viernes, 19 de junio de 2015

Clifford D. Simak. Premio Hugo, 1964.


Clifford D. Simak nace en Milville (Wisconsin, EUA) en 1904, en 1929 contrae matrimonio con Agnes Kuchenberg, con quien tendrá dos hijos. Estudia en la Universidad de Wisconsin y comienza a trabajar para algunos diarios, hasta que en 1939 entra a trabajar en el Minneapolis Star And Tribune de Minneapolis (Minnesota), en el que permanecerá hasta su retiro en 1976. Durante todo este tiempo, simultaneara su trabajo como periodista con su actividad como escritor, de ciencia-ficción principalmente.

Su primera publicación es EL MUNDO DEL SOL ROJO (THE WORLD OF THE RED SUN), en el número de diciembre de 1931 de Wonder Stories. Se trata, pues, de un autor previo a la época dorada de la era Campbell. Uno de los pocos que logró sobrevivir al cambio de orientación en la ciencia ficción que supuso que éste tomara las riendas de Astounding Science Fiction en 1937. De hecho, Simak no escribió nada en el periodo que va de 1933 a 1937 (con la única excepción THE CREATOR en 1935) porque el mismo confesaba sentirse incómodo con la ciencia ficción que se hacía en la época. No obstante, con la llegada de Campbell a ASF, las nuevas directrices se adaptaron perfectamente a su estilo, y se convirtió en uno de los autores regulares de la revista.

Es significativo el gran respeto y admiración que siempre despertó entre el resto de escritores del género, Isaac Asimov lo describe como un hombre afable y bondadoso en el aspecto personal, y como la encarnación de la sencillez y claridad literaria que él siempre ha buscado a lo largo de su obra, en el aspecto literario. Robert Heinlein va si cabe más allá, y dice que leer ciencia ficción es leer a Clifford D. Simak. Este reconocimiento culminará en 1976 con la otorgación del premio Gran Maestro de los Escritores de Ciencia Ficción de América (antes que él únicamente lo habían recibido Robert Heinlein y Jack Williamson).

Otros premios destacables a lo largo de su carrera son:
Premio Internacional de Fantasía (International Fantasy Award) para el mejor libro de ficción por CIUDAD (CITY) en 1953.
Premio Hugo a la mejor novela corta de 1959 por UN GRAN PATIO DELANTERO (THE BIG FRONT YARD).
Premio Hugo a la mejor novela de 1964 por ESTACIÓN DE TRÁNSITO (WAY STATION).
Premio de la Academia de las Ciencias de Minnesota en 1967 por el destacado servicio prestado a la ciencia [2]
Primer Premio Fandom Hall of Fame en 1973
Premio Júpiter a la mejor novela de 1978 por HERENCIA DE ESTRELLAS (A HERITAGE OF STARS).
Premios Hugo, Nébula, Locus y Analog al mejor relato corto de 1981 por LA GRUTA DE LOS CIERVOS DANZARINES (GROTTO OF THE DANCING DEER).
Premio Bram Stoker a la labor de toda una vida en 1988.

***

Estación de tránsito
Clifford D. Simak
Título original: Way Station
Trad. J. Ribera
Col. Biblioteca de Ciencia Ficción nº 4
Orbis, 1986
¿Qué podría decir de esta novela y de su autor que no se haya dicho ya? Os diría que es una de las más grandes escritas jamás, que forma parte de aquellos papeles impresos que nos han mantenido felizmente atrapados en el sillón durante tanto tiempo, que está a la altura de los seis o siete mejores títulos de ciencia-ficción, siempre en mi modestia opinión, junto a Pórtico de Frederik Pohl, Tigre Tigre (o Las estrellas mi destino, por favor) de Alfred Bester, El día de los trífidos de John Wyndham, 2001: una odisea espacial, de Clarke, Edén de Stanislaw Lem, Fundación de Asimov, y las que espero descubrir con los años.

