CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
viernes, 21 de abril de 2017
MEMPO GIARDINELLI EL GÉNERO NEGRO ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA LITERATURA POLICIAL Y SU INFLUENCIA EN LATINOAMÉRICA. James Cain: El tercer hombre
James Cain: El tercer hombre
James Mallahan Caín (1892-1977) puede ser considerado, junto con Hammett y con Chandler, uno de los tres fundadores de la moderna novela negra.
De vida intensa y azarosa, cantante de ópera frustrado pero de sólidos conocimientos musicales, fue periodista en varios medios importantes de los Estados Unidos, y llegó a ser uno de los guionistas más destacados de Hollywood. Tuvo una larga vida (falleció a los 85 años de edad) y dejó una muy profunda huella en el género. Sobre todo desde su primera y para muchos insuperada novela El cartero siempre llama dos veces, verdadero clásico negro que fue llevado al cine en cuatro oportunidades desde su primera edición en 1934 y que puede ser considerada una de las obras fundacionales del género, equiparable en importancia a Cosecha roja o a cualquiera de las novelas de Chandler. Particularmente porque inaugura una de las vertientes más impactantes de la novelística negra: el punto de vista del criminal.
El cartero... narra la historia del frío y calculador Frank Chambers, quien se asocia pasionalmente con una mujer asombrosa, Cora, para matar al marido de ésta, un griego-americano ambicioso y bonachón: Nick Papadakis. Historia de pasión, violencia y traiciones, la tensión narrativa que en este texto logra Cain es ejemplar. Se diría que es una novela que tiene tensión e intensidad de cuento: la clase de texto que no se puede leer sino de una sentada y que deja el lector perturbado y con la boca reseca. Y es que en esas páginas, como dice Juan Martini en la presentación a la edición de Bruguera, queda claro que “no hay escapatoria del destino social, del rol que el sistema nos asigna según nuestra historia y según sus intereses”.
Pero no fue solo esta obra la que catapultó a la fama a Cain, quien fue además un reconocido guionista de Hollywood entre 1930 y 1947. En el período inmediatamente posterior a su arribo a los estudios cinematográficos, escribió lo mejor de su obra: a El cartero siempre llama dos veces le siguieron Pacto de sangre (1936) [83]; Una serenata (1937) [84]; El estafador [85] (1939) y Mildred Pierce (1941) [86]. Estas cinco novelas son las más logradas de Cain, las de su mejor período creativo, y en ellas se aprecia el narrador excepcional que fue: frío observador de triángulos amorosos y eximio conocedor de las pasiones humanas. Todas ellas son novelas carentes de detectives, los que cuando aparecen simplemente siguen el accionar de los personajes, casi todos seres mediocres y ambiciosos a los que el destino zarandea despiadadamente. Con un estilo seco, duro, de frases cortas y diálogos asombrosamente reales (alguna vez fueron calificados en Hollywood como “extremadamente brutales”), Cain fue el más digno contemporáneo de Hammett y Chandler.
En ese período de su obra, ha escrito Martini en su artículo “Moral por moral”, que sirve de presentación a El estafador, esas novelas “representan una trayectoria creativa de inolvidables aciertos, y alcanzan —en más de una ocasión— una belleza huidiza, una poesía vibrante, una capacidad de perturbación que, sustentadas en la violencia y el suspenso, crearon un estilo inconfundible y señalaron, con inapelable intuición, rumbos definitivos para la por entonces recién nacida novela negra”.[87]
Después del éxito de El cartero..., Cain se consolidó con otra obra que, llevada al cine, también devino clásico: Pacto de sangre —dirigida por Billy Wilder, con guión de Raymond Chandler y protagonizada por Fred McMurray, Barbara Stanwick y Edward G. Robinson. En esta novela, una vez más Cain coloca al crimen en el medio de un triángulo amoroso: el agente de seguros Walter Huff y la irresistible y seductora señora Nirdlinger entablan una relación irreparable en la que el cinismo y la crueldad parecen no tener límites. Los diálogos de Chandler, por cierto, son espectaculares.
Lo grande de la literatura de Cain parece estar en los climas que logra. Su violencia es casi naive: siempre aparenta un grado de casualidad que resulta asombroso porque combina —con incomparable eficacia— lo increíble con lo verosímil. Sus novelas carecen de sanguinolencias obvias y de bajos recursos; la suya es una violencia sutil, basada en la economía del lenguaje y en la acidez y fuerza de sus diálogos. El lector va sintiéndose involucrado poco a poco, merced a la perfecta construcción, el ritmo y el realismo de las situaciones.
Eso es lo que sucede, por ejemplo, con El estafador, historia en la que un empleado bancario de Los Ángeles organiza un original sistema para quedarse con ahorros de los clientes. Su mujer —un personaje inolvidable llamado Sheila— enloquece de pasión al supervisor Bennett, quien descubre el enredo pero también las desavenencias matrimoniales. El triángulo queda otra vez establecido, y aunque de las novelas de Cain probablemente sea ésta la de desenlace más débil, los ardores textuales y la ambición impiden hasta el final saber exactamente quién estafa a quién.
Una serenata es quizás la más lograda de todas las novelas de Cain. Sin dudas es la más profunda en cuanto a la indagación interior de los personajes, al punto que se constituye en un ejemplo narrativo de análisis psicológico. Transcurre casi totalmente en México, y traza el recorrido de un tenor en decadencia, de singular ambivalencia sexual (ama a una mexicana morena y hermosa pero no consigue olvidar una antigua experiencia homosexual), quien se sumerge en lo más rudo de sus propias miserias interiores. Hay en esta obra un nivel reflexivo no habitual en la literatura policiaca (no habitual en la Literatura, podría decirse), una delicadeza asombrosa en el planteamiento de la homosexualidad y un manejo del crimen casi exquisito. El arte taurino no está ausente de la trama, acaso porque esta novela es también un estudio sobre las obsesiones artísticas. La pasión del personaje por la ópera (aquí hay que recordar que el propio Cain fue un tenor frustrado y su madre había sido una famosa contralto) lo lleva a la destrucción de todo vestigio de su arte y, por ende, de su vida.
De Una serenata ha escrito el escritor italiano Elio Vittorini: “Los hechos, un delito, un crimen o lo que fuere, aparecen siempre como extremadamente inocentes, frescos y ligeros en su falsa inocencia. Es como si Cain ignorara que los hombres poseen, desde hace mucho tiempo, nombres para todo lo que hacen o sienten. Como si ignorara que se puede llamar a un hombre, por sus acciones, ladrón, asesino o criminal. Su tono es casi de estupor frente a los acontecimientos, pero ese estupor, con su aparente frescura, es terriblemente perverso y nunca ingenuo”. [88]
En cuanto a Mildred Pierce (titulada en Argentina El suplicio de una madre), no es una novela policiaca pero se inscribe perfectamente en la línea dura del análisis crítico de la sociedad norteamericana de los tiempos posteriores a la Gran Depresión. Es en este sentido que cabe, como toda la obra de Cain, en el género negro. La novela desarrolla un interesantísimo, fascinante estudio psicológico de una mujer californiana, dueña de una ambición blindada, que rehace su vida a partir de 1931 y lo hace a cualquier precio. Hay un seguimiento cronológico lineal de sus relaciones amorosas, comerciales y amicales, para desembocar en la constitución de una típica familia americana banalizada y sin más objetivo que la figuración social y el dinero.
Un año después de la edición de Mildred Pierce (o sea en 1942) Cain publicó El simulacro del amor, una novela que carece de la fuerza de las anteriores y que significó de hecho su última producción específicamente negra. Es la historia de un trepador, Ben Grace, que se ve envuelto en una serie de traiciones, vínculos con el hampa y —una vez más— típicos tríos amorosos. [89]
A partir de entonces, puede afirmarse que la producción de Cain se ablandó notablemente. Desaparecieron la violencia y el crimen de sus textos, y se dedicó al romance costumbrista, acaso exigido por el éxito que tenían sus libros, pues por entonces Cain ya era considerado como uno de los hitos vivientes de la literatura norteamericana.
De todos modos volvió al género algunos años después, en 1975, con Rainbow's End, en castellano Al final del arco iris [90]. Es ésta una novela bastante débil —la historia de un joven que vive con su madre en un paraje de Ohio, donde cae un avión que ha sido secuestrado por un tipo que tiene cien mil dólares y a una azafata como rehén— que no tuvo la repercusión de sus obras iniciales.
A comienzos de los años 80 del siglo pasado, cuando Cain estaba en el ocaso de su vida literaria, apareció en los Estados Unidos una bien documentada biografía suya escrita por Royy Hoopes. [91] Este libro pareció destinado a ser tan importante como la biografía que de Chandler escribiera Frank MacShane, y permitió profundizar en la vida de este notable y contradictorio escritor que alguna vez fue definido por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares como “tal vez el más genuino representante de la escuela norteamericana de tough writers, quien sobresale en la invención y descripción de caracteres brutales y de situaciones de apasionada violencia".
En un artículo de la revista norteamericana The Nation, del 12 de marzo de 1983, el crítico Gary Giddins ubica a Cain como "parte indeleble de la historia literaria norteamericana”. Dice que el éxito logrado por Cain en 1934, cuando tenía 42 años, "carece virtualmente de precedentes en los anales de los best-sellers" y permitió considerarlo, para siempre, como el más importante autor de la Gran Depresión (donde se lo puede ubicar junto a autores de la talla de Steinbeck, Fitzgerald y otros).
Cain escribió un total de dieciocho novelas y según su biógrafo fue un hombre bastante envanecido por el éxito, primero como periodista (trabajó en el diario The Sun de Baltimore y el American Mercury, y también colaboró en las más prestigiosas revistas literarias, entre ellas World, New Yorker y The Atlantic Monthly) y luego como escritor consagrado.
