martes, 14 de marzo de 2017

Dashiell Hammett: realismo, épica, violencia y posmodernidad. Mempo Giardinelli.


 Dashiell Hammett:
 realismo, épica, violencia y posmodernidad

En obvia contraposición a la novela policial negra, la policial "blanca" sería aquella que se ocupa de asuntos alejados de la realidad y evita referirse a las tensiones sociales, descontextualizando a los personajes del mundo contradictorio en que viven. Como toda literatura escapista, propone modelos sociales conservadores: los personajes se mueven en ambientes aristocráticos y elitistas, y las causas del crimen siempre están mediatizadas ya que en estas novelas solo interesa establecer el “cómo fue" y no el “por qué”.
    En la ficción policial contemporánea el detective “ha dejado de encarnar la razón pura”, dice Piglia. Si en la vertiente clásica era un aficionado o un aristócrata que en sus ratos de ocio resolvía casos de jardineros desleales o mayordomos intrigantes, en la novela negra es “un profesional, alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo”. El detective es ahora un hombre que se mete en la acción, la protagoniza realmente y “antes que descubrimientos, produce pruebas". Tiene además una moral propia, y aunque no pretende constituirse en un modelo moral, su ética y su idealismo son su capital irrenunciable. “En Chandler —escribe Piglia— todos están corrompidos, menos Marlowe: profesional honrado que hace bien su trabajo y no se contamina, parece una idealización urbana del cowboy”. [51]
    Claro que con posterioridad se llegó al abuso de este modelo literario, y es evidente que el cine y la televisión contribuyeron a bastardearlo. Pero esta es una nueva forma de abordaje a la interrogación de nuestro tiempo. Y no se trata solo de honestidad o incorruptibilidad. Se trata de la locura de la sociedad industrial moderna, en la que la gente ya no se pregunta por qué mata y en algunas sociedades vive haciendo todo lo posible para evitar que la maten. De ahí, acaso, el hecho original de que en el género negro no siempre son protagonistas los detectives, como en los casos paradigmáticos de Un asesino anda suelto (de Gil Brewer) [52], El cartero siempre llama dos veces (de James Cain) [53], o Corre, hombre de Chester Himes [54], que son extraordinarias novelas negras sin detective.
    Con este género se instala también una posibilidad estética diferente, en la que la realidad ni está por debajo ni supera a la ficción. La ficción es sencillamente verista; la realidad se cuenta como ficción. Por eso esta narrativa resulta tan cuestionadora como subversiva: porque tiene que ver con el tiempo en que vivimos y con este mundo en el que uno sabe que sale a la calle pero no sabe si regresará ni en qué estado. Hoy el crimen no es un juego matemático de deducción e ingenio, como proponía Conan-Doyle. Es obvio que las hazañas del inspector Hércules Poirot, de su colega Maigret y aun del borgeano Isidro Parodi fueron perdiendo precisamente aquello que trajo, refrescante, la novela negra norteamericana: la verosimilitud, la posibilidad de que en la literatura los lectores vean aludida su propia realidad. La verosimilitud otorga siempre, a todo texto, una credibilidad legitimadora, y es la que garantiza la proyección e identificación. El género negro se coloca, por este camino, en la senda que trazó Cosecha roja en 1929.
    Esta primera novela de Hammett significó un punto de partida que Juan Martini considera "una lúcida reflexión sobre la realidad, una aproximación y una respuesta al problema de la violencia". Y es que la literatura policiaca tradicional se había olvidado del crimen y de la muerte, para “montar en su lugar un artificioso lenguaje, aparentemente lógico, sin otra ambición que la de entretener al lector, como un crucigrama”. [55]
    Precisamente Cosecha roja es la primera novela que rompe con ese esquema: un innominado detective de la Agencia Continental de Investigaciones limpia de gangsters una pequeña ciudad minera, en una ejemplar narración dura, intensa y violenta, en la que la oralidad juega un papel preponderante y en la que es imposible que el lector no se sienta involucrado como parte y juez.
    Con esta obra Hammett se ganó un lugar en la literatura norteamericana, y sus novelas posteriores confirmaron que la suya no era una aparición más. Entre ellas:
    • La maldición de los Dain (1929) es la primera novela negra en la que el psicoanálisis juega un papel fundamental: aquí se narra la tragedia y la degradación de una familia sureña, en un clima que se diría faulkneriano, en la que las relaciones de inmoralidad, culpa y violencia son la trama misma. [56]
    • El halcón maltés (1930) consagró a Sam Spade, detective cuyo cinismo y dureza han sido imitados hasta el hartazgo y la caricatura, y que en los años 40 encarnó magistralmente Humphrey Bogart en el cine. Una estatuilla cargada con cuatro siglos de robos y crímenes pone a Spade en el centro de una historia de violencia e intriga, en la que hay diálogos memorables y una técnica narrativa que resultarán ejemplares para el género negro. [57]
    • La llave de cristal (1931) desarrolló en toda su potencia el pensamiento hammettiano, punzante, crítico y desencantado de la sociedad norteamericana: es la historia de un guardaespaldas que se ve forzado a descubrir un crimen político, y allí la vertiginosidad de la acción y la violencia se convierten en arte narrativo. [58]
    • Y finalmente El hombre flaco (1934), que Hammett dedicó a su mujer, la también escritora Lillian Hellman, y en la que un investigador llamado Nick Charles se mueve en un marco de sofisticación neoyorquina, violencia y cinismo, junto a su mujer, Nora, y a su perra, Asta. [59]
    Admirado en todo el mundo por escritores y lectores, fue sin embargo bastante resistido en su propio país. Seguramente influyó su posición política (era simpatizante del Partido Comunista de los Estados Unidos), por lo cual sufrió la persecución ideológica que encabezó en los años 50 el senador Joseph MacCarthy.
    Nacido en Maryland en 1894, él mismo fue detective de la famosa Agencia Pinkerton durante ocho años. Abandonó ese oficio para dedicarse profesionalmente a la literatura, cuando empezó a publicar cuentos en la revista Black Mask a partir de 1923. Un año después el editor "Cap” Shaw se dio cuenta de que estaba asistiendo al nacimiento de un nuevo estilo narrativo y que quien lo estaba creando era ese muchacho de solo 30 años de edad.
    La vida de Hammett fue, en sí misma, una contribución al mito, acaso por la relación extraordinaria que lo unió a Lillian Hellman (1905-1984), reconocida escritora y militante feminista y de izquierdas. Fueron, de hecho, una pareja que por más de treinta años (Hammett falleció en 1961) simbolizó las posibilidades y los choques del vínculo amoroso de dos intelectuales brillantes.
    Pero lo más interesante de Hammett, a nueve décadas de su aparición en la literatura, es su vigencia, seguramente debida a que retomó buena parte de lo mejor de la literatura norteamericana del siglo XIX, en la que el ritmo y la acción se constituyeron en valores esenciales, y en la que la oralidad y los diálogos alcanzaron nuevas posibilidades expresivas. Hammett, en ese sentido, fue discípulo de Poe, Harte, Bierce y otros grandes escritores. Y su mayor originalidad consistió en quebrar (acaso sin proponérselo) el modelo británico de la novela policial, en el que la asepsia investigativa era todopoderosa.
    Al romper un molde, Hammett creó uno nuevo, y esa es la grandeza de su primera y sin dudas mejor novela: Cosecha roja. Una obra que en desmedro del paso del tiempo siempre parece haber sido escrita ayer, y en la que la naturaleza humana y la pomposamente llamada sociedad occidental y cristiana están implacablemente retratadas.
    A partir de Hammett, y en las novelas y cuentos que escribieron después Chandler, Cain y otros muchos seguidores, la muerte y el crimen en la literatura pasaron a tener entidad real. Los protagonistas de estas novelas, dice Martini, "saben de antemano (a diferencia de los sofisticados protagonistas de la novela-problema) que el conflicto no tiene solución: las causas de un crimen no se remedian con el descubrimiento del criminal, porque las causas del crimen, casi siempre, se encuentran en la base misma del sistema social’’. [60]
    Y esta es una cuestión central porque en sus mejores expresiones la literatura negra es una radiografía de la llamada civilización, tan eficaz y sofisticada como en cualquiera de las mejores páginas de la literatura universal. Es un medio estupendo para comprender, primero, y para interrogar, después, el mundo en que vivimos. Por lo tanto, es justo revalorizarla para superar el menosprecio que hace años señalaba el crítico californiano Donald Yates en la introducción a su antología del cuento policial latinoamericano: “Casi siempre el desdén y la crítica provienen de la ignorancia de lo policiaco”. [61] Acaso por eso Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges —que no eran ignorantes en terreno alguno— lo definieron como "el género clásico de nuestro tiempo".
    Llamarlo género menor, por lo tanto, es no aceptar que en el crimen está el germen de una de las posibilidades de explicación de la naturaleza humana, como se ve en la Biblia, Homero y todo Shakespeare y todo Dostoievsky, por lo menos. ¿O acaso no es verdad que la civilización occidental y cristiana se construyó también en base a crímenes, traiciones y las peores miserias humanas?
    Ricardo Piglia ha señalado, con razón, que “la novela policial inglesa separa al crimen de su motivación social”. Por el contrario, la literatura negra estadounidense, la francesa, y hoy la latinoamericana, tienen el mérito de que al crimen le reconocen razones, motivos. Por eso el género negro vincula al crimen con la sociedad en que sucede, puesto que toda sociedad (y toda literatura) hoy tiene al crimen como protagonista. El delito no es, no puede ser, un problema matemático, un crucigrama, un desafío al ingenio. No hay crimen gratuito como no hay ausencia de causas (individuales o sociales), del mismo modo que no hay crimen perfecto. Cada delito es producto de relaciones (malas relaciones) entre seres humanos. No hay un modelo humano de criminal como imaginaba Lombroso. Lo que hay son circunstancias que llevan a una persona a cometer un crimen. A cualquier persona. A usted, que lee, o a quien escribe este texto.
    Como hemos anticipado, en la novela negra no importa tanto saber cómo se produjo un crimen, sino reconocer que el crimen se comete por alguna razón. Esta es la clave de la diferencia. Desde Hammett, el crimen se comete “por algo", dice Chandler. Y ese “algo” son, inevitablemente, las debilidades humanas: el resentimiento, el rencor, la ambición, la envidia, la avaricia, el odio, el miedo, la venganza, las pasiones e incluso el amor. Esto es lo que lleva al género a utilizar un lenguaje nuevo, realista, como bien explica Chandler en su ensayo “El simple arte de matar”: el lenguaje que sirve para narrar “un crimen que se le ocurrió a alguien dos minutos antes de llevarlo a cabo” y del que se arrepentirá toda su vida. Y “no el que a los muchachos que apoyan los pies sobre el escritorio les resulta mas fácil solucionar". Ni aquel en el que “alguien trata de pasarse de listo". Por eso, concluye, los detectives clásicos se han convertido en “muñecos, en enamorados de cartón, en villanos de cartón-piedra y en detectives de exquisita e imposible gracia”. [62]
    Si el realismo es, entonces, el primer lenguaje posible del género negro, puede entenderse su maniqueísmo. Hammett alguna vez escribió que para los delincuentes “todo el mundo es o un compañero o una futura víctima". Y es que en estas novelas las relaciones son siempre duales: amor-odio; poder-sometimiento; lealtad-traición; dinero-miseria o envidia; riqueza-ambición; vida-muerte. Es una narrativa de emergencia, y por ende de conflictos. La violencia, el horror y el espanto caracterizan sus páginas. ¿Acaso no es violento y está lleno de horror el mundo en que vivimos?, es la pregunta que parece sobrevolar estos textos. La novela policial moderna se inscribe en las inmediaciones del horror y el espanto a manera de género gótico de nuestro tiempo. Y lo es cada vez más. Incluso podría decirse que acaso en lo horroroso y desagradable está uno de los grandes atractivos de este género.
    Al menos esta es la estética de la posmodernidad: ahí está la vulgarización de la vida cotidiana de estos tiempos; el imperio de lo grotesco y lo paródico involuntario; la hipocresía reinando en el mundo de la política; la corrupción entre la gente más distinguida; la facilidad para matar y la constante publicidad de la muerte que enseñan los mass-media que ahora muestran guerras por televisión mientras están sucediendo. Realmente es poco lo que puede sorprendernos. Por lo tanto, ¿qué culpa tiene la literatura? Quizás los artistas que alguna vez se ocupan de este género todo lo que están haciendo —conscientemente o no— es incursionar en la estética de la posmodernidad.
    Decir que los valores primordiales en que basa su existencia el género negro son el poder, el dinero, el heroísmo personal y la hipocresía, no es otra cosa que hablar de la naturaleza humana. Como el sonido y la furia hamlet-faulknerianos, son las debilidades humanas las que llevan al crimen. Y siempre detrás de un crimen hay una manifestación de poder, aunque sea el de terminar con la vida de los demás. Por eso la crítica argentina María Rosa del Coto sostiene que: “Las escenas de violencia de las que la narración negra hace ostentación, responden a una necesidad estructural”. [63]
    Y es que crimen, poder y dinero son como el miedo y la culpa: no se puede vivir sin ellos. Súmesele ambición y machismo, y la sobrestimación del arrojo personal, y se tendrá una lista bastante completa de los valores que “humanizaron” la novelística policial a partir de Hammett y se verá qué tan estructurales son.
    El último elemento mencionado —la intrepidez— se repite en toda la novela detectivesca norteamericana. En ese modelo está claro que hay una concepción filosófica de tipo individualista-machista. Para el espíritu norteamericano, ante cualquier situación límite, la valentía y la decisión personal son lo que permite superar los obstáculos. Detectives, policías, fiscales, abogados, en fin, “La Ley”, triunfa no solo por sus deducciones e investigaciones, sino también por la bravura de sus miembros. Aunque con matices, esto es evidente en toda la moderna novela negra; y no solo respecto de los detectives, sino incluso de los transgresores y de las víctimas. Es decir: el hombre y su coraje, sus agallas y temeridad, son consustanciales a esta literatura. Desde el innominado detective de la Agencia Continental, este es un elemento exitoso y determinante para esta narrativa.
    Y esto no parece casual, porque es presumible que Hammett haya sido consciente de ello. Resulta difícil pensar que no supiera que estaba retomando la épica norteamericana del siglo XIX. Seguramente no pensaba en renovación, modernización ni mucho menos refundación de la literatura del Far West en un contexto urbano, pero eso era lo que estaba haciendo. Y para ello, también lo amparaban otras tradiciones: la costumbrista (Twain, Dickens) y la épica de la guerra de Secesión, cuyo mentor no fue Margaret Mitchell, sino mucho antes Stephen Crane, a quien es evidente que Hammett tenía bien leído y por lo tanto no pudo estar exento de su influencia aunque ideológicamente estuviera en las antípodas. Así que no es antojadizo concluir que el género que él creaba con Cosecha roja era, de hecho, una épica contemporánea y urbana, en la que el culto al machismo y el arrojo personal son tan importantes como el ánimo delictivo mismo.
    Esta literatura, superando lo puramente enigmático de los misterios de cuarto cerrado, se instala en la posmodernidad (entendida como una especie de modernidad de la modernidad) por la sencilla razón de que la crisis desatada a partir del martes negro de 1929 tiene su correlato en la crisis actual del capitalismo luego de la derrota del paradigma comunista. Ahí están a la vista las injusticias brutales del hipercapitalismo: el desempleo, la mendicidad, la rapiña urbana y el drama de los homeless, las nuevas corrientes migratorias y las correlativas xenofobias; las formas cada vez más sutiles de represión y embrutecimiento; la corrupción y la intervención militar cada vez más desaforada. Por lo menos.
    Desde Hammett, los escritores norteamericanos de los años 30 ya no inventaron realidad alguna para la novela policial. Sencillamente describieron e interpretaron la propia. Y es que resulta imposible no ser un poco naturalista y costumbrista en este género. Podrá sonar irónico, pero lo policial en nuestras sociedades devino costumbrismo.
    En el caso de la novela negra latinoamericana (como se verá más adelante) esto es cada vez más evidente: el género denuncia las contradicciones sociales, la explotación y la violencia, la corrupción y la hipocresía. También lo hacían los libros de los maestros del viejo realismo social, por supuesto, pero ahora ya no hay solamente descripciones de la injusticia ni mucho menos propuestas ideológicas revolucionarias. Ahora se trabaja también en clave paródica o existencialista, que son códigos típicos de la posmodernidad.
    La violencia no es una invención de la literatura. Y la violencia literaria no es impostada, exagerada ni falsa. Vivimos en el mismo mundo que describía Malcolm Lowry en Bajo el Volcán, que es el mismo que narraron Dostoievsky o Juan Rulfo. El incesto y la corrupción son moneda corriente en la sociedad industrial moderna; la sordidez de la lucha sindical y política es materia cotidiana en el capitalismo real triunfante en los 90; y el crimen es simplemente la otra cara del espejo, la parte negra que el pudor o el temor a veces (y el cinismo siempre) procuran ocultar. El crimen, puede decirse, es parte insoslayable de la vida moderna. ¿Por qué la literatura iba entonces a ser otra cosa, si hoy cualquiera se sube a una azotea y empieza a matar a tiros al vecindario; si cualquier resentido entra a un MacDonald’s y ametralla a los comensales? ¿Por qué esperar literatura light cuando en países como México se denunciaban en los años 80 más de 70.000 violaciones por año; y en los Estados Unidos se reportaba entonces una violación cada seis minutos, y se registran muchísimos más ciudadanos asesinados en todo el mundo que soldados muertos en todas las guerras en que participó ese país tan guerrero?
    No, definitivamente toda violencia literaria es poca.
    Raymond Chandler decía hace medio siglo: “No es un mundo agradable, pero es el mundo en el que usted y yo vivimos". Y agregaba que los autores de este género “hablan de un mundo en el que los gángsters pueden dirigir países; un mundo en el que un juez que tiene una bodega clandestina llena de alcohol puede enviar a la cárcel a un hombre apresado con una botella de whisky encima”. Veamos la realidad latinoamericana contemporánea, donde ha habido gobiernos de narcotraficantes como el de García Meza en Bolivia, o con fuertes vinculaciones con el narcotráfico como los hubo en Colombia, México y Argentina, por lo menos, pero donde las Cortes a cada rato condenan a cualquier muchachito por fumar un cigarrillo de marihuana.
    Desde luego, alguien podrá replicar que el mundo siempre fue así y que crisis e injusticias hubo siempre. Y es verdad, siempre fue así, pero ninguna de las crisis anteriores de la humanidad tuvo semejante calibre. Ya bien iniciado el siglo XXI este planeta tiene más de 7.000 millones de habitantes y todas las miserias humanas (el hambre, la violencia, la estupidez, el cinismo) han alcanzado grados superlativos. Siempre el lobo del hombre fue el hombre, es cierto, pero acaso nunca el hombre fue tan lobo de sí mismo como ahora. Y encima con la posibilidad, maravillosa y a la vez terrorífica, de ver todos los horrores del mundo al mismo tiempo en que suceden, gracias a ese aleph que cada uno tiene en la pantalla de su televisor.
    Claro que lo asombroso no es que sucedan esas cosas; lo verdaderamente asombroso es que a la gente todo eso le gusta, y mucho.
    No es fácil explicar por qué los escritores norteamericanos del género tuvieron —y siguen teniendo— tan buena recepción en todo el mundo, y sobre todo en España y América Latina. Una hipótesis podría ser que desde el punto de vista ideológico casi todos ellos pueden ser definidos como liberales, en el sentido de que el liberalismo estadounidense es una de las mejores características de ese país, al menos en cuanto fue la que auspició y garantizó el desarrollo del ya proverbial espíritu creativo norteamericano.
    Sus artistas en general, y los escritores de este siglo en particular, denunciaron la contrastante realidad del “sueño americano" de manera muy cruda. Ellos conocieron y describieron inmejorablemente las miserias humanas que afloraban en una sociedad carnívora, competitiva y salvaje, en la que el progreso científico y tecnológico no necesariamente mejoraba las relaciones humanas. Por supuesto que no se puede decir que todos estos escritores hayan tenido ideologías revolucionarias. Salvo unos pocos que fueron en algún momento militantes del Partido Comunista (Hammett, McCoy, Thompson), los demás han sido típicos liberales norteamericanos, gente progresista y crítica, capaz de descubrir las contradicciones de su país, de describirlas y hasta de condenarlas, pero sin por ello proponer cambios radicales. Casi todos confiaban, en el fondo de sus conciencias, en el orden y optimismo estadounidenses de que solía hablar Carlos Fuentes.
    En síntesis: por más que lo criticasen, casi todos ellos creían en el sistema y en su capacidad correctiva. Y hay muchas evidencias de que, mayoritariamente, lo siguen pensando. Lo cual no deja de ser una manera posmoderna de su autoestima: mientras el mundo a su alrededor se destruye irremisiblemente, ellos, que no son en absoluto ajenos a lo que pasa, siguen sintiéndose gendarmes autorizados de un imposible mundo feliz.

