su género. La conversación sobrevino a propósito de un dato sobre horarios de ferrocarril que le di para trasladarme a Rimini, la estación inmediata; pues en mi programa de joven viajero, entraba, naturalmente, una visita a la patria de Francesca.
  Con la más exquisita cortesía, pero también con una franqueza encomiable, me declaró que era pobre y me ofreció en venta un documento –del cual nunca había querido desprenderse–, un pergamino del siglo XIII, en el cual pretendía darse la verdadera historia del célebre episodio. Ni por miseria ni por interés, habríase desprendido jamás del códice; pero creía tener conmigo deberes "de confraternidad", y además le era simpático. Mi fervor por la antigua heroína, que él compartía con mayor fuego ciertamente, entraba también por mucho en la transacción.
  Adquirí el palimpsesto sin gran entusiasmo, poco dado como soy a las investigaciones históricas; mas, apenas lo tuve en mi poder, cambié de tal modo a su respecto, que la hora escasa concedida en mi itinerario para salvar los cuarenta kilómetros medianeros entre Forli y Rimini, se transformó en una semana entera. Quiero decir que permanecí siete días en Forli.
  La lectura del documento habría sido en extremo difícil sin la ayuda de mi amigo fortuito; pero éste se lo sabía de memoria, casi como una tradición de familia, pues pertenecía a la suya desde remota antigüedad.
  Cuanta duda pudo caberme sobre la autenticidad de aquel pergamino, quedó desvanecida ante su minuciosa inspección. Esto fue lo que me tomó más tiempo.
  El documento está en latín, caligrafiado con esas bellas y fuertes góticas tan características del siglo XIII, y que, no obstante un avanzado deterioro, son bastante legibles, gracias a la cabal individualización de cada letra en el encadenamiento de los renglones, y a la anchura de los espacios intermedios entre éstos. Hasta se halla legalizado por un signum tabellionis, ciertamente muy complicado con sus nueve lazadas, y perteneciente al notario Balzarino de Cervis. Su data es el 12 de junio de 1292.
  Si descifrar las letras no era del todo fácil, la lectura del texto resultaba pesadísima, por las innumerables abreviaturas y signos convencionales que habrían hecho indispensable la colaboración de un paleógrafo, a no encontrarse allí su antiguo dueño como una clave tradicional; pero esas mismas abreviaturas y signos eran preciosos, por otra parte, como pruebas de autenticidad. Había entre ellos datos concluyentes. La o atravesada por una línea oblicua que baja de derecha a izquierda, significando cum, signo peculiar de los últimos años del siglo XIII, al comienzo del cual, así como en los anteriores y en los sucesivos, tuvo otras formas; el 2 coronado por una b a manera de exponente algebraico (2b) significando duabus y agregando con su presencia un dato más, puesto que las cifras arábigas no se generalizaron en Europa hasta el siglo XIII; el 7, representado por una A sin travesaño, como para marcar dicha transición; la palabra corpus abreviada en su primera sílaba y coronada por un 9 (cor9) y el vocablo fratibus abreviado en ftbz con una a superpuesta a la f y una i a la t; amén de diversos signos que omito. No quiero olvidar, sin embargo, las iniciales de la heroína, aquella F y aquella R tan características también en su parecido con las PP manuscritas de nuestra caligrafía, salvo el travesaño que las corta.