Nacido en Annapolis, Maryland, su padre era presidente de un colegio universitario y su madre una ex cantante de ópera. Él mismo fue un fanático de la lírica, a la que nunca pudo dedicarse, en parte porque desde que llegó a Nueva York se vinculó a uno de los zares periodísticos de la época (Walter Lippmann) quien contribuyó a consagrarlo como uno de los mejores editorialistas de los años 20. Antes había combatido en la Primera Guerra Mundial, durante la cual fue editor de la revista de su regimiento: The Lorraine Cross.
En 1930 llegó a Hollywood, contratado como scriptwriter (guionista). Allí se quedó diecisiete años y ahí fue donde Alfred Knopf (uno de los más importantes editores norteamericanos) aceptó a regañadientes su primera novela, la misma que lo haría famoso y que ayudaría a llenar las cuentas bancarias de la Editorial Knopf.
Bebedor asiduo, Cain se casó cuatro veces y jamás dejó de escribir por lo menos cinco horas diarias. El éxito le permitió dedicarse exclusivamente a la literatura, pero solo a partir de sus 56 años. Eso fue en 1948, cuando se casó por cuarta vez (naturalmente, dada su obsesión operística, con la soprano Florence Macbeth) y volvió a su Maryland natal. Ya tenía dinero y la decisión de no hacer nada más que escribir; y estaba desilusionado de Hollywood, donde había intentado crear una especie de sindicato de escritores. Paradójicamente, opina Giddins, “nunca más fue capaz de escribir un buen libro”.
La “Biografía” de Hoopes se detiene en esta época de la vida de Cain, en una vasta recopilación de cartas y en el rescate de sus memorias inéditas. Ahí parece quedar en evidencia el desorden interior de este autor que vendía millones de ejemplares pero que casi siempre estaba endeudado y falto de dinero. Entre los datos curiosos de esta biografía figura el de que buena parte de sus guiones en Hollywood los escribió en colaboración con Daniel Mainwaring, seudónimo de Geoffrey Homes, otro de los buenos autores del género negro.
Paradójicamente, cuando abandonó el género negro y su literatura se volvió “seria”, la obra de Cain perdió el vigor original. Juan Martini ha opinado que “los devaneos del éxito precipitaron la producción de Cain hacia un declive quizás no tan pronunciado como intrascendente”. Lo cual no quita que su ciclo negro —aquellas cinco primeras, memorables novelas—, alcance para sostenerlo para siempre como uno de los tres más grandes escritores del género.
miércoles, 19 de abril de 2017
MEMPO GIARDINELLI EL GÉNERO NEGRO ORÍGENES Y EVOLUCIÓN DE LA LITERATURA POLICIAL Y SU INFLUENCIA EN LATINOAMÉRICA
ADDENDA A LOS APUNTES SOBRE LA NOVELA DE MISTERIO (EXTRACTOS)
1.-La perfecta historia detectivesca no puede ser escrita. El tipo de mente que pueda desarrollar un problema perfecto no es el tipo de mente que pueda producir el trabajo artístico de la escritura.
2.-El camino más efectivo para concebir un simple misterio es hacerlo detrás de otro misterio. Pero eso es prestidigitación literaria. Esto es volver loco al lector, a lo Christie, haciéndolo resolver un problema equivocado.
3.-Se ha dicho que "a nadie le importa el cadáver". Pero esto es palabrería. Significa tirar a la basura un elemento valioso. Es como decir que la muerte de tu tía no te importa más que la muerte de un desconocido.
4.-Los diálogos petulantes y pretenciosos nunca son agudos.
5.-Un misterio seriado no puede hacer una buena novela de misterio. Las novelas por entregas basan su éxito en que el lector no puede leer el siguiente capítulo enseguida. En forma de libro, estos cortes dan el efecto de un falso suspenso e irritan al lector.
6.-Los asuntos amorosos siempre debilitan una novela de misterio, porque si se ha creado suspenso esto es antagónico y no complementario para resolver el problema. Los asuntos amorosos que interesan a este trabajo son aquellos que complican el problema porque agregan dudas al detective, pero los cuales al mismo tiempo uno como lector siente que no sobrevivirán a la historia. Un verdadero buen detective nunca se casa; él ha perdido las esperanzas y eso es parte de su encanto.
7.-El hecho de que el amor interese en las grandes revistas y en los guiones cinematográficos no hace que esto sea artístico. Las revistas no se interesan por los cuentos de misterio como un arte; no se interesan por ninguna escritura como arte.
8.-El héroe de las historias policiacas es el detective. Todo hace a su personalidad. Si su detective no tiene personalidad, usted creó uno muy pequeño. Y así tendrá muy pocas buenas historias de misterio. Naturalmente.
9.-El criminal nunca puede ser el detective. Esta es una vieja regla. Por esta razón: el detective por tradición y definición es el buscador de la verdad. Y es una amplia garantía para el lector que el detective siempre esté en su lugar.
10.-La misma imposición debe aplicarse en las historias en primera persona en que el narrador es el criminal. Personalmente, creo que las narraciones en primera persona pueden ser acusadas de deshonestidad, porque posibilitan la supresión del razonamiento del detective al tiempo que solo dan cuenta de sus palabras y actos. El detective toma decisiones que no se dan a conocer al lector: dice los hechos pero no explica lo que esos hechos producen en su mente. ¿Es esto una convención permisible o es fraude? Para mí es fraude, porque el lector debe llegar al desenlace junto con el detective.
11.-El asesino nunca debe ser un loco. El asesino no es tal si no ha cometido asesinato en el sentido legal.
12.-Hemos dicho que no hay posibilidad de perfección absoluta en las obras de misterio. Por la razón que dimos en la primera nota y por otra: la actitud del lector consigo mismo. Hay lectores de todas clases y de muchos niveles de cultura: está el adicto al enigma, que establece una competencia entre su agudeza y la del escritor, y si él adivina la solución se siente ganador; está el lector que solo se interesa en sus sensaciones de sadismo, crueldad, sangre y muerte (algo de esto hay en todos); una tercera clase es el lector “preocupado-por-los-personajes", al que no le preocupa mucho la solución; la cuarta clase es la más importante, y es el intelectual literario que lee estas novelas porque éstas son casi las únicas clases de ficción que no le quedan grandes. Estos lectores saborean el estilo, las caracterizaciones, los vaivenes de la trama y demás virtuosidades mucho más que la solución. Pero usted no puede satisfacer a todos los lectores. Yo, como lector, casi nunca trato de encontrar la solución al misterio. Simplemente, no considero importante la lucha entre el escritor y el lector. Para ser franco, creo que esa lucha es un entretenimiento para tipos de mentalidad inferior.
13.-Se ha sugerido que toda ficción depende, en cierta forma, del suspenso. Pero la técnica del suspenso es una cualidad del escritor. Responde más bien a esa curiosa dualidad psicológica en la mente del lector, que le permite preocuparse por lo que hay escondido detrás de la puerta pero a la vez sabiendo que el héroe o la heroína no morirán. ¿Qué es lo que crea este efecto? De las muchas posibles razones, yo sugiero dos: la inteligencia y las emociones funcionan en niveles distintos. La reacción emocional ante las imágenes visuales y los sonidos, o las evocaciones ante las descripciones literarias, son independientes del razonamiento. El primitivo elemento del miedo nunca está lejos de la superficie de nuestros pensamientos; cualquier cosa que lo llame puede derrotar a la razón por un rato. La otra razón es que en cualquier tipo de literatura u otras proyecciones la parte siempre es más determinante que el todo. La escena que el lector tiene ante sus ojos es la que domina sus pensamientos. Es al final que el libro, visto como un todo, será recordado y considerados sus méritos, pero durante la lectura el factor dominante es el capítulo.
martes, 18 de abril de 2017
JORGE LUIS BORGES. Sur, Buenos Aires, Año I, N° 4, primavera de 1931.
NUESTRAS IMPOSIBILIDADES
Esta fraccionaría noticia de los caracteres más inmediatamente afligentes del argentino, requiere una previa limitación. Su objeto es el argentino de las ciudades, el misterioso espécimen cotidiano que venera el alto esplendor de las profesiones de saladerista o de martiliero, que viaja en ómnibus y lo considera un instrumento letal, que menosprecia a los Estados Unidos y festeja que Buenos Aires casi se pueda hombrear con Chicago homicidamente, que rechaza la sola posibilidad de un ruso incircunciso y lampiño, que intuye una secreta relación entre la perversa o nula virilidad y el tabaco rubio, que ejerce con amor la pantomima digital del serióla, que deglute en especiales noches de júbilo, porciones de aparato digestivo o evacuativo o genésico, en establecimientos tradicionales de aparición reciente que se denominan parrillas, que se vanagloria a la vez de nuestro idealismo latino y de nuestra viveza porteña, que ingenuamente sólo cree en la viveza. No me limitaré pues al criollo: tipo deliberado ahora de conversador matero y de anecdotista, sin obligaciones previas raciales. El criollo actual —el de nuestra provincia, a lo menos— es una variedad lingüística, una conducta que se ejerce para incomodar unas veces, otras para agradar. Sirva de ejemplo de lo último el gaucho entrado en años, cuyas ironías y orgullos representan una delicada forma de servilismo, puesto que satisfacen la opinión corriente sobre él... El criollo, pienso, deberá ser investigado en esas regiones donde una concurrencia forastera no lo ha estilizado y falseado —verbigracia, en los departamentos del norte de la República Oriental. Vuelvo, pues, a nuestro cotidiano argentino. No inquiero su completa definición, sino la de sus rasgos más fáciles.
