viernes, 19 de junio de 2015

Clifford D. Simak. Premio Hugo, 1964.


Clifford D. Simak nace en Milville (Wisconsin, EUA) en 1904, en 1929 contrae matrimonio con Agnes Kuchenberg, con quien tendrá dos hijos. Estudia en la Universidad de Wisconsin y comienza a trabajar para algunos diarios, hasta que en 1939 entra a trabajar en el Minneapolis Star And Tribune de Minneapolis (Minnesota), en el que permanecerá hasta su retiro en 1976. Durante todo este tiempo, simultaneara su trabajo como periodista con su actividad como escritor, de ciencia-ficción principalmente.

Su primera publicación es EL MUNDO DEL SOL ROJO (THE WORLD OF THE RED SUN), en el número de diciembre de 1931 de Wonder Stories. Se trata, pues, de un autor previo a la época dorada de la era Campbell. Uno de los pocos que logró sobrevivir al cambio de orientación en la ciencia ficción que supuso que éste tomara las riendas de Astounding Science Fiction en 1937. De hecho, Simak no escribió nada en el periodo que va de 1933 a 1937 (con la única excepción THE CREATOR en 1935) porque el mismo confesaba sentirse incómodo con la ciencia ficción que se hacía en la época. No obstante, con la llegada de Campbell a ASF, las nuevas directrices se adaptaron perfectamente a su estilo, y se convirtió en uno de los autores regulares de la revista.

Es significativo el gran respeto y admiración que siempre despertó entre el resto de escritores del género, Isaac Asimov lo describe como un hombre afable y bondadoso en el aspecto personal, y como la encarnación de la sencillez y claridad literaria que él siempre ha buscado a lo largo de su obra, en el aspecto literario. Robert Heinlein va si cabe más allá, y dice que leer ciencia ficción es leer a Clifford D. Simak. Este reconocimiento culminará en 1976 con la otorgación del premio Gran Maestro de los Escritores de Ciencia Ficción de América (antes que él únicamente lo habían recibido Robert Heinlein y Jack Williamson).

Otros premios destacables a lo largo de su carrera son:
Premio Internacional de Fantasía (International Fantasy Award) para el mejor libro de ficción por CIUDAD (CITY) en 1953.
Premio Hugo a la mejor novela corta de 1959 por UN GRAN PATIO DELANTERO (THE BIG FRONT YARD).
Premio Hugo a la mejor novela de 1964 por ESTACIÓN DE TRÁNSITO (WAY STATION).
Premio de la Academia de las Ciencias de Minnesota en 1967 por el destacado servicio prestado a la ciencia [2]
Primer Premio Fandom Hall of Fame en 1973
Premio Júpiter a la mejor novela de 1978 por HERENCIA DE ESTRELLAS (A HERITAGE OF STARS).
Premios Hugo, Nébula, Locus y Analog al mejor relato corto de 1981 por LA GRUTA DE LOS CIERVOS DANZARINES (GROTTO OF THE DANCING DEER).
Premio Bram Stoker a la labor de toda una vida en 1988.

***

Estación de tránsito
Clifford D. Simak
Título original: Way Station
Trad. J. Ribera
Col. Biblioteca de Ciencia Ficción nº 4
Orbis, 1986
¿Qué podría decir de esta novela y de su autor que no se haya dicho ya? Os diría que es una de las más grandes escritas jamás, que forma parte de aquellos papeles impresos que nos han mantenido felizmente atrapados en el sillón durante tanto tiempo, que está a la altura de los seis o siete mejores títulos de ciencia-ficción, siempre en mi modestia opinión, junto a Pórtico de Frederik Pohl, Tigre Tigre (o Las estrellas mi destino, por favor) de Alfred Bester, El día de los trífidos de John Wyndham, 2001: una odisea espacial, de Clarke, Edén de Stanislaw Lem, Fundación de Asimov, y las que espero descubrir con los años.

Estación de tránsito nos narra la historia de Enoch Wallace, una persona sencilla que vive en una casa desconectada de todo atisbo de civilización, y del que se dice que tiene más de un siglo. Hombre corriente, aparentemente apocado, guarda un maravilloso secreto que le convierte, irónicamente, en uno de los hombres más civilizados del planeta. Deberá compaginar su vida cotidiana -y sus remordimientos al recordar su participación en la Guerra de Secesión- con el tremendo secreto que esconde, consciente que será descubierto, tarde o temprano, por aquellos a los que trata de proteger de una situación que podría cambiar, e incluso destruir, su actual forma de vida.

El maestro Simak narra la historia con una perfección descriptiva (a veces excesiva) que muy pocas veces he podido descubrir. La naturaleza montañosa y los largos paseos por caminos de idílica tranquilidad demuestran una sensibilidad ecologista que resulta extremadamente avanzada para la época, y que llevan implícitos unos ligeros toques de mágica fantasía.

Se muestra crítico con situaciones enormemente preocupantes y gran conocedor de la sociedad humana `natural`, donde sabe que el ser humano no es suficientemente bueno ni evolucionado. Hace gala de una imaginación propia de un avanzado exobiólogo, aunque debe expresarse en los términos de su época -el aparente desfase es más que natural-, y de una inventiva genial ante las situaciones que plantea, con un tono que se muestra, al mismo tiempo, utópico y clásico.

Si hay que poner un pero, sería el final, apretado y demasiado impaciente, que impide una conclusión explosiva de la historia que la convertiría, sin lugar a dudas, en la mejor novela de este género. No os dejéis disuadir por este pequeño punto negro y disfrutad de un libro maravilloso que, entre un maremagno de sentimientos, parece que nos ruega: seamos amigos.
Fuente: Raúl de la Cruz Orobio

(Fragmento de novela)
2
ESTACIÓN DE TRANSITO
Clifford D. Simak
Traducción de JOSÉ RIBERA
TITULO ORIGINAL EN INGLÉS:
WAY STATION
NEBULAE 120
E. D. H. A. S. A.
BARCELONA BUENOS AIRES
Depósito legal: B 26.724-1966
No. Rgtro. : 5214-66
© Clifford D. Simak
Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A.
Avenida Infanta Carlota, 129 - Barcelona
Emegé. E. Granados, 91 y Londres. 98 – Barcelona
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I
El fragor ya había terminado. El humo se arrastraba en finas hebras grises de
niebla sobre la tierra torturada, las cercas destrozadas y los melocotoneros hechos
astillas aguzadas por el fuego de cañón. Por un momento - reinó silencio, aunque no paz, sobre aquellos escasos kilómetros cuadrados de terreno, donde sólo un
momento antes los hombres gritaban y se debatían con el frenesí de un Odio
ancestral que los enfrentaba en una lucha s~ aliar, antes de que se separasen paracaer exhaustos.
Durante un tiempo interminable, según pareció, los truenos rodaron del uno al otro
confín del horizonte, la tierra destripada saltó por los aires, los caballos relincharon y los hombres profirieron roncas imprecaciones; se escuchó el silbido del metal y el
golpe sordo con que terminó; brilló el ruego abrasador y resplandeció el acero; los
gallardos colores de las banderas restallaron en el viento de la batalla.
Luego todo terminó y reinó el silencio,
Pero el silencio era una nota extraña que no tenía ningún derecho sobre aquel
campo ni sobre aquel día, y no tardaron en romperlo los gemidos y los gritos de
dolor, las voces pidiendo agua y las súplicas de muerte... el llanto, las llamadas y los gemidos que proseguirían durante horas bajo el sol del estío. Luego aquellas siluetas acurrucadas se quedarían quietas y tranquilas, se esparciría un hedor que causaría náuseas a todos cuantos por allí pasaran, y las tumbas no serían profundas.
Habría trigo que no sería nunca segado, árboles que no florecerían cuando
volviese la primavera, y en la ladera que subía hasta el farallón, las palabras sin
pronunciar, las gestas sin realizar y los bultos empapados que pregonaban el vacío y el despilfarro de la muerte.
Había hombres orgullosos que aún se habían cubierto de más gloria, pero que
entonces no eran más que nombres cuyo eco resonaría a través de las edades... la Brigada de Hierro, el V de New Hampshire, el I de Minnesota, el II de Massachusets, el XVI de Maine.
Y había también Enoch Wallace.
Aún empuñaba el mosquetón hecho pedazos y tenía ampollas en las manos. Su
cara estaba tiznada de pólvora. Tenía los zapatos cubiertos de polvo y sangre reseca.
Pero aún vivía.

