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lunes, 21 de marzo de 2022

"De regreso en Argentina, tuve la segunda o tercera oportunidad..." FRAGMENTO. NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS.




 De regreso en Argentina, tuve la segunda o tercera oportunidad de conocer a Borges, Adolfo Bioy Casares y Sábato. A Manuel Mujica ya lo conocía, pero no tuve una gran amistad con él, puesto que solo una vez lo vería en Argentina –más adelante contaré la anécdota con “Manucho”, como cariñosamente se le decía a Mujica–. Los cuatro me fascinaron desde mis años de juventud y, ahora que estaba en mi época de madurez literaria y volvía a analizar sus obras, confieso sin tapujos que me embargaba un sentimiento de éxtasis, respeto y hasta de envidia por el Cuarteto de la Plata.

A Borges, en uno de mis viajes a Argentina, había tenido la oportunidad de conocerlo, pero los Arimanes, con sabiduría, me dijeron en aquel entonces que no me le acercara, que no llegara a saludarlo. Aquel incidente

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había sucedido en el barrio Palermo, en un restaurante de clase media. La justificación de que los Arimanes me aconsejaran no presentarme ante Borges como un escritor promisorio, un escritor en ascenso, fue que eclipsaría mi imagen o, peor aun, me quemaría con su fuego literario. Pero, aquella situación cambiaría con el pasar de los años, pues yo llegaría a ser un escritor muy reconocido.

Borges, Bioy Casares, Sábato y Mujica se conocían desde la juventud; pero, a diferencia de La Prima Donna, donde todo se celebraba con bombos y platillos a la luz de los flashes en París o en Barcelona, el cuarteto argentino era más reticente a lo frívolo y al oropel literario. Los cuatro de La Plata mantenían su amistad alejada de los brillos y lo fatuo. Mantenían una amistad –luego me enteré– subterránea, una amistad muy a la inglesa, de esas amistades que siempre están ahí, pero no salen a la superficie, sino que su fuerza reside en la discreción.

De Borges, admiraba la perfección de sus cuentos; no sobraba ni faltaba nada a esas pequeñas obras, esas joyas en miniatura. Tenía en común con Belfegor su fino humor y la ironía; Belfegor afirmaba que Borges era el mejor escritor en lengua castellana, junto con Cervantes y Quevedo. A Belfegor y yo nos agradaba discutir los temas filosóficos que Borges siempre plasmaba en sus cuentos y su amor desmedido por el gordo de Chesterton.

De Adolfo Bioy Casares, siempre admiré su novela La invención de Morel, una novela difícil, con una ambientación exquisita y un lenguaje depurado hasta el frenesí. También admiraba esa pulcritud, tanto en su forma de hablar al comportarse en público, y sus bellos trajes enteros. Adolfo era un hombre de voz pausada, de esas personas que meditan, que trituran el pensamiento antes de que cruce el cerco de sus dientes. Sus reflexiones acertadas en literatura y su fino humor e ironía lo hacían un segundo Borges argentino.

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A Sabato le tenía cariño y aprecio por su melancólica y hasta pesimista visión del ser humano en su magnífica obra literaria. Ya había publicado sus novelas El túnel y Sobre héroes y tumbas; en 1974, publicaría Abbadón el exterminador. Es curioso que a estas maravillosas obras no les den un carácter de trilogía. De sus ensayos, siempre comenté con Belfegor “El escritor y sus fantasmas” y “Uno y el universo”. Contrario a una visión pesimista que siempre tuvo Sabato en sus novelas, en los ensayos parecía dar una oportunidad al ser humano, pues, al final del camino y de la oscuridad, podía vislumbrarse un pequeñísimo haz de luz. Belfegor y yo concluímos que, aunque Sabato aparentaba un total abandono de fe en la humanidad, muy en el fondo fue siempre una ficción, porque el humano superaba cualquier mezquindad.

Belfegor criticaba con dureza las mezquindades del ser humano y yo le anteponía no solo lo comentado por Sabato en sus ensayos, sino también la frase de Blaise Pascal: “el hombre supera infinitamente al hombre”.

Recuerdo una noche, cuando necesitábamos hacer las revisiones sobre una temática de mi última novela que pronto saldría publicada en Emecé; Belfegor y yo discutimos sobre la novelística de Sabato y su carácter eminentemente humanista.

—Sire, ya lo hemos comentado: la literatura de Sabato no es una literatura de personajes, sino de tramas, de posiciones filosóficas —decía Belfegor.

—Es puro pensamiento filosófico... —dije.

—Cierto. Muchas personas buscan identidades físicas y, en verdad, lo fundamental está en sus temas; los personajes son meros peones en las disertaciones y los planteamientos filosóficos —dijo Belfegor, riendo.

Después, continuamos trabajando en mis novelas.

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Ese tipo de comentarios informales con Belfegor me agradaban sobremanera; no existía un orden de planteamiento en ellos, pero siempre resultaban muy beneficiosos.

domingo, 6 de febrero de 2022

NOVELA: PRINCIPIOS NOCTURNOS. EL PECADO DE LA SOBERBIA. FRAGMENTO.


 

"Entonces, Belfegor dio tres palmadas e hizo aparecer entre las sombras del salón uno de los triclinios del scriptorium; luego, explayándose en el mueble, dijo:

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—¡Atentos, atentos! Así es como nuestro amo temporario, el escritor Deford, recibe sus clases en el scriptorium; así es como yo le doy sus clases del trivium.

Y Belfegor, fumando opio con su pipa de agua, inició una levitación lenta, muy lenta, hasta alcanzar varios metros de altura. De tanto en tanto, se le veía aperezado; en otros instantes, nos miraba y uno de sus ojos chispeaba granate y el otro, detrás del monóculo, parecía la brasa de un cigarro. Al llegar a un límite donde era claro que el triclinio y su dueño levitaban, Belfegor dijo algo en latín que no entendí y luego, con la mayor delicadeza, el triclinio se fue a posar de nuevo entre las sombras.

—¡Bravo, bravo, bravo! —exclamó con júbilo y aplausos el equipo infernal.

—Eres un viejo aperezado y vicioso —comentó Nergal.

—Excelente espectáculo. En la vida había visto una representación tan real. Supongo que lo hacen con cables, ¿cierto? —dijo con desprecio burdo sir Charles Parr, quien no daba crédito a lo que sus ojos veían.

—Creo que pronto llevaremos a Las Vegas “el espectáculo” —ripostó con displicencia Aamón—. Quizá así nos ganemos algún dinerillo extra.

Era evidente que mis acompañantes salían airosos de una situación a la cual, en principio, no encontraban una solución satisfactoria. Los Arimanes, con astucia, habían puesto en evidencia lo que eran: seres mefistofélicos, sin que esto fuera aceptado por los ingleses. A pesar del espectáculo ofrecido, los aristócratas se negaban a tolerar lo que era evidente: no existían trucos; lo observado traspasaba los límites de lo natural y llegaba a lo sobrenatural".


viernes, 31 de diciembre de 2021

EL ESCRITOR COMO OTRO TIPO DE SOCIÓPATA. GUILLERMO FERNÁNDEZ.

 