El primero es la penuria imaginativa. Para el argentino ejemplar, todo lo infrecuente es monstruoso —y como tal, ridículo. El disidente que se deje la barba en tiempo de los rasurados o que en los barrios del chambergo prefiere culminar en galera, es un milagro y una inverosimilitud y un escándalo para quienes lo ven. En el sainete nacional, los tipos del Gallego y del Gringo son un mero reverso paródico de los criollos. No son malvados —lo cual importaría una dignidad—; son irrisorios, momentáneos y nadie. Se agitan vanamente: la seriedad fundamental de morir les está negada. Esa fantasmidad corresponde a las seguridades erróneas de nuestro pueblo, con tosca precisión. £50, para el pueblo, es el extranjero: un sujeto imperdonable equivocado y bastante irreal. La inepcia de nuestros actores, ayuda. Ahora, desde que los once compadritos buenos de Buenos Aires fueron maltratados por los once compadritos malos de Montevideo, el extranjero an sicb es el uruguayo. Si se miente y exige una diferencia con extranjeros irreconocibles, nominales ¿qué no será con los auténticos? Imposible admitirlos como una parte responsable del mundo. El fracaso del intenso film Hallelujah ante los espectadores de este país —mejor, el fracaso de los espectadores extensos de este país ante el film Hallelujah— se debió a una invencible coalición de esa incapacidad, exasperada por tratarse de negros, con otra no menos deplorable y sintomática: la de tolerar sin burla un fervor. Esa mortal y cómoda negligencia de lo inargentino del mundo, comporta una fastuosa valoración del lugar ocupado entre las naciones por nuestra patria. Hará unos meses, a raíz del lógico resultado de unas elecciones provinciales de gobernador, se habló del oro ruso; como si la política interna de una subdivisión de esta descolorida república, fuera perceptible desde Moscú, y los apasionara. Una buena voluntad megalomaníaca permite esas leyendas. La completa nuestra incuriosidad efusivamente delatada por todas las revistas gráficas de Buenos Aires, tan desconocedoras de los cinco continentes y de los siete mares como solícitas de los veraneantes costosos a Mar del Plata, que integran su rastrero fervor, su veneración, su vigilia. No solamente la visión general es paupérrima aquí, sino la domiciliaria, doméstica. El Buenos Aires esquemático del porteño, es harto conocido: el Centro, el Barrio Norte (con aséptica omisión de sus conventillos), la Boca del Riachuelo y Belgrano. Lo demás es una inconveniente Cimeria, un vano paradero conjetural de los revueltos ómnibus La Suburbana y de los resignados Lacroze.
El otro rasgo que procuraré demostrar, es la fruición incontenible de los fracasos. En los cinematógrafos de esta ciudad, toda frustración de una expectativa es aclamada por las venturosas plateas como si fuera cómica. Igual sucede cuando hay lucha: jamás interesa la felicidad del ganador, sino la buena humillación del vencido. Cuando, en uno de los films heroicos de Sternberg, hacia un final ruinoso de fiesta, el alto pistolero Bull Weed se adelanta sobre las serpentinas muertas del alba para matar a su crapuloso rival, y éste lo ve avanzar contra él, irresistible y torpe, y huye de la muerte visible —una brusca apoteosis de carcajadas festeja ese temor y nos recuerda el hemisferio en que estamos. En los cinematógrafos pobres, basta la menor señal de agresión para que se entusiasme el público. Ese disponible rencor tuvo su articulación felicísima en el imperativo ¡sufra!, que ya se ha retirado de las bocas, no de las voluntades. Es significativa también la interjección ¡toma!, usada por la mujer argentina para coronar cualquier enumeración de esplendores —verbigracia, las etapas opulentas de un veraneo—; como si valieran las dichas por la envidiosa irritación que producen. (Anotemos —de paso— que el más sincero elogio español es el participio envidiado.) Otra suficiente ilustración de la facilidad porteña del odio la ofrecen los cuantiosos anónimos, entre los que debemos incluir el nuevo anónimo auditivo, sin rastros: la afrentosa llamada telefónica, la emisión invulnerable de injurias. Ese impersonal y modesto género literario, ignoro si es de invención argentina, pero sí de aplicación perpetua y feliz. Hay virtuosos en esta capital que sazonan lo procaz de sus vocativos con la estudiosa intempestividad de la hora. Tampoco nuestros conciudadanos olvidan que la suma velocidad puede ser una forma de la reserva y que las injurias vociferadas a los de a pie desde un instantáneo automóvil quedan generalmente impunes. Es verdad que tampoco el destinatario suele ser identificado y que el breve espectáculo de su ira se achica hasta perderse, pero siempre es un alivio afrentar. Añadiré otro ejemplo curioso: el de la sodomía. En todos los países de la tierra, una indivisible reprobación recae sobre los dos ejecutores del inimaginable contacto. Abominación hicieron los dos; su sangre sobre ellos, dice el Levítico. No así entre el malevaje de Buenos Aires, que reclama una especie de veneración para el agente activo—porque lo embromó al compañero. Entrego esa dialéctica fecal a los apologistas de la viveza, del alacraneo y de la cachada, que tanto infierno encubren.
Penuria imaginativa y rencor definen nuestra parte de muerte. Abona lo primero un muy generalizable artículo de Unamuno sobre La imaginación en Cocbabamba; lo segundo, el incomparable espectáculo de un gobierno conservador, que está forzando a toda la república a ingresar en el socialismo, sólo por fastidiar y entristecer a un partido medio.
Hace muchas generaciones que soy argentino; formulo sin alegría estas quejas.
Sur, Buenos Aires, Año I, N° 4, primavera de 1931.
domingo, 16 de abril de 2017
CHARLES BAUDELAIRE EDGAR A. POE: SU VIDA Y SUS OBRAS.
CHARLES BAUDELAIRE
(PRIMERA ENTREGA).
EDGAR A. POE: SU VIDA Y SUS OBRAS
…algún maestro desventurado a quien la inexorable fatalidad ha perseguido encarnizada, cada vez más encarnizada, hasta que sus cantos no tengan más que un solo estribillo, hasta que los cantos fúnebres de su Esperanza hayan adoptado este melancólico estribillo: "¡Nunca! ¡Nunca más!"
(Edgar A. Poe: El cuervo.)
En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
(Théophile Gautier: Tinieblas.)
I
En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte» escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado. ¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar, condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas; perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su condenación.
Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.
Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada. ¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido, después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar Allan Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio. Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía con un estilo demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo— vampiro ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes, que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa, su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil, envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material, anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe, que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna, como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same, y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar tanto tiempo.
Fuente:
Librodot.com
sábado, 15 de abril de 2017
ZAMA. Antonio di Benedetto.
Estando una ocasión en la Soda Guevara
(una sodita ubicada frente a la entrada principal de la Universidad de
Costa Rica, sodita hoy desaparecida y que, en mis años universitarios
frecuentábamos todos aquellos que nos iniciábamos como escritores), se
me acercó un amigo y me recomendó ZAMA, del escritor Antonio Di
Benedetto. !Una joya! El ritmo lento, pausado, las imágenes, el estilo
sin barroquismo de Di Benedetto me conmovieron y desde aquel momento soy
su más fiel seguidor y admirador.
Hoy deseo rendir un humilde homenaje a
este escritor no tan famoso como los escritores del boom pero, tan
grande como cualquiera de ellos. !Ya he comentado en otras oportunidades
que LA CRÍTICA LITERARIA DEL BOOM LATINOAMERICANO DESCALIFICÓ
INJUSTAMENTE a grandes escritores entre ellos a: MANUEL MUJICA LAÍNEZ,
ANTONIO DI BENEDETTO y otros más. Pienso, es hora que la NUEVA CRÍTICA
LITERARIA los coloque en un sitial de HONOR como se merecen.
***
(Fragmento. Novela. Zama).ZAMA
Antonio di Benedetto
1790 A las víctimas de la espera
Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.
Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron dónde están, un cuarto de legua arriba.
Entreverada entre sus palos, se manea la porción de agua del río que entre ellos recae.
Con su pequeña ola y sus remolinos, sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que el no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono, El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y no.
Con ser tan mansa, cuidábame de la naturaleza de esta tierra, porque es infantil y capaz de arrobarme y en la lasitud semides-pierta me ponía repentinos pensamientos traicioneros, de esos que no dan conformidad ni, por tiempos, sosiego. Hacía que me diese conmigo en cosas exteriores, en las que, si a ello me resignaba, po-día reconocerme.
Esos temas quedaban sólo para mí, excluídos de la conversa-ción con el gobernador y con todos, por mi escasa o nula facilidad para hacer amigos íntimos con quienes explayarme. Debía llevar la espera -y el desabrimiento- en soliloquio, sin comunicarlo. Como me lo decía ese a veces insolente Ventura Prieto, que se me arrimó aquella tarde, por cierto que no buscándome, sino yendo al azar. Consideraba que en esta tierra llana, yo parecía estar en un pozo. Me lo dijo una vez y más de una, lo dijo a otros, descuidándose de lo que todos sabían: que fui gallo de riña o al menos dueño de re-ñidero.
Apareció precisamente cuando me entretenía el mono y se lo enseñe, para distraerlo y atajar que me preguntara qué esperaba ahí. Y él, Ventura Prieto, que era inferior a mí, caviló un momento, como sí buscara el medio de apabullarme en materia de curiosida-des y descubrimientos. Luego me refirió una de esas que él llamaba investigaciones y yo ignoro si lo eran pero que, por sospechosas de insinuar comparación, me desconcertaban, dejándome repercusio-nes que podían superar lo sufrible.
Dijo que hay un pez en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vai-vén dentro de ellas; pero de un modo más penoso, porque está vi-vo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quie-re arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia y aunque siempre están en peligro de ser arrojados del seno del río, tanto que nunca se les encuentra en la parte central del cauce, sino en los bordes, alcanzan larga vi-da, mayor que la normal entre los otros peces. Sólo sucumben, dijo también, cuando su empeño les exige demasiado y no pueden pro-curarse alimento.