lunes, 13 de marzo de 2017

Blake Crouch. Novela. Wayward Pines. Fragmento.


Blake Crouch es autor de más de una docena de novelas de suspense que se encuentran entre las más vendidas, entre ellas `Wayward Pines`, que ha dado origen a la serie de televisión producida por M. Night Shyamalan y protagonizada por Matt Dillon, que se transmite por la cadena FOX desde el 14 de mayo.

Su corto de ficción ha aparecido en numerosas antologías de cuentos, y su ficción ya ha sido preseleccionado para el Premio Internacional de Novela de suspense.

Blake vive en Colorado.
***
El agente federal Ethan Burke se dirige a Wayward Pines en busca de dos de sus colegas desaparecidos, cuando el coche en el que viaja con un compañero se sale de la carretera. Unas horas más tarde Ethan despierta en medio de un pueblo encantador, un pueblo en el que los pájaros cantan y los niños corretean por las calles. No sabe dónde está, ni cómo salir de allí. Sin documentación ni dinero, Burke deberá desvelar los secretos de esta comunidad tan idílica en la que nada es lo que parece. Bienvenido a Wayward Pines, un lugar del que no querrás marcharte nunca.

***

(Fragmento de novela). Wayward Pines

A pesar de las pruebas de que la evolución humana

sigue en curso, los biólogos admiten que nadie sabe

hacia dónde se dirige.



Time Magazine, 23 de febrero de 2009





 Que estés paranoico no significa que no vayan a por ti.



JOSEPH HELLER

  1

Se dio la vuelta y se quedó tumbado de espaldas. El sol le daba en la cara y podía oír el murmullo de un río cercano. Sintió una punzada en el nervio óptico y una constante e indolora palpitación en la base del cráneo. El lejano trueno de una migraña se acercaba. Tras colocarse de costado, se incorporó y puso la cabeza entre las rodillas. Sintió la inestabilidad del mundo mucho antes de abrir los ojos, como si el eje de la Tierra se hubiera soltado y ahora él se balanceara de un lado a otro. Al respirar hondo, notó como si alguien le atravesara las costillas del costado izquierdo con una cuña de acero, pero sobrellevó el dolor con un gruñido y se obligó a abrir los ojos. Debía de tener el ojo izquierdo muy hinchado, pues parecía como si mirara por una ranura.
La hierba más verde que hubiera visto nunca —un bosque de hojas largas y suaves— descendía hasta la orilla. El agua estaba limpia y fluía veloz entre las rocas que sobresalían. Al otro lado del río, se alzaba un acantilado de más de trescientos metros. A lo largo de las cornisas, crecían los pinos. Su olor y el del agua dulce inundaban el aire.
Iba vestido con pantalones y americana negros. Debajo de ésta, llevaba una camisa Oxford de color blanco con el cuello salpicado de sangre. Una corbata negra colgaba de un nudo que estaba demasiado flojo.
En el primer intento de ponerse en pie, las rodillas le flaquearon y cayó al suelo con fuerza suficiente para sentir un inmenso dolor en su caja torácica. El segundo intento fue exitoso y, a pesar de tambalearse, consiguió permanecer de pie. El suelo se movía como la cubierta de un barco en plena tempestad. Se volvió lentamente, arrastrando los pies para no perder el equilibrio.
Al dar la espalda al río, se encontró en el borde de un campo abierto. A lo lejos, las superficies metálicas de unos columpios y unos toboganes resplandecían bajo el intenso sol del mediodía.
No se veía ni una sola alma.
Más allá del parque, divisó unas casas victorianas y, algo más lejos, unos edificios. El pueblo estaba a un kilómetro y medio, y se encontraba en medio del anfiteatro de piedra que conformaban los acantilados circundantes. Éstos se elevaban varios cientos de metros y estaban compuestos de rocas con vetas rojizas. En los rincones más altos y recónditos de las montañas todavía había restos de nieve, pero en el valle hacía bueno y el azul cobalto del cielo resplandecía sin nubes.
El hombre comprobó los bolsillos de los pantalones, y luego los del abrigo.
No llevaba cartera. Ni pinza para billetes. Ni carnet de identidad. Ni llaves. Ni teléfono.
Sólo una pequeña navaja del ejército suizo en uno de los bolsillos interiores.