EL ESCRITOR COMO OTRO TIPO DE SOCIÓPATA

(Sobre la última novela de Jorge Méndez-Limbrick
Guillermo Fernández
El intento por alcanzar los no-límites humanos ha acicateado la imaginación de muchos autores en diversas épocas. Incluso desde el Génesis. La joya irreal más codiciada por el ser humano parece centrarse, no solo en un deseo ilimitado de placer, sino en el conocimiento absoluto y la inmortalidad. La serpiente del paraíso prometió a las nuevas criaturas el ser como dioses si optaban por una vía prohibida. Sin embargo, la infracción no cumple con lo esperado, aquellas no logran su cometido y caen en una celada. Pierden su estatus y son lanzadas de su mundo de confort. Antes de volver al origen deben conocer la barbarie, la desesperación, la muerte.
La promesa de la serpiente, por más ilusoria y falsa, ha de ser eco oscuro del pensamiento, y el hecho de ser como dioses puede comprenderse de muchas maneras. En el laberinto de los más retorcidos deseos, ser como dios puede representar para un fundamentalista asesinar a todo aquel que no profesa su misma doctrina. Para un psicópata, darle rienda suelta a la crueldad de sus bajos instintos. Para un científico, puede significar prolongar la vida más allá de un límite razonable. Por ejemplo, aumentar la vida a los grandes millonarios que esperarían no morir como todos los pobres mortales.
La serpiente del paraíso prometió lo imposible. Y los literatos siguen flirteando con sus argumentos de múltiples formas. Recordemos la búsqueda dolorosa de felicidad de Fausto, su ansia proteica por abrazar lo absoluto o el juego diabólico de “La pata de mono”, el famoso cuento de W. W. Jacobs, considerado el más perfecto de terror de todos los tiempos.
La nueva novela de Jorge Méndez Limbrick, "Principios nocturnos", Premio Nacional Alberto Cañas 2020 (Euned, 2021), reinterpreta una búsqueda de la felicidad, ese ser como dios, mediante una trama que se origina en una pasión que puede compararse con aquella aspiración de Paganini por ser un virtuoso del violín. En este caso, Byron Deford, escritor, narra desde su muerte el historial de alma vendida al diablo por alcanzar el máximo de excelencia literaria. No se trata aquí de cualquier deseo mundano. Mientras algunos venden su alma por ser los más afamados cantantes de rock o los grandes acaudalados, Deford hizo el trueque con el diablo por un logro estético. Sin embargo, su afán por la fama no está al margen. Deford recuerda a muchos escritores en sus devaneos por cortar cabezas y formalizar alianzas espurias locales para entronizar sus conexiones y, ¿por qué no?, sus codiciadas premiaciones. Cualquier coincidencia con fenómenos del terruño es mera coincidencia, pero en el paisaje nacional sobran los pequeños Deford, los embriones de Deford y los Deford expertos. Al final de la novela, se concibe la idea de que toda codicia, por más ilustre sea su meta, destruye por igual al codicioso y lo corrompe. En realidad, la novela de Méndez es una tortuosa sátira del medio literario y una radiografía del tipo de escritor sociópata, que también existe.
El elenco de demonios que conforman los asistentes del distinguido escritor es, a nuestro criterio, los egos formidables con los que un creador debe bregar para mantenerse en la vigencia. Es tal la competencia en este campo, nos parece advertir Méndez, que un escritor debe perder parte de su alma (o su alma toda) para fabricarse un nombre. La lucha es tenaz y mortal. Al igual que Deford hay otros Deford no menos ambiciosos y truculentos que tienen su habilidad y que de igual manera poseen influencias y medios para entorpecer vilmente el camino a los demás.
En el juego de la literatura, nos advierte Méndez, el camino está repleto de sicarios intelectuales. Por alguna razón, pensamos a este respecto en el Borges de los años ochenta, cuando la moda ideológica lo descabezaba de raíz por no guiñar con sus estatutos. Hablar de Borges, recordamos, era comulgar con una aristocracia indebida. Su literatura era presuntuosa. Hoy día sus enemigos desaparecieron. Hoy, convertido en moda, también nos parece un dilema.
Deford, a primera vista, se puede tratar de un escritor de best sellers de esos que hoy día tienen presencia ubicua en los medios o a los empecinados escritores que uno conoce por doquier, capaces de formarse carátulas insospechadas como escritores con largos currículos. Nos recuerda también a todas luces a Carlos Fuentes, por su concepción de una novela como “Terra nostra”, en la que se juega su total talento como escritor. También, por su exposición a los medios y su logro mundano, a Vargas Llosa. En fin, Byron Deford es un escritor inconforme que pone por encima el logro de una obra literaria (Phantasmagoriana) a cualquier vicisitud local. Su empeño es enfermizo.
“Hoy he muerto, lo repito”, dice Byron en la primera línea de la novela, “La CNN dio la noticia”. A partir de esa conciencia de su propia muerte, el escritor recapitula su vida, con frialdad, sin inmutarse. Conocemos las reconditeces de sus deseos, soberanos y protegidos por demonios que sirven todos a Belfegor, señor de la pereza y, paradójicamente, maestro de la retórica, Señor de las Moscas Zumbantes, que se hace acompañar por sus hermanos, representantes de los demás pecados capitales.
La vida de Deford no le pertenece ni tampoco su talento. Los demonios de los pecados capitales le dictan un intrincado protocolo como escritor. El mal le da un orden para crear, como a otros les da un desorden. En este sentido, se puede percibir que la obsesión de un creador puede estar organizada de un modo tan perfecto, que nadie podría encontrar el submundo de bajezas que la orquestan, los miedos y las envidias que la impulsan.
“Principios nocturnos” es inagotable en su posible interpretación. Nadie en nuestro país había escrito sobre la “maldición” de escribir, sobre el peso que tal oficio conlleva en quienes se atreven a iniciar una carrera por el rumbo de las publicaciones y la constitución de un nombre. Deford son todos los escritores y sus sueños. De antemano, estos han vendido su alma a algo que los envuelve en una codicia inagotable, que, como la droga, les impide descanso. La obra también levanta el velo de las mezquinas conjuras que los literatos viven en su propia oscuridad y nos hace pensar que el demonio a quien Deford vende su alma no es más que el mismo oficio de escritor, ese que promueve su delirio y su celo.
“Principios nocturnos” se disfruta como una obra satírica, por momentos, no como un banquete de Platón, sino de Aristófanes. Encontramos en ella huellas del desenfadado humor negro de “El profesor y Margarita”, de Mijaíl Bulgákov. El juego entre lo medieval y lo moderno hacen de la novela una interesante ventana hacia una realidad insólita en las letras nacionales.

Fuente:

Repertorio CRC: Cine-Artes+ Cultura y Humanismo.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

PRINCIPIOS NOCTURNOS. FRAGMENTO. NOVELA. JORGE MÉNDEZ LIMBRICK


 

"Para esta época, escribí unas pocas obras de teatro. Acepto que de ningún modo fui prolífico en dramaturgia, ni en cuento. Mi fuerza creadora y arrolladora serían las novelas de “largo aliento”, como las llaman en forma cursi algunos críticos de literatura. ¿Por qué de esa obsesión en mí de tratar de hacer novelas tan extensas? La respuesta es sencilla: no me lo propuse, sino que, conforme iba desarrollando los temas, mi ojo de Elatreo me hacía ver, confabular y narrar historia tras historia.

Estando en Inglaterra, me aboqué a un nuevo proyecto que ya tenía pensado, como sucede siempre, mucho antes de finalizar mi última novela en aquel tiempo: La llama oculta, publicada en 1963; una novela policíaca y política a la vez, la cual criticaba las transnacionales y el espionaje político, tanto en México como en el resto de América Latina, por parte del Gobierno de Estados Unidos.

Sin embargo, la novela no tendría la acogida que yo pensé. El fenómeno de su aceptación total vendría diez años más adelante, cuando la geopolítica de nuevo tendría un viraje enorme y destaparía la corrupción y espionaje de los políticos norteamericanos, lo cual acabaría con la dimisión del presidente Nixon.

Deseaba, entonces, una novela total, pero contraria a Phantasmagoriana, una novela pequeña, no la descomunal y monstruosa Phantasmagoriana que todo lo quería devorar a su paso como un Leviatán.

Supe desde el inicio de los primeros borradores de esta nueva novela que yo tenía la necesidad de un ejercicio literario, buscar una temática donde el dominio absoluto sería una historia inacabada y donde el lector tendría que

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terminar la propia historia de la novela; que el lector se asumiera como un segundo narrador donde yo terminara de narrar. Y pensé que, quizás al igual que el soberbio que buscaría en la vida real para mi pecado, podría utilizar a este personaje en mi nueva novela. ¿Sería posible? ¡Un soberbio en mi novela como personaje principal! ¿Quién sería el soberbio? ¿Dónde podría encontrarlo? Buscaría una confluencia de paralelismos: el soberbio de la realidad y mi soberbio literario. Uno ayudaría a salvar mi alma, el otro ayudaría a que mi fama como narrador se acrecentara.

Una solución práctica. Hago al precedente razonamiento la siguiente acotación: no me sentí propiciador de ningún pecado... Al final, cada una de las personas que morían en los pecados utilizaban el libre albedrío, habían escogido y caían en los pecados por sus propias voluntades, así lo decidían y no porque los Arimanes o yo se lo hubiéramos impuesto. En este punto, mantenía la filosofía cristiana: el libre albedrío como forma de emancipación o de castigo infernal".

sábado, 13 de noviembre de 2021

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK. FRAGMENTO. NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS.


(

FRAGMENTO. NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS).

EUNED. 2021.

—Señora, usted posee una voz hermosa, gutural, con una sensualidad extraña, una voz que hace temblar a cualquier hombre, no por temor, sino por amor; la voz típica de una “contralto”. Porque, mi señora, aunque no lo crea, yo soy amante de la ópera y de la música clásica. ¿Acaso ha escuchado El trino del Diablo de Tartini? ¡Qué sonata, qué sonata, mi señora!... Pero, su voz, señora, es… ¿Cómo decirlo? —Y Belfegor, se extasiaba –eso me parecía– buscando en su retórica las palabras precisas y necesarias, mirando al cielo—. Una voz… Una voz única... —Y calló.

Goodfellow, que no cesaba en el intento de granjearse solo él las atenciones de la diva, aprovechó el impás en la perorata de Belfegor:

—Y, señora… —dijo y se detuvo para pensar las próximas frases, miró a los invitados y preguntó—: Pues, ¿le damos otro obsequio a la señora María Félix? ¿Sí?