Yo había seguido con viciada curiosidad esta historia que no creí. Al considerarla, recelaba de pensar en el pez y en mí a un mismo tiempo. Por eso invité a Ventura Prieto a que regresáramos y retuve mis opiniones.
Procuré ocupar la cabeza en el motivo de mi caminata, en el he-cho de que yo esperaba un barco, y si un barco entraba, en él po-dría llegar algún mensaje de Marta y de los niños, aunque ella y ellos no vinieran, ni nunca hubiesen de venir.
viernes, 14 de abril de 2017
ANNE RICE. BELINDA.
ANNE RICE. BELINDA.
Reseña:
Una novela erótica y controvertida de seducción y obsesión. Belinda es la última fantasía, objeto de deseo de cabellos dorados, fresca y desinhibida. Pero a Jeremy Walker, de 44 años de edad, guapo y famoso ilustrador de libros para niños, Belinda es una pasión prohibida, a la vez seductora y encantadora.
Anne Rice es una escritora norteamericana, cuyo éxito internacional le llegó gracias a una serie de novelas sobre vampiros llamada Las crónicas vampíricas. Ha publicado bajo diversos seudónimos como Anne Rampling o A.N. Roquelaure. Nacida en Nueva Orleans con el nombre de Howard Allen O'Brien, se mudó a San Francisco, donde conoció a su marido Stan Rice y asistió a la universidad. Vivió en Berkley hasta 1988 donde vivió el movimiento hippie de los años setenta. Su primera novela de éxito fue Entrevista con el vampiro (1976), libro que fue llevado al cine posteriormente por el director Neil Jordan, Brad Pitt y Tom Cruise. La reina de los condenados (1988) también fue adaptada al cine, aunque con peor suerte. Ha escrito desde entonces más de 28 novelas que han vendido unos 100 millones de ejemplares en todo el mundo. Las novelas de vampiros de Anne Rice retratan una sociedad vampírica secreta y se centran en las relaciones personales de los personajes, siempre con una fuerte carga de erotismo homosexual. Tras la muerte de su marido y de varios fracasos editoriales, Anne Rice decide volver al redil de la Iglesia Católica en 1998, anunciando que no escribiría más sobre temas sobrenaturales y que se consagraba por completo a glosar la palabra del señor con sus nuevos libros. Durante años ha recibido miles de cartas para que continuara Las crónicas vampíricas o su serie de Las Brujas de Mayfair (1990-1994), pero Anne Rice sólo ha publicado desde su anuncio libros acerca de la vida de Jesucristo, como su último trabajo publicado en España, Camino a Caná. Actualmente vive en el desierto de California, donde escribe su próxima novela The kingdom of Heaven.
***
(Fragmento. Capítulo 1). Belinda. NOVELA.
I
El mundo de Jeremy Walker
1
L
o primero que me vino a la mente cuando la vi en la librería fue: «¿Quién será?» Jody, la publicista, la señaló y me dijo:
—Mira allí tienes una admiradora entusiasta. —Y añadió—: La rubita.
Rubio era ciertamente el cabello que le caía sobre los hombros. Pero ¿quién era ella en realidad?
Pensé fotografiarla, pintarla, tocar sus sedosos muslos desnudos bajo la cortita falda plisada de colegio católico. Sí, pensé en todo eso, debo admitirlo. Hubiera querido besarla, saber si su piel era tan suave como me parecía en aquel momento, como la de un bebé.
Sí, estaba allí desde el principio, me di cuenta en cuanto me miró con una sonrisa incitante y llena de experiencia que hizo que sus ojos fueran, por un momento, los de una mujer.
Llevaba zapatos planos y con cordones, bolso colgado al hombro y calcetines blancos que le cubrían la pantorrilla. Tenía que ser una alumna de colegio privado, arrastrada por la cola que se formaba fuera de la librería, mientras trataba de ver qué estaba sucediendo.
Sin embargo, algo extraño en ella me hacía suponer que debía tratarse de «alguien». No era su porte necesariamente, ni la manera en que estaba de pie con los brazos cruzados, mirando con tranquilidad cuanto sucedía en la presentación del libro. La juventud de hoy día parece haber heredado ese aire, que es tan enemigo suyo como lo fue la ignorancia de mi generación.
A pesar de la arrugada blusa estilo Peter Pan que llevaba y del jersey anudado con desenvoltura en torno a los hombros, ella tenía un resplandor que hacía que pareciese recién salida de Hollywood. Su piel estaba demasiado homogéneamente dorada por el sol (habida cuenta de sus sedosos muslos y de que llevaba una falda muy corta) y su cabello largo y suelto era casi del color del platino. Se había aplicado lápiz de labios con mucho cuidado, y muy probablemente con la ayuda de un pincel. Todo ello hacía que sus ropas escolares se convirtieran en una especie de disfraz elegido con esmero.
Podía muy bien haber sido una niña actriz, desde luego, o una modelo de las que yo había fotografiado a menudo y que podían comercializar su imagen juvenil hasta los veinticinco o los treinta años. Ciertamente no le faltaba belleza. Tenía los labios carnosos, algo fruncidos, como los de un niño de pecho. Tenía la imagen perfecta. Dios mío, era preciosa.
Sin embargo, esta observación tampoco me parecía correcta. De cualquier manera ella se me antojaba demasiado mayor para ser una de las pequeñas lectoras de mis libros que, acompañadas de sus madres, se agolpaban ahora a mi alrededor. Aun así, no tenía la sensación de que fuese lo bastante mayor para formar parte de mis fieles lectoras adultas, que con suaves y avergonzadas disculpas seguían comprando todas mis nuevas obras.
No, ella no encajaba bien allí. Y a mí, bajo la suave iluminación eléctrica que a la luz del día reinaba en la abarrotada librería, me parecía estar viendo a un ser imaginario, una alucinación.
Parecía haber algo inmaterial en ello, y sin embargo ella era muy real, quizá más de lo que yo lo haya sido nunca.
Me obligué a mí mismo a no mirarla fijamente. Tenía que seguir escribiendo en los ejemplares de En busca de Bettina, según me los iban dejando a mano las chiquillas con las caritas levantadas.
«Para Rosalind, la del precioso nombre», «Para Brenda, la de las lindísimas trenzas» o «Para la bonita Dorothy, con mis mejores deseos».
—¿Es cierto que usted también escribe los diálogos de las historias?
Sí, claro.
—¿Hará usted más libros sobre Bettina?
Lo intentaré. Pero éste es el séptimo. ¿Acaso no son suficientes? ¿Qué crees tú?
—¿Bettina es una chica real?
Lo es para mí, ¿y para ti?
—¿Hace usted también los dibujos del programa del sábado por la mañana de Charlotte?
No, los hace la gente de televisión. Aunque deben esmerarse en hacerlos iguales a los míos.
Hacía mucho calor para ser San Francisco, aun así la cola llegaba hasta la puerta y, según me comentaron, incluso hasta la esquina. En San Francisco nadie está preparado para el calor. Me volví para ver si ella seguía en el mismo lugar. Sí, allí estaba. Y de nuevo sonrió de aquella manera reservada que no admitía discusión.
Venga, Jeremy, pon atención en lo que estás haciendo, no defraudes a todo el mundo. Dedícale una sonrisa a cada una. Escúchalas.
Aparecieron dos niñas más, salidas del colegio; llevaban pintura al óleo en las sudaderas y en los tejanos, y traían el enorme libro El mundo de Jeremy Walker, que había sido publicado en Navidad.
Cada vez que veía el ostentoso volumen me sentía confuso, pero ¡cuánto había significado! Un gran testimonio, después de tantos años, cuyo contenido no sólo estaba repleto de soberbias comparaciones con Rousseau, Dalí y hasta con Monet, sino también lleno de análisis mareantes.
«Desde el principio el trabajo de Walker ha trascendido la mera ilustración. Aunque sus pequeñas protagonistas sugieren en un primer momento la dulzura sacarosa de Kate Greenaway, el complejo entorno en que se hallan las hace tan originales como el desasosiego que producen.»
Hacer que alguien pague cincuenta dólares por un libro me parece obsceno.
—Sabía que era usted un artista desde que tenía cuatro años..., solía recortar las páginas de sus dibujos, las enmarcarba y las colgaba en la pared.
—Gracias.
—Valen cada penique que he pagado. Vi su obra en la Rhinegold Gallery de Nueva York.
Sí, Rhinegold siempre ha sido bueno conmigo, hacía exposiciones de mi trabajo cuando todo el mundo decía que yo no pasaba de ser un autor para niñas. El bueno de Rhinegold.
—Cuando el Museo de Arte Moderno esté dispuesto a admitir...
Es el viejo dicho, ya se sabe. Cuando haya muerto. (No hay que mencionar el trabajo expuesto en el Centre Pompidou de París. Eso sería demasiado arrogante.)
—Quiero decir que vaya porquerías consideran ellos que son trabajos serios. ¿Ha visto usted?
Sí, porquerías, tú lo has dicho.
No dejes que se vayan con la idea de que no soy como esperaban que fuera, haz como si no hubieras oído lo que murmuraban sobre «sensualidad velada» y «luz y sombra». Esto refuerza el ego, no cabe duda. Todos los actos de firma de libros lo hacen. Aunque también sea un purgatorio.
Se acercó otra madre joven con dos copias ajadas de ediciones antiguas. A veces he acabado firmando más ejemplares de viejas ediciones que de la recientemente aparecida y bien dispuesta en pilas sobre las mesas de la entrada.
Naturalmente, cada vez me llevo a toda esa gente metida en la cabeza cuando me voy a casa, la tengo presente en el estudio en cuanto cojo el pincel. Están tan presentes como las paredes.
Las quiero. Sin embargo, tenerlas frente a frente me resulta siempre muy penoso. Prefiero leer las cartas que me llegan de Nueva York en dos paquetes cada semana y mecanografiar cuidadosamente las respuestas en soledad.