Cuando llegó al otro lado del parque, estaba más tenso y más confuso, y las palpitaciones que sentía en las cervicales ya no eran indoloras.
Sabía seis cosas:
El nombre del actual presidente del país.
El aspecto del rostro de su madre, si bien no podía recordar su nombre o el sonido de su voz.
Que sabía tocar el piano.
Y pilotar un helicóptero.
Que tenía treinta y siete años.
Y que debía ir a un hospital.
Más allá de esos hechos, era incapaz de comprender lo que le rodeaba. Como si el mundo estuviera escrito en una lengua extranjera. Podía sentir la verdad flotando en la periferia de su conciencia, pero se encontraba fuera de su alcance.
Comenzó a recorrer una tranquila calle residencial sin dejar de estudiar cada uno de los coches que había aparcados. ¿Sería suyo alguno de ellos?
Las casas que había a cada lado tenían un aspecto impoluto: las habían pintado recientemente, sus perfectos patios de reluciente hierba estaban rodeados por una cerca de madera y tenían el nombre de cada familia estarcido en letras mayúsculas a un lado del buzón negro.
En casi cada patio, había un resplandeciente jardín repleto no sólo de flores, sino de vegetales y frutas.
Todos los colores eran extremadamente puros y vívidos.
Cuando cruzó la segunda manzana, el dolor le hizo dar un respingo. El esfuerzo de caminar le había obligado a respirar hondo, y el daño en el costado lo obligó a detenerse. Tras quitarse la americana, sacó los faldones de la camisa de los pantalones y la desabotonó. Su cuerpo tenía todavía peor aspecto del que había imaginado: por todo su costado izquierdo se extendía una magulladura de color morado oscuro con el centro amarillento.
Algo lo había golpeado. Con fuerza.
Se pasó la mano por la superficie del cráneo. El dolor de cabeza era cada vez más pronunciado, sobre todo en el lado derecho, pero no parecía haber sufrido ningún trauma grave.
Volvió a abotonarse la camisa, se metió de nuevo los faldones en los pantalones y siguió recorriendo la calle.
La conclusión más lógica era que había sufrido alguna especie de accidente.
Quizá de tráfico. O se había caído. O quizá le habían atacado; eso explicaría por qué no llevaba la cartera encima.
Debería ir inmediatamente a la policía.
A no ser...
¿Y si había hecho algo malo? ¿Y si había cometido un crimen?
¿Era eso posible?
Quizá sería mejor que esperara a ver si recordaba algo.
A pesar de que nada en este pueblo le resultaba familiar, se dio cuenta de que, mientras avanzaba a trompicones por la calle, iba leyendo los nombres que había en cada buzón. ¿Era su subconsciente quien lo hacía? ¿Acaso, en lo más hondo de su memoria, sabía que uno de estos buzones tendría su nombre impreso en un lado? ¿Y que verlo le haría recordarlo todo?
A unas manzanas de distancia, los edificios más altos se elevaban por encima de los pinos y, por primera vez, pudo oír ruido de coches en marcha, voces lejanas y el zumbido de los sistemas de ventilación. Estaba llegando al centro del pueblo.
Se detuvo en medio de la calle y ladeó involuntariamente la cabeza.
Se quedó mirando un buzón que pertenecía a una casa victoriana roja y negra de dos pisos.
Y leyó el nombre que había a un lado.
El pulso se le aceleró, aunque no comprendía por qué.
MACKENZIE.
—Mackenzie.
El nombre no le decía nada.
—Mack...
Pero la primera sílaba sí. O, más bien, provocaba en él cierta respuesta emocional.
—Mack. Mack.
¿Se llamaba Mack? ¿Era ése su nombre?
—Mi nombre es Mack. Hola, soy Mack, encantando de conocerlo.
No.
El modo en que su boca pronunciaba la palabra no le resultaba natural. No parecía pertenecerle. Para ser sincero, odiaba la palabra. Le inspiraba...
Miedo.
Qué raro. Por alguna razón, esa palabra le infundía miedo.
¿Le había hecho daño alguien llamado Mack?
Siguió caminando.
Tres manzanas después, llegó a la esquina de la calle Main con la Sexta y se sentó en un banco, a la sombra. Lentamente y con cuidado, respiró hondo. Miró a un lado y otro de la calle, desesperado por ver algo que le resultara familiar.
No había ninguna cadena de tiendas a la vista.
Sí una farmacia en la esquina opuesta.
Al lado, una cafetería.
Y, junto a la cafetería, un edificio de tres plantas con un letrero encima de la escalerilla de entrada:

sábado, 11 de marzo de 2017

(Fragmento. Novela. Inédito. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO. De próxima publicación en URUK EDITORES).


(Fragmento. Novela. Inédito. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO).
 "¿Cómo sería una condena, mi condena? En ocasiones, al emprender mis labores en la Rutland-Hall de Argentina y cuando se comenzaban a filtrar las sombras crepusculares como las finas sedas de un cortinaje negro, y escuchaba el reloj de péndulo en mi habitación, o cuando despertaba, no podía dejar de meditar que aquellos mis sirvientes a los pocos minutos de enterarse de que ya me encontraría en el salón de la Rutland-Hall, empezarían sus recorridos de un lado para el otro.
Me imaginaba a mis servidores sin hablar, furtivos se desplazarían de salón en salón porque nadie deseaba perturbar mis inicios vespertinos con ruidos innecesarios.
En oportunidades me parecía observarlos en mis primeras caminatas de la tarde y por los diferentes pasadizos como sombras veloces y de seda que, en fuga, acariciaban el aire apenas respirable de la mansión. Un quietismo agónico y delirante consumía aquellos minutos crepusculares. En esos primeros momentos los demonios no me hablaban, en un ritual esperaban que yo me posesionara en mi sillón preferido y encendida una lámpara de pie, iban apareciendo en un orden y protocolo establecido... y aquel aliento frío y de sombras desaparecía por completo.
Esta sensación... ese letargo, esa agonía del inicio de todos los días vespertinos, esa abulia –si se le puede llamar así– fraguaba el terror de lo insospechado, de lo no-conocido por mortal alguno: una danza demoníaca estaba ahí aunque no lo quisiera aceptar. Lo maravilloso y armónico de una vida de luces en un teatro se encendían ante el público, pero puertas adentro lo apoteósico se volvía en una lenta agonía del temor a lo desconocido: ¿me condenaría? ¿Podría cumplir con el Pacto?
En otras ocasiones –situaciones disímiles en pensamientos– salía en mi bata de levantarme y antes de llegar al Salón de las Fuentes, recorría pocos metros y me instalaba en el scriptorium para acomodar algunos textos que la noche anterior no lo hiciera y nada de malas premoniciones o de sombras fingidas o reales observaba en la Rutland-Hall.
Pero lo que deseo contar fue un sueño extraño que se haría recurrente a partir de la mitad de los años pactados. Como ya lo señalé: una disciplina férrea siempre giraría a mi alrededor patrocinada por Belfegor y mi persona. En el sueño despertaba y me veía cobijado en una penumbra crepuscular. ¿Ruidos? Ninguno. Solo el ti-tac del reloj de péndulo –obsequio de mis asistentes al cumplirse el primer año de convivencia–, escuchaba y me señalaba el fluir del tiempo y también el ocaso de mi simple vida mortal.
Me levantaba y aquellas sombras oblongas y sigilosas que ya me había acostumbrado a observar de tanto en tanto y de hito en hito todas las tardes en mis primeros minutos del despertar no estaban allí. ¿Por qué no estaban? No hacía ningún ruido e inicié una caminata por la mansión. No entendía pero presentía una sensación del abandono, no lo podía aprehender ni explicar. Sospeché una fuga de “mis asistentes”. ¿Adónde se marchaban? ¿Por qué se fugaban como pilluelos? Imagino que las sombras fugaces de los fámulos en los primeros minutos de todos los días ya me eran muy familiares y al no percibirlas esa tarde, me parecía extraño, un desequilibrio de lo cotidiano, algo que no poseía la armonía de una convivencia de rituales de la que yo estaba acostumbrado.
En el sueño desde que entornaba los ojos tenía una sensación de abandono –repito–, entonces, inicié el recorrido, mi paseo: husmeando por el corredor que comunica mi habitación con la de los 7 demonios tuve una esperanza tonta de mirarlos y que esa sensación del abandono era absurda: los “asistentes” tenían que cumplir el Pacto como yo también tenía que cumplir lo pactado. Volví a mirar el corredor que comunicaba todas las habitaciones: en el pasadizo, un pasadizo de una luz azulada, tenue... no existían señales de mis servidores. Primero sentí cólera de por qué se retiraban sin anunciar razones o motivos de sus ausencias. Pensé en una posibilidad: de tanto en tanto, los Ahrimanes se arrogaban mis presentaciones en actos protocolarios para que mi persona pudiera descansar muchas horas más. El séquito mefistofélico pensaba en todo y pensar “en todo” era no perturbar mis horas de sueño...".

J. Méndez-Limbrick.

MEMPO GIARDINELLI. ENSAYO: EL GÉNERO NEGRO.