Estación de tránsito nos narra la historia de Enoch Wallace, una persona sencilla que vive en una casa desconectada de todo atisbo de civilización, y del que se dice que tiene más de un siglo. Hombre corriente, aparentemente apocado, guarda un maravilloso secreto que le convierte, irónicamente, en uno de los hombres más civilizados del planeta. Deberá compaginar su vida cotidiana -y sus remordimientos al recordar su participación en la Guerra de Secesión- con el tremendo secreto que esconde, consciente que será descubierto, tarde o temprano, por aquellos a los que trata de proteger de una situación que podría cambiar, e incluso destruir, su actual forma de vida.

El maestro Simak narra la historia con una perfección descriptiva (a veces excesiva) que muy pocas veces he podido descubrir. La naturaleza montañosa y los largos paseos por caminos de idílica tranquilidad demuestran una sensibilidad ecologista que resulta extremadamente avanzada para la época, y que llevan implícitos unos ligeros toques de mágica fantasía.

Se muestra crítico con situaciones enormemente preocupantes y gran conocedor de la sociedad humana `natural`, donde sabe que el ser humano no es suficientemente bueno ni evolucionado. Hace gala de una imaginación propia de un avanzado exobiólogo, aunque debe expresarse en los términos de su época -el aparente desfase es más que natural-, y de una inventiva genial ante las situaciones que plantea, con un tono que se muestra, al mismo tiempo, utópico y clásico.

Si hay que poner un pero, sería el final, apretado y demasiado impaciente, que impide una conclusión explosiva de la historia que la convertiría, sin lugar a dudas, en la mejor novela de este género. No os dejéis disuadir por este pequeño punto negro y disfrutad de un libro maravilloso que, entre un maremagno de sentimientos, parece que nos ruega: seamos amigos.
Fuente: Raúl de la Cruz Orobio

(Fragmento de novela)
2
ESTACIÓN DE TRANSITO
Clifford D. Simak
Traducción de JOSÉ RIBERA
TITULO ORIGINAL EN INGLÉS:
WAY STATION
NEBULAE 120
E. D. H. A. S. A.
BARCELONA BUENOS AIRES
Depósito legal: B 26.724-1966
No. Rgtro. : 5214-66
© Clifford D. Simak
Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A.
Avenida Infanta Carlota, 129 - Barcelona
Emegé. E. Granados, 91 y Londres. 98 – Barcelona
3
I
El fragor ya había terminado. El humo se arrastraba en finas hebras grises de
niebla sobre la tierra torturada, las cercas destrozadas y los melocotoneros hechos
astillas aguzadas por el fuego de cañón. Por un momento - reinó silencio, aunque no paz, sobre aquellos escasos kilómetros cuadrados de terreno, donde sólo un
momento antes los hombres gritaban y se debatían con el frenesí de un Odio
ancestral que los enfrentaba en una lucha s~ aliar, antes de que se separasen paracaer exhaustos.
Durante un tiempo interminable, según pareció, los truenos rodaron del uno al otro
confín del horizonte, la tierra destripada saltó por los aires, los caballos relincharon y los hombres profirieron roncas imprecaciones; se escuchó el silbido del metal y el
golpe sordo con que terminó; brilló el ruego abrasador y resplandeció el acero; los
gallardos colores de las banderas restallaron en el viento de la batalla.
Luego todo terminó y reinó el silencio,
Pero el silencio era una nota extraña que no tenía ningún derecho sobre aquel
campo ni sobre aquel día, y no tardaron en romperlo los gemidos y los gritos de
dolor, las voces pidiendo agua y las súplicas de muerte... el llanto, las llamadas y los gemidos que proseguirían durante horas bajo el sol del estío. Luego aquellas siluetas acurrucadas se quedarían quietas y tranquilas, se esparciría un hedor que causaría náuseas a todos cuantos por allí pasaran, y las tumbas no serían profundas.
Habría trigo que no sería nunca segado, árboles que no florecerían cuando
volviese la primavera, y en la ladera que subía hasta el farallón, las palabras sin
pronunciar, las gestas sin realizar y los bultos empapados que pregonaban el vacío y el despilfarro de la muerte.
Había hombres orgullosos que aún se habían cubierto de más gloria, pero que
entonces no eran más que nombres cuyo eco resonaría a través de las edades... la Brigada de Hierro, el V de New Hampshire, el I de Minnesota, el II de Massachusets, el XVI de Maine.
Y había también Enoch Wallace.
Aún empuñaba el mosquetón hecho pedazos y tenía ampollas en las manos. Su
cara estaba tiznada de pólvora. Tenía los zapatos cubiertos de polvo y sangre reseca.
Pero aún vivía.

