Clarice
Lispector, la exótica mirada
La
bella, enigmática, misteriosa Clarice de ojos felinos, azules, manos
probablemente delicadas, pómulos airosos y labios sensuales, rojos siempre o
casi siempre rojos. Rostro ovalado, de broche o camafeo, limpia la piel, y la
mirada intensa, provocadora como un incidente diplomático.
Tenía ese aire exótico de la mujer del embajador.
Cuidadas maneras, gestos comedidos, collares de coral o perlas cultivadas y faldas
de vuelo estampadas de colores chillones.
Nacida en Tchetchelnik —un sitio impronunciable, en la
lejana Ucrania—, hija de unos padres judíos que emigraron a América, llegó a
Brasil con apenas unos meses, y aprendió portugués con acento. Una extraña
entonación silbante y seductora, hipnótica como la de la serpiente Ka, que la
haría parecer extranjera en su propio cuarto de estar. Para compensar perdió su
nombre, Hala, que sus padres decidieron cambiarle por el dulce y reluciente
Clarice, que escribía con tintas olorosas.
Lectora empedernida, siempre recordó el día que, de
pequeña, pudo ir a una librería con dinero. Y cómo se entretuvo un buen rato
hojeando los libros de las mesas, mirando los estantes, tocando allí los lomos,
hasta que descubrió uno que parecía haber sido escrito para ella, un prodigioso
y deslumbrante hallazgo. Era Katherine Mansfield.
Su otro placer fue el mar. Su padre la llevaba a la
playa, en el verano austral, recién amanecido, para que se bañara con las olas.
El tacto seco de la arena, el viento en la cara, el agua fría, el cuerpo
entumecido… Después se iba al colegio, y era una sorpresa, agradable y privada,
llevarse los dedos a la boca, y descubrir que la piel le sabía a sal.
Fumaba constantemente, todo el tiempo. Y una noche se
quedó dormida en la cama, leyendo. El cigarrillo debió resbalar de su mano, y
prendió las sábanas, la colcha, las almohadas de plumas… Cuando se despertó
ardía gran parte de la cama y las cortinas. Intentó apagar el fuego con las
manos y sufrió graves quemaduras, sobre todo en el costado y en el brazo
derecho, que los médicos le salvaron de milagro. Vivió el resto de su vida con
las cicatrices; la piel tersa, brillante, suave y deforme como el plástico. Le
gustaba hablar de incendios. Cuando un taxista veía las marcas en su piel, en
el espejo retrovisor, y le contaba cómo también él tenía una quemadura en la
pierna, en un brazo, del aceite, de un soplete, una hoguera, ella le mostraba
las suyas, en el cuello, en la cara, en el dorso pálido, blanco, liso de la
mano, sin huellas dactilares.
Clarice la misteriosa, bella e inconsistente,
inalcanzable, que decía a última hora que prefería salir guapa en un periódico
que recibir una buena crítica, y que en un viaje a París fue a quejarse a la
Maison Carver porque habían dejado de fabricar el perfume que mejor combinaba
con ella, el Vert et blanc. Otra pérdida, también, irreparable.
Cuando
tenía doce o trece años, Clarice se trasladó, con su familia, de Recife a Río.
Viajaban en un barco inglés. Aquella niña tímida y al tiempo osada no sabía
inglés, pero elegía de la carta, en el restaurante, los platos de nombres
sugestivos. Los más complicados y largos e impronunciables.
Y contaba, riendo, más tarde, cómo más de una vez se
vio obligada a comer platos poco apetecibles, sosos, que engañaban con sus
nombres poéticos. Era el castigo por su desenvoltura.
Ficha
técnica
Nº de
páginas:
236
Editorial:
SIRUELA
Idioma:
CASTELLANO
Encuadernación:
Tapa dura
ISBN:
9788416964406
Año
de edición:
2017
Plaza
de edición:
MADRID