 Del gótico a la motivación social

Pero antes de hablar de Hammett, todavía hay que decir algo más de esta literatura que, aunque desde su origen careció de grandes pretensiones, desarrolló un fantástico camino en el siglo XX en la medida —es una hipótesis— en que iba recogiendo las ofrendas de múltiples tradiciones literarias. El género policial, en cualquiera de sus variantes, ni nació destinado a la trascendencia académica ni tuvo la intención moralizante que se ha querido atribuirle. Nació simplemente como una narrativa de entretenimiento que respondía a una decisión literaria un tanto aristocrática, lúdica y de desafío a la inteligencia del lector. Su carácter predominantemente burgués y urbano constituye otra de las posibles explicaciones al fenómeno de su popularidad, imparable desde finales del siglo XIX.
    Pero en el caso de su vertiente negra, la literatura policial incorpora el aporte de otras tradiciones: la novela de caballería, la de aventuras, el realismo crítico. Incluso en un precursor como Bret Harte se observa un estrecho vínculo con la épica de la gran literatura universal: Harte escribió varios cuentos que reinterpretaban La Ilíada en la California de mediados del siglo pasado.
    Aparte, la urbanidad del género negro podría interpretarse como una especie de traslación de la barbarie del descampado a la barbarie de la jungla citadina. Así se explica, además, que las novelas del Oeste, que narraron esa épica típicamente norteamericana del siglo XIX y que dieron una notable narrativa, se hayan constituido en antecedente necesario del policial negro. Y si bien tampoco en este caso el género tuvo grandes pretensiones ni sus autores se sintieron llamados a Olimpos literarios, no se puede desconocer que de todos modos el género negro fue convirtiéndose en una reflexión cada vez más sensible, interesante y profunda, por la sencilla razón de que hubo escritores cada vez más sensibles, interesantes y profundos.
    Tanto el western como el policial negro son literaturas de conquista y de explicación, así como de justificación y descripción de las modalidades del capitalismo. Más allá de las intenciones que pudieron tener los diferentes escritores que delinearon ambos géneros, lo cierto es que crearon una poética propia. Y si no todos se caracterizaron por tener una preocupación predominantemente estética (la cual, sin embargo, muchos de ellos jamás descuidaron) la mayoría supo pintar con eficacia el espíritu aventurero estadounidense, el que, décadas después y sobre el fin del milenio, se impuso como estética dominante de la sociedad mundial con el rótulo de posmodernidad (y asunto que en este libro será tratado más adelante).
    Pero además de la aventura y la épica, el género negro se vincula con otra riquísima tradición literaria: la antigua literatura gótica. Los vínculos entre la literatura policial y la gótica son fuertes y todavía vigentes. De ahí que si bien solemos referirnos a la novela negra como la literatura policial que surge en los años 20 en los Estados Unidos a partir de Hammett y Chandler, hay que reconocer la existencia de una “negritud literaria” anterior, derivada de las novelas de terror, misterio y asuntos sobrenaturales que fueron tan populares desde el siglo XVIII, y cuyo iniciador se considera que fue el británico Horace Walpole (1717-1797), autor de El castillo de Otranto (1764).
    Ese género deslumbró al mundo por más de 200 años (incluso actualmente inspira una cinematografía sorprendentemente popular) y entre sus precursores figuran también la británica Ann Radcliffe (1764-1823); las obsesiones sexuales del Marqués de Sade (1740-1814); los mitos satánicos y el vampirismo del clérigo irlandés Charles Robert Maturin (1780-1824) considerado en muchas historias literarias como el gran precursor de Poe; y aun el tardío pero ya clásico Drácula (publicado en 1897) del también irlandés Bram Stoker (1847-1912). En rigor esas fueron las primeras novelas negras, también conocidas como góticas por la reconstrucción de un mundo medieval de majestuosidad ornamental: uno que combina las más bárbaras pasiones con la exuberancia en los detalles, los paisajes salvajes, los castillos y monasterios abandonados, y por supuesto el enorme peso de una religiosidad tan abrumadora como atemorizante. Eran novelas negras, además, porque se ocupaban de personajes y situaciones sórdidos, terroríficos, e incluían infaltables penumbras, profanaciones, torturas, criaturas horribles, las aberraciones más grotescas y hasta cierta metafísica onírica.
    La posibilidad de producir estupefacción en los lectores es inagotable, infinita, como bien apunta Alfonso de Lucas en el prólogo a Seis relatos negros, libro que contiene seis textos justificadamente antológicos [48]: "Un asesinato” de Antón Chejov; el célebre “Sir Hércules” de Aldous Huxley; “Una rosa para Emilia" de William Faulkner; “Miss Amnesia” de Mario Benedetti; el admirable “Una conflagración imperfecta” de Ambrose Bierce (quien también frecuentó, recordémoslo, el relato del Oeste); y ese cuento breve, alucinante, casi perfecto de Juan José Arreóla que se llama “La migala”. Nótese que son magistrales versiones modernas (son escritores del último siglo, si se me permite la inclusión de Chejov, quien murió en 1904) de las posibilidades literarias del horror y lo inesperado. Y la acotación apunta a que la gótica no es una literatura pasada de moda sino una siempre vigente, porque propone que lo real y lo irreal tienen límites muchas veces indefinibles, imprecisos, como ya demostraron André Bretón, Antonin Artaud, Luis Buñuel, Leonora Carrington y muchos otros surrealistas, todos ellos fanáticos lectores de los escritores góticos y del Marqués de Sade en particular. Y si bien este género pudo tener en sus inicios una intención puritana y ejemplarizadora, no es menos cierto que su estatuto principal nunca dejó de ser la calidad artística.
    Me parece evidente que también hay una línea de descendencia natural que va de la novela negra gótica al relato policial negro contemporáneo iniciado por Hammett. Quizás los vasos comunicantes fueron múltiples: la novela de piratas, la de viajes, la de aventuras, la literatura del Far West y todo aquello que se llamó (y algunos siguen llamando) “literatura de evasión”, signifique eso lo que significare.
    Por eso mismo, consciente o no, el policial negro nació como un género sin grandes pretensiones, acaso porque surgió a la consideración pública en una época —la década de 1920— en que la literatura universal dio obras excepcionales: Ulises de James Joyce, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, y la consagración mundial del entonces recién fallecido Franz Kafka. Por estar destinado a las grandes masas y a gente de poca cultura, este género nació, podría decirse, “fuera” de la literatura. Evidentemente —y como se ha apuntado en páginas anteriores— su popularidad fue uno de sus “pecados originales”.
    Pero esa misma cualidad de género marginal, especie de outsider de la literatura, colocó a la novela negra en un estado de constante emergencia. Y la emergencia fue y sigue siendo el drama de este género, hay que decirlo, porque la exigencia masiva de lectores y editores obliga a quienes lo trabajan a producir a destajo y bajo presión. Por lo tanto hay de todo, y seguramente es por eso que el género ofrece tanta página mediocre, tanta falta de rigor, tanto descuido y tantas situaciones chuscas, demagógicas o caricaturescas. Sin dudas, y con razón, es todo eso lo que hace que muchos lo consideren un subgénero. A ello contribuyen, por cierto, los editores, norteamericanos y de todo el mundo, que parecen pensar más o menos así: “El público devora este género; por lo tanto hay que hacer que los autores produzcan en serie. No importa la calidad, lo que importa es vender; y vender el género, no necesariamente títulos o autores”. Como toda literatura destinada al consumo masivo, termina quedando al costado de la así llamada gran literatura universal, y acaba siendo considerada un subgénero junto con la ciencia-ficción, el western, la novela rosa, el folletín de aventuras y el cine de clase B. Al costado, por detrás y por debajo, el mito se ha instalado en la conciencia de la cultura moderna: se trata de una “literatura de evasión”.
    Para completar la condena, con el cine y la televisión se consolidó el menosprecio hacia este género que nunca pareció sujeto a rigurosas leyes literarias sino más bien a las leyes del mercado: todo debía ser masivo y por lo tanto fácil, rápido, digerible. La trituradora comercial es implacable, se sabe, y no da tregua: escritores, lectores y editores se lanzaron al juego, como siguiendo la consigna establecido por el escritor inglés Edgar Wallace (1875-1932): “Tres asesinatos por capítulo y a otra cosa. Así de brutal es esto".
    Desde luego, aquel menosprecio fue injusto. Porque el género, además de obras condenables por su bajo nivel estético, también ha dado extraordinarias novelas que no pueden ser marginadas de la gran literatura universal. La moderna novela negra —en sus mejores expresiones— alcanza una dimensión filosófica notable al indagar con agudeza en la condición humana, y además las preocupaciones formales y el cuidado de la estética literaria han estado siempre presentes en sus autores más representativos. Hoy puede afirmarse que esta literatura ha superado lo puramente enigmático, y se ha atrevido a indagar, reflejar y cuestionar la sociedad contemporánea mediante la elevación a categoría artística de una forma generalmente despreciada por “evasiva” o “consumista”.
    Como hemos visto, Javier Coma define al género destacando la importancia que tuvieron los años 20 estadounidenses cuando con el auge del cine se vivió un jolgorio económico asombroso. En su libro La novela negra. Historia de la aplicación del realismo crítico a la novela policíaca norteamericana [49] reconoce al comic y al jazz como características de época y a los llamados "años locos” como delineadores de modelos de comportamiento y de consumo verdaderamente originales. Y subraya que junto a la frivolidad y el heroísmo cinematográficos, las rubias platinadas y los galanes y los cowboys, también se desarrolló un agudo sentido crítico, por lo menos en la literatura. Por eso cuando todo explotó, con la crisis de 1929-30 y la sucesión de huelgas, represión, desempleo, gangsterismo político y sindical, corrupción generalizada, guerras entre bandas mafiosas y tráfico de alcohol, armas y drogas, los escritores estadounidenses no tuvieron necesidad de inventar esa realidad. Simplemente la metieron en sus narraciones, la mostraron e interpretaron, y después la llevaron a la pantalla. Así se explica que muchos de los mejores autores del género negro, como Hammett, Chandler, Cain, Gruber, McCoy, Thompson y el mismísimo William Faulkner, entre otros, fueran todos notables guionistas en Hollywood. [50]
    De modo que es posible afirmar que el género negro nació como una corriente interna, natural, dentro de la tradición realista de la literatura norteamericana. Hay una conciencia social en estos escritores, señalaron Piglia y Martini en más de una ocasión. Scott Fitzgerald, Caldwell, Steinbeck, John Dos Passos, Nathanael West, Faulkner y Hemingway eran todos considerados tough-writers (escritores duros). Y aunque algunos de ellos produjeron obras acaso involuntariamente negras, otros como Hemingway (con Los asesinos y Tener y no tener) y Faulkner (por lo menos con Santuario) deben ser considerados fundacionales, ya que anticiparon características del estilo narrativo negro: crimen; intriga y suspenso; fuerte oralidad con predominio de diálogo duro; acción vertiginosa; ironía constante; y corrosiva crítica de costumbres.

viernes, 10 de marzo de 2017

(Fragmento. NOVELA. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO. J. MÉNDEZ-LIMBRICK


   (Fragmento. NOVELA. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO. De futura publicación en URUK EDITORES).

"Repito, a Borges fue al que más se le vilipendió por tal posición de derecha o quizá por una posición deliberadamente complaciente con los regímenes de los dictadores suramericanos. No entendían que una cosa es la filosofía del escritor y otra la de su obra que, en este caso, fue magnífica. Igual sería el no leer a Cervantes por ser antijudío y antimoro. Pensamientos estúpidos y reduccionistas fueron los que imperaron en esa época.
¡Ignoramos a todo aquel que no fuera del grupo y con mucho más razón si no era de izquierda!
Pero ya para los años ochenta y en adelante, de nuevo resurgiría la figura de Borges, se le emanciparía de la no vulgar posición política y populachera de izquierda que asumía el grupo de La prima donna.
Con Sabato, sería igual: no se le llamó a filas del grupo de La prima donna. Tampoco él, Sabato pretendió incluirse. Sabato siempre fue un hombre retraído, de una gran melancolía.
Siempre recordaré en una entrevista que le hacían en España y el hombre, el escritor Sabato, en medio de la conversación daba sus razones de por qué había abandonado la posición y los partidos de izquierda, incluso manifestó que había sido secretario del Partido Comunista de la Argentina para que así las personas entendieran lo comprometido que estaba con la causa marxista.
El hombre, con habilidad e inteligencia –algo poco visto en los periodistas– le subrayó de qué opinaba acerca de los escritores que apoyaban el bloque de izquierda –y que a la sazón, no le quedaban más de veinte años de vida al bloque soviético– y le dijo que hacer la revolución en un café parisino sería muy fácil y cómodo. Era evidente que se refería al grupo de La prima donna.
Las declaraciones de Sabato corrieron por los teletipos pero en una maniobra astuta el grupo de La prima donna no contestó. No se daba por aludido. Yo no me sentí aludido porque la verdad mi obra la hacía en el silencio, fuera de París, fuera de Barcelona, la construía noche a noche en mis mansiones de las Rutlands-Halls y alejado del tumultuoso mundo político.
De seguro que mis compañeros de Cofradía sí se dieron por aludidos pero –reitero–, nadie emitió juicio alguno ni dijo nada a los comentarios ácidos y con gran dosis de verdad del escritor argentino. Y al que más se le ninguneó por no decir que se le anuló magistralmente como si no hubiera existido fue a Manuel Mujica Láinez.
En la época que le conocía recién había escrito su magnífica –por no decir grandiosa– obra Bomarzo y que pasó desapercibida por el público mayoritario de Latinoamérica a pesar de que esta, en esos años sesenta, ganaba el Premio Nacional de Literatura de su país Argentina.
Y Borges en un agasajo a su amigo “Manucho” como con cariño y aprecio se le decía, dijo: el bien que se le hacía con ese libro al género de la novela, refiriéndose a Bomarzo.
Hoy por hoy no tengo dudas de que Bomarzo es una obra delirante del Renacimiento en el mundo actual".

ASIMOV ISAAC. CUENTOS PARALELOS


CUENTOS PARALELOS.
En algún lugar oculto de la Biblioteca de la Universidad de Boston, una bóveda especial guarda entre sus muros un tesoro literario: las obras completas y la correspondencia personal del maestro de la ciencia ficción Isaac Asimov. De esa bóveda surge ahora, publicado por primera vez, un deleite extraordinario que los millones de lectores de Asimov pueden compartir: las versiones originales de tres de sus obras más famosas. `Un guijarro en el cielo` y `El fin de la eternidad`, tal como las conocemos son en realidad nuevas versiones de sendas novelas cortas que habían permanecido inéditas hasta el presente. Junto a ellas, también la versión original del relato `Creencia`, cuya versión publicada tenía un final completamente distinto.

Asimov explica en este libro cuáles fueron los cambios realizados en cada una de las versiones y por qué se introdujeron, ofreciendo una visión fascinante del proceso de creación de las mismas y de aspectos inéditos de su carrera literaria.