—¡Síiiii!... —se escuchó un coro de voces.

—Veamos, veamos, veamos —decía Goodfellow, señor de la Envidia, mientras hurgaba, esta vez no en su pantalón, sino en su chaqué, hasta que, al inclinar su enorme cabeza hacia la derecha, en una especie de contrapeso ficticio, revisaba con la mano diestra el lado izquierdo de su levitón—. ¡Ajá, listo, listo! —Pero, antes de sacar el obsequio, comentó—: Señora mía, esta noche ha sido espléndida y mis compañeros, quienes servimos al escritor Deford, no me dejan mentir. Hoy, todas estas sorpresas y regalos han sido espontáneos, nos han salido del corazón, no fueron planeados por ninguno de nosotros y mucho menos por el señorito Deford, que tanto a su merced idolatra. Pero, este nuevo obsequio es... Es no solo de nosotros, sino también del joven Deford y también un obsequio de todos los presentes, mi señora. Es para usted…

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Y Goodfellow sacó una cajita de terciopelo negro que de inmediato abrió.

—¡Un zafiro! —Anunció—. Piedra de nobles, reyes, emperadores y obsequio de príncipes a sus amadas. Una piedra que simboliza la verdad, la sinceridad, guia del mundo, limpiadora de los ojos, de sus impurezas espirituales —terminó diciendo el Arimán.

—Pero, señores... No soy digna de tantos halagos, cuánta galantería... Señor Gorgus Black, no hace falta otro obsequio, otra joya; la que ustedes me han regalado sobrepasa lo material... Con el aprecio de ustedes me basta, ¿cierto?

Y decía esto último la Félix abanicándose con furia, mirando a todos mis sirvientes, mientras los flashes se disparaban en una seguidilla en el enorme sillón escarlata. Al advertir la diva mi presencia entre quienes escuchaban al séquito infernal, dijo:

—Escritor Deford, usted debería de prestarme a estos hombres tan galanes, me encantaría que estuvieran a mi servicio... ¡Pero, qué guapeza les embarga a todos ellos! ¿Cierto? Venga, Deford, le haremos un espacio a la par mía... Venga también usted, Villaurrutia... Por favor, que les traigan unas sillas… —solicitó María, al vernos de pie y cerca de mis secretarios, que estaban de frente y en semicírculo. Entonces, para no perturbar el orden establecido de mis acompañantes y María, dos sillas fueron colocadas completando un círculo perfecto.

—Señora, ¿y cuándo regresará a Francia? Porque, tenemos entendido que allá, en Francia, su señora tiene un séquito de admiradores —agregó a la conversación Esfria, quien abría una pitillera de oro macizo y le ofrecía un cigarro a la diva.

—¡Gracias! —dijo ella—. No acostumbro a fumar cigarros, conde Estruch; solo puros. Pero, viniendo de usted, imposible decir que no... Es cierto que tengo

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muchos admiradores en Francia, pero soy mexicana y mi pueblo me quiere y yo quiero a México... Soy de todos ustedes —Y señaló con su dedo índice a los asistentes—, del pueblo mexicano, por siempre, ¿verdad? ¡Francia es otra materia, otro tema, es como mi amante! —comentó, con aire mohíno y ensayado—. Además, estoy demasiada contenta con esta película dirigida por Villaurrutia y, por supuesto, qué gran texto, qué gran cuento, escritor Deford. Porque a mí —dijo, golpéandose levemente el pecho— me encanta estar rodeada de artistas, de escritores, como de su primo, joven Villaurrutia, el ya mítico Xavier Villaurrutia...

—Honor que me hace usted señora, hablar así de mi primo —contestó Efraín.

María, sin poner atención a Villaurrutia, continuó:

—Para mí ha sido un privilegio que la vida me ha otorgado estar rodeada de personas inteligentes, qué digo, de tanto artista que también son y han sido amigos míos, como Salvador Novo. Primero, fue mi enemigo —enfatizó la diva, que levantó el dedo índice en una especie de advertencia; hizo una pausa y agregó—: después nos hicimos amigos, amigos del alma. Periodista feroz, el Novo, pero nunca dijo “chafas”, como acostumbran decir los periodistas de mi vida… Me gusta rodearme de gente inteligente, como todos ustedes, en esta noche. Porque, aquí, hay periodistas, pero “mis periodistas”; no ese montón que, que, que ni saben mentir. —Hizo una segunda pausa—. Y no crean que solo de escritores me he rodeado, ¿eh? Recuerdo, en una de mis visitas a Europa, que conocí a Picasso... ¡Picasso! ¡Qué hombre más pesadote! ¡Inteligente, pero pesadote! —A lo que todos rieron en el salón—. Y también conocí a Salvador Dalí. Dalí, en la época en que me lo presentaron... Eh, pues, se hacía el loco; luego... ¡Se volvió loco de verdad el pobrecillo! Y es en serio —afirmó María que, arqueando las cejas, terminó

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de darle una última chupada al cigarro—. Y también acá he tenido muy buenos amigos pintores, no crean que no los he tenido, como los de aquellos cuadros que están en esa pared.

Todos voltearon hacia la pared que señaló la diva; en uno de los muros del salón, que daba a una enorme terraza, se hallaban tres o cuatro pinturas de la Félix. La que más llamó la atención a Aamón fue una que poseía varios elementos surrealistas. Y quizá –no lo sé– por hacer unos comentarios ácidos y burlescos sobre el cuadro, Aamón se atrincheró en una pose de conocedor de pintura. Aamón, quien no cesaba en su intento de desvirtuar la belleza de la Félix, así como su imagen de actriz y mujer, comentó:

—De los cuadros, el que más me agrada es la pintura aquella... —Y se frotó el anillo de hierro, una vez señalada la pared. Como ninguno de los invitados pudo acertar a cuál de los cuadros se refería Aamón, la pregunta de la anfitriona fue ineludible:

—Pero, ¿cuál dice usted, señor Fabiano Stirge?

Y el soberbio Aamón, el galán Aamón, me miró como cómplice de lo que vendría... Su ojo verde chispeó y dijo:

—Pues, el más interesante de todos.

Y de inmediato calló.

—¿El más interesante? Pues, pienso que todos son interesantes —comentó la Félix, para no desvirtuar la calidad de ninguna de las pinturas. Todos rieron, pero Aamón, muy serio, con su ojo verde chispeante, me miró de nuevo y volvió a acariciar el anillo de hierro. Aclaró:

—Pues, aquel, mi señora María... Donde está usted en una especie de caja de cristal. Muy interesante su simbolismo... ¿No le parece? ¡Extraño! En una urna de cristal y, mire usted, señora, ¿qué es lo que está afuera de la arqueta y de su alcance? Tres serpientes a la izquierda de la caja y a la derecha un escorpión que lee y otro que ronda con torpeza. Sin contar con los escarabajos que trepan maliciosa161

mente por el vidrio frontal. Y es curioso: ninguno de los insectos, ni las serpientes se dan cuenta de que el cristal está roto en su cara izquierda; muy interesante, porque la intención de los animalejos es estar con usted, señora. Y usted, mi señora, ¿qué hace dentro del arca de cristal? Sostiene, con elegante indiferencia ante el peligro –o la camaradería que le pudieran ofrecer los animalejos–, una botella. Y de la botella se deja escapar “algo”, una especie de aroma o hálito de su persona... ¿Acaso será su propia alma? ¡Un cuadro simple, en apariencia, pero cuidado!, ¿eh? ¡Y mucho simbolismo!

—¿Le parece? ¿Y el señor Fabiano Stirge acaso nos querría dar una interpretación de la pintura? —dijo la Félix.

Pero, antes de que Aamón iniciara un discurso hiriente y venenoso en contra de la diva, interrumpió Goodfellow:

—Es sencilla su interpretación; digo, la del cuadro.

—Escucho; ya me siento tentada de escuchar su interpretación, señor Gorgus Black.

—Decía que es sencilla su interpretación: sospecho que las serpientes desean agredirla, mi señora; no me cabe duda de su agresión inminente, si no fuera usted protegida por el vidrio. Observe la actitud agresiva de los reptiles. Muy diferente a la actitud del escorpión lector, digo, el escorpión que tiene asida entre sus pinzas un pergamino en actitud de lectura. Todos –reptiles e insectos– buscan a la señora Félix. A diferencia del escorpión lector, que da consejos a la señora.

—¿Acaso son amigos los escorpiones? —dijo Nergal, haciendo segunda a lo comentado por su hermano.

—¿Amigos? —preguntó la Félix, que luego lució un tanto incómoda ante el comentario sardónico de Aamón, ya que este de nuevo se abrió paso en el diálogo entre la diva y Goodfellow:

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—Pues, claro, mi señora. Uno siempre, pero siempre debe tener aliados en el lado oscuro, una especie de vocero y consejero.