Querida Ginny:
Sí, todos los juguetes que aparecen en las escenas de la casa de Bettina se hallan en la mía, es cierto. Y las muñecas que dibujo son antiguas, aunque los viejos trenes Lionel pueden comprarse todavía en muchas tiendas. Quizá tu madre puede ayudarte a encontrarlos, etc.
—No podía irme a dormir a menos que ella estuviera leyéndome Bettina.
Gracias, sí, gracias. No sabes cuánto significa para mí oírte decir eso.
El calor ya estaba resultando insoportable. Jody, la bonita publicista de Nueva York, me susurró al oído:
—Dos libros más y se habrán agotado.
—¿Quieres decir que ya puedo emborracharme?
Se oyó una sonrisa reprensora. A mi lado, una jovencita de cabellos negros me miraba con una expresión de lo más transparente; tanto podía ser de miedo como de vacío. Jody me pellizcó el brazo.
—Sólo era una broma, querida. ¿Te he dedicado ya el libro?
—Jeremy Walker nunca bebe —dijo la madre, que estaba a su lado, con una sonrisa irónica pero franca. Se oyeron más risas.
—¡Se han agotado los libros! —indicó el dependiente haciendo un gesto con las manos—. ¡Agotados!
—¡Vámonos! —dijo Jody, cogiéndome del brazo con fuerza. Y acercando sus labios a mi oído, añadió—: Para tu información han sido mil ejemplares.
Otro empleado se ofreció para ir a la esquina a por más ejemplares, a Doubleday; de hecho, ya estaba alguien llamándole.
Me di la vuelta. ¿Dónde estaba mi chica rubia? La tienda iba quedándose vacía.
—Diles que no lo hagan, que no traigan más libros. No puedo firmar ninguno más.
La rubita se había ido. Pero yo no la había visto moverse de su sitio. Me vi escudriñando el lugar, buscando un parche de tartán en la muchedumbre, el sedoso cabello del color del maíz. Nada.
Con mucho tacto, Jody estaba diciendo a los dependientes que íbamos a llegar tarde a la fiesta del editor en el Saint Francis. (Se trataba de la gran fiesta que daba la American Booksellers Association en honor de la editorial.) No podíamos llegar tarde.
—La fiesta..., había olvidado que teníamos que asistir —dije. Hubiese deseado aflojarme la corbata pero no lo hice. Cada vez que se publicaba uno de mis libros, me juraba a mí mismo que asistiría a firmarlos vestido con un suéter y con el cuello de la camisa desabrochado, y que por supuesto gustaría igual a todo el mundo, pero nunca me decidía a hacerlo. Así que ahora me hallaba atrapado en medio de una ola de calor con mi chaqueta de paño de lana y mis pantalones de franela.
—¡Se trata de la fiesta en la que puedes emborracharte! —susurró Jody, mientras me empujaba hacia la puerta—. ¿De qué te quejas?
Cerré los ojos durante unas décimas de segundo tratando de visualizar a la muchacha rubia tal como era: con los brazos cruzados y apoyada en el mostrador de los libros. ¿Había estado masticando chicle? Recuerdo sus labios rosados, del color de los caramelos de fresa.
—¿Es necesario ir a la fiesta?
—Oye, mira, habrá muchos otros autores en ella.
Lo cual significaba que estaría Alex Clementine, el autor y también estrella de cine de esta temporada (y mi gran amigo), así como Ursula Hall, la reina de los libros de cocina, y también Evan Dandrich, el autor de novelas de espionaje. Es decir, los supervendedores. Los pequeños autores respetables y los que escribían cuentos cortos no aparecerían por ningún lado.
—Puedes limitarte a estar.
—¡A estar yéndome a mi casa, por ejemplo!
Fuera era mucho peor, el olor de la gran ciudad se elevaba desde las aceras de un modo poco habitual en San Francisco, y un cierto aire viciado soplaba entre los edificios.
—Podrías hacerlo incluso dormido —comentó Jody—. Son los mismos reporteros de siempre, los mismos columnistas.
—¿Entonces por qué asistir siquiera? —pregunté. Aunque conocía bien la respuesta.
Llevaba diez años colaborando con Jody en ese tipo de asuntos.
Habíamos pasado de aquellos primeros tiempos, en los que prácticamente nadie quería entrevistar a un autor de libros para niños y hacer promoción significaba una o dos dedicatorias en alguna tienda infantil, a la locura de las últimas presentaciones, en que cada libro aparecido traía consigo peticiones de entrevistas en programas de televisión y radio, charlas sobre las películas de dibujos animados en producción, artículos intelectuales en las revistas; y la pregunta incansablemente repetida: ¿Cómo se siente al tener libros infantiles en las listas de los libros más vendidos para adultos?
Jody siempre había trabajado mucho, al principio obteniendo publicidad y ahora tratando de protegerme de ella. No estaría bien desaparecer si ella deseaba que asistiera a esa fiesta.
Atravesamos la Union Square con su sucio asfalto, sorteando los acostumbrados grupitos de turistas y vagos, bajo un cielo de luminiscencia descolorida.
—Ni siquiera tienes que hablar —dijo ella—. Sonríe y deja que coman y se tomen sus copas. Tú siéntate en un sofá. Tienes los dedos manchados de tinta. ¿Has oído hablar alguna vez de los bolígrafos?
—Querida mía, le estás hablando a un artista.
Me asaltó un sentimiento de tristeza y de pánico a la vez cuando volví a pensar en la chica rubia. Si pudiera ir a mi casa ahora, probablemente podría pintarla o por lo menos trazar un esbozo antes de que los detalles desaparezcan como por encantamiento. Había algo en su nariz, su naricita respingona, y en la forma de sus labios llenos y pequeños. Tal vez serían así durante toda su vida, y bien pronto llegaría a odiarlos, pues sin duda ansiaba parecer una mujer hecha y derecha.
¿Pero quién era ella? Como si hubiera una respuesta concreta, me hacía de nuevo la pregunta. Era posible que la fascinación tan fuerte que emanaba crease siempre una sensación de reconocimiento. Alguien que debía conocer, con quien debía de haber soñado o de quien siempre había estado enamorado.
—Estoy muy cansado —comenté—. Será este maldito calor, no pensé que acabaría cansándome tanto.
La verdad es que me sentía agotado, incapaz de sonreír y deseoso de cerrarle sencillamente la puerta a todo.
—Bueno, pues deja que los demás sean el centro de atención. Ya conoces a Alex Clementine. Mantendrá a todo el mundo hipnotizado.
Sí, es bueno que Alex esté allí. Y todo el mundo ha dicho que la historia que ha escrito sobre la vida en Tinseltown es maravillosa. Desearía poder apartarme de todos e irme con Alex, encontrar un rincón en el bar y respirar tranquilo, pero a Alex le gustan mucho estas fiestas.
—Quizá tenga una segunda oportunidad.
Según avanzábamos hacia Powell Street una bandada de palomas se lanzó en nuestra dirección. Un hombre que llevaba muletas quería dinero suelto. Una especie de mujer fantasma llevaba un ridículo casco plateado con las alas de Mercurio y cantaba suavemente una espantosa canción con un amplificador casero. Alcé la mirada y vi el viejo edificio del hotel, siniestro e impasible, con su fachada gris como el carbón y sus torres elevándose con toda limpieza por detrás.
Me vino a la memoria una especie de vieja historia de Hollywood que me había contado Alex Clementine sobre el actor de cine mudo Fatty Arbuckle, que había lastimado a una jovencita en este hotel: un escándalo de alcoba que sucedió en un tiempo anterior al nuestro y que arruinó la carrera de aquel hombre. En este momento, Alex debía de estar contando esa historia unos pisos más arriba. Seguro que no dejaría pasar la oportunidad de hacerlo.
Un trolebús abarrotado pitó a los taxis que estaban interfiriendo en su camino y nosotros atravesamos precipitadamente la calle por delante de él.
—Jeremy, sabes que puedes estirarte durante unos minutos, descansar los pies y cerrar los ojos, entre tanto yo te llevaré un poco de café. De hecho hay una habitación disponible allí arriba, la suite presidencial.
—De modo que puedo dormir en la cama del presidente —le dirigí una sonrisa—. Creo que te haré caso.
Me gustaría haber captado el modo en que su rubio cabello bajaba hacia los hombros formando un triángulo de bucles. Creo que en parte lo llevaba recogido atrás, aunque tenía muy buena caída y espesor. Estoy convencido de que ella creía que era demasiado rizado y eso es lo que me habría respondido si yo le hubiese dicho lo bonito que lo tenía. Aunque todo aquello se refería a la apariencia. ¿Qué decir de la tormenta en mi corazón cuando vi su mirada? Con tantas caras vacías a derecha e izquierda, vislumbré un hogar en aquellos ojos. ¿Cómo podría yo reproducir eso?
—Una buena siesta presidencial y te sentirás perfectamente para la cena.
—¿Cena? ¡No me hablaste de ninguna cena!
Me dolía el hombro. Y también la mano. Había dedicado mil libros. Estaba mintiendo y lo sabía muy bien. Se me había avisado de todo.
Fuimos tragados por la dorada penumbra del vestíbulo del Saint Francis y alcancé a oír el inevitable ruido de la muchedumbre mezclándose con los débiles compases de una orquesta. Enormes columnas graníticas se remontaban hasta sus capiteles corintios. Se oía la porcelana y la plata. Se percibía el aroma de un recipiente lleno de flores caras. Todo parecía moverse, los dibujos de la moqueta incluidos.
—No me hagas eso —me estaba diciendo Jody—. Le diré a todo el mundo que estás molido, yo hablaré por los dos.
—Sí, cuéntalo todo tú, sea lo que sea.