II
4
El Dr. Erwin Rardwicke hizo rodar el lápiz entre las palmas de las manos. Era una
cuestión irritante. Miró al hombre sentado al otro lado de la mesa de su escritorio,
con cierta expresión calculadora.
- Lo que no acabo de entender - dijo Hardwicke - es por qué ha acudido usted a
nosotros.
- Verá; ustedes son de la Academia Nacional de Ciencias y pensé que...
- Y ustedes son de la CIA.
- Mire, doctor, si le parece mejor, considere esta visita extraoficial. Finjamos que
soy un ciudadano intrigado que se dejó caer por aquí para ver si usted podía ayudarme.
- No es que no quiera ayudarle pero no sé cómo podría hacerlo. Todo esto me
parece tan nebuloso y tan hipotético...
- ¡Pero por Dios hombre! - dijo Claude Lewis -, no puede usted negar las pruebas
que tengo... por pequeñas que sean.
- Bien, de acuerdo - repuso Hardwicke -, empecemos de nuevo y examinémoslo
detalle por detalle. Dice usted que tienen a este hombre...
- Se llama Enoch Wallace - continuó Lewis -. Bajo el punto de vista cronológico,
tiene ciento veinticuatro años. Nació en una alquería de Wisconsin, a pocos
kilómetros de la ciudad de Millville, el 22 de abril de 1840, y es hijo único de Jedediah
y Amanda. Fue de los primeros en alistarse en respuesta a la llamada de Abraham
Lincoln que pedía voluntarios. Se incorporó a la Brigada de Hierro, la cual fue
prácticamente liquidada en Gettysburg, en 1863. Pero Wallace consiguió ser
destinado a otra unidad de combate y luchó en toda Virginia bajo el mando de Grant.
Asistió al fin de la lucha en Appomatex...
- Veo que han investigado sus antecedentes.
- He mirado su hoja de servicios. Su solicitud de alistamiento en el Capitolio del
Estado, en Madison. El resto de la documentación, entre la que se cuenta su
licenciamiento, aquí en Washington.
Y dice usted que aparenta unos treinta años.
- Ni un día más. Y quizá menos que eso.
- Pero usted no ha hablado con él.
Lewis meneó negativamente la cabeza.
- Acaso no sea nuestro hombre. Si tuviésemos sus huellas dactilares...
- En tiempo de la Guerra de Secesión - dijo Lewis -, aún no se tomaban huellas
dactilares.
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- El último veterano de nuestra guerra civil - comentó Hardwicke -, murió hace
unos años. Creo que era un tambor de la Confederación. Aquí debe de haber algún error.
Lewis hizo un movimiento negativo con la cabeza.
- Lo mismo pensaba yo, cuando me destinaron a este caso.
-¿Y cómo fue que lo destinaron a él? ¿Por qué se interesan los servicios de
Información en un asunto como éste?
- Reconozco que es algo que se sale un poco de lo corriente - admitió Lewis -.
Pero es algo que podría tener consecuencias tan extraordinarias...
-¿Se refiere usted a la inmortalidad?
- Es posible que tal idea cruzara por nuestra mente. Una simple posibilidad de
ella. Pero sólo de refilón. Antes tuvimos en consideración otras cosas. , Hay algo tan extraño, que merecía una investigación.
- Pero la CIA...
Lewis sonrió.
- Ya sé lo que piensa: ¿por qué no se encargaba de la - investigación a un centro
científico cualquiera? Supongo que lógicamente así debiera haber sido. Pero uno de nuestros hombres tropezó casualmente con el asunto. Se hallaba de vacaciones.
Tenía familia en Wisconsin... y no ea aquella región particular, sino a unos cincuenta kilómetros de ella. Oyó un rumor... un rumor muy vago, que apenas pasaba de ser una mención casual. Entonces husmeó un poco por allí. No descubrió mucho, pero sí lo suficiente para hacerle creer que el rumor no se hallaba desprovisto de fundamento.
- Esto es lo que más me intriga - observó Hardwike -. ¿Cómo es posible que un
hombre viva ciento veinticuatro años en una localidad sin convertirse en una celebridad de renombre mundial? ¿Se imagina usted el partido que sacarían los
periódicos a un notición como éste?
- Me estremezco sólo de pensarlo - repuso Lewis.
- Aún no me ha dicho cómo sería posible.
- Resulta un poco difícil de explicar - contestó Lewis -. Se tiene que conocer la
región y sus moradores. El extremo de Wisconsin está limitado por dos ríos, el
Mississipi por el oeste, y el Wisconsin por el norte. Entre los ríos se extienden
anchurosas y dilatadas praderas, con ricas tierras, prósperas alquerías y ciudades.
Pero las tierras que descienden hasta el río son fragosas y quebradas; abruptos
riscos, altivos peñascos, profundas gargantas y acantilados, entre los que quedan
algunas regiones aisladas, a modo de bolsas. Para llegar a ellas, sólo hay malas
carreteras y las pequeñas y toscas casas de labor están habitadas por unas gentes que tal vez se hallan más cerca de los pioneros de hace cien años que de la civilización del siglo XX. Tienen automóviles, desde luego, y radios y pronto tendrán hasta televisión. Pero son de espíritu muy conservador y retrógrado... no todos los habitantes, desde luego, y de éstos muy pocos, pero esos pocos se encuentran en esos pequeños grupos aislados.
»Hubo un tiempo en que había muchas alquerías en esas bolsas aisladas, pero
hoy en día apenas nadie puede vivir en esas míseras explotaciones agrícolas. Las
dificultades económicas obligan poco a poco a los habitantes de estas zonas a
abandonarlas. Venden sus tierras por lo que les quieren dar por ellas y emigran,
principalmente a las ciudades, para poder ganarse la vida.
Hardwicke hizo un gesto de asentimiento.
- Y únicamente se quedan, por supuesto, los más retrógrados y conservadores.
Exacto. La mayoría de las tierras pertenecen actualmente a propietarios que viven
fuera de ellas y que las tienen abandonadas. Lo más que hacen es criar en ellas
unas cuantas cabezas de ganado. No es un mal sistema de eludir los impuestos para quienes necesitan recurrir a estos medios. Y en los días en que se estilaba el banco de tierra, muchas de estas tierras fueron administradas por este banco.
-¿Quiere usted decir que esas gentes tan atrasadas se han confabulado para no
hablar?
- Acaso no sea una conspiración tan declarada como eso - repuso Lewis -. Sólo
es su manera de hacer las cosas, una supervivencia de la antigua y recia filosofía de los pioneros. Sólo se ocupaban de sus propios asuntos. No les gustaba que los
demás se inmiscuyesen en ellos y en cuanto a ellos, no se metían en los asuntos
ajenos. Si un hombre quería vivir hasta tener mil años, esto podía ser asombroso,
pero al fin y al cabo era cuenta suya. Podrían comentarlo entre ellos, pero con nadie más. Les molestaría que un extraño quisiera tirarles de la lengua.
»AI cabo de un tiempo, supongo, terminaron por aceptar el hecho de que Wallace
continuaba siendo joven mientras ellos envejecían. La costumbre terminó por hacer desaparecer el asombro y probablemente no hablaron mucho de ello, ni siquiera entre ellos mismos. Las nuevas generaciones lo aceptaron porque sus padres no veían en aquello nada de extraordinario... y además, veían muy poco a Wallace, porque éste llevaba una vida muy retraída.
- Y en las regiones vecinas, cuando las gentes pensaban en aquello, se
acostumbraron a considerarlo como una especie de leyenda... otra absurda historia que no valía la pena comprobar. Tal vez fuese una simple broma de aquellos rústicos. Una historia como la de Rip Van Winkle que probablemente no encerraba una sola palabra de verdad. Nadie tenía ganas de hacer el ridículo tratando de averiguar lo que tuviese de cierto.
- Pero su agente lo hizo.
- Sí, y no me pregunte por qué.
- Sin embargo, no le habían ordenado que investigase el caso.
- Lo necesitaban en otra parte. Y además, allí ya era demasiado conocido.
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-¿Y usted?
- Me requirió dos años de trabajo.
- Pero ahora ya sabe la verdad.
- No toda. Hay más incógnitas ahora que al principio.
- Usted ha visto a ese hombre.
- Muchas veces - repuso Lewis -. Pero nunca he hablado con él. No creo que ni
siquiera me haya visto. Da un paseo todos los días antes de ir a buscar el correo.
Tenga usted en cuenta que nunca abandona sus tierras. El cartero le trae las
pocas cosas que necesita. Un saco de harina, una libra de tocino, una docena de
huevos, cigarros y a veces vino.
- Pero esto debe de ser contrario al reglamento postal. Claro que lo es. Pero los
carteros lo hacen desde hace años. No hace daño a nadie y así continúa hasta que alguien se queja. Pero en este caso, nadie se quejará. Es probable que los carteros sean los únicos amigos que ha tenido ese hombre.
- Según tengo entendido, el tal Wallace apenas trabaja
- Así es. Tiene un pequeño huerto y en él - cultiva algunas verduras. Sus tierras
vuelven a ser bravías y. salvajes.
- Pero tiene que vivir. Tiene que sacar dinero de alguna parte.
- Y lo saca - dijo Lewis -. Cada cinco o diez años envía un puñado de piedras
preciosas a una empresa de Nueva York.
-¿Las obtiene legalmente?
- Solo que usted quiere saber es si se trata de algo delictivo, le diré que no lo creo.
De todos modos, si alguien quisiera denunciarlo por ello, creo que habría una base
legal para hacerlo. No al principio, cuando empezó a enviar piedras preciosas, hace muchos años. Pero las leyes cambian y sospecho que tanto él, como el comprador, burlan a varias de ellas.
-¿Y eso a usted no le importa?
- Visité a esa empresa - contestó Lewis -, y se pusieron bastante nerviosos. En
primer lugar, robaban escandalosamente a Wallace. Yo les dije que siguiesen
comprándole, y que si se presentaba alguien a investigar, que me lo enviasen
inmediatamente. Por último, les pedí que guardasen silencio sobre e1 asunto y no
cambiasen nada.
- No quiere que nadie pueda asustarlo - comentó Hanwicke.
- Exactamente. Quiero que el cartero siga haciendo de recadero y que la empresa
de Nueva York continúe comprándole piedras preciosas. Quiero que todo siga tal
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como está. Y antes de que usted me pregunte de dónde proceden esas piedras, le
diré que lo ignoro.
- Quizá tenga una mina.
-¡Menuda mina sería! Una mina que daría diamantes, rubíes y esmeraldas.
- Yo diría que, incluso a los precios que le pagan, recibe mucho dinero.
Lewis asintió.
- Por lo visto, sólo efectúa envíos de piedras cuando necesita fondos. Vive de una
manera muy frugal, a juzgar la comida que compra, y, por lo tanto, no necesita
mucho dinero. Pero está suscrito a numerosos diarios y revistas de información, sin hablar de docenas de publicaciones científicas. También compra muchos libros.
-¿Obras técnicas?
- Algunas de ellas sí, en efecto, pero en su mayoría tratan de los últimos
adelantos. Física, química y biología... esas cosas.
- Pero yo no...
- Claro que usted no. Ni yo tampoco. No es hombre de o, al menos, no tiene una
formación científica.
En los días en que fue a la escuela eso no se estilaba... quiero decir que no se
daba la educación científica actual. Y además, lo que entonces pudiera haber
aprendido, hoy de poco le serviría. Asistió a la escuela de primeras letras - una de
esas escuelas rurales de una sola habitación - y sólo un invierno en una academia
que existió durante un año o dos en la aldea de Millville. Por si usted no lo sabe, le
diré que esa academia era de las mejores que existían a mediados del siglo pasado.
En cuanto a él, parece ser que era un joven muy inteligente.
Hardwícke movió dubitativamente la cabeza.
- Parece algo increíble. ¿Y usted ha comprobado todo esto?
- Lo mejor que he podido. He tenido que hacerlo con mucho cuidado. No quería
levantar la liebre. Ah; me olvidaba de una cosa... escribe mucho. Compra esas
grandes agendas o diarios, encuadernados en tela, en lotes de una docena. En
cuanto a la tinta, la compra a litros.
Hardwicke se levantó de la mesa y empezó a pasear por la habitación.
Lewis – dijo -, si usted no me hubiese mostrado sus credenciales y yo no hubiese
comprobado su autenticidad, me figuraría que todo esto no pasaba de ser una broma de muy mal gusto.
Regresó a la mesa y volvió a sentarse. Tomando el lápiz, se puso a hacerlo rodar
de nuevo entre las palmas de las manos.
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- Lleva ya dos años estudiando este caso – dijo -. ¿Y no tiene ninguna idea?
- Ninguna en absoluto - repuso Lewis -. Estoy completamente desconcertado. Por
esto me encuentro aquí.
- Sígame contando la historia de ese hombre. ¿Qué hizo después de la guerra?
- Su madre murió - dijo Lewis -, mientras él estaba en el ejército. Su padre y los
vecinos la enterraron allí, en sus tierras. Esto era frecuente entonces. El joven Wallace consiguió un permiso, pero no llegó a tiempo para asistir al entierro. En aquellos días no se solían embalsamar a los muertos y se viajaba con mucha lentitud.
Después volvió a la guerra. Por lo que he podido averiguar, no le dieron otros
permisos. Su padre vivió solo, cultivando sus tierras, haciendo su propio pan, sin
necesitar a nadie. Parece ser que fue un buen agricultor, excepcional para su época.
Estaba suscrito a varias revistas agrícolas y tenía ideas progresivas. Tenía en
cuenta, por ejemplo, la rotación de las cosechas y la prevención de la erosión, entre otras cosas. Sus tierras dejaban mucho que desear según las normas modernas, pero sacaba de ellas su sustento e incluso le permitían reunir algunos ahorros.
»Entonces Enoch regresó de la guerra y ambos cultivaron las tierras juntos
durante un año o cosa así. El viejo Wallace adquirió una segadora tirada por un
caballo, con una hoz mecánica que segaba el heno o el trigo. Aquello era un sistema revolucionario, junto al cual la guadaña no tenía comparación.
»Hasta que una tarde, el viejo salió a segar un campo de heno. Los caballos,
asustados por algo, se desbocaron.
El padre de Enoch fue derribado del asiento y cayó delante de la segadora
mecánica. No fue una manera muy agradable de morir.
Hardwicke hizo una mueca de disgusto.
- Horrible - dijo.
- Enoch fue a buscar a su padre y llevó el cadáver a la casa. Luego tomó una
escopeta y salió en persecución de los caballos. Los encontró en un extremo de los pastos, los mató a tiros y allí los dejó. Sí, allí. Durante años, sus esqueletos yacieron entre la hierba, allí donde él los mató, aun uncidos a la segadora, hasta que los arneses se pudrieron.
»Después volvió a la casa y tendió a su padre frente a ella. Lo lavó, lo vistió con
su traje negro de las fiestas, lo tendió sobre una tabla y luego fue al establo para
hacer un ataúd. Hecho esto, cavó una fosa junto a la tumba de su madre. La terminó a la luz de una linterna; luego volvió a la casa y pasó la noche velando a su padre. Al amanecer fue a participar lo sucedido al vecino más próximo, éste lo notificó a los demás y alguien fue en busca de un sacerdote. Al atardecer se celebró la ceremonia
mortuoria, terminada la cual Enoch volvió a la casa. Y allí ha vivido desde entonces, pero nunca ha vuelto a cultivar las tierras. Es decir, excepto el huerto.
- Decía usted que esa gente no quiere hablar con extraños. ¿Cómo se las ha
arreglado para saber tanto?
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- He necesitado dos años. Conseguí infiltrarme. Compré un automóvil
desvencijado, me presenté en Millville y dije que era un recolector de ginseng.
-¿Un qué?
- Un recolector de ginseng. El ginseng es una planta.
- Sí, ya lo sé. Pero ahora apenas nadie la emplea.
- Aún la compran algunos herbolarios. Se puede vender una poca para la
exportación. Pero yo también buscaba plantas medicinales y pretendía poseer un
amplio conocimiento de ellas y de sus virtudes. "Pretendía" no es la palabra
adecuada; me hallaba bastante empollado sobre la materia.
- El tipo de alma sencilla - comentó Hardwick - que aquellas gentes podían
entender. Una especie de anacronismo cultural. Y además inofensivo. Tal vez un
poco mal de la cabeza.
Lewis asintió.
- Salió mejor de lo que yo mismo esperaba Me limitaba a ir de una parte a otra y
escuchar lo que la gente me decía. Incluso descubrí un poco de ginseng. Habla una familia en particular... los Fisher. Viven a la orilla del río, al pie de la casa de Wallace, cuyas tierras se asoman al farallón. Esta familia habita en aquellas tierras desde hace casi tanto tiempo como los Wallace, pero son de un genero muy distinto. Los Fisher son una tribu de cazadores de zarigüeyas y de pescadores, amigos de cocinar a la luz de la luna. En mí encontraron un alma gemela. Y era tan enemigo de cambios y tan atrasado como ellos. Guisé con ellos a la luz de la luna, comimos y bebimos juntos y hasta nos fuimos en varias ocasiones a vender nuestras chucherías al pueblo. Salí de caza y de pesca con ellos, nos sentamos juntos, hablamos y me enseñaron un par de sitios donde podría encontrar un poco de ginseng..., “sang” es como ellos lo llaman. Supongo que un etnólogo hallaría una mina de oro con los Fisher. En la familia hay una muchacha..., es sordomuda, pero muy linda, que sabe curar las verrugas por medio de ensalmos...
- Conozco ese tipo humano - dijo Hardwick -. Yo nací y me crié en las montañas
del Sur.
- Fueron ellos quienes me contaron lo de los caballos y la segadora. Así es que un
día subí al lugar indicado y me puse a excavar en los pastos de los Wallace.
Encontré una calavera de caballo y algunos huesos.
- Pero era imposible saber si pertenecían a uno de los caballos de los Wallace.
- Desde luego que no - dijo Lewis -. Pero también encontré parte de la segadora.
No quedaba gran cosa de ella, pero sí lo bastante para identificarla.
- Volvamos a la historia de su vida - apuntó Hardwick -. Después de la muerte de
su padre, Enoch se quedó a vivir en la casa solariega. ¿No la abandonó nunca?
Lewis denegó con la cabeza.
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- Sigue viviendo en la misma casa. Nada ha cambiado.
Y la casa al parecer, no ha envejecido más que su habitante.
-¿Ha estado usted en la casa?
- En ella, no. Junto a ella. Le diré cómo es.

jueves, 18 de junio de 2015

Rodrigo Rey Rosa. Severina. Novela.


Rodrigo Rey Rosa (Ciudad de Guatemala, 4 de noviembre de 1958) es un escritor y traductor guatemalteco, Premio Nacional de Literatura 2004.Hijo de una familia burguesa de la capital guatemalteca —sangre italiana por parte de padre—,1 Rodrigo Rey Rosa recuerda que en su infancia viajaba mucho con sus padres, por México y América Central, también fueron a Europa. Pero la primera vez que viajó solo fue a los 18 años, inmediatemente después de haber terminado la enseñanza secundaria: fue a Londres y después recorrió el viejo continente, como tenía poco dinero, trabajó en Alemania, de allí fue a España.
Al regresar después de un año de viajes, estuvo otro en Guatemala, pero abandonó su país en 1979 debido al ambiente `de violencia y crispación` que existía y se instaló en Nueva York, donde se matriculó en una escuela de cine de la que no llegó a titularse.
***
Severina.
Un delirio amoroso. Así define su autor esta novela, en la que la monótona existencia de un librero se ve conmocionada por la irrupción de una consumada ladrona de libros. Como en un sueño obsesivo en el que se difuminan las fronteras entre lo racional y lo irracional, el protagonista se va adentrando en las misteriosas circunstancias que rodean a Severina y en la equívoca relación que mantiene con su mentor, a quien presenta como su abuelo, al tiempo que alimenta la esperanza de que la lista de libros sustraídos le ayudará a entender el enigma de su vida.