Y todos rieron en el salón.

—Ayayay, ayayay, usted ha tocado una tecla dura –como digo yo siempre—. Es cierto: a veces… No, no a veces, ¡siempre, pero siempre debemos tener nuestros aliados en el bando opuesto! ¿Verdad? Estrategia simple, pero eficaz.

Y la actriz mexicana, con inteligencia, no dio puerta para continuar con el tema de la pintura, al notar astutamente el sarcasmo de Aamón a los últimos comentarios acerca del cuadro. Así que exclamó:

—¡Me siento emocionada esta noche! Siento que la noche nos pertenece a todos nosotros, que gira algo mágico en el ambiente, como dice la gente cursi, jajaja. ¿No lo creen? Me siento halagada con tanto hombre que me rodea. Y no solo eso —dijo María Félix, arqueando la ceja—, sino también con tanta guapeza, con tanta belleza e inteligencia, porque una casa sin hombres no es una casa. —Pronunció la última frase alargando las vocales de la palabra “casa” y envolviéndolas a la vez con una voz ronca y andrógina. Continuó—: Escritor Deford, estos sus asistentes me están contagiando de una alegría que en mucho tiempo no había tenido...

—Gracias, señora —dije.

—Es un honor trabajar para Byron Deford. Y cuando me dijeron que trabajaríamos juntos, pues, fue un honor... Tenía tiempo en que no conocía a una persona tan especial —dijo Aamón, mi agregado diplomático, alias Fabiano Stirge en el mundo de los mortales, y volvió a mirarme, conocedor del daño causado a la actriz con sus últimos comentarios.

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—Entiendo, señor Stirge —dijo la diva—. ¿Y cómo fue que todos se conocieron e hicieron un equipo tan fabuloso?

A la pregunta de la diva María Félix, se hizo un silencio, que fue interrumpido por Nergal:

—Si me lo permite y hablando con la mayor sinceridad, pues, ha habido un poco de todo: azar, trabajo, misterio... Será y cierto es que... ¿cómo decirlo? ¡Fuerzas sobrenaturales confluyeron para que todos nos reuniéramos! —dijo Nergal y todos volvieron a reír en el salón.

—Es cierto, mi señora, es la verdad; ha existido un poco de “magia” con nuestro encuentro... Lo que es cierto y definitivo fue que todos nos encontramos en Inglaterra. ¿Azar, destino? ¡No lo sé! Lo cierto fue que allí todos coincidimos con el joven Deford —juró Goodfellow, balanceando su enorme cabeza de un lado para el otro...".

martes, 26 de octubre de 2021

FRAGMENTO. NOVELA. "PRINCIPIOS NOCTURNOS". J. MÉNDEZ-LIMBRICK.

 


¿Cómo vino la señora Muerte? Una mañana, sin hacer ruido, cuando mis siete secretarios –mi séquito mefistofélico– estaban dormidos. ¿La razón? Lo aclaro: a ellos les gusta dormir hasta pasado el mediodía. Única regla propuesta e irrevocable por Belfegor, señor de la Pereza, mi primer secretario, mi maestro en retórica y también señor de las Moscas Zumbantes, demonio del pecado capital de la pereza, conocido en el mundo literario como el señor Sawney Beane. Porque él proponía a los otros demonios –con su ojo flamígero– perecear e iniciar trabajos en horas vespertinas.

Antes de cerrar nuestro trato, los demás diablos por supuesto que lo aprobaron y dijeron: “Consentimos el trato, sire... con la única condición de que nadie nos despierte antes del mediodía”.

—Eminencias... ¿estáis de acuerdo? —rezongó Belfegor, bostezando, y miró a sus demás hermanos, los seis demonios de los otros seis pecados capitales: la lujuria, la ira, la avaricia, la pereza, la envidia, la soberbia y por supuesto la gula.

—De acuerdo —Dijeron los siete demonios, al unísono, sellando nuestro pacto.

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¿Y el pacto? ¿De qué se trataba el pacto entre los siete demonios y mi persona?

¡Nada nuevo en la historia de la literatura universal! Yo conseguiría ser el número uno, el gran escritor. Revolucionaría las estructuras novelísticas, revolucionaría la lengua castellana como otro Rubén Darío y, a cambio, al morir les daría mi alma, mi alma quedaría al servicio del Diablo Mayor. Más, con el trato existía una oportunidad de no quedar a sus órdenes y de la cual más adelante hablaré.

Y esa mañana, entonces, la señora Muerte, llegó al despuntar el alba, a hurtadillas, porque no deseaba enfrentarse, ni discutir con ninguno de mis secretarios acerca de mi último viaje.

Esfria, padre de la lujuria y embajador itinerante, demonio de la Edad Media, yacía en las recámaras contiguas a la mía con una vedette de nombre Himenea, quien adornaba como un lupanar de la belle epoque parisina el recinto para satisfacer a su invitada: ornamentación barroca.

El ministro sin cartera Malfas, señor de la Gula, amo de la inmundicia, constructor y arquitecto de fortalezas y quien construía las mansiones una vez a mi servicio, destructor de mis enemigos literarios, amo indiscreto de las orgías opíparas, dormía satisfecho por una noche libertina con amigos (diablos inferiores), quienes saciaban con varios toneles de vino chianti la comilona con ordenanzas de perdices, lampreas y todos los platos marinos del Mediterráneo.

El consejero editor y presidente del Senado de los Demonios, Adremelech, dormitaba a unas dos habitaciones más a la izquierda de Malfas. Adremelech, señor de la Avaricia, en medio del duermevela desplegaba una y otra vez un enorme pergamino en una destartalada mesilla de caoba. ¿La labor? Debía rendir cuentas al diablo supremo para un listado de tareas resumidas esa semana y que

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debían cumplir. Anoto también que el consejero Adremelech se hacía acompañar de un solo cirio que proyectaba la mínima luz en su habitación.

Contrario a lo que los diablos temían cada mañana, el segundo secretario, el señor de la Ira, habilidoso en hacer espionaje a mis otros colegas de cuanto escribían, el señor Nergal, alias Gilles II de Rais, dormía con placidez porque la noche anterior había sido el promotor de un pleito en una taberna en donde morían dos jovenzuelos en disputa por amores hacia una Mesalina del lupanar y taberna improvisada en donde habían pasado la noche.

El tercer secretario, Goodfellow, señor de la Envidia, alias Gorgus Black, demonio menor de los viejos aquelarres en la época shakesperiana, no ponía atención por ningún ruido que pudiera existir en la mañana. Quizá la misma envidia lo aquietaba, porque lo corroía el suponer que él estaría desvelado y los otros diablos dormían. Entonces, Goodfellow cabeceaba con Morfeo.

El último que dormía muy al fondo de la mansión era el agregado diplomático, señor de la Soberbia, el galán Aamón, conocido como Fabiano Stirge en el mundo de los mortales, al cual yo, el escritor Byron Deford, tenía en alta estima, pues me recordaba el modelo a seguir por su belleza, dignidad y sobriedad, tanto en los ademanes como en sus trajes usados en citas con empresarios, políticos, demiurgos, actrices de cine latinoamericano y hollywoodense, y por supuesto con otros colegas escritores a los que no veía con buen agrado. Acepto que –y nunca lo oculté– su soberbia de demonio se hermanaba con mi soberbia de humano.

Hago la observación de que, en las convenciones y ferias de libros fuera de las fronteras de mi país, me hacía acompañar por los siete demonios, pero permitía que el señor de la Soberbia se presentara como el secretario personalísimo.

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Retomo ideas anteriores: entonces, el día que morí y los siete demonios se daban cuenta de mi ausencia, yo ya estaba en el hospital.

El primero que se enteró que no me encontraba en la mansión fue Adremelech, señor de la Avaricia, quien se levantó para ahorrar sueños y contar unas monedas de oro que siempre lleva consigo. Harto es de comentar que lo anterior lo hacía una vez rendido el informe al Diablo Mayor.

Adremelech, al no encontrarme, despertó al séquito entero: al embajador de la Lujuria, al ministro de la Gula, al agregado diplomático de la Soberbia y a los tres secretarios: el de la Pereza, el de la Ira, y el de la Envidia. Corrieron deprisa y preguntaron a las personas del servicio el porqué de mi ausencia.

—Hace dos horas, señores, que se llevaron al señor Byron Deford —dijo la vieja bruja del Destino, Guadalupe, acomodando llaves en su limpísimo delantal y mirando de hito en hito a las demás damas de ayuda.

—¿Hace dos horas? —repitió Esfria, tronando los dientes incisivos.

—Sí, eminencia... Sucede que el señor Byron Deford nos hizo jurar que no íbamos a interrumpir vuestros sueños.

—Ahhhh... pero, no, no, esto está mal —repetía Esfria, el Lujurioso.