¿Y no hay nada nuevo que contar? ¿Cuántas semanas lleva ya el libro en la lista de superventas del New York Times? ¿Es cierto que yo tengo una buhardilla llena de pinturas que nadie ha visto nunca? ¿Habrá pronto alguna exhibición en un museo? ¿Qué me dices de las dos obras expuestas en el Centre Pompidou? ¿Me apreciaban más los franceses que los americanos? Y por supuesto habría que hablar del enorme libro publicado sobre mi obra, así como de las diferencias entre el programa matinal del sábado de Charlotte y las películas animadas que probablemente iban a realizarse en Disney. Y sin duda harían la pregunta que más me irritaba: ¿Qué hay de nuevo o diferente en el último libro, En busca de Bettina?
Nada. Ése es el problema. Absolutamente nada.
El temor estaba creciendo dentro de mí. No puedes decir las mismas cosas quinientas veces sin acabar como un muñeco abandonado. La cara y la voz se te vuelven mortecinas, y ellos lo saben. Además se lo toman como algo personal. Últimamente había dejado escapar alguno de esos comentarios inoportunos. La semana anterior estuve a punto de decirle a un entrevistador que me importaba un bledo el programa de los sábados por la mañana de Charlotte, ¿por qué tuvo que hacer que me sintiera avergonzado?
Bueno, catorce millones de jovencitas miran el programa y Charlotte es mi creación. ¿Entonces de qué estaría yo hablando?
—¡Oh!, no mires ahora —susurró Jody—, pero ahí está de nuevo tu entusiasta admiradora.
—¿Quién?
—La rubita. Está esperándote junto a los ascensores. Me libraré de ella.
—¡No, no lo hagas!
Allí estaba, desde luego, apoyada contra la pared como por casualidad, igual que junto al mostrador de libros. Pero, en cambio, esta vez llevaba uno de mis libros bajo el brazo y un cigarrillo en la otra mano, al que le dio una corta calada, despreocupadamente, como una chiquilla callejera.
—Vaya por Dios, ha robado ese libro, sé que lo ha hecho —afirmó Jody—. Ha estado por allí toda la tarde y no ha comprado nada.
—Déjalo —le respondí con un hilo de voz—. No somos la policía de San Francisco.
Acababa de apagar el cigarrillo en la arena del cenicero y se dirigía hacia nosotros. Llevaba en la mano el libro La casa de Bettina; se trataba de un ejemplar nuevo de un viejo título. Lo debí de escribir en la época en que ella nació. No quise pensar en ello. Apreté el botón del ascensor.
—Hola, señor Walker.
—Hola, señorita rubia.
De su boquita de niña pequeña salió una voz suave que se parecía a la de una mujer adulta y que me trajo a la mente el chocolate líquido, el caramelo, todas las cosas deliciosas. Me resultaba muy difícil de soportar.
Sacó su pluma de un bolso de piel como los de correos.
—Tuve que comprar éste en otra tienda —explicó. Sus ojos eran de un increíble color azul—. Los de la presentación se agotaron antes de que me diera cuenta.
¡No es una ladrona, lo ves! Cogí la pluma de su mano. Sin ningún éxito intentaba situar su voz geográficamente. Escogía las palabras como si fuera británica, pero no tenía acento inglés.
—¿Cómo te llamas, señorita rubia? ¿O quizá debo escribir «señorita rubia»?
Tenía pecas en la nariz y un ligero toque de máscara gris en las pestañas. De nuevo aparecía su destreza. Los labios pintados de un rosa color chicle, perfecto en su pequeña boca besucona. Y vaya sonrisa. ¿Todavía respiro?
—Belinda —respondió—. Pero no tiene que escribir nada. Sólo firme con su nombre. Eso será suficiente.
Seguía con su aplomo, utilizando palabras moduladas y espaciadas con regularidad, para hacer más clara la articulación. La fijeza de su mirada me dejaba pasmado.
Ahora me parecía tan joven... Si no fuera porque a cierta distancia no cabía duda de su edad, en esos momentos me parecía una niña. Acerqué la mano para acariciarle el cabello. Nada ilegal en este gesto, creo. Aun teniéndolo espeso, cedió bajo mi mano como si estuviera lleno de aire. Además tenía hoyuelos, exactamente dos y pequeños.
—Muy amable de su parte, señor Walker.
—Es un placer, Belinda.
—He oído decir que iba usted a venir aquí. Espero que no le haya molestado.
—De ninguna manera, querida. ¿Quieres venir a la fiesta?
¿Había dicho yo eso?
Jody me lanzó una mirada de incredulidad. Mantenía abierta la puerta del ascensor.
—Claro, señor Walker, si usted quiere que vaya.
Sus ojos eran azul marino, entonces lo vi. No podrían ser de otro color. Dirigió la mirada hacia el ascensor de cristal, tras de mí. Tenía huesos pequeños y la postura erguida.
—Por supuesto que quiero —repliqué. Las puertas silbaron al cerrarse—. Es una fiesta para la prensa y estará llena de gente.
Todo muy oficial, como se ve, yo no abuso en absoluto de los niños, y nadie va a llenarse las manos al coger tus preciosos cabellos. Cuyas mechas de color amarillento, de no ser tan claras de manera natural, no serían del color del platino.
—Creía que estabas agotado —dijo Jody.
El ascensor comenzó a elevarse y a atravesar silenciosamente el techo del viejo edificio permitiendo que viéramos a nuestro alrededor la ciudad hasta la bahía, con tanta claridad que resultaba sobrecogedor. La Union Square se iba quedando más y más pequeña.
Cuando bajé la vista vi que Belinda me estaba mirando, y al dirigirme otra vez una sonrisa, de nuevo aparecieron sus hoyuelos por un segundo.
Con la mano izquierda sostenía el libro cerca de sí. Y con la derecha cogió otro cigarrillo corto del bolsillo de su blusa. Llevaba un paquete azul de Gauloises totalmente arrugado.
Busqué mi encendedor.
—No hace falta, mire —dijo, dejando que el cigarrillo colgara de su labio y cogiendo una caja de cerillas de su bolsillo con la misma mano.
Conocía el truco. Pero no creía que ella fuese a hacerlo. Con una mano abrió la caja de cerillas, cogió una, la dobló, cerró la caja y frotó la cerilla con el pulgar.
—¿Lo ve? —añadió, al tiempo que acercaba la llama al cigarrillo—. Lo he aprendido hace poco.
Me eché a reír. Jody, vagamente sorprendida, se quedó mirándola.
Y yo no podía dejar de reírme.
—Sí, está muy bien —dije—. Lo has hecho perfectamente.
—¿Eres lo bastante mayor como para fumar? —le preguntó Jody, y dirigiéndose a mí, añadió—: No creo que tenga edad suficiente para fumar.
—Dale un respiro —la espeté—. Vamos a una fiesta.
Belinda estaba todavía mirándome y se deshacía en risitas entrecortadas sin el más mínimo sonido. Acaricié de nuevo su cabello y el pasador que lo sujetaba hacia atrás.
Era un pasador grande y plateado. Tenía suficiente cabello como para dos personas. Hubiera querido acariciar su mejilla, sus hoyuelos.
Entonces ella miró hacia abajo, mientras el cigarrillo volvía a colgar de su labio, y metiendo la mano en el amplio bolso sacó unas enormes gafas de sol.
—No creo que sea lo bastante mayor como para fumar —repetía Jody—. Además, no debería fumar en el ascensor.
—Pero si no hay nadie más que nosotros.
Belinda llevaba las gafas puestas cuando se abrieron las puertas.
—Ahora estás en lugar seguro —le dije—. Nadie va a reconocerte.
Me lanzó una corta mirada sorprendida. Bajo la montura cuadrada de las gafas, su boca, sus mejillas y aquella piel tan tersa me parecían todavía más adorables.
No podía soportarlo.
—Nunca se es demasiado precavido —reconoció sonriente.
Mantequilla, así era su voz, como mantequilla derretida, que a mí me gusta más que el caramelo.
La sala estaba abarrotada y llena de humo. La profunda voz de actor de cine de Alex Clementine podía oírse por encima del resto de conversaciones. La reciente reina de los libros de cocina, Ursula Hall, estaba siendo totalmente acosada. Tomé el brazo de Belinda y, al tiempo que respondía al saludo de unos y otros, me abrí paso a empujones en dirección al bar. Pedí un whisky con agua y ella me susurró que quería lo mismo. Decidí correr el riesgo.
Sus mejillas se veían tan llenas y suaves que hubiese querido besarlas y también su boca de azúcar.
Llévatela a una esquina, pensé, y dale conversación hasta que memorices cada detalle y así puedas pintarla más tarde. Dile que eso es lo que estás haciendo y ella lo entenderá. No hay nada lascivo en querer pintarla.
El hecho es que podía estar viéndola ya en las páginas de un libro, y su nombre provocaba en mi mente un encadenamiento de palabras que tenían que ver con un viejo poema de Ogden Nash: «Belinda vivía en una pequeña casita blanca...» Se sujetó las gafas y su fino brazalete de oro emitió un destello. Los cristales de las gafas eran de un rosa lo bastante claro como para dejarme ver sus ojos. En el brazo un ligero bello blanquecino resultaba prácticamente invisible. Miraba a su alrededor como si no le gustara estar allí, y al poco comenzó a atraer las inevitables miradas. ¿Cómo podía alguien evitar mirarla? En un gesto que demostraba lo incómoda que se sentía, bajó la cabeza. Por vez primera me fijé en sus pechos bajo la blusa blanca, bastante grandes por cierto. El cuello de la camisa se abrió ligeramente y pude entrever su piel morena...
Pechos en un bebé como ella, imagínate.
Cogí las dos bebidas. Era mejor apartarse de la vista del camarero antes de darle a ella su vaso. Ahora deseaba haber pedido ginebra. No había modo de simular que las que llevaba eran bebidas refrescantes.
Alguien me tocó el hombro. Era Andy Fisher, columnista del Oakland Tribune y viejo amigo. Yo tenía problemas para no derramar las dos bebidas.