Fuente: Título original: Severina
Rodrigo Rey Rosa, 2011.
Diseño/retoque portada: Arkaitz del Río
Editor original: Biblion2008 (v1.0)
ePub base v2.0

(Fragmento) Novela: Severina.

Me fijé en ella la primera vez que entró, y desde entonces sospeché que era una ladrona, aunque esa vez no se llevó nada.
  Los lunes por la tarde solía haber lecturas de poesía en La Entretenida, el negocio que habíamos abierto recientemente un grupo de amigos aficionados a los libros. No teníamos nada mejor que hacer y estábamos cansados de pagar precios demasiado altos por libros escogidos por y para otros, como le ocurre a la llamada gente rara en las ciudades provincianas. (Cosas mucho peores pasan aquí, pero no es de eso de lo que quiero hablar ahora.) En fin, para acabar con este malestar, abrimos nuestra propia tienda.
  Acababa de terminar con una de las mujeres que yo creía que sería la mujer de mi vida. Una colombiana. Una historia fácil e imposible a la vez, una pérdida de tiempo o una hermosa aventura, según quien lo vea.
  La librería no era muy grande, pero había sitio, en el fondo del local, para acomodar mesas y sillas para estos actos, que oscilaban entre la mera lectura, la performance y el burlesque.
  La vi llegar una tarde después de un chaparrón que inundó los pasillos del sótano del pequeño centro comercial en donde estábamos, y había que andar de negocio en negocio por unos tablones elevados sobre bloques de cemento y ladrillos reciclados. Vestía tights, botas altas sin tacones, una blusa blanca de algodón, y el pelo lo tenía muy negro. Parecía bastante madura. No se quedó hasta el final de la lectura de unos poemas en prosa que, para mí, sonaban muy bien, pero yo supe que volvería.
  Varias tardes estuve esperándola. ¿Por qué estaba seguro de que volvería?, me preguntaba. No lo sabía.
  Al fin, otro lunes por la tarde, apareció. La lectura ya había comenzado. Se quedó de pie junto a las cortinas que separaban la librería en sí de la salita de lectura. Ahora traía un vestido de una sola pieza de algodón azul celeste un poco holgado que le llegaba hasta las rodillas —unas rodillas perfectamente redondas, torneadas con evidente esmero—, un cinturón ancho de metal plateado, sandalias de cuero negro y un pequeño bolso de lentejuelas. Se quedó hasta el final. Fue a tomar algo junto al bar, intercambió miradas y saludos y, antes de marcharse, con una velocidad admirable, se guardó en el bolso dos libritos de la sección de traducciones del japonés. Salió por la puerta sin ninguna prisa. La alarma no sonó; me pregunté cómo lo había logrado. La dejé ir: de nuevo, estaba seguro de que volvería.
  Un momento más tarde fui hasta el anaquel japonés. Anoté los títulos de los libros sustraídos en una libreta de cuentas, puse la fecha y la hora. Luego fui al cubículo de la caja registradora y me quedé allí, tratando de imaginar adonde iría con los libros.
  La ocasión siguiente, dos o tres semanas después, al verla llegar le di las buenas tardes y le pregunté si buscaba algo en particular.
  —Quiero hacer un regalo, sí —fueron las primeras palabras que le oí decir.
  —¿Se puede saber para quién es?
  —Para mi novio —me dijo; tenía un acento imposible de identificar.
  —Usted sabrá, entonces. Hay algunos títulos nuevos en la sección de traducciones del japonés.
  Se le iluminó la cara.
  —Ah —dijo—. Los japoneses me fascinan.
  —Por allá —indiqué un extremo de la librería—. Usted ya sabe.
  No se inmutó.
  —Pero no le gustan tanto a él. Están demasiado de moda, es la explicación que da. ¿Tiene algo de… Chesterton?
  Me reí —una risa vacía.
  —Ah, esa clase. Algo debe de haber por ahí. Estaría —señalé el extremo opuesto del negocio— en el estante más alto. Che, sí, de Chesterton.
  Volví a colocarme detrás de la caja registradora, me puse a ojear catálogos, para que ella se sintiera a sus anchas. Iba de un lado para otro entre los libros. Me pareció oír cuando dejaba deslizar uno (un volumen de Las mil y una noches en la versión de Galland, como comprobé después) hacia el fondo de su morral. Fingió una tos —dos libros más—. Unos minutos después se acercó a la caja y me dijo:
  —No he tenido suerte. Le compraré un perfume.
  —Vuelva cuando quiera. —Me quedé mirándola. Pasó por el arco de la alarma, que, de nuevo, no sonó.
  Fui hasta el anaquel expoliado. Anoté en la libreta: Las mil y una noches, volúmenes uno, dos y tres. Agregué la hora y la fecha. Decidí que algún día iba a seguirla cuando saliera.

miércoles, 17 de junio de 2015

Raúl Argemí. Novela. Retrato de familia con muerta.


RETRATO DE FAMILIA CON MUERTA

  Raúl Argemí

El asesinato sin resolver de una mujer de la alta sociedad argentina persigue a Juan Manuel Galván, juez en activo. La violencia con que es asesinada y la falta de un móvil claro lo mantienen en vilo. Tanto que su curiosidad profesional para que los culpables sean descubiertos y castigados deviene en una peligrosa obsesión. En torno a la muerta y su asesinato va tejiéndose una red que, lejos de aclarar los hechos, la complica todavía más. Su familia, sus amistades, la fundación para la ayuda a los niños necesitados que preside, todo lo que la rodeaba se convierte en una inmensa trampa que la lleva a esa muerte indigna y patética.
  Raúl Argemí consigue con Retrato de familia con muerta descubrirnos las miserias de las clases bienestantes argentinas, la podredumbre que rodea los «countrys» o urbanizaciones cerradas, fuertemente protegidas, que son un campo sembrado para criminales de guante blanco, «inocentes» que no dudan en matar para preservar su estatus. A través de los ojos de un juez que ha perdido la fe en su oficio y en la capacidad de las instituciones para proteger a las verdaderas víctimas nos sumergimos en una sociedad carcomida por la corrupción.


ACERCA DEL AUTOR

  Raúl Argemí (La Plata, Argentina, 1946). Es autor de novela negra. Su obra ha ganado siete premios internacionales, el Dashiell Hammett entre ellos, y ha sido traducida al francés, italiano, holandés y alemán.
  A comienzos de los setenta participó en la lucha armada en Argentina, militando en el ERP - 22 de Agosto. Pasó toda la dictadura encarcelado y recuperó la libertad en 1984. Fue jefe de cultura y director de la revista Claves y colaborador de la edición suramericana de Le monde diplomatique. Vivió más de una década en la Patagonia hasta que se trasladó a Barcelona en 2000.
  Con esta novela, en 2008 Raúl Argemí se convirtió en el ganador del Premio Internacional de novela negra LH Confidencial, en su segunda edición.
Fuente: RocaEditorial.
***
  (Fragmento. Capítulo 1).
  1
Ella: la muerta


  Me llamo Juan Manuel Galván, y soy juez. En activo. He hecho el proceso de muchos, pasando desde la convicción más cerrada hasta la aceptación de que las cosas son como son, y no se pueden cambiar. Sólo que, de tanto en tanto, una chispa de rebeldía, de inconformidad, aparece para estropear un camino de rutinas hacia la nada.
  Fue un 28 de octubre cuando soñé con ella. Imposible olvidar la fecha, y su cara. Sonriéndome, y con el mismo gesto de la mano con que unos días antes Mariela, mi hija, le contaba a todo el mundo cuántos años cumplía. Cuatro dedos regordetes, Mariela. Cuatro dedos afilados tal vez por las sombras, la muerta.
  Sonreía con esa cara un poco boba, que yo conozco tanto; desde la primera vez que tuve conciencia de que ese reflejo en los espejos era yo mismo. Una cara un poco boba; de retrasado, de idiota.
  Me miraba con los ojos dolidos del que no entiende, del que llega siempre un poco tarde a la comprensión de los hechos más sencillos.
  Mariela no tiene esa cara, y doy gracias a Dios.
  Ella sí. Tal vez porque cumplía sus primeros cuatro años como muerta y aún ni ella ni nadie sabía quién había sido su asesino. Me equivoco. Ella sabe, y el dolor de su mirada es porque los otros, los que miran con viveza, siguen ensuciando el juego.
  La vi con tanta claridad que de pronto estaba tan despierto como si nunca en la vida hubiera necesitado dormir. Como si hubiera recibido un mandato que no podía rechazar, porque si lo hacía, nunca más volvería a dormir sin que ella volviera a mostrarme sus dedos y su sonrisa de simple.
  Todavía estuve unos minutos horizontal, preguntándome qué era aquello. Por qué la muerta recurría a mí, que había dejado de seguir esa causa hacía tiempo, cuando a pesar de mi cara me nombraron juez.
  Me había quedado dormido en el sofá de mi despacho, donde muchas veces trabajo toda la noche, sin volver a casa. Muchos dicen que soy un empecinado, que soy despiadadamente ambicioso, que muerdo como un perro de pelea; y es cierto. Cuando uno tiene cara de tonto, de lento, y no lo es, no puede dar ventajas. No quiere dar ventajas.
  Está bien, ella no miraba así por las mismas razones que yo. A mí, cuando era un recién nacido, se me cruzó un algo sobre lo que los médicos nunca se pusieron de acuerdo, y desde entonces arrastro un poco la pierna izquierda. Unos días más, otros menos. El brazo izquierdo también se me suele declarar en huelga en los momentos más incómodos, pero ya estoy acostumbrado. El presagio de que la parálisis de medio cuerpo me haría un inútil para siempre no se cumplió. No del todo. Pero me dejó la cara afilada, y a veces un arrastre al hablar, y esa mirada de tonto dolido que no puedo evitar, ni aunque pudiera hacer un pacto con el diablo.
  Es cierto, muchas veces fue una ventaja. Cuando llegué a secretario judicial y debía interrogar a los procesados llevaba las de ganar. Ellos se relajaban, y sus mentiras se hacían fáciles; predecibles. Nunca se me escapaban. Pero en otros terrenos todo era contra. No era fiable, no parecía inteligente, no imponía, y en la justicia, entre los que mandan, parecer es lo que cuenta.
  Por eso tenía que morder como un perro. O nunca llegaría a ninguna parte.
  ¿Por qué estoy contando esto? ¿Para que me tengan lástima? Error. Pienso más rápido que la mayoría, pienso con rabia, con furia domada por años de sentirme desvalorizado. Puedo morder hasta sacar sangre, si es necesario. Y casi siempre es necesario.
  La verdad es que ya me había olvidado de la muerta. Era un episodio del pasado. Pero ella se me apareció en ese sueño para compartir su cuarto cumpleaños en el limbo de los asesinados sin asesino. Y me vi en sus ojos desconcertados.
  Es verdad, eso ya me había llamado la atención cuando fui parte de una de las investigaciones más enredadas, confusas y sórdidas que puedo recordar.
  Por aquellos días pude ver una serie de fotos que la mostraban jugando al tenis, en fiestas familiares, estrenando una bicicleta de un infantil color de rosa, pocas veces sola, casi siempre con alguno de sus asesinos en las cercanías. Y también estaban los tapes de la televisión. Cuando ella se transformó en una figura pública un poco desconcertante, y la llevaban a los programas de entrevistas para la hora de la siesta. Ya se sabe, un vendedor de helados que recibe mensajes extraterrestres cuando duerme, la inventora del yoga que adelgaza veinte kilos en tres semanas, el político joven que sonríe constantemente, como si en ello le fuera la vida; la vieja actriz que aparenta hablar de otra cosa, pero lo que quiere es lucir sus tetas nuevas.
  Tenía esa mirada. De simple. En algunos sitios al tonto del pueblo, al niño o al hombre retardado, no se lo llama tonto o tarado, se le tiene piedad, se lo llama «simple», como si los otros fueran demasiado complejos.
  Y ella, la muerta, tenía esa mirada, de simple.
  Seguramente la misma sorprendida mirada con que recibió los seis tiros que terminaron con su vida.
  En ese mes de octubre, con el olor de la primavera entrando por las ventanas, junto al perfume ácido y ruidoso de los coches que cruzaban la noche, me di cuenta de que no sabía quién era ella. Que nunca me había preguntado quién había sido la muerta, antes de ser eso, un cadáver plantado en el centro de una investigación procesal.
  Y me sentí deudor. ¿De quién? De mí mismo, que no había sabido reconocer mi mirada en sus ojos. ¿Ocultaba también un secreto?
  Entonces tomé la decisión de violar un poco la ley. Cualquiera de mis profesores de derecho penal diría que la ley se respeta o se viola. Que como las mujeres, no se puede estar «un poco» embarazada; o está o no lo está. Pero yo ya soy perro viejo. Y no tengo necesidad de decir tonterías.
  Por eso me propuse violar las normas «un poco», y aventurarme sin permiso en los registros informáticos que vinculan los juzgados. Se supone que eso no se puede hacer, porque la técnica lo impide, y no se debe hacer porque la ética otro tanto. Pero yo sé que se puede. Y lo hago.
  Si no hubiera tenido esta cara que tengo, mi mujer habría sospechado que mis prolongadas ausencias ocultaban una amante. No lo hizo, o tal vez sí lo hizo, en todo caso se equivocó a medias. Porque noche tras noche me recluía en el despacho, cuando no salía de fantasma a invadir despachos ajenos, para encontrarme con mi amante, la muerta. Necesitaba saber quién había sido.
  Otro seguramente se hubiera conformado con buscar el caso en Internet, y en las bases de datos judiciales, pero para mí no era suficiente. Necesitaba saber cómo habían construido, las miradas de los otros, la vida y la muerte de esa mujer.
  —¡Pirandello ataca otra vez! —hubiera dicho el Ritter, con ese tono burlón, irónico, que adoptó para siempre cuando íbamos a la secundaria.
  Ritter tenía razón, porque el escritor italiano decía que somos la suma de las miradas de quienes nos ven. Y yo necesitaba sumar los ojos que convergían sobre la muerta, para saber quién era.
  A Ritter todavía no le había llegado el turno, pero ya era seguro que tendría que apelar a él para enterarme de lo que yo no podía saber de ninguna manera. Ritter era muchas personas, y también mis ojos en el lado oscuro de la Luna.
  Con el tono burlón del Ritter en el oído, arrastré mi pierna hasta el escritorio, encendí la pantalla y entré en los archivos a lo bestia, sin preguntarme si me estaba permitido.
  Para construirla. Para saber cómo era. Quería entender su mirada.
  Lo confieso. Por primera vez en mi vida me sentí libre. No tenía la obligación de juzgar a nadie. No tenía que cumplir rituales, ni plazos, ni formalidades. Estaba violando las normas que me tocaba defender, y saberme un delincuente me hacía libre.
  No era una bestia de juzgado, era un cazador. Y mi presa una mujer muerta que miraba de cierta manera. El rastro eran los otros. Los que estuvieron allí, rondando su cadáver.

martes, 16 de junio de 2015

Miguel Sánchez-Ostiz.