II
4
El Dr. Erwin Rardwicke hizo rodar el lápiz entre las palmas de las manos. Era una
cuestión irritante. Miró al hombre sentado al otro lado de la mesa de su escritorio,
con cierta expresión calculadora.
- Lo que no acabo de entender - dijo Hardwicke - es por qué ha acudido usted a
nosotros.
- Verá; ustedes son de la Academia Nacional de Ciencias y pensé que...
- Y ustedes son de la CIA.
- Mire, doctor, si le parece mejor, considere esta visita extraoficial. Finjamos que
soy un ciudadano intrigado que se dejó caer por aquí para ver si usted podía ayudarme.
- No es que no quiera ayudarle pero no sé cómo podría hacerlo. Todo esto me
parece tan nebuloso y tan hipotético...
- ¡Pero por Dios hombre! - dijo Claude Lewis -, no puede usted negar las pruebas
que tengo... por pequeñas que sean.
- Bien, de acuerdo - repuso Hardwicke -, empecemos de nuevo y examinémoslo
detalle por detalle. Dice usted que tienen a este hombre...
- Se llama Enoch Wallace - continuó Lewis -. Bajo el punto de vista cronológico,
tiene ciento veinticuatro años. Nació en una alquería de Wisconsin, a pocos
kilómetros de la ciudad de Millville, el 22 de abril de 1840, y es hijo único de Jedediah
y Amanda. Fue de los primeros en alistarse en respuesta a la llamada de Abraham
Lincoln que pedía voluntarios. Se incorporó a la Brigada de Hierro, la cual fue
prácticamente liquidada en Gettysburg, en 1863. Pero Wallace consiguió ser
destinado a otra unidad de combate y luchó en toda Virginia bajo el mando de Grant.
Asistió al fin de la lucha en Appomatex...
- Veo que han investigado sus antecedentes.
- He mirado su hoja de servicios. Su solicitud de alistamiento en el Capitolio del
Estado, en Madison. El resto de la documentación, entre la que se cuenta su
licenciamiento, aquí en Washington.
Y dice usted que aparenta unos treinta años.
- Ni un día más. Y quizá menos que eso.
- Pero usted no ha hablado con él.
Lewis meneó negativamente la cabeza.
- Acaso no sea nuestro hombre. Si tuviésemos sus huellas dactilares...
- En tiempo de la Guerra de Secesión - dijo Lewis -, aún no se tomaban huellas
dactilares.
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- El último veterano de nuestra guerra civil - comentó Hardwicke -, murió hace
unos años. Creo que era un tambor de la Confederación. Aquí debe de haber algún error.
Lewis hizo un movimiento negativo con la cabeza.
- Lo mismo pensaba yo, cuando me destinaron a este caso.
-¿Y cómo fue que lo destinaron a él? ¿Por qué se interesan los servicios de
Información en un asunto como éste?
- Reconozco que es algo que se sale un poco de lo corriente - admitió Lewis -.
Pero es algo que podría tener consecuencias tan extraordinarias...
-¿Se refiere usted a la inmortalidad?
- Es posible que tal idea cruzara por nuestra mente. Una simple posibilidad de
ella. Pero sólo de refilón. Antes tuvimos en consideración otras cosas. , Hay algo tan extraño, que merecía una investigación.
- Pero la CIA...
Lewis sonrió.
- Ya sé lo que piensa: ¿por qué no se encargaba de la - investigación a un centro
científico cualquiera? Supongo que lógicamente así debiera haber sido. Pero uno de nuestros hombres tropezó casualmente con el asunto. Se hallaba de vacaciones.
Tenía familia en Wisconsin... y no ea aquella región particular, sino a unos cincuenta kilómetros de ella. Oyó un rumor... un rumor muy vago, que apenas pasaba de ser una mención casual. Entonces husmeó un poco por allí. No descubrió mucho, pero sí lo suficiente para hacerle creer que el rumor no se hallaba desprovisto de fundamento.