—Sólo quiero saber una cosa, una sola —dijo, mientras le dirigía una mirada a Belinda—. ¿Acaso te gustan los niños?
—¡Qué chistoso eres, Andy! —Belinda se estaba alejando y yo la seguí.
—Te lo pregunto en serio Jeremy, nunca me lo habías dicho, ¿de verdad te gustan los niños? Eso es lo que quiero saber...
—Pregúntale a Jody, Andy. Jody lo sabe todo.
Capté una mirada de Alex a través del gentío.
—En el piso duodécimo de este mismo hotel —estaba diciendo Alex—, y ella era un verdadero encanto de jovencita; se llamaba Virginia Rappe. Y, por supuesto, Arbuckle era famoso por estar bebido en circunstancias como...
¿Dónde demonios estaba Belinda?
Alex se volvió, me vio mirándole y me saludó. Le devolví un breve saludo. Pero había perdido a Belinda.
—¡Señor Walker!
Allí estaba ella. Me hacía señas desde la puerta, indicándome un pequeño pasillo. Parecía que estuviera escondiéndose. De nuevo alguien me había cogido por la manga, se trataba de un columnista de Hollywood que me desagradaba bastante.
—¿Qué hay de la posible película, Jeremy? ¿Has cerrado el trato ya con Disney?
—Eso parece, Barb. Pregúntale a Jody, ella lo sabe. Aunque puede que no sea con Disney, probablemente será con Rainbow Productions.
—He visto esa pequeña dedicatoria dulzona que te han escrito esta mañana en el Bay Bulletin haciéndote la pelota.
—Pues yo no.
Belinda me dio la espalda, se fue con la cabeza gacha.
—Bien, pues he oído que la negociación para la película ha naufragado. Creen que eres demasiado difícil, que tratas de enseñar a dibujar a sus artistas.
—Estás equivocado, Barb. —Que te den morcilla, Barb—. No me importa lo más mínimo lo que hagan.
—El artista concienzudo.
—Por supuesto que lo soy. Los libros son para siempre. Ellos pueden quedarse con las películas.
—Por el justo precio, tengo entendido.
—Y por qué no, me gustaría saberlo. ¿Pero por qué pierdes el tiempo con esto, Barb? Puedes seguir escribiendo tus mentiras habituales sin necesidad de oír la verdad de mis labios, ¿no?
—Creo que estás un poco bebido para participar en una fiesta publicitaria, Jeremy.
—No estoy bebido en absoluto, ése es el problema.
Sólo hacía falta que me diera la vuelta para que ella desapareciese.
Belinda se acercó y tiró de mi brazo. Gracias, querida. Nos dirigimos hacia el otro lado del pequeño corredor. Había un par de baños juntos y una habitación que, según pude ver por la puerta abierta, tenía su propio baño. Ella miró hacia su interior y después en dirección a mí; sus ojos eran oscuros y decepcionantemente adultos tras los cristales rosa. En ese momento podría haber sido una mujer, salvo por las gafas rosa que hacían juego con los labios de caramelo de fresa.
—Escucha, quiero que creas lo que voy a decirte —le dije—. Quiero que comprendas que soy sincero.
—¿Sobre qué?
Otra vez los hoyuelos. Su voz hacía que desease besarla en el cuello.
—Quiero hacer tu retrato —proseguí—, única y exclusivamente pintarte. Me gustaría que vinieras a mi casa. No hay nada más en ello, te lo juro. He utilizado modelos en innumerables ocasiones. Me las envían agencias especializadas. Me gustaría pintarte...
—¿Por qué no debería creerle? —preguntó, casi con una carcajada. Pensé que se repetirían las risitas del ascensor—. Lo sé todo sobre usted, señor Walker, he leído sus libros toda mi vida.
Con su ajustada falda plisada, que mostraba los muslos desnudos por encima de las rodillas, y balanceando las caderas, se dirigió a la habitación que tenía la puerta abierta. Me deslicé tras ella, manteniendo una corta distancia, sin dejar de mirarla. Su cabello era largo y le cubría la espalda.
El sonido de fondo se iba amortiguando y el aire resultaba un poco más fresco. Un muro de espejos producía la sensación de un espacio increíblemente grande.
Se volvió hacia mí.
—¿Puedo coger mi whisky? —preguntó.
—Naturalmente.
Dio un pequeño sorbo y miró de nuevo a su alrededor. Entonces se quitó las gafas, las metió en el bolso abierto y volvió a mirarme. Me pareció que sus ojos nadaban en la luz de las tenues lámparas y en los reflejos que hacían en los espejos.
La habitación, llena de telas y almohadones, me pareció excesivamente recargada; además parecía extenderse hacia el infinito a través de los espejos. No había ángulos en ningún sitio. La luz era suave como una caricia. La cama cubierta con satén dorado parecía un gran altar. Las sábanas eran sin duda suaves y frescas.
Apenas advertí en qué momento había dejado el bolso y apagado el cigarrillo. Volvió a sorber el whisky sin parpadear. No estaba disimulando. Tenía una calma extraordinaria. No creo siquiera que supiese que la estaba observando.
De pronto me invadió una tristeza que seguramente tenía que ver con su juventud, con lo bonita que se la veía bajo cualquier tipo de luz y con el hecho de que al parecer a ella no le importaba la iluminación que hubiera. Me di cuenta de lo viejo que yo era, y de que toda la gente joven, hasta la más anodina, había comenzado a parecerme hermosa.
No sabía a ciencia cierta si aquello era una bendición o todo lo contrario. Sólo sé que me entristecía. No quería pensar en ello. Y tampoco quería estar allí con ella. Era demasiado.
—¿Así que vendrás a casa, entonces? —pregunté.
Ella no respondió.
Se fue hacia la puerta, la cerró y dio la vuelta al pestillo; el ruido de la fiesta simplemente desapareció. Se quedó de pie apoyada en la puerta y tomó otro sorbo de su bebida. No sonrió ni soltó más risitas. Lo único que había allí eran sus pequeños y adorables labios besucones, sus ojos de mujer adulta y sus pechos presionados bajo la blusa de algodón.
Sentí cómo mi corazón se cerraba de repente. A continuación me subió un doloroso calor a las mejillas y un cambio de engranajes me convirtió de hombre en animal. Me pregunté si ella tenía la más remota idea de aquella transformación, si cualquier jovencita podía en realidad saberlo. De nuevo pensé en Arbuckle. ¿Qué había hecho? Había arrancado y hecho trizas las ropas de la predestinada y sorprendida Virgina Rappe, o algo parecido. Había destrozado su carrera, probablemente en menos de quince minutos...
Su cara era tan fervorosa como inocente. Sus labios estaban húmedos por el whisky.
—No me hagas esto, querida —dije entonces.
—¿Así que no quieres? —preguntó.
Dios mío. Creí que fingiría no entenderme.
—Esto no es demasiado inteligente —repuse.
Tenía la certeza absoluta de que no iba a ponerle la mano encima. Con cigarrillo o sin él, con whisky o sin whisky, ella no era ninguna chica de la calle. Las perdidas no eran así; no, de ningún modo. Yo sólo había recurrido a ellas alguna vez en mi vida, lo había hecho en las pocas ocasiones en que el deseo y la oportunidad se habían unido con más calor de lo que yo hubiera deseado. La vergüenza nunca desaparecía, y la que sentiría ahora habría de ser insoportable.
—Vamos, querida, abre la puerta —le insté.
No hizo nada. No podía imaginar qué le estaría pasando por la cabeza. La mía parecía estar abandonándome. De nuevo volvía a mirar sus pechos, sus calcetines tan ajustados a la pantorrilla. Hubiese querido quitárselos, como se desprende la piel de un fruto. Bueno, exactamente creo que debe decirse destriparlos. No quería pensar en Fatty Arbuckle. No se trata de asesinato, sólo es sexo. ¡Ella tendrá unos dieciséis años! No, sólo es otro apartado del código criminal, eso es todo.
Ella puso su vaso sobre la mesa y se me acercó despacio. Levantó los brazos, los puso alrededor de mi cuello y sentí sus suaves mejillas de niña junto a mi cara, sus pechos contra mi pecho, mientras entreabría sus acaramelados labios.
—¡Oh! Mi rubita —susurré.
—Belinda —replicó quedamente.
—Mmmmmm... Belinda.
La besé. Levanté su falda plisada y deslicé las manos hacia sus muslos, que eran tan finos como su cara. Sentí bajo las braguitas de algodón sus nalgas prietas y suaves.
—Vamos —me dijo al oído—. ¿No deseas hacerlo antes de que vengan y lo estropeen todo?
—Querida...
—Cómo me gustas.
Fuente:
Título: Belinda
Anne Rice
Título original: Belinda
Traducción de Lourdes Ribes
Editorial: Ediciones B
ISBN: 9788498725452
Maquetación ePub: teref
jueves, 13 de abril de 2017
Acerca de Los sonámbulos HERMANN BROCH O EL PACIFISTA IRÓNICO.