Miguel Sánchez-Ostiz.
Novela La caja china. 1996.
Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, Navarra, 14 de octubre de 1950), es un escritor español, autor de novelas, ensayos, poesía, colaborador habitual en prensa, Premio Nacional de la Crítica en 1998 y experto en la obra y figura de Pío Baroja.
Premio Herralde de novela 1989.
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MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ. Poeta, narrador y ensayista navarro, nacido en Pamplona en 1950. Forma parte del grupo de escritores cuya obra empezó a suscitar la atención en la década de 1980. Posee una sensibilidad muy especial, cuidadosa con el entorno y vinculada al pasado. Poeta de la intrahistoria, volcado en el rescate de lo más valioso, ha producido un conjunto de libros de poesía en los que se recrean los mundos de la fábula y los sueños, como Pórtico de la fuga (1979), Los reinos imaginarios (1980) y De un paseante solitario (1985). En su larga lista de novelas se pueden señalar: Los papeles del ilusionista (1983); El pasaje de la luna (1984), expresión fiel de sus obsesiones provincianas; Tánger Bar (1987), pintura de un universo cerrado; La gran ilusión (Premio Herralde de novela 1989), sobre la amistad que se desvanece; Las pirañas (1992), crítica feroz pero dotada de un propósito moral; Un infierno en el jardín (1995); La caja china (1996); No existe tal lugar (1997), obra localista, evocadora y cargada de ensoñaciones que recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1997; La flecha del miedo (2000); El corazón de la niebla (2001) y En Bayona, bajo los porches (2002), dos novelas con las que iniciaba un ciclo narrativo sobre la historia reciente de España titulado Las armas del tiempo; y La nave de Baco (2004). Ha publicado abundante prosa narrativa y ensayística, como La negra provincia de Flaubert (1986), Mundinovi (1987) y Literatura, amigo Thompson (1989), en las que ensaya el uso de las memorias como recurso expresivo de la incertidumbre, así como La puerta falsa (1991), Correo de otra parte (1993), El árbol del cuco (1994), Veleta de la curiosidad (1994), El santo al cielo (1995), Las estancias del Nautilus (1996), Palabras cruzadas (1998), El vuelo del escribano (1999) y Derrotero de Pío Baroja (2000).



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En La caja china, Sánchez-Ostiz trata de responder, adoptando la forma de un imaginario detective, la pregunta de adónde conducen las huellas que a su espalda ha dejado un hombre desaparecido de forma inesperada en extrañas circunstancias: unas pocas pertenencias banales y los mínimos objetos personales abandonados en la habitación de un hotel fantasmagórico, en el invierno mortecino de una pequeña ciudad de playas y casinos. Su pesquisa lleva al autor a seguir los pasos de un personaje desclasado y de pensamiento errático, experto en la doble vida y en la falta de coraje, poseedor de una notable impericia para gestionar tanto los asuntos propios como los ajenos, y náufrago a todas luces en la sociedad de su época y en su propia vida. Un personaje que en la cuarentena se empeña, a pesar de todo, en encontrar su lugar en el mundo, en reconstruir las pocas certezas de su existencia, sus trampas, engaños, miedos y torpezas, en reconciliarse también consigo mismo y en encontrar una auténtica vía de escape que le libere de las sombras de su conciencia.
  Sánchez-Ostiz aborda la crónica, más irónica que sombría, de un tiempo oscuro y de un mundo turbio que se esconde debajo de una cacareada sociedad del bienestar y traza de paso las precisas siluetas de sus figurantes: una tropa de sonámbulos, extraviada en su propia época, los insatisfechos y marginales, bizcos de manos en ocasiones, pero rigurosamente contemporáneos. Personajes que se debaten consigo mismos en el borroso escenario de una ciudad del sur de Francia encarada al océano, en un territorio a todas luces fronterizo, sin poder diferenciar lo vivido de lo imaginado, el mundo de la luz y el mundo de la sombra, lastrados por un pasado dudoso y casi desprovistos de otro futuro que no sea el de desaparecer en extrañas circunstancias.
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Fuente: Editorial Anagrama.

Miguel Sanchez-Ostiz
La caja china
Título original: La caja china
Miguel Sanchez-Ostiz, 1996
Diseño de portada: Julio Vivas.
Ilustración de portada: Sans titre (Hotel de L’Etoile) caja de Joseph Cornell
 Para Dominique