- Esto es lo que más me intriga - observó Hardwike -. ¿Cómo es posible que un
hombre viva ciento veinticuatro años en una localidad sin convertirse en una celebridad de renombre mundial? ¿Se imagina usted el partido que sacarían los
periódicos a un notición como éste?
- Me estremezco sólo de pensarlo - repuso Lewis.
- Aún no me ha dicho cómo sería posible.
- Resulta un poco difícil de explicar - contestó Lewis -. Se tiene que conocer la
región y sus moradores. El extremo de Wisconsin está limitado por dos ríos, el
Mississipi por el oeste, y el Wisconsin por el norte. Entre los ríos se extienden
anchurosas y dilatadas praderas, con ricas tierras, prósperas alquerías y ciudades.
Pero las tierras que descienden hasta el río son fragosas y quebradas; abruptos
riscos, altivos peñascos, profundas gargantas y acantilados, entre los que quedan
algunas regiones aisladas, a modo de bolsas. Para llegar a ellas, sólo hay malas
carreteras y las pequeñas y toscas casas de labor están habitadas por unas gentes que tal vez se hallan más cerca de los pioneros de hace cien años que de la civilización del siglo XX. Tienen automóviles, desde luego, y radios y pronto tendrán hasta televisión. Pero son de espíritu muy conservador y retrógrado... no todos los habitantes, desde luego, y de éstos muy pocos, pero esos pocos se encuentran en esos pequeños grupos aislados.
»Hubo un tiempo en que había muchas alquerías en esas bolsas aisladas, pero
hoy en día apenas nadie puede vivir en esas míseras explotaciones agrícolas. Las
dificultades económicas obligan poco a poco a los habitantes de estas zonas a
abandonarlas. Venden sus tierras por lo que les quieren dar por ellas y emigran,
principalmente a las ciudades, para poder ganarse la vida.
Hardwicke hizo un gesto de asentimiento.
- Y únicamente se quedan, por supuesto, los más retrógrados y conservadores.
Exacto. La mayoría de las tierras pertenecen actualmente a propietarios que viven
fuera de ellas y que las tienen abandonadas. Lo más que hacen es criar en ellas
unas cuantas cabezas de ganado. No es un mal sistema de eludir los impuestos para quienes necesitan recurrir a estos medios. Y en los días en que se estilaba el banco de tierra, muchas de estas tierras fueron administradas por este banco.
-¿Quiere usted decir que esas gentes tan atrasadas se han confabulado para no
hablar?
- Acaso no sea una conspiración tan declarada como eso - repuso Lewis -. Sólo
es su manera de hacer las cosas, una supervivencia de la antigua y recia filosofía de los pioneros. Sólo se ocupaban de sus propios asuntos. No les gustaba que los
demás se inmiscuyesen en ellos y en cuanto a ellos, no se metían en los asuntos
ajenos. Si un hombre quería vivir hasta tener mil años, esto podía ser asombroso,
pero al fin y al cabo era cuenta suya. Podrían comentarlo entre ellos, pero con nadie más. Les molestaría que un extraño quisiera tirarles de la lengua.
»AI cabo de un tiempo, supongo, terminaron por aceptar el hecho de que Wallace
continuaba siendo joven mientras ellos envejecían. La costumbre terminó por hacer desaparecer el asombro y probablemente no hablaron mucho de ello, ni siquiera entre ellos mismos. Las nuevas generaciones lo aceptaron porque sus padres no veían en aquello nada de extraordinario... y además, veían muy poco a Wallace, porque éste llevaba una vida muy retraída.
- Y en las regiones vecinas, cuando las gentes pensaban en aquello, se