Autor de ya mas de 300 libros, Isaac Asimov es un verdadero fenómeno internacional y uno de los narradores más ágiles que ha dado la ciencia ficción norteamericana.
Fuente:
N.N.
Enrico Pugliatti

jueves, 9 de marzo de 2017

(Continuamos con el ensayo de Mempo y el GÉNERO NEGRO). El relato deductivo clásico y el relato negro


 (Continuamos con el ensayo de Mempo y el GÉNERO NEGRO).
 El relato deductivo clásico y el relato negro

Edgar Allan Poe creó el relato policial moderno a partir de aquellos tres magníficos cuentos en los que dejó fijados los elementos que serían clásicos del género: un investigador astuto; un amigo de pocas luces que lo acompaña y ayuda a dar brillo al investigador; una deducción larga, compleja y perfecta, sin fallas, por medio de la cual se “soluciona” el "caso" (en realidad, un problema); y la inteligencia superior del detective frente a la más bien burocrática de los miembros de la corporación policial.
    Desde entonces, el género se constituyó en “uno de los símbolos de nuestra época", como señaló José María Navasal (1916-1999), periodista chileno que a mediados del siglo pasado fue uno de los sudamericanos que mayor autoridad pareció alcanzar en esta materia. En su Antología de los mejores cuentos policiales, Navasal plantea que “los hombres del siglo XX tienen en la novela o el cuento policial su entretención favorita" [42], y menciona a personalidades como Franklin D. Roosevelt, Winston Churchill o Albert Einstein entre los más fanáticos lectores. Y también cita a escritores consagrados de la literatura universal, como Aldous Huxley, William Faulkner, Guillaume Apollinaire, Ernest Hemingway y Sinclair Lewis. A los cuales hoy podrían agregarse decenas de otros nombres ilustres, empezando por Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y muchísimos más.
    Pero esta “entretención favorita” sería cierta solo en parte, puesto que deviene de la vocación crucigramática y perfeccionista que se originó en el cientificismo positivista del siglo XIX. Era la lógica del progreso indefinido que se apoyaba en el poder omnímodo de la ciencia y el razonamiento, idealismo que llegó hasta el siglo XIX y que estimaba que los genios solitarios ocupaban sus ratos de ocio en este tipo de lecturas.
    Pero la otra parte de la verdad radica en que el mundo cambió, y cambiaron las exigencias. La radio y el cine primero, y la televisión después, impusieron otras urgencias, y así el relato de acción, por ejemplo, exigió una estética de realismo más acorde con la mentalidad del siglo XX. A partir especialmente de la Primera Guerra Mundial y de algunos procesos sociales revolucionarios, en los años 20 y en los Estados Unidos e inevitablemente vinculada a la literatura del Far West, surgió esta novelística que hoy llamamos género negro y que ya en sus comienzos apareció como una literatura en la que deducción y razonamiento eran sustituidos por acción pura y decisiones urgentes. Además la psicología empezó a jugar un rol cada vez más protagónico, mientras la sociedad se volvía más compleja y brutal. La literatura policial no pudo evitar ocuparse cada vez más de la vida misma tal como era, antes que de los devaneos intelectuales de literarios detectives.
    Hoy, seriamente, nadie podría negar que muchas obras maestras del género negro tienen tanto nivel formal y calidad textual como cualquier otra obra de cualquier otro género literario, pero la verdad es que todo lo que no cabe dentro de lo deductivo clásico sigue siendo un asunto bastante resistido. Es, podría decirse, una concepción tradicional centrada todavía, y casi en exclusiva, en la escuela de la narración británica, clásica por excelencia aunque haya sido un norteamericano, Poe, quien la creó.
    La mencionada antología de Navasal, como tantas otras publicadas en la segunda mitad del siglo XX, incluye algunos de los mejores cuentos del relato detectivesco clásico, con mayoría de autores ingleses y algunos norteamericanos que trabajaron el género “a la inglesa” (como Ellery Queen o Cornell Woolrich). Entre esos textos figura “La desaparición de mister Davenheim”, de Agatha Christie, que es una muestra ejemplar de esa concepción de lo policial en que el crimen es considerado algo así como un juego de entretenimiento. Lo dice la autora: “Yo abordo estos problemas como una ciencia exacta; una precisión matemática que parece ser, desgraciadamente, muy rara en la nueva generación de detectives”. Y luego pone en boca de su inefable Inspector Poirot: "Yo me considero como un asesor especializado”.
    Es interesante detenerse en esta concepción de Poirot, investigador belga nacido a la literatura en 1923, porque su sola misión, entonces, parecería consistir en demostrarle a los lectores que son un poco tontos si no consiguen desentrañar el enigma, el cual es obviamente indescifrable. Y a mayor abundamiento, cabe recordar lo que pensaba Christie del crimen: para ella había “tres clases de desapariciones (...) La primera y más corriente es la desaparición voluntaria. La segunda, y tan abusada, es llamada amnesia, raramente genuina. La tercera es el asesinato en que el criminal logra deshacerse con éxito del cadáver”.
    Más o menos la misma idea gobierna a los diferentes autores del policial clásico. El cuento “La casa de Goblin Wood”, de Cárter Dickson (seudónimo de John Dickson Carr), fue elogiado en 1947 por Ellery Queen en un artículo laudatorio publicado en su Mistery Magazine. “Resulta que el autor está jugando al gato y al ratón con el lector: en vez de establecer una cosa aparentemente sobrenatural, para luego explicarla satisfactoriamente (que es el procedimiento usual, y lo suficientemente bueno para quienes lo practican), el autor echa mano de una explicación que resulta natural, solamente para sumergir más profundamente el relato en el campo de lo sobrenatural”.
    Ellery Queen llegó a ser uno de los máximos exponentes de esta corriente de escritores. [43] Pero también él era un juego, puesto que nunca existió: Ellery Queen fue el seudónimo que crearon Manfred B. Lee y Frederic Dannay, dos escritores asociados en 1928. Aunque suscribieron “la norma intelectual que se ha impuesto el género policiaco moderno de ser absolutamente leal con el lector”, ello resultó ser solo una bonita frase, pues aunque decían darle todos los elementos al lector en realidad nunca dejaron de jugar con él al gato y al ratón.
    Por otra parte, es notable la obsesión de estos autores por encontrar siempre la “solución correcta”, de igual modo que Christie-Poirot fueron obsesivos del “orden y la limpieza”. Para ellos la realidad circundante era como que no existía, y casi se diría que la despreciaban porque contaminaba la pureza del juego de salón que era para ellos esta literatura. Podría pensarse hoy, incluso, que fueron estos artilugios los que llevaron, a fuerza de reiteraciones, al género deductivo clásico a su decadencia. Y allí reside, también, lo que más de una vez se ha considerado la esencia ultraconservadora, incluso reaccionaria de esta novelística.
    Desde luego que no tiene sentido renegar del viejo placer lúdico de esta literatura que han compartido millones de lectores en todo el mundo durante décadas, pero es evidente que el divorcio de la realidad puede servir como explicación de por qué lo deductivo fue siendo menospreciado en la medida en que se iba agotando: el repetitivo cuarto cerrado; la improbabilidad manifiesta de los hechos; y la artificiosa brillantez deductiva de inverosímiles detectives exóticos, fueron convirtiéndose en un lugar común.
    Los riesgos que corre toda literatura que se repite, los explicó muy bien Juan Martini en su presentación a la notable novela Marcada por la sospecha, de Charles Williams: “El riesgo de toda fórmula radica en su reiteración mecánica, que termina por transformar en rutinario e inofensivo el mismo mensaje que alguna vez fue revolucionario. La novela policiaca inglesa, debilitada por su empecinado apego a las fórmulas y por la aceptación del sofisma como recurso, constituye un buen ejemplo de desvirtuación de un género”. [44]
    Entre los textos clásicos seleccionados por Navasal se cuentan otras narraciones memorables: de Leslie Charteris (creador en 1928 de Simón Templar, “El Santo”); de Anthony Berkeley; del notable sacerdote Roland Knox; de Kingsley Tufts y del mencionado Cornell Wollrich (quien también escribió obras de suspenso con el seudónimo William Irish, entre ellas su apasionante cuento “Si muriera antes de despertar” [45]). Y también Thomas Burke (1886-1945), autor de “Las manos del señor Ottermole”, texto publicado en 1931 y que en un congreso de autores del género celebrado en Nueva York en 1949 fue seleccionado como “el mejor cuento policial jamás escrito”. Ese cuento sigue siendo excelente, sin dudas, pero justamente porque se sale del relato clásico. En realidad es una historia de horror y suspenso, pero sobre todo de horror, en la que el submundo londinense está presente. Campea sobre la idea de Burke (curiosamente un autor del que casi no se conocen otras obras) la filosofía de Thomas De Quincey. No hay allí ningún detective genial; lo que hay es una completa humanización del criminal. Burke ironiza alrededor del racismo y el chovinismo británicos, en un cuento inolvidable estructurado desde el punto de vista del asesino, que es una de las más interesantes tendencias del relato negro moderno.
    Por cierto, otro autor de esta corriente que llama la atención es Jacques Futrelle (1875-1912), quien no era francés sino un norteamericano de Georgia que murió en el hundimiento del Titanic cuatro años después de crear a un notable personaje, Van Dusen, llamado “La máquina pensante”. Escribió por lo menos un cuento excepcional, “La celda número 13” [46], que gira en torno de un desafío y en el cual no hay trampa alguna sino una perspectiva desde la acción, en este caso de la víctima. Como buen escritor norteamericano, Futrelle no podía sustraerse al influjo de la realidad, que es donde las cosas suceden.
    De hecho Burke y Futrelle podrían ser considerados, hoy, como verdaderos precursores del género negro.
    Me he detenido en el libro de Navasal porque contiene una impecable visión clásica, que fue típica de la entreguerra (1918-1939), cuando en Inglaterra se vivió el más vigoroso florecimiento de la literatura policial. Si Conan Doyle fue el máximo exponente del relato deductivo, lo continuaron primero Chesterton y luego Christie, y juntos consolidaron el género. Pero en aquel período surgieron varios otros autores cuya fama, todavía hoy, es notable. La gran mayoría de ellos se núcleo, a finales de los años 20, en una peculiar institución londinense: el Detection Club, que congregaba a escritores del género asociados con juramentos secretos. Los miembros de esta singular institución se propusieron un juego literario fascinante: una novela policial colectiva, que debía ser escrita por una docena de ellos, cada uno de los cuales redactaría un capítulo. Lo curioso del reto era que cada uno, al redactar su propio texto, podía imaginar un final que los autores de los capítulos siguientes necesariamente no pensarían. Así, la construcción de la obra fue totalmente empírica, y cada autor le planteó al del siguiente capítulo nuevos enigmas.
    El prólogo inicial fue encargado al mismísimo Chesterton y el primer capítulo estuvo a cargo de Víctor Whitechurch (1868-1933). En total fueron catorce los escritores participantes, incluida la entonces joven Agatha Christie, y cada uno, al entregar su capítulo, debió brindar también, en sobre cerrado, el resumen de la solución que había imaginado para escribir su parte del texto. Esa obra colectiva se tituló El almirante flotante y es seguramente la más curiosa novela policial del género clásico y típica representante de la escuela inglesa. Pero no es una buena novela. [47]
    Y es que luego del delicioso, impecable texto de Chesterton, evidentemente los demás debieron esforzarse para mantener el mismo estilo sobrio y delicado, así como el núcleo del crimen y la figura del investigador: un inspector provinciano de apellido Rudge. Al capítulo de Whitechurch le siguen los de Christie, Dorothy L. Sayers, Milward Kennedy, Ronald Knox, John Rodé, Henry Wade, G.D.H. Colé y señora, Edgar Jepson, Clemence Dañe y Anthony Berkeley Cox, a quien le tocó elaborar el complicadísimo final, amarrando las claves de todos sus colegas. Quizá eso mismo conspiró contra la calidad integral de la novela, un enigma para gente paciente y aburrida, o aficionados a crucigramas, lleno de trampas para el lector.
    Y es que cada autor le dio a su capítulo la artificiosa complicación que se le ocurrió. De donde el resultado fue antes un juego que literatura, como reconoce Sayers en la introducción.
    No obstante, en mi opinión esta novela puede ser considerada como un inmejorable ejemplo de la frontera existente entre la novela enigma clásica y la novela negra moderna, en la que la vida real y la violencia de nuevo estilo que trajo el siglo XX, entraron para quedarse y para que el género sea, además de un entretenimiento, un toque de atención a la conciencia del lector.
    Como sea, hay que reconocer que Poe, Conan Doyle, Chesterton y tantos más le aseguraron al texto policiaco una popularidad extraordinaria. Con ellos alcanzó esta literatura sus máximas y más brillantes posibilidades, quizás sobre todo con Agatha Christie, cuya obra es hoy indiscutible clásico de la literatura deductiva del siglo XX.
    Pero también se alcanzó el agotamiento y fue entonces cuando surgió esta otra novelística de la mano de Dashiell Hammett, quien a partir de 1924 cambió todas las reglas del juego. Literalmente, porque a partir de él la literatura policial dejó de ser un juego.
MEMPO GIARDINELLI.

miércoles, 8 de marzo de 2017

PRINCIPIOS NOCTURNOS. Fragmento. Novela.



"¿Cómo eran las jornadas de trabajo?