  Existen, además, en la margen del texto, a manera de apostilla, dos escudos: uno en forma de ancha almendra, característico también del siglo XIII, y el otro romboidal, es decir, blasón de dama, salvo excepciones rarísimas como las de algunos Visconti; pero los Visconti eran lombardos, y en la época de mi documento, recién conquistaban la soberanía milanesa. Además, los blasones en cuestión, se hallan acolados, lo que indica unión conyugal. Desgraciadamente, su campo no conserva sino partículas informes de las piezas y colores heráldicos.
  Lo que dice el documento es imposible de traducir sin desventaja para el lector, pues su rudo latín perjudica desde luego el interés, con su retórica curial; sin contar la sequedad del concepto. Haré, en consecuencia, una traducción tan libre como me plazca, poniendo el original a disposición de los escrupulosos, con cuyo fin lo he depositado en nuestra Biblioteca Nacional donde puede verse a las horas de práctica.
  Comienza en estos términos, que, como se verá, contradicen a Dante, a Boccaccio y al falso Boccaccio, quienes coinciden en afirmar la consumación del adulterio.
  "Jamás hubo otra relación que una exaltada amistad entre Paolo y Francesca. Aun sus manos estuvieron exentas de culpa; y sus labios no tuvieron otra que la de estremecerse y palidecer en la dulce angustia de la pasión inconfesa."
  El autor dice haber tenido esta confidencia del marido mismo, cuyo amigo afirma que fue.
  Francesca tenía dieciséis años (la historia es conocida) cuando la desposaron con Giovanni Malatesta, como certificación de la paz concluida entre los Polentas de Ravena y los Malatesta de Rimini.
  El esposo, contrahecho y feo, envió a su hermano Paolo para que se casara por poder suyo, no atreviéndose a presentarse en persona ante la joven, en previsión de un desengaño fatal y del rechazo consiguiente. Hallábase Francesca en una ventana del palacio solariego, cuando entró al patio de honor la cabalgata nupcial; y una dama de su séquito, equivocada también, o sobornada quizá por el futuro esposo, señalóle a Paolo como al que iba a ser su efectivo dueño.
  De este error provino la tragedia.
  Paolo era bello y joven; culto en letras, tanto como valeroso caballero; cortés hasta el rendimiento y alegre hasta la jovialidad; todo lo contrario de su hermano, cuya sombría astucia rayaba en crueldad, y cuya desgracia física había dado en el torvo pesimismo que es patrimonio de los contrahechos con talento.
  La joven se desposó, así engañada; y conducida que fue al castillo conyugal, el esposo verdadero pasó con ella la primera noche sin dejarse ver, pues había entrado a la alcoba en la obscuridad.
  Creía que, consumado el matrimonio, la altivez de la dama sería la mejor custodia de sus derechos de esposo, y no se equivocaba en ello, por cierto; pero el acto demuestra con claridad, así la violencia de sus pasiones, como el frío cálculo que en satisfacerlas ponía.
  El desengaño del despertar fue horrible, como es fácil colegir, para la joven desposada; y tanto como engendró desprecio y odio hacia el tirano que así abusara de su buena fe virginal, acreció hasta el amor la simpatía que por el otro había empezado a nacer. Cuánta y cuán atroz diferencia, en efecto, entre la curiosa ansiedad del breve noviazgo, satisfecha hasta el deleite con la presentación del falso prometido; el regocijado orgullo del desposorio, bajo la pompa religiosa y el esplendor mundano que parejamente realzaban la gallardía del caballero; y aquel despertar en los brazos del monstruo, cuya primera mirada de esposo aumentó ya con el ultraje de una desconfianza el cruel imperio de su fatalidad.
  Uno, era todo recuerdos de dicha entrevista, de satisfacción juvenil, de belleza inmolada en ternuras; el otro, sólo tiranía del deber antipático, engaño innoble, fealdad cobarde.
