martes, 16 de junio de 2015

Miguel Sánchez-Ostiz.


Miguel Sánchez-Ostiz.
Novela La caja china. 1996.
Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, Navarra, 14 de octubre de 1950), es un escritor español, autor de novelas, ensayos, poesía, colaborador habitual en prensa, Premio Nacional de la Crítica en 1998 y experto en la obra y figura de Pío Baroja.
Premio Herralde de novela 1989.
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MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ. Poeta, narrador y ensayista navarro, nacido en Pamplona en 1950. Forma parte del grupo de escritores cuya obra empezó a suscitar la atención en la década de 1980. Posee una sensibilidad muy especial, cuidadosa con el entorno y vinculada al pasado. Poeta de la intrahistoria, volcado en el rescate de lo más valioso, ha producido un conjunto de libros de poesía en los que se recrean los mundos de la fábula y los sueños, como Pórtico de la fuga (1979), Los reinos imaginarios (1980) y De un paseante solitario (1985). En su larga lista de novelas se pueden señalar: Los papeles del ilusionista (1983); El pasaje de la luna (1984), expresión fiel de sus obsesiones provincianas; Tánger Bar (1987), pintura de un universo cerrado; La gran ilusión (Premio Herralde de novela 1989), sobre la amistad que se desvanece; Las pirañas (1992), crítica feroz pero dotada de un propósito moral; Un infierno en el jardín (1995); La caja china (1996); No existe tal lugar (1997), obra localista, evocadora y cargada de ensoñaciones que recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1997; La flecha del miedo (2000); El corazón de la niebla (2001) y En Bayona, bajo los porches (2002), dos novelas con las que iniciaba un ciclo narrativo sobre la historia reciente de España titulado Las armas del tiempo; y La nave de Baco (2004). Ha publicado abundante prosa narrativa y ensayística, como La negra provincia de Flaubert (1986), Mundinovi (1987) y Literatura, amigo Thompson (1989), en las que ensaya el uso de las memorias como recurso expresivo de la incertidumbre, así como La puerta falsa (1991), Correo de otra parte (1993), El árbol del cuco (1994), Veleta de la curiosidad (1994), El santo al cielo (1995), Las estancias del Nautilus (1996), Palabras cruzadas (1998), El vuelo del escribano (1999) y Derrotero de Pío Baroja (2000).



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En La caja china, Sánchez-Ostiz trata de responder, adoptando la forma de un imaginario detective, la pregunta de adónde conducen las huellas que a su espalda ha dejado un hombre desaparecido de forma inesperada en extrañas circunstancias: unas pocas pertenencias banales y los mínimos objetos personales abandonados en la habitación de un hotel fantasmagórico, en el invierno mortecino de una pequeña ciudad de playas y casinos. Su pesquisa lleva al autor a seguir los pasos de un personaje desclasado y de pensamiento errático, experto en la doble vida y en la falta de coraje, poseedor de una notable impericia para gestionar tanto los asuntos propios como los ajenos, y náufrago a todas luces en la sociedad de su época y en su propia vida. Un personaje que en la cuarentena se empeña, a pesar de todo, en encontrar su lugar en el mundo, en reconstruir las pocas certezas de su existencia, sus trampas, engaños, miedos y torpezas, en reconciliarse también consigo mismo y en encontrar una auténtica vía de escape que le libere de las sombras de su conciencia.
  Sánchez-Ostiz aborda la crónica, más irónica que sombría, de un tiempo oscuro y de un mundo turbio que se esconde debajo de una cacareada sociedad del bienestar y traza de paso las precisas siluetas de sus figurantes: una tropa de sonámbulos, extraviada en su propia época, los insatisfechos y marginales, bizcos de manos en ocasiones, pero rigurosamente contemporáneos. Personajes que se debaten consigo mismos en el borroso escenario de una ciudad del sur de Francia encarada al océano, en un territorio a todas luces fronterizo, sin poder diferenciar lo vivido de lo imaginado, el mundo de la luz y el mundo de la sombra, lastrados por un pasado dudoso y casi desprovistos de otro futuro que no sea el de desaparecer en extrañas circunstancias.
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Fuente: Editorial Anagrama.

Miguel Sanchez-Ostiz
La caja china
Título original: La caja china
Miguel Sanchez-Ostiz, 1996
Diseño de portada: Julio Vivas.
Ilustración de portada: Sans titre (Hotel de L’Etoile) caja de Joseph Cornell
 Para Dominique