No teníamos un orden especial del trabajo, por lo general las horas de escritura se dividían día a día de la siguiente manera: las primeras tres o cuatro horas las dedicaba a la redacción de los textos literarios. La primera etapa del trabajo era el más sublime, el fuego primigenio de la creación desataba su furia y su narcosis… Dije furia, arrebato, vehemencia porque en esas horas, me doblegué como un lacayo y sirviente de mi propia creación. Y me sentía un esclavo por completo de la Escritura. Acompañado de mi ojo Elatreo, apoyando mi pluma medieval en los papeles vírgenes que me obsequiaba Belfegor para la escritura, siempre no tenía ni la menor idea de cuántas horas duraba en la narración de los textos. Dos cuartillas o un folio era la meta que me imponía día a día, mas los excesos de creación podían extenderse un número indistinto de horas sumando varios pliegos de más.
Procuraba un pliego por día. ¿La razón de tan estricta disciplina u obsesión? Me parecía que esa contención, detener la avidez de la escritura, dejar esa hambre de continuar narrando en los cuadernillos para el día siguiente, me mantenía con una sed cotidiana del nunca acabar. Siempre bordeé el clímax pero antes de llegar al delirio de la escritura, lo abandonaba; siempre lo dejaba para el día siguiente.
Acepto que un comportamiento como el anterior para muchos no tendría sentido: dejar en la culminación del éxtasis la narración. Pero es así.
Luego vendrían las revisiones con Belfegor, se reescribía, se revisaba la gramática, los tiempos verbales, los gerundios, los temas, caracterizaciones de personajes, etc. Entiéndase un folio al completar la jornada diaria. La revusión tenía que estar acabada y pulida al término de clarear el alba. Y siendo de esa manera, Belfegor me veía acompañado de mi ojo ciclópeo, de mi ojo Elatreo".

lunes, 6 de marzo de 2017

MEMPO GIARDINELLI. EL GÉNERO NEGRO. ¿Qué es, entonces, la novela negra?


¿Qué es, entonces, la novela negra?

 Pueden distinguirse tres formas constantes, se diría que clásicas, de narrativa negra:
1) la novela de acción con detective-protagonista;2) la novela desde el punto de vista del criminal;3) la novela desde el punto de vista de la víctima.   
    Claro que en los últimos años se han venido dando algunas otras variantes que cuentan con un vasto público, probablemente porque se trata de novelas de intensa acción. Si bien la producción es irregular y abundan textos carentes de rigor literario, puede hacerse, todavía, una subclasificación más amplia:
1) La novela del detective-investigador, personaje recordable por su astucia y/o algunas otras características peculiares (los hay violentos, pacifistas, humoristas, cocineros, coleccionistas de los más raros objetos y con infinidad de otros rasgos y manías);2) La novela desde el punto de vista de “La Justicia", entendida genérica e indefinidamente como "el brazo —literario— de la ley”;3) La novela psicológica, que sigue la acción desde la óptica, la angustia y/o la desesperación del criminal o de la víctima;4) La novela de espionaje, hasta fines de los 80 del siglo pasado dedicada a diversas formas de macartismo, y posteriormente cibernética, vecina de la ciencia-ficción y muchas veces rayana en lo inverosímil;5) La novela de crítica social, generalmente urbana, que mediante la inclusión de un crimen desarrolla un mecanismo de intriga, pero cuya intención fundamental es la crítica de costumbres y/o de los sistemas sociales;6) La novela del inocente que se ve envuelto en un crimen que no cometió, y debe luchar para esclarecerlo y así probar su inocencia;7) Las novelas de persecución, tanto desde el punto de vista de las víctimas como de los criminales, que son de acción pura y basan su eficacia en la intensidad del relato. Son fuente argumental de las road-movies popularizadas desde aquellos mismos años 80.8) Los thrillers, es decir aquellas novelas cuyo propósito fundamental es provocar emociones fuertes. Su clave narrativa es el suspenso y la expectación de algo terrible que inexorablemente va a suceder; suelen ser efectistas, recurren a golpes bajos, se desinteresan de la verosimilitud, y en muchos casos, por ser textos de horror, son literatura negra en sentido gótico antes que policial.   
    Podrían citarse algunas variantes más, en plan rebuscado, porque la novela policial ha abierto un camino riquísimo de posibilidades expresivas, en tanto toma elementos de la vida real y los refleja. El cine y la televisión no han dejado ni por un minuto de abrevar en tan formidable fuente, lo que a su vez garantiza su realimentación.
    En la ya citada biografía de Raymond Chandler, Frank MacShane explica cómo fue que, hacia 1925, empezó a estructurarse la moderna novela negra y menciona como hito el cambio de editor que se produjo en la revista Black Mask, cuando llegó a ese puesto Joseph "Cap" Shaw, un escritor fracasado de Nueva Inglaterra que en la Primera Guerra Mundial había sido capitán del ejército norteamericano.
    “Cap sabía lo suficiente de las historias de detectives —escribe MacShane— como para comprender que estaba cansado del tipo ‘crucigrama’, que carecía de ‘valores emocionales humanos’. Después de hojear números atrasados de la revista, se fijó en Dashiell Hammett por la originalidad y autenticidad de sus relatos. Su correspondencia posterior con Hammett le dio una idea de lo que deseaba para su revista. ‘Queríamos sencillez para mayor claridad, plausibilidad y convicción. Queríamos acción, pero considerábamos que la acción no tiene significado a menos que implique un carácter humano reconocible en forma tridimensional (...) El relato detectivesco tenía ciertas fórmulas, pero Shaw y Hammett querían una pauta que pusiera de relieve el carácter y los problemas inherentes a la conducta humana en la solución de un crimen”. [40]
    Shaw escribiría más adelante —durante la crisis de los años 30 y el auge de las bandas de Al Capone, Dillinger y Schultz— que “el crimen organizado tiene aliados políticos como parte necesaria de su negocio”. Y acaso por ello, en 1931 afirmaba: “Creemos estar prestando un servicio público al publicar las historias realistas, fieles a la verdad y altamente aleccionadoras sobre el crimen moderno”.
    Esa concepción moralista, que es bastante característica de la sociedad norteamericana, en las últimas décadas se proyectó a todo el mundo, y de modo notable a nuestros países mediante el cine y la televisión. Es innegable que esta última, en sus series policiales, se inspira y justifica en la idea de que estas tiras prestan un servicio público “altamente aleccionador”. Y también parece innegable que el fundamento moral del cine y la televisión norteamericanos ha sido casi siempre de un fuerte tono puritano.
    Pero lo que hicieron Shaw y Hammett también implicó una ruptura con los antecedentes del género: la novela policiaca tradicional, de enigma o misterio, tenía hasta entonces múltiples precursores en la literatura universal, en cuyo infinito acervo de alguna manera siempre hubo crímenes. Los hay en Homero como los hay en Dante, Shakespeare, Dickens, Dostoievsky y casi podría decirse que en cuanto autor se evoque, clásico o moderno. Quiere decir, entonces, que no es el crimen en sí lo que define al género. Lo que lo define y constituye es el hecho de que el crimen, en la novela policiaca, es el tema central, el corazón del asunto; o sea su punto de partida, razón de ser y conclusión.
    Como dice Rainov.— “Podemos definir como novela de crimen solo aquella producción en la cual el delito no es tratado como un episodio o una motivación, sino como tema básico, del cual se derivan o con el cual están relacionados, en uno u otro grado, todas las acciones, dramas y conflictos humanos”. [41]

domingo, 5 de marzo de 2017

(Fragmento. Novela. Inédito. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO. De futura publicación en URUK EDITORES).


(Fragmento. Novela. Inédito. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO. De futura publicación en URUK EDITORES).
"Algunas personas sin proponérselo y que acudían a mis charlas tanto en Latinoamérica como en Inglaterra, aseguraban haber visto en mis 7 secretarios los diablos en persona. Aseguraban que mi séquito no era más que un séquito diabólico. La primera vez que ocurría una situación como la que estoy narrando fue en el auditorium de la Unam, donde, una vez terminada la charla, una mujer se me acercó y me dijo:
–¡Ya sé su secreto, señor Deford!
–¿Mi secreto? –pregunté curioso.
–Sí, su secreto –volvió a responder la mujer quien había esperado que yo dejara de firmar autógrafos y estuviera solo.
–Es sencillo, señor Deford, usted se hace acompañar no de personas sino de demonios –aseguró la mujer.
–¿Demonios?
–Yo tengo esa facultad, ese don. Yo puedo ver lo que otras personas no pueden ver. Desde niña los he visto. Primero lo comenté con mis padres y mis hermanos siendo niña pero me creyeron loca. Entonces no lo volví a comentar con nadie por mucho tiempo hasta que estudiando sobre temas espirituales, me enteré que existen personas como yo. Que yo no soy la única que posee ese don, privilegio o castigo. Mire, yo los veo. Veo a ese que le hacen llamar el señor Sawney Beane, el que posee un monóculo, no es más que un diablo. Miro unas moscas que le andan y le zumban por su cara... y aquel aquel aquel... el de enorme cabeza (se refería a Goodfellow, mi tercer secretario), el que su señor le llama Gorgus Black, sé también que es un demonio. A usted lo rodean los demonios –dijo la mujer y antes de que yo pudiera rebatirle o hacer algún comentario, la mujer se perdió por las escaleras del auditorium que bajó deprisa".
J. MÉNDEZ-LIMBRICK.

ASIMOV ISAAC. EL FIN DE LA ETERNIDAD.


Se puede escribir novela de ciencia ficción que respete las tres unidades de la preceptiva clásica: tiempo, lugar, acción? Isaac Asimov demuestra aquí se puede, y lo hace de manera muy ingeniosa que sorprenderá al lector. Al mismo tiempo proporciona: 1) un análisis lógico de las paradojas que implica la posibilidad de los viajes a través del tiempo, 2) la critica de una dictadura totalitaria y tecnocrática, 3) un ensayo sobre la relatividad de los mortales y las ideologías, 4) una historia de amor `inmortal`: 5) un relato intrigante como las mejores novelas policiacas, que una vez comenzado no se puede dejar hasta la última pagina ¿Hay quien de mas? Isaac Asimov está reconocido como el mejor escritor actual dentro de la ciencia ficción, con la que se identifica su nombre incluso para los no iniciados. Es además bioquímico y autor de notables libros de divulgación científica, dirige su propia revista de ciencia ficción, ha cultivado el relato de intriga y misterio, y es un brillante autobiografía y propagandista de si mismo.
Fuente:
N.N.
Enrico Pugliatti.
***
(Fragmento. Novela).
El fin de la eternidad