(Fragmento).
 LA MALETA VACÍA
Rafael Vidán, viajero de una sola noche y sin embargo largamente esperado, no ocultaba su satisfacción por haber conseguido vencer sin ninguna dificultad la desconfianza del hotelero en aquel hotel de aspecto descalabrado, cubierto de desconchados, grietas y remiendos, que se alzaba en un extremo de la plaza de Santa Eugenia de Biarritz, como un testimonio de otra época. Rafael, hombre de prejuicios y de temores las más de las veces infundados, cuando se encontraba en parecidas circunstancias, pensaba que su acento extranjero le delataba y predisponía a sus interlocutores en su contra. Su experiencia de los pocos hoteleros franceses o ingleses que había tenido ocasión de conocer no era muy buena. Había padecido sevicias de distinta consideración. O eso al menos es lo que le parecía. No iba a ser así esta vez, con aquel extraño hotelero del Hotel del Fetiche. Y no iba a ser lo único que no era ni como pensaba ni como parecía.
  «Curioso nombre para un hotel», pensó Rafael cuando se encontró frente a la puerta de entrada. Chocante desde luego en esa parte de la ciudad donde las enseñas ostentaban los nombres de Hotel del Océano —el suyo—, Hotel del Puerto Viejo, de Washington… Él, sin embargo, no había venido en busca de curiosidades, ni de pasatiempos de viajero de una sola noche que persigue el encanto secreto de las ciudades, «en plan Arrensberg», pensó al recodar un recorte de un suplemento dominical que había llevado en la cartera como un manual de instrucciones del viajero sin ataduras que todavía quería ser a ratos. Él había venido en busca de algo más prosaico. Algo que con seguridad se le había escapado una vez más de las manos. No era exactamente culpa lo que sentía. Se trataba tan sólo de la desazón y del agobio que le acometía cuando sospechaba que estaba dando pasos en falso, y también de la perentoria necesidad de acabar con aquel asunto cuanto antes.
  Allí estaba, por fin, en el centro de la habitación que ellos habían ocupado, escuchando distraído la cháchara del hotelero, mirando a su alrededor, con curiosidad nerviosa y a la vez con disimulo, como el mal comprador que era, llevando la vista de un lado a otro, de un objeto a otro, buscando detalles reveladores, intentando fijar esos objetos que veía desparramados a su alrededor, tratando de imaginar, de adivinar cómo, cuál había sido la vida de ellos dos en aquel hotel, mediocre al fin y al cabo, muy poco del estilo de los hoteles que él se imaginaba que a ellos les gustaban o que estaban acostumbrados a frecuentar. Aquélla fue la primera de una larga serie de sorpresas.
  —Acompáñeme si quiere. Estoy desocupando su habitación… Poco queda por hacer —había dicho hacía unos minutos el hotelero después de que hubiesen intercambiado unas banales, corteses y algo confusas palabras de presentación.
  —Fui yo el que llamó ayer… Pensaba encontrarla aquí —había dicho Rafael Vidán.
  —Ya. Le esperaba. Ella me aseguró que usted vendría hoy… No estaba cuando usted llamó… Vino luego, le dije que había llamado, pero se marchó de nuevo. Llamó esta mañana y me dijo que usted se encargaría de todo. En fin, aquí está usted.
  Se veía tratado con una familiaridad que aceptó desde el primer momento de buen grado. Una vez más, o como siempre, había llegado tarde, pensó con un fondo de irritación. No dejó traslucir su enojo. Sonrió ligeramente.
Rafael se acercó a una de las ventanas de la habitación y apartó los visillos que la brisa hinchaba. Desde allí podía ver el mar y en él, cabeceando ligeramente, un pesquero con el casco pintado de color amarillo limón y unas franjas verdes en las amuras; en las pértigas llevaba unos gallardetes rojos requemados por el sol y el salitre. Era un día claro, muy luminoso, de comienzos de primavera. Una mañana en la que las cosas se mostraban con una nitidez que parecía inmovilizarlas. La vida de la ciudad tenía un ritmo lentísimo. Tan sólo, a lo lejos, cerrando el horizonte, había una ligera neblina. Observó con desgana a la gente que pasaba de un lado a otro de la plaza, la fachada blanquecina de la iglesia de Santa Eugenia —salía de ella un hombre de edad que en ese momento se calaba una boina con las dos manos y desaparecía de inmediato detrás de unos tamarindos—, los otros hoteles iluminados por el sol, las terrazas acristaladas desiertas a esa hora, una peluquería en cuya puerta, al sol, había un hombre joven, moreno y repeinado, con los brazos cruzados. A Rafael Biarritz le era casi por completo ajena. Desde que hacía tres años había perdido su pequeño negocio de transportes la frontera era un territorio perdido, antes casi también. Nunca había sabido desenvolverse en ese ambiente espeso. No conocía a nadie en la ciudad.
Se volvió hacia el hotelero, que entretanto no había dejado de hablar, cuando éste dijo «Bonita vista… ¿Eh?». Le observó con detenimiento y no le contestó. Era un personaje curioso. Con un rostro achinado, de rasgos gruesos y surcado por profundas arrugas, llevaba el cráneo afeitado e iba vestido con descuido: un jersey de marinero azul oscuro debajo de una americana muy usada a cuadros en tonos verdosos y amarillos con coderas de cuero color miel. Había algo en él que le producía una instintiva curiosidad; también confianza.
—Así que usted es el hermano de Adrián —repitió una vez más el hotelero como si hablara consigo mismo—. Le esperaba. Ha sido una desgracia, ya se lo he dicho. Estas cosas ocurren. Unos vienen. Otros van. Y a veces pasan cosas que no podemos prever. Ella dijo que sin duda usted desearía llevarse algunas cosas… ¿Sí? Espere un momento. Bajaré a buscar una caja.
Desapareció silboteando y le dejó solo. Esta vez Rafael pudo examinar con más detenimiento la habitación. La encontraba vulgar y desordenada. Sobre la chimenea, cuyo hogar estaba cerrado con una placa metálica oscura, colgaba un espejo de marco negro azabache coronado por un copete. Le resultó un tanto fúnebre el florón. Escrita con carmín de labios, una palabra escueta trazada con furia y encerrada dentro de un círculo: «Adiós». El leerla no le produjo emoción especial alguna. La miró inclinando la cabeza a un lado y a otro. «Caramba, todo un carácter», se dijo.
Prendidas en el marco había un par de tarjetas postales, una tarjeta de visita —«Alvarado. Antiquaires»—, otros papeles, facturas, una tira de fotografías de fotomatón… Estela. Estela. Estela. Estela y Adrián: Estela con una expresión seria en el rostro, sus grandes ojos acentuados por el maquillaje oscuro. Estela reteniendo una carcajada. Estela tapándose la cara con las manos. Estela abrazada a Adrián, que por lo visto había entrado de improviso en la cabina. La cogió, la miró con más atención y con una cierta aprensión que le hizo frotarse los dedos y la volvió a dejar con cuidado en el mismo lugar donde la había encontrado. Se trataba de algo que le resultaba ajeno. Volvía una vez más la antigua sensación de incomodidad ante todo lo que llegaba a sus manos o le tocaba, y le era extraño por haber pertenecido a otro, a su hermano sobre todo, y a una historia o una situación en la que él no había participado, pero que de inmediato le provocaba el deseo de haber estado presente y de haber sido uno de ellos, uno más de la partida. Una vez más, la molesta sensación del espectador colocado a la fuerza en una segunda fila. Él era ajeno a esa alegría contenida, a ese momento sin duda feliz en la vida de ellos. Como siempre. No era nada nuevo.
A continuación cogió una de las tarjetas postales. Estaba dirigida a Adrián. Una vista de Acapulco. Acantilados, villas, hoteles, el mar, el boscaje de unos jardines… Todo ello de un colorido pastel que le daba el aire de una vieja tarjeta postal coloreada a mano que bien podría haber sido enviada hacía veinte o treinta años. Incluso su formato alargado era inhabitual. En el dorso, cuatro líneas en castellano. Alguien, desconocido para Rafael, invitaba a Adrián, en un tono frívolo más que festivo, que también le resultó insoportable, a reunirse con él en las próximas fechas: «Adrián, querido, deberías apresurarte si todavía quieres disfrutar de estos sensacionales días. Te esperamos aunque sea acompañado. Luego regresaremos a México capital. Y luego quizás otra vez al norte. Estrechos abrazos». El nombre que le pareció adivinar en la firma era Roy. Y otro texto en inglés firmado por Ágata: Everithing would be better if you’d come. «¿Quiénes serán éstos? ¡Bah!, ya me enteraré», se dijo.
La tarjeta estaba fechada más de siete meses atrás, en el otoño del año anterior. Le llamó la atención que la dirección adonde había sido enviada no fuera la del Hotel del Fetiche. Se alegró de que Adrián no hubiese podido ir a Acapulco. En cierta manera había sido gracias a él. Ni a Acapulco ni a ninguna parte. Pero, como siempre, se arrepintió de inmediato de su mezquindad, se sintió culpable. Rafael Vidán tenía una idea muy distinta de adonde pensaban dirigirse Adrián y Estela. O mejor dicho no tenía ninguna. Él se había creído lo que ellos le habían dicho en su primera carta: que pensaban marcharse a Venezuela, donde, según decían, a Adrián le habían ofrecido un trabajo de representante de no recordaba qué producto comercial, algo tan vago que le había hecho sonreír, algo relacionado con materiales de construcción o con telefonía. La historia no le había llegado a interesar. No pensó en que tal vez la tarjeta no era más que una vaga invitación de circunstancias; tampoco en que pudiera ser una broma privada o una burla a él dirigida. No era seguro que esta vez hubiesen tratado de engañarle de nuevo, como él había sospechado.
Al tiempo que dejaba la postal en el marco del espejo, pensó que de todas formas no les había prestado el dinero que le pedían, y que en cualquier caso todo aquello carecía ya de importancia.
La otra postal era una vista, en tonos grises y azafranados, de Venecia. Era una postal vieja, con los bordes dentados. La fachada del palacio Loredan. No importaba, él nunca había estado allí y además estaba escrito al dorso. La firmaba un tal Ed. Fresneda. No le conocía. Nunca había oído hablar de él.
Con otra tinta firmaba una tal Nina. Estaba remitida desde París. Una postal elegida al azar, sin duda. «¿Vendréis este año? Ya lo dicen los philosophes: Nada como tomarse un helado en Nochevieja en el Florián. Hasta pronto. Hemos visto a Arrensberg. Es impresionante». «Menuda gilipollez», pensó Rafael. Al igual que la anterior, estaba fechada varios meses atrás. La colocó junto con la de Acapulco en el marco del espejo. En éste contempló el desorden que reinaba a su espalda. Alguien había desaparecido precipitadamente de escena. El desorden de la habitación de un viejo hotel que antaño, más que lujoso, pudo haber sido confortable, regentado por un pintoresco personaje que le había producido una cierta curiosidad y que hacía ya un buen rato que había desaparecido de escena.
Rafael se miró en el espejo. Sacó la lengua. Blancuzca. Se pasó por delante de la boca el dorso de la mano. Se arregló el nudo de la corbata, el pañuelo. La camisa no estaba del todo limpia y tenía los bordes desgastados. En la solapa de la americana lucía una mancha oscura. El poco pelo que le quedaba estaba repeinado en largas mechas y daba una impresión de desaliño. No se gustaba. No se había gustado nunca. Se dijo como siempre, con el único fin de infundirse ánimos, que no tenía muy buen aspecto. Tal vez estuviese enfermo. A la altura del rostro, la última palabra de Estela. Fue a borrarla y se pringó la mano. Sacó un pañuelo y se la frotó. Sobre el mármol de la chimenea había cajas de cerillas y varios paquetes de cigarrillos sin abrir, apilados cuidadosamente, un par de cigarrillos sueltos, una barra de carmín, que Rafael abrió, olió y cerró. Era de un color muy oscuro. Se le cayó un trozo. De un puntapié lo lanzó a un rincón. Un caballito de madera lavada de origen norte africano que examinó con poca curiosidad y un barco encerrado en una botella… Mapas Michelin del norte de África, Marruecos, el Rif, el Atlas, algunas guías antiguas y modernas de viajes en la zona, un manual de navegación…
Se dirigió al secreter de limoncillo que se encontraba abierto entre las dos ventanas. El mueble estaba desvencijado y alabeado, tenía marcas de vasos y de humedad y su interior estaba en completo desorden. Le dio la impresión de que alguien había estado buscando apresuradamente algo entre todo aquello. No se reprochaba el tener una imaginación vagamente novelesca. Pilas de periódicos y revistas, cartas, un telegrama en papel azul, alguna factura, objetos menudos… Sobre el mueble había una botella de whisky más que mediada, tres vasos sucios, una pila de libros de bolsillo: novelas policiacas… Las repasó. Aquellos autores a él no le decían mucho. Él se había jactado en alguna ocasión, incluso ante su hermano, de no entender nada de lo que leía, de no saber gran cosa fuera de la música y del cine, y aun esto como distraído espectador. La de hacerse el bobo era una de las especialidades de Rafael Vidán.
En la pared, clavadas con alfileres de los usados en los bancos franceses para prender billetes, dos buenas fotografías. En una de ellas podía verse a Estela y a Adrián una mañana soleada de invierno —llevaban los abrigos puestos— en la terraza del Royalty ¿O era en Les Colonnes? ¡Bah! Qué importaba. Se trataba en todo caso de un claroscuro muy acusado. Enero. La otra era una fotografía de Estela, esbozando una sonrisa divertida, en la playa, con el cabello revuelto. El fotógrafo era el mismo. Un tal Marc Darrigade. Estaba impreso al pie, al vacío.
Apareció de nuevo el hotelero. Traía una caja de cartón de gran tamaño, de color negro, con una franja blanca en la que aparecían ideogramas orientales. A Rafael le pareció la caja de un mago y de inmediato pensó con enojo que le resultaría embarazosa. El hotelero la dejó sobre una mesa baja que ocupaba el centro de la habitación y que también estaba cubierta de periódicos. Una parte de éstos se derrumbaron. El hotelero cogió la caja y se la dio a Rafael, despejó la mesa de los periódicos que quedaban y los apiló sobre una silla. Con un gesto le volvió a pedir la caja y la colocó sobre la mesa.
—Excúseme si he tardado. Quería encontrar una buena caja. Ésta es excelente ¿No le parece?… Ya le he dicho que ella se marchó ayer, a última hora de la tarde, después de que usted llamara. Dijo que usted se encargaría de recoger estas cosas y de pagarme una pequeña factura. No es mucho. Tan sólo un par de semanas. Ella lo dijo…
Rafael pensó que casi con seguridad el hotelero y Estela habrían tenido una discusión subida de tono. No creía que éste la hubiese dejado salir así como así, sin pagar la nota. Sin saber de qué cantidad se trataba, Rafael dijo que no había ningún problema, que él la pagaría.
—No era necesario —continuaba el hotelero cambiando de conversación—. Yo les había cogido aprecio. Me gustaban. Los dos. Su hermano era un hombre encantador. Y ella es una belleza. Sé lo que me digo, no en vano han pasado buena parte de este invierno en mi hotel. Ya sé que no es gran cosa, pero a ellos parecía gustarles. Además está, como ve, muy céntrico y soy de los pocos que abren en invierno. Estuvieron bien aquí… Sí. Su hermano y yo hablábamos mucho. Le gustaban mis historias. Él también tenía muchas cosas que contar. Era muy divertido…
A Rafael le azoró la forma en que aquel hombre hablaba de Adrián. Sí, claro, lo de siempre: un hombre encantador, divertido, brillante. Todos habían pensado siempre lo mismo. Él no. Él había pensado otra cosa. Le fastidiaba. Siempre le había fastidiado. Ahora no, ahora menos, en el fondo, ya no había motivo alguno.
—Bien, supongo que querrá llevarse algo de todo esto —decía el hotelero mientras que Rafael Vidán, distraído, cogía alguna cosa y la dejaba de inmediato—. Estaba desasosegado, agobiado por la situación en la que se encontraba y en la que no sabía cómo desenvolverse; era perezoso y le costaba mucho trabajo tener que tratar de asuntos concretos con extraños. Se dirigió al armario ropero. Lo abrió. En su interior no quedaba mucho. Un par de camisas. Una de algodón y otra de seda, con las iniciales «A.V.» bordadas. Un abrigo de pelo de camello algo gastado, una americana de tweed en tonos grises, unos pantalones de franela también grises claros y una corbata de seda un poco ajada a listas oro viejo, azul oscuro y vino burdeos que él le había regalado en una de las últimas ocasiones en que se habían visto: unas navidades —las últimas navidades de la familia— en la casa familiar de Umbría, hacía de eso cinco o seis años, tal vez más, cuando todavía vivían sus padres. Parecía como si desde entonces hubiese transcurrido toda una vida… Dobló la corbata con cuidado y la depositó en el fondo de la caja que el hotelero había dejado abierta sobre la mesa.
—¿Qué va a hacer con la ropa? —le preguntaba el hotelero. Rafael pensó que se lo preguntaba porque se había dado cuenta de que él y Adrián no eran en absoluto de la misma talla. Él era más alto, mucho más grueso, más desgarbado también. Todo lo contrario que su hermano.
—No sé —contestó Rafael—, por el momento podemos meterla en esa maleta. —Era una maleta que se encontraba sobre el armario. Una desvencijada maleta de piel de cerdo con restos de viejas etiquetas de hoteles que Adrián habría llevado consigo en sus viajes, donde había encerrado su mundo.
—Déjeme. Yo le ayudo —dijo solícito el hotelero.
—No hace falta —le contestó Rafael algo molesto por tanta amabilidad. Advertía que la amabilidad no iba dirigida a él, sino a ellos: un resto de complicidad o de afecto. Y eso le molestaba.
—Antes me gustaría pagarle la factura que dejaron pendiente —dijo Rafael por ver de poner algo de distancia entre él y la excesiva amabilidad del hotelero.
—Bueno, ya le he dicho que son sólo las dos últimas semanas. La dejó ella… Bien, como quiera. Ahora mismo subo… —Volvió a dejarle solo.
Rafael abrió la puerta que daba al cuarto de baño. Un cuarto de baño bastante amplio, anticuado, con una ventana de vidrios traslúcidos que dejaba pasar una luz glauca. Definitivamente el hotel era algo pasado de moda, anacrónico, y su decoración una superposición de estilos y de mobiliario superviviente de sucesivos y periódicos naufragios. La brocha y la maquinilla de afeitar de Adrián, el jabón y el agua de colonia Roger Gallet, un cepillo para el pelo, se encontraban en uno de los estantes que había junto al lavabo y fueron a parar a la papelera. Le produjo una cierta repugnancia tocar aquellos objetos. Como si fueran contagiosos de una enfermedad mortal, como si la muerte estuviera prendida en ellos.
En otro estante había un frasco de perfume Vol de nuit. Quedaba un resto en su fondo. Lo abrió y lo olió. No le gustó. Demasiado dulzón para ella —pensó—, ¿pachulí? Él la recordaba usando perfumes muy distintos, más intensos, nocturnos, o más ácidos: un verano ya lejano bajo la enramada de los plátanos, en Fuenterrabía, el olor fuerte, intenso del aire, el murmullo de las conversaciones, las risas, su nunca logrado deseo de atraer por completo su atención, de hacer que se interesara en sus asuntos… Eran muy jóvenes entonces, los otros, siempre los otros, más ingeniosos, más atractivos, y Adrián como centro de la reunión, y el perfume de Estela a su lado, vivo, ácido y nada corriente, expresión de su vitalidad, de su querer imponer a toda costa su indudable atractivo. Todo aquello había pasado, era irremediable. En realidad duró menos de lo que él creía. Pensó que todo verano es un último verano; sobre todo para él. Y lo pensó sin nostalgia alguna, tan sólo con una ligera irritación. Estela no le había escogido a él. Ciertos fragmentos de su pasado se le ofrecían como un tiempo no vivido, o al menos no como a él le hubiese gustado vivirlo. Como algo que transcurría ante sus ojos, en forma de falsos decorados, falsas ciudades, falsas perspectivas. Pensó todo esto mientras daba vueltas en la mano al frasco de perfume. Un frasco de vidrio de color verde oscuro. Probablemente se lo habría regalado Adrián. Le habría gustado a él.
De forma maquinal lo llevó a la otra habitación y lo metió en la caja. Se dijo que le preguntaría al hotelero de qué era aquella caja que despedía un raro olor que recordaba el de las hierbas agostadas, el de los desvanes de su infancia.
El hotelero volvió con la nota, se la entregó y Rafael la repasó con atención. Podía pagarla sin sentir remordimientos. Tal vez un exceso en las llamadas telefónicas. Nada que discutir. Pagó.
—Ahora le subo la vuelta —dijo el hotelero.
—No, quédesela —replicó Rafael al tiempo que doblaba la nota y la metía en la caja. Era una vuelta ridícula.
—Ya siento que haya llegado usted tarde —decía el hotelero mientras se metía los billetes que le acababa de dar Rafael en el bolsillo trasero del pantalón—. Las cosas no podían haber sido de otra manera. Su hermano tenía niebla en la cabeza. Los conocí parecidos en Tonkín… En la infantería de marina. Sí, allí estuve… He estado en muchos sitios, sí… Tonkín, Argelia… También las Antillas… Yo le contaría. A su hermano y a la señorita les conté muchas historias. Ella dijo que iba a escribirlas… No sé. Nos sentábamos abajo, en el bar… Así pasábamos las horas. Es largo el invierno en nuestra ciudad. Una ciudad para gentes solitarias, como yo, señor. Su hermano era un soñador, además… ¿Treinta y ocho años dice usted? Yo le creía más joven. Lo que son las cosas. En fin.
Mientras hablaba, el hotelero había bajado la maleta y, ante la indiferencia de Rafael, la había ido llenando con el contenido del armario. Lo hacía meticulosamente, como un ayuda de cámara profesional. Daba la impresión de que se había pasado la vida haciendo lo mismo: unas maneras que no tenían nada que ver con las briznas del pasado en apariencia turbulento del que acababa de jactarse.
—Es una pena —decía de nuevo el hotelero— que se pierda esta ropa. Tengo un amigo a quien le quedaría que ni hecha a medida. Le vendría muy bien, además… Siempre anda necesitado.
A Rafael le extrañó que no hubiese más ropa, pero dijo:
—Puede quedársela. Haga con ella lo que quiera.
Rafael fue buscando más cosas para meterlas en la caja negra. Primero las fotografías, las que estaban en el secreter y las que estaban prendidas en el espejo. En uno de los cajones encontró un sobre con más fotografías, un cuchillo, unos anzuelos de pesca, un plomo de red comido por el salitre, unos mapas de carreteras y algunas otras menudencias, entre las que había unos carretes sin revelar. Todo ello fue a parar a la caja.
Metió también la botella de whisky y, sin prestarles demasiada atención, las cartas, las facturas, las postales del espejo, una gruesa carpeta con papeles, más folletos de viajes, mapas y recortes de revistas. En uno de los cajoncitos interiores del escritorio, junto con muestras vacías de perfumes, un paquete abierto de pañuelos de papel, monedas fraccionarias y unos fósforos, publicidad de un club nocturno, Bestondo, Piano-Bar, encontró algo que le interesó más: una pequeña agenda de piel sujeta con una lengüeta. La abrió. Tenía algunas páginas en blanco, pero otras estaban cubiertas de direcciones, teléfonos, nombres, lugares y algunas breves anotaciones que en una primera lectura no entendió y que le resultaron enigmáticas. Reconoció la letra de Estela; probablemente la habría olvidado, o tal vez la había abandonado porque ya no le servía para nada. Dejó para más tarde el examen minucioso de la agenda.
Volvió a la chimenea. Cogió el barco encerrado en la botella y una rosa de los vientos giratoria, una reproducción de un instrumento antiguo. Los envolvió con cuidado en una hoja de periódico. Bagatelas, pensó; pero también trató de imaginar rápidamente en qué momento habrían comprado ellos aquellas pequeñas cosas, a qué rito privado habrían pertenecido. Volvería sobre ello. Imaginó su paseo apacible por la ciudad, al borde del mar, en el margen de una época, exentos, sin cuidado. Fue dejando los periódicos y las revistas, de viajes sobre todo, sobre una silla, pasándolos de uno en uno por ver de hallar entre ellos alguna cosa. Se encontraba incómodo. El hotelero le observaba desde hacía rato sin decir nada. Sentía su mirada clavada en su espalda.
—Leían muchos periódicos —dijo de pronto por decir algo.
—Sí —contestó el hotelero lacónicamente—, qué otra cosa podrían hacer.
Encontró también tres mazos de cartas, dos de ellos cerrados. Los guardó junto con las demás cosas.
—No han dejado gran cosa —dijo Rafael.
El hotelero se excusó enseguida de no haber tocado nada.
—Oh, solamente ha querido venir él, Alvarado; pero no le dejé subir, no vaya usted a pensar, le dije que esperara a que usted llegara, porque usted iba a venir, ¿no es cierto?… Uno tiene su conciencia profesional.
Rafael recogía aquellos mínimos restos, que bien podían ser una burla siniestra, como si fueran preciosas reliquias, y no reparó en las últimas palabras del hotelero. Entre el desorden de papeles del secreter encontró una estilográfica, un cuaderno y unas cintas de radiocasete que fueron a parar con las demás cosas.
Se acercó a la cabecera de la cama. Abrió los cajones de las mesillas. Una caja de tranquilizantes fuertes. Nada más. Más periódicos. La gente que leía mucho los periódicos le inquietaba. Volvió hasta el escritorio. No, allí no quedaba nada. Se sintió avergonzado por las muestras de rapacidad que estaba dando en presencia de aquel hombre que seguía sus movimientos con los brazos cruzados. «A fin de cuentas es posible que nada de esto me pertenezca», pensó por un momento, aunque Estela le hubiese dicho al hotelero que sería él quien con seguridad vendría a recogerlas. Un sarcasmo más por parte de ella, porque allí no quedaba nada; en realidad habían vuelto a mofarse de él, pensó, y se sintió ridículo con aquella caja a su disposición.
—Bien, creo que no nos queda nada por hacer aquí —dijo Rafael, una vez más por decir algo, echando una mirada a su alrededor: los periódicos y las revistas ilustradas apiladas sobre una de las sillas, los libros de bolsillo. Los repasó de nuevo. No había nada que le interesara. Cogió en cualquier caso la novela de Leo Mallet. Le gustaban las historias del detective Néstor Burma. La metió en la caja y dejó el resto. Se acercó por última vez a la ventana desde la que podía ver el mar más allá de la iglesia de Santa Eugenia. El pesquero seguía cabeceando en el mismo lugar, cerca de los arrecifes. Un día muy hermoso. Demasiado hermoso para ocuparlo en recoger despojos. Con seguridad no volvería a ver ese panorama. Se encogió de hombros.
La caja abultaba más de lo que habla supuesto. Se la puso bajo el brazo. Notó cómo en su interior las cosas se movían y chocaban entre sí. Se sintió algo ridículo. El hotelero cogió la maleta y abrió la puerta, pero de inmediato pareció arrepentirse y dijo: «Perdone, la cogeré luego», y la dejó sobre la mesa. Rafael echó una última mirada a aquella maleta cerrada que contenía los otros restos de su hermano. Los otros restos, pensó, tan inservibles como los que él llevaba en su caja. «Después de tantas idas y venidas, Adrián no parece que tuviera gran cosa», se dijo. Empezaron a bajar las escaleras. Crujían. Decididamente el hotel estaba algo descalabrado. La moqueta de color rojo oscuro desgastada con cercos negros, el empapelado oscurecido y sucio, los apliques tuertos. Ni siquiera se trataba de lujo ajado, sino de algo más turbio, más agobiante y sutil. Allí, en aquel aire enrarecido, flotaba algo furtivo, no del todo decadente ni pasado de moda: un escenario abandonado por sus actores a la carrera tras escuchar una voz de alarma, y no precisamente, o no tan sólo, por Adrián y Estela. Pesaba un raro silencio en aquel ambiente de colores apagados, como si la vida de la ciudad no hubiese llegado desde hacía mucho tiempo hasta el interior del hotel.
Llegaron a la planta baja, donde el hotel cambiaba de decoración y ésta se hacía decididamente extravagante. Ambos se encontraban incómodos y se observaban con disimulo. Rafael querrá llegar cuanto antes a su hotel para dejar en algún sitio aquella caja molesta. Sin embargo aceptó la invitación del hotelero a tomar algo en el bar del hotel. Una invitación demasiado cálida, como si de pronto existiera entre ellos una evidente complicidad, que no podía ser otra que la que había habido entre Adrián y aquel pintoresco personaje que ni siquiera había dicho su nombre, o al menos él no lo recordaba. Hablaba el castellano con fluidez, pero con un acento muy acusado que parecía impostado.
Rafael era un experto en contarse historias y se imaginaba con toda clase de detalles cuál había sido la vida que habían llevado en aquel hotel y en aquella ciudad; pero quería saber algo más. Tal vez penetrar en la historia, hacerse con ella, con sus detalles más nimios. Hacerse daño en el fondo. Saber algo que sin duda nadie le iba a contar, que Estela no le contaría jamás. Muy a su pesar, siempre le había atraído la vida, lo poco que había sabido de ella, que habían llevado Estela y su hermano en los últimos años. Y ahora era el hotelero el único vínculo que le unía a ellos.
—No me lo dijo… Había hablado de subir a París… O Italia. No lo sé… Tampoco creo que a cierta edad se pueda ir a muchos sitios… ¿No le parece?… De todas formas ayer noche se fue con su amigo Darrigade… —había dicho el hotelero sonriendo.
—¿Cómo dice?
—Sí, Marc Darrigade, el fotógrafo… Puede llamar a su casa si quiere, el número vendrá en la guía.
—¿Cómo no me lo ha dicho antes?
—No me lo ha preguntado.
«No importa», pensó Rafael, «tarde o temprano nuestros caminos volverán a cruzarse». Siempre había sido así y no veía ninguna razón para que las cosas cambiaran. Creía saber dónde podía encontrarla. Sus escenarios —pensaba— eran demasiado reducidos. Todo se arreglaría. Ahora le tocaba a él la oportunidad largo tiempo acariciada de acercarse a Estela. No había obstáculo alguno. Adrián ya no se interponía entre ellos.
Podía permitirse el lujo de interrogar al hotelero. O mejor, de dejarle hablar sobre Estela y sobre Adrián. «Seguro que quiere hacerlo. Seguro que lo hará», pensó Rafael con una leve sonrisa de satisfacción.