(Fragmento).
 LA MALETA VACÍA
Rafael Vidán, viajero de una sola noche y sin embargo largamente esperado, no ocultaba su satisfacción por haber conseguido vencer sin ninguna dificultad la desconfianza del hotelero en aquel hotel de aspecto descalabrado, cubierto de desconchados, grietas y remiendos, que se alzaba en un extremo de la plaza de Santa Eugenia de Biarritz, como un testimonio de otra época. Rafael, hombre de prejuicios y de temores las más de las veces infundados, cuando se encontraba en parecidas circunstancias, pensaba que su acento extranjero le delataba y predisponía a sus interlocutores en su contra. Su experiencia de los pocos hoteleros franceses o ingleses que había tenido ocasión de conocer no era muy buena. Había padecido sevicias de distinta consideración. O eso al menos es lo que le parecía. No iba a ser así esta vez, con aquel extraño hotelero del Hotel del Fetiche. Y no iba a ser lo único que no era ni como pensaba ni como parecía.
  «Curioso nombre para un hotel», pensó Rafael cuando se encontró frente a la puerta de entrada. Chocante desde luego en esa parte de la ciudad donde las enseñas ostentaban los nombres de Hotel del Océano —el suyo—, Hotel del Puerto Viejo, de Washington… Él, sin embargo, no había venido en busca de curiosidades, ni de pasatiempos de viajero de una sola noche que persigue el encanto secreto de las ciudades, «en plan Arrensberg», pensó al recodar un recorte de un suplemento dominical que había llevado en la cartera como un manual de instrucciones del viajero sin ataduras que todavía quería ser a ratos. Él había venido en busca de algo más prosaico. Algo que con seguridad se le había escapado una vez más de las manos. No era exactamente culpa lo que sentía. Se trataba tan sólo de la desazón y del agobio que le acometía cuando sospechaba que estaba dando pasos en falso, y también de la perentoria necesidad de acabar con aquel asunto cuanto antes.
  Allí estaba, por fin, en el centro de la habitación que ellos habían ocupado, escuchando distraído la cháchara del hotelero, mirando a su alrededor, con curiosidad nerviosa y a la vez con disimulo, como el mal comprador que era, llevando la vista de un lado a otro, de un objeto a otro, buscando detalles reveladores, intentando fijar esos objetos que veía desparramados a su alrededor, tratando de imaginar, de adivinar cómo, cuál había sido la vida de ellos dos en aquel hotel, mediocre al fin y al cabo, muy poco del estilo de los hoteles que él se imaginaba que a ellos les gustaban o que estaban acostumbrados a frecuentar. Aquélla fue la primera de una larga serie de sorpresas.
  —Acompáñeme si quiere. Estoy desocupando su habitación… Poco queda por hacer —había dicho hacía unos minutos el hotelero después de que hubiesen intercambiado unas banales, corteses y algo confusas palabras de presentación.
  —Fui yo el que llamó ayer… Pensaba encontrarla aquí —había dicho Rafael Vidán.
  —Ya. Le esperaba. Ella me aseguró que usted vendría hoy… No estaba cuando usted llamó… Vino luego, le dije que había llamado, pero se marchó de nuevo. Llamó esta mañana y me dijo que usted se encargaría de todo. En fin, aquí está usted.
  Se veía tratado con una familiaridad que aceptó desde el primer momento de buen grado. Una vez más, o como siempre, había llegado tarde, pensó con un fondo de irritación. No dejó traslucir su enojo. Sonrió ligeramente.
Rafael se acercó a una de las ventanas de la habitación y apartó los visillos que la brisa hinchaba. Desde allí podía ver el mar y en él, cabeceando ligeramente, un pesquero con el casco pintado de color amarillo limón y unas franjas verdes en las amuras; en las pértigas llevaba unos gallardetes rojos requemados por el sol y el salitre. Era un día claro, muy luminoso, de comienzos de primavera. Una mañana en la que las cosas se mostraban con una nitidez que parecía inmovilizarlas. La vida de la ciudad tenía un ritmo lentísimo. Tan sólo, a lo lejos, cerrando el horizonte, había una ligera neblina. Observó con desgana a la gente que pasaba de un lado a otro de la plaza, la fachada blanquecina de la iglesia de Santa Eugenia —salía de ella un hombre de edad que en ese momento se calaba una boina con las dos manos y desaparecía de inmediato detrás de unos tamarindos—, los otros hoteles iluminados por el sol, las terrazas acristaladas desiertas a esa hora, una peluquería en cuya puerta, al sol, había un hombre joven, moreno y repeinado, con los brazos cruzados. A Rafael Biarritz le era casi por completo ajena. Desde que hacía tres años había perdido su pequeño negocio de transportes la frontera era un territorio perdido, antes casi también. Nunca había sabido desenvolverse en ese ambiente espeso. No conocía a nadie en la ciudad.
Se volvió hacia el hotelero, que entretanto no había dejado de hablar, cuando éste dijo «Bonita vista… ¿Eh?». Le observó con detenimiento y no le contestó. Era un personaje curioso. Con un rostro achinado, de rasgos gruesos y surcado por profundas arrugas, llevaba el cráneo afeitado e iba vestido con descuido: un jersey de marinero azul oscuro debajo de una americana muy usada a cuadros en tonos verdosos y amarillos con coderas de cuero color miel. Había algo en él que le producía una instintiva curiosidad; también confianza.
—Así que usted es el hermano de Adrián —repitió una vez más el hotelero como si hablara consigo mismo—. Le esperaba. Ha sido una desgracia, ya se lo he dicho. Estas cosas ocurren. Unos vienen. Otros van. Y a veces pasan cosas que no podemos prever. Ella dijo que sin duda usted desearía llevarse algunas cosas… ¿Sí? Espere un momento. Bajaré a buscar una caja.
Desapareció silboteando y le dejó solo. Esta vez Rafael pudo examinar con más detenimiento la habitación. La encontraba vulgar y desordenada. Sobre la chimenea, cuyo hogar estaba cerrado con una placa metálica oscura, colgaba un espejo de marco negro azabache coronado por un copete. Le resultó un tanto fúnebre el florón. Escrita con carmín de labios, una palabra escueta trazada con furia y encerrada dentro de un círculo: «Adiós». El leerla no le produjo emoción especial alguna. La miró inclinando la cabeza a un lado y a otro. «Caramba, todo un carácter», se dijo.
Prendidas en el marco había un par de tarjetas postales, una tarjeta de visita —«Alvarado. Antiquaires»—, otros papeles, facturas, una tira de fotografías de fotomatón… Estela. Estela. Estela. Estela y Adrián: Estela con una expresión seria en el rostro, sus grandes ojos acentuados por el maquillaje oscuro. Estela reteniendo una carcajada. Estela tapándose la cara con las manos. Estela abrazada a Adrián, que por lo visto había entrado de improviso en la cabina. La cogió, la miró con más atención y con una cierta aprensión que le hizo frotarse los dedos y la volvió a dejar con cuidado en el mismo lugar donde la había encontrado. Se trataba de algo que le resultaba ajeno. Volvía una vez más la antigua sensación de incomodidad ante todo lo que llegaba a sus manos o le tocaba, y le era extraño por haber pertenecido a otro, a su hermano sobre todo, y a una historia o una situación en la que él no había participado, pero que de inmediato le provocaba el deseo de haber estado presente y de haber sido uno de ellos, uno más de la partida. Una vez más, la molesta sensación del espectador colocado a la fuerza en una segunda fila. Él era ajeno a esa alegría contenida, a ese momento sin duda feliz en la vida de ellos. Como siempre. No era nada nuevo.
A continuación cogió una de las tarjetas postales. Estaba dirigida a Adrián. Una vista de Acapulco. Acantilados, villas, hoteles, el mar, el boscaje de unos jardines… Todo ello de un colorido pastel que le daba el aire de una vieja tarjeta postal coloreada a mano que bien podría haber sido enviada hacía veinte o treinta años. Incluso su formato alargado era inhabitual. En el dorso, cuatro líneas en castellano. Alguien, desconocido para Rafael, invitaba a Adrián, en un tono frívolo más que festivo, que también le resultó insoportable, a reunirse con él en las próximas fechas: «Adrián, querido, deberías apresurarte si todavía quieres disfrutar de estos sensacionales días. Te esperamos aunque sea acompañado. Luego regresaremos a México capital. Y luego quizás otra vez al norte. Estrechos abrazos». El nombre que le pareció adivinar en la firma era Roy. Y otro texto en inglés firmado por Ágata: Everithing would be better if you’d come. «¿Quiénes serán éstos? ¡Bah!, ya me enteraré», se dijo.
La tarjeta estaba fechada más de siete meses atrás, en el otoño del año anterior. Le llamó la atención que la dirección adonde había sido enviada no fuera la del Hotel del Fetiche. Se alegró de que Adrián no hubiese podido ir a Acapulco. En cierta manera había sido gracias a él. Ni a Acapulco ni a ninguna parte. Pero, como siempre, se arrepintió de inmediato de su mezquindad, se sintió culpable. Rafael Vidán tenía una idea muy distinta de adonde pensaban dirigirse Adrián y Estela. O mejor dicho no tenía ninguna. Él se había creído lo que ellos le habían dicho en su primera carta: que pensaban marcharse a Venezuela, donde, según decían, a Adrián le habían ofrecido un trabajo de representante de no recordaba qué producto comercial, algo tan vago que le había hecho sonreír, algo relacionado con materiales de construcción o con telefonía. La historia no le había llegado a interesar. No pensó en que tal vez la tarjeta no era más que una vaga invitación de circunstancias; tampoco en que pudiera ser una broma privada o una burla a él dirigida. No era seguro que esta vez hubiesen tratado de engañarle de nuevo, como él había sospechado.
Al tiempo que dejaba la postal en el marco del espejo, pensó que de todas formas no les había prestado el dinero que le pedían, y que en cualquier caso todo aquello carecía ya de importancia.
La otra postal era una vista, en tonos grises y azafranados, de Venecia. Era una postal vieja, con los bordes dentados. La fachada del palacio Loredan. No importaba, él nunca había estado allí y además estaba escrito al dorso. La firmaba un tal Ed. Fresneda. No le conocía. Nunca había oído hablar de él.
Con otra tinta firmaba una tal Nina. Estaba remitida desde París. Una postal elegida al azar, sin duda. «¿Vendréis este año? Ya lo dicen los philosophes: Nada como tomarse un helado en Nochevieja en el Florián. Hasta pronto. Hemos visto a Arrensberg. Es impresionante». «Menuda gilipollez», pensó Rafael. Al igual que la anterior, estaba fechada varios meses atrás. La colocó junto con la de Acapulco en el marco del espejo. En éste contempló el desorden que reinaba a su espalda. Alguien había desaparecido precipitadamente de escena. El desorden de la habitación de un viejo hotel que antaño, más que lujoso, pudo haber sido confortable, regentado por un pintoresco personaje que le había producido una cierta curiosidad y que hacía ya un buen rato que había desaparecido de escena.
Rafael se miró en el espejo. Sacó la lengua. Blancuzca. Se pasó por delante de la boca el dorso de la mano. Se arregló el nudo de la corbata, el pañuelo. La camisa no estaba del todo limpia y tenía los bordes desgastados. En la solapa de la americana lucía una mancha oscura. El poco pelo que le quedaba estaba repeinado en largas mechas y daba una impresión de desaliño. No se gustaba. No se había gustado nunca. Se dijo como siempre, con el único fin de infundirse ánimos, que no tenía muy buen aspecto. Tal vez estuviese enfermo. A la altura del rostro, la última palabra de Estela. Fue a borrarla y se pringó la mano. Sacó un pañuelo y se la frotó. Sobre el mármol de la chimenea había cajas de cerillas y varios paquetes de cigarrillos sin abrir, apilados cuidadosamente, un par de cigarrillos sueltos, una barra de carmín, que Rafael abrió, olió y cerró. Era de un color muy oscuro. Se le cayó un trozo. De un puntapié lo lanzó a un rincón. Un caballito de madera lavada de origen norte africano que examinó con poca curiosidad y un barco encerrado en una botella… Mapas Michelin del norte de África, Marruecos, el Rif, el Atlas, algunas guías antiguas y modernas de viajes en la zona, un manual de navegación…
Se dirigió al secreter de limoncillo que se encontraba abierto entre las dos ventanas. El mueble estaba desvencijado y alabeado, tenía marcas de vasos y de humedad y su interior estaba en completo desorden. Le dio la impresión de que alguien había estado buscando apresuradamente algo entre todo aquello. No se reprochaba el tener una imaginación vagamente novelesca. Pilas de periódicos y revistas, cartas, un telegrama en papel azul, alguna factura, objetos menudos… Sobre el mueble había una botella de whisky más que mediada, tres vasos sucios, una pila de libros de bolsillo: novelas policiacas… Las repasó. Aquellos autores a él no le decían mucho. Él se había jactado en alguna ocasión, incluso ante su hermano, de no entender nada de lo que leía, de no saber gran cosa fuera de la música y del cine, y aun esto como distraído espectador. La de hacerse el bobo era una de las especialidades de Rafael Vidán.
En la pared, clavadas con alfileres de los usados en los bancos franceses para prender billetes, dos buenas fotografías. En una de ellas podía verse a Estela y a Adrián una mañana soleada de invierno —llevaban los abrigos puestos— en la terraza del Royalty ¿O era en Les Colonnes? ¡Bah! Qué importaba. Se trataba en todo caso de un claroscuro muy acusado. Enero. La otra era una fotografía de Estela, esbozando una sonrisa divertida, en la playa, con el cabello revuelto. El fotógrafo era el mismo. Un tal Marc Darrigade. Estaba impreso al pie, al vacío.
Apareció de nuevo el hotelero. Traía una caja de cartón de gran tamaño, de color negro, con una franja blanca en la que aparecían ideogramas orientales. A Rafael le pareció la caja de un mago y de inmediato pensó con enojo que le resultaría embarazosa. El hotelero la dejó sobre una mesa baja que ocupaba el centro de la habitación y que también estaba cubierta de periódicos. Una parte de éstos se derrumbaron. El hotelero cogió la caja y se la dio a Rafael, despejó la mesa de los periódicos que quedaban y los apiló sobre una silla. Con un gesto le volvió a pedir la caja y la colocó sobre la mesa.
—Excúseme si he tardado. Quería encontrar una buena caja. Ésta es excelente ¿No le parece?… Ya le he dicho que ella se marchó ayer, a última hora de la tarde, después de que usted llamara. Dijo que usted se encargaría de recoger estas cosas y de pagarme una pequeña factura. No es mucho. Tan sólo un par de semanas. Ella lo dijo…
Rafael pensó que casi con seguridad el hotelero y Estela habrían tenido una discusión subida de tono. No creía que éste la hubiese dejado salir así como así, sin pagar la nota. Sin saber de qué cantidad se trataba, Rafael dijo que no había ningún problema, que él la pagaría.
—No era necesario —continuaba el hotelero cambiando de conversación—. Yo les había cogido aprecio. Me gustaban. Los dos. Su hermano era un hombre encantador. Y ella es una belleza. Sé lo que me digo, no en vano han pasado buena parte de este invierno en mi hotel. Ya sé que no es gran cosa, pero a ellos parecía gustarles. Además está, como ve, muy céntrico y soy de los pocos que abren en invierno. Estuvieron bien aquí… Sí. Su hermano y yo hablábamos mucho. Le gustaban mis historias. Él también tenía muchas cosas que contar. Era muy divertido…
A Rafael le azoró la forma en que aquel hombre hablaba de Adrián. Sí, claro, lo de siempre: un hombre encantador, divertido, brillante. Todos habían pensado siempre lo mismo. Él no. Él había pensado otra cosa. Le fastidiaba. Siempre le había fastidiado. Ahora no, ahora menos, en el fondo, ya no había motivo alguno.
—Bien, supongo que querrá llevarse algo de todo esto —decía el hotelero mientras que Rafael Vidán, distraído, cogía alguna cosa y la dejaba de inmediato—. Estaba desasosegado, agobiado por la situación en la que se encontraba y en la que no sabía cómo desenvolverse; era perezoso y le costaba mucho trabajo tener que tratar de asuntos concretos con extraños. Se dirigió al armario ropero. Lo abrió. En su interior no quedaba mucho. Un par de camisas. Una de algodón y otra de seda, con las iniciales «A.V.» bordadas. Un abrigo de pelo de camello algo gastado, una americana de tweed en tonos grises, unos pantalones de franela también grises claros y una corbata de seda un poco ajada a listas oro viejo, azul oscuro y vino burdeos que él le había regalado en una de las últimas ocasiones en que se habían visto: unas navidades —las últimas navidades de la familia— en la casa familiar de Umbría, hacía de eso cinco o seis años, tal vez más, cuando todavía vivían sus padres. Parecía como si desde entonces hubiese transcurrido toda una vida… Dobló la corbata con cuidado y la depositó en el fondo de la caja que el hotelero había dejado abierta sobre la mesa.
—¿Qué va a hacer con la ropa? —le preguntaba el hotelero. Rafael pensó que se lo preguntaba porque se había dado cuenta de que él y Adrián no eran en absoluto de la misma talla. Él era más alto, mucho más grueso, más desgarbado también. Todo lo contrario que su hermano.
—No sé —contestó Rafael—, por el momento podemos meterla en esa maleta. —Era una maleta que se encontraba sobre el armario. Una desvencijada maleta de piel de cerdo con restos de viejas etiquetas de hoteles que Adrián habría llevado consigo en sus viajes, donde había encerrado su mundo.
—Déjeme. Yo le ayudo —dijo solícito el hotelero.
—No hace falta —le contestó Rafael algo molesto por tanta amabilidad. Advertía que la amabilidad no iba dirigida a él, sino a ellos: un resto de complicidad o de afecto. Y eso le molestaba.
—Antes me gustaría pagarle la factura que dejaron pendiente —dijo Rafael por ver de poner algo de distancia entre él y la excesiva amabilidad del hotelero.
—Bueno, ya le he dicho que son sólo las dos últimas semanas. La dejó ella… Bien, como quiera. Ahora mismo subo… —Volvió a dejarle solo.
Rafael abrió la puerta que daba al cuarto de baño. Un cuarto de baño bastante amplio, anticuado, con una ventana de vidrios traslúcidos que dejaba pasar una luz glauca. Definitivamente el hotel era algo pasado de moda, anacrónico, y su decoración una superposición de estilos y de mobiliario superviviente de sucesivos y periódicos naufragios. La brocha y la maquinilla de afeitar de Adrián, el jabón y el agua de colonia Roger Gallet, un cepillo para el pelo, se encontraban en uno de los estantes que había junto al lavabo y fueron a parar a la papelera. Le produjo una cierta repugnancia tocar aquellos objetos. Como si fueran contagiosos de una enfermedad mortal, como si la muerte estuviera prendida en ellos.
En otro estante había un frasco de perfume Vol de nuit. Quedaba un resto en su fondo. Lo abrió y lo olió. No le gustó. Demasiado dulzón para ella —pensó—, ¿pachulí? Él la recordaba usando perfumes muy distintos, más intensos, nocturnos, o más ácidos: un verano ya lejano bajo la enramada de los plátanos, en Fuenterrabía, el olor fuerte, intenso del aire, el murmullo de las conversaciones, las risas, su nunca logrado deseo de atraer por completo su atención, de hacer que se interesara en sus asuntos… Eran muy jóvenes entonces, los otros, siempre los otros, más ingeniosos, más atractivos, y Adrián como centro de la reunión, y el perfume de Estela a su lado, vivo, ácido y nada corriente, expresión de su vitalidad, de su querer imponer a toda costa su indudable atractivo. Todo aquello había pasado, era irremediable. En realidad duró menos de lo que él creía. Pensó que todo verano es un último verano; sobre todo para él. Y lo pensó sin nostalgia alguna, tan sólo con una ligera irritación. Estela no le había escogido a él. Ciertos fragmentos de su pasado se le ofrecían como un tiempo no vivido, o al menos no como a él le hubiese gustado vivirlo. Como algo que transcurría ante sus ojos, en forma de falsos decorados, falsas ciudades, falsas perspectivas. Pensó todo esto mientras daba vueltas en la mano al frasco de perfume. Un frasco de vidrio de color verde oscuro. Probablemente se lo habría regalado Adrián. Le habría gustado a él.
De forma maquinal lo llevó a la otra habitación y lo metió en la caja. Se dijo que le preguntaría al hotelero de qué era aquella caja que despedía un raro olor que recordaba el de las hierbas agostadas, el de los desvanes de su infancia.
El hotelero volvió con la nota, se la entregó y Rafael la repasó con atención. Podía pagarla sin sentir remordimientos. Tal vez un exceso en las llamadas telefónicas. Nada que discutir. Pagó.
—Ahora le subo la vuelta —dijo el hotelero.
—No, quédesela —replicó Rafael al tiempo que doblaba la nota y la metía en la caja. Era una vuelta ridícula.
—Ya siento que haya llegado usted tarde —decía el hotelero mientras se metía los billetes que le acababa de dar Rafael en el bolsillo trasero del pantalón—. Las cosas no podían haber sido de otra manera. Su hermano tenía niebla en la cabeza. Los conocí parecidos en Tonkín… En la infantería de marina. Sí, allí estuve… He estado en muchos sitios, sí… Tonkín, Argelia… También las Antillas… Yo le contaría. A su hermano y a la señorita les conté muchas historias. Ella dijo que iba a escribirlas… No sé. Nos sentábamos abajo, en el bar… Así pasábamos las horas. Es largo el invierno en nuestra ciudad. Una ciudad para gentes solitarias, como yo, señor. Su hermano era un soñador, además… ¿Treinta y ocho años dice usted? Yo le creía más joven. Lo que son las cosas. En fin.
Mientras hablaba, el hotelero había bajado la maleta y, ante la indiferencia de Rafael, la había ido llenando con el contenido del armario. Lo hacía meticulosamente, como un ayuda de cámara profesional. Daba la impresión de que se había pasado la vida haciendo lo mismo: unas maneras que no tenían nada que ver con las briznas del pasado en apariencia turbulento del que acababa de jactarse.
—Es una pena —decía de nuevo el hotelero— que se pierda esta ropa. Tengo un amigo a quien le quedaría que ni hecha a medida. Le vendría muy bien, además… Siempre anda necesitado.
A Rafael le extrañó que no hubiese más ropa, pero dijo:
—Puede quedársela. Haga con ella lo que quiera.
Rafael fue buscando más cosas para meterlas en la caja negra. Primero las fotografías, las que estaban en el secreter y las que estaban prendidas en el espejo. En uno de los cajones encontró un sobre con más fotografías, un cuchillo, unos anzuelos de pesca, un plomo de red comido por el salitre, unos mapas de carreteras y algunas otras menudencias, entre las que había unos carretes sin revelar. Todo ello fue a parar a la caja.
Metió también la botella de whisky y, sin prestarles demasiada atención, las cartas, las facturas, las postales del espejo, una gruesa carpeta con papeles, más folletos de viajes, mapas y recortes de revistas. En uno de los cajoncitos interiores del escritorio, junto con muestras vacías de perfumes, un paquete abierto de pañuelos de papel, monedas fraccionarias y unos fósforos, publicidad de un club nocturno, Bestondo, Piano-Bar, encontró algo que le interesó más: una pequeña agenda de piel sujeta con una lengüeta. La abrió. Tenía algunas páginas en blanco, pero otras estaban cubiertas de direcciones, teléfonos, nombres, lugares y algunas breves anotaciones que en una primera lectura no entendió y que le resultaron enigmáticas. Reconoció la letra de Estela; probablemente la habría olvidado, o tal vez la había abandonado porque ya no le servía para nada. Dejó para más tarde el examen minucioso de la agenda.
Volvió a la chimenea. Cogió el barco encerrado en la botella y una rosa de los vientos giratoria, una reproducción de un instrumento antiguo. Los envolvió con cuidado en una hoja de periódico. Bagatelas, pensó; pero también trató de imaginar rápidamente en qué momento habrían comprado ellos aquellas pequeñas cosas, a qué rito privado habrían pertenecido. Volvería sobre ello. Imaginó su paseo apacible por la ciudad, al borde del mar, en el margen de una época, exentos, sin cuidado. Fue dejando los periódicos y las revistas, de viajes sobre todo, sobre una silla, pasándolos de uno en uno por ver de hallar entre ellos alguna cosa. Se encontraba incómodo. El hotelero le observaba desde hacía rato sin decir nada. Sentía su mirada clavada en su espalda.
—Leían muchos periódicos —dijo de pronto por decir algo.
—Sí —contestó el hotelero lacónicamente—, qué otra cosa podrían hacer.
Encontró también tres mazos de cartas, dos de ellos cerrados. Los guardó junto con las demás cosas.
—No han dejado gran cosa —dijo Rafael.
El hotelero se excusó enseguida de no haber tocado nada.
—Oh, solamente ha querido venir él, Alvarado; pero no le dejé subir, no vaya usted a pensar, le dije que esperara a que usted llegara, porque usted iba a venir, ¿no es cierto?… Uno tiene su conciencia profesional.
Rafael recogía aquellos mínimos restos, que bien podían ser una burla siniestra, como si fueran preciosas reliquias, y no reparó en las últimas palabras del hotelero. Entre el desorden de papeles del secreter encontró una estilográfica, un cuaderno y unas cintas de radiocasete que fueron a parar con las demás cosas.
Se acercó a la cabecera de la cama. Abrió los cajones de las mesillas. Una caja de tranquilizantes fuertes. Nada más. Más periódicos. La gente que leía mucho los periódicos le inquietaba. Volvió hasta el escritorio. No, allí no quedaba nada. Se sintió avergonzado por las muestras de rapacidad que estaba dando en presencia de aquel hombre que seguía sus movimientos con los brazos cruzados. «A fin de cuentas es posible que nada de esto me pertenezca», pensó por un momento, aunque Estela le hubiese dicho al hotelero que sería él quien con seguridad vendría a recogerlas. Un sarcasmo más por parte de ella, porque allí no quedaba nada; en realidad habían vuelto a mofarse de él, pensó, y se sintió ridículo con aquella caja a su disposición.
—Bien, creo que no nos queda nada por hacer aquí —dijo Rafael, una vez más por decir algo, echando una mirada a su alrededor: los periódicos y las revistas ilustradas apiladas sobre una de las sillas, los libros de bolsillo. Los repasó de nuevo. No había nada que le interesara. Cogió en cualquier caso la novela de Leo Mallet. Le gustaban las historias del detective Néstor Burma. La metió en la caja y dejó el resto. Se acercó por última vez a la ventana desde la que podía ver el mar más allá de la iglesia de Santa Eugenia. El pesquero seguía cabeceando en el mismo lugar, cerca de los arrecifes. Un día muy hermoso. Demasiado hermoso para ocuparlo en recoger despojos. Con seguridad no volvería a ver ese panorama. Se encogió de hombros.
La caja abultaba más de lo que habla supuesto. Se la puso bajo el brazo. Notó cómo en su interior las cosas se movían y chocaban entre sí. Se sintió algo ridículo. El hotelero cogió la maleta y abrió la puerta, pero de inmediato pareció arrepentirse y dijo: «Perdone, la cogeré luego», y la dejó sobre la mesa. Rafael echó una última mirada a aquella maleta cerrada que contenía los otros restos de su hermano. Los otros restos, pensó, tan inservibles como los que él llevaba en su caja. «Después de tantas idas y venidas, Adrián no parece que tuviera gran cosa», se dijo. Empezaron a bajar las escaleras. Crujían. Decididamente el hotel estaba algo descalabrado. La moqueta de color rojo oscuro desgastada con cercos negros, el empapelado oscurecido y sucio, los apliques tuertos. Ni siquiera se trataba de lujo ajado, sino de algo más turbio, más agobiante y sutil. Allí, en aquel aire enrarecido, flotaba algo furtivo, no del todo decadente ni pasado de moda: un escenario abandonado por sus actores a la carrera tras escuchar una voz de alarma, y no precisamente, o no tan sólo, por Adrián y Estela. Pesaba un raro silencio en aquel ambiente de colores apagados, como si la vida de la ciudad no hubiese llegado desde hacía mucho tiempo hasta el interior del hotel.
Llegaron a la planta baja, donde el hotel cambiaba de decoración y ésta se hacía decididamente extravagante. Ambos se encontraban incómodos y se observaban con disimulo. Rafael querrá llegar cuanto antes a su hotel para dejar en algún sitio aquella caja molesta. Sin embargo aceptó la invitación del hotelero a tomar algo en el bar del hotel. Una invitación demasiado cálida, como si de pronto existiera entre ellos una evidente complicidad, que no podía ser otra que la que había habido entre Adrián y aquel pintoresco personaje que ni siquiera había dicho su nombre, o al menos él no lo recordaba. Hablaba el castellano con fluidez, pero con un acento muy acusado que parecía impostado.
Rafael era un experto en contarse historias y se imaginaba con toda clase de detalles cuál había sido la vida que habían llevado en aquel hotel y en aquella ciudad; pero quería saber algo más. Tal vez penetrar en la historia, hacerse con ella, con sus detalles más nimios. Hacerse daño en el fondo. Saber algo que sin duda nadie le iba a contar, que Estela no le contaría jamás. Muy a su pesar, siempre le había atraído la vida, lo poco que había sabido de ella, que habían llevado Estela y su hermano en los últimos años. Y ahora era el hotelero el único vínculo que le unía a ellos.
—No me lo dijo… Había hablado de subir a París… O Italia. No lo sé… Tampoco creo que a cierta edad se pueda ir a muchos sitios… ¿No le parece?… De todas formas ayer noche se fue con su amigo Darrigade… —había dicho el hotelero sonriendo.
—¿Cómo dice?
—Sí, Marc Darrigade, el fotógrafo… Puede llamar a su casa si quiere, el número vendrá en la guía.
—¿Cómo no me lo ha dicho antes?
—No me lo ha preguntado.
«No importa», pensó Rafael, «tarde o temprano nuestros caminos volverán a cruzarse». Siempre había sido así y no veía ninguna razón para que las cosas cambiaran. Creía saber dónde podía encontrarla. Sus escenarios —pensaba— eran demasiado reducidos. Todo se arreglaría. Ahora le tocaba a él la oportunidad largo tiempo acariciada de acercarse a Estela. No había obstáculo alguno. Adrián ya no se interponía entre ellos.
Podía permitirse el lujo de interrogar al hotelero. O mejor, de dejarle hablar sobre Estela y sobre Adrián. «Seguro que quiere hacerlo. Seguro que lo hará», pensó Rafael con una leve sonrisa de satisfacción.