acostumbraron a considerarlo como una especie de leyenda... otra absurda historia que no valía la pena comprobar. Tal vez fuese una simple broma de aquellos rústicos. Una historia como la de Rip Van Winkle que probablemente no encerraba una sola palabra de verdad. Nadie tenía ganas de hacer el ridículo tratando de averiguar lo que tuviese de cierto.
- Pero su agente lo hizo.
- Sí, y no me pregunte por qué.
- Sin embargo, no le habían ordenado que investigase el caso.
- Lo necesitaban en otra parte. Y además, allí ya era demasiado conocido.
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-¿Y usted?
- Me requirió dos años de trabajo.
- Pero ahora ya sabe la verdad.
- No toda. Hay más incógnitas ahora que al principio.
- Usted ha visto a ese hombre.
- Muchas veces - repuso Lewis -. Pero nunca he hablado con él. No creo que ni
siquiera me haya visto. Da un paseo todos los días antes de ir a buscar el correo.
Tenga usted en cuenta que nunca abandona sus tierras. El cartero le trae las
pocas cosas que necesita. Un saco de harina, una libra de tocino, una docena de
huevos, cigarros y a veces vino.
- Pero esto debe de ser contrario al reglamento postal. Claro que lo es. Pero los
carteros lo hacen desde hace años. No hace daño a nadie y así continúa hasta que alguien se queja. Pero en este caso, nadie se quejará. Es probable que los carteros sean los únicos amigos que ha tenido ese hombre.
- Según tengo entendido, el tal Wallace apenas trabaja
- Así es. Tiene un pequeño huerto y en él - cultiva algunas verduras. Sus tierras
vuelven a ser bravías y. salvajes.
- Pero tiene que vivir. Tiene que sacar dinero de alguna parte.
- Y lo saca - dijo Lewis -. Cada cinco o diez años envía un puñado de piedras
preciosas a una empresa de Nueva York.
-¿Las obtiene legalmente?
- Solo que usted quiere saber es si se trata de algo delictivo, le diré que no lo creo.
De todos modos, si alguien quisiera denunciarlo por ello, creo que habría una base
legal para hacerlo. No al principio, cuando empezó a enviar piedras preciosas, hace muchos años. Pero las leyes cambian y sospecho que tanto él, como el comprador, burlan a varias de ellas.
-¿Y eso a usted no le importa?
- Visité a esa empresa - contestó Lewis -, y se pusieron bastante nerviosos. En
primer lugar, robaban escandalosamente a Wallace. Yo les dije que siguiesen
comprándole, y que si se presentaba alguien a investigar, que me lo enviasen
inmediatamente. Por último, les pedí que guardasen silencio sobre e1 asunto y no
cambiasen nada.
- No quiere que nadie pueda asustarlo - comentó Hanwicke.
- Exactamente. Quiero que el cartero siga haciendo de recadero y que la empresa
de Nueva York continúe comprándole piedras preciosas. Quiero que todo siga tal
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como está. Y antes de que usted me pregunte de dónde proceden esas piedras, le
diré que lo ignoro.
- Quizá tenga una mina.
-¡Menuda mina sería! Una mina que daría diamantes, rubíes y esmeraldas.
- Yo diría que, incluso a los precios que le pagan, recibe mucho dinero.
Lewis asintió.
- Por lo visto, sólo efectúa envíos de piedras cuando necesita fondos. Vive de una
manera muy frugal, a juzgar la comida que compra, y, por lo tanto, no necesita
mucho dinero. Pero está suscrito a numerosos diarios y revistas de información, sin hablar de docenas de publicaciones científicas. También compra muchos libros.
-¿Obras técnicas?
- Algunas de ellas sí, en efecto, pero en su mayoría tratan de los últimos
adelantos. Física, química y biología... esas cosas.
- Pero yo no...
- Claro que usted no. Ni yo tampoco. No es hombre de o, al menos, no tiene una
formación científica.
En los días en que fue a la escuela eso no se estilaba... quiero decir que no se