lunes, 15 de junio de 2015

El Hombre en el Castillo («The Man in the High Castle»), 1962 Premio Hugo 1963.


El Hombre en el Castillo («The Man in the High Castle»), 1962
Premio Hugo 1963
Dick Philip K.
La Segunda Guerra Mundial ha terminado en 1947, siendo los Aliados derrotados por el Eje. Los Estados Unidos han sido invadidos y consecuentemente divididos entre japoneses y alemanes, del mismo modo que Alemania tras su derrota en el «mundo real».
Un autor que se acerca a un escenario como el propuesto se enfrenta al problema de describir cómo sería el mundo si los nazis hubieran ganado la guerra. Dick opta por trazar a grandes rasgos la brutalidad nazi llevada al mundo entero, e incluso al espacio exterior, y elige centrarse preferentemente en la cotidianidad de los americanos derrotados dentro de una cultura japonesa victoriosa.
La acción se desarrolla en 1962 en la costa Oeste de los que otrora fueran los Estados Unidos, ahora PSA, Pacific States of America, zona de influencia japonesa. Los nativos son ciudadanos de segunda clase a pesar de que su cultura es admirada por los vencedores, a tal punto que uno de los mejores negocios es la venta de auténticas antigüedades americanas, como relojes de Mickey Mouse. Este mundo nos es descrito a través de las vidas de Robert Childan, Frank Frink, su ex-esposa Juliana, y Nobusuke Tagomi, saltando la narración constantemente de un personaje a otro.
La trama gira alrededor de tres cuestiones que se tocan por momentos: el comercio en torno a las antigüedades americanas y la valoración que los japoneses hacen de ella, la misión del Sr. Baynes, llegado de Europa, para entrevistarse, con fines aparentemente comerciales, con el Sr. Shinjiro Yatabe, y un extraño libro, censurado por los nazis, que describe a los Aliados victoriosos, escrito por un tal Hawthorne Abendsen, el Hombre en el Castillo al que alude el título.

La idea de la novela puede inscribirse dentro de las llamadas «alternate histories» que describen mundos paralelos, del mismo modo que sucede con los X-Men, Batman o Superman y sus supuestas Gotham City y Metropolis. Otro término que se usa para clasificar este tipo de historias es el de «ucronía». A diferencia de la utopía, que es un proyecto halagüeño pero irrealizable, una ucronía es una especulación histórica que intenta establecer el desarrollo que hubiera experimentado una cultura, una sociedad, de no haberse producido un hecho histórico determinante. Así, aplicando a la literatura el concepto de ucronía, surgen obras del estilo «qué hubiera pasado si...»
Ahora bien, El Hombre en el Castillo no es simplemente una novela del tipo «qué hubiera pasado si nazis y japoneses ganaban la guerra», sino que se enmarca dentro de la gran pregunta recurrente en la literatura de Philip K. Dick: ¿qué es real?
Fuente: C. Kaplan.

domingo, 14 de junio de 2015

Rafael Ramírez Heredia. Con M de Marilyn.


Rafael Ramírez Heredia.
Nació en Tampico, Tamaulipas, el 9 de enero de 1942. Profesor de literatura española y maestro en historia de México, ha impartido diversos talleres literarios. Autor de novelas, también abarca otros géneros literarios como la dramaturgia y el cuento, y periodísticos, como la crónica y el reportaje. La obra de Ramírez Heredia es reconocida internacionalmente, se ha publicado en el extranjero y traducido en otros idiomas. Su incansable labor periodística y literaria le ha merecido diversos reconocimientos como el Premio Juan Rulfo de París en 1984, el Premio Juan Ruiz de Alarcón en 1990, y el Premio Rafael Bernal en 1993, que otorga la Sociedad General de Escritores de México a la mejor novela policiaca.
Ganador del Premo Hammett de novela 2005 con: “La Mara”.
***
José Baños, un cineasta marginal de la Ciudad de México, se entera de la visita de Marilyn Monroe al país. Baños, un hombre que rueda de matrimonio en matrimonio siempre en espera de realizar su obra máxima, es un devoto de Marilyn a quien llama la Diosa. La posibilidad de poder conocerla en persona es suficiente para transformar su vida. Pero no solamente la vida de Baños se transforma con la noticia de la llegada de la Monroe, también el mundo de la farándula mexicana de mediados tiembla. Envidias femeninas y deseos masculinas, rumores de la prensa, expectativas de todo tipo anteceden su llegada. Pero más allá de esto, el arribo de Marilyn es la punta de lanza de todo un complot..
Fuente: Edición de Alfaguara, editores.