lunes, 15 de junio de 2015

El Hombre en el Castillo («The Man in the High Castle»), 1962 Premio Hugo 1963.


El Hombre en el Castillo («The Man in the High Castle»), 1962
Premio Hugo 1963
Dick Philip K.
La Segunda Guerra Mundial ha terminado en 1947, siendo los Aliados derrotados por el Eje. Los Estados Unidos han sido invadidos y consecuentemente divididos entre japoneses y alemanes, del mismo modo que Alemania tras su derrota en el «mundo real».
Un autor que se acerca a un escenario como el propuesto se enfrenta al problema de describir cómo sería el mundo si los nazis hubieran ganado la guerra. Dick opta por trazar a grandes rasgos la brutalidad nazi llevada al mundo entero, e incluso al espacio exterior, y elige centrarse preferentemente en la cotidianidad de los americanos derrotados dentro de una cultura japonesa victoriosa.
La acción se desarrolla en 1962 en la costa Oeste de los que otrora fueran los Estados Unidos, ahora PSA, Pacific States of America, zona de influencia japonesa. Los nativos son ciudadanos de segunda clase a pesar de que su cultura es admirada por los vencedores, a tal punto que uno de los mejores negocios es la venta de auténticas antigüedades americanas, como relojes de Mickey Mouse. Este mundo nos es descrito a través de las vidas de Robert Childan, Frank Frink, su ex-esposa Juliana, y Nobusuke Tagomi, saltando la narración constantemente de un personaje a otro.
La trama gira alrededor de tres cuestiones que se tocan por momentos: el comercio en torno a las antigüedades americanas y la valoración que los japoneses hacen de ella, la misión del Sr. Baynes, llegado de Europa, para entrevistarse, con fines aparentemente comerciales, con el Sr. Shinjiro Yatabe, y un extraño libro, censurado por los nazis, que describe a los Aliados victoriosos, escrito por un tal Hawthorne Abendsen, el Hombre en el Castillo al que alude el título.

La idea de la novela puede inscribirse dentro de las llamadas «alternate histories» que describen mundos paralelos, del mismo modo que sucede con los X-Men, Batman o Superman y sus supuestas Gotham City y Metropolis. Otro término que se usa para clasificar este tipo de historias es el de «ucronía». A diferencia de la utopía, que es un proyecto halagüeño pero irrealizable, una ucronía es una especulación histórica que intenta establecer el desarrollo que hubiera experimentado una cultura, una sociedad, de no haberse producido un hecho histórico determinante. Así, aplicando a la literatura el concepto de ucronía, surgen obras del estilo «qué hubiera pasado si...»
Ahora bien, El Hombre en el Castillo no es simplemente una novela del tipo «qué hubiera pasado si nazis y japoneses ganaban la guerra», sino que se enmarca dentro de la gran pregunta recurrente en la literatura de Philip K. Dick: ¿qué es real?
Fuente: C. Kaplan.

domingo, 14 de junio de 2015

Rafael Ramírez Heredia. Con M de Marilyn.


Rafael Ramírez Heredia.
Nació en Tampico, Tamaulipas, el 9 de enero de 1942. Profesor de literatura española y maestro en historia de México, ha impartido diversos talleres literarios. Autor de novelas, también abarca otros géneros literarios como la dramaturgia y el cuento, y periodísticos, como la crónica y el reportaje. La obra de Ramírez Heredia es reconocida internacionalmente, se ha publicado en el extranjero y traducido en otros idiomas. Su incansable labor periodística y literaria le ha merecido diversos reconocimientos como el Premio Juan Rulfo de París en 1984, el Premio Juan Ruiz de Alarcón en 1990, y el Premio Rafael Bernal en 1993, que otorga la Sociedad General de Escritores de México a la mejor novela policiaca.
Ganador del Premo Hammett de novela 2005 con: “La Mara”.
***
José Baños, un cineasta marginal de la Ciudad de México, se entera de la visita de Marilyn Monroe al país. Baños, un hombre que rueda de matrimonio en matrimonio siempre en espera de realizar su obra máxima, es un devoto de Marilyn a quien llama la Diosa. La posibilidad de poder conocerla en persona es suficiente para transformar su vida. Pero no solamente la vida de Baños se transforma con la noticia de la llegada de la Monroe, también el mundo de la farándula mexicana de mediados tiembla. Envidias femeninas y deseos masculinas, rumores de la prensa, expectativas de todo tipo anteceden su llegada. Pero más allá de esto, el arribo de Marilyn es la punta de lanza de todo un complot..
Fuente: Edición de Alfaguara, editores.