Mondadori
Acerca de Los sonámbulos
HERMANN BROCH O EL PACIFISTA IRÓNICO
Como una piel contraída por la invasión súbita del frío exterior ante el sobresalto interior, Viena despertó estremecida —pero crepuscularmente lúcida— ante el impacto atronador, y gaseado, de la Primera Guerra europea. El siglo XX iniciaba en su caso el paradigma del principio y el fin de una era que en su espacio urbano e intelectual materializaba las líneas de T. S. Eliot: «In my Beginnig is my End, in my End is my Beginning». Viena había capitalizado la ensoñación patricia europea, concentrada en el ámbito centrooriental del Viejo Continente: once nacionalidades, etnias variadas y confesiones religiosas de difícil o quimérica convivencia. Bajo el imperio, o la inercia latente de un poder con la sola fuerza de su declive, la armonía de un mundo con tres ciudades imperiales (Praga y Budapest además de las que asumía una titularidad hipotecada) no era sino el presentimiento de su desintegración. Roto, o transformado si se prefiere, el mundo no era ya el mítico y paterno-familiar del nombre de Francisco José —sesenta y ocho años de mando, con bastón, y no de mando los últimos—; las nuevas realidades iban a imponerse. Para el vienés, esa figura que concentra avances científicos, preocupación minuciosa por el lenguaje y conciencia de la crisis que en los cambios mismos de su espacio se manifiesta, el latido de la alarma supone un llamamiento irrenunciable a la reflexión. Las ambiciones de poder y sus resabios iban a redibujar con sus tropelías, o a restablecer con sus reivindicaciones, un mapa que seguiría quebrando y recosiendo a lo largo del siglo XX las costuras de unas fronteras tan lábiles como lo requirieran la tensión y el tesón —o el empecinamiento— de sus identidades. Hermann Broch —un «autor a pesar suyo» (Dichter wider Willen), como lo definió su amiga Hannah Arendt— vivió práctica y literariamente como ingeniero y hombre de empresa hasta pasar a su vocación artística, el clima humanístico de Viena, pero también la vanidad de sus varias correcciones oficiales, el exceso de ornamentación como disfraz de su vacío. En su ensayo sobre «Hofmannsthal y su tiempo» (incluido en Poesía e investigación, Barcelona, Barral, 1974), traza un diagnóstico preciso y elocuente al respecto. El sentido crítico que revelan las páginas en torno al gran poeta y su ciudad, escritas hacia el final de su vida en Estados Unidos, presidía ya las líneas de su trilogía Los sonámbulos. De 1888 a 1918, y al frágil amparo del Romanticismo, sitúa en la Prusia finisecular, y en las conflictivas zonas industriales de Alemania, el teatro de unas circunstancias y personajes representativos de un común escenario germánico. No descuida algún paraíso provisional contemplativo, y aun abismático, para mostrar el lado de sombra que gravita en sus desapoderados protagonistas, y les confiere un relieve superior que ellos mismos ignoran. La especulación a propósito de paisajes mentales (que parecen ávidos de hablar al alma) y el registro de las realidades de un capitalismo sin contemplaciones, con progresos tan evidentes como sus crímenes, conforman esta trilogía. Hermann Broch, vienés, sensible, auscultador de los vientos del espíritu, dialoga narrativamente con el lector, y lo sitúa en una Alemania predominante y aglutinadora que por su experiencia empresarial conocía bien. Los sonámbulos conforman una reflexión ejemplar para comprender, más allá de las geografías estrictas del texto, el devenir de una Europa que, después de 1945 —con Dachau y Auschwitz y Coventry y Dresde—, parece, sobre todo, una promesa incumplida.
LLUÍS IZQUIERDO
Barcelona, Sant Vicenç de Montalt,
marzo de 2006
miércoles, 12 de abril de 2017
Roberto Bolaño. Contradicciones.
El escritor y poeta chileno, Roberto Bolaño. EL MUNDO
HEMEROTECA LITERARIA.
Una decena de amigos y escritores recuerdan al autor de '2666'
ANA CABANILLASSantander
@anacabs
23/07/2016 11:59
Roberto Bolaño (1953-2003) colgó en su obra los desgarros de una vida poco dichosa. Su éxito llegó cuando él mismo comenzaba a desvanecerse: una contradicción más, como él mismo lo fue. El escritor y poeta chileno, hoy considerado una de las grandes voces de la literatura latinoamericana, obtuvo el reconocimiento poco antes de su muerte, con el Premio Herralde de novela (1998) y el galardón Rómulo Gallegos (1999).
Un final de desaliento, un desenlace no del todo feliz, como el que en vida arrojó a su prosa. Esta semana, una docena de personalidades literarias le han rendido homenaje al mito en el encuentro Roberto Bolaño: Estrella distante, organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y la Fundación Chile España. A través de textos, correspondencias y la memoria de quienes le conocieron, reconstruyeron a un Bolaño de contrastes siempre fuera de lugar. Un escritor chileno que murió en Barcelona, pero que hasta en su patria se sintió extraño.
"Roberto estuvo siempre a la contra, pero no lo hacía de un modo gratuito", relata el poeta Bruno Montané, que mantuvo con él una estrecha amistad. "Él creía que la literatura era un campo de batalla como la vida misma. No un lugar de paz, como la muerte, sino de conflicto vital", resumió el coetáneo, que conoció a Bolaño en México, donde el autor de Estrella distante vivió durante ocho años hasta su traslado a Barcelona en 1977.
"Por entonces era un chico que se leía y escribía obras de teatro, ni siquiera escribía novela ni poesía", cuenta Montané, que también fue testigo de la "fogata" que Bolaño prendería más tarde para acabar con el rastro de su obra teatral: "Es muy malo, ni siquiera es representable", aseguró el autor en su día. "Fue una especie de ritual para marcar el fin de una cosa y el comienzo de otra", medita Montané.
La dureza de este gesto acompañó a su obra y a su persona. "Era capaz de hacerte sentir como una pulga en mitad del mar; un mal humor que fue remitiendo de un modo sano y extraño", recuerda su amigo de juventud, en quien se inspiró Bolaño para el personaje de Felipe Müller en la novela Los Detectives Salvajes. También fue con Montané con quien fundó el movimiento infrarrealista en su etapa mexicana, una corriente que desafiaba los patrones literarios y políticos del momento y que reivindicaba la cotidianidad desde la vanguardia.
El desafío al oficialismo se tradujo en su aversión a los críticos. "No le interesaba la interpretación especializada, lo que le gustaba era la literatura viva, el proceso de escribir", cuenta Wilfrido H. Corral, Profesor de Literatura Latinoamericana de la Universidad chilena de Playa Ancha. "Hay quienes le llaman 'autodidacta' para desautorizarlo, pero no se dan cuenta de que la formación no siempre tiene que ver con la escritura. Es subestimar su capacidad para interpretar la vida", destaca Corral.
La violencia y la crudeza son el mar de fondo en la obra de Bolaño. "Lo horrible es que la violencia es latente, está contenida hasta que estalla", observa Dunia Gras Miravet, amiga de Bolaño y profesora de la Universidad de Barcelona del área de Literatura Latinoamericana.
El conflicto que rodea a su obra también pobló su existencia; una suerte de supervivencia diurna, con trabajos como el de vigilante de seguridad o vendedor de bisutería. Los galardones que ganaba eran bautizados por él mismo como "premios bisonte, con los que sobrevivía la larga travesía del invierno", detalla Gras. Su lucha diaria contrastaba con las noches de desvelo y de entrega a la lectura. "La tranquilidad de la noche fue su única droga; disfrutaba de ese tiempo apacible y definitivo que daba la noche", cuenta Montané.
A esta quietud, que dio nombre a Nocturno de Chile, una de sus obras más traducidas, se unía su aislamiento social, que el mismo Bolaño narra en Llamadas telefónicas, donde describe su primera época en Gerona: "En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. (...) Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar".
El aislamiento y la nocturnidad, además de su peculiar carácter, le forjaron la imagen de un autor maldito. Una percepción que se hizo mito con su muerte temprana, a los 50 años, por unas causas que profundizan la leyenda: "Murió de una enfermedad hepática, diagnosticada en 1992", explica Gras, que quiere desmontar una de las fábulas que envuelven al escritor chileno: "Esta enfermedad se relaciona con el alcohol y los excesos, pero nada más lejos: Roberto bebía manzanilla, pero no la de jerez, sino la infusión".
La dulcificación final de Bolaño tuvo un punto de inflexión: el nacimiento de su primer hijo y el diagnóstico de su enfermedad. El escritor, hasta entonces centrado en la poesía, decide dedicarse a la novela para dejar un legado económico a su familia. Así, dejó 2666, publicada después de su muerte y una de las más novelas reconocidas del autor. Entre las obras inéditas, destaca El espíritu de la ciencia ficción, que verá la luz el próximo otoño.
La enfermedad, además de ser el detonante de viraje literario, fue una constante en su vida. "Él contaba que desde niño tuvo una salud frágil", cuenta la escritora y traductora Menchu Gutiérrez, que define la poesía como "su tabla de salvación" ante la enfermedad que le permitía "la reflexión del tiempo que caduca, de un tiempo efímero". Una poesía que invadió también la narrativa, donde "unas veces ponía las vísceras encima de la mesa, y otras cargaba la pluma con formol". La antítesis que describe a la vez al autor y a su obra, en un viaje en que Bolaño quiso emparejar ficción y realidad para cumplir sus máximas, ahora revividas la poeta que le guarda homenaje: "Él decía que, en la literatura contemporánea, aunque se equivocara, tenía que emprender siempre grandes aventuras".
Entre lo viejo y lo nuevo
Una vez en España, un joven Roberto Bolaño escribió una carta pidiendo consejo a Enrique Lihn, otra de las grandes figuras de la literatura chilena y ya por entonces consagrado. El intercambio postal, que se prolongó entre 1980 y 1983 con un total de 14 cartas, representa el diálogo que mantuvieron literatura tradicional y rupturismo. Algo que llegó en "un contexto definitivo para los comienzos de Bolaño y los finales de Enrique Lihn", afirma el paisano y amigo del chileno, el escritor Roberto Brodsky. Pese a sus distintas posiciones, ambos tenían algo en común: "El exilio permanente como estrategia narrativa", apunta Brodsky, al ser Lihn "un exiliado en casa propia". Situaciones cruzadas que hicieron que, "en distintos momentos de ficción y realidad, el uno fuera el otro". Los dos autores nunca llegaran a conocerse personalmente, aunque Bolaño, en el relato Encuentro con Lihn, vuelve a volcarse en la ficción, describiendo un mejorado Lihn que por entonces ya había fallecido.
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