(Fragmento) Con M de Marilyn

I

EL olor a loción corriendo por el cuerpo, la melena tornasolada por el toque de vaselina, el gazné aflorado por entre la camisa, abierto el periódico en la mano, José Baños movió el rostro hacia el frente sin dejar la vista fija en algún sitio.
Ondulando el perfil huesudo de los dedos construyó una escena donde la figura de la Gran Señora ocupara el centro de una secuencia multicolor. Al momento de visualizarla con el vestido pegado al cuerpo y la boca elevada en un triángulo rojizo por donde una voz cándida cantaba oraciones para enchinar la piel, sintió el galopar en el estómago que desde siempre ha acompañado toda noticia afectante a su entorno —mujer, película, llanto de doña Amalia, vendeta, agresión paterna— como la nota leída en el Cine Mundial que detuvo el movimiento del hombre y lo dejó en la acera imaginando la cercanía de la Diosa soñada durante tantos años, sin saber en aquel tiempo que una tarde, por medio de la noticia, la mujer se aparecería en una cinta imaginada en la mitad de la ciudad de México, frente a un José detenido con el periódico en la mano y el olor a loción envolviendo el bleiser azul de botones dorados.
Días más tarde, mientras en la plazoleta de Taxco se arreglaba la intervención de los mariachis, y Pablito Díez explicaba a los grupos musicales la necesidad de orquestar bien la de hay unos ojos que si me miran, Baños iba a recordar la tarde en que salió de su departamento para buscar a Nabor Uribe, conocido como el Piscacha, cuando al detenerse junto al puesto de periódicos vio en el diario la escueta noticia anunciando la probable visita de Marilyn Monroe a la capital de México. Lo habría de recordar no sólo por el estacazo en el vientre, sino porque a partir de ese momento su existencia tomaría otros rumbos, y la pasión por la estrella se asentaría, por fin, en algo concreto, años después de que ese amor se iniciara en la oscuridad del cine Roxy.
Quizá la pasión se empezó a gestar al ver O Henry’s Full House, o A Ticket To Tomahawk, pero lo que seguramente abrió ese caudal fanático, fue Niagara, porque la imagen de ella traicionando a Joseph Cotten en medio de la turbulencia del agua, con el reclamo —imposible de ocultar— de la melodía emergida del carrillón, lo orilló a aplaudir desde su butaca del Roxy, años después de asistir por primera vez a esa sala, cuando doña Amalia lo llevaba de la mano, y él, junto a sus hermanos, corría por los pasillos, jugaba escondidillas, rodaba por el declive alfombrado, sin imaginarse en aquel tiempo que años más tarde vería en la pantalla a la Diosa, con el vestido remarcando el cuerpo, caminando en busca de su hombre mientras la melodía del carrillón soplaba quejas sobre el estruendo de las cataratas.
La nota del Cine Mundial, entre una entrevista con Pedro Armendáriz, unas fotos de Angélica María, y un comentario firmado por Ricardo Cruz, decía de una probable visita de Marilyn Monroe. Se trataba de una mera posibilidad, pero Baños la contempló con una certeza entretejida por su impaciencia, armada por su lógica, y sin contestar la charla del voceador se quedó atento al tráfico de autos, al cruzar de la gente, pensando que en la industria cinematográfica se asentaba parte de su existencia sacudida con altibajos: la venganza de don Gre, su relación con Nabor Uribe, la ira soterrada de Elsa.
Por el momento lo que importaba era la noticia que le hacía pensar en sus anhelos cercanos y en la segunda época del cine Roxy, ya con la Gran Señora como su sueño más fuerte, mientras Bermúdez —delgado, alto, escapado como él de la preparatoria— recitaba parlamentos diciendo que nunca se cura a quien le ha picado el aguijón del cine.
Inútil tratar de hacerle entender al voceador lo significante de la llegada de Marilyn Monroe, pese a ello Baños habló de la presencia de esa mujer en las pantallas, del mito creciendo al conjuro del nombre, y Pepe, como cineasta, apreciaba en su totalidad que ella, la Mujer, se diera tiempo para llegar hasta México y aparecer en una realidad tan minúscula, porque nuestro país aún no llegaba al punto de crear figuras de esa talla —dijo hacia el frente como si se hubiera olvidado del voceador acomodando los periódicos, y la tarde estuviera detenida en los ruidos de la ciudad.
José Baños, apurado por la necesidad de ir a recoger la mercancía con Nabor el Piscacha, alterado por la noticia, se mantuvo igual que si manejara la acción portando un megáfono de director, posponiendo por el momento la reunión con el tipo quien le surtía los papelillos, sin siquiera imaginar que unos días después charlaría con el mariachi gozoso por la inminente serenata, Pablito repartiendo los tragos de tequila, la noche taxqueña retimbraba de cocuyos, por lo menos así lo recordaría meses más tarde mientras esperaba en el Ships Restaurante desde donde los recuerdos tercos lo regresarían a esta ocasión en que —retardando la visita a Nabor Uribe, con la presencia inútil del voceador, pensando en su amistad con Bermúdez, en la llegada de la Señora— haría un recuento apresurado de su vida desde la primera época del cine Roxy hasta hoy en que salió del departamento en la calle Nazas, y sin saber lo que se iba a desatar, compró el Cine Mundial para leer la noticia.
Veintiún semanas después de ese inicio de febrero de 1962, durante las horas de espera en el Ships Restaurante de Los Ángeles, California, José Baños —J.B. en los Estados Unidos— recorrería trozos de su vida, cierto, eso sería veintiún semanas después de esa tarde cuando creía que los recuerdos eran sólo lastre que lo habían anclado junto a su cuarta esposa: una Lucille ausente casi siempre. Que lo sucedido desde Satín, pasando por las otras dos: Elsa y Gabriela, eran sólo trampas colocadas como pruebas de que para hacer su película se requería haber cruzado el aprendizaje: mañas de los big shots; genialidades del Indio; metáforas de Bermúdez; la zorruna alegría de Pablito; la sequedad de Buñuel; lo desagradable de vender cocaína; las noches ensueñadas de polvo y vodka; los reclamos de Satín a través de Sarita.
Baños reafirmó que el achuchón en el estómago formaba parte de un algo conocido, y ni la ausencia de casi todo el día de Lucille, ni los silencios añosos de las otras mujeres, le iban a quitar la vibrante sensación de saber que muy pronto los baches del alma se podrían llenar de maravillas sin más límites que su audacia. La Estrella se había apoderado del entorno dando muy pocas salidas a la tarde. Quizá el guión que estaba escribiendo sobre Satín se mantuviera como una alternativa para ser filmado, pero eso no tapaba la historia con Elsa, ni menguaba la fuerza del veto de don Gre, o el eterno suicidio de Gabriela, al contrario, eso era parte del bagaje de su vida y no era posible echar la carga por la borda, no, los raspones y las soledades no se olvidan, pero ahora se aligeran ante la noticia mascullada y recreada en el trayecto rumbo al café La Habana.
En caso de hacer la película sobre Satín tendría una base tomada de su propia existencia, por qué negarlo, así lo decía en el guión trazado en servilletas, en orillas de mantel, pero más hecho en la cabeza después de haberlo y habérselo repetido infinidad de veces. Tantas, como charlas en El Mallorca. Como se lo iba repitiendo cerca del Panteón de San Fernando —sin verlo, pues estaba hacia el norte de Bucareli— presentido al tomar rumbo al café La Habana, donde en una de las mesas lo esperaba Nabor Uribe, el Piscacha, atento al pedido, como atento estaría con cada corredor que llegara a abastecerse.
Dándole una palmada al voceador pidió también el Excélsior y El Universal donde en su sección de espectáculos buscaría ampliar la noticia de la llegada de M. M. Ahí estaba la información, igual de pequeña, igual de tímida. ¿Será cierto? Quizá Ricardo Cruz le diera más datos. Pero en última instancia, ¿qué pretendía con asegurar la noticia? Mientras avanzaba hacia Reforma fue pensando: ¿Qué ganaría con confirmar la llegada de la Señora? No quiso puntualizarlo, era una mancha más grande que el turbión de asuntos, de revanchas, de partidas suspensas por el triunfo ajeno, de negocios oscuros, de sueños pintando papeles, de una película con la Señora, la oportunidad de demostrar que él iba más allá del aplauso cortesano. ¿Era eso? Porque noches después, mientras bailaba en el centro de la pista, entre el goce y el olor a perfume, habría de repetir la sucesión de ideas de aquella tarde en que caminaba rumbo a la cita en el Habana.
Quién sabe, quién lo sabe, no Pepe, él no, él sólo camina, siente la tibieza de la una de la tarde sin siquiera intuir que el 4 de agosto, cerca de veintiún semanas después, él, J.B., estaría solo en el Ships en espera de que dieran las nueve de la noche, intentando dejar atrás los años de baches y trompadas, buscando abrir nuevas rutas a su navegación para incorporarlas a los guiones que escribe, a los que ha escrito, los que va a filmar cuando la historia de lo sucedido baje y corra al ritmo de sus pasos.
Por supuesto —se dijo al cruzar el camellón de Reforma— Satín nunca podría ser interpretada por la Gran Señora, se podría hacer una combinación para representar a Elsa, Gabriela y Lucille, pero lo de Satín es imposible, ella es parte de una historia ahí finalizada. Los guiones no se acaban, sólo se abandonan, salvo el de Satín. Los amores no se abandonan, se acaban, o se cambian, o se vuelven horrores, o películas donde aparecen los verdaderos rostros, no los fingidos. Palpa los diarios, siente en las manos la noticia. Ve la fachada del Habana y adivina el cuerpo de la Diosa. La puede ver como una foto más de su colección. Ahí está la inmensa fotografía que preside la sala de su departamento. No se confunde con los rostros de sus otras mujeres: carne que quiere olvidar sabiendo que no puede, no debe, porque lo sucedido con cada una de ellas forma parte de la enseñanza con la figura de la Diosa protegiendo las acciones.
Meses después, en la espera solitaria del Ships, habría de recordar esa tarde en que leyó la noticia de la llegada de M. M. y cómo a partir de ese momento los recuerdos y los futuros armaron la parte integral del resto de ese febrero, de un vital marzo, de un abril dudoso, de mayo y junio descontrolados, de un julio viajante, y de cuatro días de agosto, sólo cuatro días. Pero de eso nada sabía al llegar al café Habana llevando los presentes enredados en los futuros y las esperas dando ganchos al estómago, porque si bien la noticia llenaba sus ensueños, éstos no cubrían el resto de sus años, la necesidad de dinero, los tatuajes dejados por sus mujeres, la figura tambaleante de su padre y esa sensación de vacío que no lo dejaba en paz, aun cuando Bermúdez señalara que un creador debe vivir con el rasguño de los gatos en el alma y nunca con la paz de los gorriones.
No necesitaba cerrar los ojos para imaginarse a la Gran Señora. José cargaba siempre con la figura de Ella, la llevaba a lo largo del día hasta la soledad nocturna: Lucille dormida y él soñando frente a los papelillos y el vodka. La visión de la Rubia era frecuente y no alteraba su existencia, pero hoy Ella desfilaba junto a él en una superposición, en miles de pantallas. La turbulencia encabritaba los ensueños, confundía los recuerdos en ensamble de rostros, guiones listos, escribiéndose, sin importar el veto, el desprecio de la Aguilar, la ausencia de Gabriela, o la indiferencia de Lucille.
Alguien —¿Pablo, el jalisciense Bermúdez?— una vez dijo que era inútil olvidar. Por decreto nadie puede cerrar la mente. Aceptarlo. Adoptarlo. Arreglarlo. Adentrarlo. Alargarlo. Aceitarlo. Dijeron. Le dicen. Piensa que el mundillo del cine mexicano se va a desquiciar con la aparición de la Diosa y él tiene que usar eso para salir del bache iniciado cuando su padre lo echó de casa, reafirmado al juntarse con Sara Maldonado, mejor conocida en las calles de la colonia Guerrero como Satín, así, con ese nombre de cómic polvoso, transformado en película cuando la cámara panea por la Ciudad de México, se centra en la zona del Monumento a la Revolución. Toma las columnas y el espacio de la plaza. Los edificios cercanos. Después baja hasta el Panteón de San Fernando. Recorre el perfil del cementerio hasta llegar, en close up, a la tumba de don Benito Juárez, para seguir hacia la roca simulada que guarda la osamenta de Miguel Miramón. Con algunos giros, la cámara enfoca el rostro de una mujer que camina con lentitud, tras de ella, prendiéndose y apagándose, se ven las letras de un hotel.
El rostro nos muestra a una señora de unos 30 años, muy maquillados, harto sufridos, con los ojos vivaces y duros. Es Sara Maldonado Altamirano, mucho mejor conocida como Satín. —Ahí comienza la película —decía— llevaremos a un actor que pueda aparentar 16 a 17 años en ese despertar de todo adolescente. El asunto va más allá de la sensibilidad del muchacho: pobreza, condiciones de vida, casa en que habitaba, un papá borrachón, rijoso, vestido con una camisa sucia y con la amenaza inminente de que lo corrieran de los trabajos. Mamá enfermiza, llorosa, vestida con delantal a rayas. Encuadrando las manos para simular la visión de una cámara, dijo: No quiero contar toda la historia, sólo detalles. El ambiente familiar y una idea de las condiciones de vida de las familias mexicanas de clase baja, en los finales de los años 40. Las escenas se deben colorear con algo de los asuntos del país. Este joven conoce a una prostituta de nombre Satín que trabaja en las cercanías del Panteón de San Fernando. Una historia archiconocida, sí, pero no por ello indigna de ser llevada al cine —platicaba mientras rondaba la mesa, levantaba las manos, movía los dedos simulando zooms y midshots—. Nada nuevo existe sobre la faz de la cinematografía, el chiste es expresarlo de una manera diferente. La actriz que haga el papel de Satín debe ser morena, delgada, de buenos pechos.
José —así debería llamarse el actor que haga el personaje— vive a salto de hotel, su padre lo ha echado de casa, visita a escondidas a su mamá —para efectos de la cinta se podría llamar Amalia—. Bien, José descubre a Satín —sin que por el momento sepa cómo se llama— la acecha desde la protección de las tumbas del cementerio. Se decide y la aborda. Ya saben cómo son estas cosas, romance conflictivo, patatín patatán. A ella le agrada por saberlo primerizo, él sufre por el trabajo de ella, por las burlas que le hacen sus amigos, incluyendo a un jalisciense de apellido Bermúdez que con frecuencia visita a la protagonista. Al cabo de un tiempo de violencias Satín se enamora de Pepe, tienen una hija. Él se muda a vivir con la mujer, acepta dinero y regalos, conforme sucede esto, José se da cuenta que Satín es en realidad una Sara Maldonado deteriorada, irritable, que ha envejecido a gran velocidad, que ya no atrae a nadie. Una noche el protagonista se larga del hotel Armida, se va de regreso a su casa buscando reposo a su guerrilla personal, pero el padre sin hacer caso al llanto de doña Amalia, no lo deja entrar. José se refugia en el departamento de su amigo Bermúdez. El jalisciense le da consejos, lo único que puede redimirlo para dejar a Satín es dedicarse en cuerpo y alma a desarrollar una profesión, que bien pudiera ser el cine.
En apariencia la historia es común y tendría ahí el final sugiriendo el triunfo del protagonista dentro de su profesión, pero no es así porque la hija, Sarita Baños Maldonado, será una monserga que el personaje deberá cargar en sus siguientes tres matrimonios. Sarita siempre va a reprocharle haber abandonado a Satín, detenida por herir y asaltar a un cliente, por lo que la niña se fue a casa de una tía, pero buscando al padre para que éste le diera dinero, conseguido por las ventas de cocaína entre la gente del mundillo artístico, y que el Piscacha —silencioso, sentado en la mesa del centro, rodeado de republicanos ceceadores, toreros arrugados, cantantes de bigote fino, del barullo, de las carreras de los meseros— entrega un manojo de sobres a manera de saludo, sin levantarse de su asiento en el café La Habana, por donde José Baños camina sin mirar a nadie más.
Sale a la calle enredado en los años antiguos, en los tropezones, en el guión de Satín. Sale magnificado en la noticia leída horas antes, construyendo películas en las avenidas, pasando la mano de lo brillante del cabello al periódico doblado, por donde brincan los ensueños de una Diosa tapando recuerdos y que ha emergido de la pantalla para cantarle al oído.


sábado, 13 de junio de 2015

Vicente Molina Foix. Novela: El abrecartas.