(Fragmento) Con M de Marilyn

I

EL olor a loción corriendo por el cuerpo, la melena tornasolada por el toque de vaselina, el gazné aflorado por entre la camisa, abierto el periódico en la mano, José Baños movió el rostro hacia el frente sin dejar la vista fija en algún sitio.
Ondulando el perfil huesudo de los dedos construyó una escena donde la figura de la Gran Señora ocupara el centro de una secuencia multicolor. Al momento de visualizarla con el vestido pegado al cuerpo y la boca elevada en un triángulo rojizo por donde una voz cándida cantaba oraciones para enchinar la piel, sintió el galopar en el estómago que desde siempre ha acompañado toda noticia afectante a su entorno —mujer, película, llanto de doña Amalia, vendeta, agresión paterna— como la nota leída en el Cine Mundial que detuvo el movimiento del hombre y lo dejó en la acera imaginando la cercanía de la Diosa soñada durante tantos años, sin saber en aquel tiempo que una tarde, por medio de la noticia, la mujer se aparecería en una cinta imaginada en la mitad de la ciudad de México, frente a un José detenido con el periódico en la mano y el olor a loción envolviendo el bleiser azul de botones dorados.
Días más tarde, mientras en la plazoleta de Taxco se arreglaba la intervención de los mariachis, y Pablito Díez explicaba a los grupos musicales la necesidad de orquestar bien la de hay unos ojos que si me miran, Baños iba a recordar la tarde en que salió de su departamento para buscar a Nabor Uribe, conocido como el Piscacha, cuando al detenerse junto al puesto de periódicos vio en el diario la escueta noticia anunciando la probable visita de Marilyn Monroe a la capital de México. Lo habría de recordar no sólo por el estacazo en el vientre, sino porque a partir de ese momento su existencia tomaría otros rumbos, y la pasión por la estrella se asentaría, por fin, en algo concreto, años después de que ese amor se iniciara en la oscuridad del cine Roxy.
Quizá la pasión se empezó a gestar al ver O Henry’s Full House, o A Ticket To Tomahawk, pero lo que seguramente abrió ese caudal fanático, fue Niagara, porque la imagen de ella traicionando a Joseph Cotten en medio de la turbulencia del agua, con el reclamo —imposible de ocultar— de la melodía emergida del carrillón, lo orilló a aplaudir desde su butaca del Roxy, años después de asistir por primera vez a esa sala, cuando doña Amalia lo llevaba de la mano, y él, junto a sus hermanos, corría por los pasillos, jugaba escondidillas, rodaba por el declive alfombrado, sin imaginarse en aquel tiempo que años más tarde vería en la pantalla a la Diosa, con el vestido remarcando el cuerpo, caminando en busca de su hombre mientras la melodía del carrillón soplaba quejas sobre el estruendo de las cataratas.
La nota del Cine Mundial, entre una entrevista con Pedro Armendáriz, unas fotos de Angélica María, y un comentario firmado por Ricardo Cruz, decía de una probable visita de Marilyn Monroe. Se trataba de una mera posibilidad, pero Baños la contempló con una certeza entretejida por su impaciencia, armada por su lógica, y sin contestar la charla del voceador se quedó atento al tráfico de autos, al cruzar de la gente, pensando que en la industria cinematográfica se asentaba parte de su existencia sacudida con altibajos: la venganza de don Gre, su relación con Nabor Uribe, la ira soterrada de Elsa.
Por el momento lo que importaba era la noticia que le hacía pensar en sus anhelos cercanos y en la segunda época del cine Roxy, ya con la Gran Señora como su sueño más fuerte, mientras Bermúdez —delgado, alto, escapado como él de la preparatoria— recitaba parlamentos diciendo que nunca se cura a quien le ha picado el aguijón del cine.
Inútil tratar de hacerle entender al voceador lo significante de la llegada de Marilyn Monroe, pese a ello Baños habló de la presencia de esa mujer en las pantallas, del mito creciendo al conjuro del nombre, y Pepe, como cineasta, apreciaba en su totalidad que ella, la Mujer, se diera tiempo para llegar hasta México y aparecer en una realidad tan minúscula, porque nuestro país aún no llegaba al punto de crear figuras de esa talla —dijo hacia el frente como si se hubiera olvidado del voceador acomodando los periódicos, y la tarde estuviera detenida en los ruidos de la ciudad.
José Baños, apurado por la necesidad de ir a recoger la mercancía con Nabor el Piscacha, alterado por la noticia, se mantuvo igual que si manejara la acción portando un megáfono de director, posponiendo por el momento la reunión con el tipo quien le surtía los papelillos, sin siquiera imaginar que unos días después charlaría con el mariachi gozoso por la inminente serenata, Pablito repartiendo los tragos de tequila, la noche taxqueña retimbraba de cocuyos, por lo menos así lo recordaría meses más tarde mientras esperaba en el Ships Restaurante desde donde los recuerdos tercos lo regresarían a esta ocasión en que —retardando la visita a Nabor Uribe, con la presencia inútil del voceador, pensando en su amistad con Bermúdez, en la llegada de la Señora— haría un recuento apresurado de su vida desde la primera época del cine Roxy hasta hoy en que salió del departamento en la calle Nazas, y sin saber lo que se iba a desatar, compró el Cine Mundial para leer la noticia.
Veintiún semanas después de ese inicio de febrero de 1962, durante las horas de espera en el Ships Restaurante de Los Ángeles, California, José Baños —J.B. en los Estados Unidos— recorrería trozos de su vida, cierto, eso sería veintiún semanas después de esa tarde cuando creía que los recuerdos eran sólo lastre que lo habían anclado junto a su cuarta esposa: una Lucille ausente casi siempre. Que lo sucedido desde Satín, pasando por las otras dos: Elsa y Gabriela, eran sólo trampas colocadas como pruebas de que para hacer su película se requería haber cruzado el aprendizaje: mañas de los big shots; genialidades del Indio; metáforas de Bermúdez; la zorruna alegría de Pablito; la sequedad de Buñuel; lo desagradable de vender cocaína; las noches ensueñadas de polvo y vodka; los reclamos de Satín a través de Sarita.
Baños reafirmó que el achuchón en el estómago formaba parte de un algo conocido, y ni la ausencia de casi todo el día de Lucille, ni los silencios añosos de las otras mujeres, le iban a quitar la vibrante sensación de saber que muy pronto los baches del alma se podrían llenar de maravillas sin más límites que su audacia. La Estrella se había apoderado del entorno dando muy pocas salidas a la tarde. Quizá el guión que estaba escribiendo sobre Satín se mantuviera como una alternativa para ser filmado, pero eso no tapaba la historia con Elsa, ni menguaba la fuerza del veto de don Gre, o el eterno suicidio de Gabriela, al contrario, eso era parte del bagaje de su vida y no era posible echar la carga por la borda, no, los raspones y las soledades no se olvidan, pero ahora se aligeran ante la noticia mascullada y recreada en el trayecto rumbo al café La Habana.
En caso de hacer la película sobre Satín tendría una base tomada de su propia existencia, por qué negarlo, así lo decía en el guión trazado en servilletas, en orillas de mantel, pero más hecho en la cabeza después de haberlo y habérselo repetido infinidad de veces. Tantas, como charlas en El Mallorca. Como se lo iba repitiendo cerca del Panteón de San Fernando —sin verlo, pues estaba hacia el norte de Bucareli— presentido al tomar rumbo al café La Habana, donde en una de las mesas lo esperaba Nabor Uribe, el Piscacha, atento al pedido, como atento estaría con cada corredor que llegara a abastecerse.
Dándole una palmada al voceador pidió también el Excélsior y El Universal donde en su sección de espectáculos buscaría ampliar la noticia de la llegada de M. M. Ahí estaba la información, igual de pequeña, igual de tímida. ¿Será cierto? Quizá Ricardo Cruz le diera más datos. Pero en última instancia, ¿qué pretendía con asegurar la noticia? Mientras avanzaba hacia Reforma fue pensando: ¿Qué ganaría con confirmar la llegada de la Señora? No quiso puntualizarlo, era una mancha más grande que el turbión de asuntos, de revanchas, de partidas suspensas por el triunfo ajeno, de negocios oscuros, de sueños pintando papeles, de una película con la Señora, la oportunidad de demostrar que él iba más allá del aplauso cortesano. ¿Era eso? Porque noches después, mientras bailaba en el centro de la pista, entre el goce y el olor a perfume, habría de repetir la sucesión de ideas de aquella tarde en que caminaba rumbo a la cita en el Habana.
Quién sabe, quién lo sabe, no Pepe, él no, él sólo camina, siente la tibieza de la una de la tarde sin siquiera intuir que el 4 de agosto, cerca de veintiún semanas después, él, J.B., estaría solo en el Ships en espera de que dieran las nueve de la noche, intentando dejar atrás los años de baches y trompadas, buscando abrir nuevas rutas a su navegación para incorporarlas a los guiones que escribe, a los que ha escrito, los que va a filmar cuando la historia de lo sucedido baje y corra al ritmo de sus pasos.
Por supuesto —se dijo al cruzar el camellón de Reforma— Satín nunca podría ser interpretada por la Gran Señora, se podría hacer una combinación para representar a Elsa, Gabriela y Lucille, pero lo de Satín es imposible, ella es parte de una historia ahí finalizada. Los guiones no se acaban, sólo se abandonan, salvo el de Satín. Los amores no se abandonan, se acaban, o se cambian, o se vuelven horrores, o películas donde aparecen los verdaderos rostros, no los fingidos. Palpa los diarios, siente en las manos la noticia. Ve la fachada del Habana y adivina el cuerpo de la Diosa. La puede ver como una foto más de su colección. Ahí está la inmensa fotografía que preside la sala de su departamento. No se confunde con los rostros de sus otras mujeres: carne que quiere olvidar sabiendo que no puede, no debe, porque lo sucedido con cada una de ellas forma parte de la enseñanza con la figura de la Diosa protegiendo las acciones.
Meses después, en la espera solitaria del Ships, habría de recordar esa tarde en que leyó la noticia de la llegada de M. M. y cómo a partir de ese momento los recuerdos y los futuros armaron la parte integral del resto de ese febrero, de un vital marzo, de un abril dudoso, de mayo y junio descontrolados, de un julio viajante, y de cuatro días de agosto, sólo cuatro días. Pero de eso nada sabía al llegar al café Habana llevando los presentes enredados en los futuros y las esperas dando ganchos al estómago, porque si bien la noticia llenaba sus ensueños, éstos no cubrían el resto de sus años, la necesidad de dinero, los tatuajes dejados por sus mujeres, la figura tambaleante de su padre y esa sensación de vacío que no lo dejaba en paz, aun cuando Bermúdez señalara que un creador debe vivir con el rasguño de los gatos en el alma y nunca con la paz de los gorriones.
No necesitaba cerrar los ojos para imaginarse a la Gran Señora. José cargaba siempre con la figura de Ella, la llevaba a lo largo del día hasta la soledad nocturna: Lucille dormida y él soñando frente a los papelillos y el vodka. La visión de la Rubia era frecuente y no alteraba su existencia, pero hoy Ella desfilaba junto a él en una superposición, en miles de pantallas. La turbulencia encabritaba los ensueños, confundía los recuerdos en ensamble de rostros, guiones listos, escribiéndose, sin importar el veto, el desprecio de la Aguilar, la ausencia de Gabriela, o la indiferencia de Lucille.
Alguien —¿Pablo, el jalisciense Bermúdez?— una vez dijo que era inútil olvidar. Por decreto nadie puede cerrar la mente. Aceptarlo. Adoptarlo. Arreglarlo. Adentrarlo. Alargarlo. Aceitarlo. Dijeron. Le dicen. Piensa que el mundillo del cine mexicano se va a desquiciar con la aparición de la Diosa y él tiene que usar eso para salir del bache iniciado cuando su padre lo echó de casa, reafirmado al juntarse con Sara Maldonado, mejor conocida en las calles de la colonia Guerrero como Satín, así, con ese nombre de cómic polvoso, transformado en película cuando la cámara panea por la Ciudad de México, se centra en la zona del Monumento a la Revolución. Toma las columnas y el espacio de la plaza. Los edificios cercanos. Después baja hasta el Panteón de San Fernando. Recorre el perfil del cementerio hasta llegar, en close up, a la tumba de don Benito Juárez, para seguir hacia la roca simulada que guarda la osamenta de Miguel Miramón. Con algunos giros, la cámara enfoca el rostro de una mujer que camina con lentitud, tras de ella, prendiéndose y apagándose, se ven las letras de un hotel.
El rostro nos muestra a una señora de unos 30 años, muy maquillados, harto sufridos, con los ojos vivaces y duros. Es Sara Maldonado Altamirano, mucho mejor conocida como Satín. —Ahí comienza la película —decía— llevaremos a un actor que pueda aparentar 16 a 17 años en ese despertar de todo adolescente. El asunto va más allá de la sensibilidad del muchacho: pobreza, condiciones de vida, casa en que habitaba, un papá borrachón, rijoso, vestido con una camisa sucia y con la amenaza inminente de que lo corrieran de los trabajos. Mamá enfermiza, llorosa, vestida con delantal a rayas. Encuadrando las manos para simular la visión de una cámara, dijo: No quiero contar toda la historia, sólo detalles. El ambiente familiar y una idea de las condiciones de vida de las familias mexicanas de clase baja, en los finales de los años 40. Las escenas se deben colorear con algo de los asuntos del país. Este joven conoce a una prostituta de nombre Satín que trabaja en las cercanías del Panteón de San Fernando. Una historia archiconocida, sí, pero no por ello indigna de ser llevada al cine —platicaba mientras rondaba la mesa, levantaba las manos, movía los dedos simulando zooms y midshots—. Nada nuevo existe sobre la faz de la cinematografía, el chiste es expresarlo de una manera diferente. La actriz que haga el papel de Satín debe ser morena, delgada, de buenos pechos.
José —así debería llamarse el actor que haga el personaje— vive a salto de hotel, su padre lo ha echado de casa, visita a escondidas a su mamá —para efectos de la cinta se podría llamar Amalia—. Bien, José descubre a Satín —sin que por el momento sepa cómo se llama— la acecha desde la protección de las tumbas del cementerio. Se decide y la aborda. Ya saben cómo son estas cosas, romance conflictivo, patatín patatán. A ella le agrada por saberlo primerizo, él sufre por el trabajo de ella, por las burlas que le hacen sus amigos, incluyendo a un jalisciense de apellido Bermúdez que con frecuencia visita a la protagonista. Al cabo de un tiempo de violencias Satín se enamora de Pepe, tienen una hija. Él se muda a vivir con la mujer, acepta dinero y regalos, conforme sucede esto, José se da cuenta que Satín es en realidad una Sara Maldonado deteriorada, irritable, que ha envejecido a gran velocidad, que ya no atrae a nadie. Una noche el protagonista se larga del hotel Armida, se va de regreso a su casa buscando reposo a su guerrilla personal, pero el padre sin hacer caso al llanto de doña Amalia, no lo deja entrar. José se refugia en el departamento de su amigo Bermúdez. El jalisciense le da consejos, lo único que puede redimirlo para dejar a Satín es dedicarse en cuerpo y alma a desarrollar una profesión, que bien pudiera ser el cine.
En apariencia la historia es común y tendría ahí el final sugiriendo el triunfo del protagonista dentro de su profesión, pero no es así porque la hija, Sarita Baños Maldonado, será una monserga que el personaje deberá cargar en sus siguientes tres matrimonios. Sarita siempre va a reprocharle haber abandonado a Satín, detenida por herir y asaltar a un cliente, por lo que la niña se fue a casa de una tía, pero buscando al padre para que éste le diera dinero, conseguido por las ventas de cocaína entre la gente del mundillo artístico, y que el Piscacha —silencioso, sentado en la mesa del centro, rodeado de republicanos ceceadores, toreros arrugados, cantantes de bigote fino, del barullo, de las carreras de los meseros— entrega un manojo de sobres a manera de saludo, sin levantarse de su asiento en el café La Habana, por donde José Baños camina sin mirar a nadie más.
Sale a la calle enredado en los años antiguos, en los tropezones, en el guión de Satín. Sale magnificado en la noticia leída horas antes, construyendo películas en las avenidas, pasando la mano de lo brillante del cabello al periódico doblado, por donde brincan los ensueños de una Diosa tapando recuerdos y que ha emergido de la pantalla para cantarle al oído.


sábado, 13 de junio de 2015

Vicente Molina Foix. Novela: El abrecartas.