  No tenía más que un rasgo de grandeza, y era el miedo que inspiraba; miedo que en traílla con el deber, custodiaban su honra como dos mastines.
  Francesca empezaba así a encontrar, en el fracaso de la dicha legítima, la dulzura prohibida del infierno.
  En su torva primavera, que la rebelión de los cortos años no dejaba cubrirse con nieves de resignación, Paolo era el rayo de sol que recordaba, único, los marchitos pimpollos.
  Alejado primero como un peligro, su discreción había vencido las desconfianzas, hasta sustituir con una fraternidad melancólica las repulsiones del mal fingido desdén.
  Francesca en su misantropía que la inclinaba a la soledad, después de todo grande en el castillo, no estaba a gusto sino con él; pero sólo se veían a la luz del sol, en tácito convenio de no encontrarse por la noche. Giovanni, ocupado en estudios tácticos que –Dios nos libre– llenaban sus horas a medias con la magia, nada advertía al parecer; pero los jorobados son tan celosos como perversos; y él, sabiendo que los jóvenes se amaban, divertíase en verlos padecer. Aquel peligroso juego atraíalo como una emoción a la vez lancinante y deliciosa, por más que el fin estuviese previsto como una obra de su puñal.
  Su horrendo beso cruzaba a veces, sugiriendo tentaciones, por entre aquella tortura de la dignidad y del amor, como un refinamiento del infierno; y eso llevaba diez años, esa perversidad, fortaleciéndose de tiempo y de sombra, como el vino.
  Mientras se contuviesen, sentíase vengado por la tortura de su continencia; en caso contrario, era la muerte fatal, aquella muerte caina que el canto V del poeta rememora, adjetivándola con el nombre del círculo infernal mencionado por el XXXII, como para mejor expresar su amargura única en lo anómalo del epíteto. Así habían pasado diez años.
  Ultra heroísmos y deberes, el amor hizo al fin su obra. La misma sencillez de relaciones entre esposa y cuñado creó una intimidad aun crecida por la frecuencia de verse. Paolo se ingeniaba de todos modos para hacer a aquella juventud más llevadera su clausura en castillo tan lóbrego; y su exquisita cortesía, tanto como su grave ternura, derretían hasta las heces el corazón de aquella mujer, en quien los refinamientos todavía bizantinos de su ciudad natal habían profundizado sensibilidades.
  No alcanzaba a perder en la ruda prueba su gusto por las sederías suntuosas, por las joyas y el marfil; y es de creer que en su dulce molicie entrara no poco el espíritu de aquel legendario malvasía, que consolaba la decadencia de los Andrónicos, sus contemporáneos, inmortalizando la ruda pequeñez de la helénica Monembasía. Magias de Bizancio, que el viento conducía a través del Adriático familiar; filtros de Bizancio diluidos en su sangre antigua; pompas de Bizancio, aún coetáneas en el lujo y en el arte, predisponíanla ciertamente al amor; a aquel amor más deseado en lo extremo de su crueldad.
  Paolo era diestro en componer enigmas, que el gusto de la época había elevado a un puesto superior de literatura, empleándolos hasta en la correspondencia secreta y en las divisas del blasón. Su única falta consistía en usar, para los que componía a Francesca, el único doble tema de su hermosura y del amor.
  Los primeros pasos fueron tímidos, disimulando la intención en la vaguedad. El pergamino recuerda uno de aquellos juegos, cuya solución consistente en una palabra que tuviese sentido, recta o inversamente leída, daba la solución en legna angel.
  Cita igualmente uno, al que llama "la cruz de amor", así dispuesto:
 