Interrumpió entonces Aamón:

—¿Y la señora Guadalupe nos podría decir con exactitud quién y a dónde se llevaron al señor Byron Deford? —vociferó, acentuando las frases con un golpeteo de su bastón negro y relampagueando con su ojo verde, mientras su ojo café se mantenía en actitud expectante.

Aamón, señor de la Soberbia esperó la respuesta.

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—Tengo entendido que al señor Byron Deford se lo llevaron al hospital más cercano porque no se sentía nada bien del estómago —dijo la bruja y calló.

—¿Vomitó sangre de nuevo? —preguntó Goodfellow, sin saber por qué preguntaba, ya que sus menesteres no eran esos, sino todo lo que competía a la envidia, pero, en un segundo de flaqueza demoníaca, preguntaba.

—Creo, vuecencia, creo que así fue —replicó la bruja del Destino e hizo mutis para esperar más preguntas.

—¡Ahhh... Ahhhh... Uhmm! Muy serio este tema, demasiado serio por el pacto...

Aamón, señor de la Soberbia, pensó y luego habló sobre la Phantasmagoriana, que yo, patrón interino de los siete demonios, no terminaba de escribir en mi scriptorium. Y en medio de los diálogos, la toga de Aamón transmutó del púrpura encendido a la toga negra en señal de un luto inminente. Esperó un instante para que sus hermanos lo escucharan:

—Ya lo tenía pactado y firmado para la editorial Oxford University Press.

—¡Eminencias, el tiempo corre! Debemos irnos y no pensar si el texto está o no está concluido. Dejemos las preguntas para después. La curiosidad esperará... Ya pronto buscaremos en el scriptorium —rezongó, un poco malhumorado, el príncipe de la Lujuria, el señor Esfria, tocándose los gemelos de oro y de puño francés.

E igual como lo hiciera Aamón, Esfria mudó de vestimenta para lucir el mejor frac que sastre alguno hubiese hecho: la camisa blanca y de hilo parecía recién aplanchada y almidonada; la chaqueta, el chaleco, la pajarita, el pantalón, los calcetines y los zapatos le aseguraron al señor embajador de la Lujuria que mejor estampa nadie podría tener.

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“En la aristocracia y en la política no todos somos iguales”, se dijo en voz baja Esfria, conocido como conde Estruch.

Y sin que la vieja bruja Guadalupe y las demás brujas de los aquelarres ingleses a nuestro servicio pudieran saber qué sucedía, los siete espíritus infernales volaron al hospital en donde se hallaban mis restos mortales.

(EDITORIAL EUNED. SAN JOSÉ, COSTA RICA).

viernes, 22 de octubre de 2021

FRAGMENTO 1. NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS. EL PECADO DE LA ENVIDIA.

 



El pecado de la envidia

San José, Costa Rica, 1979-1986

Cuando Malfas llegó, como parte de nuestros rituales, a dejar los cafés negros que noche tras noche solicitábamos Belfegor y yo, nos encontró acomodando un grupo de papeles de mis últimas novelas no publicadas. Acomodar papeles en un orden establecido era señal inequívoca de que nos trasladaríamos de Rutland-Hall. Entonces, Malfas preguntó:

—¿A dónde iremos, señor?

Sin quitar la vista de los documentos que preparábamos para el viaje, Belfegor contestó antes que yo:

—A un minúsculo país donde la envidia es más grande que su territorio. El maestro Deford tendrá que dar unas charlas literarias y allá la envidia es una locura que embarga a todos los escritores.

—¿A todos? —preguntó con curiosidad Malfas, que se sentó en un taburete, para escuchar mejor la explicación.

—¡A todos! Primero, iremos a Nicaragua. Allí, el amo Deford será condecorado por su posición beligerante ante la problemática social centroamericana. Se reunirá con los presidentes de esta pobre región, que no posee nombre,

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que no existe para el resto del mundo, que no está en los mapas. Ahora, lo está por un asunto coyuntural y político –la revolución Sandinista y la caída de Somoza–; pero, una vez que pase el acontecimiento, cuando las celebraciones, los abrazos y el festejo termine, todo volverá a ser igual —dijo Belfegor, quien dejó de acomodar los folios para hacer un descanso y se sentó en uno de los taburetes. Continuó hablando—: es una región pobre, quizá la más tristemente olvidada por el mundo y por la misma Latinoamérica.

—¿Olvidada por los latinoamericanos? —preguntó Malfas.

—Es que es diminuta —comenté.

—Cierto. Por ejemplo, Costa Rica cabe en México treinta y ocho veces y Centroamérica entera cabe un poco más de tres veces... En realidad, es minúscula. Y con respecto a Argentina, Costa Rica es cincuenta y cuatro veces más pequeña y Centroamérica cabe en el territorio argentino cinco veces —dijo Belfegor.

—Ni que lo diga su señoría, ya me entero —dijo Malfas.

—¿Es un llamado internacional? Supongo, pero no sucederá nada, seguirá no contando para el resto de Latinoamérica —dijo Belfegor.

—Se reunirán políticos de todo el mundo, jefes de Estado y embajadores. Europa estará presente; pero, dentro de treinta o cuarenta años, todo será igual: miseria tras miseria —dijo el orgulloso Aamón, príncipe de la Soberbia, conocedor del pasado y el futuro de la humanidad. Al escuchar voces en el scriptorium, había aparecido en un ¡paf!, sin pedir permiso. Su ojo verde brillaba más de lo normal aquella noche –o eso me pareció– y su ojo café, que siempre había permanecido en la aquiescencia, empezó a brillar también. Continuó—: Los que derrocan al tirano, se volverán tiranos a su vez y nadie dirá nada. Los gobiernos de todo el mundo mirarán, se prestará aten323

ción; pero, después, todos se olvidarán de Centroamérica. Se justificará lo hecho por el nuevo dictador. Y la violencia ha de regresar... Ya me informé, su señoría: primero, tendrá que estar en Nicaragua; pero, luego, ¿irá a Costa Rica?

—Un país más pequeño que Nicaragua, pero gigante en la envidia.

No había terminado de decir Belfegor esto último, cuando Goodfellow apareció en un ¡paf!, como lo había hecho Aamón, minutos antes. Y, poco a poco, sin que se hubiera propuesto una reunión en el scriptorium esa noche, hablaron en asamblea sobre el nuevo viaje que nos esperaba.

—¿Envidia? ¡La envidia no posee tamaño riguroso o preciso! Es grande grande grande o es pequeña pequeña pequeña, más pequeña que un grano de arena; pero, puede ser grande grande grande como el monte Everest. ¡Y qué frío hace! —dijo Goodfellow. Luego, agregó, pensativo—: Espero, eminencias, que no haga tanto frío en la región centroamericana...

—Pues, no, no lo creo… Sé que no hará frío... No… —repetía Esfria, frotando sus mancuernillas de oro.

—Y ya tengo noticias: en efecto, la envidia corroe el alma de los escritores en ese país. ¡Todos se envidian! —dijo ahora Goodfellow.

—¿Todos se envidian? —preguntó Aamón, estirando el cuello como un ganso—. Pero, ¿cómo se puede envidiar al torpe y mediocre?

—Pues, todos se envidian. Es una enfermedad. El que posee talento, envidia al que no lo posee, pues, en ocasiones, los demás envidiosos adrede ensalzan al mediocre y este recibe más atención que el talentoso; entonces, el talentoso se siente humillado. Además, el mediocre hace toda esta fanfarria porque se sabe mediocre —justificó Goodfellow.

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—Pero, ¿existe talento en ese país? —preguntó Nergal, con tono preocupado.

—¡Muy poco! Según mis informes, muy poco, por no decir que no existe del todo —dijo Malfas, que se había retirado a la biblioteca para obtener más información al respecto—. Acá tengo este libraco.

—¿Y qué dice? —preguntó Belfegor.

—No mucho, no mucho. Dice tanto como la receta para hacer unas tostadas con café...

EDITORIAL

EUNED 2021

PREMIO DE NARRATIVA ALBERTO CAÑAS 2020

domingo, 19 de septiembre de 2021

PRINCIPIOS NOCTURNOS. Fragmento. Novela. J. MÉNDEZ-LIMBRICK.


 

(PRINCIPIOS NOCTURNOS. Fragmento. Novela. Ganadora del III Premio nacional de narrativa Alberto Cañas, 2020).