Vicente Molina Foix nació en Elche, Alicante, el 18 de octubre de 1946. Estudió Filosofía y Letras en Madrid. Residió ocho años en el Reino Unido, donde se graduó como Master of Arts en la Universidad de Londres e impartió durante tres años clases de literatura española en Oxford. Ejerció también como profesor de Filosofía del Arte en la Universidad del País Vasco. Su carrera como escritor se inició cuando José María Castellet lo incluyó en su famosa antología Nueve novísimos poetas españoles, de 1970, sin embargo no volvió a publicar poesía hasta 1990, con Los espías del realista. Ha sido colaborador del Diario 16, y desde 1985 escribe en El País y en la revista Fotogramas.
Por su generación, y por la formación académica, su obra se ha desarrollado en distintos géneros: la poesía, la narrativa y el guión cinematográfico, lo que le llevó en 2001 a debutar como director y guionista en la película Sagitario.
Premio Herralde de novela 1988. Novela. La quincena soviética.
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Novela: El abrecartas.

El abrecartas se inicia con las cartas que un amigo de infancia de Federico García Lorca le escribe al poeta, quien, aún vivo, inspira en la lejanía sus anhelos y sus sueños. A partir de ese primer episodio el lector seguirá el curso de lo que el propio Molina Foix llama «novela en cartas», una obra en la que cada capítulo forma parte de un único argumento desarrollado a través de unos protagonistas que en lugar de hablarse se escriben. Es también una ambiciosa novela-río subterránea en la que los últimos cien años de la vida española aparecen reflejados en el sugestivo entrecruzamiento de la Historia con las historias privadas de un grupo de víctimas, supervivientes, «vividores», apóstoles de la modernidad, muchachas «modernas» y «malditos». Esos hombres y mujeres se mezclan a su vez con ciertas personalidades relevantes ?Lorca, Vicente Aleixandre, María Teresa León, Rafael Alberti, Eugenio D?Ors, entre otros?, figuras evocadas de esta poderosa sinfonía coral en la que lo íntimo se une a lo colectivo y la desolada tragedia de los perdedores queda a menudo resaltada por el humor grotesco de unos informes policiales que revelan en toda su siniestra palabrería la «prosa oficial» del franquismo.
Fuente: N.N.
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(Fragmento). Novela. El abrecartas.

Se necesitan muy buenas razones para escribir a estas alturas una novela sobre la guerra civil española. La recurrencia de este periodo, tanto en cine como en literatura, ha generado una suerte de saturación, sobre todo en las nuevas generaciones. El título del último libro de Isaac Rosa (¡Otra maldita novela sobre la guerra civil española!) es elocuente. Y sin embargo, algunas de las novelas más aclamadas de los últimos años —pienso en Los girasoles ciegos y en El abrecartas, ganadora del premio Salambó— ahondan aún en el tema. Algo indica que sigue siendo necesario hablar del asunto o que, por increíble que parezca, no se ha hecho lo suficiente.
      Vicente Molina Foix

                                                    El abrecartas


 Federico



Señorito Federico:
Usted no va a acordarse de mí ahora porque ha pasado el tiempo y es famoso y yo solo soy un chico del pueblo, de su pueblo eso sí. me llamo Rafael, Rafael González Sanahuja, y a lo mejor lo de Sanahuja le trae algo a la cabeza porque a usted ese apellido mío le parecía de cuento de príncipes encantados, «una aguja que está sana, como tú, Rafica, tan sanísimo y tan buen niño», bueno pues aunque no se acuerde de mí por los años que han pasado sin vernos las caras yo a usted sí le recuerdo de Fuente Vaqueros y de después, porque ser un poeta muy grande nos da esa ventaja a los demás, oigo hablar de usted leo cuando le hacen interviús en los periódicos y me he comprado los dos libros que ha hecho, yo sé muchísimo de usted y usted me ignora.
Lo que más me gusta suyo es lo que tiene escrito para la obra de «Impresiones y Paisajes» sobre «Mi Pueblo», que es el mío. una conocida me dio hace mucho la hoja de El Noticiero Granadino, allí cuentan que usted estuvo leyendo trozos del libro en el Centro Artístico de Granada, y sacan ellos entera la parte de «Mi escuela» y «Mis juegos», todo lo que dice de Fuente Vaqueros es como si lo dijera yo, pero usted lo dice con palabras muy bien puestas y yo sólo lo pienso, sin saber ponerlo en ningún sitio más que en mi cabeza, habla usted de la escuela del pueblo y de Don Antonio el maestro y me reí con eso de que «en las mañanas del invierno iba yo con una capita roja con su cuello de piel negra y por eso me envidiaban los demás niños». si fuera la capita roja y nada más. usted Señorito Federico iba cada día más vestido que el anterior, y sólo porque éramos muy chicos no le tomábamos el pelo con chufletas, que a los niños nunca les gusta que otro niño se ponga por encima de ellos en nada, presumido usted ya lo era al poco de echar a andar, pero lo de envidia no.
Tendrá usted la foto del grupo de la escuela de Fuente Vaqueros que yo tengo, mi madre la quiso y persiguió al fotógrafo hasta Pinos Puente para que le vendiera una, su dinero que le costó, lo serios que estamos todos los niños, ni uno sonriyendo. yo estoy en la última fila por ser de los mayores de la clase que le saco a usted más de dos años, aunque pobrísima al lado de su familia la mía yo estoy de los más aseados en la foto, no le diré cuál soy. mi madre me pasaba el peine una hora por la mañana y aunque corbata o pañuelo no llevo como otros niños de la foto el cuello cerrado siempre iba blanco y limpio, cosa de mi madre también o de ser yo el hijo único, pero lo principal de la foto, sin poder saber nadie entonces que usted sería el que es, es ese niño Federiquillo sentado en el centro de la fila baja con un vestido y botones de dos colores y el sombrero de paja que parece perdóneme usted como para ir a una boda o de romería, ¿qué tendría usted entonces tres añitos?
Yo siempre le veía salir de su casa porque la mía, sin los tres balcones que tenía la de sus padres, con uno nada más, estaba casi enfrente en la misma calle de la Iglesia, y a mi madre le gustaba ver salir al niño de García Lorca, su hermano Paquito era muy pequeño y no iba a la escuela pero lo sacaba su madre Doña Vicenta al balcón para despedirse los tres, siempre tan bien puestos esos niños decía mi madre, y entonces aún me daba ella más friegas en la cara y más peine en el pelo, que lo he tenido siempre muy duro y levantado, a ver si con esto suyo sobre la escuela que le copio de su «Mi pueblo» se va acordando usted un poquico más de mí. «Mi sitio era en el segundo banco al lado de dos muchachos muy pobres pero muy limpios. Los dos eran grandes amigos míos, y todos los días les llevaba terrones de azúcar o granos de café que les gustaban mucho», qué verdad Federico, todavía con 25 años soy de dulces y golosina, ellos a cambio, dice usted, «me traían frutas verdes que en casa no me dejaban comer y me hacían tarricos con remolacha y faroles calados de estrellas y cometas con los melones que quitaban en las huertas», bueno lo de las moras verdes y la remolacha claro que me acuerdo, y los melones que yo he cogido del campo para comérmelos yo ¿pero eso de las cometas y los faroles no se lo inventa?
Tampoco voy ahora a criticarle Señorito Federico, no me sale llamarle de Don a alguien que nació enfrente mío y cuatro años fue conmigo a la escuela y me daba dibujos de risa que hacía en las clases.
Suyo, con afecto
Rafael (perdone usted Federico cómo escribo, aunque faltas de ortografía habrá pocas porque eso siempre ha sido un orgullo, fijarme mucho y no hacerlas)
Granada a primero de marzo de 1926
Federico (esta vez lo pongo así a solas, espero no le importe):
He tomado confianza desde mi otra carta, primero porque han pasado casi cinco años y porque sigo acordándome de eso que escribió en «Mi pueblo», que «los niños de mi escuela son hoy trabajadores del campo y cuando me ven casi no se atreven a tocarme con sus manazas sucias y de piedra por el trabajo. ¿Por qué no corréis a estrechar mi mano con fuerza? ¿Creéis que la ciudad me ha cambiado? No. Mi cuerpo creció con los vuestros y mi corazón latió junto con los corazones de vosotros».
Bueno, lo de las manazas de piedra no va tanto conmigo pero sí con Manuel, el otro chico de los dos que usted dice que nos sentábamos a su lado en el segundo banco de la clase, muy pobres y muy limpios, más yo lo segundo que Manuel la verdad. El era un año mayor que usted, y yo dos, pero usted Federico nos daba vueltas en lo del aprender las letras y los números, y para mí que aún iba usted muy adelantado y se hacía el zoquete para no dejarnos de lado con el maestro. Manuel sí está trabajando en el campo, pero yo no. Yo tenía que ser labrador también, otro día o luego le contaré por qué me cambió el destino.
«Yo soy el que debiera estar cohibido ante vuestra grandeza y humildad» dice usted de nosotros. Tampoco es eso Federico. Cómo le gusta a usted exagerar para bien.
A lo que iba: usted se refiere a mí, a Manuel, a Emilio, a Garlitos el de la lechería, al malhablado del Manolo el que no tenía madre, a Pepe y a Josejose, que usted se lo sacó porque el chico era un poco tartaja... ah, y al Morito, tan bueno como dice usted pero tan pegón, que a mí me dejó sus dedos marcados en la cara por una cosa que se me escapó de su madre, que en el pueblo decían rodos que se metía en cama con los gañanes. El Morito iba casi desnudo y descalzo, y usted le quería dar alguna camisa usada o zapatos viejos que tenían por casa. «Morito, ¿no tienes frío?», le decía usted, y él que no: «Ca, si tengo el cuerpo de jierro.» Y no le molestaba hacer de burro en los juegos, dejándose poner por la cabeza el bocado de un caballo de su abuelo de usted, ni de oveja, acachado por el suelo con los demás para formar el rebaño delante suyo, pues usted Federico hacía siempre de amo.
Me gusta mucho que alguien conocido se acuerde de nosotros y hasta nos dé las gracias por nada, pero tiene que saber en esta segunda carta (que ya me atrevo más) lo que usted hizo por mí sin saberlo ni quererlo. Yo he tenido otra vida distinta a la que mi padre quería para mí y en la que me había hecho un sitio. Otra vida por culpa suya, Federico, una culpa buena.
De esto que le voy a decir seguro que se acuerda, aunque de mí no se acuerde. Usted lo ha escrito hablando de su casa en el pueblo, que como era una de las más grandes allí nos íbamos a jugar unos cuantos de la escuela. «Cuando llegaban me decían: "Vamonos a tus cámaras".» Lo de cámaras creo que lo inventó usted y no nosotros, pero bueno eran unas habitaciones en que guardaban los trastos de la labranza y se ponían a secar las frutas, y nosotros nos poníamos todos morados de comer frutas, hasta que usted Federico decía «¿A qué jugamos?», y uno decía que a esconder, y otro que a ovejicas, y yo que a lobicos, pero es verdad, a lobicos como dice usted era lo más difícil, porque Luisillo, que sólo tenía cinco años y era miedoso decía: «No, a lobicos no, que luego por la noche los ensueño y como yo hablo a veces durmiendo despierto a mi papá y me regaña.»
Entre usted y yo convencíamos a los miedicas, así como lo cuenta usted, Federico:
«un niño que hacía de lobo se escondía entre sacos y arados. De pronto unos cuantos cerraban las ventanas y la oscuridad se hacía completa. El niño que estaba escondido decía con voz cavernosa: "¡Que viene el lobicoo...!", y nosotros nos apretábamos unos contra otros y empujábamos con fuerza en la pared como si quisiéramos penetrar en ella. "¡Que sus como! ¡Que soy el lobicoo!" Todos salíamos corriendo perseguidos del niño y era angustioso sentir detrás el aullido del lobico. Cuando alguno se veía apurado en la persecución del lobico se arrimaba a la pared y decía jadeante y muy de prisa: "Chichinave, que echo mi llave", y ya estaba a salvo de las uñas de la fiera. Las ventanas se abrían de repente y el lobico (y ese era yo, Federico) se moría tumbándose en los sacos y todos respirábamos como si nos hubieran quitado un gran peso de encima». Qué bien contado está, Federico. Vosotros es decir el pelotón de las ovejicas, os dabais abrazos con mucha fuerza para quitar el miedo, y yo, el lobico que os iba a comer, alguna vez me tragaba de mentirijillas a un niño, pero al niño Federico nunca.
El ser yo tantas veces lobico en las cámaras de su casa fue lo que torció mi vida por raro que le suene. Dice también usted que cuando ahora sube a las cámaras de los pisos altos de Fuente Vaqueros «daría todo lo que soy y poseo para poder jugar y sentir el juego de lobicos... Hoy ya los niños juegan a los dineros y a otras cosas y muy pocas veces hacen de lobicos...».
A lo mejor para usted es verdad lo que escribe, pero gracias a aquellas tardes de obricas de teatro y altares que usted levantaba con cuatro cosas en el desván seguí yo siendo lobico y hasta ovejica y santo romano, y eso con la dificultad que tenía de no haber «nacido poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo».
Ninguna de esas cosas nací yo. Suyo, con todo afecto,
Rafael

viernes, 12 de junio de 2015

Premio Hugo de novela 1961. CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ Walter M. Miller Jr.