Vicente Molina Foix nació en Elche, Alicante, el 18 de octubre de 1946. Estudió Filosofía y Letras en Madrid. Residió ocho años en el Reino Unido, donde se graduó como Master of Arts en la Universidad de Londres e impartió durante tres años clases de literatura española en Oxford. Ejerció también como profesor de Filosofía del Arte en la Universidad del País Vasco. Su carrera como escritor se inició cuando José María Castellet lo incluyó en su famosa antología Nueve novísimos poetas españoles, de 1970, sin embargo no volvió a publicar poesía hasta 1990, con Los espías del realista. Ha sido colaborador del Diario 16, y desde 1985 escribe en El País y en la revista Fotogramas.
Por su generación, y por la formación académica, su obra se ha desarrollado en distintos géneros: la poesía, la narrativa y el guión cinematográfico, lo que le llevó en 2001 a debutar como director y guionista en la película Sagitario.
Premio Herralde de novela 1988. Novela. La quincena soviética.
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Novela: El abrecartas.

El abrecartas se inicia con las cartas que un amigo de infancia de Federico García Lorca le escribe al poeta, quien, aún vivo, inspira en la lejanía sus anhelos y sus sueños. A partir de ese primer episodio el lector seguirá el curso de lo que el propio Molina Foix llama «novela en cartas», una obra en la que cada capítulo forma parte de un único argumento desarrollado a través de unos protagonistas que en lugar de hablarse se escriben. Es también una ambiciosa novela-río subterránea en la que los últimos cien años de la vida española aparecen reflejados en el sugestivo entrecruzamiento de la Historia con las historias privadas de un grupo de víctimas, supervivientes, «vividores», apóstoles de la modernidad, muchachas «modernas» y «malditos». Esos hombres y mujeres se mezclan a su vez con ciertas personalidades relevantes ?Lorca, Vicente Aleixandre, María Teresa León, Rafael Alberti, Eugenio D?Ors, entre otros?, figuras evocadas de esta poderosa sinfonía coral en la que lo íntimo se une a lo colectivo y la desolada tragedia de los perdedores queda a menudo resaltada por el humor grotesco de unos informes policiales que revelan en toda su siniestra palabrería la «prosa oficial» del franquismo.
Fuente: N.N.
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(Fragmento). Novela. El abrecartas.

Se necesitan muy buenas razones para escribir a estas alturas una novela sobre la guerra civil española. La recurrencia de este periodo, tanto en cine como en literatura, ha generado una suerte de saturación, sobre todo en las nuevas generaciones. El título del último libro de Isaac Rosa (¡Otra maldita novela sobre la guerra civil española!) es elocuente. Y sin embargo, algunas de las novelas más aclamadas de los últimos años —pienso en Los girasoles ciegos y en El abrecartas, ganadora del premio Salambó— ahondan aún en el tema. Algo indica que sigue siendo necesario hablar del asunto o que, por increíble que parezca, no se ha hecho lo suficiente.
      Vicente Molina Foix

                                                    El abrecartas


 Federico



Señorito Federico:
Usted no va a acordarse de mí ahora porque ha pasado el tiempo y es famoso y yo solo soy un chico del pueblo, de su pueblo eso sí. me llamo Rafael, Rafael González Sanahuja, y a lo mejor lo de Sanahuja le trae algo a la cabeza porque a usted ese apellido mío le parecía de cuento de príncipes encantados, «una aguja que está sana, como tú, Rafica, tan sanísimo y tan buen niño», bueno pues aunque no se acuerde de mí por los años que han pasado sin vernos las caras yo a usted sí le recuerdo de Fuente Vaqueros y de después, porque ser un poeta muy grande nos da esa ventaja a los demás, oigo hablar de usted leo cuando le hacen interviús en los periódicos y me he comprado los dos libros que ha hecho, yo sé muchísimo de usted y usted me ignora.
Lo que más me gusta suyo es lo que tiene escrito para la obra de «Impresiones y Paisajes» sobre «Mi Pueblo», que es el mío. una conocida me dio hace mucho la hoja de El Noticiero Granadino, allí cuentan que usted estuvo leyendo trozos del libro en el Centro Artístico de Granada, y sacan ellos entera la parte de «Mi escuela» y «Mis juegos», todo lo que dice de Fuente Vaqueros es como si lo dijera yo, pero usted lo dice con palabras muy bien puestas y yo sólo lo pienso, sin saber ponerlo en ningún sitio más que en mi cabeza, habla usted de la escuela del pueblo y de Don Antonio el maestro y me reí con eso de que «en las mañanas del invierno iba yo con una capita roja con su cuello de piel negra y por eso me envidiaban los demás niños». si fuera la capita roja y nada más. usted Señorito Federico iba cada día más vestido que el anterior, y sólo porque éramos muy chicos no le tomábamos el pelo con chufletas, que a los niños nunca les gusta que otro niño se ponga por encima de ellos en nada, presumido usted ya lo era al poco de echar a andar, pero lo de envidia no.
Tendrá usted la foto del grupo de la escuela de Fuente Vaqueros que yo tengo, mi madre la quiso y persiguió al fotógrafo hasta Pinos Puente para que le vendiera una, su dinero que le costó, lo serios que estamos todos los niños, ni uno sonriyendo. yo estoy en la última fila por ser de los mayores de la clase que le saco a usted más de dos años, aunque pobrísima al lado de su familia la mía yo estoy de los más aseados en la foto, no le diré cuál soy. mi madre me pasaba el peine una hora por la mañana y aunque corbata o pañuelo no llevo como otros niños de la foto el cuello cerrado siempre iba blanco y limpio, cosa de mi madre también o de ser yo el hijo único, pero lo principal de la foto, sin poder saber nadie entonces que usted sería el que es, es ese niño Federiquillo sentado en el centro de la fila baja con un vestido y botones de dos colores y el sombrero de paja que parece perdóneme usted como para ir a una boda o de romería, ¿qué tendría usted entonces tres añitos?
Yo siempre le veía salir de su casa porque la mía, sin los tres balcones que tenía la de sus padres, con uno nada más, estaba casi enfrente en la misma calle de la Iglesia, y a mi madre le gustaba ver salir al niño de García Lorca, su hermano Paquito era muy pequeño y no iba a la escuela pero lo sacaba su madre Doña Vicenta al balcón para despedirse los tres, siempre tan bien puestos esos niños decía mi madre, y entonces aún me daba ella más friegas en la cara y más peine en el pelo, que lo he tenido siempre muy duro y levantado, a ver si con esto suyo sobre la escuela que le copio de su «Mi pueblo» se va acordando usted un poquico más de mí. «Mi sitio era en el segundo banco al lado de dos muchachos muy pobres pero muy limpios. Los dos eran grandes amigos míos, y todos los días les llevaba terrones de azúcar o granos de café que les gustaban mucho», qué verdad Federico, todavía con 25 años soy de dulces y golosina, ellos a cambio, dice usted, «me traían frutas verdes que en casa no me dejaban comer y me hacían tarricos con remolacha y faroles calados de estrellas y cometas con los melones que quitaban en las huertas», bueno lo de las moras verdes y la remolacha claro que me acuerdo, y los melones que yo he cogido del campo para comérmelos yo ¿pero eso de las cometas y los faroles no se lo inventa?
Tampoco voy ahora a criticarle Señorito Federico, no me sale llamarle de Don a alguien que nació enfrente mío y cuatro años fue conmigo a la escuela y me daba dibujos de risa que hacía en las clases.
Suyo, con afecto
Rafael (perdone usted Federico cómo escribo, aunque faltas de ortografía habrá pocas porque eso siempre ha sido un orgullo, fijarme mucho y no hacerlas)
Granada a primero de marzo de 1926
Federico (esta vez lo pongo así a solas, espero no le importe):
He tomado confianza desde mi otra carta, primero porque han pasado casi cinco años y porque sigo acordándome de eso que escribió en «Mi pueblo», que «los niños de mi escuela son hoy trabajadores del campo y cuando me ven casi no se atreven a tocarme con sus manazas sucias y de piedra por el trabajo. ¿Por qué no corréis a estrechar mi mano con fuerza? ¿Creéis que la ciudad me ha cambiado? No. Mi cuerpo creció con los vuestros y mi corazón latió junto con los corazones de vosotros».
Bueno, lo de las manazas de piedra no va tanto conmigo pero sí con Manuel, el otro chico de los dos que usted dice que nos sentábamos a su lado en el segundo banco de la clase, muy pobres y muy limpios, más yo lo segundo que Manuel la verdad. El era un año mayor que usted, y yo dos, pero usted Federico nos daba vueltas en lo del aprender las letras y los números, y para mí que aún iba usted muy adelantado y se hacía el zoquete para no dejarnos de lado con el maestro. Manuel sí está trabajando en el campo, pero yo no. Yo tenía que ser labrador también, otro día o luego le contaré por qué me cambió el destino.
«Yo soy el que debiera estar cohibido ante vuestra grandeza y humildad» dice usted de nosotros. Tampoco es eso Federico. Cómo le gusta a usted exagerar para bien.
A lo que iba: usted se refiere a mí, a Manuel, a Emilio, a Garlitos el de la lechería, al malhablado del Manolo el que no tenía madre, a Pepe y a Josejose, que usted se lo sacó porque el chico era un poco tartaja... ah, y al Morito, tan bueno como dice usted pero tan pegón, que a mí me dejó sus dedos marcados en la cara por una cosa que se me escapó de su madre, que en el pueblo decían rodos que se metía en cama con los gañanes. El Morito iba casi desnudo y descalzo, y usted le quería dar alguna camisa usada o zapatos viejos que tenían por casa. «Morito, ¿no tienes frío?», le decía usted, y él que no: «Ca, si tengo el cuerpo de jierro.» Y no le molestaba hacer de burro en los juegos, dejándose poner por la cabeza el bocado de un caballo de su abuelo de usted, ni de oveja, acachado por el suelo con los demás para formar el rebaño delante suyo, pues usted Federico hacía siempre de amo.
Me gusta mucho que alguien conocido se acuerde de nosotros y hasta nos dé las gracias por nada, pero tiene que saber en esta segunda carta (que ya me atrevo más) lo que usted hizo por mí sin saberlo ni quererlo. Yo he tenido otra vida distinta a la que mi padre quería para mí y en la que me había hecho un sitio. Otra vida por culpa suya, Federico, una culpa buena.
De esto que le voy a decir seguro que se acuerda, aunque de mí no se acuerde. Usted lo ha escrito hablando de su casa en el pueblo, que como era una de las más grandes allí nos íbamos a jugar unos cuantos de la escuela. «Cuando llegaban me decían: "Vamonos a tus cámaras".» Lo de cámaras creo que lo inventó usted y no nosotros, pero bueno eran unas habitaciones en que guardaban los trastos de la labranza y se ponían a secar las frutas, y nosotros nos poníamos todos morados de comer frutas, hasta que usted Federico decía «¿A qué jugamos?», y uno decía que a esconder, y otro que a ovejicas, y yo que a lobicos, pero es verdad, a lobicos como dice usted era lo más difícil, porque Luisillo, que sólo tenía cinco años y era miedoso decía: «No, a lobicos no, que luego por la noche los ensueño y como yo hablo a veces durmiendo despierto a mi papá y me regaña.»
Entre usted y yo convencíamos a los miedicas, así como lo cuenta usted, Federico:
«un niño que hacía de lobo se escondía entre sacos y arados. De pronto unos cuantos cerraban las ventanas y la oscuridad se hacía completa. El niño que estaba escondido decía con voz cavernosa: "¡Que viene el lobicoo...!", y nosotros nos apretábamos unos contra otros y empujábamos con fuerza en la pared como si quisiéramos penetrar en ella. "¡Que sus como! ¡Que soy el lobicoo!" Todos salíamos corriendo perseguidos del niño y era angustioso sentir detrás el aullido del lobico. Cuando alguno se veía apurado en la persecución del lobico se arrimaba a la pared y decía jadeante y muy de prisa: "Chichinave, que echo mi llave", y ya estaba a salvo de las uñas de la fiera. Las ventanas se abrían de repente y el lobico (y ese era yo, Federico) se moría tumbándose en los sacos y todos respirábamos como si nos hubieran quitado un gran peso de encima». Qué bien contado está, Federico. Vosotros es decir el pelotón de las ovejicas, os dabais abrazos con mucha fuerza para quitar el miedo, y yo, el lobico que os iba a comer, alguna vez me tragaba de mentirijillas a un niño, pero al niño Federico nunca.
El ser yo tantas veces lobico en las cámaras de su casa fue lo que torció mi vida por raro que le suene. Dice también usted que cuando ahora sube a las cámaras de los pisos altos de Fuente Vaqueros «daría todo lo que soy y poseo para poder jugar y sentir el juego de lobicos... Hoy ya los niños juegan a los dineros y a otras cosas y muy pocas veces hacen de lobicos...».
A lo mejor para usted es verdad lo que escribe, pero gracias a aquellas tardes de obricas de teatro y altares que usted levantaba con cuatro cosas en el desván seguí yo siendo lobico y hasta ovejica y santo romano, y eso con la dificultad que tenía de no haber «nacido poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo».
Ninguna de esas cosas nací yo. Suyo, con todo afecto,
Rafael

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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