daba la educación científica actual. Y además, lo que entonces pudiera haber
aprendido, hoy de poco le serviría. Asistió a la escuela de primeras letras - una de
esas escuelas rurales de una sola habitación - y sólo un invierno en una academia
que existió durante un año o dos en la aldea de Millville. Por si usted no lo sabe, le
diré que esa academia era de las mejores que existían a mediados del siglo pasado.
En cuanto a él, parece ser que era un joven muy inteligente.
Hardwícke movió dubitativamente la cabeza.
- Parece algo increíble. ¿Y usted ha comprobado todo esto?
- Lo mejor que he podido. He tenido que hacerlo con mucho cuidado. No quería
levantar la liebre. Ah; me olvidaba de una cosa... escribe mucho. Compra esas
grandes agendas o diarios, encuadernados en tela, en lotes de una docena. En
cuanto a la tinta, la compra a litros.
Hardwicke se levantó de la mesa y empezó a pasear por la habitación.
Lewis – dijo -, si usted no me hubiese mostrado sus credenciales y yo no hubiese
comprobado su autenticidad, me figuraría que todo esto no pasaba de ser una broma de muy mal gusto.
Regresó a la mesa y volvió a sentarse. Tomando el lápiz, se puso a hacerlo rodar
de nuevo entre las palmas de las manos.
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- Lleva ya dos años estudiando este caso – dijo -. ¿Y no tiene ninguna idea?
- Ninguna en absoluto - repuso Lewis -. Estoy completamente desconcertado. Por
esto me encuentro aquí.
- Sígame contando la historia de ese hombre. ¿Qué hizo después de la guerra?
- Su madre murió - dijo Lewis -, mientras él estaba en el ejército. Su padre y los
vecinos la enterraron allí, en sus tierras. Esto era frecuente entonces. El joven Wallace consiguió un permiso, pero no llegó a tiempo para asistir al entierro. En aquellos días no se solían embalsamar a los muertos y se viajaba con mucha lentitud.
Después volvió a la guerra. Por lo que he podido averiguar, no le dieron otros
permisos. Su padre vivió solo, cultivando sus tierras, haciendo su propio pan, sin
necesitar a nadie. Parece ser que fue un buen agricultor, excepcional para su época.
Estaba suscrito a varias revistas agrícolas y tenía ideas progresivas. Tenía en
cuenta, por ejemplo, la rotación de las cosechas y la prevención de la erosión, entre otras cosas. Sus tierras dejaban mucho que desear según las normas modernas, pero sacaba de ellas su sustento e incluso le permitían reunir algunos ahorros.
»Entonces Enoch regresó de la guerra y ambos cultivaron las tierras juntos
durante un año o cosa así. El viejo Wallace adquirió una segadora tirada por un
caballo, con una hoz mecánica que segaba el heno o el trigo. Aquello era un sistema revolucionario, junto al cual la guadaña no tenía comparación.
»Hasta que una tarde, el viejo salió a segar un campo de heno. Los caballos,
asustados por algo, se desbocaron.
El padre de Enoch fue derribado del asiento y cayó delante de la segadora
mecánica. No fue una manera muy agradable de morir.
Hardwicke hizo una mueca de disgusto.
- Horrible - dijo.
- Enoch fue a buscar a su padre y llevó el cadáver a la casa. Luego tomó una
escopeta y salió en persecución de los caballos. Los encontró en un extremo de los pastos, los mató a tiros y allí los dejó. Sí, allí. Durante años, sus esqueletos yacieron entre la hierba, allí donde él los mató, aun uncidos a la segadora, hasta que los arneses se pudrieron.
»Después volvió a la casa y tendió a su padre frente a ella. Lo lavó, lo vistió con
su traje negro de las fiestas, lo tendió sobre una tabla y luego fue al establo para