Premio Hugo de novela 1961. CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ
Walter M. Miller Jr.

El escritor de ciencia ficción, famoso por su irónica distopia `A Canticle for Leibowitz` (1959), la cual recibió en 1961 el Hugo Award. Fue la única novela que Miller publicó en vida. Su segunda novela `Saint Leibowitz and the Wild Horse Woman`, apareció hasta 1997. Ambas reflejan la preocupación religiosa de Miller y su pesimista visión `Spenglerian` de la humanidad en la cual las culturas van a traves del ciclo de la vida y decaen. Walter M. Miller Jr. nació en New Smyrna Beach, Florida. Creció en el sur americano y estudió en la Universidad de Tennessee, Knoxville desde 1940 a 1942. Después de los de Pearl Harbor, se enlistó en la Fuerza Aérea y estuvo la mayor parte de la IIGM como encargado del radio y como artillero de cola. Miler voló en 53 misiones de bombardeo sobre Italia y los Balcanes, participando entre otras en la destrucción de la Abadía Benedictina en Monte Casino El controversial asalto al viejo monasterio en el Antiguo Continente fue para Miller una experiencia traumática. Después de la guerra, Miller se casó con Anna Louise Becker, tuvieron 4 hijos. Miller estudió ingeniería en la Universidad de Texas, Austin. En 1947 a la edad de 25 años se convirtió al Catolicismo. Trabajó para las líneas de los ferrocarriles y después vivió en una pensión del ferrocarril y el Servicio Social. En años posteriores Miller pasó evitando las visitas. Después de sufrir de depresión por décadas, Miller terminó con su propia vida. Murió de un disparo que el mismo se inflingió el 9 de enero de 1996 en Daytona Beach, Florida. Antes de su muerte, había empezado a trabajar en la secuela de `Canticle`. Esta novela fue finalmente terminada por Terry Bisson. Miller empezó a publicar historias cortas en los 50`s. Antes de `Secret of the Death Dome` (in Amazing Stories), el cual es mencionado en varias fuentes como su primera historia, publicó `MacDoughal`s Wife` en American Mercury (March 1950) y `Month of Mary` en Extension Magazine (May 1950). En 1955 Miller recibió el Hugo Award por su novelette `The Darfsteller` en el cual un teatro había substituido actores humanos por muñecas tamaño humanocontroladas por el Maestro, también una máquina. Durante su período de escritor activo, Miller publicó cerca de 40 historias. Muchas de ellas transfiguradas del tema convencional de ciencia ficción a exámenes de cuestionamientos éticos, relaciones humanas a tecnología y progreso en historia.
Fuente:n.n.

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Cántico por Leibowitz 
Walter M. Miller Jr.
Título original: A Canticle For Leibowitz
Trad. I. Peypoch (revisada por Pedro J. Romero)
Col. Nova Ciencia Ficción nº 47
Ediciones B, 1992
Que el género ha evolucionado en los últimos cuarenta años no es un hecho que se pueda poner en duda. Nuevas temáticas, nuevos estilos, y en definitiva, nuevas inquietudes, han venido a transformar la ciencia-ficción y a convertirla en lo que es hoy en día. Algunos autores como Gibson, Simmons o Egan han introducido importantes novedades en las dos últimas décadas, llegando a crear en algunos casos subgéneros -el ejemplo más notable sería el del ciberpunk- dentro del género madre. Otros incluso han intentado ir más allá, tratando de dotar a sus novelas de una calidad literaria que pudiera acercar las cotas estilísticas de la ciencia-ficción escrita a la corriente principal, el famoso mainstream.

Curiosamente, la persecución de la dignidad del género como `gran literatura` ha conseguido en la mayoría de los casos lo contrario. La excesiva pomposidad unida a las ordenanzas editoriales de nuestro tiempo, cuyo primer mandamiento es engordar las novelas para así poder cobrar más por ellas, ha provocado que la pesadez se haya apoderado de muchos de los libros publicados en la pasada década. Por eso no es extraño que uno sienta la necesidad, de vez en cuando, de oxigenarse con una buena dosis de sencillez (que no simplicidad), para lo cual la mejor opción es siempre mirar hacia atrás y sumergirse en la refrescante lectura que proporciona cualquier novela de la década de los 50.

El libro que nos ocupa es un doctorado sobre la mencionada sencillez: cómo contar algo realmente importante de manera amena, con una estructura muy sencilla y en apenas trescientas cincuenta páginas. La carencia de pretensiones de estilo hace que se lean en un suspiro los varios temas que Cántico por Leibowitz ataca, aunque sea de una manera pacífica.

El motor central es el eterno viaje paralelo de las dos creaciones humanas más significativas, la ciencia y la religión, antagonistas eternas, pero como nos cuenta el autor, condenadas a complementarse. Esta batalla de amor y odio es el instrumento del que se vale Miller Jr. para enseñarnos las dos caras de la moneda y presentarnos a su vez otras tramas menores que en realidad no son tal cosa. El libro, dividido en tres capítulos principales, empuja al lector a través de más de mil doscientos años de historia humana. Los nombres de cada parte dan la clave de lo que nos encontraremos en su interior.

Comienza el viaje (`Fiat homo`) cientos de años después de un holocausto nuclear que ha sumido al mundo en una nueva edad oscura. La ciencia, causante de todos los males, es perseguida, y sólo encuentra cobijo, curiosamente, en la Orden Albertiana de San Leibowitz, dedicada a cuidar los libros que sobrevivieron a la quema posterior a la guerra, convirtiendo el cuidado de la Memorabilia en su razón de ser. No más de cinco personajes bastan y sobran para presentarnos rotundamente cómo es el mundo superviviente. Magistralmente, se marcan las pautas de lo que será el nuevo comienzo de la Humanidad.

Transcurridos seiscientos años, abordamos la segunda parte del libro (`Fiat lux`), y nos encontramos con una incipiente civilización que vuelve a despertar por el único camino que el hombre conoce: la guerra. Y gracias a la Orden de Leibowitz, también por la ciencia, por supuesto. El conflicto es evidente para los monjes que tan bien han guardado el saber durante centurias: puesto que la ciencia es la causante de la destrucción de la Humanidad, ¿deberían dejar que saliera de su refugio? Y por otra parte, ¿qué sería de ellos si todo el mundo tuviera los conocimientos cuya custodia da sentido a la existencia de la Orden?

Finalmente, seiscientos años después (`Fiat voluntas tuas`), el Hombre ha recuperado su antiguo esplendor, aunque la amenaza de la destrucción volverá a estar más presente que nunca, y la última esperanza reposará, como siempre fue, en la religiosa Orden que da nombre a la novela, aunque sea más allá de las estrellas.

La religión como soporte de la civilización. Los supersticiosos monjes de Leibowitz como guardianes de la ciencia, del monstruo exterminador que duerme en sus sótanos, cuidando el recipiente del saber humano, del enemigo, en sus entrañas. A lo largo de toda la narración pervive el conflicto moral entre los dos grandes protagonistas del progreso humano, para bien o para mal, compenetrándose y finalmente combatiendo en un maravilloso último capítulo, en el que además Miller Jr. regala la inteligencia del lector con las dudas morales de los monjes, meros guardianes que ven impotentes cómo su criatura se les escapa de las manos, y a los que no les queda otro camino que la resignación y aceptación de su papel en el destino de la raza humana. El instante más intenso aparece en esa última parte, con la eutanasia como excusa, presentándonos el verdadero dilema que separa religión y ciencia, creencia y saber.

Mención aparte merecen el personaje del judío errante, cuya vivencia de la trama corre paralela a la del lector, y los buitres, imperecedera representación del paso del tiempo, que todo lo devora. Cuando termina la novela, un ciclo más de la evolución humana ha sido expuesto a los afortunados ojos del lector. Aun así, el libro no presenta un destino cíclico cerrado, porque el final, por muchas razones, abre nuevas expectativas para el futuro. Al fin y al cabo, no somos el centro del Universo.

Más de mil años de historia, los conflictos morales humanos y, sobre todo, la inevitabilidad de la estupidez del Hombre, presente en sus genes, y por tanto imposible de extirpar, son algunos de los elementos de estudio de este Cántico por Leibowitz. Todo contado a través de la más sublime sencillez, valiéndose nada más que de una docena de personajes, efímeros pero perfectamente descritos. Sencillamente, una extraordinaria novela, premio Hugo de 1961, escrita por un auténtico conocedor del espíritu humano, a la que Nova debería haber otorgado en su tiempo una portada a su altura.

Santiago L. Moreno 

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(Fragmento de novela).
CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ
Walter M. Miller Jr.



Título original: A Cantilce For Leibowitz
Traducción: I. Peypoch
© 1959 Walter M. Miller Jr.
© 1972 Editorial Bruguera S.A.
Av. infanta carlota, 129 - Barcelona.
ISBN 84-02-00670-1
Edición electrónica: Biblioteca de Bizien
R6 04/02