Isaac Asimov


 1
El Ejecutor
Andrew Harlan entró en la cabina. Sus lados perfectamente esféricos se ajustaban dentro de un tubo vertical formado por barras metálicas muy espaciadas, cuyos extremos parecían fundirse en el vacío, a unos dos metros sobre la cabeza de Harlan. Éste situó los mandos y tiró poco a poco de la palanca de arranque.
La cabina no se movió.
Harlan tampoco se lo había propuesto. Sabía que no iba a haber movimiento, ni arriba ni abajo, a derecha o izquierda, ni adelante o atrás. En cambio, los huecos entre las barras se llenaban de una opacidad grisácea, sólida al tacto pero inmaterial, sin embargo. Al mismo tiempo sintió aquella ligera opresión en el estómago, la leve sensación de náusea (tal vez psicosomática), que le decía que todo cuanto contenía la cabina, incluyéndole a él, estaba siendo lanzado al hipertiempo a través de la Eternidad.
Había entrado en la cabina en el Siglo 575, la Base Temporal donde fue destinado dos años antes. En aquel entonces, el 575 era el hipertiempo más distante que había visitado nunca. Ahora se desplazaba hacia el hipertiempo del Siglo 2456.
En circunstancias normales le habría intimidado un poco la perspectiva de aquel viaje. Su Siglo natal estaba en el lejano hipotiempo, en el Siglo 95, para ser exactos. El 95 era un Siglo muy restrictivo en el empleo de la energía atómica, aficionado a lo rústico, gran consumidor de madera natural para sus construcciones, gran exportador de licores a los cercanos isotiempos e importador de semillas forrajeras. Aunque Harlan no había regresado al 95.° desde que empezó su formación especial como Aprendiz a los quince años, experimentaba siempre aquella sensación de nostalgia cuando se alejaba de «su» Siglo. En el 2456.° estaría a casi doscientos cuarenta milenios del día de su nacimiento, y eso era mucho, incluso para un empedernido Eterno.
Tal habría sido su estado de ánimo en circunstancias normales.
Pero en aquel momento. Harlan no podía pensar otra cosa sino que los documentos le pesaban en el bolsillo, y que su plan le pesaba en la conciencia. Estaba algo asustado, algo tenso, algo confuso.
Fueron sus manos, como si estuviesen dotadas de voluntad propia, las que detuvieron la cabina en el Siglo previsto y en la forma prevista.
Era extraño que un Ejecutor estuviera tenso o nervioso. Como dijo en cierta ocasión el Instructor Yarrow:
«Ante todo, el Ejecutor debe ser impasible. El Cambio de Realidad a programar puede afectar la vida de cincuenta mil millones de seres, o más. Un millón o más pueden quedar afectados de tal modo que deberá considerárseles como individuos nuevos. Dadas estas condiciones, un temperamento emotivo sería un serio inconveniente para el Ejecutor».
Harlan meneó la cabeza casi salvajemente, para aventar el recuerdo de las secas palabras de su maestro. En aquellos días no podía suponer que él mismo reunía las peculiares condiciones exigidas. Sin embargo, ahora le embargaba la emoción. No por cincuenta mil millones de seres, ¡qué le importaban a él cincuenta mil millones!
Era sólo por una persona. Sólo una.
Al notar que la cabina se había detenido interrumpió sus divagaciones para recobrar la mentalidad fría e impersonal que cuadraba a un Ejecutor, y salió del aparato.
La cabina que dejaba, desde luego, no era la misma donde había entrado, en el sentido de que no estaba compuesta de los mismos átomos. Aquello no le preocupaba más que a cualquier otro Eterno. El centrarse en la «mística» de la Traslación Temporal, dejando de lado el mero hecho de su existencia, constituía la meta de todo Aprendiz tan pronto como era admitido a la Eternidad.
Se detuvo un instante frente a la cortina infinitamente delgada de No—Espacio y No—Tiempo que le separaba en un sentido de la Eternidad y en otro del Tiempo normal.
Aquella Sección de Eternidad sería del todo nueva para él. Conocía sus peculiaridades a grandes rasgos por haberlas estudiado en el «Manual de todas las Épocas». Sin embargo, la experiencia directa nunca dejaba de ser un choque para el que convenía estar preparado.
Ajustó los mandos, operación sencilla cuando se trataba de pasar a la Eternidad, pero muy complicada para ingresar en el Tiempo normal, una traslación mucho menos frecuente. Atravesó la cortina y al instante quedó cegado por un aluvión de reflejos. Levantó instintivamente una mano para cubrirse los ojos.
Un individuo le esperaba. Harlan, deslumbrado, apenas conseguía distinguirlo.
—Soy el Sociólogo Kantor Voy —dijo el hombre a Harlan—. Supongo que usted es el Ejecutor Harlan. Harlan asintió.
—¡ Santo Cronos! ¿No podría moderar esa decoración?
Voy miró a su alrededor y dijo con indulgencia:
—¿Se refiere a las películas moleculares?
—En efecto —dijo Harlan—. El «Manual» ya las menciona, pero no dice nada de esta orgía de reflejos.
Tenía bastante motivo para enojarse, pensó Harlan. En el Siglo 2456 predominaba la materia, lo mismo que en casi todos los Siglos; cabía esperar una compatibilidad fundamental entre ellos. No presentaba la absoluta confusión (para alguien nacido en una época de predominio material) de los remolinos energéticos del 300.° o de los campos dinámicos del 600.° En el Siglo 2456, para descanso de los Eternos que lo visitaran, la materia era empleada para todo, desde un clavo hasta un edificio.
Desde luego, existían distintas clases de material. A un miembro de un Siglo con predominio de la energía tal vez le pasaran desapercibidas. Para él, todas las materias serían variaciones sobre un mismo tema basto, pesado y bárbaro. Pero Harlan, educado en un medio de formas materiales, reconocía diferencias entre la madera, los metales (con distinción entre ligeros y pesados), los plásticos, la sílice, el hormigón, el cuero, y así sucesivamente.
Pero ¡una materia compuesta enteramente de espejos!
Tal fue su primera impresión del 2456.° Todas las superficies reflejaban y emitían luz. En todo aparecía la ilusión del pulimento perfecto, debido a la presencia de una película reflectante. Y en la infinita repetición de su propia imagen, de la del Sociólogo Voy y de cuanto les rodeaba, Harlan no veía más que confusión. ¡Una confusión absurda y vertiginosa!
—Lo siento —dijo Voy—. Es una costumbre de este Siglo y la Sección competente estima que conviene adoptar en lo posible las costumbres locales. Pronto se acostumbrará a ello.
Voy anduvo rápidamente sobre las huellas de otro Voy, su reflejo invertido en el suelo. Alargó una mano y puso a cero un indicador capilar que se desplazaba sobre una escala en espiral.
Los reflejos desaparecieron y la iluminación adoptó una intensidad soportable. A Harlan le pareció que su mundo regresaba a la normalidad.
—Acompáñeme, por favor —dijo Voy. Harlan le siguió por varios corredores que momentos antes, supuso, estallaban de luces y resplandores enloquecidos. Subieron por una rampa, y después de cruzar una antecámara, penetraron en un amplio despacho.
Durante el breve recorrido no vieron alma viviente. Harlan estaba tan acostumbrado a eso, le parecía tan normal, que le habría sorprendido y casi escandalizado distinguir alguna figura humana tratando de apartarse de su camino. Sin duda, la noticia de la llegada de un Ejecutor había corrido pronto. Hasta Voy se mantenía apartado de él, y cuando la mano de Harlan rozó casualmente el brazo del Sociólogo, éste se hizo a un lado con evidente sobresalto.
Harlan se sorprendió un poco al notar cierta amargura ante tal reacción. Se creía revestido de una coraza mucho más fuerte, más eficazmente insensible. Si estaba equivocado, si su armadura tenía puntos débiles, sólo podía haber una causa:
¡Noys!