  E    C   A   T   E
  N    E   M   E    A
  A   M   O   R   E
 
  F U   R   I     E
  I  M  E    N   E
 
  O este otro, en palabras angulares, que pueden ser leídas lo mismo de izquierda a derecha, que de arriba a abajo, y en el cual se precisa más el balbuceo del amor:
 
  A   M  A   I
  M   I   M  E
  A   M  O  R
  I    E  R   I
 
  O este último, del mismo carácter, y que el documento llama un enigma en V.
 
  A   N   I   M  E
  A   M   A   R  O
  C   U   O   R  E
  Pero vengamos a la tragedia.
  Habían llegado para Francesca los veintiséis años, la segunda primavera del amor, grave y ardorosa como un estío. Su decenio de padecer clamaba por una hora de dicha; y que es como el adiós amigo a la aturdida adolescencia; habíanla asaltado miedos de morir sin gustar una vez siquiera el ósculo redentor de toda su vida tan injustamente negra.
  Aquel otoño habíalos fraternizado más, en largas lecturas que eran vidas de santos, sangrientas de heroísmos y singularizadas por geografías montruosas; pero un día, aciago día, el malvado cuyos diez años de goce infernal exigían por fin el desenlace de la sangre, puso al alcance de sus penas la galante colección del Novellino.
  ¿Cuántas veces leyeron aquellas cien narraciones halladas por ahí, al azar, en una alacena? Quizá pocas, desde que tanto llegó a turbarlos la de Lanzarote del Lago.
  Fue en el balcón que abría sobre el poniente la alcoba de la castellana, durante un crepúsculo cuya divina tenuidad rosa empezaba a espolvorear, como una tibia escarcha, la vislumbre de la luna. Desde aquel piso, que era el segundo, se dominaba todo el paisaje condensado como un borrón de tinta bajo la luz lunar. Las densas cortinas obligábanlos a unirse mucho para aprovechar el escaso vano abierto sobre el cielo. Juntos en el diván, el libro unía sus rodillas y aproximaba sus rostros hasta producir ese rozamiento de cabellos cuya vaguedad eléctrica inicia el vértigo de la tentación. Sus pies casi se tocaban, compartiendo el escabel. Sobre la inmensa chimenea, una licorera bizantina que acababa de regalarlos con el delicioso licor de Zara, despedía en la sombra de la habitación el florido aroma de las guindas de Dalmacia.
  Ya no leían; y así pasaron muchas horas, con las manos tan heladas sobre el libro, que poco a poco se les fue congelando toda la carne. Sólo allá adentro, con grandes golpes sordos, los corazones seguían viviendo en una sombría intensidad de crimen. Y tantas horas pasaron, que la luna acabó por bañarlos con su luz.
  Galeoto fue el libro… –dice el poeta–. ¡Oh, no, Dios mío! Fue el astro.
  Miráronse entonces; y lo que había en sus ojos no era delicia, sino dolor. Algo tan distante del beso, que en ello cabía la eternidad. El alma de la joven asomábase a sus ojos deshecha en llanto, como una blanca nube que se vuelve lluvia al fresco de la tarde. ¡Y aquellos ojos, oh, aquellos ojos negros como dos golondrinas de la Pasión, qué sacrificio de ternura abismaban en el heroísmo de su silencio! ¡Ay, vosotros los que sólo en la dicha habéis amado, envidiad la tortura de esos amantes que, en el crepúsculo llorado por las esquilas, gozaban, padeciendo de amor, toda la poesía de las tardes amorosas, difundida en penas de navegantes, de ausentes y sentimentales peregrinos, como en el canto VIII del Purgatorio:
 
  Era già l'ora che volge il disio
  ai navicanti e 'ntenerisce il core
  lo di c'han detto ai dolci amici addio;
  e che lo novo peregrin d'amore
  punge, s'é ode squilla di lontano
  che paia il giorno pianger che si more.
 
  Pálidos hasta la muerte, la luna aguzaba todavía su palidez con una desoladora convicción de eternidad; y cuando el llanto desbordó en gotas vivas –lo único que vivía en ellos– sobre sus manos, comprendieron que las palabras, los besos, la posesión misma, eran nada como afirmación de amor, ante la dicha de haber llorado juntos. La luna seguía su obra, su obra de blancura y redención, más allá del deber y de la vida…
  Una sombra emergió de la trasalcoba, manchó fugazmente el pavimento de losas blancas y negras, se escabulló por la puertecilla que daba acceso al piso, y por él a la torre.
  Era el enano del castillo.
  Malatesta se hallaba en la torre por no sé qué consulta de astrología; pero todo lo abandonó, descendiendo la escalera interior hasta la planta donde estaba la alcoba de la castellana; aun debió correr para llegar a tiempo, pues era la pieza más distante de la torre.
  El éxtasis duraba aún; pero los ojos, secos ahora, brillaban como astros de condenación con toda la ponzoña narcótica de la luna. Aquella palidez desencajada tenía el hielo inconmovible de la fatalidad; y una pureza absoluta como la muerte los aislaba en la excepción de la vida.
  Materialmente, no habían pecado, pues ni a tocarse llegaron, ni a hablarse siquiera; pero el esposo vio en sus ojos el adulterio con tan vertiginosa claridad, con tal consentimiento de rebelión y de delito, que les partió el corazón sin vacilar un ápice. Y el pergamino le halla razón, a fe mía.
Fuente:
EDITORIAL  BABEL, 1924. BUENOS AIRES ARGENTINA.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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