Primera Parte - Fiat Homo

1

El hermano Francis Gerard, de Utah, tal vez no hubiera descubierto los sagrados documentos de no haber sido por el peregrino de los lomos ceñidos que apareció durante el ayuno cuaresmal del joven novicio en el desierto.
El hermano Francis nunca antes había visto a un peregrino con los lomos ceñidos, pero se convenció de que se trataba de un ser real tan pronto como se hubo recobrado del escalofrío que recorrió su cuerpo ante la aparición del peregrino en el lejano horizonte; parecido a una iota serpenteante y negra en la trémula neblina del calor. Sin piernas, pero sosteniendo una cabeza pequeña, la iota se materializó a través del espejo de la neblina en la maltratada carretera; pareció deslizarse, más que caminar, hasta llegar a distinguirse, y obligó a que el hermano Francis se aferrase al crucifijo de su rosario y murmurase un par de avemarías. La iota semejaba una diminuta aparición engendrada por los demonios del calor que torturaban la tierra al mediodía, cuando toda criatura capaz de moverse en el desierto (a excepción de los buitres y algunos monjes eremitas como Francis) se quedaba quieta en su madriguera o detrás de una roca, protegiéndose de la ferocidad del sol. Sólo algo monstruoso, preternatural o con el ingenio atrofiado caminaría voluntariamente por la carretera al mediodía.
El hermano Francis añadió una apresurada plegaria a san Raúl el Ciclópeo, patrono de los deformes, para protegerse de sus infelices protegidos. (¿Quién no sabía que en aquellos días había monstruos en la tierra? ¿Que lo que nacía vivo, por la ley de la Iglesia y de la naturaleza, estaba condenado a vivir y que, de ser posible, quienes lo habían engendrado tenían que ayudarlo a desarrollarse? La ley, aunque no siempre obedecida, lo era con la suficiente frecuencia como para mantener una extendida multitud de monstruos adultos, los cuales escogían a menudo las más remotas de las tierras desiertas para sus vagabundeos y rondas nocturnas cerca de los viajeros de la pradera.) Pero finalmente la iota emergió al aire claro retorciéndose entre nubes de vapor y allí se reveló como un lejano peregrino. El hermano Francis soltó el crucifijo con un tenue amén.
El peregrino era un viejo zanquilargo que se apoyaba en un báculo; llevaba un sombrero de paja, una barba hirsuta y un odre que se balanceaba colgado del hombro. Masticaba y escupía con demasiado placer para ser un espectro y aparentaba ser muy frágil y estar derrengado para poder practicar con éxito el ogrismo o el bandolerismo. A pesar de todo, Francis se apartó silenciosamente del campo de visión del peregrino y se acurrucó detrás de un montón de piedras sin labrar, desde donde podía mirar sin ser visto. En el desierto, los encuentros con extraños, aunque raros, eran ocasión de mutua sospecha y se subrayaban con preparaciones iniciales por ambas partes por si se daba el caso de un incidente, que tanto podría resultar cordial como bélico.
En muy pocas ocasiones, no más de dos o tres veces al año, algún seglar o extraño recorría el viejo camino que pasaba ante la abadía, a pesar de que el oasis que permitía la existencia de ésta habría hecho del monasterio una posada natural para los caminantes; pero se daba la circunstancia de que, dadas las costumbres de la época para viajar, aquella carretera no venía de ninguna parte y no conducía a ningún sitio. Tal vez en épocas pretéritas había formado parte de la ruta más corta entre el lago Great Salt y el viejo El Paso; al sur de la abadía cruzaba otra cinta similar de piedra fragmentada, que se extendía de este a oeste. El cruce estaba erosionado por el tiempo; el hombre no había tenido últimamente nada que ver con ello.
El peregrino estaba ya al alcance de la voz, pero el novicio permaneció oculto detrás del montón de piedras. El hombre llevaba los lomos verdaderamente ceñidos por un pedazo de sucia arpillera; su única vestimenta, además del sombrero y las sandalias. Avanzaba obstinada y penosamente con una cojera mecánica ayudando su pierna tullida con el báculo. Sus pasos rítmicos eran los del hombre que ha hecho un largo recorrido y tiene un largo camino que cubrir. Pero al penetrar en la zona de las viejas ruinas, interrumpió su marcha y se detuvo para orientarse.
Francis se encogió aún más.
No habla ninguna sombra entre el racimo de montículos donde antiguamente se asentó un grupo de edificios; sin embargo, algunas de las piedras más grandes podían proporcionar sensaciones refrescantes a partes selectas de la anatomía de los viajeros acostumbrados a vivir en el desierto, entre los que el peregrino pronto demostró que se contaba. Buscó brevemente una roca del tamaño deseado. Aprobadoramente, el hermano Francis vio que no se aferraba a la piedra y la arrancaba de modo imprudente, sino que, al contrario, se quedaba a cierta distancia de la misma y, con el báculo como palanca y una pequeña piedra como puntal, la levantó hasta que la inevitable criatura reptante salió embistiendo de frente. Fríamente, el viajero mató con su báculo a la serpiente y de un golpe apartó el cuerpo todavía palpitante. Después de haber despachado a la ocupante del agradable hueco de debajo de la piedra, el peregrino se posesionó del refrescante techo del hueco por el método usual de dar vuelta a la piedra. Hecho esto, levantó la parte de atrás de su taparrabo y apoyó su marchito trasero contra la relativamente fresca parte interior de la piedra; se quitó las sandalias con un solo movimiento y presionó las plantas de sus pies contra lo que había sido el suelo arenoso del hueco refrigerante. Así acomodado, movió los dedos de los pies, sonrió haciendo evidente que carecía de dientes y empezó a canturrear una tonada. Pronto estuvo cantando, con verdadero sentimiento, un curioso canto en una lengua desconocida para el novicio. Cansado de su posición, el hermano Francis se removió inquieto.
El peregrino, mientras cantaba, sacó un panecillo y un trozo de queso; interrumpió su canto y se levantó para murmurar suavemente en la lengua de la región, con una especie de deje nasal:
- Bendito seas, Adonái Elohim, Rey de Todos, que hiciste que el sustento saliese de la tierra.
Terminada la oración, se sentó de nuevo y empezó a comer.
Realmente el caminante venía de lejos, pensó el hermano Francis, el cual no sabía de ningún reino vecino gobernado por un monarca con un nombre tan poco familiar y con tales extrañas pretensiones. Aventuró que el viejo hacía una peregrinación de penitencia - quizás a la capilla de la abadía, aunque no fuese de modo oficial una capilla ni el santo fuese aún oficialmente un santo -. Al novicio no se le ocurría otra explicación de la presencia de un viejo caminante en este camino que no iba a ningún sitio.
El peregrino se tomaba su tiempo en comer el pan y el queso; y a medida que la ansiedad del novicio se desvanecía, su incomodidad aumentaba. La regla del silencio para los días de la vigilia de cuaresma no le permitía conversar voluntariamente con el viejo; pero debido a que se le había prohibido abandonar los alrededores de la ermita antes del final de la cuaresma, estaba seguro de que si salía de su escondite antes de que el hombre se marchase éste lo vería u oiría.
Aunque ligeramente vacilante, el hermano Francis se aclaró ruidosamente la garganta y se levantó.
El pan y el queso del peregrino volaron por el aire. El viejo agarró su báculo y se levantó de un salto.
- ¡Trata de acercarte y verás!
Agitó amenazadoramente su báculo hacia la figura encapuchada que se había alzado detrás del montón de piedras. El hermano Francis observó que el grueso final del bastón estaba armado con una punta de hierro. El novicio se inclinó cortésmente tres veces, pero el peregrino ignoró aquella cortesía.
- ¡Quédate donde estás! - chilló -. No te acerques, mutante. No tengo nada de lo que buscas... a menos que sea el queso, y éste puedes quedártelo. Si lo que quieres es carne, soy sólo cartílagos, pero lucharé para conservarlos. ¡Atrás! ¡Atrás!
- Espera... - El novicio hizo una pausa. Cuando las circunstancias exigían la palabra, la caridad y hasta la natural cortesía, podían tener prioridad sobre la regla cuaresmal del silencio; pero hacerlo por su propio impulso lo ponía siempre ligeramente nervioso -. No soy ningún mutante, buen hombre - prosiguió con términos educados. Echó hacia atrás la capucha para mostrar su corte de pelo monástico y le enseñó las cuentas de su rosario -. ¿Comprende su significado?
Durante unos segundos el viejo permaneció al acecho, en actitud beligerante, mientras estudiaba la adolescente cara del novicio cubierta de granos. Su error había sido natural. Las criaturas monstruosas que merodeaban por los límites del desierto llevaban a menudo capuchas, máscaras o hábitos holgados para ocultar sus deformidades. Había algunos cuyas imperfecciones no se limitaban a las del cuerpo, y eran quienes a veces buscaban en los viajeros una fuente segura de carne de venado.
Después de su breve escrutinio, el peregrino se enderezó.
- Ah... uno de ellos. - Se apoyó en su báculo y lo miró ceñudo -. ¿Es la abadía de Leibowitz lo que se ve allí? - preguntó señalando en dirección al sur, hacia el distante grupo de edificios.
El hermano Francis se inclinó educadamente hacia el suelo y asintió.
- ¿Qué haces aquí en las ruinas?
El novicio cogió un pedazo de piedra caliza. Que el viajero supiese leer era estadísticamente improbable, pero decidió probar suerte. Ya que los dialectos vulgares empleados por el populacho no tenían ni alfabeto ni ortografía, escribió en latín: «Penitencia, Soledad y Silencio» sobre una gran piedra plana y las repitió debajo en inglés antiguo. Esperaba, a pesar de su no declarado deseo de tener alguien con quien hablar, que el viejo comprendería y le dejaría en su solitaria vigilia de cuaresma.
El peregrino sonrió burlonamente ante la inscripción. Su risa pareció una mueca fatalista más que otra cosa.
- ¡Vaya, escribiendo aún cosas periclitadas! - dijo, aunque sin condescender a admitir que había comprendido la inscripción.
Dejó su báculo a un lado, se sentó de nuevo en la roca, recogió su pan y su queso de la arena y empezó a limpiarlos.
Francis se humedeció los labios ansiosamente, pero apartó la mirada. Desde el Miércoles de Ceniza sólo había comido frutos de cactos y un puñado de maíz tostado. Las reglas del ayuno y la abstinencia eran muy rígidas en las vigilias vocacionales.
Viendo su turbación, el peregrino partió en dos su pan y su queso y le ofreció una parte al hermano Francis.
A pesar de la deshidratación producida por el insuficiente abastecimiento de agua, la boca del novicio se llenó de saliva. Sus ojos se negaron a apartarse de la mano que le tendía la comida. El universo se contrajo y en su exacto centro geométrico flotó el arenoso bocado de pan oscuro y queso claro. Un demonio dirigió los músculos de su pierna izquierda, los cuales hicieron que su pie avanzase. Después, el demonio se posesionó de su pierna derecha para que colocase el otro pie más adelante que el izquierdo, arreglándoselas, además, para que sus pectorales derechos y bíceps balanceasen su brazo hasta que su mano tocó la mano del peregrino. Sus dedos sintieron la comida y hasta parecieron saborearla. Un estremecimiento involuntario recorrió su cuerpo medio muerto de hambre. Cerró los ojos y vio al padre abad mirándole y blandiendo un látigo. Cada vez que el novicio trataba de imaginar la santísima Trinidad, el rostro de Dios Padre se confundía con la cara del abad, cuyo estado normal, le parecía a Francis, era el del enojo. Detrás del abad ardía furiosamente una fogata, y en medio de las llamas, los ojos del bendito mártir Leibowitz miraban, en la agonía de la muerte, cómo su ayunante protegido era descubierto en el acto de aceptar queso.
El novicio se estremeció de nuevo.


jueves, 11 de junio de 2015

Premio Hammett 2006. Leonardo Padura. Novela: "La neblina del ayer".


Leonardo de la Caridad Padura Fuentes (La Habana, 1955) es un novelista y periodista cubano, conocido especialmente por sus novelas policiacas del detective Mario Conde. Desde 2011, ostenta doble nacionalidad, ya que el Gobierno de España le concedió ese año la española por carta de naturaleza.

Nacido en el barrio de Mantilla, hizo sus estudios preuniversitarios en el de La Víbora, naturalmente, estas zonas de La Habana, muy ligadas espiritualmente a Padura, se verán reflejadas más tarde en sus novelas. Padura estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Habana y comenzó su carrera como periodista en 1980 en la revista literaria El Caimán Barbudo, también escribía para el periódico Juventud Rebelde. Más tarde se dio a conocer como ensayista y escritor de guiones audiovisuales y novelista.

Su primera novela —`Fiebre de caballos`—, básicamente una historia de amor, la escribió entre 1983 y 1984. Pasó los seis años siguientes escribiendo largos reportajes sobre hechos culturales e históricos, que, como él mismo relata, le permitían tratar esos temas literariamente. En aquel tiempo empezó a escribir su primera novela con el detective Mario Conde y, mientras lo hacía, se dio cuenta `que esos años que había trabajado como periodista, habían sido fundamentales` en su `desarrollo como escritor`. `Primero, porque me habían dado una experiencia y una vivencia que no tenía, y segundo, porque estilísticamente yo había cambiado absolutamente con respecto a mi primera novela`, explica Padura en una entrevista a Havana-Cultura.

Las policiacas de Padura tienen también elementos de crítica a la sociedad cubana. Al respecto, el escritor ha dicho: `Aprendí de Hammett, Chandler, Vázquez Montalbán y Sciascia que es posible una novela policial que tenga una relación real con el ambiente del país, que denuncie o toque realidades concretas y no sólo imaginarias`.

Su personaje Conde —desordenado, frecuentemente borracho, descontento y desencantado, `que arrastra una melancolía`, según el mismo Padura— es un policía que hubiera querido ser escritor y que siente solidaridad por los escritores, locos y borrachos. Las novelas con este teniente han tenido gran éxito internacional, han sido traducidas a varios idiomas y han obtenido prestigiosos premios. Conde, señala el escritor en la citada entrevista, refleja las `vicisitudes materiales y espirituales` que ha tenido que vivir su generación. `No es que sea mi alter ego, pero sí ha sido la manera que yo he tenido de interpretar y reflejar la realidad cubana`, confiesa.

Conde, en realidad, `no podía ni quería ser policía`4 y en `Paisaje de otoño` (1998) deja la institución —como el mismo Padura dejó tres años antes su puesto de jefe de redacción de la Gaceta de Cuba, la revista de la Unión de Escritores, para consagrarse a la escritura— y cuando reaparece en `Adiós Hemingway` (2001) está ya dedicado a la compraventa de libros viejos.

Tiene también novelas en las que no figura Conde, como `El hombre que amaba a los perros` (2009), donde las críticas a la sociedad cubana alcanza sus cotas más altas.

Padura ha escrito también guiones cinematográficos, tanto para documentales como para películas de argumento.

Vive en el barrio de Mantilla, el mismo en el que nació. Al preguntarle por qué no puede dejar La Habana, el ambiente de su historia, ha dicho: “Soy una persona conversadora. La Habana es un lugar donde se puede siempre tener una conversación con un extranjero en una parada de guaguas”.

***
La Habana, verano de 2003. Han trascurrido catorce años desde que el teniente investigador Mario Conde, desencantado, abandonara la policía. En esos años han ocurrido muchos cambios en Cuba, y también en la vida de Mario Conde. Su inclinación por la literatura y la necesidad de ganarse la vida lo han llevado a dedicarse a la compra y venta de libros de segunda mano. El hallazgo fortuito de una valiosísima biblioteca le coloca al borde de un magnífico negocio, capaz de aliviar sus penurias materiales. Pero, en un libro de esa biblioteca, aparece una hoja de revista en la que una cantante de boleros de los años cincuenta, Violeta del Río, anuncia su retiro en la cumbre de su carrera. Atraído por su belleza, por el misterio de su retiro y el silencio posterior, Mario Conde –ahora con más años y más cicatrices en la piel y en el corazón– inicia una investigación, sin imaginar que, al seguir el rastro de Violeta del Río, despertará un pasado turbulento que, como la fabulosa biblioteca, ha estado tapiado durante más de cuarenta años.
Considerado uno de los más significativos representantes de la actual literatura cubana, Leonardo Padura regresa con La neblina del ayer al detective Mario Conde, que le ha permitido crear una vívida crónica literaria de la existencia cotidiana en su isla del Caribe. Además de un retrato de las dificultades de la vida cubana contemporánea, La neblina del ayer es un viaje a La Habana nocturna de los años cincuenta y su música, al mundo de los libros en la isla, y una especie de descenso a los infiernos del bajo mundo habanero de hoy, en el que Conde debe introducirse tras las huellas de la enigmática cantante Violeta del Río.
Fuente: Revista Cruz y Raya. Revista Literaria.

miércoles, 10 de junio de 2015

Félix de Azúa.Historia de un idiota contada por él mismo” Prólogo: Fernando Savater.