El sociólogo Kantor Voy se inclinó hacia el Ejecutor en un gesto que parecía bastante cordial, pero Harlan no podía dejar de notar que estaban sentados en los extremos opuestos de una mesa bastante larga.
Voy dijo:
—Me complace que nuestro pequeño problema haya interesado a un Ejecutor de su fama.
—Sí —dijo Harlan en el tono frío e impersonal que todos esperaban de él—. Presenta algunos aspectos interesantes.
Pensó si parecería lo bastante imparcial. A lo peor estaba dejando entrever sus verdaderos motivos, y su delito era delatado por las gotitas de sudor que acompañaban su frente.
Sacó de un bolsillo interior la transparencia con el resumen del Cambio de Realidad proyectado. Era el mismo texto enviado al Gran Consejo Pantemporal un mes antes. Gracias a sus relaciones con el Jefe Programador Twissell (el ilustre Twissell), no le fue difícil a Harlan hacerse con el proyecto.
Antes de desenrollar la lámina dejando que se extendiera sobre la superficie de la mesa donde quedaría retenida por un débil campo paramagnético, Harlan hizo una breve pausa.
La película molecular que cubría la mesa había sido opacada, pero no del todo. El movimiento de su brazo atrajo su mirada, y por un momento el reflejo de su propio rostro pareció contemplarle hoscamente desde la mesa. Tenía treinta y dos años, pero parecía más viejo. No necesitaba que nadie se lo dijera. Quizá su rostro alargado y las cejas negras sobre unos ojos aún más oscuros contribuyesen a darle la expresión severa y la fría mirada que todos los Eternos asimilaban a la caricatura de un Ejecutor. O quizás era sólo su propia convicción de ser un Ejecutor.
En seguida extendió la transparencia sobre la mesa y volvió al asunto que le traía allí.
—Yo no soy Sociólogo, señor mío... Voy sonrió.
—Eso suena formidable. Cuando alguien empieza por manifestar su incompetencia en cualquier especialidad, generalmente anuncia que se dispone a formular una opinión categórica.
—No se trata de una opinión —dijo Harlan—. Sólo de una petición. Deseo que examine este resumen y me diga si no ha cometido usted un pequeño error en alguna parte.
Voy se puso serio inmediatamente.
—Espero que no.
Harlan dejó colgar un brazo sobre el respaldo, y la otra mano sobre las piernas. No era cuestión de tamborilear con los dedos sobre la mesa, ni de —morderse los labios. No debía permitir que le traicionasen sus emociones.
Desde aquel instante que cambió toda la orientación de su vida, había estudiado con atención todos los proyectos de Cambios de Realidad que pasaban por la maquinaria administrativa del Gran Consejo Pantemporal.
Como Ejecutor adjunto al Jefe Programador Twissell podía hacerlo, saltándose un poco la ética profesional. Menos mal que Twissell estaba cada vez más entretenido con su propio y más importante proyecto. (Las aletas de la nariz de Harlan se dilataron. Ahora sabía algo acerca de la naturaleza de tal proyecto.)
Harlan no podía estar seguro de encontrar lo que buscaba dentro de un plazo razonable. Cuando estudió por primera vez el proyecto de Cambio de Realidad 2456—2781, número de orden V—5, creyó que sus deseos hacían una jugarreta a su capacidad de raciocinio. Pasó un día entero verificando una y otra vez las ecuaciones y desarrollos, atenazado por una dolorosa incertidumbre mezclada con una creciente excitación y amarga gratitud, puesto que al menos le habían enseñado psicomatemáticas elementales.
Ahora Voy estudiaba la misma lámina y sus símbolos con expresión entre confusa y preocupada.
—Me parece... digo que me parece que todo está en orden —aseguró al fin.
—Compruebe en particular los ritos sociales del noviazgo en la Realidad actual de este Siglo —dijo Harlan—. Eso es sociología y supongo que cae dentro de su responsabilidad. Por eso dispuse verle a usted a mi llegada, antes que a ningún otro.
Voy frunció el ceño. Aún se mostraba cortés, pero su tono al responder fue glacial:
—Los Observadores destinados a nuestra Sección son muy competentes. Estoy seguro que los asignados a este proyecto han proporcionado datos exactos. ¿Tiene pruebas de lo contrario?
—Nada de eso, sociólogo Voy —dijo Harlan—. Acepto los datos, pero no estoy de acuerdo con el planteamiento del problema. ¿No observa un tensor complejo indeterminado en este punto, si ponderamos correctamente el comportamiento prenupcial?
Voy miró con atención, y una expresión de alivio se extendió por su rostro.
—En efecto, Ejecutor, en efecto. Pero se resuelve por sí mismo en una identidad. Se tiene un bucle de pequeñas dimensiones, que no presenta caminos secundarios. Espero que me perdone si uso imágenes gráficas en vez de expresiones matemáticas exactas.
—Se lo agradezco. Así como no soy Sociólogo, tampoco soy Programador —replicó Harlan.
—Muy bien, pues —dijo Voy—. Ese tensor complejo indeterminado a que alude, o bifurcación del camino, como si dijéramos, no es significativo. La dicotomía se resuelve más adelante y tenemos un. camino único. Nos pareció innecesario mencionarlo en nuestro informe.
—Si es su criterio, me someto al mismo. Sin embargo, queda la cuestión del C.M.N.
El Sociólogo torció el gesto al oír aquellas siglas, como había previsto Harlan. C.M.N. El Cambio Mínimo Necesario. Aquí el Ejecutor era el amo. Un Sociólogo podía creerse inmune a la crítica en lo relativo al análisis matemático de las infinitas Realidades posibles en el Tiempo, pero al definir el C.M.N., el Ejecutor tenía la última palabra.
El cálculo mecánico no era suficiente. La mayor Computaplex existente, manejada por los más expertos y hábiles Jefes Programadores, no servía sino para señalar los límites dentro de los cuales se situaba el C.M.N. Era entonces cuando el Ejecutor, examinando los datos del problema, decidía el punto exacto del Cambio dentro de aquellas condiciones límite. Un buen Ejecutor rara vez se equivocaba. Los mejores Ejecutores no se equivocaban nunca.
Harlan no se equivocaba nunca.
—El C.M.N. recomendado por su Sección —dijo Harlan, hablando en tono pausado, frío, silabeando el Idioma Pantemporal Normalizado con meticulosidad— implica la inducción de un accidente espacial, y una muerte inmediata y bastante horrible para una docena o más de personas.
—Es   inevitable  —dijo   Voy,  encogiéndose   de  hombros, indiferente.
—Sugiero que el C.M.N. puede reducirse al mero traslado de un envase de un estante a otro. ¡Aquí! —señaló Harlan. La blanca y bien cuidada uña de su índice dejó una leve huella debajo de un grupo de perforaciones.
Voy examinó aquel punto con dolorosa pero muda atención.
—¿No altera eso la situación con respecto a la dicotomía que ha dejado de tener en cuenta? —continuó Harlan—. ¿No cree que entonces se utiliza el camino de mínima probabilidad, convirtiéndolo prácticamente en una certeza, y que eso nos conduce a...?
—Virtualmente, al R.M.D. —dijo Voy en un susurro.
—Exactamente al Resultado Máximo Deseado —afirmó Harlan.
Voy alzó los ojos, con una expresión entre compungida e irritada en su moreno rostro. Harlan, indiferente, observó que aquel hombre tenía entre los incisivos superiores un hueco que le daba un aspecto conejil, lo cual chocaba con la contenida energía de sus palabras.
Voy preguntó:
—Supongo que esto llegará a conocimiento del Gran Consejo Pantemporal.
—No lo creo —dijo Harlan—. Que yo sepa el Gran Consejo no se ha ocupado de ello. Por lo menos, el Cambio de Realidad programado se me pasó sin ningún comentario.
Harlan no creyó oportuno explicar con más detalle cómo le fue «pasado», y Voy se abstuvo de preguntar.
—Entonces, ese error, ¿lo ha descubierto usted?
—Sí.
—¿Y no dio parte al Gran Consejo Pantemporal?
—No.
Hubo una reacción de alivio, y luego Voy se puso en guardia.
—¿Por qué?
—Pocas personas habrían dejado de caer en ese error. Pensé que podía corregirlo antes de que se cometiera un daño irreparable. Así lo hice. ¿Por qué ir más allá?
—Bien... gracias, ejecutor Harlan. Se ha portado como un amigo. El error de esa Sección que, como usted dice, era prácticamente inevitable, habría manchado nuestra hoja de servicios.
Voy continuó después de una breve pausa:
—Aunque, en realidad, y teniendo en cuenta las alteraciones de personalidad que va a inducir este Cambio de Realidad, la muerte de algunos hombres resultaba de escasa importancia.
Harlan pensó fríamente: «No parece muy agradecido. Igual me guarda rencor. Cuando tenga tiempo para pensarlo, es posible que su rencor aumente aún más, por haber sido salvado de una descalificación gracias a un Ejecutor. Si yo fuese Sociólogo como él, me estrecharía la mano con gratitud, pero no quiere dar la mano a un Ejecutor. No le repugna condenar una docena de hombres a la asfixia, pero sí el contacto de un Ejecutor».
Comprendiendo que no le convenía dar tiempo al resentimiento de su interlocutor, Harlan atacó casi en seguida:
—Espero que su agradecimiento me autorice a pedirle que su Sección haga un pequeño trabajo para mí.
—¿Un trabajo? —preguntó Voy.
—Un problema de Análisis Individualizado. He traído todos los datos, así como los de un Cambio de Realidad propuesto para el Siglo 482. Deseo saber el efecto de este Cambio sobre la probabilidad de supervivencia de cierta persona.
—No estoy seguro de haberle entendido bien —dijo el Sociólogo con vacilación—. ¿No dispone de medios para hacer este análisis en su propia Sección?
—En efecto. Sin embargo, estoy realizando una investigación personal y por ahora no quiero que figure en los archivos. Sería muy difícil encargar este trabajo a mi Sección sin que...
Harlan hizo un gesto vago, sin concluir la frase.
—¿Entonces, no quiere que esto vaya por vía oficial?
—preguntó Voy.
—Debe hacerse confidencialmente, y quiero una contestación confidencial.
—Es muy irregular. No puedo aceptarlo. Harlan frunció el ceño.
—No es más irregular que mi olvido en denunciar su error al Gran Consejo Pantemporal. En ese caso no tuvo usted ninguna objeción. Si hemos de atenernos a las normas en un caso, tendremos que ser igualmente formales en otro. Creo que me comprende, ¿verdad?
La expresión de Voy revelaba que le había comprendido perfectamente, sin lugar a dudas. Alargó la mano hacia Harlan.
—¿Puedo ver los documentos?
Harlan se tranquilizó. Había superado el obstáculo principal. Miró con atención mientras el Sociólogo se inclinaba sobre las láminas que había traído.
—¡En nombre del Tiempo! Es un Cambio de Realidad sin importancia —fue el único comentario de Voy.
Harlan aprovechó la ocasión, mintiendo a medida que hablaba:
—Así es. Demasiado pequeño, creo. De ahí surge la discusión. Está por debajo de la diferencia crítica y he escogido un solo individuo como caso piloto. Naturalmente, no sería hábil que yo usara el equipo de nuestra Sección sin estar del todo seguro de mi acierto.
Voy no dijo nada a esto, y Harlan no continuó. No convenía exagerar la comedia.
Voy se puso en pie.
—Pasaré estos datos a uno de mis Analistas. Esto quedará entre nosotros, aunque comprenderá que no podemos sentar un precedente.
—En modo alguno.
—Y si no le importa, me gustaría observar el Cambio de Realidad que vamos a efectuar aquí. Espero que nos haga ,el honor de dirigir el C.M.N. personalmente.
Harlan asintió.
—Asumo toda la responsabilidad.
Cuando entraron en la sala de control dos de las pantallas estaban conectadas. Los técnicos las habían ajustado según las coordenadas exactas de Espacio y Tiempo, y luego salieron. Harlan y Voy se vieron a solas en la centelleante sala. (La decoración a base de películas moleculares reflectantes se hacía notar, y no poco por cierto, pero esta vez Harlan, atento a las pantallas, no hizo caso.)
Ambas imágenes aparecían inmóviles. Semejaban naturalezas muertas, pues representaban instantes matemáticos del Tiempo.
Una de las vistas era en colores naturales muy contrastados: la sala de máquinas de un vehículo espacial experimenta], como bien sabía Harlan. Una puerta se estaba cerrando y aún asomaba por el resquicio un brillante zapato de material rojo semitransparente. No se movía. Nada se movía. Si se hubiese aumentado el contraste de la imagen hasta el punto de hacer visibles las motas de polvo en el aire, ni siquiera éstas se habrían movido.
Voy dijo:
—Esta sala de máquinas permanecerá vacía durante dos horas y treinta y seis minutos a partir del instante que contemplamos. En la Realidad actual, desde luego.
—Lo sé —murmuró Harlan.
Empezó a ponerse los guantes y mientras tanto sus ojos recorrían con rapidez los estantes, memorizando la situación del envase crítico, midió los pasos necesarios para llegar a él y el mejor emplazamiento adonde trasladarlo. Lanzó una breve ojeada a la otra pantalla.
Mientras la sala de máquinas, situada en el «presente» definido con respecto a la Sección Eternidad en la que ahora se encontraba, aparecía iluminada en colores naturales, la otra escena, situada a unos veinticinco Siglos de distancia en el «futuro», presentaba el filtro azulado que servía para diferenciar las imágenes «futuras».
Era la vista de un espaciopuerto. Un cielo color azul oscuro, con edificios azulados de desnudo metal sobre un terreno verdeazulado. Un cilindro azul de raro diseño, con una protuberancia en la base, destacaba en primer plano. Al fondo se veían dos cilindros más, parecidos al primero. Los tres apuntaban al cielo, sus extrañas ojivas partidas, en cuyo interior se alojaba seguramente la maquinaria principal.
Harlan frunció el ceño.
—Raros aparatos —dijo.
—Electro—gravitacionales —dijo Voy—. El Siglo Dos mil cuatrocientos ochenta y uno es el primero en desarrollar la navegación espacial por electro—gravitación. No necesita combustible ni energía nuclear. Una solución elegante; lástima que nuestro Cambio la haga desaparecer. ¡Una verdadera lástima!
Clavó la mirada en Harlan con visible disgusto.
Harlan apretó los labios. Conque disgustado, ¿eh? ¿Por qué no? El Ejecutor era él.
Sin duda, algún Observador habría presentado un informe sobre la cuestión del abuso de drogas. Algún Estadístico demostró que los últimos Cambios habían aumentado el número de adictos hasta que llegó a ser el mayor en todas las presentes Realidades de la humanidad. Un Sociólogo, probablemente el propio Voy, estableció el perfil psiquiátrico de aquella sociedad, y un Programador calculó el Cambio de Realidad necesario para disminuir la tendencia al uso de drogas, hallando que, como efecto secundario, la navegación espacial por electro—gravitación iba a desaparecer. En la decisión final habían intervenido una docena, cien hombres quizá, de todas las categorías en la Eternidad.
Pero, a fin de cuentas, tendría que ser un Ejecutor quien la llevase a la práctica. Siguiendo las instrucciones convenidas por los demás, a él le tocaba iniciar el Cambio de Realidad. Y entonces los demás le mirarían con ojos acusadores, y sus miradas parecerían decir: «A ti, y no a nosotros, se debe la destrucción de toda esa belleza».
Y por esa razón, los demás le condenarían y evitarían su presencia. Descargaban su propia culpa sobre los hombros del Ejecutor, y por ello le odiaban. Harlan dijo con sequedad:
—Las naves no importan. Debemos preocuparnos por ellos.
«Ellos» eran un grupo de personas, en apariencia insignificantes al lado de la nave espacial, del mismo modo que las dimensiones físicas de las trayectorias interplanetarias hacen parecer insignificante la Tierra así como la sociedad humana que la puebla.
Parecían pequeños muñecos. Sus diminutos brazos y piernas permanecían en posturas extrañas y ridículas, inmovilizados en aquel instante del Tiempo.
Voy se encogió de hombros.
Harlan ajustó el pequeño generador de campo que llevaba en su muñeca izquierda.
—Acabemos cuanto antes —dijo.
—Un momento —dijo Voy—. Quiero preguntarle al Analizador de Destinos cuánto tardará en completar este trabajo suyo. Yo también quiero terminar cuanto antes.
Sus manos desplazaron hábilmente un pequeño cursor; luego escuchó con atención el repiqueteo que recibió en respuesta.
«Otra característica de esta Sección de Eternidad —pensó Harlan—. Un código de ruidos intermitentes. Espectacular, pero innecesario, al igual que las películas moleculares reflectantes».
—Dice que tardará unas tres horas —dijo Voy por fin—. Además, dice que le gusta el nombre de esa persona, Noys Lambent. Es una mujer, ¿no?
Harlan sintió la garganta seca.
—Sí.
Los labios de Voy se curvaron en una lenta sonrisa.
—Parece interesante. Me gustaría verla sin que ella se diese cuenta. No hemos tenido ninguna mujer en esta Sección desde hace meses.
Harlan contuvo un arrebato de ira y no contestó. Miró fríamente al Sociólogo y bruscamente le dio la espalda.
Si había un defecto en la Eternidad, era esta cuestión de las mujeres. Desde que ingresó en la Eternidad había comprendido claramente el problema, pero no se sintió personalmente afectado hasta que conoció a Noys. De aquel momento había llegado a este otro, en que se hallaba traidor a su juramento de fidelidad y a todo lo que había creído hasta entonces.
¿Por qué?
Por Noys.
No sentía remordimiento. Esto era lo que más le sorprendía. No sentía ningún remordimiento. No tenía sensación de culpabilidad por las faltas que ya había cometido, entre las cuales el uso prohibido de un Análisis de Destino para fines particulares casi carecía de importancia.
Iría hasta donde fuese necesario.
Aquella idea, que por primera vez se planteaba con claridad, le pareció blasfema y escarnecedora. Y aunque la apartó de sí con horror, sabía que estaba dispuesto a hacerlo. La idea era sencillamente esta: que destruiría la Eternidad, si se veía obligado a hacerlo.
Y lo peor era saber que tenía poder para hacerlo, si se lo proponía. Harlan estaba frente a la entrada del Tiempo y pensó en sí mismo de una manera diferente: antes todo era muy sencillo; existían ideales, aunque sólo fueran palabras, por y para las cuales vivía uno. Cada fase de la vida de un Eterno tenía su propósito. ¿No rezaban así los «Principios Básicos»?
«La vida de un Eterno puede dividirse en cuatro etapas...»
Todo era claro y sencillo; sin embargo, para él todo había cambiado, y lo que se había roto nunca podría recomponerse.
Él había pasado confiadamente por las cuatro etapas de su vida como Eterno. Primero, el período de quince años durante los cuales no fue un Eterno, sino un simple habitante del Tiempo. Sólo un ser humano extraído del Tiempo, un Temporal, podía llegar a ser un Eterno; nadie nacía en tal posición.
A la edad de quince años fue seleccionado, tras un proceso riguroso de eliminación cuya naturaleza no pudo comprender entonces. Le habían llevado detrás del velo de la Eternidad después de una desgarradora despedida de sus familiares. (Antes le habían dicho que, pasara lo que pasara, nunca regresaría. Hasta mucho más tarde no supo la verdadera razón de ello.)


Fuente:
Título original: The End of Eternity
Traducción de Fritz Sengespeck
 Isaac Asimov 1977, Ediciones Martínez Roca, S. A. Superficción nº 26

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