"...¡Pero no es novela! Han hecho creer a los ilusos que es novela y los ilusos desean creerlo. Además, es demasiada aburrida. Detendré el tiempo para explicarle —dijo Belfegor, ahora malhumorado.
Y el marqués infernal, mariscal de campo e inspector de los ejércitos diabólicos, inspirador de las artes liberales, señor de los Nigromantes, en un acto de furia literaria por las palabras del ministro de Cultura, detuvo el tiempo y dijo:
—Siré, le explicaré. Pero, antes, le consulto: ¿Ya va entendiendo del juego?
—¿Cuál juego? —pregunté, aterrado, al ver cómo Belfegor detenía en una imagen holográfica en tercera dimensión la actividad en la embajada.
—Ah, ah, ah, hum, no se preocupe por mis hermanos; ellos no se van a enterar. Todo sigue su curso normal; en un nonasegundo, su sire y yo hablaremos. Podría alargar nuestra charla por veinticuatro horas terrenales sin que nadie se entere. Continúo, su señor. Entonces, ¿va entendiendo el juego? Pues, el juego está en: primero, el autobombo; todo es el juego del autobombo, aprovechar cualquier mecanismo publicitario para hacerse oír. Segundo, buscar promotores del autobombo: “Vos alabás lo que yo escribo y decís que soy un genio literario”.
—Siempre será sospechoso cualquier comentario que un amigo haga a la labor de otro amigo; es cierto.
—Es así de sencillo. El poeta Pepe González alaba hasta la saciedad a Antonio Jiménez, porque este último, a su vez, alaba en los periódicos a González —sentenció Belfegor—. Pero, aquí no terminan la envidia y la soberbia de estos grupos. Como apunté: la envidia y el servilismo pululan en el ambiente. ¿Ve a ese escritor un poco pudendo que habla con una mujer?
—¿Con la mujer de vestido blanco?
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—La misma. Pues, ese escritor posee mucho poder en Costa Rica. Es otro Horacio Guerra.
—¿Escribe muy bien?
—Noooo... Aunque, se parece en lo macabro y solo promociona a su grupo literario. Le encanta el ninguneo, como a Pepe González y a Antonio Jiménez. Para él y su grupo, solo son válidas sus reglas y sus conceptos literarios. El que no sigue sus pasos, está perdido; se le cerrarán las puertas en las editoriales. ¡Ah y, aunque es narrador, alaba como en un oratorio a Pepe González! ¡Todos entre ellos se alaban! Y, por supuesto, entre ellos tienen a sus perros falderos.
—¿Perros falderos?
—Pues, sí. Son escritores muy inferiores, demasiado inferiores, incluso inferiores a González, Jiménez y este narrador de capillas, Rubén Garrido, el que está con la mujer de blanco. Ya está en su sangre la verborrea. Y también existen otros perros falderos, que son los periodistas. Solo publicarán en las páginas culturales a sus amigotes escritores, apoyan sin importar si merecen que se les publique y se les haga tanto despliegue periodístico.
—Pero, excelencia, este tipo de comportamiento también se da en México y en Argentina y en cualquier país.
—Es cierto. Sin embargo, en este país se hace en manera enfermiza y lacerante, una y otra vez, desde siempre. El caos es mucho mayor aquí. Yo diría que se hace... ¿Cómo decirlo?... —Belfegor dejó caer el monóculo en su pecho y abrió con desparpajo su ojo, que brilló más que nunca: rojo, encendido, chispeante. Y, al hablar, numerosas y diminutas chispas saltaban de su ojo al monóculo, que parecía un pequeño sol—. Pues, en este país, todo se hace en forma demasiado evidente y vulgar.
—Y, aquí, ¿ningunean?".

viernes, 13 de agosto de 2021

NOVELA. FRAGMENTO. PRINCIPIOS NOCTURNOS.


 

(RINCIPIOS NOCTURNOS. (FRAGMENTO. NOVELA. PREMIO NACIONAL DE NARRATIVA ALBERTO CAÑAS 2020.EUNED.  DE FUTURA PUBLICACIÓN).

(Años de 1939-1946, 1987).  El encuentro: el pacto. Inglaterra. México, DF.

 

Pero, a pesar de  mis charlas políticas, reuniones literarias,  conferencias en algunas universidades  acá en Latinoamérica porque la Segunda Guerra Mundial estaba a pocos meses de su inicio en el Viejo Continente,  – y muy dentro de mi persona- lo sabía, me faltaba el espaldarazo inicial para que otros escritores de primer orden me tomaran en serio.

Entonces entré en crisis: viajé a Europa en el primer semestre de 1939, a muy pocos meses antes que se iniciara la Segunda Guerra Mundial. Visité Italia, Francia, Alemania, me iba por varias semanas aprovechando que mi padre me adelantaba unos dineros prometidos seis meses antes.

Pero, fue en Inglaterra – lugar de mis futuros proyectos literarios-  en donde tuve mi encuentro con Astaroth. No... si ustedes están pensando que su aparición fue en un salón y en un claroscuro están equivocados.

Tampoco, se me presentó en forma de perro de aguas, o se me revelaría con una enorme chiva mientras yo escribía aperezado en mi mansión de la campiña inglesa. Menos se presentó con los cachos en su frente o con patas de carnero. ¡Atavismos tontos! ¡Equivocados! Esas son habladurías de la gente para atemorizar, para hacer apoteósicos encuentros con este ser. ¡No!

Sucede que en Inglaterra, me matriculaba en un curso de Teoría Literaria en la Universidad de Oxford, para olvidarme de mis fracasos literarios y para avivar en mi persona esa necesidad de empujarme a unos deseos que se debilitaban más y más sin yo proponérmelo.

Llegué esa mañana al auditorio principal de la Universidad de Oxford.  Estaba colmado de estudiantes como yo que hacían diferentes cursos universitarios y en algunas carreras, la signatura era un simple requisito.

Fue ahí, que tuve mi encuentro. Fue ahí que se me presentó.

Estaba sentado en el auditorio como un oyente o un estudiante. Yo diría, más que estudiante parecía un profesor que escuchaba a un colega porque, por alguna razón tenía interés en lo que su colega hablaba en el auditorio. Yo, me senté a varios asientos detrás del hombre y en oportunidades podía observarlo,  esa observación que  hacemos en forma involuntaria, y percibimos un objeto o persona pero, lo hacemos sin precisar en realidad lo que estamos mirando.

Terminada la charla el auditorium en pocos minutos quedó sin un solo estudiante, en los segundos que me aprestaba a salir  quedé de frente con el hombre. No lo podía creer porque, el hombre estaba a unos cinco metros de mi persona pero, sin saber el cómo apareció delante de mí.

 

-          Yo a usted lo conozco. Dijo el hombre y calló con perfecto acento británico.

-          Creo que se equivoca señor. Respondí. Aunque, mi curiosidad me sobrepasó,  el hombre se me parecía a una persona de vieja y añeja alcurnia y yo debía de averiguar de quién se trataba. Me cautivó su acento británico de clase alta,  me atrajo su bello traje de casimir color azul cobalto. Usaba unos espejuelos de oro, redondeados, de bastón negro y que me pareció su empuñadura poseía una bestia mitológica que no pude interpretar. Y,  en el auditorium estaban solo dos personas: mi interlocutor misterioso y yo. El auditorium minutos antes con unos cincuenta estudiantes, ahora me parecía el lugar más desolado del mundo: me quedaba solo como por arte de magia. Una especie de paisaje sin vida,  frío, monocromático, estaba a nuestro alrededor. Ahora, las butacas  eran de piedra y el recinto de maderas acogedoras y de una luz sensible al ojo, se convirtió en un paisaje ancestral en donde intuía que ningún mortal había estado allí y, tampoco había visto jamás un paisaje semejante. Me quedé petrificado escuchando al hombre una vez que respondí en mi negativa que nos conocíamos. La luz del auditorium se transformó en una luz opaca, sin brillo, para luego, pasar a un color llameante y dorado lo que, me produjo cierta modorra. El hombre replicó sin tomar nota de mis últimas frases.

-          ¿No es usted acaso el escritor Byron Deford? ¿Es usted, verdad? Dijo. Y se me quedó mirando con esa curiosidad del interlocutor que solo espera que le confirmen lo preguntado. Pero, no dejó que yo contestara. Agregó: Sí, es usted, yo a usted lo conozco desde hace mucho tiempo atrás.  Usted está acá en Inglaterra porque, desea darse un respiro a toda esa frustración que siente en su alma, en su espíritu. Su juventud se rebela cada vez que escribe en su vieja máquina Underwood para luego botar cientos de hojas papel periódico, ¿verdad que no me equivoco? Añadió el hombre con una gran insolencia pero que, a la vez por su sinceridad me dejaba desarmado. Confieso, que la curiosidad no me permitía ser tampoco grosero con mi interlocutor. La curiosidad comenzó a corroer mi persona. ¿Cómo sabía que yo, Byron Deford, estaba pasando por una crisis existencial y más que existencial una crisis de escritor? ¿Cómo sabía de mi vieja máquina de escribir y los cientos de borradores que botaba al cestillo de la basura en semanas anteriores? Mucho gusto en conocernos, mi nombre es  Lord John Rutland y  Archiduque de...  pero, este título, no sería oportuno que le dijera archiduque de qué región, jejeje.  Replicó el hombre extendiendo su mano y se me quedó mirando con esa mirada de complacencia y más que de complacencia de complicidad a sus últimas palabras acerca de mis frustraciones literarias que en ese tiempo no le confesaba a nadie ni a mi amigo Horacio Guerra. No perdía nada en contestarle al hombre afirmativamente a lo preguntado. El hombre en verdad me llamaba a la curiosidad – y para qué mentir- hasta me simpatizó su elegancia como su acento británico y aristocrático, vuelvo a repetir.