Félix de Azúa. (Premio Herralde de novela 1987). 
(España, 1944)
Poeta, novelista y ensayista nacido en Barcelona. Licenciado en Filosofía, profesor de Estética y colaborador habitual del diario El País, fue conocido gracias a su inclusión en la antología Nueve novísimos poetas españoles, editada en 1970 por Josep María Castellet, junto a Manuel Vázquez Montalbán, Leopoldo María Panero y Antonio Colinas, entre otros. Anteriormente había publicado los libros de poemas Cepo de nutria (1968) y El velo en el rostro de Agamenón (1971).
Fuente: N.N.

Nota: No he podido encontrar la novela con que Azúa ganó el Premio Herralde de novela 1987 sin embargo, transcribo un fragmento de su novela: “Historia de un idiota contada por él mismo” quien en su momento fue acogida por la crítica favorablemente.
J. Méndez-Limbrick.

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El protagonista de esta novela, bestseller en Europa, es un `idiota` peculiar: un idiota intelectual que, obsesionado por la felicidad, nos cuenta cómo él y su generación lucharon en balde, en los años sesenta y setenta en España, por conseguirla. Poniendo la inteligencia al servicio del humor, Félix de Azúa juega con los elementos que identifican una memoria colectiva: la educación familiar y religiosa, los sueños de amor y las intrigas olíticas, las creencias filosóficas y los gustos estéticos... Todo se convierte en argumento que denuncia la `idiotez` de creer que la felicidad es un fruto al alcance de la mano de nuestro tiempo.
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Algunos historiadores califican de «siglo idiota» al siglo XIX. Esto es un error. «Siglo estúpido», sin duda; «siglo bobo», quizá. Pero el rango de «idiota» debe reservarse para el siglo XX. El protagonista de esta novela es un idiota del siglo XX. De la segunda mitad del siglo XX, para ser más exactos; lo que conlleva un grado superior y más concentrado de idiotez. Víctima de la insensatez zoológica de la segunda posguerra europea, nuestro personaje se empeña en una afanosa y monotemática investigación de la felicidad, que le conduce inexorablemente a la ruina. Dado el estremecedor futuro que se les anuncia a los idiotas fin de siècle, este libro debiera ser adoptado por todos los institutos de segunda enseñanza como manual de supervivencia. No evita la idiotez, pero ayuda a prevenirla. De otra parte, por haber sido escrito de un modo tan raro, prestigia a quien lo lee, y ya se sabe que el prestigio es uno de los más eficaces encubrimientos de la idiotez.
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HISTORIA DE UN IDIOTA

CONTADA POR ÉL MISMO

 EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD

 Prólogo

Fernando Savater


Historia de un idiota contada por otro, amigo suyo
Se lo voy a decir porque ustedes no tienen por qué saberlo: yo estoy en el origen de este libro. No me refiero, desde luego, a que mi nombre aparece en la dedicatoria, acompañado, por cierto, de un elogio claramente envenenado (pero ¿los habrá de otra clase?). Tampoco pretendo haber servido de modelo involuntario para el personaje idiota que protagoniza la historia, aunque muchas de sus idioteces me corresponden tan ajustadamente que se diría que el narrador las cortó a mi medida y según mi patrón. Es probable que a ustedes les ocurra una asimilación igual, sobre todo si son españoles y padecen entre cuarenta y cincuenta tacos. Ni mucho menos puedo envanecerme de haber inspirado las ideas y episodios aquí expuestos, pues soy notablemente incapaz de inspirar nada, salvo pena o desdén: sólo puedo inspirarme, no inspirar, y cuando yo expire, mi pobre inspiración expirará conmigo. Lo que les digo es que yo estoy en el origen de esta obra, es decir, que fui su ocasión, su simple pretexto, quien sin saberlo encendió la mecha de la formidable carga explosiva cuya voladura literaria zarandeará a los lectores de esta generación y de las venideras. Un momento más de atención y se lo cuento en tres patadas.
A comienzo de los años ochenta cierto conocido mío, muchacho amable y emprendedor como lo pedía la época (tan distinta, ay, de la nuestra), fundó una nueva editorial, modesta pero aseada. Tras publicarme con notable primor un librito dedicado a la única ciencia que poseo con discreta competencia, las carreras de caballos, me pidió que le orientara para futuras empresas. Quería hacer una colección de textos breves y bien presentados, lo que los franceses llaman plaquettes, en torno a las cien páginas, sobre un tema común y sugestivo, un tema que se pudiera tratar en forma de ensayo, narración, drama, poesía o aforismos. Por aquel entonces (como por este ahora) yo estudiaba a Spinoza, el más amable y por tanto el más odiado de los pensadores; en especial leía a Robert Misrahi, que sigue pareciéndome su mejor comentarista, y me encontraba a medio camino de su Traité du bonheur. De modo que le propuse a mi amigo editor como título de la serie El contenido de la felicidad y le sugerí una larga lista de nombres a los que podríamos solicitar su contribución en este empeño. Fui nombrado director de la presunta colección, lo que me obligó a efectuar algunas llamadas telefónicas y a escribir varias cartas, dos de las tareas —créanme— que más hondamente saben repugnarme. Recurrí en primer término a los maestros y a los amigos, consiguiendo varias respuestas alentadoras: Agustín García Calvo, José Luis Aranguren, Félix de Azúa, Luis Antonio de Villena y, last but least, yo mismo.
En el ínterin, con esa desconcertante celeridad con que los naipes suelen desertar de los castillos que forman y los políticos abandonan sus promesas electorales, la editorial del amable y emprendedor muchacho vino a quebrar. Que se hunda un proyecto editorial es cosa trivial a fuerza de común, pero que arrastre en su caída un proyecto de colección sobre el contenido de la felicidad es algo aún más trivialmente suscitador de símbolos y presagios, por lo que no deben esperarlos de mí, que padezco discreta aunque tan hondamente como cualquiera el virus moderno de la originalidad. Por lo demás tampoco caben excesivas lamentaciones, porque todas las obras encargadas se escribieron y se publicaron con razonable éxito, aunque cada cual por su lado. Esta dispersión favoreció la creación de un cierto clima eudemonológico y la cuestión de la felicidad se puso de moda: aparecieron obras de sesudos varones y apasionadas vírgenes sobre la cuestión, a quienes jamás se me habría ocurrido encargarles nada en mi nonata colección. Mediaban los años ochenta, ya les digo, y todo parecía posible. Si ustedes vivieron mínimamente la actualidad cultural española de aquella época, seguro que en alguna ocasión no pudieron remediar preguntarse qué coño podemos hacer por la felicidad o qué puede hacer la felicidad por nosotros. Bueno, ahora ya saben cómo y por qué nació tan sublime indagación colectiva.
Tal como les digo, la pesquisa eudemonista produjo varios trabajos estimables que justificaron con creces el frustrado empeño que los originó. Pero sólo consintió la aparición de una obra maestra: HISTORIA DE UN IDIOTA CONTADA POR ÉL MISMO O EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD, la contribución de Félix de Azúa. Cualquier libro realmente bueno supone siempre una cierta sorpresa, por mucho reconocimiento previo que nos mereciera el talento de su autor: todo acierto mayor tiene algo de arbitrario, aun de milagroso, que la competencia del escritor no elucida plenamente. En el caso que nos ocupa, además, la obra supuso todo un vuelco en la carrera literaria de Azúa, una auténtica metanaoia no sólo artística sino también comercial. Hasta publicar HISTORIA DE UN IDIOTA, Félix de Azúa estaba considerado como una figura de indudable primera magnitud en la literatura reciente española, pero altivamente inexpugnable para esa inmensa minoría formada por el común público lector. Fue uno de los «novísimos» más emblemáticos de la famosa antología de Castellet y su prestigio seguía sustentado antes que nada por su obra poética, recogida en Poesía, 1968-78 y Farra. Quienes conocíamos sus dos ensayos publicados por aquellas fechas, un estudio sobre Baudelaire (que ahora ha sido vuelto a editar) y La paradoja del primitivo, espléndido trabajo doctoral sobre la estética de Diderot, esperábamos con auténtica ansiedad otros escritos teóricos que confirmasen la rara alianza que en ellos se daba entre vibrante agudeza, seguridad de gusto y fenomenal preparación cultural. Su desempeño como novelista era valorado de un modo menos unánime: la trilogía de sus Lecciones (Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Última lección) mostraban, junto a indicios de la mejor calidad, un excesivo mimetismo con la fórmula narrativa de Juan Benet y cierto regodeo críptico aunque cada vez más aliviado. Ninguno de estos reproches podía hacerse en cambio a su cuarta novela, Mansura, parábola histórica narrada con elegante sencillez y plena maestría que encontró a la crítica (como suele ser habitual) y a los lectores (lo que es más raro) injustificadamente distraídos. En fin, que allá por mil novecientos ochenta y seis, a sus cuarenta y dos años, Félix de Azúa era un magnífico espécimen de ese tipo de escritor que cualquier director de colección se enorgullece de tener en su catálogo y cualquier director de ventas tiembla al verlo en él.
Y entonces llegaron el idiota y su HISTORIA. El libro rompió la reserva de los lectores y se convirtió en un best-seller de calidad, no sólo en España sino también en los países europeos a cuyas lenguas fue traducido. En Francia, nunca demasiado generosa con la cultura de sus vecinos ultrapirenaicos, incluso fue adaptada como monólogo teatral. ¿Cuál es el secreto de este éxito? Podemos aducir algunas conjeturas, nunca del todo resolutorias. Desde luego, no se debe a que el autor cambiase aquí su forma de pensar ni modificase en lo más mínimo sus categorías literarias: por el contrario, quienes le habíamos seguido desde tiempo atrás reconocimos en la HISTORIA DE UN IDIOTA al mismísimo Azúa de siempre en estado casi químicamente puro. Precisamente el acierto pudo venir no de que se velase o travistiese en modo alguno, sino de que se descaró del todo. Veamos: tanto como poeta, como ensayista o como novelista, Félix de Azúa hace siempre gala de una inteligencia sin complejos ni disimulos. Es un atributo bastante intimidador. La forma de que resulte más aceptable por la mayoría es poner esa inteligencia al servicio de un humor realmente prúsico (no por germánico sino por lo ácido). En la HISTORIA, la inteligencia del autor se vuelve burla despiadada contra sí misma, por lo que el lector puede sentirse menos hostigado por ella. El segundo expediente es jugar con los elementos identificatorios de una cierta memoria común. Últimamente se han puesto de moda entre escritores de edad mediana (hablo de España, claro está) las novelas que cuentan cómo fueron las cosas allá por los sesenta y cómo derivaron: lo que anhelábamos cuando teníamos veinte años, nuestros amores furtivos o iniciáticos, nuestras lealtades políticas luego degeneradas en reprensible conformismo, nuestras lecturas, lo que supusimos que era el mundo y el puesto que nos reservábamos en él, las verdades atroces de la dictadura sustituidas por las halagadoras falsedades de la democracia subsiguiente. Es truco habitual de este subgénero, que me apresuro a declarar intensamente detestable, contraponer algún personaje fiel a los ideales de antaño a los aburguesados mutantes que socialmente predominan en su entorno. Como El Quijote para las novelas de caballerías es la HISTORIA DE UN IDIOTA para esta caterva de tediosas y edificantes naderías: sublima el género hasta lo metafísicamente relevante, lo parodia íntimamente y lo aniquila. La única diferencia es que Don Quijote vino después de Amadís y en este caso le ha precedido...
Otra clave de la excelencia de este libro: su protagonista es idiota, pero un idiota del tipo autorreferente, es decir, un idiota intelectual. Es el único personaje que permite desarrollar todos los virtuosismos del pastiche (introspectivo, ideológico, filosófico, hermenéutico...) a un satírico de dieta exclusivamente culturalista como Azúa. En las novelas que han seguido a esta (Memorias de un hombre humillado, Cambio de bandera) los críticos adversos le han reprochado cierta tendencia al esquematismo y a la disección caricaturesca de los personajes, irreales y maltratados por el autor como muñecos de comic. No me parece un defecto serio, siempre que uno no pretenda aplicar el modelo romántico-naturalista allá donde el escritor es el primero en ridiculizarlo. Cambio de bandera, en particular, me parece una divertidísima reprimenda al género «crónica-épico-edificante-de-la-contienda-civil» que a tantos recientes laureados de nuestras letras aún parece encandilar. Y en diagnóstico ético-político va más lejos que ninguno de ellos, aunque a veces el tono acerbamente doctoral resulte demasiado crudo. Lo cual no se le puede reprochar en el Idiota, obvio es decirlo, porque aquí el tema lo impone así más allá de ninguna duda o reserva. ¿Me atreveré a decirlo? Félix de Azúa es algo así como el Aldous Huxley de mi generación, aunque con más quilates artístico-poéticos que ese parangón, para mí, desde luego, nada derogatorio. Siguiendo con el símil, esta exploración del contenido de la felicidad ocupa el mismo lugar que Un mundo feliz en la obra del otro...
Ridiculizada la pretensión de la felicidad, un paso más allá por tanto de este libro, perdura el interrogante injustificable de la felicidad misma. Queda visto para sentencia que ninguno de los programas del menú establecido la cumplen. Sin embargo, aún podría recordarse lo que un filósofo que ha hablado de estas cosas, Ernst Tugenhadt, recuerda: «De la felicidad sólo la felicidad misma puede decidir.» La felicidad debe desenterrarse a sí misma. Lo cual no se logra, sin duda, por medio de teorías ni declamaciones. Ya sabíamos que el hombre feliz no tiene camisa; debemos resignamos a que tampoco gaste una teoría eudemonológica. Lo cual, probablemente, descarta por inviable la colección de libros que yo imaginé, cancelándola con una especie de «el resto es silencio». Así que adiós, amado príncipe...

FERNANDO SAVATER


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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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