hacer un ataúd. Hecho esto, cavó una fosa junto a la tumba de su madre. La terminó a la luz de una linterna; luego volvió a la casa y pasó la noche velando a su padre. Al amanecer fue a participar lo sucedido al vecino más próximo, éste lo notificó a los demás y alguien fue en busca de un sacerdote. Al atardecer se celebró la ceremonia
mortuoria, terminada la cual Enoch volvió a la casa. Y allí ha vivido desde entonces, pero nunca ha vuelto a cultivar las tierras. Es decir, excepto el huerto.
- Decía usted que esa gente no quiere hablar con extraños. ¿Cómo se las ha
arreglado para saber tanto?
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- He necesitado dos años. Conseguí infiltrarme. Compré un automóvil
desvencijado, me presenté en Millville y dije que era un recolector de ginseng.
-¿Un qué?
- Un recolector de ginseng. El ginseng es una planta.
- Sí, ya lo sé. Pero ahora apenas nadie la emplea.
- Aún la compran algunos herbolarios. Se puede vender una poca para la
exportación. Pero yo también buscaba plantas medicinales y pretendía poseer un
amplio conocimiento de ellas y de sus virtudes. "Pretendía" no es la palabra
adecuada; me hallaba bastante empollado sobre la materia.
- El tipo de alma sencilla - comentó Hardwick - que aquellas gentes podían
entender. Una especie de anacronismo cultural. Y además inofensivo. Tal vez un
poco mal de la cabeza.
Lewis asintió.
- Salió mejor de lo que yo mismo esperaba Me limitaba a ir de una parte a otra y
escuchar lo que la gente me decía. Incluso descubrí un poco de ginseng. Habla una familia en particular... los Fisher. Viven a la orilla del río, al pie de la casa de Wallace, cuyas tierras se asoman al farallón. Esta familia habita en aquellas tierras desde hace casi tanto tiempo como los Wallace, pero son de un genero muy distinto. Los Fisher son una tribu de cazadores de zarigüeyas y de pescadores, amigos de cocinar a la luz de la luna. En mí encontraron un alma gemela. Y era tan enemigo de cambios y tan atrasado como ellos. Guisé con ellos a la luz de la luna, comimos y bebimos juntos y hasta nos fuimos en varias ocasiones a vender nuestras chucherías al pueblo. Salí de caza y de pesca con ellos, nos sentamos juntos, hablamos y me enseñaron un par de sitios donde podría encontrar un poco de ginseng..., “sang” es como ellos lo llaman. Supongo que un etnólogo hallaría una mina de oro con los Fisher. En la familia hay una muchacha..., es sordomuda, pero muy linda, que sabe curar las verrugas por medio de ensalmos...
- Conozco ese tipo humano - dijo Hardwick -. Yo nací y me crié en las montañas
del Sur.
- Fueron ellos quienes me contaron lo de los caballos y la segadora. Así es que un
día subí al lugar indicado y me puse a excavar en los pastos de los Wallace.
Encontré una calavera de caballo y algunos huesos.
- Pero era imposible saber si pertenecían a uno de los caballos de los Wallace.
- Desde luego que no - dijo Lewis -. Pero también encontré parte de la segadora.
No quedaba gran cosa de ella, pero sí lo bastante para identificarla.
- Volvamos a la historia de su vida - apuntó Hardwick -. Después de la muerte de
su padre, Enoch se quedó a vivir en la casa solariega. ¿No la abandonó nunca?
Lewis denegó con la cabeza.
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- Sigue viviendo en la misma casa. Nada ha cambiado.
Y la casa al parecer, no ha envejecido más que su habitante.
-¿Ha estado usted en la casa?
- En ella, no. Junto a ella. Le diré cómo es.

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