-          Sí, lo soy... digo soy Byron Deford. Está usted en lo correcto, Lord Rutland. Contesté. Y, disparé la pregunta: equivocado o no si era conveniente pero, no lo soporté, deseaba saber el cómo un hombre de anteojos con aro de oro, de impecable porte inglés y de una educación y modales dignos de sus títulos nobiliarios me confesaba sabía de mi persona. ¿Y cómo se enteró usted de mi máquina Underwood? Pregunté sin atreverme a preguntar el resto: del cómo conocía que también tiraba al cesto de la basura cientos de páginas. Lord Rutland, no me dejó que continuara.

-          Y también sé muchas cosas más de usted, secretos suyos. Conozco su pasado igual a la palma de mi mano como dicen las personas, joven Byron Deford. Al afirmar el hombre esto último, sentí un frío que me corroía por dentro, una frialdad y todo a mi alrededor lo percibí sin vida: era una zona gris entre la vida y la muerte desde donde el hombre me dirigía sus palabras. Golpeteó levemente con su bastón el suelo para que yo lo escuchara. Continuó: ¡Y perdone, no es que yo sea una persona indiscreta... es que está en mi naturaleza conocer: el hoy, el pasado y el futuro de las personas! Y, agregó: ¡Ahhh, qué inmodesto de mi parte, perdón, perdón joven Byron Deford! ¡ Hablo más de la cuenta! Sonreí. Agregué.

-          En verdad que usted me ha intrigado, Lord Rutland con lo que me ha comentado de mi persona. Sí, en efecto, estoy acá en Inglaterra más que por estudios, estoy para obtener un nuevo aire, una especie de limpieza del alma, para recuperar fuerzas. Interrumpió.

-          ¡Limpieza del alma! Me gusta, me encanta esa afirmación suya. No se imagina cuántas veces la he escuchado.

-          ¿Es usted acaso una especie de mago? Digo, porque ese asunto de conocer las intimidades de las personas son temas de magia. Aseguré con aire semi-jocoso, en el límite que el interlocutor no sabe si lo dice en serio o por el contrario es una burla.

-          La respuesta usted la sabe joven Byron Deford, si yo soy un mago u otra persona que no desea aceptar. ¿Usted sabe quién soy?  ¿Me tiene miedo? ¡No lo creo! ¿Todavía usted posee dudas? A lo mejor, soy un simple charlatán o un loco escapado de algún psiquiátrico de Londres. Digo... por ejemplo sé que su frustración proviene de que usted tiene ya 21 años y también, acaba de publicar un libro de cuentos en su país con uno de los “grandes” escritores, con su padrinazgo  pero, no ha sucedido nada: una crítica famélica, raquítica, insulsa, ni buena ni mala. Y eso, a usted joven Byron Deford lo tiene mordisqueado en su orgullo... lo tiene devastado... y lo entiendo, lo entiendo, no es para menos... porque, usted tiene razón, usted es bueno como escritor, se lo digo pero... y el hombre se quedó como dudando a lo que quería decir, a lo que me quería confesar. Me armé de fuerzas y dejé los protocolos a un lado. ¿Qué podía perder si le seguía el juego al hombre? ¡Nada! ¿Y si en verdad, era cierto lo que yo pensaba: que el tal Lord Rutland era un mensajero del Maligno? ¿Me estaba volviendo loco en mi frustración? ¿Cómo enfrentar una situación como la que estaba viviendo?

-          ¿Y qué más conoce de mí? Pregunté. (Sentí un cosquilleo en el estómago inevitable).

-          Yo por el contrario, le pregunto: ¿qué daría usted por ser el  mejor escritor de su generación? Argumentó  el hombre. ¿Lo desea en verdad?  ¿Qué sacrificaría? ¿Amores? ¿Hijos? ¿Matrimonios? ¿Aún más? ¿A usted mismo si fuera del caso?

-          Le sigo el juego, Lord Rutland o como quiera que el señor se llame. Interrumpí asustado.

-          Joven Deford, no es cuestión de seguirme el juego... si usted lo desea llamar así, pues así lo llamaremos. Deje que mi persona termine la idea. ¡Usted está en problemas! Se siente estéril, esa esterilidad  y que usted no sabe cuánto tiempo durará. Digamos el fracaso “anunciado” del libro de cuentos a usted lo ha dejado con un temor en su corazón que lo violenta día y noche. Mmmm ... ssssiiii, pues esa frustración y esos temores yo puedo hacer que sean razones del pasado. Por ejemplo, sé de su amor no correspondido de una actriz de teatro y cine, de su terquedad, de sus desvelos... no se perturbe, yo puedo hacer que sea suya, la puedo poner postrada a sus rodillas... no hay límites para lo que yo puedo hacer por usted. La luz dorada continuó y el hombre entonces, buscó asiento a unos metros de mi persona sin antes pedir permiso. El hombre quien decía llamarse Lord Rutland tomó asiento y lo pude observar en los mínimos detalles. Su cara: poseía una leve barba al ras de la piel en donde se le notaban partes con canas. De una blancura aporcelanada tanto en su rostro como en sus manos y en las cuales le percibí un anillo con una piedra de color negra. Su cabello entrecano y lacio, estaba levemente engominado.  En efecto, el hombre poseía unos anteojos de aro dorado que supuse eran de oro y en los cuales se percibían unos ojos azulísimos. Llevaba una camisa blanca de puño francés que se le adivinaban unos gemelos de oro. Los puños de la camisa sobresalían cada vez que mi interlocutor gesticulaba con sus manos. La corbata hacía juego con su traje de casimir azul cobalto, la corbata de nudo medio Windsor supuse era de seda porque su caída se percibía leve tomando los pliegues en la camisa y el nudo cortamente se fijaba en el cuello,  deduje que estaba hecho sin apretar. El pantalón parecía recién puesto, no  le percibí una sola arruga. Y aún estando sentado, los quiebres o los dobladillos lucían una perfección que no dejaba de observar una y otra vez.  Las medias negras de seda y los zapatos Oxford full-brogue y de color negro, hacían del conjunto y con su dueño una estampa perfecta del buen gusto.  Continuó hablando: si me sigue el juego y soy un farsante, ¿qué podría perder? Aunque lo sé, lo sé, usted sabe en su interior  quién soy. ¡Por favor no diga mi nombre! Yo solo soy su emisario del gran Señor, porque tenemos jerarquías y somos muchos.

-          ¿Decir nombres, Lord Rutland? Eso, jamás. Sí no estoy convencido de con quién estoy hablando no digo nombres. Y ese detalle me intriga, lo acepto.

-          -¿Qué prueba última desea? Pregunte por su mayor secreto que yo le responderé. Pensé en varias preguntas. No importaba que en verdad fueran o no fueran grandes secretos, existían muchas preguntas que si yo se las hacía solo mi persona conocería las respuestas y sus detalles. Pensé por unos segundos que se me hicieron eternos. El hombre a la espera, sacó de su chaqueta un paquete de cigarros y un encendedor de oro, fumaba. Recordé entonces, que una revista universitaria de mi país, me pedía un ensayo sobre Marlowe, sobre el Doctor Faustus, coincidencia o no de la situación en la que me encontraba, quise hacerle una jugarreta al hombre. A miles de kilómetros y sin tener ninguna relación con la universidad ni con las personas que me solicitaban el ensayo con el supuesto Lord Rutland, me pareció una buena idea preguntar si en la última semana laboraba en un proyecto literario mío o por el contrario  me encomendaban uno y qué clase de trabajo era. Pero, antes que pudiera hacerle la pregunta el hombre me dijo:

-          Ahhh por cierto, joven Byron Deford... tome, es un regalo de mi parte, creo que le va a servir para su trabajo... y antes de que yo hiciera la pregunta, el hombre me entregó un libro de un empaste amarillento y viejo: el libro se trataba de la primera edición del “Doctor Faustus del dramaturgo Cristopher Marlowe”.  En la portada se leía: “La trágica historia de la vida y muerte del Doctor Faustus”. La edición era una edición de 1604 con una dedicatoria a mi interlocutor: Lord Rutland. No podía dejar de temblar, sudé y luego volvía a mirar en derredor, estaba y no estaba en el auditorium de la Universidad de Oxford. El hombre adelantó: ¿Le sirve el libro? No lo vaya a mostrar en público porque es un original. Y si lo muestra, empezarán las preguntas y la gente dirá que usted joven Byron Deford lo hurtó. Aclaro que yo tampoco lo he hurtado como se puede percatar por la dedicatoria. ¡Pobre Cristopher Marlowe... qué muerte más fea! ¡Yo estaba esa noche en la taberna... ni me acuerdo del cómo se inició la disputa entre los hombres que acabó con la muerte de nuestro protegido: Marlowe! Pero, no pude intervenir, mi jefe no me dejó! Aseguró el hombre y, una voluta de humo se  posó junto a mis zapatos, en lugar de subir  hasta el techo del Auditorium, bajaba, bajaba hasta quedar a mis pies. El hombre continuó:  ¿Era esa su pregunta? ¿Del ensayo, de su ensayo que está usted preparando? ¡Ahhhh... estos mortales y  estos jóvenes... uno tiene que emplearse a fondo en nuestro trabajo para que a uno le crean. Comentó el hombre con cierto aire retozón y de victoria. Y otra voluta de humo se fue a posar a mis pies. Ahora tenía dos volutas de humo que jugueteaban por mis zapatos como dos gatos sin que quisieran abandonarme. No comenté nada.  Estaba en una situación precaria en la que los límites de lo racional ya no juegan ningún papel, en una zona límite, bordeando lo irracional. No aguanté, lancé  la pregunta...

-           Supongo que todo es un trueque. El ofrecimiento. Su Amo, su Jefe, me ofrece... y yo a cambio, también ofrezco. ¿Paridad en condiciones? ¡No lo creo!

-          Joven, Byron Deford, no se haga la víctima ahora. Rezongó el hombre con cierta autoridad. ¿Acaso no es usted el que necesita de nosotros? ¿No es usted el  que ha estado pensando que si la historia del Dr. Faustus fuera real usted hubiera hecho lo mismo? ¿Llegar a un acuerdo?  Venga tome asiento. Necesitamos una charla, una buena charla. Y no se preocupe con los jóvenes  y profesores de la universidad... no vendrá nadie a interrumpirnos. No se preocupe que sea media mañana... Para usted y para mi persona, el Tiempo transcurre diferente del cómo lo ven y lo captan los simples mortales.  Por ejemplo, ¿ve el rosal? ( más allá de unos ventanales se observaba un jardín y en el jardín en varias hileras se percibían un grupo de rosas). Yo puedo hacer que las rosas se marchiten o vuelva a florecer el rosal. ¿Lo desea joven Byron Deford?  ¿Quiere ver el rosal en su muerte y en su nacimiento? No comenté nada acerca del rosal y me enfoqué en las propuestas.

-          Lord Rutland – por favor deje que así le llame en esta charla- a su eminencia. Dije bastante serio. La cuestión había tomado un matiz que segundos antes no me imaginé: no me cupo la menor duda de que con quien estaba hablando era un emisario del Maligno. ¿Propuestas? ¿Contrapropuestas? El hombre se me quedó mirando y aspiró de nuevo el cigarro que nunca se le acababa, parecía recién encendido aunque, ya habían pasado unos diez minutos.  Botó una voluta de humo e igual que las anteriores bajó, bajó, bajó hasta mis pies e inició una danza con las otras volutas muy cerca de mi lado. Y las bolutas, se deslizaban entre ellas mismas unas encima de las otras a ras del suelo, luego daban pequeños saltos y cuánto más brincaban más azul era el color de las volutas. Jugueteaban de un lado para el otro en medio del auditorium para de nuevo regresar a mi lado.

-          Joven Byron  Deford, quizá no me he expresado del todo bien, o quizá  en medio de la conversación,  no me ha entendido. ¿Propuestas? Sí, las tenemos por parte de mi Señor. ¿Contrapropuestas? Se quedó pensativo, cruzó la pierna, se acomodó los anteojos, bastoneó el piso con cierto desenfado y autoridad... respondió: Contrapropuestas no las hará.  Usted, es el interesado en todo este “tema” de la escritura, de la creación literaria, en esta enfermedad de su narcisismo – y esto último- lo digo con el mayor respeto, porque, ¿quién no lo es? Digo narcisista. ¡La gente miente de que no lo es! Pero, le repito, no existirán contrapropuestas por parte suya. Es simple: lo toma o lo deja como dicen ustedes los mortales, es así de sencillo. Pero, no crea que mi Señor, es del todo autocrático, creo que en medio del trato existe una prebenda hacia su persona. ¿La razón? ¡Usted le simpatiza! (Y me guiñó un ojo - cómplice). Terminó diciendo el hombre con aire jocoso. Continuó: la propuesta: usted tendrá todo lo que desee... ser un gran escritor y, además... tendrá como sus ayudantes y secretarios a los 7 demonios de los pecados capitales quiénes le cooperarán en su aventura literaria. Cada pecador de cada uno de los 7 pecados deberá morir en el pecado para que así su alma no pueda arrepentirse. Otro punto: usted no podrá intervenir en su muerte directamente ni por medio de un acto o evento. ¿La prebenda? Si usted escritor Byron Deford, en su gran aventura literaria de tantos años le entrega a nuestro Amo y Señor un alma (ya sea con engaños o no, esto último es optativo) por cada uno de los 7 pecados capitales, usted  quedará libre, su alma quedará en libertad, de lo contrario, se convertirá en un demonio menor como nosotros.

-          Acepto. Dije sin titubear, aunque por dentro  tenía temor y a la vez creía que soñaba por lo que acontecía en el auditorium.

-          ¡Lo sabía, lo sabía! ¡Viva! Exclamó lleno de júbilo el emisario del Maligno que se hacía llamar Lord Rutland. Venga, acérquese, firme acá - y sin saber del dónde-, tenía entre sus manos un documento viejo y amarillento como el texto de Marlowe que  me obsequiaba. Al firmar, el espíritu infernal pasó su mano por mi nuca y, me sentí desfallecer, sentí que la muerte me visitaba, que llegaba hasta mí y que recorría todas las células de mi ser, se inoculaba en mí como una enfermedad. Me ardía la nuca una vez que  retiró su mano y empecé a sentir una leve erupción en mi piel. Agregó: no se preocupe, joven Byron Deford, no se preocupe, este absceso que se le hará en los próximos cinco días es parte del pacto.  Es un absceso que estará con usted mientras dure la relación, su relación con mi Señor. Y mientras usted esté creando su obra allí estará. Repito, al quinto día el absceso será un ojo y lo tendrá en la frente cuando trabaje en su obra.  Usted se lo pondrá en su frente para escribir. Será su tercer ojo. Sentí asco a lo comentado pero, ya estaba hecho el trato. ¿Qué era un absceso - ojo por la creación literaria, la inmortalidad como escritor, la fama, ser el mejor entre los mejores  escritores de mi generación? ¡Muy poco!  Por último, le presento desde ahora a sus 7 secretarios. Y como tratándose de una representación teatral fueron saliendo de un lado del escenario uno por uno. El primero en aparecer fue: Aamón cc Fabiano Stirge, me hizo una reverencia y se quedó a pocos metros de Lord Rutland. Le siguieron: Adremelech cc Lord Ruthven, con su chaqué impecable –e igual que lo hiciera Aamón- saludó con respeto.  Salió Esfria, de frac, sus gemelos se adivinaron en la camisa de puño francés: me hizo una genuflexión. Esfria dijo que en el mundo de los mortales  se le conocía con el nombre de Conde Estruch. Pasó y al aparecer en el escenario se disculpó con grave y hermoso acento británico: era Goodfellow  de  enorme cabeza  cc desde la Edad Media con el nombre de Gorgus Black.  Malfas, de levita estaba recorriendo con apuro el escenario. Dijo que en el mundo de los mortales se le conocía como Onofre de Dip.  Nergal comentó algo entre dientes a su hermano  cc Lord Rutland y disculpó su tardanza que, en verdad no la entendí. Agregó, que era cc Gilles II Barón de Rais pero que,  no era tan perverso como al hombre que él le usurpaba su patronímico. Y por último, salía Belfegor, de smoking, de monóculo y al saludarme su ojo flamígero relampagueó en señal de agrado. Y, las volutas de humo continuaron jugueteando por el auditorio, mas luego se enredaron como ovillos a los pies de Lord Rutland quien agregó: bien mi tarea está cumplida pero, antes de despedirme le diré mi nombre: soy Astaroth, Archiduque de los infiernos de Occidente... y recuerde, recuerde...  este acertijo: ¿qué dijo la primera rana? Y las volutas de humo comenzaron a agrandarse agrandarse hasta que Astaroth desapareció en medio de una niebla. Y los 7 espíritus infernales y yo volamos, volamos por el cielo hasta una mansión en la campiña inglesa: ¡ya era de noche! 

 

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